En El Fantasma de la sin razón, Armando Uribe Arce cuenta que: “Poco después del Golpe de Estado de 1973, el Presidente Frei Montalva, que lo fue hasta 1970, lo explicó así el 74 en Nueva York a un ex ministro suyo que era alto funcionario de Naciones Unidas: ‘Toda la historia de Chile consiste en evitar que los indios atraviesen el Bío Bío (…) con el gobierno de Allende y la Unidad Popular, los indios lo atravesaron; ¡por eso se produjo el Golpe!’. Naturalmente —prosigue Uribe— se trata de una metáfora; muy interesante porque el hijo de suizo señor Frei, calificaba así de indio al pueblo chileno que representaba el Presidente Allende y la izquierda (…)”.El comentario de Uribe expresa el anudamiento mítico sobre el que se juega el devenir histórico y político de Chile. La máquina mitológica de una oligarquía blanca e hispánica que despreció a los indios durante la colonia, no ha dejado de despreciar al pueblo en su fase republicana. Indio y pueblo yuxtapuestos en una intensidad irreductible que habita los bordes del orden y que, de vez en cuando, irrumpe en las superficies: la asonada popular —la indiada— que llevó a Allende al poder vuelve a emerger después de varios desgarros iniciados desde el “eslabón más débil” que se cristaliza en los estudiantes secundarios.
Los indios —toda esa potencia popular— están de regreso. “Indios”, ese
nombre puesto por equívoco que se aferra a la “indi-gencia” en que vive un
pueblo durante la República, da la medida para pensar esa irrupción tan
infinita y múltiple como es la imaginación popular. Siendo equívoco, el término
“indio” implica una exclusión del sistema de verdad, la “indi-gencia” del indio
traza un lugar sin lugar que puebla los bordes del orden, sus fronteras, sus límites
–tras el Bío Bío. La indi-gencia del indio, la indiada indi-gente no es más que
porosidad en la que los muros se han disuelto y las identidades se
intersectaron en la apuesta de un mundo común. La indi-gencia del mundo se
abalanza contra su entera destrucción propiciada por la oligarquía financiera
que hoy domina el planeta y que en Chile encuentra en su Constitución (la de
1980) el texto que legaliza su infinito saqueo.
Para el 18 de octubre el error indio mostró la indi-gencia de la República al “atravesar el Bío Bío” y tomarse un país por más de un mes. La indiada se refugia en las calles, se parapeta en árboles frente al ojo policial, ataca y se fuga, abraza la ciudad como si fuera suya, no teme más que lo que festeja. Irrumpe en la singular “normalidad” de los poderosos y acampa en sus bordes para “despertar”. Porque la indiada no habita, sino acampa. Ha llegado el momento de cognoscibilidad donde los “abusos” parciales contra los que se opuso con fuerza, se anudan en la imagen de un sistema completo: el pueblo quiere la caída del régimen —gritan desde el mundo árabe; todo el pueblo quiere un nuevo régimen, claman desde las “grandes alamedas” que otra vez abiertas en medio del país.
“La asonada popular —la indiada— que llevó a Allende al poder vuelve a emerger después de varios desgarros iniciados desde el ‘eslabón más débil’ que se cristaliza en los estudiantes secundarios”
La indiada recorrió las calles, expuso su vida a la violencia de militares y policías que defendían la “frontera” y, en el instante en que sus representantes del Congreso suscribieron el “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”, el primer significante obliterado fue el de “asamblea constituyente”, que fue imperceptiblemente sustituido por el de “convención constitucional” (o mixta, en caso que así lo dirima el plebiscito). Recordemos que la indiada de Chile ha expresado que la “asamblea constituyente” sería el lugar en el que el intelecto común puede cristalizar una forma precisa de deliberación política. La indiada es apabullante potencia de un deseo sin dirección ni liderazgo que, sin embargo, ha destituido al orden de las cosas. Porque, en tanto cristalización del intelecto común, el pueblo quiere sentarse en el vacío dejado por parlamentarios y gobierno. Pero no para investirse de su autoridad oligárquica y reproducir la soberanía que él mismo ha destituido, sino para abrazar una “democracia popular” que no habrá que entenderse por un específico “régimen” de gobierno, sino por una “potencia igualitaria” capaz de destituir el ensamble militar-empresarial sobre el que se ha fundado el pacto oligárquico de Chile.
Crédito: Fabián Rivas
Que los parlamentarios de turno —por presión del capital financiero y presunta digitación expresa de Washington— hayan sustituido el significante “asamblea” por el de “convención” no puede ser algo casual. Ante todo, los juristas se han apresurado a subrayar que el asunto de nombres no importa porque, en el fondo, el dispositivo será el mismo. ¿Será el mismo? Y si es el mismo, ¿entonces por qué no recurrir al término “asamblea constituyente”? La sustitución de “asamblea” por “convención” es una operación que sustituye el vocabulario popular por el de la oligarquía en su versión parlamentaria, obliterando la posibilidad de un simple “agenciamiento” que emerge desde la propia potencia popular, en favor de la “aristocratización” promovida por el paradigma parlamentario. En ese plexo, el “acuerdo” se erige desde una primera derrota popular, pero, a la vez, nos abre a un segundo tiempo por disputar.
Sin política no habrá disputa y hoy, más que nunca, a pesar de todo, la indiada nuevamente tendrá que asaltar los elegantes palacios y abrir su lugar en la futura Carta Fundamental. Porque la indiada ha ganado demasiado para bajar los brazos frente al “acuerdo” y dejarle el nuevo artefacto a los de siempre: más bien, no tendrá que restarse ni sumarse, sino que tendrá que actuar políticamente para transformarlo. A pesar de que el Estado la sigue acribillando y hace pasar todo como si la violencia sistemática ejecutada por militares y policía hubieran sido “hechos aislados”, todos sabemos que se trata de una política que, permeada del mito colonial, pretende que la indiada retroceda de las calles y vuelva al Bio Bío. Pero, como se ha visto, ella no volverá, sino que ingresará a las calles para destituir lo que sea necesario del nuevo artefacto (el “acuerdo”) y no renunciar a su imaginación popular. Su disputa ya ha comenzado desde el instante en que después del anuncio del “acuerdo” el pueblo se ha volcado a las calles.
“Sin política no habrá disputa y hoy, más que nunca, a pesar de todo, la indiada nuevamente tendrá que asaltar los elegantes palacios y abrir su lugar en la futura Carta Fundamental”
Los indios de Chile no descansarán. La presencia simultánea de
banderas mapuche y chilena en las marchas expresa la intempestividad de la
potencia popular. La indiada es el punto de intersección entre ambas banderas,
el lugar sin lugar en que acampa el sitio baldío, más allá de toda
representación. Porque la indiada no es más que el sobrante –el resto- del
pacto oligárquico de Chile, aquel que se ha restituido demasiadas veces
(1833-1925-1980) y que no ha consistido más que en el atrincheramiento de una
oligarquía en desmedro del indio. Este sigue siendo el “error” al orden y la “indi-gencia”
que no se quiere ver. Pero la indiada popular —esa multitud acéfala— se levanta y aterra a su
oligarquía, deviene monstruosidad inmanente a la República, la sombra que puede
ser calificada de “alienígena”: de otro mundo, de otra lengua, de otra
frontera.
La indiada deviene inactual consigo misma y, por esa misma intensidad, no puede sino temblar intempestiva. Por eso, no da lo mismo “asamblea” que “convención”: si esta última se deja regular por el régimen de representación parlamentaria, dejando de lado el vocabulario popular, reproducirá en un “segundo tiempo” la expulsión de la indiada y terminará haciendo de la nueva Constitución una nueva frontera del pacto oligárquico de Chile. Sin embargo, los indios de Chile están aquí para disputar esos dispositivos y actuar políticamente frente a la posibilidad de una nueva injusticia.
Considerada una de las voces más relevantes de la poesía latinoamericana contemporánea, la autora de La bandera de Chile, libro paradigmático de la dictadura, reflexiona sobre la actual crisis social, sus causas y actores; defiende la necesidad de una Constitución plurinacional y evidencia la labor del escritor en estos tiempos convulsos: “Hoy es importante la escritura de registro, la escritura impresionista, que funcionan como diversas codificaciones de lo que está ocurriendo. Sobre todo es esencial reivindicar la libertad de expresión”, afirma.
Por Victoria Ramírez
La semana pasada, en el frontis de la Biblioteca Nacional se instaló un lienzo que declaraba “La poesía está en la calle”. Esa simple frase que remitía a la creatividad callejera llegó a oídos de la poeta Elvira Hernández, que como muchos, ha visto los muros de Santiago y otras ciudades de Chile llenarse de consignas. “Esa escritura es el derrame de emociones que arrojó la revuelta social”, me dice al reunirnos en la terraza de un café en un día caluroso, caldeado, acorde al ánimo del último mes.
Como
una coincidencia curiosa, me muestra un ejemplar de su libro Santiago Waria (1992) en su versión cartonera, que además contiene el poema “Santiago
Rabia”, escrito en 2016, en memoria de la escritora chilena Guadalupe Santa
Cruz. Allí, cubiertas por papel corrugado, se reúnen múltiples versiones de Santiago,
como un poema largo, agónico, una zona de combate. “Tanta cerrazón me digo
tanto esmog tanto solvente/ tanta lacrimógena/ no hay donde poner pie”.
“Tenemos que buscar un lenguaje para todos, porque una Carta Fundamental es eso. La sociedad tiene muchas necesidades, incluso contrapuestas, pero la palabra tiene que hacer evidente que hay ciertos intereses que nos deben pertenecer a todos”
Nacida en Lebu en 1951, Elvira Hernández —seudónimo de María Teresa Adriasola— es una de las poetas fundamentales de la poesía latinoamericana contemporánea, con una carrera realizada a pulso y una escritura “hecha en el ocultamiento”, como dice en su ensayo Sobre la incomodidad, parte del libro homónimo lanzado este año por Ediciones UDP, y en elque rescata parte de sus apuntes, entre ellos algunos referidos al descontento del Chile de las últimas décadas. En 2018 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Jorge Teillier y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, reconocimientos que además se materializarán en dos libros que pronto serán publicados. Sumado a eso, fue reconocida con el Premio del Círculo de Críticos de Arte de Chile por Pájaros desde mi ventana (2018), título que se suma a una lista que incluye ¡Arre! Halley ¡Arre! (1986), Carta de viaje (1989), El orden de los días (1991), Cuaderno de deportes (2010), Actas Urbe (2013) y la antología Los trabajos y los días (2016), en el que se recopiló gran parte de su trabajo.
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La escritura de Elvira Hernández tiene una relación íntima con la memoria. Piensa sus textos casi íntegramente antes de pasarlos al papel. Y es en ese “casi” donde quedan espacios en blanco, que completa tiempo después, cuando encuentra la pieza que falta para armar el cuadro. Comenzó a escribir en su juventud, mientras estudiaba Filosofía en el Instituto Pedagógico, en pleno gobierno de la Unidad Popular.
A seis
semanas de iniciado el estallido social, Elvira Hernández prefiere no hablar de
su obra en esta entrevista y prioriza centrarse en la crisis actual. Estará
rondando, sin embargo, La bandera de Chile (1981), ese libro paradigmático de la
dictadura que circuló mecanografiado en la clandestinidad, que fue publicado por
primera vez en Buenos Aires en 1991 y que recién apareció en Chile en 2010 a
través de Editorial Cuneta. Su
historia carga también con el hecho de que fue escrito tras la detención de la
poeta en el Cuartel Borgoño, en 1979. Es un texto contingente, que incluso hoy
en las manifestaciones ha tenido su espejo en algunas pancartas: “La bandera de
Chile es usada de mordaza/ y por eso seguramente por eso/ nadie dice nada”.
—Yo tenía una escritura secreta que nunca pude compartir en un grupo de discusión literario, porque el país se polarizó de tal manera que, aunque era para mí algo central, la desarrollé en solitario. No había tiempo, vivíamos casi sin dormir, en permanente alerta. En dictadura tampoco pude llegar a tener un período de formación como el que un escritor desea. Una dictadura te crea barreras poderosas que parten por la censura y tiene una incidencia muy fuerte en el lenguaje de un pueblo. Eso fue para mí gravitante. Lo que había escrito lo boté, porque no servía para nada. Entonces fue como empezar a alfabetizarme de nuevo, porque todo había perdido significado. En ese momento, la resistencia de la escritura consistió en no dejar avasallar la conciencia y no perder la memoria.
—Pensando en la censura y la relación con el silencio
que existió en dictadura, ¿qué lugar crees que tiene hoy el silencio en una
democracia que hemos visto, de alguna forma, quebrada?
Hay que
analizar muy finamente nuestro período posdictatorial, donde se habló de la
recuperación de la democracia. Una de las causas de que esto explote es porque
se llega a la conclusión de que esta recuperación ha sido una formalidad. Ha
habido una falta de democratización y eso se sintió, porque hubo mucho
encubrimiento. El desarrollo cultural de este período también tiene
implicancias importantes: la entrada a un mundo que yo desconozco, que es el
virtual y que ha jugado un rol fundamental. Creo que ha sido el hilo del
movimiento, de estas manifestaciones de atroz descontento.
—Así como internet ha sido clave para
la comunicación entre los manifestantes, se ha visibilizado a aquellos que
están en la primera línea, arriesgando su integridad física. ¿Cómo observas la
organización que ha existido en estas semanas de movilizaciones tras el 18 de
octubre?
No solamente en las manifestaciones, también en las poblaciones. En todos los estallidos sociales los que le ponen el pecho a las balas son siempre los que están dispuestos a dar todo y por lo general no suelen recibir nada. Quien se pone en la primera línea es alguien que está dispuesto a entregar su vida. Pienso que esta es una sociedad que tiene que entrar en diálogo. Lo que ocurrió durante la primera semana no puede seguir ocurriendo durante cinco meses. Estoy en contra de lo que siento es el espíritu de esta época: la desintegración. Si no estuviera relacionada con la palabra quizás estaría pensando en otra cosa, pero como estoy acá y la palabra siempre es dialógica, tomo distancia.
—En tiempos como estos suele hablarse de la responsabilidad del escritor bajo la idea del “sujeto público”. ¿Cuál debiese ser, a tu juicio, la labor de las escritoras y escritores en la actual crisis?
Creo que tenemos que ser más ciudadanos que nadie. Es un gran momento, en el sentido de que tenemos que buscar un lenguaje para todos, porque una Carta Fundamental es eso. La sociedad tiene muchas necesidades, incluso contrapuestas, pero la palabra tiene que hacer evidente que hay ciertos intereses que nos deben pertenecer a todos y otros que son demasiado individuales para que los carguemos.
—¿Crees que el movimiento social que estamos viviendo podría afectar una escritura “política” a futuro?
Creo que es imposible pasar de largo. Para mi generación la escritura es algo que emana de un inconsciente y es oscuro. No se puede gobernar. Al momento de la escritura el inconsciente tiene que hablar y sabe de nuestras barbaries, imposturas, renuncias morales, claudicaciones políticas. Uno racionalmente puede ahogarlo. A veces vemos escrituras que son planas, porque son muy voluntarias. Han querido llevar una tesis. Hoy es importante la escritura de registro, la escritura impresionista, que son diversas codificaciones de lo que está ocurriendo. Sobre todo es esencial reivindicar la libertad de expresión.
—En tu ensayo “Este país” (2009) te refieres al olvido de la identidad indígena en Chile y das cuenta del reclamo de autonomía en Wallmapu. Algo que ha llamado la atención en este estallido es que se han levantado banderas mapuche como símbolo de resistencia. ¿Crees que el proceso que se inicia en abril pudiese dar oportunidad a generar una Constitución plurinacional?
Creo que esta es la última oportunidad de reconocer ese fundamento que son los pueblos precolombinos. Esa sabiduría no-occidental puede llegar a salvarnos de la hecatombe de una economía extractiva que significa arrasar la naturaleza. En cuanto al pueblo mapuche, que ha avanzado muchísimo en organización política y cultural, que habla ya de territorialidad y autonomía, es necesario ir a un diálogo más profundo y hacer, por fin, de Chile un país plurinacional con participación activa mapuche.
“Creo que (una nueva Constitución) es la última oportunidad de reconocer ese fundamento que son los pueblos precolombinos. Esa sabiduría no-occidental puede llegar a salvarnos de la hecatombe de una economía extractiva que significa arrasar la naturaleza”
—En octubre estuviste en el Festival Panza de Oro, Bolivia. Actualmente ese país atraviesa un proceso complejo tras el golpe de Estado al gobierno de Evo Morales. En Colombia actualmente tienen toque de queda. ¿Cómo observas el clima de descontento con los gobiernos latinoamericanos?
Bueno, hemos vivido todo este tiempo bajo el yugo del neoliberalismo. Es un modelo que sencillamente estalló, porque ya no puede seguir sometiendo más a las sociedades. Ayer vi un rayado que me puso la carne de gallina, con pintura roja decía «Cóndor» y me remitió al Plan Cóndor. Bolivia es un pueblo que tiene más experiencia política que el nuestro. Cuando estuve allá un chico me dijo «Has conocido Bolivia antes de». Para ellos no era ninguna sorpresa lo que iba a ocurrir, pero tenían la angustia de ver que nuevamente esa sociedad se les iba a desarmar. Saben lo que significa. Nuestra Latinoamérica está en un momento de mucho hervor y es vital poder encontrar salidas que pongan justicia. Lo único que puede calmar algo es la justicia.
Complejo resulta mirar nuestra literatura si asumimos hablar desde el interior del estallido social. Sin embargo, los signos estaban ahí evidenciando por medio de gritos o susurros las múltiples grietas y fracturas que iban opacando la brillante y monocorde atmósfera de progreso que pretendía ocultar la tragedia de vivir en el país más neoliberal del mundo. Porque desde siempre el espacio propio de la buena literatura ha sido la grieta: habitar una grieta, provocar una nueva, ignorarla, incluso rechazarla. Por eso, si la literatura decide habitar en la árida superficie que sirve de escenario para el despliegue del poder, no logrará sobrevivir.
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Durante la dictadura, la literatura nacional, realizada tanto al interior del país como en el exterior, tuvo como eje, precisamente, la dictadura. Todo texto de poesía y narrativa se orientó a la confrontación y denuncia del orden represor de manera alegórica o realista. La torsión hacia la estética neoliberal viene después, con la llegada de la democracia pactada con el poder militar y empresarial y tiene como momento fundante la década de los 90. La estética neoliberal impuso y sigue imponiendo el predominio de una voz, ya sea narrativa o lírica, privatizada, es decir ensimismada, concentrada en su individualidad e intimidad. El otro, la otredad, no aparece más que como parte de la escenografía que rodea el itinerario agónico del narrador o personaje principal. La subjetividad, por tanto, se empequeñece al punto de su cosificación, sometida a una continua anestética o pérdida de la sensibilidad, en este caso para percibir la existencia del otro o la otra; además, la memoria se debilita, se hace pequeña, insignificante, salvo para el drama familiar o sentimental. Obviamente, cualquier proyecto colectivo está ausente, ya que el sujeto ve en la alteridad un escollo para el logro de sus objetivos. Incluso la ciudad pasa a ser un territorio amenazante (que interrumpe el desplazamiento del narciso) o un espacio ridículamente idealizado, sanitizado, donde el sujeto puede armar su ruta personal no afecta a interrupciones. La ausencia de diversidad de sujetos, en consecuencia, se vuelve fundamental. Una voz predomina, la burguesa, es decir, con sus necesidades materiales más o menos resueltas. Los y las otras o no aparecen o quedan en un segundo o tercer plano. Sujeto popular, migrantes, pueblos originarios, trabajadores explotados, enfermos sin atención y ancianos empobrecidos. Pero la estética neoliberal no se detiene ahí, porque abarca también las expectativas de un sujeto que ya no tiene el refugio de una utopía, por lo tanto, sólo le queda un desencanto no trágico, algunas veces cínico, otras simplemente indiferente. Por todo esto resulta obvia la ausencia de cuestionamiento a la explotación laboral y al sistema de castas: los personajes se mueven en un orden social naturalizado. Esto implica que la literatura se retraiga sobre sí misma, orientándose a historias mínimas, sucesos cotidianos, donde los narradores, y también muchos poetas, han dejado de lado todo, salvo el yo y su despliegue incesante.
Crédito: Alejandra Fuenzalida
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La
literatura chilena, a partir del 90, se produce bajo el predominio de las lógicas neoliberales, expresadas bajo la forma de la
mercantilización de la cultura. En este sentido, si tomamos en cuenta lo dicho
por Harvey: “No cabe duda de que la neoliberalización ha hecho
retroceder los límites de lo no mercantilizable” (Madrid: Akal, 2007, p. 182)
podemos preguntarnos acerca de los efectos que la mercantilización ha tenido
sobre la narrativa publicada desde 1990 hasta la actualidad (2019). Las
presiones mercantilizadoras sobre las producciones ficcionales se advierten al
interior de los propios textos, así como en su lugar dentro de la crítica y el
mercado.
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Una vez reinstaurada la democracia, la literatura dio
un giro radical. Pienso en los 90 y la emergencia de la Nueva Narrativa y su
adscripción a la promesa neoliberal: la globalización de la literatura.
Entiendo esto último como la negación de todo signo de identificación
territorial, en última instancia la negación de un contexto latinoamericano, el
uso de un español neutro, facilitador para el lector mundial y las posibles
traducciones, la cita de alta cultura y la exclusión total de toda problemática
social.
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Más
acá de los 90, mucha literatura neoliberalizada se ha publicado y se sigue
publicando. Que la literatura mostró la crisis antes del estallido, sí, pero no
toda. No puede haber aquí una defensa corporativa, gremial, que intente dejar a
la literatura como un oasis de crítica, sospecha o denuncia constante. No,
porque mucha narrativa ha acompañado a los discursos oficiales, plegándose
acríticamente a la naturalización del modelo. Sólo basta pensar en todos esos
relatos sin anclajes, con ausencia o débiles referencias a todo aquello que
pueda sonar a latinoamericano y que se ofrece desde una neutralidad
globalizada. Sólo ese aspecto nos habla de un sujeto/a sumiso, desmovilizado,
inhabilitado para ejercer presión o intentar cambiar su estado de desesperanza.
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La ficción atada a la representación de lo real
deviene de una episteme, la neoliberal, que acosa al sujeto/a, que no le da
tregua, cuyo fin es su destrucción o la obediencia del sometido/a al manual
neoliberal. Ante esto surge la mayor parte de las veces de manera incipiente y
en otras de manera radical, una estética de la derrota, y es precisamente esta
derrota la que prefigura el estallido social. Sin embargo, hay un aspecto
importante que la literatura prácticamente no vio, no fue capaz: el entusiasmo,
la confianza colectiva en que quizás esta sea la vez en que la infame ruleta
del poder escuche las demandas del pueblo. Presenciamos la sorprendente y hasta
alegre reinstalación de la utopía contra la cual los partidos políticos y su
corruptela connatural ya están complotando para convertirla en anuncios de
campaña que les permitan refundar su deslegitimado poder.
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Tal como plantea la posmodernidad, la estética
neoliberal incluye también la falta de verdades absolutas y la fragmentación
del sujeto. Pero es precisamente por ahí por donde se comienza a filtrar un
excedente antihegemónico, me refiero con esto a indicios de torsión a la lógica
neoliberal. En las narrativas de mujeres y homosexuales y en las de la memoria,
los gestos antihegemónicos dejan de ser indicios de subversión y pasan a formar
parte de su contenido fundamental. Sin embargo, es necesario hacer una salvedad,
la literatura homosexual masculina burguesa emerge como una tendencia ya no
marginal, sino visible y, por lo general, como un dispositivo orientado a
realzar poder y clase, deslizándose hacia una banalidad autocelebratoria y una
sexualidad convertida en objeto de consumo.
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Hubo que esperar hasta los 2000, fecha en que se conmemoraron los cuarenta años del golpe militar, para que nuestra narrativa diera un giro hacia la historia. La publicación de posmemorias ha significado la vuelta hacia una ficción que se nutre de no ficciones y que retoma la dictadura desde el punto de vista de los hijos. El lenguaje deja su transparencia, su consumo facilista, que se había hecho habitual, para poner en jaque la épica de los 70 y cobrar cuentas a la generación de los padres. Esta escritura sí manifiesta un explícito descontento, falta de expectativas, ausencia de proyecto y mucho resentimiento. La posmemoria corre en paralelo al surgimiento de la autoficción. Un tipo de narrativa en la cual confluye la ficción con la biografía del autor/a, donde se elimina la acción, los acontecimientos se limitan a lo cotidiano, intrascendente, y el tiempo parece detenido. Mucho yo, mucho individualismo, pero también soledad, tristeza, nuevamente mundos burgueses apresados por una lógica del consumo ligado a las relaciones afectivas. El tiempo en estas narraciones se ha condensado, los periodos son breves, no hay pasado ni futuro, sólo un presente continuo, interrumpido por crisis de sujeto/a, que alteran los ritmos de vida sin que esto signifique dramatismo o tragedia. Es más, todo lo trágico termina por diluirse en pos de la sobrevivencia automatizada de los personajes o del llamado darwinismo neoliberal.
Crédito: Felipe PoGa
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La autoficción se ha vuelto una moda o tendencia que
fácilmente se podría rechazar en bloque por sus innegables parentescos con la
lógica neoliberal, sin embargo, me parece necesario hurgar un poco más en ella.
Se trata de una escritura sobre una intimidad en crisis, despojada de todo,
donde lo único que queda en pie es el sí mismo/a. Sin épica resulta natural la introyección del sujeto/a, el
privilegio de situaciones domésticas que dan cuenta del vaciamiento de
expectativas, de la impotencia de no poseer algo más que al propio yo; son
escrituras del después de la derrota, del momento en que surge un estado de
tregua, donde sólo queda vivir en el pequeño territorio asignado y, en ciertas
ocasiones, asumir cierto cinismo o ironía.
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Las escrituras de mujeres desde el 90 en adelante manifiestan
mayoritariamente un giro radical. Advierto, acá, un territorio de escrituras
orientadas a privilegiar a la mujer en su dimensión política. Sin edades que
marquen generaciones, las escritoras abandonan los lenguajes sutiles, las
retóricas oblicuas tan bien recibidas por nuestro macho campo literario, para
poner en escena las operaciones patriarcales y su pedagogía orientada a
subordinar a la mujer. La escritura de mujeres en sí misma se está convirtiendo
en una revolución del lenguaje, amarrada a la exigencia de cambio social, donde
se enfatiza la presencia de cuerpo, la diferencia de género, el abuso y la
memoria como un lugar fundamental para la deconstrucción del sujeto mujer.
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La crisis tiene una presencia constante en nuestra literatura, incluso en la plenamente neoliberalizada, y no implica necesariamente una energía contrahegemónica. Aun cuando sea de Perogrullo, reiteraré que no hay literatura sin crisis y que, por tanto, si de literatura y crisis se trata, es casi imposible encontrar un texto donde se haya eliminado la crisis. He intentado derivar a un tipo particular de crisis, aquella ligada al estallido social que estamos viviendo. Pero esto no puede implicar la elaboración inoportuna, dado el contexto y este espacio, de listas con autores y autoras que hayan vaticinado la revuelta social o, en su contrario, autoras y autores que se hayan plegado al discurso hegemónico. Por supuesto que hay nombres que son más que evidentes y que ya he mencionado en otros lugares, porque son claramente una interrupción violenta en el curso del orden neoliberal o su afirmación tajante. Pero si hay algo que el estallido ha mostrado es que las chilenas y los chilenos sí leíamos y sí podíamos expresarnos. Durante años se construyó una mitología que relegaba a gran parte de la población a un estado de barbarie no lectora y por lo tanto incapacitada del derecho a hablar, esclava sumisa de la televisión y los medios. Pero entre todo lo que comenzó a arder desde el 18 de octubre también se arrojaron al fuego las ansias monologantes de las elites, el monopolio de la palabra y del discurso, sus límites, cánones y escalafones. Es difícil creer que todo eso se calcinó y quedó reducido a cenizas, más cuerdo sería pensar que apenas se chamuscó porque son estructuras viejas y poderosas, resistentes, pero aun así deberían provocarse cambios importantes. Por eso, más que celebrar los poderes predictivos de la literatura deberíamos preguntarnos de qué lado queremos que esté la literatura que viene.
…que se sepa que en Chile nos estarán robando los ojos más no la VOZ!
Por Lina Meruane
I. Afuera preguntan qué está pasando en Chile y ha habido tantas respuestas sucesivas. 30 pesos y 30 años de descontento y 47 años seguidos de dicta-dura y dicta-blanda y de una democracia fundada en principios dictatoriales. Afuera preguntan y la respuesta va cambiando porque no se trata sólo del pasado materializado en las protestas del presente sino de la impaciencia por los años de descontento y desconfianza por delante de nosotros si las demandas de la calle no se resuelven. Si las manifestaciones no acaban por derrocar las bases del sistema abusivo que la dictadura nos implantó.
II. Afuera cuesta vislumbrar lo que la gente ha esperado, lo que ha aguantado, los sistemáticos atropellos; cuesta ver que la gente cumplió en silencio, que se levantó temprano para llegar a tiempo al trabajo, que trabajó duro, que sumó horas extra, que pagó sus impuestos mientras veía que otros que ganaban más evadían los suyos; cuesta ver que la gente se endeudó para educar a sus hijos, que los endeudados siguen pagando a plazos imposibles, que los chilenos-de-adentro viven para pagar y que de pronto comprenden que nunca terminarán de hacerlo, que envejecerán en la miseria, que se suicidarán desasistidos en sus casas porque no les alcanza ni para comer. Eso no se percibe afuera, ese no tener ya nada que perder.
III. Es el sistema lo que debe cambiar: caer con sus presidentes y sus fuerzas de orden y su tropa de empresarios evasores. El sistema debe caer con los privilegios que protege. Pero afuera cuesta entenderlo porque es allá donde nuestros presidentes han vendido unas cifras de éxitos extraordinarios sin revelar las cifras de nuestra extraordinaria desigualdad.
IV. Mentir por omisión, nos decían en casa, es igualmente mentir; si nos pillaban mintiendo nos castigaban.
V. Mentir es otra manera de censurar la información, de cegarla.
VI. En mis años escolares, que fueron los años de la dictadura, se acusaba al Mercurio de mentir y era cierto que ese diario mentía. El Mercurio ocultaba información o la distorsionaba. El Mercurio fabricaba hechos convenientes para la propaganda del gobierno golpista. Vemos ahora con toda claridad, porque hay más medios, más voces, porque hay cámaras por todas partes, lo que hoy ocultan ese y otros medios comandados por empresarios comprometidos con un sistema que les asegura sus privilegios. Sobre los muros la gente ha hecho crecer la nariz azul de Mercurio, el mitológico mensajero de los dioses.
VI. Quiero responder a quienes me preguntan por Chile pero ese primer día es confuso. Esos sospechosos incendios simultáneos, esos saqueos de supuestos delincuentes bajo las órdenes de la izquierda chilena, cubana o venezolana. La televisión suprime las imágenes de la violencia ejercida por tropas armadas, escudadas tras paneles, sus cuerpos en chalecos antibalas, sus rostros protegidos por cascos, tropas militares y policiales entrenadas para aplacar a miles de ciudadanos que aparecen en las calles por su propia voluntad para reclamar lo que les han robado. Sé, porque fui periodista, porque trabajé en esos medios productores de mentira, que hay una sobreproducción de noticias falsas difíciles de contrarrestar con las verdaderas. Porque la situación es compleja recurro a medios alternativos y a la prensa extranjera para complementar, y voy siguiendo a personas conocidas y desconocidas en sus recorridos, intentando, con ellos, descifrar qué es lo que ocurre en nuestras calles.
VIII.. La miopía que me impone la distancia no se condice con la celeridad de las noticias.
IX. No se condice con la ira y la incertidumbre, el asombro, la admiración, la angustia que me produce leer los carteles desplegados por las avenidas. Los rayados con sus quejas y peticiones: el sistema de pensiones y la salud, la educación, la constitución, la violencia desatada. es tanta la wea que no se que poner, confiesa alguien en su pancarta. Es tanto, tan repentino, tan veloz lo que sucede, que me quedo sin palabras.
X. No responder sino aullar: ¡Sacaron a los militares a la calle! ¡Nos están disparando!, digo como si yo misma estuviera ahí, entre la gente, apenas dos días después. ¡Nos declararon la guerra!, exclamo y escribo, ¡la guerra conchasumare! Como si no hubiéramos estado viviendo una larga guerra encubierta. Una guerra de baja intensidad (que para los mapuche ha sido, por siglos, de tan alto voltaje). El presidente ha pronunciado la guerra con todas sus letras, la ha hecho manifiesta.
XI. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia”. Los militares se enfrentan a un pueblo armado con piedras, los más exaltados, pero sobre todo con los históricos utensilios de la protesta: cacerolas y cucharas de palo, tal vez un tenedor.
XII. Esa declaración ha consistido en echarle leña al fuego del descontento que arde hace semanas por todo el país. Un descontento que nadie veía mientras se cocinaba por años en esas mismas ollas.
XIII. Explicar en tantas palabras lo que un cartel tirado en la calle resume en una línea ingeniosa: el huevo se veía bonito por fuera pero por dentro estaba podrido.
XIV. Esto nadie me lo pregunta pero esa frase me remite a los huevos que tirábamos en el colegio en los supuestos finales de la dictadura. Cuando nos prometieron que la alegría ya venía. Cuando parecía que las cosas iban a cambiar. Cuando no sabíamos qué esperar, porque en ese colegio privado nadie tenía de qué preocuparse. Sólo el rector se preocupaba por la imagen de su prestigiosa institución: nos correteaba exigiendo que regresáramos a las aulas porque si no nos iba a castigar. ¿Castigar? Cientos de huevos frescos reventando sobre el pavimento.
XV. Qué podían importarnos sus amenazas. No era a nosotros a quienes el sistema iba a reventar.
XVI. En estos días convulsos he dicho afuera que a los chilenos nos están reventando los ojos con balines disparados a la cara en vez de a las piernas, donde no provocarían un daño tan feroz, tan irreversible. Es a la cara donde apuntan sus armas. Dos centenares de ojos rotos que no volverán a ver. Dos centenares de jóvenes tuertos y uno que en plena movilización fue baleado a corta distancia en ambos ojos.
Crédito: Lina Meruane
XVII. “Regalé mis ojos para que la gente despierte” es lo que dijo ese joven cegado por la policía. “Por favor sigan luchando”. Eso nos mandó a decir desde la clínica.
XVIII. De cuando exigir justicia cuesta un ojo de la cara. De cuando manifestarse cuesta dos. Alguien debe pagar por todos esos ojos.
XIX. Acostumbrado a deslumbrar, ahora el país rompe el récord mundial de daños oculares en enfrentamientos. Al presidente y a la prensa sólo parecen importarle las pérdidas materiales y las cancelaciones de reuniones internacionales donde planeaba seducir al mundo con un oasis que creía suyo.
XX. devuélvenos los ojos, le exige al presidente un cartel de ojos ensangrentados. Hay tantas cosas que nos han robado.
XXI. ¿No se había retractado el presidente de su guerra declarada? ¿No había quitado a los milicos de las calles? Yo titubeo afuera donde me preguntan, yo asiento apenas y aclaro que quitó a los soldados pero delegó la violencia en los pacos. Digo los pacos o los policías o los carabineros que son una institución sin líderes respetables, una institución decadente y corrupta, atravesada por la deshonra y la cocaína. Una institución podrida que reúne el repudio ciudadano.
XXII. Entre las miles de frases que se escriben y se vocean por las calles, «pacos qliaos» debe ser la más repetida. Porque si los primeros lemas denunciaban los 30 pesos y los 30 años de lenta violencia económica, ahora los carteles denuncian los veintitantos muertos, los dos mil y tantos heridos en hospitales, los más de doscientos casos de graves lesiones oculares.
XXIII. El respeto de la calle es para un quiltro emblemático: desde hace mucho circulan las pintadas que conmemoran a ese perro negro de pañuelo al cuello que en las protestas estudiantiles de la pasada década atacaba a los miembros de la policía. Ya muerto de viejo, sigue vivo en carteles y murales el llamado Matapacos que nunca mató a nadie.
XXIV. ¿Cómo podría ser esto una guerra cuando los heridos son los civiles?
XXV. Sí, sí, digo con creciente impaciencia afuera. El gobierno se vio forzado a llamar a los milicos de vuelta a sus cuarteles pero entregó su guerra sin cuartel a la policía que opera alentada por una prometida impunidad.
XXVI. Circula un audio en el que el Director de Carabineros promete a los suyos “todo el apoyo y todo el respaldo” y agrega que aunque se le obligue “no dará a nadie de baja por procedimiento policial. Todo el respaldo”, repite como si no hubiera dicho lo mismo dos veces antes, “dentro del ámbito legal”. Se escuchan aplausos, se escuchan vítores. La institución confirma la veracidad de esa declaración, insistiendo en el marco legal por el cual se rige.
XXVII. ¿Es apropiado dentro de un marco legal atacar cuando no es en defensa propia? ¿Disparar balines a los ojos? ¿Disparar armas de fuego al cuerpo ciudadano? ¿Torturar? ¿Violar en comisarías? ¿Meter una luma por una vagina? ¿Toquetear y desnudar mujeres? ¿Detener y agredir a menores de edad? ¿Es ese encarnizamiento lo que el Director de Carabineros llama respetar el procedimiento policial?
XXVIII. Todas esas preguntas son retóricas. Mientras tanto, el gobierno intenta en vano que la gente deje de protestar a golpe de perdigones.
XXIX. El presidente declara por esos mismos días que mandará leyes al Congreso para fortalecer a las fuerzas policiales, a los fiscales, a los equipos ministeriales para que interpongan sus propias querellas criminales contra la calle. Anuncia un aumento de las sanciones contra quienes arman barricadas, contra los encapuchados, contra quienes “propician el desorden público”. Leyes que aumentan la seguridad ciudadana. Leyes que el Congreso se negó a aprobar en el pasado. Esto me obliga a explicar afuera que no se trata de asegurar los bienes públicos de todos los ciudadanos sino de violar los derechos humanos de los mismos, y que las formulaciones de estas leyes de seguridad, las vigentes y las por venir, dejan lugar a aún mayor desproporción en la violencia usada contra una ciudadanía en su legítimo derecho a manifestarse.
XXX. Ahora se descubre que los balines no son de goma, como se nos decía. No rebotan sino penetran. Un estudio exigido por médicos que extrajeron esos balines de tantos ojos rotos revela que sólo un 20% es caucho mientras el restante 80% es un compuesto de metales duros y tóxicos. Sílice. Sulfato de bario. Plomo.
XXXI. Más parecido a una piedra, señala el estudio de una respetada universidad chilena. Más a una piedra que a un huevo duro.
XXXII. Algo huele a podrido en Dinamarca, sugiere un personaje secundario en la tragedia shakespeareana. “Es olor a lacrimógena nomás”, responde la calle que corre entre tanquetas con los ojos cegados de gas y la cara cubierta con un trapo.
XXXIII. Algo olía mal desde hacía tanto tiempo que acabamos por acostumbrarnos. Pero la podredumbre era tanta. Provenía del palacio presidencial donde un gobierno dizque democrático se negaba a representar los intereses de su ciudadanía, a escuchar sus quejas, a negociar con ella sus demandas. “Es hedor a privilegio nomas”, murmura la calle alzando su spray y sus pancartas.
XXXIV. Ya los griegos lo habían advertido: hasta el mejor intencionado de los reyes deja de percibir lo que está pasando a su alrededor y encandilado por su poder asesina a su padre y comete incesto con su madre; cuando por fin vislumbra lo que ha hecho se quita los ojos para hacer literal su trágica ceguera. Pero esta no es una tragedia griega con reyes consecuentes. La ceguera de este presidente es de otra clase. Es una ceguera de clase alta. Una ceguera elegida para no tener que renunciar a sus prerrogativas. Una ceguera apenas metafórica: ni el presidente ni sus ministros ni sus partidarios se quitarán los ojos. Esta tragedia de avaricia no es griega sino chilena y va avivada por un coro citadino que exige que el presidente renuncie y pague por sus crímenes.
XXXV. Renunciar para el presidente sería como sacarse los ojos.
XXXVI. Así se escribe esta trágica historia: en un país de políticos ciegos sólo el ciudadano tuerto puede gobernar.
XXXVII. Ya no queda muro sin escribir por las calles de nuestro Chile: esos muros que fueron la página en blanco de nuestro silencioso sometimiento son ahora el medio más inmediato de la comunicación callejera. Los anónimos autores colectivos escriben de manera incesante y exigen que nadie borre los mensajes que le envían al mundo.
XXXVIII. El cuerpo ciudadano ha sido siempre el blanco de la violencia estatal, pero ahora, más acorde con estos tiempos visuales y especializados la violencia debe ser espectacular. El blanco ya no es el cuerpo sino el ojo ciudadano. El deseo de dejar sus ojos, abiertos, atentos, para siempre despiertos, en blanco.
XXXIX. “Los estamos grabando, pacos qliaos”, aúlla una voz en uno de los tantos videos que circulan por las redes para que ojos ajenos puedan observar el ensañamiento policial. Esas fuerzas ya no operan de invisible ni impune. Las cámaras aportan su e-videncia.
XL. “Paco qliao” es tan difícil de traducir como “paco culiao”, pienso mientras trato de explicarlo afuera. “Culeado” con todas sus letras resulta incluso difícil de pronunciar en el habla de la calle chilena.
XLI. La imagen más icónica de la represión son esos ojos rotos que aparecen por todas partes haciéndole mala prensa a un presidente-gerente que se ha vanagloriado ante el mundo de su impecable imagen-país. De su oasis ahora espejismo. De su espejo ahora roto. Qué mal se ve afuera ese descontento pero qué peor el despliegue de una fuerza policial armada contra una ciudadanía desarmada. Esos ojos hacen ver el exceso de violencia, la desproporción represiva. Esa es una de las noticias que recorre el mundo. Titulares en todos los diarios del mundo. Titulares que hacen doler la vista del presidente.
XLII. Y entonces insisto en que, contra lo que dice el gobierno en su agenda desinformativa, no hay comandos extranjeros, no es cierto que cientos de ciudadanos se hayan vuelto terroristas. Que no corresponde que se les apliquen leyes de seguridad, esas leyes que el Estado lleva aplicándoles, con todo su rigor y su fuerza, a los mapuche en su Wallmapu.
XLIII. Ha pasado exactamente un año desde que al comunero Camilo Catrillanca le dispararon a la cabeza por la espalda; por estos días, allá y acá, estamos conmemorando su asesinato y derribando las estatuas de los conquistadores españoles en las plazas. En estos días hemos conmemorado a los ciudadanos que sufrieron disparos de frente.
XLIV. Y los muros del mundo señalan este oprobio: en una misma noche de viernes, en la Serena y en Shanghái, en Berlín, Buenos Aires, Roma, Guayaquil, Madrid y por supuesto Santiago de Chile se proyectan frases escritas por artistas y activistas chilenos-de-afuera para hacerle ver a la ciudadanía global lo que está sufriendo de manera impune nuestra gente en nuestras calles. 100 missing eyes but we can still see you, es la advertencia iluminada sobre el costado del altísimo edificio de la ONU en Nueva York, ese edificio cosmopolita con sus miles de ventanas prendidas como ojos abiertos al mundo.
XLV. Y los chilenos-de-afuera que sumamos un millón de personas organizamos marchas y movilizaciones en centenares de ciudades del mundo donde vivimos, participamos en asambleas y cabildos, realizamos actos solidarios y velatones a los que asistimos con los ojos parchados. Acá y allá nuestras mejillas se cubren de lágrimas rojas, allá y acá, los ojos se cubran con parches.
XLVI. Se dice que al presidente le tiembla un párpado. Se dice que el presidente sufre de tics nerviosos. Se dice que el presidente está encerrado en su palacio presidencial sin saber qué hacer: los partidos de gobierno le exigen que imponga orden pero las Fuerzas Armadas han declarado que no volverán a salir a la calle.
XLVII. Que nadie se sorprenda, digo, estando afuera, estando lejos, a quien me quiera creer: el gobierno le ha exigido a sus embajadores en el exterior que se reúnan (y de paso pauteen) a los medios extranjeros para que estos consideren el punto de vista del presidente y sus ministros, para proponer otra mirada sobre lo que está sucediendo. Que los medios del mundo desvíen el ojo para privilegiar la postura del gobierno chileno. Y algunos medios lo desvían pero otros no desvirtuado lo que está sucediendo y no termina de suceder.
XLVIII. Se suponía que esto no iba a durar, no podía durar, la gente se iba a cansar y a volver a la normalidad. La calle responde tapando los escasos muros que quedan vacíos: no volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema.
XLIX. El tiempo en Chile parece haberse detenido. El tiempo en compás de espera mientras la calle exige una nueva Constitución que acabe con todos los nudos y amarres y privilegios. La calle lo exige aspirando la bruma lacrimógena como si fuera oxígeno. Y ya no son días, son semanas: no nos vamos hasta que renuncie el presidente, no nos vamos a ir sin una constitución que podamos escribir con nuestras manos. La calle clama, encapuchada, la calle avanza con cascos ciclísticos para cuidarse la cabeza, la calle empieza a conseguir lentes antibalísticos para protegerse los ojos. La calle va adquiriendo un aire galáctico.
L. Es un ambiente alienígena, el de la calle. Los manifestantes descubren que pueden encandilar a los pacos con rayos verdes de pequeños láseres comprados en la esquina. Esos rayos atraviesan la noche extraterrestre de la protesta para impedir los disparos a los ojos.
LI. Y si me preguntan afuera yo digo que la esposa del presidente tuvo una extraña alucinación cuando habló de la necesidad de “racionar la comida” y se le trabó la lengua en “racionar”, esa palabra de otro mundo para ella. Una rara inteligencia la suya cuando admitió que tendrían “que disminuir sus privilegios y compartir con los demás”. Cuento a quien no lo sepa que la más célebre línea de esa filtración telefónica realizada desde su encumbrado barrio planetario, fue la curiosa idea de que el levantamiento ciudadano era “como una invasión alienígena”.
LII. La calle furibunda flamea banderas chilenas y mapuche en avenidas humeantes de lacrimógenas y levanta teléfonos celulares entre guanacos y zorrillos para que nada, nada, nada, quede sin registro. Para que todo, todo pueda ser visto en otras pantallas. Las cámaras como armas de mano en esta revuelta. Las cámaras con sus pruebas fehacientes del excesivo accionar de los pacos.
LIII. Un muchacho sufrió un ataque al corazón mientras le seguían disparando a él y a los médicos que intentaron salvarlo. Las cámaras grabaron su muerte para la posteridad de los tribunales.
LIV. Algo tiene que cambiar, clama una mujer en un video mientras se tapa un ojo con su mano obrera. Otra mujer, tapándose el ojo con otra mano, dice estar viendo pequeños cambios. Yo sé que de todo esto algo bueno se va a lograr, insisten las voces esperanzadas de estas mujeres.
LV. Algo tiene que cambiar, algo bueno tiene que salir de todo esto, digo, afuera, haciéndome eco de esa esperanza popular pero superada por el escepticismo que cunde ante el anuncio de que los congresistas por fin despertaron y acordaron, encerrados en el Congreso y de espaldas a la calle, el cierre de la remendada normativa constitución que impuso la dictadura en 1980. Ese cambio que la calle ha venido exigiendo no sólo en estas cuatro semanas sino en las últimas cuatro décadas. El acuerdo y su procedimiento resulta dudoso, está lleno de amarres y de trucos leguleyos que hacen dudar de lo que se lee sobre el papel, de lo que se escucha decir a los abogados constitucionalistas por la radio. A lo que se discute por las redes de chilenos ansiosos e incrédulos dentro y fuera del país. Chilenos y chilenas que discuten hasta altas horas de la noche, con los ojos rojos de sueño y de cansancio sabiendo que no es hora de dormir, que esto recién comienza, que nuestros ojos chilenos, ahora, más que nunca, deben permanecer abiertos.
“…Toda nuestra insignificancia se resuelve en una sola palabra: falta de alma… ¡Crisis de hombres! Una nación no es una tienda, ni un presupuesto es una Biblia… Todo lo grande que se ha hecho en América y sobre todo en Chile, lo han hecho los jóvenes. Así es que pueden reírse de la juventud. Bolívar actuó a los veintinueve años. Carrera a los veintidós; O’Higgins, a los treinta y uno, y Portales a los treinta y seis. Que se vayan los viejos y venga la juventud limpia y fuerte, con los ojos iluminados de entusiasmo y esperanza…” .
Es parte de ‘Balance Patriótico’, escrito en 1925 por Vicente Huidobro, candidato a la Presidencia de la República levantado por la Fech. Huidobro tiene 32 años y se vuelca contra sus orígenes en una rebeldía propia de quien abrazará pronto el grito de Rimbaud. El Chile de esos años ya ha dado sus frutos más insignes: Neruda, la Mistral, de Rokha, Anguita, Volodia, Díaz Casanueva, Ángel Cruchaga y otros tantos que sembrarán vientos y cosecharán tempestades, como corresponde a los talantes disidentes. Para todos ellos hubo prensa, adversa o afín, pero prensa; clandestina u oficial, pero prensa capaz de tender el puente de rosas o de púas que expresaban a través del debate cultural una parte del país real.
Por Faride Zerán
Luego del estallido del 18 de octubre último, muchos se preguntaron con sorpresa cómo no advirtieron que Chile se había transformado en una olla a presión que hizo saltar todos los relatos acerca de las bondades del modelo. Dónde estaban esos jóvenes que exigían futuro, quiénes eran esos pobres que, en multitudes y cual metáfora de la obra “Los invasores”, del dramaturgo Egon Wolff, irrumpían en la tranquilidad de sus hogares apuntándolos con el dedo acusador.
No
se habían detenido el 2006, con “la marcha de los pingüinos”; ni el 2011, con
la rebelión de los estudiantes universitarios; ni el 2018, con el mayo
feminista y su demanda de cambio cultural. Tampoco habían prestado atención a
la masiva concentración del 8 de marzo último, ni a los levantamientos sociales
en Freirina, Aysén, Chiloé, entre otros puntos del país.
Salvo
excepciones, los medios de comunicación proyectaron en estas décadas de posdictadura
no sólo el exitismo de un modelo socioeconómico abrazado sin condiciones, sino además
una sociedad homogénea, acrítica, sin debate, y a través de la cual emergía un
sujeto popular asimilado en general a la figura del delincuente; un sujeto
cultural reducido a la era del espectáculo o un sujeto intelectual percibido
como denso y cuya palabra o aporte no sirve en tanto no puede ser banalizada.
Porque
el país blanco, sin orígenes y memoria que emergió a comienzos de los 90 en la
metáfora del iceberg con que Chile quiso ser representado en la Expo Sevilla, y
que muy bien retratara el sociólogo Manuel Antonio Garretón en su ensayo “La
faz sumergida del iceberg” (1993) no fue una construcción casual. Los medios,
los discursos oficiales, el decretado consenso de inicios de la transición postergaban
el necesario debate sobre nuestras diferencias, propias de un país fragmentado
por el dolor y el horror, omitiendo no sólo una parte esencial de su ser,
mestizo, plural, diverso y con patrimonio y memoria cultural. También, la
posibilidad de enjuiciar moralmente un pasado para que efectivamente el Nunca
Más no fuera sólo una consigna, sino un legado para las próximas generaciones.
La
década de los 90 confirmó que el iceberg era la metáfora de la simulación. La
prensa independiente, aquella capaz de dar cuenta de los conflictos y debates
más ricos de nuestra sociedad, fue desapareciendo paulatinamente mientras se
perfilaba con fuerza la concentración de los medios escritos a través de dos
grandes conglomerados, El Mercurio y Copesa, y desde La Moneda se nos decía que
era un tema de mercado.
Así, bajo la excusa del mercado desaparecieron los diarios Fortín Mapocho, La Época, las revistas Análisis, Cauce, Hoy, Pluma y Pincel, Los Tiempos, El Canelo; más tarde la Revista de Crítica Cultural dirigida por la intelectual Nelly Richard, y Rocinante, por nombrar algunas. De esta forma, gran parte de la diversidad, el debate plural, la riqueza de otras miradas, quedaban sepultados bajo el peso económico.
La agenda pública emanada de los órganos del poder político, empresarial y militar nos reflejaba un país conservador, censurado, con miedo a la libertad. El divorcio, el aborto, la diversidad sexual, los pueblos originarios, la violación de los derechos humanos, por citar algunos temas, fueron desplazados del debate público mientras la seguridad ciudadana, los índices económicos, el fútbol y el show de mal gusto se imponían en la vida cotidiana de los chilenos.
Ilustración: Fabián Rivas
La modernidad era sinónimo de consumo, de celulares de palo, de chilenos agresivos que se transformaban en los fenicios de América. “Tigres de papel, cómo me río de los tigres de papel”, exclamaba Donoso en la irritación del malestar de la cultura ante el exitismo de una sociedad complaciente. “No hay Chile contemporáneo sin una franqueza y un develamiento de cosas. Somos una mata de cardenales en el jardín, polvorienta y fea”, reiteraba José Donoso en una entrevista que le hiciera para el diario La época, donde puntualizaba: “Este Chile que está oculto y que es mentiroso es un Chile de otro tiempo, es el resabio del siglo pasado”.
Tal
vez el informe del PNUD, “Las paradojas de la modernización”, se constituyó en
la radiografía más severa de los 90 y dio cuenta de las cifras del desencanto
en un país escindido, desconfiado, lleno de temores y desinformado.
Cooptada por el Estado o por los centros de pensamiento
de universidades privadas, partidos políticos de distinto signo, la figura del
intelectual público, aquel que desde la academia o desde un espacio de
independencia asumía los valores libertarios, laicos y republicanos, sufría un franco
descenso en nuestro país.
Debates como el que iniciara Garretón con el iceberg de
Sevilla, la representación blanca, fría y sin memoria que hizo Chile de sí
mismo a propósito de los 500 años de la llegada de Colón a América; el
originado por Tomás Moulian con su libro Chile
actual, anatomía de un mito (1997), donde evidenciaba las falencias,
fracturas y traiciones de la transición, fueron haciéndose más débiles.
Nombres como Diamela Eltit, Sonia Montecino, Martín
Hopenhayn, José Bengoa, Ana Pizarro, Grínor Rojo, Sofía Correa, Nelly Richard, Elicura
Chihuailaf, Gabriel Salazar, Alfredo Jocelyn-Holt, entre otros que animaron el
incipiente debate intelectual de las primeras décadas de la transición, empezaron
a ser invisibilizados por “aguafiestas”, “densos” o “autoflagelantes” frente a discursos que llamaban al realismo
político, a la gradualidad de los procesos, a la gobernabilidad y ventajas de
la política de los consensos.
En este escenario irrumpía otra
figura, más incómoda para una más bien aséptica y conservadora transición.
Pedro Lemebel, agudo e irreverente, provocaba a la izquierda tradicional con
sus crónicas que recreaban los años 80 y, de paso, fustigaba la atmósfera
hipócrita del momento que, una vez más, intentaba en nombre de la
reconciliación un acercamiento entre el mundo cívico y militar.
“Pareciera que sólo bastara que la
derecha y los milicos dijeran ‘lo siento’ con fingido remordimiento para que el
gobierno, la curia católica y la Concertación se deshicieran en alabanzas por
ese gran gesto. Entonces la excusa del criminal no sólo blanquea el crimen,
sino que lo eleva al rango de súper patriota. Un ejemplo de virtud que todo el
país debe reconocer y admirar. ¡Dime si estas mariguancias con la justicia en
este Chile actual no son repulsivas!”, declaraba Lemebel en una entrevista para
Rocinante.
Paralelamente, y en el plano de la
reflexión política, a inicios del nuevo milenio el sociólogo Enzo Faletto
llamaba a crear una nueva ética del comportamiento, asumiendo que con el golpe
de Estado hubo una retracción hacia un individualismo feroz. En esa misma línea
y en una crítica a la política como “gestión de los entendidos”, Faletto, quien
moriría de cáncer meses más tarde, narraba una conversación incidental con su
amigo Fernando Henrique Cardoso, recogida también en Rocinante:
“‘Mira, cambio con gusto 300 mítines
de plaza por cinco minutos en televisión. En Brasil, en cinco minutos llego a
60, 70 millones de personas. Con 300 mítines de plaza no llego ni a 250 mil, y
esa es una diferencia enorme’. Frente a eso le respondí: ‘Pero con los mítines
de plaza tú transmites ideas y con cinco minutos de TV no transmites nada’. ‘Es
que la realidad hoy día es esa’, me argumentó, ‘ya la política es una política
de masas y mediática, donde la gente se identifica con esa dimensión’”.
Fueron muchas las expresiones del
malestar ante una transición política pactada que sin pudor traspasó al siglo
XXI con temas pendientes como una nueva Constitución, los derechos de los
pueblos originarios, la reconstrucción de un sistema de educación y salud
públicos, de pensiones, los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales,
entre otros puntos que hoy exigen distintos sectores sociales.
Las voces del malestar siempre
estuvieron presentes y se evidenciaron de distintas formas, pero sin duda fue a
través de sus artistas, intelectuales y creadores que la lucidez y persistencia
de la crítica se hizo más profunda.
Esas voces en diversos momentos fueron advirtiendo sobre el estallido iniciado el 18 de octubre. El punto es que a muchos no les convenía escucharlas y por ello no la vieron venir.
Junto con la exigencia de una educación gratuita, no sexista y de calidad, debemos exigir el fortalecimiento y la apertura de espacios, tales como la cadena de centros culturales comunitarios y vecinales, para que escritorxs y artistas produzcan con los pies en las comunidades, con ánimo descentralizador y aprendiendo de sus lenguajes y saberes.
Por Mónica Ramón Ríos
La fuerza destituyente de la Plaza Dignidad ha reeducado a la sociedad chilena. Hace unos años, en el aletargamiento de la literatura sin consecuencias, Diamela Eltit, admirada amiga escritora, activa en la resistencia de los ochenta, hizo un análisis del problema de la literatura y su neoliberalización: falta circulación del underground, y eso se notaba en la reproducción de poéticas que salían de la misma fábrica de un deseo enhebrado junto al mercado, cuyo producto era una cadena de subjetividades subyugadas a la escuela de la clase exitista y sus traumas. Pero en octubre de 2019 lo que emergió desde ese subsuelo que llamamos metro es la expresión de una potencial reconfiguración de los sentidos (los signos y las sensibilidades) y un nuevo sistema de legitimación, que no pasa por el salón y sus acólitos institucionales. En esa emergencia, la potencia se compone de nuevas poéticas y de otros públicos o contrapúblicos que encuentran insuficientes elementos identificatorios en esa esfera pública dominante marcada por la raza, el género, la sexualidad, la clase y las experiencias de unos cuantos n(h)ombres. Esas otras poéticas pujan por transformar no sólo el campo literario, sino la composición de la esfera pública misma. Es decir, la revuelta, tal como se materializa en el ejercicio de la palabra y los discursos, no trata únicamente de instalar otrxs sujetxs en las estructuras de la estrecha esfera pública anterior, sino de redefinir las leyes y la función de las instituciones y la relación que tienen las disciplinas literarias (y artísticas en general) con lx cuerpx social. Tal como afirmó Carmen Berenguer en un conversatorio en noviembre del 2020, “la revolución ya sucedió. Lo que nos queda es ver cómo la [instituimos]”.
Mónica Ramón Ríos, escritora y profesora de feminismo, marxismo y estudios culturales.
La tarea implica crear una red o malla significante que vincule el trabajo literario con las experiencias de base, de tal manera que no sea mediado por el mercado que prospera junto a las instituciones que resguardan la propiedad privada y su acumulación. Porque el mercado literario y editorial no es únicamente el lugar donde se transan derechos y se promueven libros. Con su poder adquisitivo y el despliegue hacia críticxs, periodistxs y profesorxs/administradorxs universitarixs, el mercado también esculpe los deseos materializados en escritura. Ese mercado (desaforado de cifras) desplazó a la política (de los cuerpos) como pozo de sentidos y donó en vez una red significante ––reflejo y diálogo con la letra–– que modela las poéticas con la eficiencia de los números[1]. Dicho de otro modo, la malla significante con que el mercado abasteció a la literatura durante la postdictadura, con su concomitante organización del campo y su afán clasificatorio, puso límites o estándares sobre qué es literatura y qué no, quitándole densidad lingüística y potencial crítico y precarizando, con una violencia lenta[2], el mundo de la cultura.
Aquellos sentidos (neoliberales) sobre los que se rearticuló la literatura a principios de los noventa se materializaron con su lógica depredadora en contadxs cuerpxs, cuya masa se desplegó en un campo de alianza entre la literatura, editores, un sistema de agentes que funcionaban como matones de apuesta, el periodismo, la acumulación de fondos estatales y, para darle la estocada final a la literatura con los pies en los deseos populares, la educación. Con el advenimiento de los programas de creative writing a la gringa y los programas para especializar editores, esa narrativa fue capaz de referenciarse únicamente a sí misma, la poesía se marginó y los géneros de no ficción se modelaron como crónicas desconectadas con la urgencia insurgente, desplazando al ensayo como escritura que conecta literatura y trabajo intelectual. Esa literatura unida en cofradía homosocial[3] creó círculos de acceso o denegación no sólo a las poéticas sino a lxs cuerpxs diversos. Así, en el siglo XXI, nos encontramos con (ya no tan) jóvenes que encarnan con toda soltura valores todavía resistidos en los noventa y resistidos, en particular, por el (trans)feminismo local.
Basta abrir los libros, leer las entrevistas y repasar los ensayos de lxs escritorxs con los pies en el underground para encontrar las referencias de la actual reconfiguración de los signos y sentidos; y me pregunto por qué hoy nos estamos quedando cortos de lenguaje para asumir esa tarea en toda su potencialidad. Mientras vuelvo a ver el documental sobre Pedro Lemebel Corazón en, releo las Emergencias de Eltit y miro la página que dice “hambre” del Bobby Sands de Carmen Berenguer, pienso en lo significativo que fue que icónicos escritorxs como Pedro Lemebel y Diamela Eltit pasaran de publicar en editoriales aunadas bajo idearios feministas y de izquierda a las transnacionales. Porque si bien publicar en Seix Barral tuvo un efecto importante para la circulación de su obra, también legitimaron, a pesar de sus pasados, una forma de hacer literatura; un circuito que respondía a la pulsión extractivista, acumuladora y los concomitantes ejercicios de poder en contra de lxs sujetxs minoritarizdxs. Esos libros que aparecieron en esa antigua y prestigiosa editorial, pero propiedad del Grupo Planeta desde los ochenta, y que se sentían como un reconocimiento a un trabajo con el lenguaje enquistado en experiencias de resistencia, hizo deseable una práctica que prontamente se configuró en torno a desatadas ansiedades propias de la expansión McDonald. De a poco, esas poéticas con los pies en la klle y la organización colectiva fue limitada a unas cuantas voces (pensemos en la lógica de la representación usada por el mercado hoy) para, en vez, normalizar lógicas individualistas como única red de sentidos con la que dialoga la letra literaria hasta ahora. De hecho, fueron Eltit, Lemebel y las poetas, pensadoras y activistas que compartieron espacios de intensas afectividades con ambos quienes formularon las críticas más espesas en contra de la postdictadura y sus ejercicios disciplinadores. Se escucha en la crítica y las prácticas de Nelly Richard, en las fórmulas críticas de Eugenia Brito, en la disciplina política de Kemy Oyarzún y en el pensamiento intenso de Raquel Olea, donde se gesta un circuito de pensamiento al que las mujeres accedimos no en secreto, sino al margen.
Mientras las policías militarizadas matan menores de edad y los políticos actúan en contra de quienes representan imponiendo sus idiomas, la literatura puede hoy asumir su poder sobre la letra y el lenguaje; puede, por ejemplo, nombrar con precisión qué se quiere destituir y qué instituir. Ese nombrar con precisión, o por lo menos ensayar esos nombres, es el campo de acción propio de la literatura. Un nombre que emerja de una suma de experiencias, un barro de sentidos pisados por cuerpos en fusión acalorada, de vida en común. Por ejemplo, es tiempo de que las escrituras no se desentiendan de las prácticas de acumulación de los actores culturales que nos publican; atender, finalmente, a los rumores de dónde provienen las acaudaladas arcas de las editoriales de la transnación corporativa y hacia donde nos conducen sus estrategias ideológicas-editoriales.
En su reemplazo la literatura podría abrir espacios para abolir las estructuras que se confabulan para oprimirnos; es decir, crear una letra y un circuito literario que converse con las pulsiones populares, esas experiencias de base que dan cuerpo a otros modos de vida. Tomando los escritos de Amílcar Cabral y la consecuente sistematización que hizo Paulo Freire en un sistema pedagógico que desborda las instituciones educativas, la literatura bien podría ser parte de un proyecto de educación con carácter popular donde la experiencia en común sea un proceso de desaprender la disciplina de escritorio. Es decir, junto con la exigencia de una educación gratuita, no sexista y de calidad, debemos exigir el fortalecimiento y la apertura de espacios, tales como la cadena de centros culturales comunitarios y vecinales, para que escritorxs y artistas produzcan con los pies en las comunidades, con ánimo descentralizador y aprendiendo de sus lenguajes y saberes. Esa educación de carácter popular abriría espacios para procesos de aprendizaje constantes y no limitados a los años escolares y/o universitarios; es una forma de vida donde lxs creadorxs estarían en estrecho contacto con sus comunidades, sus territorios, la experiencia y la memoria como motores de transformación. No se trata de un espacio normalizador de poéticas, sino espacios en constante metamorfosis y que diversifique los focos de producción y las posibles circulaciones. Tal propuesta no se origina de “una página en blanco”. Se trata de fortalecer y ampliar lo que ya existe: la red de talleres literarios en provincia o las redes comunitarias de enseñanza artística son ejemplos de ello. De hecho, hemos visto aparecer aquellas redes en toda su potencia este último año.
Se trata, pues, de que en el proceso asambleísta que nos toca ahora incorporemos a la conversación sobre la cultura las múltiples prácticas existentes que desestructuran el mercado como única voz modeladora de las poéticas. Mientras repensamos cómo abolir la violencia alojada en la institución militar y la de los pacos, se hace urgente reorganizar la lenta violencia alojada en el sistema neoliberal de la cultura que, en su crisis, ha dejado a muchos masticando la palabra hambre y la palabra rabia. Ahora debemos usar esas palabras como fuente para empoderar vínculos sociales precarizados; solo así podremos asumir las consecuencias de la deseada caída del sistema neoliberal juntas.
[1] Cfr., Rita Segato: Contrapedagogías de la crueldad (Prometeo, 2018) y Alejandra Castillo: Asamblea de los cuerpos (Sangría Editora, 2019).
[2] Cfr., Rob Nixon: Slow Violence and Environmentalism of the Poor (Harvard University Press, 2011).
[3] Cfr., Rita Segato: Las estructuras elementales de la violencia (Prometeo, 2010) y Eve Kosofsky Sedgwick: Between Men: English Literature and Male Homosocial Desire (Columbia University Press, 1985).
Despertar implica abrir los ojos. Dejar el sueño atrás, ver la realidad, el contexto presente, el escenario en el que nos encontramos, y reconocernos en él. Lo que sigue puede ser el comienzo de un nuevo día. La luz que entra por la ventana, el olor del pan tostado, la intuición del café, las señas de un futuro posible. Si Chile despertó habría que asumir entonces que abrimos los ojos en colectivo. Que ese 18 de octubre la luz ingresó en nuestro cerebro y que ahí dentro, en una explosión neuronal, toda nuestra subjetividad, nuestra memoria, nuestra experiencia, levantó una imagen que nos hizo movilizarnos.
¿Pero
cuál sería esa imagen?
Quizá las largas filas de los consultorios. Las miserables pensiones de nuestros abuelos o el estado deprimente de nuestra educación pública. Quizá la ridícula concentración de privilegios para un grupo minoritario. La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minoritario. O el saqueo al que nos someten al adueñarse de nuestra agua, nuestros bosques, nuestros mares, nuestros minerales, y al levantar universidades, colegios, clínicas, centros comerciales que nos han endeudado de por vida. O tal vez fueron los escándalos de corrupción y desfalco de las Fuerzas Armadas y Carabineros. O los burdos montajes para incriminar al pueblo mapuche. O el asesinato a Camilo Catrillanca. O la militarización de Wallmapu. O el trato vergonzoso a nuestros inmigrantes. O la inutilización de nuestra tímida ley de aborto en tres causales, gracias a la objeción de conciencia instaurada por el gobierno para los médicos conservadores. O la Constitución redactada por la dictadura que nos rige hasta el día de hoy. O nuestros alcaldes, diputados y senadores que trabajaron para Pinochet. O nuestra seudodemocracia. O quizá todo eso y más, revuelto y guionizado en una sola pesadilla, fue lo que nos hizo salir del letargo de más de cuarenta años, abandonar la almohada e inaugurar juntos un día nuevo.
Crédito: Milagros Abalo
Lo que han visto nuestros ojos desde entonces ha sido intraducible. Instantáneas nunca antes almacenadas por nuestro hipotálamo. Marchas multitudinarias, pancartas festivas, poesía callejera, estatuas transformadas en arte moderno, creatividad desbordada en las paredes. Las plazas se llenaron de vecinos para cacerolear y conversar. Asambleas en el barrio, en los centros culturales, en las universidades, en los parques. Todas y todos hablando como si hubiésemos estado atragantados, diciendo lo que nunca dijimos o no nos atrevimos a decir. Dispuestos a asociarnos, a trabajar juntos, entendiendo que podíamos tener un rol más allá de las cuatro paredes de nuestra casa. Así colaboramos en distintos frentes, somos útiles, nos preocupamos por el resto y el resto se preocupa de nosotros. No estamos solas, no estamos solos. Sentimos la energía de los demás, nos dejamos movilizar y proteger por ella, y así permanecemos despiertos, con los ojos abiertos, pese a los golpes y al cansancio.
Más de un mes de revuelta y el cuerpo lo resiente. Las instantáneas luminosas que ingresamos a la memoria se mezclan con otras menos felices y pesan en el ánimo. Desde el día número uno, cuando el gobierno nos decretó la guerra, nuestros celulares comenzaron a registrar y traficar las imágenes más horrorosas que nuestros ojos hayan visto en años. Mediados por las pantallas o incluso en vivo vimos violencia sexual, golpes, malos tratos, tortura, vejaciones, allanamientos, perdigones acumulados en nuestros cuerpos. Nadie puede decir que no lo ha visto porque todo está registrado. No se nos perdona el reclamo y la protesta. No se nos perdona el caceroleo y las pancartas. Hasta la fecha hay aproximadamente 6.000 detenidos. 2.800 heridos. 22 muertos, de los cuales cinco son por acción directa del Estado. Han disparado a los rostros y tenemos 235 traumas oculares que han devenido en la pérdida de nuestros ojos. Despertamos juntos, dejamos el letargo atrás, y porque vimos el presente, nos han querido dejar ciegos.
En el
antiguo Egipto, los curanderos ocupaban el ojo de sus pacientes para
diagnosticar su salud. Según sus creencias los ojos eran las ventanas al alma
de cada persona. El iris era el instrumento que, a través de sus lesiones,
líneas, decoloraciones, entregaba los datos necesarios para hacer un perfil
emocional, psíquico y físico de cada paciente. Con el tiempo este sistema se
fue perfeccionando y se transformó en una seudociencia llamada iriología.
Diagnóstico a través del iris. El ojo entonces aparece como un mapa para
estudiar la salud, el interior de los cuerpos y las mentes. El ojo como una
carta de navegación en la que se puede indagar en el mundo corporal, mental,
emocional de cada persona. Una radiografía donde está todo resumido, su
biografía, su memoria, incluso el alma, como pensaban los egipcios.
¿Pero qué pasa cuando el ojo ya no está? ¿Qué pasa cuando la
presión de un proyectil y su increíble rapidez hacen que la membrana del globo
ocular no resista y se desgarre violentamente? ¿Qué pasa cuando se desmantela
esa esfera de nervios y músculos? ¿Qué pasa cuando se destroza su diafragma, su
vitriolo, su retina, su esclerótica, su fóvea, su nervio óptico? ¿Qué ventana
es la que se cierra? ¿Qué conexión es la que se pierde?
Hoy
Sebastián Piñera niega las denuncias de violaciones a los derechos humanos por
parte de Amnistía Internacional. Podemos ver sus ojos intactos en la pantalla
del televisor, pero claramente todo el proceso neurológico que traduce la luz
en imagen, en sentido, no ocurre en ese cerebro. Esos ojos no están viendo
absolutamente nada.
Nos
ofrecen un acuerdo de paz mientras nos están disparando.
Nos
ofrecen partir un proceso constituyente en medio de la balacera.
En este mismo momento alguien está siendo herido y nadie toma responsabilidad por eso. ¿Es posible sentarse a dialogar un futuro sobre la impunidad? ¿Es posible discutir un marco legal sobre las cuencas vacías de nuestros compañeros y compañeras? ¿Es posible pasar por alto cada una de las agresiones que hemos sufrido? Ya lo hicimos en el pasado y cargamos con eso en nuestros cuerpos, en nuestras conciencias y en nuestra historia. ¿Lo volveremos a hacer? ¿Es que los ojos que hemos abierto al despertar no nos sirven para mirar hacia atrás?
Las
pantallas televisivas hipnotizan las retinas incautas con imágenes de saqueos e
incendios inoculando un discurso de violencia criminal para justificar todas
las agresiones que nos están infligiendo. Nos culpan. Nos dicen otra vez que la
responsabilidad es nuestra. Nos tachan a todos caricaturescamente de
delincuentes. De narcotraficantes. Condenan la violencia como si no fueran
ellos con su brutalidad sistematizada los que la han incitado desde hace
décadas. Y nos castigan. Y nos golpean en nombre del orden público y la paz
ciudadana. Igual que ayer. Igual que siempre. Y serán incapaces de asumir sus
culpas, como han sido incapaces de ver las demandas ciudadanas expresadas por
años en las calles y generar las políticas públicas que necesitamos para acabar
con tanta, tanta, tanta frustración.
Cierro este texto y escucho desde afuera las cacerolas aullando por el joven Gustavo Gatica. A los 21 años recibió una ráfaga de balines que hirieron su cuerpo y sus ojos. Después de días de tratamiento y controles médicos hoy el diagnóstico es claro: Gustavo no podrá a ver nunca más.
Despertar
implica abrir los ojos. Dejar el letargo atrás, ver la realidad, el escenario
en el que nos encontramos, y reconocernos en él. Lo que sigue puede ser el
comienzo de un nuevo y gran día. Pero también, en el peor de los casos,
despertar puede ser abrir los ojos en medio de una larga y oscura noche para
asumir la condena del insomnio. Clavar la vista en el techo y atender a
nuestros peores fantasmas que reclamarán molestos porque no aprovechamos la
oportunidad, porque no les dimos un lugar, porque los dejamos otra vez
abandonados.
Edipo,
el rey de Tebas, se sacó los ojos cuando comprendió quién era realmente y cuál
había sido la dimensión de sus crímenes. Con el rostro ensangrentado declaró
que ese par de globos oculares que llevaba colgando entre las manos nunca le
habían servido para nada. Y por esas cuencas vacías que cargó hasta su muerte,
por ese par de orificios que lo internaron en la oscuridad más absoluta,
volvieron a ver todos los que habían perdido la visión.
Santiago de Chile, 26 de noviembre de 2019. Día 46 de la revuelta.
Desde el inicio de las históricas manifestaciones de octubre de 2019 la música ha sido un relato paralelo del hastío social. “No son treinta pesos, son treinta años”, fue la consigna inicial del movimiento, y hay canciones como evidencia de esos treinta años de protesta latente. Se veía venir, desde luego. Y sobre todo, se escuchaba venir.
Por David Ponce
Hacia las cuatro de la tarde de esa jornada de viernes, en la primera cuadra de la santiaguina avenida Vicuña Mackenna, estaba instalado un camión a modo de escenario improvisado. Era el día que dentro de poco rato iba a quedar en la historia con mayúsculas: la fecha de la Marcha Más Grande de Chile, el viernes 25 de octubre de 2019, cuando al menos un millón doscientas mil personas se congregaron en la calle sólo en Santiago, a una semana de iniciado el movimiento social por demandas ciudadanas y contra el gobierno de Sebastián Piñera.
Arriba de ese camión precario y entre
el aire enrarecido por las bombas lacrimógenas llegó a tocar la popular banda
Sol y Lluvia. Una de sus canciones, “Armas, vuélvanse a casa”, se había vuelto
una consigna espontánea tras una semana de militares fuera de sus cuarteles a
raíz del Estado de Emergencia decretado por el Presidente entre el 18 y el 27
de octubre. Rato antes un músico callejero preparaba el ambiente con una
melodía de zampoña y guitarra aprendida de Inti-Illimani. A su lado un señor
traía puesta una polera negra con la frase “En todas las esquinas viva la
libertad”, verso del grupo Congreso. Y luego de la actuación de Sol y Lluvia,
la trombonista del grupo, Isadora Lobos, dejó prendido el coro de la audiencia
con la melodía de “Chile despertó”.
No siempre ha habido escenarios así en estas semanas de manifestaciones callejeras desde el 18 de octubre. Pero siempre ha habido música. Ha bastado salir a las calles para encontrar guitarristas aficionados, bandas de bronces, batucadas, tinkus o chinchineros, para corear cánticos con manifestantes o para leer versos de canciones inscritos en paredes y pancartas. Se oyen una y otra vez “El baile de los que sobran”, de Los Prisioneros, “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara, y “El pueblo unido”, de Sergio Ortega, y Violeta Parra se multiplica en carteles, papelógrafos y rayados, con la clarividencia de versos como “Miren como se alistan cabo y sargento / para teñir de rojo los pavimentos” si hay que referir a las víctimas de la represión uniformada, o de títulos como “Miren como sonríen” si se trata de retratar algo tan puntual como el rictus del ex ministro Andrés Chadwick en tres palabras certeras.
La música popular es repertorio, pero
además es referencia. Ante una idea recurrente en esos primeros días de
revuelta, sobre lo difícil que fue anticipar este conflicto, la canción es un desmentido,
como constancia previa y cuantiosa de los motivos de la crisis. Cierto que fue
un asalto por sorpresa, pero lo impredecible pudo ser el momento, no el estado
de cosas que transformó la chispa en incendio. Sobre ese estado hay literatura,
hay un historial movilizaciones previas y hay música. “No son treinta pesos,
son treinta años” es una de las consignas iniciales del movimiento, tal vez la
primera, y de esos treinta años existe evidencia grabada en canciones.
Es posible remontarse a los inicios de
la transición en los ’90 para trazar desde ahí la denuncia del Chile post-dictatorial
hecha en versos y música. El sello disquero Alerce había producido el más
cuantioso repertorio musical contra la dictadura de Pinochet en los años ’70 y
’80 y siguió difundiendo a grupos de esa escuela. “No voy a bailar al ritmo de
ningún general” afirmaban los citados Sol y Lluvia en el disco Hacia la tierra (1993), como si fuera
una respuesta a los enclaves dictatoriales vigentes, y el dúo Schwenke &
Nilo grababa en “Anda un pueblo” (1993) la estrofa “Este pueblo se pasa el
tiempo / pareciéndose a los demás / sus canciones son otra lengua / no hay
oídos para el de acá / el Estado es un ente inerte / con una sola ocupación /
tener en calma al poderoso / sea gerente o general”. Eran versos molestos para
la época, visto el desuso en que habían quedado palabras como “pueblo” en el escenario
político de consenso, pero sorprende su sintonía con las rimas de “Al pueblo le
asusta la revolución”, canción grabada dos décadas después por el rapero
Portavoz en 2012. Dos momentos, dos lenguajes, la misma observación.
El rock, el punk y el rap aportaron
orígenes proletarios genuinos a este discurso crítico gracias a bandas como
Panteras Negras y sus rimas de población popular, Los Miserables con una
combinación de ska y punk rebelde o Sandino Rockers con su ska militante. La
Banda del Capitán Corneta apuntaba a la brutalidad policial en el blues “Sarna”
(1994), mientras Profetas y Frenéticos en su segundo disco, Nuevo orden (1992), capturaban
instantáneas como “Nuevos tiempos, todos amigos / cualquier idiota se disfraza
y pasa por ovejilla” en “Nuevo orden” o “Ellos hablan de que se preocupan por
darnos bienestar a cada cual / y todos tener / y yo quiero comprar también
antes de que se acabe el stock” en “Caribou Lou”. Hijos de los años finales de
la dictadura, Fiskales Ad Hok tienen en el historial títulos contestatarios
como “El cóndor” (1993), donde el cantante Álvaro España imagina un cóndor que
baja de las montañas y cubre de una diarrea justiciera instituciones como La
Moneda, el Congreso y la Iglesia, y siguen en esa línea con canciones como
“Odio”, “Cuando muera” o el disco Lindo
momento frente al caos (2007).
Hasta grupos más visibles del pop y el rock de los ’90 mostraron cuotas de contingencia, en la supuesta crisis moral acusada por la iglesia católica que Beto Cuevas cita en “Tejedores de ilusión” (1993) de La Ley, en canciones de Los Tres como “La primera vez” (1991) o “De hacerse se va a hacer” (1997) y en el verso “Hasta cuándo con eso de todo está bien / basta ver las vitrinas y el Senado también” con que Colombina Parra inicia la canción “Vendo diario” (1996), de los Ex. En la misma época el libro “Chile actual – Anatomía de un mito” (1997), de Tomás Moulian, parece ser la lectura de cabecera del Joe Vasconcellos que grabó “La funa” y “Preemergencia” (1997), con menciones al “alto precio de la modernidad” y “lo absurdo con celular”. El trovador Francisco Villa venía cantando a la juventud nacida en dictadura en “Mi generación” (1993) y al transformismo político de parte de la misma generación en “¿Qué fue de ti?” (2000). Y en el caset La esperanza intacta (2001) editado por el sello autogestionado Masapunk, la banda hardcore Malgobierno hacía referencia a lo bonito de legislar con versos como “Orgulloso de trabajar / en el Senado de Pinochet”, de la canción “Legislar”, con el dictador todavía investido como senador vitalicio.
En el nuevo siglo fue sobre todo el rap el que hizo explícito el mensaje. Makiza había traído su visión de hijos del exilio a fines de los ‘90 mientras Legua York o el colectivo Hip-hoplogía, con raperos como GuerrillerOkulto y Subverso, marcaban presencia en barrios y poblaciones. En especial Subverso produjo una serie considerable de canciones con “Infórmate”, “San Bernales”, “El jarrazo” y “El padrino” (todas de 2008), “1.500 días” (2009), “Terroristas (2010), “Rap al despertar” (2011) y “Lo que no voy a decir” (2013) y con rimas como “Hay mil quinientos días entre cada votación / mil quinientos días de lucha y organización”.
Ese underground tenía para mediados de la década un arrastre de masas
con raperos como Salvaje Decibel, Mente Sabia Crú y decenas de otros nombres.
La revuelta escolar de 2006 y las manifestaciones generalizadas de 2011
tuvieron un correlato considerable en el rap, con maestras de ceremonia como
Michu MC y Belona y con el disco Escribo
rap con R de revolución (2012), de Portavoz, incluidas canciones como
“Donde empieza”, con Subverso, y «El otro Chile», con Stailok.
Anticipada también a 2011 apareció la
escena de solistas como Camila Moreno, llamativa desde su inicial canción
“Millones” (2009), y Ana Tijoux, graduada de Makiza y autora de éxitos como
“Shock” (2011), “Mi verdad” (2013) y “Vengo” (2014). Y en paralelo crecía un
movimiento mestizo donde se encontraban la conciencia latinoamericana de La
Mano Ajena en “Favela” (2005), la canción de barricada de Juana Fe en “La bala”
(2010) o el encuadre del país como fantasía exitista retratada por La
Patogallina Saunmachín en el disco Chile (2011).
Desde entonces es posible trazar lazos
entre cada reivindicación de los últimos años y canciones respectivas. La
cantora mapuche Daniela Millaleo el rapero Luanko son voces de pueblos
originarios de primera fuente. Del poder corrupto de la iglesa ya daba señales
Camila Moreno en «1, 2, 3 por mí, por ti y por todos mis compañeros»
(2011). De los movimientos estudiantiles trataba la canción “Michelle y los
pingüinos” (2007), de Mauricio Redolés, y el incendio de la Cárcel de San
Miguel en 2010, con su testimonio dramático de inequidad nacional, quedó
patente en “Cárcel arde” (2011), de Manuel Sánchez. La denuncia en temas
ambientales consta en obras como “Pascua Lama”, de Santiago del Nuevo Extremo
(2011), o “De Pascua Lama” (2011), canción de Patricio Manns que ganó la
competencia folclórica del Festival de Viña nada menos, y el cuestionamiento a
los medios de comunicación aflora electrizante en «Vuelan las
protestas» (2011), deLaFloripondio.
Sobre comunidades migrantes han cantado desde Anarkía Tropikal en “La chamba”
(2009) hasta Andrea Andreu en “Colores de feria» (2017). En agosto de 2016
se inició el movimiento No + AFP y Villa Cariño llevó esa demanda a la cumbia
«Antes que tú te mueras» el mismo año. Las disidencias sexuales se
han expresado sutiles o frontales en Javiera Mena, Alex Anwandter o en la banda
lesbiana de punk rock Horregias, así como del movimiento feminista hay señas en
“Antipatriarca” (2014), de Ana Tijoux, o «Reacciona, mujer» (2018),
de Chorizo Salvaje. El descontento generalizado se palpa en canciones como “No
le entregues el poder” (2011) y «Luz de rabia» (2015), de Tata
Barahona, tal como la conciencia de clase aflora en «La chusma
inconsciente» (2017), de Evelyn Cornejo. Un registro destacado es el de
Isabel Parra, histórica y vigente como la que más en canciones como “Minorías”
y “Abusos” (2015), mientras, para delinear un contraste extremo, el reggaetón y
el trap muestran su borde contingente con el popular Pablo Chill-e y su éxito
«Facts» (2018).
Son casos elegidos entre muchos más posibles. El discurso crítico ya es tranversal, y no hay mucha excusa para no estar al tanto después de años de evidencia. El 23 de octubre último, en los días iniciales de las protestas, un panelista del programa matinal de Canal 13, Polo Ramírez, fue tendencia por su frase “Sabíamos que había desigualdad, pero no sabíamos que les molestaba tanto”. Cuatro años antes, en 2015, el mismo panelista había posado de “punk” como humorada para una nota en televisión. De haberse molestado en aparentar menos y reportear más sobre el tema tal vez hubiera encontrado, en el disco Calavera (2011), de Fiskales Ad Hok, la canción “Sudamerica-no”, rubricada con un verso que nunca estará de más citar, una otra vez, sobre todo en días como los que corren. Grabado y avisado hace dieciocho años: “No se sorprendan si reaccionamos mal”.