Hace algunos días, el periodista cultural Roberto Careaga inició un debate sobre la crítica literaria en Chile en revista Santiago. Ante las respuestas que el texto ha suscitado, Lorena Amaro reflexiona sobre las posibilidades reales que tienen las y los críticos de intervenir en el campo cultural. «El asunto no es que hoy existan menos espacios para ejercer [la crítica] de manera tradicional, sino que todo el sistema le pide muy poco a la literatura, a sus protagonistas y a sus mediadores», advierte.
Por Lorena Amaro
Hace algunos días, Roberto Careaga publicó la columna “Nadie dijo nada” en revista Santiago, donde reflexionaba sobre lo que me arriesgo a considerar desde hace mucho tiempo una verdad tácita: no existe la discusión literaria en Chile. No queda claro, tampoco, si alguna vez existió. Las respuestas no se han hecho esperar: ya hay varias, como las de Joaquín Castillo Vial, Nayareth Pino Luna y Pablo Chiuminatto en ese mismo medio, además de textos de G. Soto y Diego Leiva Quilabrán en Lo que leímos y Origami, respectivamente. Lo primero que tienta decir es que si el texto ha circulado y ha generado esta respuesta, sospecho que es porque dice algo con lo que todos podemos estar parcialmente de acuerdo.
Gran parte de la reflexión de Careaga apunta, más que a la escasez de espacios tradicionales para la crítica, a la eficacia actual de su dimensión evaluativa. Ese “menos que, más que, igual que” ponderado por Harold Bloom en su famosa y obstinada defensa del canon occidental. Quedan desplazadas otras posibles funciones, como la del mediador o buen lector, que promovía Raymond Williams, o del buen traductor, que defendía el poeta y también crítico W. H. Auden.
Como decía Michel de Certeau, “leer es estar en otra parte”, es dejarse llevar por una actividad “impugnadora, juguetona, fugitiva”, que nos involucra enteros y que nos permite entrever ideas y sentir emociones, como si viéramos a través de una rendija. Es en ese lugar donde la verdad tambalea, porque la escritura ha sabido dar voz o quitársela a sus personajes, porque ha decidido una forma de pensar el tiempo, el espacio y el lenguaje. Porque ha mimado y ha torcido las palabras hasta extenuarlas y recobrarlas. Después de esta experiencia, lo mejor que puede ofrecer una crítica, un crítico, es la perífrasis de la que hablaba Roland Barthes, una escritura que contornea el texto y lo hace crecer. Esta experiencia no queda en el ámbito de la intimidad: ocurre a vista y presencia de todes.
La literatura crea opinión pública, escribió la brillante Josefina Ludmer. Y es ahí donde puede intervenir la crítica, para poner en relación la literatura y el arte con los signos de su tiempo, con su presente y su pasado, para leer no solo a un autor, sino que leernos como comunidad, como sociedad, como especie.
La función del juez, no obstante, es la más evidente (y la que más nos enrostran a los críticos). Así lo han entendido, de hecho, quienes hoy de verdad evalúan e impactan en la vida de los libros: booktubers, booktokers y bookstagrammers cuyas opiniones, muchas veces con poco fundamento, no difieren de las que escriben lectores y lectoras en Goodreads. El caso es que, si hoy existe esa legión de gente dispuesta a evaluar (y poco entusiasmada con la idea de leer crítica literaria), ¿por qué tendría que hacerse cargo de esto la denostada y pretenciosa crítica literaria?
Estemos de acuerdo o no, lo que más le interesa al campo es la promoción de los libros. Los mismos bookstagrammers o booktokers chilenos lo saben y no dudan en manifestar su desinterés por la crítica literaria. Uno de ellos publicaba hace muy poco una historia sobre las cinco cosas que no le importancomo lector, y entre prólogos, fajas promocionales de libros y tapas duras, aparecía, cómo no, la crítica literaria.
Si bien en un principio se pensó que internet democratizaría la lectura y el conocimiento, lo cierto es que en las redes nos encontramos, como argumenta en una excelente columna el escritor Patricio Pron, con compradores, más que con lectores. Es imposible desconocer que hoy el libro es un objeto de consumo que brinda cierto estatus y sirve también como un vehículo de reconocimiento entre iguales. Los booktubers o bookstagrammers, más que centrarse en los libros, en realidad hablan y se conectan con otras personas (no necesariamente una “comunidad”) lo más parecidas a ellos mismos. En este sentido, la hipervisibilidad de imágenes vinculadas con el espacio literario hablan de mayor identificación, pero no de más diversidad cultural.
Ellos, sin embargo, son parte de un problema que nos involucra a todas y todos. Diego Leiva Quilabrán se queja de que “ante la falta de crítica actual, lo que ha tomado el mando de nuestro canon es el mercado y la publicidad transnacional”. Lo he pensado mucho y creo que no es justo que cuestión se le achaque solo a la crítica. Sí que la hay: el problema es su irrelevancia. Y todos somos parte de esto. El asunto no es que hoy existan menos espacios para ejercerla de manera tradicional, sino que todo el sistema le pide muy poco a la literatura, a sus protagonistas y a sus mediadores. La mediocridad nos conviene a todos, supongo.
Escritoras y escritores, editoras y editores, académicas y académicos, ¿qué hacemos por animar la discusión con ideas y cómo empujamos —o no— la transformación de las políticas públicas que alienten la discusión y no la paralicen? ¿Hasta qué punto tenemos el tiempo, las ganas, las posibilidades y, sobre todo, la libertad (y el cuero duro) para intervenir en el campo cultural?
Quiero pensar, también, que muchos han preferido restarse de las discusiones, porque no creen poder influir en un país donde el irracionalismo antimoderno proclama el rodeo como deporte nacional, o que 120 km/h en carretera es una cifra tan buena y arbitraria como cualquier otra, como planteó hace unos días el constituyente Luis Silva. La perorata antiacadémica y anticrítica no es, como algunos pueden creer, progre o buena onda: es fundamentalmente fascista, reaccionaria e irracional. Busca desprestigiar el pensamiento, demolerlo, para instalar entre esas ruinas sus semillas nostálgicas y totalitaristas. Solemos usar palabras como “microfascismos” o “micromachismos” para hablar de una cotidianidad amenazada con gestos y palabras dudosas, pero en realidad todo aquello va abonando el suelo de la discriminación y la violencia con mayúsculas. No son pequeños, ni tampoco inofensivos.
Con esto no señalo a nadie en específico. Tampoco condeno la banalidad, que necesariamente debe ser parte de la vida cotidiana. Pero a falta de un diálogo sincero, todes perdemos. Y nos toca leer peores libros, aunque esta es una de las consecuencias menos preocupantes del fracaso cultural, del que somos responsables todes quienes nos sentamos en las mesas de diálogo, ya sea en ferias, festivales o congresos, y decidimos ser, a como dé lugar, inocuos y amables. Es responsabilidad, también, de las y los periodistas culturales, cuyas preguntas a autoras y autores están hechas para seguir promoviendo por enésima vez sus novedades editoriales; de las y los editores que en los dos mil llamamos “independientes”, creyendo que aportaban a la bibliodiversidad, pero que, como todas y todos hoy, también tienen que vivir; y la parte que más me toca: de las y los académicos que abandonamos la lectura a contrapelo y buscamos en los libros los “temas” que hemos decidido abordar en nuestro próximo proyecto, como si la literatura fuera un reservorio argumental al servicio de una teoría.
En esta última línea, antes se acusaba a la academia de estar distanciada de la realidad, siempre entre las cuatro paredes de su alta torre, pero la verdad es que hoy estamos hasta las rodillas inmersos en ella a través del mercado. Es por ahí que pasan muchas de las decisiones universitarias: tesis, proyectos de investigación, publicaciones académicas. También, por cierto, muchos premios literarios.
Asumido todo esto, tendríamos que responder con sinceridad a otra pregunta, que es la que instala Careaga: si la crítica mediática ni siquiera impacta en el reconocimiento simbólico de un autor o autora (congresos, dosieres, traducciones, premios), porque para eso los libros necesitan más un buen agente literario que un crítico devoto, ¿a quién le perjudica una mala crítica, más que a los egos heridos de escritoras y escritores?
Tengo la sensación de que todo esto no ocurre del mismo modo con el cine. Aunque también nos damos cuenta de ciertas omisiones y silencios en ese ámbito (aquí se podría hacer un símil de lo que escribe Careaga sobre los recientes libros de Alia Trabucco y Alejandro Zambra, mencionando una película como La memoria infinita, de Maite Alberdi, largamente alabada en público, pero secretamente cuestionada tras bambalinas y con bastantes argumentos), parece que el cine sigue teniendo otra recepción. Su masividad, como también la inmediatez de su impacto, repercuten en la discusión pública. Me pareció importante, por ejemplo, lo que gatilló El conde, de Pablo Larraín: desde textos complacientes y algo evidentes que celebran la irreverencia de este director chileno, a otros que exploran las fisuras de su malogrado relato, como los comentarios de Pablo Corro, publicados en Cinechile. Enciclopedia del cine chileno, en que el crítico repasa la filmografía del director y su tendencia no tanto a la falsificación de la Historia, sino a su banalización; o de Héctor Oyarzún para revista Taipei, que pone el dedo en la llaga de los personajes elegidos por Larraín para su sátira. No es raro que este tipo de reflexiones, las más interesantes, se encuentren en páginas con cierto cariz académico o lejos del mainstream de los medios de circulación masivos. La existencia de estos espacios, siempre amenazados, permite una verdadera diversidad de la discusión, fundamental en la conmemoración de los 50 años del golpe militar, marcados por la desmemoria y el negacionismo.
Lamentablemente, ningún libro ha despertado en Chile un debate como este, no a lo largo del 2023. Coincido con Careaga en que muchos de los que él menciona podrían haberlo hecho y el gran enigma es por qué no estamos dispuestos a hablar. El propio Careaga, periodista cultural de larga trayectoria en el medio, hace gala de cierta neutralidad ideológico-estética para decir todo esto, porque no nos da a conocer en su columna, por ejemplo, lo que él piensa sobre Limpia o sobre Literatura infantil, dos libros que usa para ilustrar la polarización de las opiniones privadas y el silencio público en torno a ellos. Como columnista de revista Santiago, pero sobre todo desde el espacio que tiene en El Mercurio, ciertamente él mismo tiene la posibilidad de promover la discusión de libros que hoy echa en falta.
Es extraño, de hecho, que sobre el debate establecido en 2020 en torno a las autorías de mujeres —del que hice parte— diga que aquello “no fue tanto un debate sobre textos, sino que sobre ubicaciones y poses en el campo literario”. Quisiera hacer notar que fue precisamente el hecho de que me refiriera a los textos de las escritoras lo que produjo una reacción en cadena, una lluvia de columnas en que, sin embargo, nadie remitió a ellos, cuando lo cierto es que podrían haberme respondido diciendo que mi equivocación estaba en mi lectura, y no en las muchas otras razones que esgrimieron para descalificarme. Esto fue sintomático. Pero la columna de Careaga, como también otra, que escribió Rafael Gumucio en El País, aparecida poco después del debate en Palabra Pública, en que el escritor decía que hoy las polémicas esquivan los nombres (eso hubo de sobra en la de “las autoras”), dejan bastante en evidencia que muchos escritores, periodistas culturales y críticos varones no perdieron su tiempo leyendo o tratando de desentrañar lo que allí debatíamos sus colegas mujeres.
No se puede defender la discusión literaria en un medio que permanentemente evita la lectura e intenta aplastar la reflexión crítica. En 2021, la escritora Lina Meruane —reciente ganadora del Premio José Donoso y también académica universitaria— escribió una columna sobre “la inquina de la crítica”, donde planteaba que las mujeres que la ejercen, en vez de manifestar su desacuerdo con un libro escrito por otra mujer, “debieran callar (…) a la espera de un libro de su gusto”. No deja de ser extraña esta orden: que la crítica sea complaciente con un mundo editorial y literario que no parece necesitar más complacencia aún. En su texto, publicado en The Clinic, Meruane decía que las críticas literarias “desaparecemos” a las autoras (una metáfora escalofriante en un país de desaparecidos), pero me parece que lo que realmente se está desvaneciendo, aquí, es la literatura.
Como lo planteé hace ya tres años en aquella discusión, podríamos simplemente constatar la muerte de la crítica, al menos como se ha entendido hasta ahora. El feminismo ha sido fundamental para hacer ver que ya no interesa una crítica profesional descalificadora o abusivamente jerárquica. Pero eso es una cosa, y otra, pretender eliminar la posibilidad de disentir y fundamentar cualquier discrepancia con el discurso hegemónico, que nos impone una élite social, la que es predominante, por cierto, en nuestro campo literario. Esa élite pretende decirnos cómo debemos leer, cómo debemos escribir y, sobre todo, qué formas debemos guardar. Si no eres hombre ni provienes de ahí, la situación se torna aún peor. Recuerdo que en 2021, en una entrevista al editor y columnista Matías Rivas, él decía que los únicos críticos que iban quedando en el país eran Camilo Marks y Pedro Gandolfo (“hay que cuidarlos”, agregaba). Cuando Marcelo Soto le preguntó por las mujeres que la ejercíamos en ese momento, respondió diciendo algo sobre la estridencia y el analfabetismo funcional. A muchos la entrevista les pareció fantástica.
Ahora mismo, Careaga escribe una columna y de inmediato es entrevistado por Daniel Mansuy para Tele13 Radio. Pienso que, claramente, lo semejante busca a lo semejante.
Lo que está en disputa es el derecho a hablar y opinar de manera diferente y fundada en un país en que la revuelta social transitó las calles, pero apenas llegó a la ciudad letrada. “No son las formas”, esa es la frase predilecta con que se viene sofocando desde hace un tiempo cualquier discusión sobre la cultura en Chile. No basta con pensar: hay que ser elegantes, por lo que entiendo de la columna de Joaquín Castillo Vial publicada en revista Santiago en estos días. Me encantó, por lo mismo, que en su respuesta a Careaga, Nayareth Pino parafraseara insolentemente una canción de Los Prisioneros (“Texto compro, texto vendo, texto arriendo…”) para referirse al neoliberalismo, ese “soma que insertó Pinocho”, haciéndonos bailar a todos al ritmo desenfrenado de la novedad editorial.
Escribo todo esto en Madrid, donde llevo ya unos meses. Lo que puedo agregar al respecto tampoco es muy alentador, ya que después de asistir a varias presentaciones, mesas y congresos, me atrevo a decir que contadas algunas excepciones, la discusión crítica, aquí, donde existen políticas públicas de más alcance y espacios para la cultura en general, no dista demasiado de la nuestra. ¿Tendríamos que conformarnos? Un problema de la izquierda política chilena —y sus derivas culturales— está, creo, en su resignación al fracaso. Lo llevamos adherido. Casi lo glorificamos. Eso no puede estar bien. No puede estarlo, tampoco, vocear un apocalipsis literario. Quisiera ver en las críticas que estamos haciendo, más bien, la posibilidad de refundarnos, de cantar canciones, como lo hace Pino. De revolverlo todo. De empujar para que el estallido popular llegue realmente al campo literario chileno.
En las utopías clásicas, un primer momento es siempre la sátira que expone una alicaída situación política. Luego viene el nuevo mundo imaginado. En este caso, la autocrítica (un poco más fea, gris u opaca que la selfie, sin duda) bien puede ser un primer paso. Pero es preciso pasar al siguiente.