Carlos Altamirano: “Mi trabajo con el arte consiste en poner mi memoria en presente”

El artista chileno —uno de los actores fundamentales de la Escena de Avanzada— habla en esta entrevista sobre O si no, la exposición que estará hasta el 22 de septiembre en el Museo Nacional de Bellas Artes y que lo trae de vuelta después de doce años de silencio. En la muestra actualiza una selección de sus trabajos realizados durante 40 años, entre 1976 y 2019, y reúne varias de las inquietudes con las que ha trabajado a lo largo de su carrera, entre ellas, las huellas que deja el paso del tiempo y el dolor de los detenidos desaparecidos.

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij

—Una parte importante del mundo del arte transcurre hoy en galerías o en espacios de comercialización. Tú, en cambio, decides exponer en el Museo Nacional de Bellas Artes, donde la gente puede entrar gratis y por lo mismo accede un público más variado. ¿Por qué decidiste volver a este lugar después de doce años?

—El museo es lejos el lugar donde más me gusta exponer, por los espacios, que son insuperables, y por el público que llega. En la exposición hay constantemente 20 o 30 personas. En una de las obras hay un teléfono que fotografía a la gente que se pone al frente y debe haber en el computador más de cinco mil fotografías. Eso no pasa en ninguna galería, ni remotamente, y esas ya son razones más que evidentes.

—¿Te interesa llegar a un público más masivo y diverso?

—Sí, me gusta que haya público y que ese público no sea gente del arte, digamos, gente que entra por curiosidad, que no sabe lo que va a ver y se sorprende. Me interesa esa interacción. Yo voy prácticamente todos los días al museo. No converso mucho con el público, pero lo veo y es muy impresionante observar lo que sucede. Ver a toda esa gente mirando con tanta atención lo que hay en la sala es para mí algo insuperable. Una de las cosas que me ha pasado —y para lo que no estaba preparado— es el grado de emocionalidad que provoca. He visto gente llorando, he visto gente indignada, furiosa, y la verdad no se me había ocurrido que eso podía pasar. Yo trabajo con signos, materiales, y me cuesta mucho ver la obra virgen, como si fuera un espectador que se enfrenta de repente. La exposición provoca cosas en la mayoría de la gente que va, y eso no me había pasado antes. En ninguna otra muestra había sido tan intenso como en esta ocasión.

Altamirano en el montaje de O si no. Crédito: MNBA.

—Has dicho que volver al trabajo que has hecho en épocas anteriores es como pisar tus huellas en reversa. ¿Cómo fue la experiencia de reencontrarte con tu obra del pasado, reactivarla y ver cómo el tiempo la ha modificado? 

—He hecho muy pocas cosas. Ahí en la sala del Bellas Artes está, diría, mucho más de la mitad de todo lo que he hecho en mi vida. Lo que sucede con esas obras es que tienen una fecha de inicio, pero no de término. Todo está en proceso. Viven conmigo, en el sentido de que la vida les pasa por encima de la misma manera en que me pasa a mí. Algunas fallecen, otras se deterioran, brillan de manera distinta, otras cambian. En eso consiste mi trabajo con el arte: poner en tiempo presente mi memoria constantemente. Esas obras son mi memoria, y mi memoria es todo lo que tengo en la vida. De hecho, hay una que tiene la fecha de hoy, porque la fecha se cambia todos los días. Entonces todos los días esa obra está siendo hoy y ahí está explicito lo que estoy diciendo. Eso sucede con todo. Esa es la razón por la que no tienen fechas: en la sala están puestas en relación unas con otras, no de manera cronológica, sino que convive una de este año con una de hace 40 años. Lo que me importa es la relación que se produce entre ellas, no la cronología.

—En esas obras antiguas te enfrentas también a la persona que eras, al artista que fuiste, con las inquietudes que tuviste y que quizá ya no son las que tienes ahora. ¿Tu trabajo funciona también como una suerte de espejo?

—Sí, resulta como un espejo y muestra todo lo que muestra el espejo: lo que te gusta y lo que no te gusta en relación con ese trabajo. Me pasa que no hay obras malas o fracasadas, hay obras que en algún momento se interrumpieron, que son tan falladas como podría ser una persona. Con las obras me pasa eso. Van avanzando y se van remodelando; tienen las mismas fallas que yo tengo.

—Tu relación con el arte ha sido bastante interrumpida. Has dicho que lo has “abandonado y que luego has recaído” en él porque después de un tiempo se te agotan las ideas. A eso se suma el poco afecto que has dicho que tienes por el arte. ¿Cómo esas pausas han ido interviniendo o afectado tu trabajo?

—Me pasa eso: después de estar años trabajando intensamente para una exposición, conectando y repensando, mirando y rehaciendo, termino y se me acaba el tema. Y eso es indefinido, se me acaba hasta que vuelve, si es que vuelve. No es que yo lo abandone de una forma ideológica, se me acaba, y pueden pasar un año, diez o doce, como en esta oportunidad, y vuelvo.

—Vuelves cuando sientes que hay algo nuevo.

—Claro, de repente aparece el bichito y empiezo a pensar en imágenes y a armar relaciones; desentierro algo que quedó guardado ahí a medio hacer, va de a poco armándose algo, me meto en ese mundo y empiezo a pensar hasta que aparece la necesidad de hacer una muestra o de juntar las cosas.

«Las obras tienen una fecha de inicio, pero no de término. Todo está en proceso. Viven conmigo, en el sentido de que la vida les pasa por encima de la misma manera en que me pasa a mí. Algunas fallecen, otras se deterioran, brillan de manera distinta, otras cambian (…). Esas obras son mi memoria, y mi memoria es todo lo que tengo en la vida».

—En entrevista con Palabra Pública, Federico Galende dijo que le parecía que la Escena de Avanzada “era una escena de príncipes pobres que se intercambiaban regalos suntuosos”, y que cuando se corre el velo de ese período aparecen las penas y los miedos del Chile de entonces. ¿Qué piensas de esto? Has dicho que se ha creado demasiada leyenda en torno al arte hecho en dictadura y que te molesta un poco esa epopeya.

—Me molesta un poco la epopeya, pero no me molesta el arte que se hizo en esa época. Me parece un poco injusta esa cita, pero puede ser: todo el mundo tiene sus partes pencas, el tema es que, por alguna razón —y más allá de la epopeya después de 40 años— la mayoría de las personas que trabajaron en ese momento ahí están hoy. Siguen siendo referentes. Lo que pasa es que, como sucede con todo, las cosas se mitologizan, incluso involuntariamente. Pequeñas desviaciones de la realidad se van sumando a otras más y crean una mitología que termina siendo un poco aburrida de refrendar o de refutar, pero eso no le quita valor a las cosas que se hicieron.

—¿Qué crees que significó la Escena de Avanzada para el arte chileno?

—Básicamente, metió a la inteligencia en el arte. A la inteligencia en el sentido de pensar, de pensar en el arte, de tomar distancia y separarlo de la pasión, del talento, de las habilidades, y de incorporar el razonamiento. Usar el lenguaje como un elemento de la inteligencia.

—¿Crees que eso tuvo que ver con el periodo dictatorial, con que durante esa época había que buscar formas que fueran menos explícitas, más crípticas?

—Sí, había que inventar un lenguaje que dijera sin decir, pero eso también es parte de la evolución del arte en general. El arte del siglo XX viene de Marcel Duchamp, que metió la inteligencia en el arte en las primeras décadas de 1900. Es algo frente a lo que nosotros no nos podíamos hacer lesos. Duchamp estaba presente en todo momento. Y creo que eso tan básico fue un aporte de la Avanzada. Antes de eso, sí, había gente: Pablo Langlois es un duchampiano eximio, pero era una sola persona. El arte en Chile empezó a pensarse de otra manera a partir de lo que se trabajó en la Avanzada.

—¿Eso es quizá lo que unía a la Avanzada? Porque es un concepto complejo de definir, que reunió a grupos distintos, que eran de alguna manera “enemigos”, y que fue una invención posterior articulada por Nelly Richard.

—Claro, había una enemistad. Pero tampoco es una enemistad como se plantea hoy. Acabamos de hacer un libro con Fernando Balcells, y él era del CADA y yo no. Cuando reclamo por hablar de la Avanzada, en el fondo lo que me latea es hablar de eso, desmentirlo, qué se yo.

—Te refieres al libro O si no (Ocho Libros), que salió junto con la exposición del Bellas Artes.

—Sí. El libro es interesante porque reúne muchas conversaciones entre Fernando Balcells y yo, que transcribimos y reescribimos durante todo el proceso en que estuve haciendo la exposición. Entonces es un libro previo a la muestra, y vamos hablando y elucubrando sobre lo que estaba pasando en mi cabeza mientras la iba haciendo. El resultado es bien interesante de leer para quien se interese en el proceso de O si no.

Obra “1044 flores, la historia de un hoyo y 40 relatos inconclusos”. Crédito: Jorge Brantmayer

—En esta exposición retomas el proyecto “Revisión crítica de la historia del arte chileno como trabajo de arte”, cuya primera parte hiciste en 1979 y en el que le mandaste a varias personas cartas donde preguntabas si existía el arte nacional. Este año repites esta experiencia pero en formato digital: las personas pueden responder esta pregunta en www.revisioncritica.cl. ¿Cómo han cambiado las respuestas en los 40 años que han pasado entre los dos proyectos?

—No tienen muchas diferencias, en realidad. Tal vez en el lenguaje, las maneras de asociar unas palabras con otras. Hay términos que van cambiando. Pero el contenido de las respuestas es más o menos parecido. Lo que me interesaba al reponer esta pregunta no era el contenido de la respuesta, lo que me importaba era más bien reponer la pregunta. Esta obra la he hecho dos o tres veces, en 1999, por ejemplo, y la volví hacer ahora, siempre intentando reformularla. Y claro, ha ido cambiando. El transcurso del tiempo le ha pasado por encima y eso está presente en la obra. De hecho, el año 99 la monté con un graffiti que decía “Libertad a Pinochet”, que era lo que sucedía en ese momento, para crear una tensión temporal. Ahora lo que hice fue pintar al óleo ese graffiti y además agregar una página web y un código QR. Lo que me importa es cómo la obra ha continuado su vida, así que no tenía ningún sentido cambiar la pregunta. Me importa que la gente responda, que se haga cargo o no.

—Has sido una suerte de outsider en el mundo del arte, porque no has vivido del arte ni te ha interesado su profesionalización; de hecho, has dicho: “no necesito el arte para vivir”. ¿Qué pasa cuando el arte sí se convierte en un trabajo, cuando la obligación de tener ideas, de crear, está ligada también a la necesidad de vivir de eso?

—Sólo puedo imaginarlo, porque no me sucede. Debe ser complicado porque pienso en la presión de tener que alimentar una mujer y tres hijos con la venta de los cuadros. Significa que tengo que vender los cuadros, y para vender cuadros tienen que gustarle a alguien que los quiera comprar. Yo no tengo ese problema porque trabajo en otra cosa, me gano mi sueldo como cualquier ciudadano, entonces puedo hacer lo que se me antoje. No quiero decir que los artistas profesionales estén condicionados por el mercado para hacer lo que hacen, pero sospecho que sí.

—Te sientes más libres de no tener esa presión.

—Claro. Es una decisión que tampoco me costó mucho tomar, porque cuando empecé el mercado era algo inexistente. Uno ni siquiera pensaba en él, pero con el tiempo me di cuenta de que no lo necesitaba, y no sólo no lo necesitaba, no lo quería. Eso me permite, por ejemplo, estar fuera doce años y no necesito estar presente todos los meses. Para mí el arte es algo muy importante, no es que no me interese o no me importe. Me interesa mucho lo que hago, pero si tuviera que hacerlo todos los días, dejaría de interesarme, porque se transformaría en pega. Imagino que es como alimentarse de chocolates: no podría comer chocolates cuatro veces al día.

—Claro, se pierde el gusto.

—Sí, deja de gustar y pasa a ser un desastre. Esa es una de mis razones, además de otras bastante prácticas. Por otro lado, si no tengo nada que decir, prefiero quedarme callado. Eso es algo que también he aprendido.

«Decidí trabajar con los detenidos desaparecidos en 1995, cuando llevábamos cinco años de transición y estábamos en el gobierno de Frei, que fue especialmente alegre en el sentido de “estamos estupendo, somos los jaguares de Latinoamérica y miremos para adelante y déjense de joder”. Digamos que los héroes de la vuelta a la democracia se empezaron a dar la vuelta la chaqueta».

—Hoy también hay una presión por internacionalizar la obra, por salir a ferias, a bienales. Quizá por eso también es interesante plantearse la pregunta por si existe un arte nacional, aunque la respuesta no sea lo que más te interese: hoy mucho del arte busca ser comprendido afuera y es posible que se haga incluso pensando en el extranjero.

—Con el arte pasa más o menos lo mismo que con todas las cosas: es una corporación multinacional, como sucede con el cobre, las paltas, la ropa, con lo que sea, ¿te fijas? Para los artistas jóvenes hoy es muy difícil ser artista. Además, son muchos, y ese es otro tema: ¿qué son las escuelas de arte hoy? En Santiago no sé cuántas hay, quizá 20. ¿Te imaginas lo que significa que cada año egresen 200 sujetos? ¿Qué pueden hacer en la vida? Si quieren vivir del mundo del arte tienen que subirse a ese tren que va a toda velocidad y que no va a parar delante de ellos. Tienen que subirse a la carrera, yo lo encuentro terrorífico. No quiero estar en ese baile, no tengo ningún interés.

—Has trabajado mucho con archivos como cartas, declaraciones juradas, notas periodísticas de la época de la dictadura. Pero tú, como artista, no tienes un archivo ni tampoco tienes un taller. De hecho, dices que cuando terminas las exposiciones desarmas las cosas y las botas porque no tienes donde guardarlas. ¿Por qué tienes ese desapego con tu propio archivo?

—Algunas obras nunca las guardo. Tengo un archivo, pero no tengo un archivo clasificado. Tengo una caja donde hecho cosas, fotos, recortes. A esa caja recurro siempre y de ahí sale mucho de lo que hago. Incluso tengo un rito de revisar esa caja y de pensar mucho sobre lo que voy revisando, pero no es un archivo, es una caja muy ordinaria.

Obra “1044 flores, la historia de un hoyo y 40 relatos inconclusos”. Crédito: Jorge Brantmayer

—No están las condiciones de conservación.

—Ninguna. Las cosas que están ahí se arrugan, se pierden y después aparecen. Tiene que ver con un modo de ser. Hay muchas cosas de mí mismo que ya asumí y no pienso cambiarlas. Sobre los archivos con los que trabajo, tampoco soy tan meticuloso. Busco cosas específicas que necesito. Tampoco es que yo sea un revisador de archivos.

—Es más que nada un proceso de investigación asociado a tu obra.

—Es especifico a lo que me pasa en un determinado momento. Y me pasa con todos los oficios: tampoco soy un pintor, he pintado ocho cuadros en mi vida, porque necesitaba que un determinado cuadro fuera pintado y tenía que pintarlo y aprendí a hacerlo y quedó como quedó, digamos, a partir de lo que logré aprender. Con los archivos me pasa más o menos lo mismo.

—Anunciaste que quienes vayan el 31 de agosto y 7 de septiembre a tu exposición podrán llevarse una flor de la instalación “1044 flores, la historia de un hoyo y 40 relatos inconclusos”. Recibirás en persona el aporte monetario que el visitante determine y el dinero será donado al Centro Cultural 119 Esperanzas. ¿Por qué decidiste hacer esto y por qué es la gente la que pone el precio?

—Me gustó la idea de repartir las flores. Una razón es práctica: tengo que hacer algo con ellas cuando se acabe la exposición. Pero el gesto de que se la lleven me parece bonito. No quería regalarlas, quería que hubiera un intercambio: yo te doy y tú me das lo que estimes conveniente. Tampoco se trataba de ponerle un precio en el sentido absurdo del precio del arte. La donación a la agrupación se dio por casualidad. Al seleccionar los 40 casos de detenidos desaparecidos, que son los mismos de la obra “Retratos”, lo que tenemos es de nuevo el pasado haciéndose presente y transformándose hoy. Cuando necesité esos afiches fui a la Agrupación de Detenidos Desaparecidos y me dijeron “ahí hay un montón, saca”, y yo agarré los primeros 40 que estaban en la ruma, no hice ninguna elección. Se dio la casualidad de que muchos de ellos estaban en la lista de los 119, que en realidad son dos listas que suman 119. Para los que no saben, esas son unas listas que aparecieron en diarios y revistas inventados en Brasil y Argentina, donde publicaron listados de personas que habían muerto en enfrentamientos entre ellos o con la policía y los daban por muertos. Era completamente falso, porque todos habían desaparecido desde centros de detención. Muchos, por casualidad, están en la exposición. Hace unos días recibí un llamado de la presidenta del Centro Cultural 119 Esperanzas, que había ido a la exposición y estaba muy conmovida e impresionada y quería que nos juntáramos. Tuvimos una reunión y me pareció que la agrupación era un buen destinatario para estos dineros.

—¿En qué momento te empiezas a interesar en este período oscuro de la historia de Chile desde el arte? En Filtraciones comentas que fue cuando te diste cuenta de que durante la transición se volvió un tema incómodo.

—Pasan dos cosas. Primero, yo tenía 18 años para el golpe, lo viví completo y toda mi vida adulta la pasé en dictadura y en posdictadura, o sea, soy un tipo hecho por eso, todos mis recuerdos y mi vida entera está cruzada por esas imágenes, no me las puedo sacar de la cabeza. Decidí trabajar específicamente con los detenidos desaparecidos en 1995, cuando llevábamos cinco o seis años de transición y estábamos en el gobierno de Frei, que fue especialmente alegre en el sentido de “estamos estupendo, somos los jaguares de Latinoamérica y miremos para adelante y déjense de joder”. Digamos que los héroes de la vuelta a la democracia se empezaron a dar la vuelta la chaqueta. Me dio una sensación de vergüenza y decidí trabajar con los detenidos desaparecidos y hacerlos evidentes. Pero ellos estaban presentes en mi vida desde siempre, desde el primer día.

Obra «Traslado de TV». Crédito: Jorge Brantmayer

—Vivimos en tiempos en que se ha vuelto a hablar de negacionismo, sobre todo de la mano de la extrema derecha. Una parte importante de tu obra puede entenderse quizá como una forma de mantener viva esa memoria de los horrores del Chile reciente. No es que el arte tenga que hacer algo al respecto, pero ¿cómo ves lo que está pasando hoy?

—El negacionismo es una actitud política, concreta, especifica; hay una voluntad, no es gente inocente la que plantea esa negación, es gente que lo hace con un fin, que es manipular y manejar la historia, el discurso y la discusión en un determinado sentido. La única manera de enfrentarse a eso es oponer la realidad, es decir, los hechos concretos. Eso no es tarea del arte. Hace poco vi una entrevista a Mónica González y ella decía que en la dictadura o eras colaborador o eras opositor, no había otra alternativa en el caso del periodismo. A mí me pasa eso: yo estuve ahí, no sólo en el arte, sino en mi vida concreta, cuando tomaba desayuno y escuchaba Radio Cooperativa; trabajé en la Revista Apsi, en el Fortín Mapocho. O sea, esa realidad es para mí irrefutable, y cuando pienso en mi memoria, lo que hago en el arte es ponerme a mí mismo en escena. Y cuando me pongo en escena, pongo mi memoria, mi cabeza, mis recuerdos, mi vida, y en eso la dictadura es omnipresente. Entonces no puedo evitar ponerla. De repente me cansa, te lo aseguro, y me cansa hacerme cargo. No pretendo ser una especie de paladín de la justicia, pero no me queda otra tampoco. Hablo de eso porque estoy hablando de mí.

—¿Qué piensas de lo que está pasando en términos políticos, sociales y culturales en Chile, donde a ratos se oyen discursos derechamente fascistas?

—Es bastante aplastante. Hay una generación política nueva que está dando la pelea, hay movimientos, o sea, tampoco es que hayan triunfado los dueños de los medios que difunden todo el día esos discursos. Están las noticias falsas, está el señor Kast diciendo las cosas que dice, y uno tiene que mamárselas con disgusto. La pelea la dan los migrantes, las mujeres. La pelea de las mujeres es para mí fundamental, yo creo que ahí está la fuerza política que podría cambiar el mundo. Imagino, no sé, si hubiera diez alcaldes mujeres como Jadue, Chile cambiaría definitivamente.

—¿Cómo viste el movimiento feminista de 2018 desde esta admiración que dices sentir por la convocatoria que tienen los movimientos feministas de hoy?

—Me encantó. Incluso el extremismo que se plantea en determinado momento me parece bien, me parece necesario. Las peleas y los grandes cambios se dan de esa manera: cuando las mujeres consiguieron el derecho a voto, salieron a la calle, pelearon y murieron. La cosa no es “transemos”, porque no hay nada que transar, porque el hombre en general, el ser masculino, no está dispuesto a entregar nada gratis, entonces hay que quitarle las cosas, hay que pelearlo. Y en todos los planos: cuando se habla de derechos sociales, de los niños, de los migrantes. Nadie les va a regalar nada, la tienen que pelear. Por Evelyn Erlij y Jennifer Abate

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Esta entrevista se realizó el 30 de agosto de 2019 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5.

Colectivo Malvestidas: “La ropa es un dispositivo político y performativo”

Desde 2017 se realiza Moda desobediente, un encuentro que ha reunido a Nelly Richard, Paz Errázuriz y María Emilia Tijoux, entre otros, para conversar en torno a visiones críticas de la vestimenta. Sus creadoras, Loreto Martínez y Tamara Poblete, fundadoras del colectivo Malvestidas, hablan sobre el futuro de estos eventos, la industria de la moda y su proyecto más próximo: una muestra sobre el jumper para marzo de 2020 en GAM, junto a la historiadora Pía Montalva.

Por Florencia La Mura

Hace tiempo que la moda se convirtió en un tema político y en objeto de estudio, pero en 2017 Loreto Martínez, diseñadora teatral, y Tamara Poblete, licenciada en Arte y gestora cultural, quisieron sumar una perspectiva latinoamericana a esta discusión. Ese año se realizó el primer encuentro Moda desobediente, en el que intelectuales, performers y gente interesada en la moda desde una perspectiva política se reunieron durante tres jornadas en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC), donde académicos como la socióloga María Emilia Tijoux y el biólogo y activista de disidencia sexual Jorge Díaz encabezaron ponencias sobre Moda y poder, con una visión no capitalista y crítica como eje central de las discusiones.

La experiencia de este y el segundo encuentro —realizado en 2018 y cuyo nombre fue Moda y fealdad, con participación de la fotógrafa Paz Errázuriz y la crítica cultural Nelly Richard, entre otros—  han generado nuevos proyectos para Malvestidas, entre los que están Arriba los jumpers, exposición fotográfica que realizarán en marzo de 2020 junto a Pía Montalva, historiadora de la moda y autora, entre otros libros, de Tejidos blandos. Indumentaria y violencia política en Chile, 1973-1990 (2013). Parte del material de esta muestra en torno a esta vestimenta escolar lo están reuniendo en una convocatoria abierta. “Se trata de una exposición que indagará en los orígenes del jumper y su instalación como uniforme oficial, para ligarlo a las condiciones políticas, sociales, económicas y culturales que avalan su alta visibilidad en un periodo”, se lee en su sitio web, donde aún están recibiendo fotos.

En esta entrevista, Martínez y Poblete analizan el trabajo que han realizado desde hace algunos años y que las llevó a trabajar a fines de 2018 junto a la fotógrafa Paz Errázuriz en Ropa americana, su última exposición. Por estos meses, además, lanzarán un libro resumen del primer encuentro Moda desobediente, que estará disponible de forma gratuita como una respuesta a la falta de discursos críticos en español en torno a la moda, dicen. “Ni siquiera es la moda en sí lo que más nos mueve, sino los discursos asociados al cuerpo y a la vestimenta”, aclara Poblete. Tal como dice el manifiesto del colectivo, les interesa “pensar la vestimenta no sólo como un arma poderosa de dominio y control, sino también de empoderamiento y subversión”.

—¿Cómo llegaron a trabajar con Paz Errázuriz en Ropa americana?

Loreto Martínez: En 2017 invitamos a Jorge Díaz y él tiene un trabajo largo junto a ella, de hecho, acaban de editar el libro Ojos que no ven (2019). A Paz la invitaron del suplemento Madame Le Figaro, del diario francés Le Figaro, a hacer una serie de fotografías relacionadas con la moda, cosa que ella nunca había hecho. Aceptó, pero no hizo las fotos en París en un estudio, sino en Santiago. Terminó en un trabajo muy bonito que la vinculó a activistas y personas de género no binario, y realizó esta serie muy antimoda, en la que la gente posaba con su propia ropa y construían su identidad a través de hacerse sus prendas. El género era algo muy importante, en lo vestible y en la identidad sexual. Para Paz era importante que los modelos que participaron se pudieran ver, porque publicaron muy pocas fotos, unas tres o cuatro de una serie de treinta. Era un espacio bien conservador y las fotos que se publicaron fueron las de cuerpos más acordes a modelos eurocéntricos. Entonces Jorge conversó con nosotras y nos hizo esta invitación. Fue un gesto muy potente que Paz defendiera hacer el proyecto en Santiago, porque ella siempre trabaja con la ciudad y el territorio.

—Están reuniendo fotos de mujeres en jumpers para su próxima muestra. ¿Cómo nace el interés por esta prenda?

Tamara Poblete: El tema del primer Moda desobediente fue Moda y poder, y trabajamos con el jumper como material y símbolo, que inspira causas como la ley de aborto y se transforma en una pancarta de protesta. Estructuramos un taller y el último día lo llamamos Bitácoras del jumper: testimonios en torno a su uso, y ahí partimos de la base que la ropa tiene un poder explícito en nosotros, en términos funcionales, pero también está anclada a nuestra identidad y biografía.

L.M.: Y en septiembre de ese año hicimos el taller Arriba los jumpers: empoderamiento creativo del uniforme como pancarta, con estudiantes escolares y de diseño, como una actividad de retribución de un Fondart. La idea era encontrar una prenda que nos vinculara emocional y experiencialmente a tres generaciones. El tema era el rol de la mujer en el movimiento estudiantil, que para esas generaciones fue muy potente. Nos dimos cuenta de que el jumper nos permite tocar asuntos de clase, de género y más. Operaba como una herramienta de memoria, de recuerdos y usos.

—Preocuparse por la moda se considera banal, pero ésta norma los cuerpos y establece reglas. ¿Cómo abordan este doble discurso?

L.M.: Nos interesa problematizar estos temas, más que decir qué es la moda desobediente. Esas contradicciones son un espacio de análisis cultural muy potente. Hay muchos intentando subvertir esta idealización de los cuerpos, gente que trabaja desde cosas tan simples como otros patrones corporales. Además, esa frivolización de la relación de las mujeres con la vestimenta tampoco es algo fortuito: las primeras huelgas feministas (del siglo XIX) las hicieron obreras textiles, por ejemplo. Hay algo que se puede hilar con una vinculación mucho más política y profunda, pero que se ha silenciado con esta imagen del consumo.

T.P.: De quienes participan en los encuentros, el porcentaje más bajo es gente que viene de la moda. Es principalmente gente que viene de las ciencias sociales, del arte, la performance y el activismo. Hemos ido conociendo gente y han surgido reflexiones, no sé si de la moda, pero sí del cuerpo, de la estética. La ropa es un dispositivo político y formativo, que ha sido menospreciado porque se ha asociado al consumo, pero es una herramienta potente de análisis y en otras partes se ha transformado en un campo de estudio serio.

En la relación ecología/moda es urgente que esta última reemplace sus procesos de industrialización por sistemas menos contaminantes y precarizantes, pero el verdadero cambio requiere una transformación del sistema económico completo, porque el capitalismo se basa en el sobreconsumo.

La fealdad siempre ha estado presente en la moda, pero desde lo negativo. ¿Qué cambio de paradigma intentan hacer al poner la fealdad en el centro de la conversación?

L.M.: Es difícil definirle un solo papel. Uno de los desafíos de analizar la moda es que también ha encontrado un valor en la defensa de ciertos discursos. A veces pareciera que fuera muy diversa y subversiva, y eso es peligroso, porque despolitiza los movimientos que son reales, urgentes y necesarios.

T.P.: Siempre buscamos temáticas que nos permitan hablar sobre estas relaciones de poder y son más tendencias culturales que pasajeras. En algún momento puede estar de moda lo latinoamericano, pero al instalarlo como moda un verano, se está perpetuando esta imagen levantada por la industria de la moda que lo latinoamericano es exótico. Siempre con esta mirada eurocéntrica, blanca y patriarcal de la historia de la moda, que ha perpetuado este tipo de lectura hasta hoy. La fealdad está presente como una puerta para indagar en estos discursos.

—La industria de la moda es la segunda más contaminante del mundo. ¿Tienen alguna postura al respecto, como colectivo, desde el punto de vista ecológico?

T.P.: Hay diseñadores que además de cuestionar lo contaminante de la industria, se están preguntando por el rol del diseñador, es decir, ver a esta persona como alguien que te ayuda a reparar lo que ya tienes o a darle una segunda vida a una prenda, versus este diseñador que crea cosas nuevas cada tres meses. Existen otras formas de entender la confección de ropa y cómo vincularse con las prendas.

L.M.: Además, (la industria) es responsable de perpetuar la precarización de niñas, niños y mujeres pobres del tercer mundo, que utiliza como mano de obra barata. Por eso es tan necesario incorporar los estudios de moda como territorio de investigación crítica. En la relación ecología/moda es urgente que esta última reemplace sus procesos de industrialización por sistemas menos contaminantes y precarizantes, pero el verdadero cambio requiere una transformación del sistema económico completo, porque el capitalismo se basa en el sobreconsumo. La gran crisis tiene que ver justamente con el consumo. Dentro de la misma industria (de la moda) existe la propuesta de crear productos con economías justas, en las que se trabaja en comunidad.

Colectivo Malvestidas. Crédito: Jon Jacobsen

—Es una propuesta por volver a ciertos modos antiguos de trabajo en torno a la ropa, como por ejemplo los de las modistas.

T.P.: Antes había un sentido de pertenencia, una relación emocional con las prendas, que también pasa cuando una misma se hace la ropa. La estrategia de la industria es generarte deseo por lo que no tienes y lo que no necesitas. Las prendas te duran un par de meses y el valor de ellas está en el bajo costo y en la novedad más que en la calidad e incluso la estética.

L.M.: Y para que funcione ese sistema tienes que subvalorar lo que ya tienes, porque tienes que desear lo nuevo. Entonces, si te cuesta barato, te deshaces fácilmente de esa ropa. El diseñador local también tiene el obstáculo de que acá en Chile ya no se produce tela. O accedes a telas chinas o te vas hacia lo artesanal, y eso encarece el producto. Es un problema sobre cómo enfrentamos el consumo, pero también sobre las herramientas con las que cuenta quien produce.

—¿De qué se trata el proyecto Fondart que acaban de postular?

L.M.: Es un nuevo encuentro de Moda desobediente, que viene a completar una trilogía. Hasta el momento se llama Moda y rito y trata tres ejes: la religión, que busca indagar en los sistemas de creencias con mayor impacto cultural a nivel mundial, donde está invitada Faride Zerán para hablar del hijab y cómo está siendo juzgado desde Occidente. El segundo es Ritualidad indígena y afrodescendiente. Si bien en el primer encuentro estuvo María Emilia Tijoux hablando de negritud, esta vez la idea es incorporar mujeres afrodescendientes para que hablen desde sus propias experiencias. Y el tercer eje es Rito, sexo y género, con prácticas que están muy ritualizadas como el BDSM (Bondage, Disciplina, Dominación y Sumisión). En el fondo, decir que los ritos no corresponden sólo a las religiones. Nos interesa trabajar con esos espacios donde las vestimentas se conciben desde otro lugar, donde funciona como una herramienta de comunicación y no sólo como algo bonito. Establecer qué es «lo correcto» también posibilita realizar cosas incorrectas. Incluso hay gente que utiliza la fealdad como un lugar político, que se define desde ahí.

T.P.: Es algo que también estamos trabajando para la exhibición de los jumpers: el cuerpo está absolutamente ligado a la vestimenta. Desde el primer encuentro había un eje en el que se abordaba la relación, moda, cuerpo y poder, y decidimos que todos los encuentros tuvieran un panel que reflexionara sobre esto. Que siempre se problematizara desde la temática central sobre la corporalidad. Con el segundo encuentro, también nos dimos cuenta de que debiéramos tener un pie forzado para hablar sobre Latinoamérica como territorio de experiencias y reflexión. Y en este tercer encuentro queremos hablar desde una noción no tradicional de la moda, sin una mirada occidental. Esa oposición belleza/fealdad siempre la trabajamos, el tema tras Moda y poder, era analizar qué está dentro y fuera de la norma, es decir, esas prácticas que subvierten el parámetro establecido. Con Moda y fealdad nos pasó lo mismo, no nos interesaba definir qué es lo feo, sino qué ha sido —por otros ojos— denominado como feo.

McKenzie Wark: reinventar el futuro

El crítico cultural australiano, autor de más de una decena de libros, es uno de los intelectuales que está desarmando las formas de pensar y producir el conocimiento hoy, en tiempos en que, según dice, la academia necesita reformular el lenguaje y forjar redes de camaradería para hacer frente a un porvenir tan incierto como oscuro. En esta entrevista, habla sobre los retos de trabajo intelectual en el siglo XXI y, de paso, propone a Žižek como el signo de la muerte del viejo intelectual público.

Por Evelyn Erlij

“Alguna vez tuvimos intelectuales públicos, pero quizás, en la era de los medios digitales, ya no es lo que necesitamos”, dice McKenzie Wark (1961) en un video del colectivo estadounidense DIS, famoso por sus proyectos artísticos que tensionan la relación entre cultura y capitalismo. Su voz se escucha, pero en la pantalla sólo aparece su mano que escribe en un pizarrón conceptos como “sociedad de control”, “democracia”, “ellos/nosotros”. El plano se abre y se ve que su cuerpo no tiene cabeza: esta yace sobre una mesa, al costado, mirando y hablando hacia la cámara. De eso, en parte, se trata el futuro para este teórico australiano: de dislocar el conocimiento, de desarmar las ideas preconcebidas, de deconstruir las formas de entender el cuerpo y el saber. También de obligar al lenguaje a crear realidades distintas, partiendo por la suya: para referirse a su persona, Wark prefiere que se hable de “ellos”. El “ellos singular”, valga la aclaración, es la forma que en inglés se usa para las personas que no tienen un género específico.

Hace más de veinte años se trasladó a Estados Unidos, donde hoy es catedrático de Estudios Culturales y Medios de Comunicación en la New School for Social Research de Nueva York, lugar desde el que se ha perfilado como uno de los ensayistas y pensadores marxistas más interesantes de las últimas décadas. Varios de sus libros han sido publicados por la prestigiosa editorial Verso Books —la misma que desde fines de los 70 ha editado a autores como Fredric Jameson, Edward Said, Eric Hobsbawm y Judith Butler—, y entre ellos están Un manifiesto hacker, (2004), en el que sostiene que los hackers son una nueva clase social en tiempos en que el poder yace en quien controla la información; La playa bajo la calle (2018), un ensayo sobre el legado de la Internacional Situacionista, la organización de intelectuales revolucionarios fundada en 1957; y Molecular Red: Theory for The Anthropocene (2016, aún sin traducción), en el que aborda la crisis medioambiental haciendo un cruce entre ciencia ficción, posthumanismo y marxismo.

Uno de los temas predilectos de Wark son las nuevas tecnologías y los cambios socioculturales que han provocado en las formas de comunicarse e informarse, y por lo mismo no extraña su omnipresencia en las redes sociales, donde a ratos se le ve abriendo hilos sobre Hegel o respondiéndole al esloveno Slavoj Žižek —actual rey de los filósofos mediáticos— por alguno de sus dichos en las columnas que publica. La forma en que ha cambiado la figura de los intelectuales públicos en los tiempos que corren es precisamente el tema de su último libro, General Intellects (2017), en el que además de seleccionar veintiún pensadores que están armando el puzle del siglo XXI —entre ellos, Franco “Bifo” Berardi, Judith Butler, Isabelle Stengers, Donna Haraway, Chantal Mouffe y Paul B. Preciado—, propone reemplazar la noción de “intelectual público” por “intelecto general”.

El término, tomado de Fragmento sobre las máquinas (1858), de Marx, está orientado a pensar el trabajo intelectual dentro de un sistema económico que extrae de éste un valor comercial y lo transa como otro bien en el mercado. “Por intelectos generales me refiero a personas que en su mayoría están empleadas como académicos, pero que intentan en su labor abordar problemas generales sobre el estado del mundo hoy”, al mismo tiempo que buscan “maneras de pensar e incluso de actuar contra ese sistema de mercantilización que encontró formas de integrarlos incluso a ellos mismos”, escribe Wark. Sartre o De Beauvoir, apunta, podían vivir de su pluma en tiempos en que existía una educación capaz de generar masas lectoras, pero hoy, “es prácticamente imposible escribir libros intelectualmente estimulantes y vivir de eso. Se necesita un trabajo, y por lo general en la universidad”, afirma en General Intellects.

“El relato en torno al intelectual público siempre ha sido sobre su declive, retomando la formulación que hizo sobre esto Julien Benda —explica el crítico cultural desde Nueva York, en referencia al filósofo francés y autor del ensayo La traición de los intelectuales (1927)—. Siempre es retratada como la historia de una caída en desgracia. Creo que es más útil pensar en los cambios que ha provocado la economía política en las prácticas intelectuales al producir y filtrar lo que hoy se podría llamar información. Esto ha cambiado mucho con el tiempo, en parte porque las técnicas de extracción de información se han ido modificando. Viví la transición de la tecnología análoga a la digital, y es algo que siempre me interesó. En Australia, en los 90, yo era un ‘intelectual público’. Tenía una columna en un diario nacional. Pero ya era tarde y pude ver que internet cambiaría todo, para bien y para mal”.

—En el libro dice que la universidad se ha convertido en un negocio porque el trabajo académico debe hacerse al interior de sistemas que lo cuantifican y lo estratifican, y afirma que los intelectos generales deberían buscar formas de pensar en contra de ese sistema de mercantilización. ¿Qué consecuencias puede tener para la labor intelectual vivir bajo esa contradicción?

—No creo que haya habido una era dorada. El trabajo académico ha estado durante mucho tiempo al servicio del Estado y del capital. Las funciones en particular cambian, porque ya no estamos en el capitalismo industrial. Es útil aceptar que ser académico es un trabajo, y las demandas de ese trabajo cambian con el tiempo y son mucho más precisas que antes. Cuando la economía en los países hiperdesarrollados se movió desde la manufactura hacia el negocio de la información, el lugar de la universidad en esa nueva economía política cambió mucho, y de alguna manera pasó a ser un lugar fundamental, de una forma en que no lo era.

—¿Cómo describiría ese cambio?

—Los académicos ahora no están informando sobre el mundo desde afuera, sino que están dentro de la estructura que permite que la información tenga valor. Es muy raro en el caso de la mercantilización de la tecnología y la cultura: la universidad es sinónimo de desarrollo y también de investigación. Hay una tendencia a enfocarse más en el contenido de las publicaciones académicas, que pueden ser difíciles de entender; que en su forma, la que a menudo se parece a cualquier otro producto de la economía de la información. Y quizás hay una tendencia a trabajar en contenidos herméticos precisamente porque en todo el resto de la producción el respeto por la forma de trabajo es pura labor informativa y, por lo mismo, sujeta a evaluación algorítmica.

“Creo que el modelo del intelectual público blanco que habla en nombre de la universalidad, como Žižek, está muerto y enterrado. Ya nadie es el maestro del pensamiento. Lo que necesitamos es una producción de conocimiento hecha con un sentido de camaradería”.

—El trabajo universitario funciona a menudo de espaldas a la sociedad, en medio de una hiperespecialización del conocimiento y una hiperproducción de papers. ¿Cómo se podrían construir puentes entre la universidad y el espacio público?

—No creo que sirva ver esta situación como un fracaso moral de los académicos. Esto es un trabajo y ningún académico tiene tanta capacidad de acción para cambiar los modos de trabajo. Pero nos podemos comprometer más con la cuestión de la política del conocimiento. ¿Para qué se supone que son estos papers especializados? ¿Su acumulación sirve de algo? ¿Pueden conectarse de forma que sean útiles? ¿Deberían contribuir cada uno en su manera específica a mejorar la vida? Vengo de una tradición marxista donde esto solía ser un problema clave. Sin embargo, no creo que haya relaciones recíprocas claras entre la teoría y la práctica. Esas tentaciones son obstáculos mayores. Por eso, en el libro Molecular Red escribí sobre (el filósofo ruso) Alexander Bogdánov, al que le interesaba mucho una relación de camaradería entre diferentes tipos de conocimientos. En General Intellects traté de aplicar eso un poco, al mostrar cómo diferentes investigaciones pueden ser puestas unas al lado de las otras de formas productivas, a pesar de sus diferencias.

—De hecho, el libro está compuesto por ensayos sobre intelectuales que están pensando problemas muy distintos, desde la precarización del trabajo hasta la mercantilización de las emociones. ¿Cuáles serían los asuntos más urgentes que se deberían pensar hoy, en tiempos en que fenómenos como el cambio climático y la robotización del trabajo parecen vaticinar un futuro oscuro?

—El cambio climático literalmente cambiará todo. Estamos viviendo el paso del tiempo geológico al tiempo histórico. Por lo mismo me parecía urgente crear un proyecto en torno a las políticas del conocimiento. Necesitamos con urgencia prácticas colaborativas e incluso de camaradería para relacionar distintos tipos de saberes, y no sólo desde las humanidades y las ciencias sociales cualitativas. De eso se trata General Intellects. Esto también debe extenderse a la ciencia y a los cambios tecnológicos.

McKenzie Wark. Crédito: Verso Books

—Ha pasado más de medio siglo desde mayo del 68, un estallido influenciado por ideas filosóficas y en el que varios intelectuales se involucraron. En General Intellects dice que hoy el trabajo intelectual “tiene relaciones débiles y distantes con los movimientos sociales y los espacios de lucha”. ¿Cómo se explica esto?

—Se puede explicar en términos de que los sesenta fueron una derrota. 1968 es el año de París, Praga, Ciudad de México, y se podría decir también que fue el fin de la revolución cultural en China. Surgieron nuevas técnicas de producción y distribución transnacionales para acorralar a los trabajadores militantes y a los movimientos sociales contrahegemónicos. Por eso no tengo nostalgia por 1968. Fue una derrota. Necesitamos analizar con mayor profundidad lo que los movimientos de liberación han intentado y por qué han sido vencidos, ampliando el espectro de la historia y la geografía.

—En el comentado ensayo Inventar el futuro (2017), el economista Nick Srnicek y el sociólogo Alex Williams denuncian una falta de ideas en la política, donde habría una incapacidad de imaginar el futuro y de inventar nuevas realidades. ¿Debería haber alguna alianza entre el mundo de las ideas y el de la política para paliar esa carencia?

—Hablo mucho sobre eso en Capital is Dead, que se publicará en inglés en octubre. Parte de este problema tiene que ver con acostumbrarse a un lenguaje que a menudo no se piensa mucho ni se cuestiona. ¿Es el neoliberalismo un término adecuado para describir una etapa histórica del capitalismo o está más enfocado en sus rasgos fuertes? ¿Sigue siendo esto capitalismo o es algo peor? ¿Se trata esto de un nuevo modo de producción basado en extraer información y controlar tanto la cadena de valor como a la población mediante la vigilancia? ¿Ha producido esto nuevas relaciones de clase y nuevas relaciones de explotación? Creo que estas deberían ser preguntas abiertas. Usamos el lenguaje conocido como un atajo para evitar una intervención más profunda en la política del conocimiento. Mi reto es duro: si se quiere algo más imaginativo, hay que abandonar las ideas recibidas y los hábitos de lenguaje en lugar de modificarlos.

—Incluye a Žižek entre los veintiún intelectuales del siglo XXI, a quien se considera un rockstar por su fama. Hace poco, Žižek escribió en la revista británica The Spectator que “el dogma de lo transgénero es ingenuo e incompatible con Freud”. ¿Cuáles son los riesgos de tener a “intelectuales pop” pontificando en los medios?

—Me hice poleras con la bandera trans y la frase “Incompatible con Freud”. Es todo lo que tengo que decir al respecto. Creo que este modelo del intelectual público blanco que habla en nombre de la universalidad está muerto y enterrado. Ya nadie es el maestro del pensamiento. Lo que necesitamos es una producción de conocimiento hecha con un sentido de camaradería. Creo que Žižek simboliza la muerte de ese modelo y lo logró de un modo cómico. Sartre no era un cómico. En su época, parecía viable tener una celebridad mediática que fuera la conciencia del mundo. La primera muerte del intelectual público fue una tragedia, la segunda, una farsa. Žižek fue la farsa. 

La insurrección de Diamela Eltit

La escritora, académica y Premio Nacional de Literatura 2018 —autora de novelas como Lumpérica (1983) y Sumar (2018)— considera la escritura un desacato: en una época en que las obligaciones cotidianas y otras exigencias agobian a los individuos, la literatura vale como una rebelión contra el tiempo de la productividad. Poco antes de partir a Nueva York, donde hace clases, Eltit habla sobre la desarticulación de la educación pública, la crisis del Instituto Nacional y, de paso, arremete contra la categoría “literatura de mujeres”: “el horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores”, asegura. 

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

—Has dicho que escribir fue una forma de salvataje durante la dictadura. ¿Qué significa para ti escribir hoy? 

La escritura es un espacio de libertad. Todas las ordenanzas sociales, que van desde lo familiar hasta lo laboral, son una suma de obligaciones. La literatura, en cambio, es una decisión que tú tomas: podrías escribir o no escribir. Y una vez que escribes, entras a un “espacio otro”, a uno de los pocos lugares donde puedes decidir. No es que la escritura te lleve a una vida más feliz, eso sería inexacto. Más bien pienso que las vidas están bastante pauteadas y que el sujeto llega al mundo para cumplir con una cantidad de obligaciones, sobre todo desde la instalación del capitalismo de manera más clara en el siglo XVIII. El sistema no está interesado en absoluto en la escritura literaria. El mundo no está pensado para que escribas literatura. Por lo mismo, la literatura es una insurrección al sistema. Y es también un juego con el tiempo. Tienes que sacarle tiempo al tiempo. A un tiempo que está pactado en obligaciones. 

El mundo editorial está más institucionalizado que antes y en algunos casos se hace evidente que existe una presión por vender.¿Ves esa insurrección que mencionas en ciertosautores o editoriales? 

—Lo veo en muchas editoriales, sobre todo independientes. La facilidad con que hoy se pueden imprimir libros ha cambiado las reglas, y me parece más interesante la idea de escribir sin un mayor rédito comercial. Es dramático, porque la gente debería vivir de lo que hace, pero por otro lado eso también te permite una libertad bastante amplia en relación a las pautas del mercado editorial.  

—Fuiste parte del período de efervescencia cultural que se vivió durante la dictadura y perteneciste al CADA, el Colectivo de Acciones de Arte, uno de los grupos que en esa época se preocuparon de cuestionar la relación entre arte y política, arte y sociedad. ¿Crees que hoy estén pasando cosas interesantes o importantes en el medio cultural chileno? 

—Estuve hace poco en la presentación de un libro de una editorial cartonera muy interesante, un libro artesanal, hecho a mano con material reciclado, no en el sentido de una moda tonta. Eso me parece interesante: sacar textos riesgosos sin esperar a cambio enriquecimiento, pero sí insertándolos en el mundo cultural. Estos colectivos están invisibilizados por la circunstancia, hay pocos medios de comunicación, hay pocas revistas culturales. Creo que existen iniciativas muy valiosas, pero es difícil llegar a ellas porque están todos los canales obturados. Lo de la editorial cartonera era algo pequeño, y esos siempre han sido los espacios más interesantes. Hay otros grupos pensando más en términos de winner y de loser, que me parecen menos atractivos. Me interesa la cultura como una zona de interrogación y de riesgo.  

«La lucha es democratizar la letra. La autoría siempre está detrás de la letra y no delante. El horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores».

Hace poco se formó el grupo AUCH, Autoras Chilenas, que se define como un colectivo de mujeres diversas relacionadas con el mundo del libro. En el Encuentro de Escritores Latinoamericanos de Nueva York (2017) dijiste que cuando las letras se definen genitalmente, cuando se habla de ‘escrituras de mujeres’ o ‘mujeres que escriben’, se genera una despertenencia a la letra y una pertenencia total a la biología”. ¿Qué opinas de que se creen este tipo de organizaciones? 

—Siempre voy a pensar que toda organización es buena. Hace más de 30 años fuimos las encargadas de hacer con un grupo de mujeres el Primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, en 1987. Ya habíamos pensado mucho los signos, sin embargo, es interesante repensar lo pensado. Hoy pienso que si separan las literaturas, se producen varios efectos, y uno es que el gueto se amplía, pero se mantiene. Para ponerlo de una cierta manera: “Estas son las literaturas de mujeres y esta otra es la literatura sin mujeres”. Desde mi perspectiva, la gran tarea es democratizar el espacio, no volver a dividir entre mujeres escritoras y hombres escritores. Que mujeres premien a mujeres no garantiza nada, porque estamos bastante colonizadas. Además, sería dramático que hombres premien hombres y mujeres a mujeres, porque se vuelve exactamente a lo mismo. 

—Y en esas decisiones queda fueralo literario. 

—Claro. La lucha es democratizar la letra. La autoría siempre está detrás de la letra y no delante. Eso no quiere decir que si las chicas quieren hacer organizaciones, yo esté en contra, me parece muy bien. Pero el horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores. No hay que esencializar a las mujeres, no todas las escritoras somos iguales, no todas escribimos lo mismo. Por el contrario, hay que ver la letra como insumo, como producción social. De ninguna manera biologizarla. Uno de los grandes retos del feminismo hoy es que para lograr incorporarse como una realidad-otra, tiene que cambiar el sistema económico y el orden institucional, desde la familia hacia adelante. Es una tarea mayúscula, pero no se puede perder el horizonte. El capitalismo no contempla a la mujer. Hay que revisar todas las instituciones y repensarlas enteras.  

En libros como Fuerzas especialeshas reflexionado sobre los abusos de poder. En el último tiempo el Instituto Nacional ha hecho noticia por las demandas de sus estudiantes y por la violencia con que ha actuado Carabineros. ¿Qué piensas sobre este conflicto? 

—Me impresiona la retórica antigua, dictatorial, del Ministro del Interior cuando ocupa la palabra “terrorista” en el caso del Nacional. Tiene un discurso centrado en una amenaza letal por parte de los alumnos hacia el país. Pero la gran pregunta es para el alcalde Felipe Alessandri, que introdujeron a la PDI por largo tiempo en el Instituto. Uno llega a pensar, tal vez de una manera que no puede ser comprobada, que lo que hay detrás es un intento por debilitar al Nacional. Recordemos que tiene uno de los mejores rendimientos en la PSU y eso lesiona a los colegios particulares, porque hay una educación de excelencia, pública y gratuita que puede competir con la de los colegios de alto pago. El Instituto Nacional y su productividad molestan. 

A partir de la cobertura de este tema pareciera que el problema más grave de la educación pública en Chile es la supuesta violencia de los estudiantes, cuando el tema de fondo es lo que la educación pública está ofreciendo a los estudiantes hoy 

—El Instituto Nacional es una especie de chivo expiatorio: un colegio tan histórico, al que llamaban “el faro de la Nación”, ahora es la oscuridad de la Nación. Eso hay que seguir pensándolo: desde la época de Pinochet hubo una destrucción sistemática de la educación y los gobiernos de la Concertación no lograron mejorar esto. Los colegios de sectores vulnerables parece que se merecían situaciones vulnerables. Hay una injusticia educacional gigantesca y hubo una política de desarmar la educación pública que nunca cesó. Hoy se sigue profundizando esto con decisiones caricaturescas, como sacar Historia y Educación Física, en un país con una tasa de obesidad preocupante. No me parece inocente lo que está pasando. Creo que sigue en pie una destrucción de la educación pública. 

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Esta entrevista se realizó el 28 de junio de 2019 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5. 

Una historia oral (y política) del arte chileno

En agosto llegará a librerías la reedición de Filtraciones, libro en el que Federico Galende reúne conversaciones que sostuvo con cincuenta artistas, teóricos, escritores y filósofos, y que le permitieron construir un registro inédito de las últimas décadas de las artes en Chile: desde la Escena de Avanzada hasta el Chile neoliberal. 

Por Diego Zúñiga | Fotografías: Felipe Poga

—La idea de reeditar Filtraciones fue de Guido (Arroyo). Y cuando me presentó la diagramación, el diseño, reunir los tres tomos, me pareció muy atractivo, así que ahí cerramos. No coincidimos en las páginas, eso sí, porque yo quería que fuera un libro más grande, porque cuándo me va a salir un libro de tantas páginas —dice Federico Galende (1965) y se ríe, sentado en el living de su departamento, días antes de cerrar los cursos que este semestre impartió en el Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile, donde es profesor asociado.

Cuando se realiza esta entrevista, el libro aún está en imprenta, por lo que no se puede dimensionar, en términos concretos, su tamaño, pero es evidente: dentro de todos los libros que ha publicado Galende —y que ya suman más de diez, entre ensayos y novelas—, esta reedición de Filtraciones. Diálogo con el arte chileno: una historia (1960-2000), es sin duda el más voluminoso: cerca de 650 páginas son el resultado de este trabajo publicado esta vez por Alquimia Ediciones, en el que se reúnen los tres tomos de estas conversaciones que aparecieron, originalmente, en 2007, 2009 y 2011. Aquí están, por primera vez en un solo libro, las conversaciones que sostuvo Galende con artistas, filósofos, escritores y teóricos como Eugenio Dittborn, Nelly Richard, Diamela Eltit, Voluspa Jarpa, Adriana Valdés y Pablo Oyarzún, entre otros, que le permitieron construir, a partir de esa multiplicidad de voces, un registro inédito y crítico acerca de las últimas décadas de la historia de las artes en Chile.

Filtraciones es también, para Galende, su primer libro chileno; el inicio de un diálogo constante que ha tenido con el campo cultural y que empezó cuando llegó al país, a inicio de los 90, desde Buenos Aires. Entró a la Universidad Arcis a trabajar en la carrera de Sociología, y ahí conoció, sobre todo, a un mundo cercano al arte: Nelly Richard, Francisco Brugnoli, Willy Thayer, Guillermo Machuca, Eugenio Dittborn… Un grupo de personas que inevitablemente lo llevaron a los temas que habían marcado las artes visuales de esos últimos años, temas en los que la Escena de Avanzada era un referente ineludible y que a Galende le empezó a generar curiosidad.

—Todos tenían todavía esa referencia a la Avanzada, pero una referencia bien opaca, medio deprimente, como esa cosa medio deprimente que tienen estas neovanguardias en la dictadura, que trabajan con códigos, con indicios, tratando de que el poder no pesquise sus prácticas, pero todo esto entre siete u ocho gatos, peleándose en un taller húmedo, pensando que lo que hacían era relevantísimo, cuando en realidad no afectaba ni importaba a nadie. Todo esto me generaba una especie de choque, de antipatía, incluso el propio discurso de Nelly, con el que sigo teniendo profundas diferencias hasta el día de hoy. Somos amigos, tengo una empatía absoluta con ella, pero una diferencia muy fuerte con sus maneras de pensar.

En ese entonces, Galende venía de un campo cultural —el argentino— en el que prevalecía la literatura; teóricos, novelistas y ensayistas (Sarlo, Piglia, Viñas, Pezzoni, Saer) circulaban por la universidad y sus alrededores. Aquí, en cambio, la literatura funcionaba sobre todo en términos de mercado. Cuando Galende llega a Santiago, todo el mundo está celebrando la aparición de La ciudad anterior (1991), de Gonzalo Contreras, y él no entendía nada, pues esa novela, y esa literatura, le parecían un desastre. Al único que leía con un poco de placer era a Adolfo Couve, que también publicaba por esos años.

—Ahí descubro que el espacio literario en Chile no tenía ninguna importancia. Y cuando voy leyendo esto es cuando conozco a la gente de las artes visuales. Y me perturbaba un poquito el asunto de la Escena de Avanzada y todo eso. Pero claro, en un momento me di cuenta de que tenía que tratar de convivir con eso, pues en Chile era importante.

—Ahí al menos había una densidad que no aparecía en la narrativa.

—Claro. Siempre me pareció que las prácticas poéticas o estéticas no son momentos decorativos de los procesos históricos, sino que son propias configuradoras de historia, y me interesaba saber en qué habían consistido estas practicas tan comentadas de la Avanzada y lo que rodeaba todo eso. Creo que Filtraciones nace un poco por eso. Inicié estas conversaciones con distintas figuras a las que tenía acceso, porque con muchas tenía una cierta amistad, a pesar de que esa amistad no era una amistad en términos de complicidad sobre lo que hacíamos. Ese fue el origen de este libro —cuenta Galende, quien a partir de ahí armaría una obra tan fascinante como inesperada, y que ya se podía rastrear en Filtraciones. Esos intereses y esa curiosidad derivarían en una suma de libros que ha venido escribiendo en estos años. Desde sus ensayos dedicados a Benjamin, Rancière y Kaurismäki, pasando por sus novelas Me dijo Miranda (2013) e Historia de mis pies (2018), hasta llegar a Vanguardistas, críticos y experimentales. Vida y Artes visuales en Chile, 1960-90 (2014), quizá su libro más ambicioso, un ensayo que dialoga con Filtraciones, ya que trabajan con los mismos materiales, pero las formas son distintas: mientras Filtraciones se lee como una historia oral y política del arte chileno de las últimas décadas, Vanguardistas… funciona como una novela llena de imágenes luminosas que surgen desde las ruinas y los escombros.

***

—La primera entrevista que hiciste fue a Eugenio Dittborn y la última es a Carmen Berenguer y Pedro Lemebel. Sin embargo, el orden del libro no es cronológico en ese sentido. ¿Cuál fue la idea tras el montaje?

—Cuando publiqué el primer tomo, en 2007, tenía una idea muy precisa y que sigo sosteniendo: quería contrarrestar el carácter obsesivo que tenía el modo del chileno de relacionarse con su práctica. Esa especie de hiperconcentración en el objeto sin atender a otra cosa. Siempre pienso que una práctica es interesante cuando uno la realiza interesado, a la vez, en revisar otra al mismo tiempo, esta especie del juego de la atención distraída. Entonces convertí un poco esas obsesiones que podían estar en Dittborn, en Nelly, en Gonzalo Díaz, en conversaciones más de café. Y eso fue muy bien acogido.

—Dos años después publicaste el segundo tomo, donde abordas la generación que seguía a la Avanzada.

—Esa generación me interesaba mucho, la de Sergio Parra, Machuca, Roberto Merino, toda esa gente que ocupaba un lugar fantasmático, porque no habían alcanzado a pertenecer al arte conceptual; habían sido demasiado modelados por esa impronta un poco paternalista y por una especie de imperativo del mundo conceptual, pero a la vez habían tratado de escapar de ese lugar. Me parecía que el lugar imaginario que tenían dentro de la realidad histórica era necesario que se cubriera.

—En el tercer tomo, algunos de los más jóvenes (la generación que estudia Arte a partir los 90) son bien críticos con este grupo que los antecede.

—Cuando estaba editando el segundo tomo, comencé a pensar en los que venían, en esta condición ya más de universidad neoliberal, que era la de la producción de la carrera artística y la profesionalización del arte. Ahí estaban los más chicos de ese entonces: los Navarro, Patrick Hamilton, Camilo Yáñez, Voluspa Jarpa. Y creo que este montaje dio como resultado eso: mostrar cómo el arte era representativo de tres momentos imaginarios pero a la vez configuradores de realidades distintas en el campo de la breve historia chilena. Y esos tres momentos eran claros: el de la guerrilla cultural medio barroca neovanguardista y alegórica (que era la época del conceptualismo y la Avanzada). Después, el de esta generación más new wave, de las fiestas, del Trolley. Y un tercer momento que es la generación de los más jóvenes que ya se suben a los aviones, van a grandes bienales y que hacen carrera de artistas.

—¿Y por qué Lemebel aparece en esa última parte? ¿Sentiste que su obra dialogaba con esa generación?

—Es verdad que Lemebel entró tardíamente al libro porque su obra también es tardía en términos de que fue un tipo que siempre trabajó muy heterogéneamente y que sólo al final de su carrera empezó a tener un lugar.

—Siempre fue difícil de etiquetar en todos los sentidos su proyecto, y siempre fue muy contemporáneo, ¿no?

—Me interesa muchísimo Lemebel, a quien se le suele confundir con la Escena de Avanzada o con Diamela Eltit, pero no tiene nada que ver. Puede haber habido una pertenencia histórica, pero Lemebel fue siempre para mí un tipo desesperado por convertir el ruido en voz, y por hablar. Y creo que lo hizo de manera excelente, y en ese sentido me parece que marca una adversidad sobre la posición que tiene esa escritura de neovanguardia de la época de los 80.

—¿Y cuál fue tu impresión cuando te topaste por primera vez con esa escritura?

—Cuando llegué tuve un acercamiento a las formas en que se escribía, que eran las formas por ejemplo de Patricio Marchant, de Pablo Oyarzún, de Nelly Richard, de Diamela Eltit, y me parece que esas escrituras eran todas diferentes, pero que estaban demasiado encriptadas, que eran escrituras para no ser leídas. Había una especie de fascinación por no ser leído, y en eso consistía la escritura. Escribir era huir. Desdeñaban mucho la comunicación, y yo tengo una fascinación por el problema de la comunicación. También había un imperativo filosófico de base: en la medida que la dictadura había sido capaz de presentar lo impresentable, como diría Lyotard, las formas de escritura tenían que trazar en su propio horizonte una irrepresentabilidad, es decir, escapar de toda forma de representación.

—¿No encontrabas mucha sintonía con esa idea?

—Siempre había pensado y sigo pensando que el imperativo de la filosofía es exactamente el contrario, es decir, que un filósofo, un pensador, parte de lo irrepresentable y el problema es cómo traduce esa sensación sin forma a una cierta forma sensible. Y para ser honesto, sigo sin interesarme demasiado en estas formas. O sea, me intereso, pero tengo una distancia con ese mundo de las formas que está regido por el horizonte de irrepresentabilidad al que la escritura tiene que llevar las cosas. Y por supuesto que estoy muy interesado en lo contrario, que es lo que trato de hacer. Por eso me interesa la escritura de Lemebel, o de Leonardo Sanhueza o de Alejandro Zambra.

«Alguien dice en el libro que (la Escena de Avanzada) era una escena de príncipes pobres que se intercambiaban regalos suntuosos. Y eso me parece que da cuenta de esa época. Entonces, sí hay una pequeña pena de Chile retratada en estas conversaciones que me parece importante retomar».

—Cuando empiezas a recopilar estas conversaciones, imagino que tenías algunas ideas sobre lo que ibas a encontrar acerca de la historia reciente de las artes en Chile. ¿Cambió mucho tu percepción de ciertos momentos a partir de estos diálogos?

—Mira, una de las conclusiones es que la Escena de Avanzada fue una especie de invención retrospectiva. Es como lo que dice Borges de El Quijote: El Quijote en la época de El Quijote no era en absoluto poético. Y uno podría decir que la Avanzada en la época de la Avanzada no existía como Escena de Avanzada. Eso fue algo que ocurrió en un prólogo de un libro, que es Márgenes e instituciones, de Nelly Richard, pero nadie se reconocía a sí mismo como perteneciente a esa escena. No obstante, correr el concepto me parecía que era importante, porque era como correr un nombre que lo opaca todo, y cuando corres esa cortina, te encuentras con que había ahí un montón de cosas: las penas, los miedos, los temores, los deseos de construir algo, las formas de circulación.

—Es una escena mucho más compleja y más precaria a la vez.

—Alguien dice en el libro que en el fondo era una escena de príncipes pobres que se intercambiaban regalos suntuosos. Y eso me parece que sí da cuenta de esa época. Entonces, sí hay una pequeña pena de Chile retratada en estas conversaciones que me parece importante retomar. Y que está muy por debajo de la grandilocuencia que muchos jóvenes creen percibir detrás de esta etapa histórica que fue la Avanzada.

Sylvia Molloy: La voz de la memoria resquebrajada

Los libros de la escritora y ensayista argentina, que abarcan desde Borges hasta la autobiografía, atestiguan una impronta tan propia que podría llamarse molloyesca; textos en los que la idea de la memoria aparece como una ficción necesaria, e incluso más simple: la idea de la ficción como una memoria.

Por Galo Ghigliotto

Una tarde, en la Ciudad de México, fuimos con un amigo, JL., a una feria de libros usados en Chapultepec. Entre los stands estaba el de una distribuidora recién inaugurada; una de las dueñas era argentina y, quizás por eso, tenían libros de la editorial Eterna Cadencia. Tomé el de una escritora que nunca había oído nombrar: Desarticulaciones (2010), de Sylvia Molloy. “Es muy bueno”, dijo mi amigo JL., y luego agregó, musitando: “lo tengo en casa por si lo quieres leer”. Veníamos de comprar en una librería secreta donde se encontraban primeras ediciones de Zig-Zag y de Nascimento a precios irrisorios. En cambio, el libro argentino estaba carísimo, así que lo dejé.

Al llegar a la casa, le pedí a mi amigo el libro de esa autora. Era tan potente que no pude soltarlo. ¿De qué se trataba? Muy simple: los fragmentos escritos de S. sobre sus visitas y el cuidado a su exnovia y amiga, L., víctima de un Alzheimer avanzado. Una obra breve y total. ¿Es novela?, ¿es crónica?: es ambas, y es también un ensayo sobre la memoria y la fragilidad del presente. Es un libro que, narrando, abandona toda narratividad; se despega de la función trama, se despliega –definitivamente– fuera de la función entretenimiento y su pacto de solazar al lector, aun cuando resulta ameno y entrañable; parece una conversación, aunque no se sabe a ciencia cierta si es una charla de la autora consigo misma o con el lector, o bien, un diálogo entre la memoria y el olvido. Pero, ante todo, es un texto de una honestidad tan incisiva, de una sororidad tan genuina, que no se puede terminar la lectura sin sentir un afecto sincero por sus personajes. Me arrepentí de no haberlo comprado: necesitaba subrayarlo, todo o casi todo.

Años antes me había tocado leer una serie de testimonios entre los cuales estaba un libro llamado Chile, un largo septiembre (2006), de Patricio Rivas. En uno de los capítulos, el autor hacía una descripción detallada de su casa de infancia en el sur, no me acuerdo si de un mantel o de unas cerámicas, o ambas. En cambio, sí recuerdo haberme preguntado, leyéndolo, cómo era posible que alguien retuviera tanto en su memoria, sobre todo considerando la fugacidad de los detalles. Molloy me entregó una posible respuesta, años después, en esa iniciática lectura de sus Desarticulaciones: “No quedan testigos de una parte de mi vida, la que su memoria se ha llevado consigo. Esa pérdida que podría angustiarme curiosamente me libera: no hay nadie que me corrija si me decido a inventar. En su presencia le cuento alguna anécdota mía a L., que poco sabe de su pasado y nada del mío […], ninguna de las dos duda de la veracidad de lo que digo […] Acaso esté inventando esto que escribo. Nadie, después de todo, me podría contradecir”. La idea de la memoria como una ficción necesaria, e incluso más simple: la idea de la ficción como una memoria. Molloy lo había confirmado, otra vez, en Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica (1991), un libro que escribió mucho antes: “Toda ficción es, claro está, recuerdo”.

Pero hasta aquí no he dicho nada sobre Sylvia Molloy.

Nació en Buenos Aires, en 1938, hija de padre irlandés y madre francesa; ambos nacidos en Argentina. El padre inculcó a sus hijas el inglés desde pequeñas, haciéndolas bilingües; la madre fue la octava hija de once en un matrimonio que abandonó el francés al tercer hijo. “Hablé español primero, luego a los tres años y medio mi padre empezó a hablarme en inglés. […] El francés vino después y no conmemoró ningún nacimiento. Fue más bien una recuperación”, dice en Vivir entre lenguas (2016). En la obra de Molloy el bilingüismo –o el trilingüismo, como es su caso–, es un tema recurrente; con frecuencia sus narradores –incluso más que sus personajes– piensan y hablan en dos o tres idiomas, buscando en cada una de sus lenguas la palabra que más se ajusta para lo que quieren expresar.

Todo, cómo no, siempre desde la memoria y su ejercicio.

“«He cambiado detalles, he inventado otros, he añadido un personaje. La ficción siempre mejora lo presente», escribe Molloy en Varia imaginación (2003), el libro que definió su estilo y en el que confluye todo lo que la autora es: memoria, lengua, fina escritura, honestidad”.

En 1958, Molloy se instaló a vivir en París para estudiar en La Sorbonne; ahí vivió cerca de diez años. En 1968 se fue a Estados Unidos pero continuó sus idas y vueltas a Francia. En uno de esos viajes, en el célebre mayo del 68, tuvo ocasión de encontrar un París “casi irreconocible, en estado de efervescencia y al borde de la revolución”, como cuenta en [escribir] París (2012). Años más tarde, en 1972, volvió a instalarse en París para concluir una tesis llamada La Diffusion de la littérature hispano-américaine en France au XXe siècle. Una reseña del libro, publicada al año siguiente, menciona: “Esperábamos con impaciencia la publicación de su tesis”. En esa pasada de un año por París, a Molloy le ocurrió algo, una “coincidencia” muy particular: “buscaba alquilar un departamento y el destino me deparó lo inimaginable: un lugar que no me era extraño, en el que había pasado un tiempo, en el que había conocido a una mujer que me hizo muy feliz y, también, muy desgraciada. […] Acepté el desafío y alquilé ese departamento exiguo que conocía demasiado bien como si fuera la primera vez que lo veía. […]  Para conjurar desdichas me puse a escribir, en un escritorio minúsculo frente a una ventana. El resto es En breve cárcel”.

En En breve cárcel (1981), su primera novela, Molloy es la protagonista, pero no se trata de un relato en primera persona: se desdobla y se refiere a la escritora como “ella”, tal si fuese su proyección o su fantasma. Y la relación de “ella” con Vera y Renata, sus viejos amores –quienes también han sido pareja–, es el componente principal: “ella conoce a Vera en este cuarto, duerme con ella en otra ciudad donde Vera la abandona por Renata, conoce por fin a Renata abandonada por Vera”. La narradora avanza contando cómo la autora construye su novela con recuerdos propios y ajenos, algunos de ellos heredados de sus amantes. La escritora y periodista argentina María Moreno, en un artículo titulado “La memoria como obra”, ha dicho de esta novela: “causó un colapso en la crítica que se refugió en dos posiciones: o el lesbianismo de la protagonista era un elemento irrelevante para la crítica o se trataba de una novela lesbiana”. Se convirtió al poco andar en un clásico de la literatura trasandina; de una parte, por su (a)postura literaria en que la voz narrativa es un avatar de la autora, con una ficción traspuesta al recuerdo, como también por hablar, con toda naturalidad y sin énfasis, de relaciones amorosas entre mujeres en un país donde, todavía, la homosexualidad femenina era un tabú. Pero fuera del sensacionalismo con el que fue recibido el libro, se trata de un texto basal en el estilo posterior de Molloy y su interés –académico y artístico– por la autobiografía. Ricardo Piglia, quien reeditó en 2012 la novela en la Serie del Recienvenido de la editorial Fondo de Cultura Económica, señala en el prólogo: “el efecto de verdad –la certeza de que la historia es cierta y ha sucedido tal cual se cuenta­– es tan nítido que leemos En breve cárcel como si fuera una autobiografía”.

Molloy trabajó el género referencial en un ensayo vanguardista, si consideramos el giro que ha tomado la literatura latinoamericana en los últimos años: el antes mencionado Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. Veinte años más tarde publicó su segunda novela: El común olvido (2002), cuyo título refiere otra vez a la memoria a través de su inverso. Pero el libro que definirá su estilo particular verá la luz al año siguiente: Varia imaginación (2003). Se trata de narraciones breves, en los que avanza por diversos temas, diferentes épocas, donde confluyen todo lo que Molloy es: memoria, lengua, fina escritura, honestidad, vida. Es el dibujo de los vasos comunicantes que conforman su obra total, donde se alcanza ese estilo que es, al mismo tiempo, un entramado donde todo se conecta de variadas maneras. Los libros posteriores de Molloy atestiguarán la precisión de esa impronta tan propia que podríamos llamar molloyesca: Desarticulaciones, Vivir entre lenguas, su aporte a escribir [París], son continuaciones de la conversación que se inicia en Varia imaginación.

Para terminar, cito unas pocas líneas de Varia imaginación, que resumen la vocación de su trabajo escritural: “He cambiado detalles, he inventado otros, he añadido un personaje. La ficción siempre mejora lo presente”.

Victoria Ramírez, escritora: “Creo que hay que entender la poesía como ficción”

Estudió periodismo en la Universidad de Chile, pero en ese camino se encontró con el cine, la fotografía y la poesía, incursiones que le valieron importantes premios incluso antes de publicar. Su primer libro, magnolios (Overol), es una selección de 40 poemas en los que recorre el sur de Chile y su memoria familiar a través de retratos casi cinematográficos.

Por Florencia La Mura

Tres años de trabajo se condensan en magnolios (Overol, 2019), debut literario con el que Victoria Ramírez (27) busca romper con los formatos tradicionales de la poesía y darle espacio a distintas disciplinas. La escritora llega a librerías con dos galardones a cuestas: el Premio Bolaño en 2016 y el Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral 2017, distinciones que adornan la solapa de su libro en una reseña breve y misteriosa, pero aprobada por ella. “Quería desmarcarme. Mientras más información da uno como autor, las personas se hacen una imagen antes de leer el libro”, reflexiona a pocos días de viajar a una residencia de escritura en la MacDowell Colony, en New Hampshire, Estados Unidos.

El escritor James Baldwin y el compositor clásico Leonard Bernstein son algunos de los alumnos que ha recibido la “colonia”, un lugar perdido entre los bosques que recuerdan al sur de Chile. En su decisión de partir a ese lugar emerge una vez más la naturaleza como una inquietud en Ramírez, quien vuelve a ella y a su desromantización en los dos textos que está trabajando actualmente. Dolor y destrucción se asoman de igual manera en magnolios, un texto que la autora reconoce como híbrido y en el que recoge temas como el desarraigo, la movilización, el tránsito y la familia.

Tras su publicación, magnolios recibió buenos comentarios en la prensa: “Sin nostalgias vacías ni ajustes de cuentas, las incursiones por la memoria íntima que propone Ramírez van más bien por el camino de la perplejidad que producen los ritos familiares mirados con cierta distancia, perplejidad que permite ver lo frágiles que son a menudo las certezas del presente y, también, las de los propios recuerdos”, escribió el escritor Leonardo Sanhueza. Ante la pregunta por la forma en que define su relación con la escritura, la autora responde con una cita del ensayo La poesía no es un proyecto, de la poeta estadounidense Dorothea Lasky: “Nombrar las intenciones de uno es genial para algunas cosas, pero no para la poesía”.

Has dicho que te interesa la poesía, el cine y la fotografía. ¿Cómo fue la llegada desde el periodismo a la poesía?

—Cuando salí de la carrera tuve el tiempo necesario para empezar a ir a talleres y dedicarme a escribir más sistemáticamente. Entremedio, incursioné en el cine con Todos los ríos dan al mar, sobre (la artista visual y poeta) Cecilia Vicuña, y justo lo que me gusta de ella es que mezcla disciplinas: hace performance, pero también otro tipo de artes visuales, películas y poesía. Hacer ese trabajo como tesis de Periodismo me permitió abrirme a otras disciplinas: me interesaba el cine, pero siempre había tenido interés por la literatura, así que fui a talleres. Además, siempre he leído mucho. Generalmente, escribir es una inquietud que se va dando en la lectura. Al menos a mí me pasa eso. De a poco fui armando un proyecto y pasó lo del Premio Bolaño, entonces ahí fue como: “bueno, voy a tratar de hacer un libro”. Pasaron entre dos o tres años hasta que saqué magnolios con Overol. El último año fue de mucha edición y también de cuestionarme cuál era el tema o la inquietud del libro.

Al final entendí que el libro es bastante híbrido, y esa fue una libertad que me di porque no quería un proyecto tan estricto, que sólo fuera sobre un tema en particular. Quería que fuera abierto, y ese mismo tratamiento le di al tema de la memoria dentro del libro; una memoria no anclada en el pasado ni con una mirada nostálgica, sino que una observación desde el presente.

Victoria Ramírez. Crédito: Lorna Remmele

—Se dice que el papel ha muerto, sobre todo en el caso de los diarios, pero con los libros parece haber ocurrido algo distinto: se ha vuelto a poner en valor a los libros y fanzines como objetos. Tú misma hiciste uno con Microeditorial Amistad (Alud, 2018).

—Eso es súper interesante. El fanzine ha tomado vuelo y hay editoriales pequeñas que están trabajando eso. Para la feria Impresionante (orientada al arte impreso y a la edición independiente), por ejemplo, uno ve que el universo del fanzine que existe en Chile es gigante. Hay involucrados artistas visuales, diseñadores, arquitectos, fotógrafos, periodistas, gente que estudia literatura. Ahí uno ve que cada vez se están cruzando más los formatos, por eso igual me interesaba trabajar con Editorial Amistad. El trabajo que hacen es muy delicado, bonito y prolijo, y dan espacio a voces no tan conocidas.

Me parece que en Chile se lee harto. Obviamente hablo desde una burbuja de «gente que lee». Pero cuando voy en el metro o en la micro, veo gente leyendo. Las librerías se sostienen, y año a año hay más librerías en regiones. No me parece que el libro en papel, al menos aquí, esté muerto. Sé que en Estados Unidos, por ejemplo, hay mucha gente que ahora compra e-books y ha dejado de ir a las librerías. En Chile me parece lejana esa realidad. Todavía la gente está encantada con el libro en papel y por eso mismo hay editoriales chilenas que trabajan mucho la prolijidad del libro como material.

—Claro, hay mucho más trabajo en detalle en editoriales independientes chilenas. Dijiste, justamente, que estuviste trabajando en este libro durante tres años. ¿Cómo fue el proceso de escritura?

—Demora mucho porque la poesía condensa pensamientos complejos sintetizados en un lenguaje propio. Tiene una voz particular que toma tiempo trabajar. Un texto que no está trabajado se nota, y generalmente es porque le falta macerar. No por ser joven se necesita publicar «joven». Ojalá uno se pudiera tomar mucho rato para hacer un libro. Tampoco hay un apuro por publicar. Sé que soy poeta joven, pero al final esa categoría es superficticia. Da un poco lo mismo, porque la madurez dentro de la poesía es otra cosa. No por ser joven no vas a tener madurez en tu voz poética.

Tuve la suerte de viajar a Hueyusca, en la Región de los Lagos, que es de donde viene la familia de mi madre, y eso de alguna forma fue un punto de inspiración. Me ayudó a entender muchas cosas que me habían contado a través del relato oral, pero que verlo en la realidad fue distinto. Ese viaje también fue parte del proceso de escritura. También leer libros que fueron clave en cuanto a lo que quería hacer.

—¿Qué libros?

—Louise Gluck fue fundamental, una escritora estadounidense que habla sobre la familia y el dolor. Tiene una relación bien conflictiva con eso. Tampoco restrinjo las influencias sólo a libros de poesía. Obviamente hay novelas que me influyeron, como Nombres y animales, de Rita Indiana. Leí varias, que no necesariamente hablaban sobre la familia, pero sí sobre rupturas de vínculos entre personas y eso me interesa. Para el tema de la maternidad, me influyó mucho Anne Sexton con El bebé de la muerte. Leí harto a Elizabeth Bishop y Blanca Varela, aunque esta última me sirvió más en el sentido de la voz que tiene, de la concisión. José Watanabe y Mirtha Rosemberg también me influyeron.

Creo que intenté igualar la balanza leyendo a mujeres porque antes mis referentes eran muy masculinos. Por ejemplo, Beat Attitude, una antología de poesía beat de mujeres que habían sido invisibilizadas. De ahí quizás la más conocida es Denise Leverkof. En libros más recientes está El sistema del tacto, de Alejandra Costamagna, que, aunque lo leí después de terminar magnolios, toma temas como la memoria, la familia, la reconstrucción de la identidad a partir de otras personas. En general, me interesan temas similares, como el desarraigo, la movilización, el tránsito, la familia.

«Sé que soy poeta joven, pero al final esa categoría es superficticia. Da un poco lo mismo, porque la madurez dentro de la poesía es otra cosa. No por ser joven no vas a tener madurez en tu voz poética».

—Has dicho que no quisiste cargarle un mensaje político o panfletario a ciertos temas que se tratan y se repiten en el libro, como la familia, la memoria y la naturaleza. ¿Cuál sientes que es la importancia de estos momentos que quiebran la continuidad temática, como cuando hablas de ser madre?

—Creo que le dan un descanso al lector y también me dan libertad a mí, en el sentido de decir que este libro es sobre cosas que a mí me interesan. Entre ellas está la maternidad, que es una inquietud y que me conflictúa, porque creo absolutamente que la mujer puede elegir si ser madre o no y de la forma que sea. También hay un par de poemas que hablan de relaciones amorosas o de la concepción que uno tiene del deseo, que es muy contemporánea y generacional. El último poema, magnolios, habla de los quemados de la Posta Central y ahí me interesaba la imagen del fuego en contraste con la naturaleza. Ese cruce entre naturaleza y dolor sí creo que es algo transversal.

Dorothea Lasky habla en contra de los libros que se piensan como un proyecto científico, que se hace mucho en artes visuales y en literatura. Cuando uno escribe un libro, hay una parte que es intuitiva, que no se puede controlar. Cuando se intenta controlar demasiado un libro se ve forzado. Al menos para mí no era natural pensar como si estuviera hablando de un proyecto científico, con objetivos generales y específicos. Es algo mucho más libre.

—La idea de los «momentos de descanso» que mencionas hace pensar en formatos quizás más audiovisuales, incluso en discos de música. ¿Responde esto a tu interés por la idea del multiformato, del cruce de disciplinas?

—Justo eso me interesa mucho. Muchas veces preguntan sobre un libro de poesía como si fuera un libro de narrativa, como si se estuviera contando un relato. Y a veces hay uno, pero a veces no, y está bien, porque la poesía permite esa libertad. La gracia es que pasas por varias sensaciones en el libro, no es una planicie, sino que tiene un montón de curvas entremedio.

—Tu exploración en torno a la naturaleza y esta oposición dolor/naturaleza que construyes se siente como un intento de desromantizarla. Por ejemplo, cuando Hablas de desastres, de lo terrible que puede llegar a ser el sur.

—Mi familia me había hablado sobre Hueyusca, de donde son, como un espacio desolado, donde podía pasar cualquier cosa. La violencia, si bien no era una cosa de todos los días, si llegaba a pasar no había nada que la detuviese. Y sí, quería desmitificar la naturaleza y dejar de entenderla sólo como algo bello. Yo, que nací en ciudad, tuve siempre una idea muy idealizada de la naturaleza, pero me parece que el dolor es una cosa suprahumana. También había que salir de esa imagen de la naturaleza relacionada a la mujer y a lo hermoso. La naturaleza también tiene un algo muy salvaje y una autonomía muy fuerte.

—Te vas a una residencia en MacDowell Colony, en Estados Unidos, un lugar que parece muy similar al sur de Chile. ¿Fue casual esta búsqueda por la naturaleza?

—La naturaleza es una inquietud mía y estoy trabajando en dos libros que de alguna forma también están cruzados por eso. Uno es una especie de diario de viaje en poemas y otro es sobre la relación entre las plantas domésticas y los seres humanos en el contexto del calentamiento global. Entonces, claro, estar en un lugar con un entorno natural es muy Ad hoc.

—Volviendo al trabajo de la memoria ¿cómo te sentiste explorando tu propia historia?

—Más que conclusiones, lo que pude sacar en limpio fueron formas de conocerme y de conocer a mi familia, pero llega un punto en el que tampoco puedes ahondar tanto. Con eso ficcionalicé un montón. Hay historias que fue interesante conocer para entender la relación con mi familia y mi noción de familia, que últimamente ha cambiado. Al final es un libro supersubjetivo, como tiene que ser, porque la poesía es así y me gusta que no tenga una relación directa con la realidad. Hay algunos poemas que hablan de sueños y son muy irreales. Esas licencias son válidas y necesarias dentro de un trabajo que es ficcional. Creo que hay que entender la poesía como ficción. A la novela no se le pregunta tanto como a la poesía, no se hace ese vínculo tan estrecho entre autor y obra. Pienso que es porque la gente tiende a pensar que un libro de poesía debiese ser real. Hay una relación con lo verosímil que es mucho más cercana con la narrativa.

El patrimonio cultural chileno a la deriva

En todo Chile funcionan más de 200 museos públicos que reciben fondos del Estado. Las colecciones de esos museos aumentan, se ponen en valor y se difunden pese a que no existe para ellas una línea presupuestaria establecida. Las falencias en seguridad y resguardo de ese cúmulo de valiosas piezas patrimoniales, entregadas a su destino, es analizada aquí por los especialistas.

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Alfredo Castro: “Lo maravilloso de la transfiguración de un actor es perder una sexualidad definida”

En 2006 en Suecia, durante la emisión del programa radial Los arrepentidos, que relataba historias de personas que se retractaban de algo en sus vidas, el artista y locutor Marcus Lindeen recibió el llamado de dos transexuales viejos que, habiendo transitado por distintos géneros a lo largo de sus vidas, ya no estaban cómodos en sus cuerpos. Lindeen los citó y los entrevistó tres veces. El resultado es un texto teatral que recrea las conversaciones entre Mikael y Osvaldo, y que en Chile montaron Alfredo Castro y Rodrigo Pérez bajo la dirección de Víctor Carrasco, en una temporada que duró siete semanas en el GAM y convocó a más de siete mil espectadores.

Por Ana Rodríguez | Fotografías Jorge Sánchez / GAM

Los arrepentidos incorpora elementos testimoniales aportados por los dos trans suecos. ¿Qué componentes de ustedes mismos están presentes en esta obra?

– Lo más interesante desde el punto de vista de la creación es esa cosa difusa de una sexualidad única que tiene el actor. Lo maravilloso del acto de transfiguración de un actor es en algunos casos perder una sexualidad definida, ingresar más bien a un estado mental de una naturaleza humana. Para este tipo de hombres trans era interesante, porque de verdad la situación de ellos es bien especial, porque hicieron una transición a mujer y están volviendo a hombre, entonces hay cuerpos a medio hacer. Hay reconstrucciones de pene no terminadas, hay pechugas que no se han quitado, pero hay una forma de pensar masculina. Esa ambigüedad me parece que como actores nos permitió a nosotros situarnos en un espacio, un descampado de sexualidad importante.

El tema de los trans arrepentidos está muy instrumentalizado por la derecha actualmente en Chile, a propósito de la ley de igualdad de género que se discute. ¿Qué te parece esa utilización que se hace del arrepentimiento?

– Gravísima. Las sutilezas del lenguaje son muy importantes. Aquí el término arrepentido no tiene connotación moral ni de culpa, ni religiosa. Yo lo entendí siempre como una posibilidad de moverse de un lugar a otro que no es mejor ni peor, es simplemente otro lugar. Es así como ellos lo manifiestan. En la obra nunca se dice la palabra “arrepentido” o “lamento haber hecho eso”. Al revés, hay un orgullo muy grande de haber transitado, haber descubierto que ese lugar no era el lugar de satisfacción, de respeto que ellos buscaban, entonces decidieron volver a otro estado. Es la pregunta que se ha hecho siempre. La derecha instaló el arrepentimiento como que la gente se mejoraba y eso nos tenía un poco asustados. Pero no ha sucedido nada de eso en la obra.

En esta sociedad donde se premia mucho el éxito, no llegar a los objetivos finales, retroceder, arrepentirse, son acciones más bien castigadas. Transitar y cambiar de idea estarían en el mismo plano del “fracaso”

– Todos los miércoles después de las funciones tuvimos conversatorios con trans y el público. Y esto lo explicaba una chica socióloga: lo trans, cuando se inicia, ese camino no tiene retorno. Siempre es más allá, aunque te quites. Pero no tiene fin. Y eso es súper difícil de comprender para ciertas personas. Pero para ellos no lo es.

Hay una resistencia muy grande a creer que hay otra performatividad posible de los cuerpos

– Tengo la impresión de que ha habido épocas. Hubo épocas en que intervenirse quirúrgicamente, introducirse, quitarse, ponerse, cortarse, mutilarse, agregarse, era lo que había que hacer. Pero ahora tú ves que entre los chicos jóvenes, trans, muy pocos se han operado. Hacen transiciones hormonales o incluso simplemente transición de vestimenta y de actitud y de voz, y no hay más. Yo conocí ahora una diversidad de opciones trans impactante. Desde las viejas trans que han aparecido a ver la obra, que contaban que las rapaban los pacos todos los meses; para ellas era muy importante el pelo porque no había plata para comprarse pelucas, porque no había pelucas en Chile, estamos hablando de cincuenta, sesenta años atrás. Y ahora te das cuenta de que las chicas trans no se están operando.

Porque también está este cambio, de dejar de asociar género a la genitalidad

– Claro, entonces ahí hay una actitud política al respecto de “yo no me voy a operar”. Pero funciono como una mujer, soy una mujer. En el espacio de la creación, a mí, como director y actor, siempre me ha interesado más el lugar femenino o más ambiguo de la sexualidad que una sexualidad terminada. Yo creo que para el arte cualquier encasillamiento que exista es una trampa mortal. Entonces creo haber sido capaz de haber amado o haberme visto representado en el cuerpo de Amparo Noguera, de Claudia Di Girólamo, de Paulina Urrutia o de cualquier actriz o actor, sin necesariamente ser trans. Por estar a ese lado yo amorosamente puedo comprender y apreciar ese lugar femenino más profundo. Puedo dirigir y pensar como ellas. Yo soy, yo dirijo desde la escena porque soy actor, no tengo otro lugar para dirigir que no sea desde dentro de la escena. Es interesante ese lugar de la dirección.

En esta llamada tercera ola feminista suelen destacar iniciativas que hablan de las mujeres más “bacanas”, de las más exitosas, las astrónomas, las líderes políticas, las gerentas de empresas. ¿Qué pasa con la gente que no es exitosa, que se retracta, que falla, que queda marginada? ¿Qué hay de eso en la obra?

– Creo que mucho. Estamos en una zona muy delicada porque aparentemente estamos en un país muy liberal, un país que acepta todo tipo de torsiones, cambios, modificaciones, de género… y yo creo que no es así, francamente no es así. Porque lo que hemos visto en la obra, quienes han aparecido, son las trans más vulnerables. Y ha sido muy emocionante ver eso. Tal vez la Niki (Raveau) es la más armada políticamente, socialmente. Está mejor situada. Pero ha aparecido un mundo de chicas que son historiadoras, sociólogas, abogadas, profesionales, otras ex prostitutas. Y tú te das cuenta de que tú también conoces un pedazo. Lo trans se ha movido en Chile más bien en el mundo vulnerable. Y lo interesante es que la historia es larga. Es como que de repente descubrimos que había un mundo trans y tú dices, perdón: la Carlina el año ‘30, ’40, hasta los ‘60, era una casa de putas llena de travestis. El Blue Ballet: yo me acuerdo que mis padres, que hoy tendrían ciento y tantos años, iban a ver el Blue Ballet porque todo el mundo iba y no te llevaban preso ni te castigaban. Era parte del imaginario social y no había, que yo recuerde, odiosidad de género, incluso había admiración. Después el Bim Bam Bum. Esta historia es larga, y en la historia de la humanidad es más larga todavía. Que ahora esté sucediendo me parece muy positivo que una cloaca que tenía la sociedad dijo, “no soy cloaca, soy una vertiente súper interesante que requiero ser escuchada y tengo mi lugar”.

Sí, pero Daniela Vega todavía es maltratada por ciertos sectores

– Sí, José Antonio Kast la trató muy violentamente. Creo que hay más resistencia en los círculos de poder. El país está dividido radicalmente entre quienes tienen poder –gente ligada a la política y al dinero- y después estamos los ciudadanos, que no tenemos poder alguno. Y donde surge la violencia es en el poder. En lo médico, lo psiquiátrico, lo político, la burguesía, la clase acomodada. Ahí está la mala leche. Es interesante porque se arma un lugar político muy especial donde se te dice “aquí no hay ninguna seguridad de nada. Mi cuerpo no es seguridad para nadie”. Entrar a ese lugar de verdad es como actuar. Cuando yo estoy sentado en escena digo “o yo voy con esto o no voy”. Y mi opción ha sido ir con esto hasta las últimas circunstancias.