Lina Meruane: Ojos abiertos

…que se sepa que en Chile nos estarán robando los ojos más no la VOZ!

Por Lina Meruane

I. Afuera preguntan qué está pasando en Chile y ha habido tantas respuestas sucesivas. 30 pesos y 30 años de descontento y 47 años seguidos de dicta-dura y dicta-blanda y de una democracia fundada en principios dictatoriales. Afuera preguntan y la respuesta va cambiando porque no se trata sólo del pasado materializado en las protestas del presente sino de la impaciencia por los años de descontento y desconfianza por delante de nosotros si las demandas de la calle no se resuelven. Si las manifestaciones no acaban por derrocar las bases del sistema abusivo que la dictadura nos implantó.

II. Afuera cuesta vislumbrar lo que la gente ha esperado, lo que ha aguantado, los sistemáticos atropellos; cuesta ver que la gente cumplió en silencio, que se levantó temprano para llegar a tiempo al trabajo, que trabajó duro, que sumó horas extra, que pagó sus impuestos mientras veía que otros que ganaban más evadían los suyos; cuesta ver que la gente se endeudó para educar a sus hijos, que los endeudados siguen pagando a plazos imposibles, que los chilenos-de-adentro viven para pagar y que de pronto comprenden que nunca terminarán de hacerlo, que envejecerán en la miseria, que se suicidarán desasistidos en sus casas porque no les alcanza ni para comer. Eso no se percibe afuera, ese no tener ya nada que perder.

III. Es el sistema lo que debe cambiar: caer con sus presidentes y sus fuerzas de orden y su tropa de empresarios evasores. El sistema debe caer con los privilegios que protege. Pero afuera cuesta entenderlo porque es allá donde nuestros presidentes han vendido unas cifras de éxitos extraordinarios sin revelar las cifras de nuestra extraordinaria desigualdad.

IV. Mentir por omisión, nos decían en casa, es igualmente mentir; si nos pillaban mintiendo nos castigaban.

V. Mentir es otra manera de censurar la información, de cegarla.

VI. En mis años escolares, que fueron los años de la dictadura, se acusaba al Mercurio de mentir y era cierto que ese diario mentía. El Mercurio ocultaba información o la distorsionaba. El Mercurio fabricaba hechos convenientes para la propaganda del gobierno golpista. Vemos ahora con toda claridad, porque hay más medios, más voces, porque hay cámaras por todas partes, lo que hoy ocultan ese y otros medios comandados por empresarios comprometidos con un sistema que les asegura sus privilegios. Sobre los muros la gente ha hecho crecer la nariz azul de Mercurio, el mitológico mensajero de los dioses.

VI. Quiero responder a quienes me preguntan por Chile pero ese primer día es confuso. Esos sospechosos incendios simultáneos, esos saqueos de supuestos delincuentes bajo las órdenes de la izquierda chilena, cubana o venezolana. La televisión suprime las imágenes de la violencia ejercida por tropas armadas, escudadas tras paneles, sus cuerpos en chalecos antibalas, sus rostros protegidos por cascos, tropas militares y policiales entrenadas para aplacar a miles de ciudadanos que aparecen en las calles por su propia voluntad para reclamar lo que les han robado. Sé, porque fui periodista, porque trabajé en esos medios productores de mentira, que hay una sobreproducción de noticias falsas difíciles de contrarrestar con las verdaderas. Porque la situación es compleja recurro a medios alternativos y a la prensa extranjera para complementar, y voy siguiendo a personas conocidas y desconocidas en sus recorridos, intentando, con ellos, descifrar qué es lo que ocurre en nuestras calles.

VIII.. La miopía que me impone la distancia no se condice con la celeridad de las noticias.

IX. No se condice con la ira y la incertidumbre, el asombro, la admiración, la angustia que me produce leer los carteles desplegados por las avenidas. Los rayados con sus quejas y peticiones: el sistema de pensiones y la salud, la educación, la constitución, la violencia desatada. es tanta la wea que no se que poner, confiesa alguien en su pancarta. Es tanto, tan repentino, tan veloz lo que sucede, que me quedo sin palabras.

X. No responder sino aullar: ¡Sacaron a los militares a la calle! ¡Nos están disparando!, digo como si yo misma estuviera ahí, entre la gente, apenas dos días después. ¡Nos declararon la guerra!, exclamo y escribo, ¡la guerra conchasumare! Como si no hubiéramos estado viviendo una larga guerra encubierta. Una guerra de baja intensidad (que para los mapuche ha sido, por siglos, de tan alto voltaje). El presidente ha pronunciado la guerra con todas sus letras, la ha hecho manifiesta.

XI. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia”. Los militares se enfrentan a un pueblo armado con piedras, los más exaltados, pero sobre todo con los históricos utensilios de la protesta: cacerolas y cucharas de palo, tal vez un tenedor.

XII. Esa declaración ha consistido en echarle leña al fuego del descontento que arde hace semanas por todo el país. Un descontento que nadie veía mientras se cocinaba por años en esas mismas ollas.

XIII. Explicar en tantas palabras lo que un cartel tirado en la calle resume en una línea ingeniosa: el huevo se veía bonito por fuera pero por dentro estaba podrido.

XIV. Esto nadie me lo pregunta pero esa frase me remite a los huevos que tirábamos en el colegio en los supuestos finales de la dictadura. Cuando nos prometieron que la alegría ya venía. Cuando parecía que las cosas iban a cambiar. Cuando no sabíamos qué esperar, porque en ese colegio privado nadie tenía de qué preocuparse. Sólo el rector se preocupaba por la imagen de su prestigiosa institución: nos correteaba exigiendo que regresáramos a las aulas porque si no nos iba a castigar. ¿Castigar? Cientos de huevos frescos reventando sobre el pavimento.

XV. Qué podían importarnos sus amenazas. No era a nosotros a quienes el sistema iba a reventar.

XVI. En estos días convulsos he dicho afuera que a los chilenos nos están reventando los ojos con balines disparados a la cara en vez de a las piernas, donde no provocarían un daño tan feroz, tan irreversible. Es a la cara donde apuntan sus armas. Dos centenares de ojos rotos que no volverán a ver. Dos centenares de jóvenes tuertos y uno que en plena movilización fue baleado a corta distancia en ambos ojos.

Crédito: Lina Meruane

XVII. “Regalé mis ojos para que la gente despierte” es lo que dijo ese joven cegado por la policía. “Por favor sigan luchando”. Eso nos mandó a decir desde la clínica.

XVIII. De cuando exigir justicia cuesta un ojo de la cara. De cuando manifestarse cuesta dos. Alguien debe pagar por todos esos ojos.

XIX. Acostumbrado a deslumbrar, ahora el país rompe el récord mundial de daños oculares en enfrentamientos. Al presidente y a la prensa sólo parecen importarle las pérdidas materiales y las cancelaciones de reuniones internacionales donde planeaba seducir al mundo con un oasis que creía suyo.

XX. devuélvenos los ojos, le exige al presidente un cartel de ojos ensangrentados. Hay tantas cosas que nos han robado.

XXI. ¿No se había retractado el presidente de su guerra declarada? ¿No había quitado a los milicos de las calles? Yo titubeo afuera donde me preguntan, yo asiento apenas y aclaro que quitó a los soldados pero delegó la violencia en los pacos. Digo los pacos o los policías o los carabineros que son una institución sin líderes respetables, una institución decadente y corrupta, atravesada por la deshonra y la cocaína. Una institución podrida que reúne el repudio ciudadano.

XXII. Entre las miles de frases que se escriben y se vocean por las calles, «pacos qliaos» debe ser la más repetida. Porque si los primeros lemas denunciaban los 30 pesos y los 30 años de lenta violencia económica, ahora los carteles denuncian los veintitantos muertos, los dos mil y tantos heridos en hospitales, los más de doscientos casos de graves lesiones oculares.

XXIII. El respeto de la calle es para un quiltro emblemático: desde hace mucho circulan las pintadas que conmemoran a ese perro negro de pañuelo al cuello que en las protestas estudiantiles de la pasada década atacaba a los miembros de la policía. Ya muerto de viejo, sigue vivo en carteles y murales el llamado Matapacos que nunca mató a nadie.

XXIV. ¿Cómo podría ser esto una guerra cuando los heridos son los civiles?

XXV. Sí, sí, digo con creciente impaciencia afuera. El gobierno se vio forzado a llamar a los milicos de vuelta a sus cuarteles pero entregó su guerra sin cuartel a la policía que opera alentada por una prometida impunidad.

XXVI. Circula un audio en el que el Director de Carabineros promete a los suyos “todo el apoyo y todo el respaldo” y agrega que aunque se le obligue “no dará a nadie de baja por procedimiento policial. Todo el respaldo”, repite como si no hubiera dicho lo mismo dos veces antes, “dentro del ámbito legal”. Se escuchan aplausos, se escuchan vítores. La institución confirma la veracidad de esa declaración, insistiendo en el marco legal por el cual se rige.

XXVII. ¿Es apropiado dentro de un marco legal atacar cuando no es en defensa propia? ¿Disparar balines a los ojos? ¿Disparar armas de fuego al cuerpo ciudadano? ¿Torturar? ¿Violar en comisarías? ¿Meter una luma por una vagina? ¿Toquetear y desnudar mujeres? ¿Detener y agredir a menores de edad? ¿Es ese encarnizamiento lo que el Director de Carabineros llama respetar el procedimiento policial?

XXVIII. Todas esas preguntas son retóricas. Mientras tanto, el gobierno intenta en vano que la gente deje de protestar a golpe de perdigones.

XXIX. El presidente declara por esos mismos días que mandará leyes al Congreso para fortalecer a las fuerzas policiales, a los fiscales, a los equipos ministeriales para que interpongan sus propias querellas criminales contra la calle. Anuncia un aumento de las sanciones contra quienes arman barricadas, contra los encapuchados, contra quienes “propician el desorden público”. Leyes que aumentan la seguridad ciudadana. Leyes que el Congreso se negó a aprobar en el pasado. Esto me obliga a explicar afuera que no se trata de asegurar los bienes públicos de todos los ciudadanos sino de violar los derechos humanos de los mismos, y que las formulaciones de estas leyes de seguridad, las vigentes y las por venir, dejan lugar a aún mayor desproporción en la violencia usada contra una ciudadanía en su legítimo derecho a manifestarse.

XXX. Ahora se descubre que los balines no son de goma, como se nos decía. No rebotan sino penetran. Un estudio exigido por médicos que extrajeron esos balines de tantos ojos rotos revela que sólo un 20% es caucho mientras el restante 80% es un compuesto de metales duros y tóxicos. Sílice. Sulfato de bario. Plomo.

XXXI. Más parecido a una piedra, señala el estudio de una respetada universidad chilena. Más a una piedra que a un huevo duro.

XXXII. Algo huele a podrido en Dinamarca, sugiere un personaje secundario en la tragedia shakespeareana. “Es olor a lacrimógena nomás”, responde la calle que corre entre tanquetas con los ojos cegados de gas y la cara cubierta con un trapo.

XXXIII. Algo olía mal desde hacía tanto tiempo que acabamos por acostumbrarnos. Pero la podredumbre era tanta. Provenía del palacio presidencial donde un gobierno dizque democrático se negaba a representar los intereses de su ciudadanía, a escuchar sus quejas, a negociar con ella sus demandas. “Es hedor a privilegio nomas”, murmura la calle alzando su spray y sus pancartas.

XXXIV. Ya los griegos lo habían advertido: hasta el mejor intencionado de los reyes deja de percibir lo que está pasando a su alrededor y encandilado por su poder asesina a su padre y comete incesto con su madre; cuando por fin vislumbra lo que ha hecho se quita los ojos para hacer literal su trágica ceguera. Pero esta no es una tragedia griega con reyes consecuentes. La ceguera de este presidente es de otra clase. Es una ceguera de clase alta. Una ceguera elegida para no tener que renunciar a sus prerrogativas. Una ceguera apenas metafórica: ni el presidente ni sus ministros ni sus partidarios se quitarán los ojos. Esta tragedia de avaricia no es griega sino chilena y va avivada por un coro citadino que exige que el presidente renuncie y pague por sus crímenes.

XXXV. Renunciar para el presidente sería como sacarse los ojos.

XXXVI. Así se escribe esta trágica historia: en un país de políticos ciegos sólo el ciudadano tuerto puede gobernar.

XXXVII. Ya no queda muro sin escribir por las calles de nuestro Chile: esos muros que fueron la página en blanco de nuestro silencioso sometimiento son ahora el medio más inmediato de la comunicación callejera. Los anónimos autores colectivos escriben de manera incesante y exigen que nadie borre los mensajes que le envían al mundo.

XXXVIII. El cuerpo ciudadano ha sido siempre el blanco de la violencia estatal, pero ahora, más acorde con estos tiempos visuales y especializados la violencia debe ser espectacular. El blanco ya no es el cuerpo sino el ojo ciudadano. El deseo de dejar sus ojos, abiertos, atentos, para siempre despiertos, en blanco.

XXXIX. “Los estamos grabando, pacos qliaos”, aúlla una voz en uno de los tantos videos que circulan por las redes para que ojos ajenos puedan observar el ensañamiento policial. Esas fuerzas ya no operan de invisible ni impune. Las cámaras aportan su e-videncia.

XL. “Paco qliao” es tan difícil de traducir como “paco culiao”, pienso mientras trato de explicarlo afuera. “Culeado” con todas sus letras resulta incluso difícil de pronunciar en el habla de la calle chilena.

XLI. La imagen más icónica de la represión son esos ojos rotos que aparecen por todas partes haciéndole mala prensa a un presidente-gerente que se ha vanagloriado ante el mundo de su impecable imagen-país. De su oasis ahora espejismo. De su espejo ahora roto. Qué mal se ve afuera ese descontento pero qué peor el despliegue de una fuerza policial armada contra una ciudadanía desarmada. Esos ojos hacen ver el exceso de violencia, la desproporción represiva. Esa es una de las noticias que recorre el mundo. Titulares en todos los diarios del mundo. Titulares que hacen doler la vista del presidente.

XLII. Y entonces insisto en que, contra lo que dice el gobierno en su agenda desinformativa, no hay comandos extranjeros, no es cierto que cientos de ciudadanos se hayan vuelto terroristas. Que no corresponde que se les apliquen leyes de seguridad, esas leyes que el Estado lleva aplicándoles, con todo su rigor y su fuerza, a los mapuche en su Wallmapu.

XLIII. Ha pasado exactamente un año desde que al comunero Camilo Catrillanca le dispararon a la cabeza por la espalda; por estos días, allá y acá, estamos conmemorando su asesinato y derribando las estatuas de los conquistadores españoles en las plazas. En estos días hemos conmemorado a los ciudadanos que sufrieron disparos de frente.

XLIV. Y los muros del mundo señalan este oprobio: en una misma noche de viernes, en la Serena y en Shanghái, en Berlín, Buenos Aires, Roma, Guayaquil, Madrid y por supuesto Santiago de Chile se proyectan frases escritas por artistas y activistas chilenos-de-afuera para hacerle ver a la ciudadanía global lo que está sufriendo de manera impune nuestra gente en nuestras calles. 100 missing eyes but we can still see you, es la advertencia iluminada sobre el costado del altísimo edificio de la ONU en Nueva York, ese edificio cosmopolita con sus miles de ventanas prendidas como ojos abiertos al mundo.

XLV. Y los chilenos-de-afuera que sumamos un millón de personas organizamos marchas y movilizaciones en centenares de ciudades del mundo donde vivimos, participamos en asambleas y cabildos, realizamos actos solidarios y velatones a los que asistimos con los ojos parchados. Acá y allá nuestras mejillas se cubren de lágrimas rojas, allá y acá, los ojos se cubran con parches.

XLVI. Se dice que al presidente le tiembla un párpado. Se dice que el presidente sufre de tics nerviosos. Se dice que el presidente está encerrado en su palacio presidencial sin saber qué hacer: los partidos de gobierno le exigen que imponga orden pero las Fuerzas Armadas han declarado que no volverán a salir a la calle.

XLVII. Que nadie se sorprenda, digo, estando afuera, estando lejos, a quien me quiera creer: el gobierno le ha exigido a sus embajadores en el exterior que se reúnan (y de paso pauteen) a los medios extranjeros para que estos consideren el punto de vista del presidente y sus ministros, para proponer otra mirada sobre lo que está sucediendo. Que los medios del mundo desvíen el ojo para privilegiar la postura del gobierno chileno. Y algunos medios lo desvían pero otros no desvirtuado lo que está sucediendo y no termina de suceder.

XLVIII. Se suponía que esto no iba a durar, no podía durar, la gente se iba a cansar y a volver a la normalidad. La calle responde tapando los escasos muros que quedan vacíos: no volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema.

XLIX. El tiempo en Chile parece haberse detenido. El tiempo en compás de espera mientras la calle exige una nueva Constitución que acabe con todos los nudos y amarres y privilegios. La calle lo exige aspirando la bruma lacrimógena como si fuera oxígeno. Y ya no son días, son semanas: no nos vamos hasta que renuncie el presidente, no nos vamos a ir sin una constitución que podamos escribir con nuestras manos. La calle clama, encapuchada, la calle avanza con cascos ciclísticos para cuidarse la cabeza, la calle empieza a conseguir lentes antibalísticos para protegerse los ojos. La calle va adquiriendo un aire galáctico.

L. Es un ambiente alienígena, el de la calle. Los manifestantes descubren que pueden encandilar a los pacos con rayos verdes de pequeños láseres comprados en la esquina. Esos rayos atraviesan la noche extraterrestre de la protesta para impedir los disparos a los ojos.

LI. Y si me preguntan afuera yo digo que la esposa del presidente tuvo una extraña alucinación cuando habló de la necesidad de “racionar la comida” y se le trabó la lengua en “racionar”, esa palabra de otro mundo para ella. Una rara inteligencia la suya cuando admitió que tendrían “que disminuir sus privilegios y compartir con los demás”. Cuento a quien no lo sepa que la más célebre línea de esa filtración telefónica realizada desde su encumbrado barrio planetario, fue la curiosa idea de que el levantamiento ciudadano era “como una invasión alienígena”.

LII. La calle furibunda flamea banderas chilenas y mapuche en avenidas humeantes de lacrimógenas y levanta teléfonos celulares entre guanacos y zorrillos para que nada, nada, nada, quede sin registro. Para que todo, todo pueda ser visto en otras pantallas. Las cámaras como armas de mano en esta revuelta. Las cámaras con sus pruebas fehacientes del excesivo accionar de los pacos.

LIII. Un muchacho sufrió un ataque al corazón mientras le seguían disparando a él y a los médicos que intentaron salvarlo. Las cámaras grabaron su muerte para la posteridad de los tribunales.

LIV. Algo tiene que cambiar, clama una mujer en un video mientras se tapa un ojo con su mano obrera. Otra mujer, tapándose el ojo con otra mano, dice estar viendo pequeños cambios. Yo sé que de todo esto algo bueno se va a lograr, insisten las voces esperanzadas de estas mujeres.

LV. Algo tiene que cambiar, algo bueno tiene que salir de todo esto, digo, afuera, haciéndome eco de esa esperanza popular pero superada por el escepticismo que cunde ante el anuncio de que los congresistas por fin despertaron y acordaron, encerrados en el Congreso y de espaldas a la calle, el cierre de la remendada normativa constitución que impuso la dictadura en 1980. Ese cambio que la calle ha venido exigiendo no sólo en estas cuatro semanas sino en las últimas cuatro décadas. El acuerdo y su procedimiento resulta dudoso, está lleno de amarres y de trucos leguleyos que hacen dudar de lo que se lee sobre el papel, de lo que se escucha decir a los abogados constitucionalistas por la radio. A lo que se discute por las redes de chilenos ansiosos e incrédulos dentro y fuera del país. Chilenos y chilenas que discuten hasta altas horas de la noche, con los ojos rojos de sueño y de cansancio sabiendo que no es hora de dormir, que esto recién comienza, que nuestros ojos chilenos, ahora, más que nunca, deben permanecer abiertos.

New York City, Noviembre 20, 2019.

Las voces del malestar (que nadie quiso escuchar)

“…Toda nuestra insignificancia se resuelve en una sola palabra: falta de alma… ¡Crisis de hombres! Una nación no es una tienda, ni un presupuesto es una Biblia… Todo lo grande que se ha hecho en América y sobre todo en Chile, lo han hecho los jóvenes. Así es que pueden reírse de la juventud. Bolívar actuó a los veintinueve años. Carrera a los veintidós; O’Higgins, a los treinta y uno, y Portales a los treinta y seis. Que se vayan los viejos y venga la juventud limpia y fuerte, con los ojos iluminados de entusiasmo y esperanza…” .

Es parte de ‘Balance Patriótico’, escrito en 1925 por Vicente Huidobro, candidato a la Presidencia de la República levantado por la Fech. Huidobro tiene 32 años y se vuelca contra sus orígenes en una rebeldía propia de quien abrazará pronto el grito de Rimbaud. El Chile de esos años ya ha dado sus frutos más insignes: Neruda, la Mistral, de Rokha, Anguita, Volodia, Díaz Casanueva, Ángel Cruchaga y otros tantos que sembrarán vientos y cosecharán tempestades, como corresponde a los talantes disidentes. Para todos ellos hubo prensa, adversa o afín, pero prensa; clandestina u oficial, pero prensa capaz de tender el puente de rosas o de púas que expresaban a través del debate cultural una parte del país real.

Por Faride Zerán

Luego del estallido del 18 de octubre último, muchos se preguntaron con sorpresa cómo no advirtieron que Chile se había transformado en una olla a presión que hizo saltar todos los relatos acerca de las bondades del modelo. Dónde estaban esos jóvenes que exigían futuro, quiénes eran esos pobres que, en multitudes y cual metáfora de la obra “Los invasores”, del dramaturgo Egon Wolff, irrumpían en la tranquilidad de sus hogares apuntándolos con el dedo acusador.

No se habían detenido el 2006, con “la marcha de los pingüinos”; ni el 2011, con la rebelión de los estudiantes universitarios; ni el 2018, con el mayo feminista y su demanda de cambio cultural. Tampoco habían prestado atención a la masiva concentración del 8 de marzo último, ni a los levantamientos sociales en Freirina, Aysén, Chiloé, entre otros puntos del país.

Salvo excepciones, los medios de comunicación proyectaron en estas décadas de posdictadura no sólo el exitismo de un modelo socioeconómico abrazado sin condiciones, sino además una sociedad homogénea, acrítica, sin debate, y a través de la cual emergía un sujeto popular asimilado en general a la figura del delincuente; un sujeto cultural reducido a la era del espectáculo o un sujeto intelectual percibido como denso y cuya palabra o aporte no sirve en tanto no puede ser banalizada.

Porque el país blanco, sin orígenes y memoria que emergió a comienzos de los 90 en la metáfora del iceberg con que Chile quiso ser representado en la Expo Sevilla, y que muy bien retratara el sociólogo Manuel Antonio Garretón en su ensayo “La faz sumergida del iceberg” (1993) no fue una construcción casual. Los medios, los discursos oficiales, el decretado consenso de inicios de la transición postergaban el necesario debate sobre nuestras diferencias, propias de un país fragmentado por el dolor y el horror, omitiendo no sólo una parte esencial de su ser, mestizo, plural, diverso y con patrimonio y memoria cultural. También, la posibilidad de enjuiciar moralmente un pasado para que efectivamente el Nunca Más no fuera sólo una consigna, sino un legado para las próximas generaciones.

La década de los 90 confirmó que el iceberg era la metáfora de la simulación. La prensa independiente, aquella capaz de dar cuenta de los conflictos y debates más ricos de nuestra sociedad, fue desapareciendo paulatinamente mientras se perfilaba con fuerza la concentración de los medios escritos a través de dos grandes conglomerados, El Mercurio y Copesa, y desde La Moneda se nos decía que era un tema de mercado.

Así, bajo la excusa del mercado desaparecieron los diarios Fortín Mapocho, La Época, las revistas Análisis, Cauce, Hoy, Pluma y Pincel, Los Tiempos, El Canelo; más tarde la Revista de Crítica Cultural dirigida por la intelectual Nelly Richard, y Rocinante, por nombrar algunas. De esta forma, gran parte de la diversidad, el debate plural, la riqueza de otras miradas, quedaban sepultados bajo el peso económico.

La agenda pública emanada de los órganos del poder político, empresarial y militar nos reflejaba un país conservador, censurado, con miedo a la libertad. El divorcio, el aborto, la diversidad sexual, los pueblos originarios, la violación de los derechos humanos, por citar algunos temas, fueron desplazados del debate público mientras la seguridad ciudadana, los índices económicos, el fútbol y el show de mal gusto se imponían en la vida cotidiana de los chilenos.

Ilustración: Fabián Rivas

La modernidad era sinónimo de consumo, de celulares de palo, de chilenos agresivos que se transformaban en los fenicios de América. “Tigres de papel, cómo me río de los tigres de papel”, exclamaba Donoso en la irritación del malestar de la cultura ante el exitismo de una sociedad complaciente. “No hay Chile contemporáneo sin una franqueza y un develamiento de cosas. Somos una mata de cardenales en el jardín, polvorienta y fea”, reiteraba José Donoso en una entrevista que le hiciera para el diario La época, donde puntualizaba: “Este Chile que está oculto y que es mentiroso es un Chile de otro tiempo, es el resabio del siglo pasado”.

Tal vez el informe del PNUD, “Las paradojas de la modernización”, se constituyó en la radiografía más severa de los 90 y dio cuenta de las cifras del desencanto en un país escindido, desconfiado, lleno de temores y desinformado.

Cooptada por el Estado o por los centros de pensamiento de universidades privadas, partidos políticos de distinto signo, la figura del intelectual público, aquel que desde la academia o desde un espacio de independencia asumía los valores libertarios, laicos y republicanos, sufría un franco descenso en nuestro país.

Debates como el que iniciara Garretón con el iceberg de Sevilla, la representación blanca, fría y sin memoria que hizo Chile de sí mismo a propósito de los 500 años de la llegada de Colón a América; el originado por Tomás Moulian con su libro Chile actual, anatomía de un mito (1997), donde evidenciaba las falencias, fracturas y traiciones de la transición, fueron haciéndose más débiles.

Nombres como Diamela Eltit, Sonia Montecino, Martín Hopenhayn, José Bengoa, Ana Pizarro, Grínor Rojo, Sofía Correa, Nelly Richard, Elicura Chihuailaf, Gabriel Salazar, Alfredo Jocelyn-Holt, entre otros que animaron el incipiente debate intelectual de las primeras décadas de la transición, empezaron a ser invisibilizados por “aguafiestas”, “densos” o “autoflagelantes” frente a discursos que llamaban al realismo político, a la gradualidad de los procesos, a la gobernabilidad y ventajas de la política de los consensos.

En este escenario irrumpía otra figura, más incómoda para una más bien aséptica y conservadora transición. Pedro Lemebel, agudo e irreverente, provocaba a la izquierda tradicional con sus crónicas que recreaban los años 80 y, de paso, fustigaba la atmósfera hipócrita del momento que, una vez más, intentaba en nombre de la reconciliación un acercamiento entre el mundo cívico y militar.

“Pareciera que sólo bastara que la derecha y los milicos dijeran ‘lo siento’ con fingido remordimiento para que el gobierno, la curia católica y la Concertación se deshicieran en alabanzas por ese gran gesto. Entonces la excusa del criminal no sólo blanquea el crimen, sino que lo eleva al rango de súper patriota. Un ejemplo de virtud que todo el país debe reconocer y admirar. ¡Dime si estas mariguancias con la justicia en este Chile actual no son repulsivas!”, declaraba Lemebel en una entrevista para Rocinante.

Paralelamente, y en el plano de la reflexión política, a inicios del nuevo milenio el sociólogo Enzo Faletto llamaba a crear una nueva ética del comportamiento, asumiendo que con el golpe de Estado hubo una retracción hacia un individualismo feroz. En esa misma línea y en una crítica a la política como “gestión de los entendidos”, Faletto, quien moriría de cáncer meses más tarde, narraba una conversación incidental con su amigo Fernando Henrique Cardoso, recogida también en Rocinante:

“‘Mira, cambio con gusto 300 mítines de plaza por cinco minutos en televisión. En Brasil, en cinco minutos llego a 60, 70 millones de personas. Con 300 mítines de plaza no llego ni a 250 mil, y esa es una diferencia enorme’. Frente a eso le respondí: ‘Pero con los mítines de plaza tú transmites ideas y con cinco minutos de TV no transmites nada’. ‘Es que la realidad hoy día es esa’, me argumentó, ‘ya la política es una política de masas y mediática, donde la gente se identifica con esa dimensión’”.

Fueron muchas las expresiones del malestar ante una transición política pactada que sin pudor traspasó al siglo XXI con temas pendientes como una nueva Constitución, los derechos de los pueblos originarios, la reconstrucción de un sistema de educación y salud públicos, de pensiones, los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales, entre otros puntos que hoy exigen distintos sectores sociales.

Las voces del malestar siempre estuvieron presentes y se evidenciaron de distintas formas, pero sin duda fue a través de sus artistas, intelectuales y creadores que la lucidez y persistencia de la crítica se hizo más profunda.

Esas voces en diversos momentos fueron advirtiendo sobre el estallido iniciado el 18 de octubre. El punto es que a muchos no les convenía escucharlas y por ello no la vieron venir.

Frente a la potencia destituyente-instituyente, ¿qué hace la literatura? (parte 2)

Junto con la exigencia de una educación gratuita, no sexista y de calidad, debemos exigir el fortalecimiento y la apertura de espacios, tales como la cadena de centros culturales comunitarios y vecinales, para que escritorxs y artistas produzcan con los pies en las comunidades, con ánimo descentralizador y aprendiendo de sus lenguajes y saberes.

Por Mónica Ramón Ríos

La fuerza destituyente de la Plaza Dignidad ha reeducado a la sociedad chilena. Hace unos años, en el aletargamiento de la literatura sin consecuencias, Diamela Eltit, admirada amiga escritora, activa en la resistencia de los ochenta, hizo un análisis del problema de la literatura y su neoliberalización: falta circulación del underground, y eso se notaba en la reproducción de poéticas que salían de la misma fábrica de un deseo enhebrado junto al mercado, cuyo producto era una cadena de subjetividades subyugadas a la escuela de la clase exitista y sus traumas. Pero en octubre de 2019 lo que emergió desde ese subsuelo que llamamos metro es la expresión de una potencial reconfiguración de los sentidos (los signos y las sensibilidades) y un nuevo sistema de legitimación, que no pasa por el salón y sus acólitos institucionales. En esa emergencia, la potencia se compone de nuevas poéticas y de otros públicos o contrapúblicos que encuentran insuficientes elementos identificatorios en esa esfera pública dominante marcada por la raza, el género, la sexualidad, la clase y las experiencias de unos cuantos n(h)ombres. Esas otras poéticas pujan por transformar no sólo el campo literario, sino la composición de la esfera pública misma. Es decir, la revuelta, tal como se materializa en el ejercicio de la palabra y los discursos, no trata únicamente de instalar otrxs sujetxs en las estructuras de la estrecha esfera pública anterior, sino de redefinir las leyes y la función de las instituciones y la relación que tienen las disciplinas literarias (y artísticas en general) con lx cuerpx social. Tal como afirmó Carmen Berenguer en un conversatorio en noviembre del 2020, “la revolución ya sucedió. Lo que nos queda es ver cómo la [instituimos]”.

Mónica Ramón Ríos, escritora y profesora de feminismo, marxismo y estudios culturales.

La tarea implica crear una red o malla significante que vincule el trabajo literario con las experiencias de base, de tal manera que no sea mediado por el mercado que prospera junto a las instituciones que resguardan la propiedad privada y su acumulación. Porque el mercado literario y editorial no es únicamente el lugar donde se transan derechos y se promueven libros. Con su poder adquisitivo y el despliegue hacia críticxs, periodistxs y profesorxs/administradorxs universitarixs, el mercado también esculpe los deseos materializados en escritura. Ese mercado (desaforado de cifras) desplazó a la política (de los cuerpos) como pozo de sentidos y donó en vez una red significante ––reflejo y diálogo con la letra–– que modela las poéticas con la eficiencia de los números[1]. Dicho de otro modo, la malla significante con que el mercado abasteció a la literatura durante la postdictadura, con su concomitante organización del campo y su afán clasificatorio, puso límites o estándares sobre qué es literatura y qué no, quitándole densidad lingüística y potencial crítico y precarizando, con una violencia lenta[2], el mundo de la cultura.

Aquellos sentidos (neoliberales) sobre los que se rearticuló la literatura a principios de los noventa se materializaron con su lógica depredadora en contadxs cuerpxs, cuya masa se desplegó en un campo de alianza entre la literatura, editores, un sistema de agentes que funcionaban como matones de apuesta, el periodismo, la acumulación de fondos estatales y, para darle la estocada final a la literatura con los pies en los deseos populares, la educación. Con el advenimiento de los programas de creative writing a la gringa y los programas para especializar editores, esa narrativa fue capaz de referenciarse únicamente a sí misma, la poesía se marginó y los géneros de no ficción se modelaron como crónicas desconectadas con la urgencia insurgente, desplazando al ensayo como escritura que conecta literatura y trabajo intelectual. Esa literatura unida en cofradía homosocial[3] creó círculos de acceso o denegación no sólo a las poéticas sino a lxs cuerpxs diversos. Así, en el siglo XXI, nos encontramos con (ya no tan) jóvenes que encarnan con toda soltura valores todavía resistidos en los noventa y resistidos, en particular, por el (trans)feminismo local.

Basta abrir los libros, leer las entrevistas y repasar los ensayos de lxs escritorxs con los pies en el underground para encontrar las referencias de la actual reconfiguración de los signos y sentidos; y me pregunto por qué hoy nos estamos quedando cortos de lenguaje para asumir esa tarea en toda su potencialidad. Mientras vuelvo a ver el documental sobre Pedro Lemebel Corazón en, releo las Emergencias de Eltit y miro la página que dice “hambre” del Bobby Sands de Carmen Berenguer, pienso en lo significativo que fue que icónicos escritorxs como Pedro Lemebel y Diamela Eltit pasaran de publicar en editoriales aunadas bajo idearios feministas y de izquierda a las transnacionales. Porque si bien publicar en Seix Barral tuvo un efecto importante para la circulación de su obra, también legitimaron, a pesar de sus pasados, una forma de hacer literatura; un circuito que respondía a la pulsión extractivista, acumuladora y los concomitantes ejercicios de poder en contra de lxs sujetxs minoritarizdxs. Esos libros que aparecieron en esa antigua y prestigiosa editorial, pero propiedad del Grupo Planeta desde los ochenta, y que se sentían como un reconocimiento a un trabajo con el lenguaje enquistado en experiencias de resistencia, hizo deseable una práctica que prontamente se configuró en torno a desatadas ansiedades propias de la expansión McDonald. De a poco, esas poéticas con los pies en la klle y la organización colectiva fue limitada a unas cuantas voces (pensemos en la lógica de la representación usada por el mercado hoy) para, en vez, normalizar lógicas individualistas como única red de sentidos con la que dialoga la letra literaria hasta ahora. De hecho, fueron Eltit, Lemebel y las poetas, pensadoras y activistas que compartieron espacios de intensas afectividades con ambos quienes formularon las críticas más espesas en contra de la postdictadura y sus ejercicios disciplinadores. Se escucha en la crítica y las prácticas de Nelly Richard, en las fórmulas críticas de Eugenia Brito, en la disciplina política de Kemy Oyarzún y en el pensamiento intenso de Raquel Olea, donde se gesta un circuito de pensamiento al que las mujeres accedimos no en secreto, sino al margen.

Mientras las policías militarizadas matan menores de edad y los políticos actúan en contra de quienes representan imponiendo sus idiomas, la literatura puede hoy asumir su poder sobre la letra y el lenguaje; puede, por ejemplo, nombrar con precisión qué se quiere destituir y qué instituir. Ese nombrar con precisión, o por lo menos ensayar esos nombres, es el campo de acción propio de la literatura. Un nombre que emerja de una suma de experiencias, un barro de sentidos pisados por cuerpos en fusión acalorada, de vida en común. Por ejemplo, es tiempo de que las escrituras no se desentiendan de las prácticas de acumulación de los actores culturales que nos publican; atender, finalmente, a los rumores de dónde provienen las acaudaladas arcas de las editoriales de la transnación corporativa y hacia donde nos conducen sus estrategias ideológicas-editoriales.

En su reemplazo la literatura podría abrir espacios para abolir las estructuras que se confabulan para oprimirnos; es decir, crear una letra y un circuito literario que converse con las pulsiones populares, esas experiencias de base que dan cuerpo a otros modos de vida. Tomando los escritos de Amílcar Cabral y la consecuente sistematización que hizo Paulo Freire en un sistema pedagógico que desborda las instituciones educativas, la literatura bien podría ser parte de un proyecto de educación con carácter popular donde la experiencia en común sea un proceso de desaprender la disciplina de escritorio. Es decir, junto con la exigencia de una educación gratuita, no sexista y de calidad, debemos exigir el fortalecimiento y la apertura de espacios, tales como la cadena de centros culturales comunitarios y vecinales, para que escritorxs y artistas produzcan con los pies en las comunidades, con ánimo descentralizador y aprendiendo de sus lenguajes y saberes. Esa educación de carácter popular abriría espacios para procesos de aprendizaje constantes y no limitados a los años escolares y/o universitarios; es una forma de vida donde lxs creadorxs estarían en estrecho contacto con sus comunidades, sus territorios, la experiencia y la memoria como motores de transformación. No se trata de un espacio normalizador de poéticas, sino espacios en constante metamorfosis y que diversifique los focos de producción y las posibles circulaciones. Tal propuesta no se origina de “una página en blanco”. Se trata de fortalecer y ampliar lo que ya existe: la red de talleres literarios en provincia o las redes comunitarias de enseñanza artística son ejemplos de ello. De hecho, hemos visto aparecer aquellas redes en toda su potencia este último año.

Se trata, pues, de que en el proceso asambleísta que nos toca ahora incorporemos a la conversación sobre la cultura las múltiples prácticas existentes que desestructuran el mercado como única voz modeladora de las poéticas. Mientras repensamos cómo abolir la violencia alojada en la institución militar y la de los pacos, se hace urgente reorganizar la lenta violencia alojada en el sistema neoliberal de la cultura que, en su crisis, ha dejado a muchos masticando la palabra hambre y la palabra rabia. Ahora debemos usar esas palabras como fuente para empoderar vínculos sociales precarizados; solo así podremos asumir las consecuencias de la deseada caída del sistema neoliberal juntas.

* La parte 1 fue publicada en Antígona Feminista.


[1] Cfr., Rita Segato: Contrapedagogías de la crueldad (Prometeo, 2018) y Alejandra Castillo: Asamblea de los cuerpos (Sangría Editora, 2019).  

[2] Cfr., Rob Nixon: Slow Violence and Environmentalism of the Poor (Harvard University Press, 2011).

[3] Cfr., Rita Segato: Las estructuras elementales de la violencia (Prometeo, 2010) y Eve Kosofsky Sedgwick: Between Men: English Literature and Male Homosocial Desire (Columbia University Press, 1985).

Nona Fernández: Iriología de una revuelta

Por Nona Fernández Silanes

Despertar implica abrir los ojos. Dejar el sueño atrás, ver la realidad, el contexto presente, el escenario en el que nos encontramos, y reconocernos en él. Lo que sigue puede ser el comienzo de un nuevo día. La luz que entra por la ventana, el olor del pan tostado, la intuición del café, las señas de un futuro posible. Si Chile despertó habría que asumir entonces que abrimos los ojos en colectivo. Que ese 18 de octubre la luz ingresó en nuestro cerebro y que ahí dentro, en una explosión neuronal, toda nuestra subjetividad, nuestra memoria, nuestra experiencia, levantó una imagen que nos hizo movilizarnos.

¿Pero cuál sería esa imagen?

Quizá las largas filas de los consultorios. Las miserables pensiones de nuestros abuelos o el estado deprimente de nuestra educación pública. Quizá la ridícula concentración de privilegios para un grupo minoritario. La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minoritario. O el saqueo al que nos someten al adueñarse de nuestra agua, nuestros bosques, nuestros mares, nuestros minerales, y al levantar universidades, colegios, clínicas, centros comerciales que nos han endeudado de por vida. O tal vez fueron los escándalos de corrupción y desfalco de las Fuerzas Armadas y Carabineros. O los burdos montajes para incriminar al pueblo mapuche. O el asesinato a Camilo Catrillanca. O la militarización de Wallmapu. O el trato vergonzoso a nuestros inmigrantes. O la inutilización de nuestra tímida ley de aborto en tres causales, gracias a la objeción de conciencia instaurada por el gobierno para los médicos conservadores. O la Constitución redactada por la dictadura que nos rige hasta el día de hoy. O nuestros alcaldes, diputados y senadores que trabajaron para Pinochet. O nuestra seudodemocracia. O quizá todo eso y más, revuelto y guionizado en una sola pesadilla, fue lo que nos hizo salir del letargo de más de cuarenta años, abandonar la almohada e inaugurar juntos un día nuevo.

Crédito: Milagros Abalo

Lo que han visto nuestros ojos desde entonces ha sido intraducible. Instantáneas nunca antes almacenadas por nuestro hipotálamo. Marchas multitudinarias, pancartas festivas, poesía callejera, estatuas transformadas en arte moderno, creatividad desbordada en las paredes. Las plazas se llenaron de vecinos para cacerolear y conversar. Asambleas en el barrio, en los centros culturales, en las universidades, en los parques. Todas y todos hablando como si hubiésemos estado atragantados, diciendo lo que nunca dijimos o no nos atrevimos a decir. Dispuestos a asociarnos, a trabajar juntos, entendiendo que podíamos tener un rol más allá de las cuatro paredes de nuestra casa. Así colaboramos en distintos frentes, somos útiles, nos preocupamos por el resto y el resto se preocupa de nosotros. No estamos solas, no estamos solos. Sentimos la energía de los demás, nos dejamos movilizar y proteger por ella, y así permanecemos despiertos, con los ojos abiertos, pese a los golpes y al cansancio.

Más de un mes de revuelta y el cuerpo lo resiente. Las instantáneas luminosas que ingresamos a la memoria se mezclan con otras menos felices y pesan en el ánimo. Desde el día número uno, cuando el gobierno nos decretó la guerra, nuestros celulares comenzaron a registrar y traficar las imágenes más horrorosas que nuestros ojos hayan visto en años. Mediados por las pantallas o incluso en vivo vimos violencia sexual, golpes, malos tratos, tortura, vejaciones, allanamientos, perdigones acumulados en nuestros cuerpos. Nadie puede decir que no lo ha visto porque todo está registrado. No se nos perdona el reclamo y la protesta. No se nos perdona el caceroleo y las pancartas. Hasta la fecha hay aproximadamente 6.000 detenidos. 2.800 heridos. 22 muertos, de los cuales cinco son por acción directa del Estado. Han disparado a los rostros y tenemos 235 traumas oculares que han devenido en la pérdida de nuestros ojos. Despertamos juntos, dejamos el letargo atrás, y porque vimos el presente, nos han querido dejar ciegos.

En el antiguo Egipto, los curanderos ocupaban el ojo de sus pacientes para diagnosticar su salud. Según sus creencias los ojos eran las ventanas al alma de cada persona. El iris era el instrumento que, a través de sus lesiones, líneas, decoloraciones, entregaba los datos necesarios para hacer un perfil emocional, psíquico y físico de cada paciente. Con el tiempo este sistema se fue perfeccionando y se transformó en una seudociencia llamada iriología. Diagnóstico a través del iris. El ojo entonces aparece como un mapa para estudiar la salud, el interior de los cuerpos y las mentes. El ojo como una carta de navegación en la que se puede indagar en el mundo corporal, mental, emocional de cada persona. Una radiografía donde está todo resumido, su biografía, su memoria, incluso el alma, como pensaban los egipcios.

¿Pero qué pasa cuando el ojo ya no está? ¿Qué pasa cuando la presión de un proyectil y su increíble rapidez hacen que la membrana del globo ocular no resista y se desgarre violentamente? ¿Qué pasa cuando se desmantela esa esfera de nervios y músculos? ¿Qué pasa cuando se destroza su diafragma, su vitriolo, su retina, su esclerótica, su fóvea, su nervio óptico? ¿Qué ventana es la que se cierra? ¿Qué conexión es la que se pierde?

Hoy Sebastián Piñera niega las denuncias de violaciones a los derechos humanos por parte de Amnistía Internacional. Podemos ver sus ojos intactos en la pantalla del televisor, pero claramente todo el proceso neurológico que traduce la luz en imagen, en sentido, no ocurre en ese cerebro. Esos ojos no están viendo absolutamente nada.

Nos ofrecen un acuerdo de paz mientras nos están disparando.

Nos ofrecen partir un proceso constituyente en medio de la balacera.

En este mismo momento alguien está siendo herido y nadie toma responsabilidad por eso. ¿Es posible sentarse a dialogar un futuro sobre la impunidad? ¿Es posible discutir un marco legal sobre las cuencas vacías de nuestros compañeros y compañeras? ¿Es posible pasar por alto cada una de las agresiones que hemos sufrido? Ya lo hicimos en el pasado y cargamos con eso en nuestros cuerpos, en nuestras conciencias y en nuestra historia. ¿Lo volveremos a hacer? ¿Es que los ojos que hemos abierto al despertar no nos sirven para mirar hacia atrás?

Las pantallas televisivas hipnotizan las retinas incautas con imágenes de saqueos e incendios inoculando un discurso de violencia criminal para justificar todas las agresiones que nos están infligiendo. Nos culpan. Nos dicen otra vez que la responsabilidad es nuestra. Nos tachan a todos caricaturescamente de delincuentes. De narcotraficantes. Condenan la violencia como si no fueran ellos con su brutalidad sistematizada los que la han incitado desde hace décadas. Y nos castigan. Y nos golpean en nombre del orden público y la paz ciudadana. Igual que ayer. Igual que siempre. Y serán incapaces de asumir sus culpas, como han sido incapaces de ver las demandas ciudadanas expresadas por años en las calles y generar las políticas públicas que necesitamos para acabar con tanta, tanta, tanta frustración.

Cierro este texto y escucho desde afuera las cacerolas aullando por el joven Gustavo Gatica. A los 21 años recibió una ráfaga de balines que hirieron su cuerpo y sus ojos. Después de días de tratamiento y controles médicos hoy el diagnóstico es claro: Gustavo no podrá a ver nunca más.

Despertar implica abrir los ojos. Dejar el letargo atrás, ver la realidad, el escenario en el que nos encontramos, y reconocernos en él. Lo que sigue puede ser el comienzo de un nuevo y gran día. Pero también, en el peor de los casos, despertar puede ser abrir los ojos en medio de una larga y oscura noche para asumir la condena del insomnio. Clavar la vista en el techo y atender a nuestros peores fantasmas que reclamarán molestos porque no aprovechamos la oportunidad, porque no les dimos un lugar, porque los dejamos otra vez abandonados.

Edipo, el rey de Tebas, se sacó los ojos cuando comprendió quién era realmente y cuál había sido la dimensión de sus crímenes. Con el rostro ensangrentado declaró que ese par de globos oculares que llevaba colgando entre las manos nunca le habían servido para nada. Y por esas cuencas vacías que cargó hasta su muerte, por ese par de orificios que lo internaron en la oscuridad más absoluta, volvieron a ver todos los que habían perdido la visión.

Santiago de Chile, 26 de noviembre de 2019. Día 46 de la revuelta.

Se oía venir

Desde el inicio de las históricas manifestaciones de octubre de 2019 la música ha sido un relato paralelo del hastío social. “No son treinta pesos, son treinta años”, fue la consigna inicial del movimiento, y hay canciones como evidencia de esos treinta años de protesta latente. Se veía venir, desde luego. Y sobre todo, se escuchaba venir.

Por David Ponce

Hacia las cuatro de la tarde de esa jornada de viernes, en la primera cuadra de la santiaguina avenida Vicuña Mackenna, estaba instalado un camión a modo de escenario improvisado. Era el día que dentro de poco rato iba a quedar en la historia con mayúsculas: la fecha de la Marcha Más Grande de Chile, el viernes 25 de octubre de 2019, cuando al menos un millón doscientas mil personas se congregaron en la calle sólo en Santiago, a una semana de iniciado el movimiento social por demandas ciudadanas y contra el gobierno de Sebastián Piñera.

Arriba de ese camión precario y entre el aire enrarecido por las bombas lacrimógenas llegó a tocar la popular banda Sol y Lluvia. Una de sus canciones, “Armas, vuélvanse a casa”, se había vuelto una consigna espontánea tras una semana de militares fuera de sus cuarteles a raíz del Estado de Emergencia decretado por el Presidente entre el 18 y el 27 de octubre. Rato antes un músico callejero preparaba el ambiente con una melodía de zampoña y guitarra aprendida de Inti-Illimani. A su lado un señor traía puesta una polera negra con la frase “En todas las esquinas viva la libertad”, verso del grupo Congreso. Y luego de la actuación de Sol y Lluvia, la trombonista del grupo, Isadora Lobos, dejó prendido el coro de la audiencia con la melodía de “Chile despertó”.

No siempre ha habido escenarios así en estas semanas de manifestaciones callejeras desde el 18 de octubre. Pero siempre ha habido música. Ha bastado salir a las calles para encontrar guitarristas aficionados, bandas de bronces, batucadas, tinkus o chinchineros, para corear cánticos con manifestantes o para leer versos de canciones inscritos en paredes y pancartas. Se oyen una y otra vez “El baile de los que sobran”, de Los Prisioneros, “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara, y “El pueblo unido”, de Sergio Ortega, y Violeta Parra se multiplica en carteles, papelógrafos y rayados, con la clarividencia de versos como “Miren como se alistan cabo y sargento / para teñir de rojo los pavimentos” si hay que referir a las víctimas de la represión uniformada, o de títulos como “Miren como sonríen” si se trata de retratar algo tan puntual como el rictus del ex ministro Andrés Chadwick en tres palabras certeras.

La música popular es repertorio, pero además es referencia. Ante una idea recurrente en esos primeros días de revuelta, sobre lo difícil que fue anticipar este conflicto, la canción es un desmentido, como constancia previa y cuantiosa de los motivos de la crisis. Cierto que fue un asalto por sorpresa, pero lo impredecible pudo ser el momento, no el estado de cosas que transformó la chispa en incendio. Sobre ese estado hay literatura, hay un historial movilizaciones previas y hay música. “No son treinta pesos, son treinta años” es una de las consignas iniciales del movimiento, tal vez la primera, y de esos treinta años existe evidencia grabada en canciones.

Es posible remontarse a los inicios de la transición en los ’90 para trazar desde ahí la denuncia del Chile post-dictatorial hecha en versos y música. El sello disquero Alerce había producido el más cuantioso repertorio musical contra la dictadura de Pinochet en los años ’70 y ’80 y siguió difundiendo a grupos de esa escuela. “No voy a bailar al ritmo de ningún general” afirmaban los citados Sol y Lluvia en el disco Hacia la tierra (1993), como si fuera una respuesta a los enclaves dictatoriales vigentes, y el dúo Schwenke & Nilo grababa en “Anda un pueblo” (1993) la estrofa “Este pueblo se pasa el tiempo / pareciéndose a los demás / sus canciones son otra lengua / no hay oídos para el de acá / el Estado es un ente inerte / con una sola ocupación / tener en calma al poderoso / sea gerente o general”. Eran versos molestos para la época, visto el desuso en que habían quedado palabras como “pueblo” en el escenario político de consenso, pero sorprende su sintonía con las rimas de “Al pueblo le asusta la revolución”, canción grabada dos décadas después por el rapero Portavoz en 2012. Dos momentos, dos lenguajes, la misma observación.

El rock, el punk y el rap aportaron orígenes proletarios genuinos a este discurso crítico gracias a bandas como Panteras Negras y sus rimas de población popular, Los Miserables con una combinación de ska y punk rebelde o Sandino Rockers con su ska militante. La Banda del Capitán Corneta apuntaba a la brutalidad policial en el blues “Sarna” (1994), mientras Profetas y Frenéticos en su segundo disco, Nuevo orden (1992), capturaban instantáneas como “Nuevos tiempos, todos amigos / cualquier idiota se disfraza y pasa por ovejilla” en “Nuevo orden” o “Ellos hablan de que se preocupan por darnos bienestar a cada cual / y todos tener / y yo quiero comprar también antes de que se acabe el stock” en “Caribou Lou”. Hijos de los años finales de la dictadura, Fiskales Ad Hok tienen en el historial títulos contestatarios como “El cóndor” (1993), donde el cantante Álvaro España imagina un cóndor que baja de las montañas y cubre de una diarrea justiciera instituciones como La Moneda, el Congreso y la Iglesia, y siguen en esa línea con canciones como “Odio”, “Cuando muera” o el disco Lindo momento frente al caos (2007).

Hasta grupos más visibles del pop y el rock de los ’90 mostraron cuotas de contingencia, en la supuesta crisis moral acusada por la iglesia católica que Beto Cuevas cita en “Tejedores de ilusión” (1993) de La Ley, en canciones de Los Tres como “La primera vez” (1991) o “De hacerse se va a hacer” (1997) y en el verso “Hasta cuándo con eso de todo está bien / basta ver las vitrinas y el Senado también” con que Colombina Parra inicia la canción “Vendo diario” (1996), de los Ex. En la misma época el libro “Chile actual – Anatomía de un mito” (1997), de Tomás Moulian, parece ser la lectura de cabecera del Joe Vasconcellos que grabó “La funa” y “Preemergencia” (1997), con menciones al “alto precio de la modernidad” y “lo absurdo con celular”. El trovador Francisco Villa venía cantando a la juventud nacida en dictadura en “Mi generación” (1993) y al transformismo político de parte de la misma generación en “¿Qué fue de ti?” (2000). Y en el caset La esperanza intacta (2001) editado por el sello autogestionado Masapunk, la banda hardcore Malgobierno hacía referencia a lo bonito de legislar con versos como “Orgulloso de trabajar / en el Senado de Pinochet”, de la canción “Legislar”, con el dictador todavía investido como senador vitalicio.

En el nuevo siglo fue sobre todo el rap el que hizo explícito el mensaje. Makiza había traído su visión de hijos del exilio a fines de los ‘90 mientras Legua York o el colectivo Hip-hoplogía, con raperos como GuerrillerOkulto y Subverso, marcaban presencia en barrios y poblaciones. En especial Subverso produjo una serie considerable de canciones con “Infórmate”, “San Bernales”, “El jarrazo” y “El padrino” (todas de 2008), “1.500 días” (2009), “Terroristas (2010), “Rap al despertar” (2011) y “Lo que no voy a decir” (2013) y con rimas como “Hay mil quinientos días entre cada votación / mil quinientos días de lucha y organización”.

Ese underground tenía para mediados de la década un arrastre de masas con raperos como Salvaje Decibel, Mente Sabia Crú y decenas de otros nombres. La revuelta escolar de 2006 y las manifestaciones generalizadas de 2011 tuvieron un correlato considerable en el rap, con maestras de ceremonia como Michu MC y Belona y con el disco Escribo rap con R de revolución (2012), de Portavoz, incluidas canciones como “Donde empieza”, con Subverso, y «El otro Chile», con Stailok.

Anticipada también a 2011 apareció la escena de solistas como Camila Moreno, llamativa desde su inicial canción “Millones” (2009), y Ana Tijoux, graduada de Makiza y autora de éxitos como “Shock” (2011), “Mi verdad” (2013) y “Vengo” (2014). Y en paralelo crecía un movimiento mestizo donde se encontraban la conciencia latinoamericana de La Mano Ajena en “Favela” (2005), la canción de barricada de Juana Fe en “La bala” (2010) o el encuadre del país como fantasía exitista retratada por La Patogallina Saunmachín en el disco Chile (2011).

Desde entonces es posible trazar lazos entre cada reivindicación de los últimos años y canciones respectivas. La cantora mapuche Daniela Millaleo el rapero Luanko son voces de pueblos originarios de primera fuente. Del poder corrupto de la iglesa ya daba señales Camila Moreno en «1, 2, 3 por mí, por ti y por todos mis compañeros» (2011). De los movimientos estudiantiles trataba la canción “Michelle y los pingüinos” (2007), de Mauricio Redolés, y el incendio de la Cárcel de San Miguel en 2010, con su testimonio dramático de inequidad nacional, quedó patente en “Cárcel arde” (2011), de Manuel Sánchez. La denuncia en temas ambientales consta en obras como “Pascua Lama”, de Santiago del Nuevo Extremo (2011), o “De Pascua Lama” (2011), canción de Patricio Manns que ganó la competencia folclórica del Festival de Viña nada menos, y el cuestionamiento a los medios de comunicación aflora electrizante en «Vuelan las protestas» (2011), deLaFloripondio. Sobre comunidades migrantes han cantado desde Anarkía Tropikal en “La chamba” (2009) hasta Andrea Andreu en “Colores de feria» (2017). En agosto de 2016 se inició el movimiento No + AFP y Villa Cariño llevó esa demanda a la cumbia «Antes que tú te mueras» el mismo año. Las disidencias sexuales se han expresado sutiles o frontales en Javiera Mena, Alex Anwandter o en la banda lesbiana de punk rock Horregias, así como del movimiento feminista hay señas en “Antipatriarca” (2014), de Ana Tijoux, o «Reacciona, mujer» (2018), de Chorizo Salvaje. El descontento generalizado se palpa en canciones como “No le entregues el poder” (2011) y «Luz de rabia» (2015), de Tata Barahona, tal como la conciencia de clase aflora en «La chusma inconsciente» (2017), de Evelyn Cornejo. Un registro destacado es el de Isabel Parra, histórica y vigente como la que más en canciones como “Minorías” y “Abusos” (2015), mientras, para delinear un contraste extremo, el reggaetón y el trap muestran su borde contingente con el popular Pablo Chill-e y su éxito «Facts» (2018).

Son casos elegidos entre muchos más posibles. El discurso crítico ya es tranversal, y no hay mucha excusa para no estar al tanto después de años de evidencia. El 23 de octubre último, en los días iniciales de las protestas, un panelista del programa matinal de Canal 13, Polo Ramírez, fue tendencia por su frase “Sabíamos que había desigualdad, pero no sabíamos que les molestaba tanto”. Cuatro años antes, en 2015, el mismo panelista había posado de “punk” como humorada para una nota en televisión. De haberse molestado en aparentar menos y reportear más sobre el tema tal vez hubiera encontrado, en el disco Calavera (2011), de Fiskales Ad Hok, la canción “Sudamerica-no”, rubricada con un verso que nunca estará de más citar, una otra vez, sobre todo en días como los que corren. Grabado y avisado hace dieciocho años: “No se sorprendan si reaccionamos mal”.

Lemebel, el escritor

Han pasado cuatro años desde la muerte del autor de La esquina es mi corazón: primero fue el shock y luego vino el gran vacío. Cuatro años es poco tiempo para superar el luto de alguien tan entrañable como Pedro Lemebel, por ello no sorprende la enorme cantidad de lecturas que emergen hoy en torno a su obra.

Por Carmen Berenguer / Ilustración: Fabián Rivas

Dicen que, últimamente, Pedro se ha venido con todo: se publicaron Incontables, el volumen con sus primeros cuentos; Lemebel, de Soledad Bianchi; Lemebel oral, de Gonzalo León; No tengo amigos, tengo amores, de Ediciones Alquimia; Pedro Lemebel, de Catalina Mena. A ellos se suman el documental de Joanna Reposi —estrenado y premiado en la Berlinale—, la inauguración de la Biblioteca Pedro Lemebel de Recoleta y una biografía en preparación. Alguien me pregunta qué ocurre, por qué este boom. Si bien fue una figura cultural en vida, él solía decir que la academia chilena no estudiaba su obra. Dicho de otra forma: sentía que había un saldo con Lemebel, el escritor. O Pedro fue adelantado a su tiempo o la academia sufrió la parálisis mental del golpe militar y luego pasó demasiado tiempo petrificada, añejando el paper institucional.

“Pedro inauguró un estilo literario crítico, mordaz y audaz en el lenguaje, combinando novedosas estructuras a partir de lo coloquial y del reencuentro con las raíces profundas del habla popular. Su estética colorida y brillosa lucían como un barniz recién pintado”.

Chile es ingrato y cicatero con sus escritores: Lemebel debió recibir el Premio Nacional de Literatura. 

El vacío que dejó su partida se siente en un momento triste de abusos y desigualdades; en una época marcada por una descomposición que atañe tanto a la política como a las instituciones laborales y culturales. Pedro habría levantado la voz: era un ser imprescindible en un país donde todo es prescindible. Cuatro años es poco tiempo para superar el luto de alguien tan entrañable como él, y por ello no sorprende la gran cantidad de lecturas que emergen hoy acerca de su obra. En la época en que comenzó a escribir, sin embargo, el archivo literario nacional enmudeció ante la vigorosa producción de los años 80, en particular, frente a la vinculada con el género, el feminismo y la diversidad sexual. 

El escritor que representaba Pedro Lemebel pertenece a un pasado reciente que no quiere desaparecer. Lemebel no es una figura decorativa y reconocida solamente como el joven pobre que salió de la pobla, mito que se ha consagrado en torno a él. Era eso y mucho más: sus historias durante la Unidad Popular, sus apremios sexuales, su paso por la universidad, sus aprendizajes de artesano, de vendedor ambulante; su vida en San Miguel y su estar cultural y político en los 80. Lemebel no es sólo la etapa final ni tampoco la del colectivo homosexual Las yeguas del Apocalipsis, que fue colectivo hasta su entrada en una yegua a la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, cuando el rector era nombrado por el dictador Pinochet. Ese acto fue político y eso es lo que Lemebel hizo: politizar su estar y su escritura.

¿De dónde viene culturalmente Pedro Lemebel, el escritor?

Han pasado cuatro años desde que mi amigo murió por un cáncer agresivo. Nuestra amistad profunda data de 1980, por lo que tuvimos una larga historia caminando juntos en aquella época de dictadura. Pedro escribía cuentos y participaba en el taller de la escritora Pía Barros, quien era lectora de Julio Cortázar. Pienso que allí recibió las claves del cuento moderno.

En ese entonces, se hacía por primera vez un taller en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH) dirigido por el poeta Jaime Quezada, con alrededor de 50 alumnos. Intuyo que los que asistían lo hacían más que nada por el deseo de hablar, de verse con otros. Lo cierto es que a la SECH sólo iban los que mantenían el deseo vivo de defender ese lugar a como diera lugar.

Los tallerinos apenas nos mirábamos. Jaime Quezada, con su voz grave, le daba un aura mística, y su compañero, el poeta Floridor Pérez, ampliaba los decires poéticos desde su visión literaria. Se formaron grupos y revistas como Al Margen, La Castaña, La Gota Pura; y por nuestra parte, junto a Pía Barros y Liliana Trevizán, hicimos la primera hoja feminista denominada Nos-Otras, en respuesta al tufillo masculino que se respiraba en la incipiente urdimbre literaria de la SECH. Se multiplicaban los grupos de escritores que llegaban a guarecerse, arrancando de alguna persecución política, y fue en este espacio clandestino que lograron armar una narrativa, visitados por Enrique Lihn, Nicanor Parra, Jorge Teillier y Estela Díaz Varín, la única mujer. 

En esa maraña, junto a Jordi Lloret, Lemebel fue parte del Colectivo de Escritores Jóvenes (CEJ), que organizó el Primer Congreso de Escritores y Escritoras en el insilio chileno, y en cuyo directorio estaban Diego Muñoz, Aristóteles España, Ramón Díaz Etérovic y yo. Pedro Lemebel y Mirna Uribe, poeta inédita, eran parte de este movimiento disidente: llegaban en silencio y participaban casi sin inmiscuirse, manteniendo cierta lejanía. Lemebel era un Nosferatu, una figura expresionista: vestía de negro, llevaba el rostro pintado de blanco y unos ojos delineados con manchas oscuras. 

Uno de esos días, después de la lectura de mi poema “Concholepas, Concholepas”, Pedro dijo que le había llamado la atención mi texto, que se acercaba a la prosa y contaba una historia de tortura con un molusco, el loco chileno. “Ese lenguaje tuyo son puras palabras”, comentó. “Bueno —le dije—, es lo que hay: dejo que la lengua salga con ímpetu”. Desde ese momento, nos vimos como novios todos los días, y en ese entorno duro y rizomático, vivimos juntos persecuciones y nos morimos de miedo frente a la presencia de la agente Mariana Callejas en la SECH. Siempre iba a tomarse unas copas y nosotros, que la conocíamos, la observábamos tanto como ella a nosotros.

Pedro escribió los cuentos Incontables, que llamaron mi atención. En ese tiempo viajaba y había vivido en Buenos Aires, desde donde traía cosas que matuteaba: pañuelos, lentes, cueros; que ofrecía en la calle como vendedor ambulante en Bellavista. Hacía objetos con sus manos, como unos colgadores de ropa con el rostro de actores íconos —todavía guardo uno de James Dean. Pedro era un gato de siete vidas: algunas veces llegaba moreteado, más de alguien le propinó una golpiza. Nos encantaba pitear en el Parque Forestal o a veces en el Bustamante. De madrugada, en la casa de trabajadoras sexuales como la Elizabeth, en la calle o en el bar, hicimos tumultos durante todos esos años de cárcel nacional. El lenguaje, producto de lecturas, iba deshaciéndose y rehaciéndose.

Este relato reafirma que Pedro Lemebel no salió de la nada: aun con su enorme talento, se hizo escritor a través de su vida narrada, una vida llena de matices e intervalos que siempre fueron para él motivo literario. Lemebel tuvo la intuición de hablar como lo hacía desde la homosexualidad, y a partir de ahí, gracias a la figura de la loca, desordenó la centralidad del discurso literario y lo descompuso de forma radical. Transformó la lengua al crear ese hablar lemebeliano tan suyo. Su voz “loca” era oraliteraria: lo oral y lo literario se fundían, y su instalación en ese terreno fue La esquina es mi corazón (1995), compendio de crónicas que me pidió presentar y que fue lanzado en el Museo de Arte Contemporáneo. Tanto la presentación como el libro fueron actos clandestinos en un entorno político y cultural oficialista, en medio de una transición de los acuerdos que no trajo la alegría que prometió. 

La esquina en mi corazón —su primera publicación— alteró la tranquila y apacible sociedad chilena, que quedó desconcertada con sus páginas. Pedro inauguró un estilo literario crítico, mordaz y audaz en el lenguaje, combinando novedosas estructuras a partir de lo coloquial y del reencuentro con las raíces profundas del habla popular. Su estética colorida y brillosa lucían como un barniz recién pintado. Su irrupción fue abrupta, desconcertante e inesperada por su contenido y su forma, luego bautizada como “neobarroco”. Lo pensé entonces, y lo sostengo ahora: ese libro es extraordinario por su propuesta radical. Pero también por llenar un vacío político–cultural en Chile: el de la homosexualidad. Para mí, ese libro fue su gran performance.

Martha Rosler y el arte de incomodar

La artista y ensayista estadounidense —una de las figuras más políticas del arte contemporáneo— estuvo en Chile para inaugurar la exposición Si tú vivieras aquí en el MAC Forestal. Antes de partir a Argentina y Hong Kong, Rosler habló en esta entrevista sobre las luchas que ha dado en sus cinco décadas de trayectoria y que hoy, a los 76 años, no abandona: desde el desarme de los roles de género y la política exterior de Estados Unidos, hasta la gentrificación y la relación entre el arte y el capital.

Por Evelyn Erlij

A comienzos de 1970, cuando Estados Unidos tenía fresco el recuerdo de las tres millones de muertes que dejó en la guerra de Corea, cuando el desastre de Vietnam estaba a poco de cumplir dos décadas y hacía años que la CIA extendía sus tentáculos hacia América Latina, Martha Rosler (Brooklyn, 1943) era una de las artistas jóvenes que creían que los problemas del arte no estaban en la forma y la materia —como pensaban los minimalistas— ni tampoco en el dinero o en los quince minutos de fama que prometían Warhol y el pop art. Por esos días, lo que inquietaba a Rosler estaba frente a las narices de todos: en los diarios, en las revistas, en los avisos de modelos en ropa interior o de electrodomésticos junto a imágenes espectaculares de las atrocidades que ocurrían en Indochina.

Crédito: @Josep Fonti para PIN-UP

El espacio doméstico se convirtió en su campo de batalla porque allí anidaban algunos de los males contra los que luchaban los antibelicistas y las feministas como ella, y así lo problematizó en dos famosas series de fotomontajes: Body Beautiful, or Beauty Knows No Pain (1966-72), una lectura sarcástica de los estereotipos femeninos —la dueña de casa, la mujer objeto— que promovía la cultura de masas; y House Beautiful: Bringing The War Home (1967-72), una crítica corrosiva a la inercia de los estadounidenses frente a la primera “guerra de living”: Vietnam fue seguida por millones de personas desde la comodidad de sus sillones. Los problemas del arte, al menos para Rosler, estaban dentro de las casas, en las cocinas, en los comedores; y fuera de las fronteras, por allá por donde la superpotencia expandía sus dominios.

—La relación de Estados Unidos con lo que se llamó “su patio trasero” es la historia del imperialismo de la segunda mitad del siglo XIX en adelante, y no entiendo por qué este asunto no le preocupaba a todo el mundo. Para nosotros, la gente joven de esa época interesada en el cambio social, era un tema central, y por eso los eventos en América Latina nos importaban tanto —cuenta la artista, que en agosto estuvo en Santiago para la inauguración de su muestra Si tú vivieras aquí, que hasta el 13 de octubre estará en el Museo de Arte Contemporáneo—. Por eso el experimento chileno y el progreso del gobierno socialista democráticamente elegido fue tan importante para mi generación. Entre mis amigos se hablaba del golpe militar chileno como “la guerra civil española de la izquierda americana”.

En 1977, cuenta, la invitaron a participar en una exposición en Nueva York para conmemorar el asesinato de Orlando Letelier y Ronni Moffitt, en la que presentó The Restauration of High Culture in Chile, un folleto en el que, a través de un relato ficticio, denunciaba la anestesia de la burguesía de los países desarrollados frente a la situación política en Chile, y cuya traducción al español fue incluida en su retrospectiva en Santiago. El intervencionismo de Estados Unidos, su política exterior y sus huellas en América Latina aparecerían en varios otros trabajos, entre ellos, Domination and the Everyday (1978), video en el que yuxtapone imágenes del Chile de Pinochet con escenas de la vida cotidiana de una madre estadounidense —una reflexión sobre las formas en que la política se cuela en la vida diaria— y Chile on The Road to NAFTA, Accompained by the National Police Band (1997), un registro hecho a partir de imágenes que grabó en su primera visita a Santiago, en 1995, cuando fue invitada por Néstor Olhagaray a la Bienal de Video y Artes Mediales de Santiago.

Rosler recuerda que lo que más la impresionó del país de la transición fueron la obsesión por dejar atrás los traumas de la dictadura y la manera en que Chile se había dejado colonizar por Estados Unidos, una realidad que se asomaba en los letreros de McDonalds y en los avisos de vuelos a Miami. Fotografió el Santiago de entonces, una ciudad con rincones donde aún no se oían los discursos exitistas de los años 90 —varias de esas imágenes son parte de la exposición del MAC— y que condensó en el video de 1997, donde se ven las contradicciones del supuesto “jaguar de Latinoamérica”: un camino semirural, unos hombres en carretas, una publicidad de Coca-Cola sobre la berma y, de fondo, la orquesta de Carabineros interpretando el tema principal de La guerra de las galaxias

—Ese aviso lo grabé desde el taxi cuando iba al aeropuerto y parecía ser un puño que salía de la tierra. Cuando nos fuimos acercando noté que era la mano de un hombre con camisa sosteniendo una Coca-Cola. Era un recordatorio explícito del neoliberalismo, en una época en que los chilenos estaban muy ansiosos por ingresar al Tratado de Libre Comercio de América del Norte sin que nadie se riera o dijera “pero no tiene sentido, Chile no es parte de América del Norte”. En esa imagen estaba la idea de qué produce la tierra y qué es impuesto. Supongo que pocos artistas que no fueran latinoamericanos se interesaban por lo que pasaba en estos lados. Pero yo nunca me vi dentro del mundo del arte. Siempre fui una artista periférica.

Esa posición en los márgenes le ha permitido abordar problemas sociales y políticos con una libertad ajena a quienes están insertos en el círculo vicioso del arte y el capital, animado por inversionistas, banqueros, coleccionistas y artistas ávidos de fama. Su acercamiento a estos asuntos ha sido también a través de la escritura: Rosler es una reconocida crítica cultural, docente y activista que lleva décadas publicando ensayos —su libro Clase cultural. Arte y gentrificación, sobre cómo el arte se ha vuelto un brazo más de la industria inmobiliaria, fue publicado en 2017 por la editorial Caja Negra. La artista no se cansa de repetirlo: hace rato que el arte dejó de ser vanguardia y política. Hoy, dice, es uno de los depósitos más grandes del exceso de capital.

***

Martha Rosler es una de las figuras fundamentales del arte estadounidense de la segunda mitad del siglo XX, y aunque lleva cinco décadas creando fotomontajes, instalaciones, performances, esculturas y videos —como Semiotics of the Kitchen (1975), un manifiesto visual citado por varias generaciones de feministas en el que, a punta de batidores, cuchillos y humor negro se mofa de la idea de que la cocina es el lugar de realización de la mujer—, recién en las últimas décadas ha recibido una mayor atención de parte del mundo del arte. A partir del 2000 empezaron a multiplicarse sus exposiciones individuales en lugares como el MoMA de Nueva York y el Centro Pompidou de París, reconocimiento tardío que se explica en esta cita irónica del colectivo de arte Guerrilla Girls: una de las ventajas de ser una artista mujer, dicen, es “saber que tu carrera puede repuntar cumplidos los 80 años”.

—Pienso en algunas mujeres que fueron muy conocidas en algún momento, como Barbara Kruger, Jenny Holzer y Lorna Simpson, que están vivas y hacen arte, pero apenas son visibles. En cambio, tenemos exposiciones de artistas hombres reaccionarios muertos hace rato —reclama Rosler. El auge del feminismo ha forzado a los curadores a saldar la deuda con las mujeres olvidadas por la historia, como Carol Rama, Alice Neel, Joan Jonas y Ana Mendieta, pero estos gestos hay que mirarlos con sospecha, asegura:

—No ha cambiado nada. Y dudo que algo cambie.

Chile on The Road to NAFTA, Accompained by the National Police Band (1997) // Martha Rosler/Gentileza MAC

—Al menos en los grandes museos, la política de inclusión y diversidad cultural y de género sigue siendo escasa.

Por más romántico que suene, siempre he visto estas batallas como si fueran una guerra. La premisa del mundo del arte es el novum, los nuevos fenómenos, igual que en la moda. Estamos tan acostumbrados que ya ni lo notamos: el mundo del arte se parece al de la moda, lo que me parece problemático. Hoy la voluntad de los artistas de convertirse en activistas resulta predecible también, porque desde hace un rato ya que el arte está pretendiendo ser un vehículo para el activismo social a través de proyectos que intentan hacer el bien, pero que no logran intervenir seriamente la política.

“Mi gran preocupación hoy es el presentismo. No se pueden comprender obras de arte del pasado sin entender su contexto de producción, lo mismo con las luchas políticas: sin esa información estamos mal equipados para combatir los contragolpes y caminar hacia adelante”.

—Muchos de sus trabajos de décadas pasadas abordan problemas políticos y sociales con los que todavía lidiamos: los estereotipos en torno a la mujer, la brecha entre ricos y pobres, la precarización de la vida, la guerra a escala global. ¿No le parece aterrador mirar hacia atrás y ver que seguimos luchando contra los mismos asuntos después de tanto tiempo?

Por un lado, sí, pero por otro me sorprende que proyectos como la liberación de la mujer, que parecían ganados, sufran retrocesos tan grandes, aunque la historia del feminismo ha sido así desde el siglo XVIII. Pasó en la década de 1980 con los movimientos sociales y antipatriarcales. Todo se mueve por olas: las fuerzas reaccionarias siempre están esperando que olvidemos que hay algo por qué luchar, pero nunca se sabe cuándo la lucha va a resurgir, en especial con los feminismos. En el arte pasa lo mismo: obras antiguas son tomadas en cuenta hoy esencialmente por afanes comerciales. Me parece cansador.

—¿Y cómo se podrían combatir esos ciclos de avance y retroceso?

Mi gran preocupación hoy es la enorme marea de deshistorización de la información, es decir, el presentismo, que es una reinterpretación del pasado desde el presente sin considerar el contexto histórico en el que se dieron los hechos. No se pueden comprender obras de arte del pasado sin entender su contexto de producción, lo mismo con las luchas políticas: sin esa información estamos mal equipados para combatir los contragolpes, los retrocesos, y caminar hacia adelante.

—Vivimos en tiempos oscuros: el calentamiento global, la desigualdad y los neofascismos no pintan un horizonte muy esperanzador. ¿Cuáles son los asuntos que más la preocupan hoy?

El calentamiento global es un problema urgente que necesita la energía de los jóvenes. Pero la gente como Trump sabe que siempre hay una forma de hacer que el presente sea tan agotador que ni siquiera quede energía para pelear la batalla más mínima. No es el planeta el que va a morir, todos vamos a morir, y no se puede luchar contra eso sólo con pactos políticos. Hay que intervenir el curso de la vida en el planeta. Para eso necesitas ser joven, estar en la calle, dar conferencias, hacer arte. Es un tema que me importa mucho, pero soy una artista vieja, y lo que pensamos los artistas viejos, a estas alturas, es “cuándo mierda voy a terminar este proyecto que empecé hace veinte años”. Para nosotros, los viejos, es “ahora o nunca”.

‘Semiotics of the Kitchen’, 1975. // Martha Rosler/Gentileza MAC

Liliana Ancalao: Iluminar la memoria y remendar la lengua

En los poemas de la escritora argentina, nacida en 1961, hay una cadencia sutil con gran presencia de escenas cotidianas, rituales y recuerdos familiares. En sus ensayos, en tanto, está la templanza de quien mastica la historia para digerir los detalles y narrar los horrores. Su escritura es una propuesta ética para desalambrar el engaño y para que no sigan astillando la memoria mapuche.

Por Daniela Catrileo

Durante marzo de este año, en Córdoba, se realizó el VIII Congreso Internacional de Lengua Española, cuya bullada versión se destacaba por la visita que haría el rey de España en su apertura. Desde la bajada del avión hasta la entrada a la ciudad, se percibían los cúmulos de publicidad del evento, además de un reforzado contingente policial que se veía desfilando en las esquinas trasandinas. Sin embargo, este acontecimiento removía otras aguas, aquellos cauces que percibían la lengua como un órgano que habita para reinventarse, un contra-congreso: el I Encuentro Internacional de Derechos Lingüísticos como Derechos Humanos.

Esta fiesta que nada tenía que ver con alfombras rojas ni coronas, estaba organizada por colectivos, estudiantes y docentes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Córdoba, quienes a punta de entusiasmo político habían decidido paralelamente —y a pulso— armar un programa a contracorriente del gran Congreso y su estela colonial. Fue así como prontamente había un piño mapuche de asistentes e invitados, tanto de Ngulumapu (Chile) como de Puelmapu (Argentina), entre poetas, educadoras, lingüistas y activistas. Un lof diaspórico, una comunidad ambulante, como bromeamos en esos días.

En uno de los almuerzos colectivos, previos a una charla en el Instituto de Culturas Aborígenes que daríamos junto al poeta David Añiñir, se me ocurrió la posibilidad de armar una intervención, alguna performance colectiva de la mapuchada que pudiese tachar la palabra “aborígenes” de ese espacio. Nos motivamos y empezamos a arrojar ideas. Cuando llegamos, nos dijeron que había tanta gente que decidieron trasladar el evento a un colegio. Caminamos un par de cuadras y ahí estaba, repleto. Me sentí sorprendida del interés de un montón de personas para ir a escuchar poesía y participar de un conversatorio mapuche. A los pocos minutos de llegar nos dimos cuenta, sorpresivamente, de que entre el público estaban las poetas Graciela Huinao, Viviana Ayilef y Liliana Ancalao. Las tres invitadas al Congreso oficial, sin embargo, se habían fugado para asistir a la charla. Nuestra comunidad itinerante seguía creciendo.

Yo no conocía personalmente a Liliana, pero la había leído, que es otro modo de conocer a alguien o al menos intentarlo. Seguía su escritura desde hace años. La primera vez que vi sus poemas fue en Antología de poesía indígena latinoamericana (Lom, 2008), compilada por Jaime Huenún, y en Kümedungun/ Kümewirin (Lom, 2011), antología de poetas mujeres mapuche editada por Maribel Mora Curriao y Fernanda Moraga. Quizás esta era la única manera de leer a esta poeta mapuche del Puelmapu, además de bucear entre el manojo de revistas literarias de internet. Esto, porque sus libros no llegan a Chile, porque si buscamos poesía en las librerías es un espacio reducido, más si añadimos las categorías mujer y mapuche, más si es una lamngen (hermana) que habita donde nace el sol.

Lo único que sabía de su biografía, por ese entonces, era que su tuwün o territorio de origen era cercano al mar, un lafken que ondea sus atlánticas olas en las costas patagónicas de lo que hoy es Comodoro Rivadavia. Más precisamente, Liliana Ancalao nació en 1961, en un campamento petrolero en Diadema. Su padre y su madre nacieron en las reservas indígenas posteriores a la guerra del Desierto. Luego, partieron a la ciudad a trabajar. Liliana estudió Letras y se dedicó a la docencia en la escuela pública. Además, trabajó en investigación y revitalización del mapudungun, cuya lengua aprendió a la par del nacimiento de su comunidad Ñamkulawen, junto a otros lamngen que migraron a la ciudad de Comodoro. Parte de recomponer los tejidos identitarios está vinculado a su relación con el mapudungun, pues aunque este aprendizaje apareció como segunda voz o como camino de retorno, para ella es su lengua materna.

“Lo suyo es pensar las fracturas para maniobrar formas de remendar la lengua y recoger las esquirlas, como una dedicada zurcidora”.

Por eso fue tan sorpresivo verla aquel día. Una no espera conocer a alguien que admira con un discurso aprendido, a veces salen balbuceos, lenguas que se atoran. Nos saludamos entre todas, disponiendo nuestros brazos como un puente, fracturado por lo que hoy es Chile y Argentina, un puente, porque eso es para nosotras la cordillera. Entre la emoción y el impulso de saludar, le dije: “Mari mari ñañita”. Un saludo con cierta confianza, con ternura. Quizás porque mi cuerpo hizo lo mismo que la montaña. Con una voz emocionada y sus cabellos ceniza, me muestra sus ojos que sonríen, achinados. Escucho que contesta: “Me dijo ñañita”, arrastrando las últimas sílabas como quien acaricia con sus palabras.

Después de ese saludo, decidimos que nuestra mesa debía ampliarse. Las circunstancias señalaban que nuestra charla debía transformarse en un nütramkawün, una multiplicidad de diálogos y voces desde la composición de cuerpos que anidábamos. No exagero si en la añoranza de esa tarde algo se dislocó para transformar nuestros fragmentos, nuestras esquirlas dañadas que de pronto fueron pura conmoción. En unas horas, entre el público asistente y quienes estábamos en la mesa pasamos de la risa al llanto y viceversa. Estábamos ante el testimonio ardiente de sentirnos vivos, de compartir nuestras experiencias, de hacer política recomponiéndonos. Nos leímos, nos fotografiamos y pasamos varios días en la dinámica de quienes se encuentran.

Al terminar la jornada, Liliana me regaló su libro Resuello, publicado el año 2018 por la editorial Marisma, una compilación de su segundo poemario Mujeres a la intemperie /Pu zomo wekuntu mew (2009) y Andás bien, una reunión de ensayos escritos entre 2005 y 2014. Además de aquellas publicaciones, tiene un primer poemario llamado Tejido con lana cruda (2001). En sus poemas hay una cadencia sutil, con gran presencia de escenas cotidianas, rituales y recuerdos familiares. Pasamos de una fotografía a una reflexión que condensa sus hebras. Escribe en castellano, luego se traduce al mapudungun y nos regala imágenes como esta: “las mamás/ todas/ han pasado frío/ mi mamá fue una niña que en cushamen/ andaba en alpargatas por la nieve/ campeando chivas/ yo nací con la memoria de sus pies entumecidos/  y un mal concepto de las chivas/ esas tontas que se van y se pierden/ y encima hay que salir a buscarlas/ a la nada”.

Sus ensayos tienen la templanza de quien mastica lentamente la historia para digerir con sabiduría los detalles y narrar los horrores que han intentado emborronar. Testimonia con lucidez, con soplidos tenues del sur y con la fortaleza del tiempo: “Ahí, cuando se perdió el mundo. Cuando pisotearon la tierra. Cuando destruyeron el puente de la cordillera con fronteras, cuando los latifundios clavaron los postes del alambre y parcelaron el territorio. Hace poco más de un siglo. Silenciaron nuestro idioma, desarmaron nuestra organización política, desmembraron nuestros lazos amorosos, desparramaron a nuestros parientes”. Lo suyo es pensar las fracturas para maniobrar formas de remendar la lengua y recoger las esquirlas, como una dedicada zurcidora que hace iluminar la memoria.

Los cuerpos indígenas que resistieron en la Patagonia llevan ardiendo la guerra del Desierto, un genocidio del cual poco se habla en este país que comparte sus tristes matanzas con la Ocupación del Wallmapu (ambos conocidos desde la historia occidental como la Campaña del Desierto y la Pacificación de la Araucanía, respectivamente). Pero ¿Cuánto sabemos de los campos de concentración mapuche en el Puel? ¿Cuánto conocemos de los nombres en el Museo de La Plata? Ante este pasado reciente, Ancalao contesta: “En la historia de mi pueblo yo nací dos generaciones después de la guerra del Desierto”. La política de integración fue empantanar los recuerdos, hacernos creer que cada vez que enunciamos la palabra “colonización” sólo hablamos de 1492 y no de la historia de nuestros abuelos y abuelas que pudieron huir de la guerra. Repaso y repaso sus hojas, aparecen los mates, la pava, el viento. Llego hasta el final de Resuello y leo: “Transparentar es descolonizar” y pienso: su escritura es una propuesta ética para desalambrar el engaño, para que no sigan astillando nuestra memoria.

Carlos Altamirano: “Mi trabajo con el arte consiste en poner mi memoria en presente”

El artista chileno —uno de los actores fundamentales de la Escena de Avanzada— habla en esta entrevista sobre O si no, la exposición que estará hasta el 22 de septiembre en el Museo Nacional de Bellas Artes y que lo trae de vuelta después de doce años de silencio. En la muestra actualiza una selección de sus trabajos realizados durante 40 años, entre 1976 y 2019, y reúne varias de las inquietudes con las que ha trabajado a lo largo de su carrera, entre ellas, las huellas que deja el paso del tiempo y el dolor de los detenidos desaparecidos.

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij

—Una parte importante del mundo del arte transcurre hoy en galerías o en espacios de comercialización. Tú, en cambio, decides exponer en el Museo Nacional de Bellas Artes, donde la gente puede entrar gratis y por lo mismo accede un público más variado. ¿Por qué decidiste volver a este lugar después de doce años?

—El museo es lejos el lugar donde más me gusta exponer, por los espacios, que son insuperables, y por el público que llega. En la exposición hay constantemente 20 o 30 personas. En una de las obras hay un teléfono que fotografía a la gente que se pone al frente y debe haber en el computador más de cinco mil fotografías. Eso no pasa en ninguna galería, ni remotamente, y esas ya son razones más que evidentes.

—¿Te interesa llegar a un público más masivo y diverso?

—Sí, me gusta que haya público y que ese público no sea gente del arte, digamos, gente que entra por curiosidad, que no sabe lo que va a ver y se sorprende. Me interesa esa interacción. Yo voy prácticamente todos los días al museo. No converso mucho con el público, pero lo veo y es muy impresionante observar lo que sucede. Ver a toda esa gente mirando con tanta atención lo que hay en la sala es para mí algo insuperable. Una de las cosas que me ha pasado —y para lo que no estaba preparado— es el grado de emocionalidad que provoca. He visto gente llorando, he visto gente indignada, furiosa, y la verdad no se me había ocurrido que eso podía pasar. Yo trabajo con signos, materiales, y me cuesta mucho ver la obra virgen, como si fuera un espectador que se enfrenta de repente. La exposición provoca cosas en la mayoría de la gente que va, y eso no me había pasado antes. En ninguna otra muestra había sido tan intenso como en esta ocasión.

Altamirano en el montaje de O si no. Crédito: MNBA.

—Has dicho que volver al trabajo que has hecho en épocas anteriores es como pisar tus huellas en reversa. ¿Cómo fue la experiencia de reencontrarte con tu obra del pasado, reactivarla y ver cómo el tiempo la ha modificado? 

—He hecho muy pocas cosas. Ahí en la sala del Bellas Artes está, diría, mucho más de la mitad de todo lo que he hecho en mi vida. Lo que sucede con esas obras es que tienen una fecha de inicio, pero no de término. Todo está en proceso. Viven conmigo, en el sentido de que la vida les pasa por encima de la misma manera en que me pasa a mí. Algunas fallecen, otras se deterioran, brillan de manera distinta, otras cambian. En eso consiste mi trabajo con el arte: poner en tiempo presente mi memoria constantemente. Esas obras son mi memoria, y mi memoria es todo lo que tengo en la vida. De hecho, hay una que tiene la fecha de hoy, porque la fecha se cambia todos los días. Entonces todos los días esa obra está siendo hoy y ahí está explicito lo que estoy diciendo. Eso sucede con todo. Esa es la razón por la que no tienen fechas: en la sala están puestas en relación unas con otras, no de manera cronológica, sino que convive una de este año con una de hace 40 años. Lo que me importa es la relación que se produce entre ellas, no la cronología.

—En esas obras antiguas te enfrentas también a la persona que eras, al artista que fuiste, con las inquietudes que tuviste y que quizá ya no son las que tienes ahora. ¿Tu trabajo funciona también como una suerte de espejo?

—Sí, resulta como un espejo y muestra todo lo que muestra el espejo: lo que te gusta y lo que no te gusta en relación con ese trabajo. Me pasa que no hay obras malas o fracasadas, hay obras que en algún momento se interrumpieron, que son tan falladas como podría ser una persona. Con las obras me pasa eso. Van avanzando y se van remodelando; tienen las mismas fallas que yo tengo.

—Tu relación con el arte ha sido bastante interrumpida. Has dicho que lo has “abandonado y que luego has recaído” en él porque después de un tiempo se te agotan las ideas. A eso se suma el poco afecto que has dicho que tienes por el arte. ¿Cómo esas pausas han ido interviniendo o afectado tu trabajo?

—Me pasa eso: después de estar años trabajando intensamente para una exposición, conectando y repensando, mirando y rehaciendo, termino y se me acaba el tema. Y eso es indefinido, se me acaba hasta que vuelve, si es que vuelve. No es que yo lo abandone de una forma ideológica, se me acaba, y pueden pasar un año, diez o doce, como en esta oportunidad, y vuelvo.

—Vuelves cuando sientes que hay algo nuevo.

—Claro, de repente aparece el bichito y empiezo a pensar en imágenes y a armar relaciones; desentierro algo que quedó guardado ahí a medio hacer, va de a poco armándose algo, me meto en ese mundo y empiezo a pensar hasta que aparece la necesidad de hacer una muestra o de juntar las cosas.

«Las obras tienen una fecha de inicio, pero no de término. Todo está en proceso. Viven conmigo, en el sentido de que la vida les pasa por encima de la misma manera en que me pasa a mí. Algunas fallecen, otras se deterioran, brillan de manera distinta, otras cambian (…). Esas obras son mi memoria, y mi memoria es todo lo que tengo en la vida».

—En entrevista con Palabra Pública, Federico Galende dijo que le parecía que la Escena de Avanzada “era una escena de príncipes pobres que se intercambiaban regalos suntuosos”, y que cuando se corre el velo de ese período aparecen las penas y los miedos del Chile de entonces. ¿Qué piensas de esto? Has dicho que se ha creado demasiada leyenda en torno al arte hecho en dictadura y que te molesta un poco esa epopeya.

—Me molesta un poco la epopeya, pero no me molesta el arte que se hizo en esa época. Me parece un poco injusta esa cita, pero puede ser: todo el mundo tiene sus partes pencas, el tema es que, por alguna razón —y más allá de la epopeya después de 40 años— la mayoría de las personas que trabajaron en ese momento ahí están hoy. Siguen siendo referentes. Lo que pasa es que, como sucede con todo, las cosas se mitologizan, incluso involuntariamente. Pequeñas desviaciones de la realidad se van sumando a otras más y crean una mitología que termina siendo un poco aburrida de refrendar o de refutar, pero eso no le quita valor a las cosas que se hicieron.

—¿Qué crees que significó la Escena de Avanzada para el arte chileno?

—Básicamente, metió a la inteligencia en el arte. A la inteligencia en el sentido de pensar, de pensar en el arte, de tomar distancia y separarlo de la pasión, del talento, de las habilidades, y de incorporar el razonamiento. Usar el lenguaje como un elemento de la inteligencia.

—¿Crees que eso tuvo que ver con el periodo dictatorial, con que durante esa época había que buscar formas que fueran menos explícitas, más crípticas?

—Sí, había que inventar un lenguaje que dijera sin decir, pero eso también es parte de la evolución del arte en general. El arte del siglo XX viene de Marcel Duchamp, que metió la inteligencia en el arte en las primeras décadas de 1900. Es algo frente a lo que nosotros no nos podíamos hacer lesos. Duchamp estaba presente en todo momento. Y creo que eso tan básico fue un aporte de la Avanzada. Antes de eso, sí, había gente: Pablo Langlois es un duchampiano eximio, pero era una sola persona. El arte en Chile empezó a pensarse de otra manera a partir de lo que se trabajó en la Avanzada.

—¿Eso es quizá lo que unía a la Avanzada? Porque es un concepto complejo de definir, que reunió a grupos distintos, que eran de alguna manera “enemigos”, y que fue una invención posterior articulada por Nelly Richard.

—Claro, había una enemistad. Pero tampoco es una enemistad como se plantea hoy. Acabamos de hacer un libro con Fernando Balcells, y él era del CADA y yo no. Cuando reclamo por hablar de la Avanzada, en el fondo lo que me latea es hablar de eso, desmentirlo, qué se yo.

—Te refieres al libro O si no (Ocho Libros), que salió junto con la exposición del Bellas Artes.

—Sí. El libro es interesante porque reúne muchas conversaciones entre Fernando Balcells y yo, que transcribimos y reescribimos durante todo el proceso en que estuve haciendo la exposición. Entonces es un libro previo a la muestra, y vamos hablando y elucubrando sobre lo que estaba pasando en mi cabeza mientras la iba haciendo. El resultado es bien interesante de leer para quien se interese en el proceso de O si no.

Obra “1044 flores, la historia de un hoyo y 40 relatos inconclusos”. Crédito: Jorge Brantmayer

—En esta exposición retomas el proyecto “Revisión crítica de la historia del arte chileno como trabajo de arte”, cuya primera parte hiciste en 1979 y en el que le mandaste a varias personas cartas donde preguntabas si existía el arte nacional. Este año repites esta experiencia pero en formato digital: las personas pueden responder esta pregunta en www.revisioncritica.cl. ¿Cómo han cambiado las respuestas en los 40 años que han pasado entre los dos proyectos?

—No tienen muchas diferencias, en realidad. Tal vez en el lenguaje, las maneras de asociar unas palabras con otras. Hay términos que van cambiando. Pero el contenido de las respuestas es más o menos parecido. Lo que me interesaba al reponer esta pregunta no era el contenido de la respuesta, lo que me importaba era más bien reponer la pregunta. Esta obra la he hecho dos o tres veces, en 1999, por ejemplo, y la volví hacer ahora, siempre intentando reformularla. Y claro, ha ido cambiando. El transcurso del tiempo le ha pasado por encima y eso está presente en la obra. De hecho, el año 99 la monté con un graffiti que decía “Libertad a Pinochet”, que era lo que sucedía en ese momento, para crear una tensión temporal. Ahora lo que hice fue pintar al óleo ese graffiti y además agregar una página web y un código QR. Lo que me importa es cómo la obra ha continuado su vida, así que no tenía ningún sentido cambiar la pregunta. Me importa que la gente responda, que se haga cargo o no.

—Has sido una suerte de outsider en el mundo del arte, porque no has vivido del arte ni te ha interesado su profesionalización; de hecho, has dicho: “no necesito el arte para vivir”. ¿Qué pasa cuando el arte sí se convierte en un trabajo, cuando la obligación de tener ideas, de crear, está ligada también a la necesidad de vivir de eso?

—Sólo puedo imaginarlo, porque no me sucede. Debe ser complicado porque pienso en la presión de tener que alimentar una mujer y tres hijos con la venta de los cuadros. Significa que tengo que vender los cuadros, y para vender cuadros tienen que gustarle a alguien que los quiera comprar. Yo no tengo ese problema porque trabajo en otra cosa, me gano mi sueldo como cualquier ciudadano, entonces puedo hacer lo que se me antoje. No quiero decir que los artistas profesionales estén condicionados por el mercado para hacer lo que hacen, pero sospecho que sí.

—Te sientes más libres de no tener esa presión.

—Claro. Es una decisión que tampoco me costó mucho tomar, porque cuando empecé el mercado era algo inexistente. Uno ni siquiera pensaba en él, pero con el tiempo me di cuenta de que no lo necesitaba, y no sólo no lo necesitaba, no lo quería. Eso me permite, por ejemplo, estar fuera doce años y no necesito estar presente todos los meses. Para mí el arte es algo muy importante, no es que no me interese o no me importe. Me interesa mucho lo que hago, pero si tuviera que hacerlo todos los días, dejaría de interesarme, porque se transformaría en pega. Imagino que es como alimentarse de chocolates: no podría comer chocolates cuatro veces al día.

—Claro, se pierde el gusto.

—Sí, deja de gustar y pasa a ser un desastre. Esa es una de mis razones, además de otras bastante prácticas. Por otro lado, si no tengo nada que decir, prefiero quedarme callado. Eso es algo que también he aprendido.

«Decidí trabajar con los detenidos desaparecidos en 1995, cuando llevábamos cinco años de transición y estábamos en el gobierno de Frei, que fue especialmente alegre en el sentido de “estamos estupendo, somos los jaguares de Latinoamérica y miremos para adelante y déjense de joder”. Digamos que los héroes de la vuelta a la democracia se empezaron a dar la vuelta la chaqueta».

—Hoy también hay una presión por internacionalizar la obra, por salir a ferias, a bienales. Quizá por eso también es interesante plantearse la pregunta por si existe un arte nacional, aunque la respuesta no sea lo que más te interese: hoy mucho del arte busca ser comprendido afuera y es posible que se haga incluso pensando en el extranjero.

—Con el arte pasa más o menos lo mismo que con todas las cosas: es una corporación multinacional, como sucede con el cobre, las paltas, la ropa, con lo que sea, ¿te fijas? Para los artistas jóvenes hoy es muy difícil ser artista. Además, son muchos, y ese es otro tema: ¿qué son las escuelas de arte hoy? En Santiago no sé cuántas hay, quizá 20. ¿Te imaginas lo que significa que cada año egresen 200 sujetos? ¿Qué pueden hacer en la vida? Si quieren vivir del mundo del arte tienen que subirse a ese tren que va a toda velocidad y que no va a parar delante de ellos. Tienen que subirse a la carrera, yo lo encuentro terrorífico. No quiero estar en ese baile, no tengo ningún interés.

—Has trabajado mucho con archivos como cartas, declaraciones juradas, notas periodísticas de la época de la dictadura. Pero tú, como artista, no tienes un archivo ni tampoco tienes un taller. De hecho, dices que cuando terminas las exposiciones desarmas las cosas y las botas porque no tienes donde guardarlas. ¿Por qué tienes ese desapego con tu propio archivo?

—Algunas obras nunca las guardo. Tengo un archivo, pero no tengo un archivo clasificado. Tengo una caja donde hecho cosas, fotos, recortes. A esa caja recurro siempre y de ahí sale mucho de lo que hago. Incluso tengo un rito de revisar esa caja y de pensar mucho sobre lo que voy revisando, pero no es un archivo, es una caja muy ordinaria.

Obra “1044 flores, la historia de un hoyo y 40 relatos inconclusos”. Crédito: Jorge Brantmayer

—No están las condiciones de conservación.

—Ninguna. Las cosas que están ahí se arrugan, se pierden y después aparecen. Tiene que ver con un modo de ser. Hay muchas cosas de mí mismo que ya asumí y no pienso cambiarlas. Sobre los archivos con los que trabajo, tampoco soy tan meticuloso. Busco cosas específicas que necesito. Tampoco es que yo sea un revisador de archivos.

—Es más que nada un proceso de investigación asociado a tu obra.

—Es especifico a lo que me pasa en un determinado momento. Y me pasa con todos los oficios: tampoco soy un pintor, he pintado ocho cuadros en mi vida, porque necesitaba que un determinado cuadro fuera pintado y tenía que pintarlo y aprendí a hacerlo y quedó como quedó, digamos, a partir de lo que logré aprender. Con los archivos me pasa más o menos lo mismo.

—Anunciaste que quienes vayan el 31 de agosto y 7 de septiembre a tu exposición podrán llevarse una flor de la instalación “1044 flores, la historia de un hoyo y 40 relatos inconclusos”. Recibirás en persona el aporte monetario que el visitante determine y el dinero será donado al Centro Cultural 119 Esperanzas. ¿Por qué decidiste hacer esto y por qué es la gente la que pone el precio?

—Me gustó la idea de repartir las flores. Una razón es práctica: tengo que hacer algo con ellas cuando se acabe la exposición. Pero el gesto de que se la lleven me parece bonito. No quería regalarlas, quería que hubiera un intercambio: yo te doy y tú me das lo que estimes conveniente. Tampoco se trataba de ponerle un precio en el sentido absurdo del precio del arte. La donación a la agrupación se dio por casualidad. Al seleccionar los 40 casos de detenidos desaparecidos, que son los mismos de la obra “Retratos”, lo que tenemos es de nuevo el pasado haciéndose presente y transformándose hoy. Cuando necesité esos afiches fui a la Agrupación de Detenidos Desaparecidos y me dijeron “ahí hay un montón, saca”, y yo agarré los primeros 40 que estaban en la ruma, no hice ninguna elección. Se dio la casualidad de que muchos de ellos estaban en la lista de los 119, que en realidad son dos listas que suman 119. Para los que no saben, esas son unas listas que aparecieron en diarios y revistas inventados en Brasil y Argentina, donde publicaron listados de personas que habían muerto en enfrentamientos entre ellos o con la policía y los daban por muertos. Era completamente falso, porque todos habían desaparecido desde centros de detención. Muchos, por casualidad, están en la exposición. Hace unos días recibí un llamado de la presidenta del Centro Cultural 119 Esperanzas, que había ido a la exposición y estaba muy conmovida e impresionada y quería que nos juntáramos. Tuvimos una reunión y me pareció que la agrupación era un buen destinatario para estos dineros.

—¿En qué momento te empiezas a interesar en este período oscuro de la historia de Chile desde el arte? En Filtraciones comentas que fue cuando te diste cuenta de que durante la transición se volvió un tema incómodo.

—Pasan dos cosas. Primero, yo tenía 18 años para el golpe, lo viví completo y toda mi vida adulta la pasé en dictadura y en posdictadura, o sea, soy un tipo hecho por eso, todos mis recuerdos y mi vida entera está cruzada por esas imágenes, no me las puedo sacar de la cabeza. Decidí trabajar específicamente con los detenidos desaparecidos en 1995, cuando llevábamos cinco o seis años de transición y estábamos en el gobierno de Frei, que fue especialmente alegre en el sentido de “estamos estupendo, somos los jaguares de Latinoamérica y miremos para adelante y déjense de joder”. Digamos que los héroes de la vuelta a la democracia se empezaron a dar la vuelta la chaqueta. Me dio una sensación de vergüenza y decidí trabajar con los detenidos desaparecidos y hacerlos evidentes. Pero ellos estaban presentes en mi vida desde siempre, desde el primer día.

Obra «Traslado de TV». Crédito: Jorge Brantmayer

—Vivimos en tiempos en que se ha vuelto a hablar de negacionismo, sobre todo de la mano de la extrema derecha. Una parte importante de tu obra puede entenderse quizá como una forma de mantener viva esa memoria de los horrores del Chile reciente. No es que el arte tenga que hacer algo al respecto, pero ¿cómo ves lo que está pasando hoy?

—El negacionismo es una actitud política, concreta, especifica; hay una voluntad, no es gente inocente la que plantea esa negación, es gente que lo hace con un fin, que es manipular y manejar la historia, el discurso y la discusión en un determinado sentido. La única manera de enfrentarse a eso es oponer la realidad, es decir, los hechos concretos. Eso no es tarea del arte. Hace poco vi una entrevista a Mónica González y ella decía que en la dictadura o eras colaborador o eras opositor, no había otra alternativa en el caso del periodismo. A mí me pasa eso: yo estuve ahí, no sólo en el arte, sino en mi vida concreta, cuando tomaba desayuno y escuchaba Radio Cooperativa; trabajé en la Revista Apsi, en el Fortín Mapocho. O sea, esa realidad es para mí irrefutable, y cuando pienso en mi memoria, lo que hago en el arte es ponerme a mí mismo en escena. Y cuando me pongo en escena, pongo mi memoria, mi cabeza, mis recuerdos, mi vida, y en eso la dictadura es omnipresente. Entonces no puedo evitar ponerla. De repente me cansa, te lo aseguro, y me cansa hacerme cargo. No pretendo ser una especie de paladín de la justicia, pero no me queda otra tampoco. Hablo de eso porque estoy hablando de mí.

—¿Qué piensas de lo que está pasando en términos políticos, sociales y culturales en Chile, donde a ratos se oyen discursos derechamente fascistas?

—Es bastante aplastante. Hay una generación política nueva que está dando la pelea, hay movimientos, o sea, tampoco es que hayan triunfado los dueños de los medios que difunden todo el día esos discursos. Están las noticias falsas, está el señor Kast diciendo las cosas que dice, y uno tiene que mamárselas con disgusto. La pelea la dan los migrantes, las mujeres. La pelea de las mujeres es para mí fundamental, yo creo que ahí está la fuerza política que podría cambiar el mundo. Imagino, no sé, si hubiera diez alcaldes mujeres como Jadue, Chile cambiaría definitivamente.

—¿Cómo viste el movimiento feminista de 2018 desde esta admiración que dices sentir por la convocatoria que tienen los movimientos feministas de hoy?

—Me encantó. Incluso el extremismo que se plantea en determinado momento me parece bien, me parece necesario. Las peleas y los grandes cambios se dan de esa manera: cuando las mujeres consiguieron el derecho a voto, salieron a la calle, pelearon y murieron. La cosa no es “transemos”, porque no hay nada que transar, porque el hombre en general, el ser masculino, no está dispuesto a entregar nada gratis, entonces hay que quitarle las cosas, hay que pelearlo. Y en todos los planos: cuando se habla de derechos sociales, de los niños, de los migrantes. Nadie les va a regalar nada, la tienen que pelear. Por Evelyn Erlij y Jennifer Abate

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Esta entrevista se realizó el 30 de agosto de 2019 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5.

Colectivo Malvestidas: “La ropa es un dispositivo político y performativo”

Desde 2017 se realiza Moda desobediente, un encuentro que ha reunido a Nelly Richard, Paz Errázuriz y María Emilia Tijoux, entre otros, para conversar en torno a visiones críticas de la vestimenta. Sus creadoras, Loreto Martínez y Tamara Poblete, fundadoras del colectivo Malvestidas, hablan sobre el futuro de estos eventos, la industria de la moda y su proyecto más próximo: una muestra sobre el jumper para marzo de 2020 en GAM, junto a la historiadora Pía Montalva.

Por Florencia La Mura

Hace tiempo que la moda se convirtió en un tema político y en objeto de estudio, pero en 2017 Loreto Martínez, diseñadora teatral, y Tamara Poblete, licenciada en Arte y gestora cultural, quisieron sumar una perspectiva latinoamericana a esta discusión. Ese año se realizó el primer encuentro Moda desobediente, en el que intelectuales, performers y gente interesada en la moda desde una perspectiva política se reunieron durante tres jornadas en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC), donde académicos como la socióloga María Emilia Tijoux y el biólogo y activista de disidencia sexual Jorge Díaz encabezaron ponencias sobre Moda y poder, con una visión no capitalista y crítica como eje central de las discusiones.

La experiencia de este y el segundo encuentro —realizado en 2018 y cuyo nombre fue Moda y fealdad, con participación de la fotógrafa Paz Errázuriz y la crítica cultural Nelly Richard, entre otros—  han generado nuevos proyectos para Malvestidas, entre los que están Arriba los jumpers, exposición fotográfica que realizarán en marzo de 2020 junto a Pía Montalva, historiadora de la moda y autora, entre otros libros, de Tejidos blandos. Indumentaria y violencia política en Chile, 1973-1990 (2013). Parte del material de esta muestra en torno a esta vestimenta escolar lo están reuniendo en una convocatoria abierta. “Se trata de una exposición que indagará en los orígenes del jumper y su instalación como uniforme oficial, para ligarlo a las condiciones políticas, sociales, económicas y culturales que avalan su alta visibilidad en un periodo”, se lee en su sitio web, donde aún están recibiendo fotos.

En esta entrevista, Martínez y Poblete analizan el trabajo que han realizado desde hace algunos años y que las llevó a trabajar a fines de 2018 junto a la fotógrafa Paz Errázuriz en Ropa americana, su última exposición. Por estos meses, además, lanzarán un libro resumen del primer encuentro Moda desobediente, que estará disponible de forma gratuita como una respuesta a la falta de discursos críticos en español en torno a la moda, dicen. “Ni siquiera es la moda en sí lo que más nos mueve, sino los discursos asociados al cuerpo y a la vestimenta”, aclara Poblete. Tal como dice el manifiesto del colectivo, les interesa “pensar la vestimenta no sólo como un arma poderosa de dominio y control, sino también de empoderamiento y subversión”.

—¿Cómo llegaron a trabajar con Paz Errázuriz en Ropa americana?

Loreto Martínez: En 2017 invitamos a Jorge Díaz y él tiene un trabajo largo junto a ella, de hecho, acaban de editar el libro Ojos que no ven (2019). A Paz la invitaron del suplemento Madame Le Figaro, del diario francés Le Figaro, a hacer una serie de fotografías relacionadas con la moda, cosa que ella nunca había hecho. Aceptó, pero no hizo las fotos en París en un estudio, sino en Santiago. Terminó en un trabajo muy bonito que la vinculó a activistas y personas de género no binario, y realizó esta serie muy antimoda, en la que la gente posaba con su propia ropa y construían su identidad a través de hacerse sus prendas. El género era algo muy importante, en lo vestible y en la identidad sexual. Para Paz era importante que los modelos que participaron se pudieran ver, porque publicaron muy pocas fotos, unas tres o cuatro de una serie de treinta. Era un espacio bien conservador y las fotos que se publicaron fueron las de cuerpos más acordes a modelos eurocéntricos. Entonces Jorge conversó con nosotras y nos hizo esta invitación. Fue un gesto muy potente que Paz defendiera hacer el proyecto en Santiago, porque ella siempre trabaja con la ciudad y el territorio.

—Están reuniendo fotos de mujeres en jumpers para su próxima muestra. ¿Cómo nace el interés por esta prenda?

Tamara Poblete: El tema del primer Moda desobediente fue Moda y poder, y trabajamos con el jumper como material y símbolo, que inspira causas como la ley de aborto y se transforma en una pancarta de protesta. Estructuramos un taller y el último día lo llamamos Bitácoras del jumper: testimonios en torno a su uso, y ahí partimos de la base que la ropa tiene un poder explícito en nosotros, en términos funcionales, pero también está anclada a nuestra identidad y biografía.

L.M.: Y en septiembre de ese año hicimos el taller Arriba los jumpers: empoderamiento creativo del uniforme como pancarta, con estudiantes escolares y de diseño, como una actividad de retribución de un Fondart. La idea era encontrar una prenda que nos vinculara emocional y experiencialmente a tres generaciones. El tema era el rol de la mujer en el movimiento estudiantil, que para esas generaciones fue muy potente. Nos dimos cuenta de que el jumper nos permite tocar asuntos de clase, de género y más. Operaba como una herramienta de memoria, de recuerdos y usos.

—Preocuparse por la moda se considera banal, pero ésta norma los cuerpos y establece reglas. ¿Cómo abordan este doble discurso?

L.M.: Nos interesa problematizar estos temas, más que decir qué es la moda desobediente. Esas contradicciones son un espacio de análisis cultural muy potente. Hay muchos intentando subvertir esta idealización de los cuerpos, gente que trabaja desde cosas tan simples como otros patrones corporales. Además, esa frivolización de la relación de las mujeres con la vestimenta tampoco es algo fortuito: las primeras huelgas feministas (del siglo XIX) las hicieron obreras textiles, por ejemplo. Hay algo que se puede hilar con una vinculación mucho más política y profunda, pero que se ha silenciado con esta imagen del consumo.

T.P.: De quienes participan en los encuentros, el porcentaje más bajo es gente que viene de la moda. Es principalmente gente que viene de las ciencias sociales, del arte, la performance y el activismo. Hemos ido conociendo gente y han surgido reflexiones, no sé si de la moda, pero sí del cuerpo, de la estética. La ropa es un dispositivo político y formativo, que ha sido menospreciado porque se ha asociado al consumo, pero es una herramienta potente de análisis y en otras partes se ha transformado en un campo de estudio serio.

En la relación ecología/moda es urgente que esta última reemplace sus procesos de industrialización por sistemas menos contaminantes y precarizantes, pero el verdadero cambio requiere una transformación del sistema económico completo, porque el capitalismo se basa en el sobreconsumo.

La fealdad siempre ha estado presente en la moda, pero desde lo negativo. ¿Qué cambio de paradigma intentan hacer al poner la fealdad en el centro de la conversación?

L.M.: Es difícil definirle un solo papel. Uno de los desafíos de analizar la moda es que también ha encontrado un valor en la defensa de ciertos discursos. A veces pareciera que fuera muy diversa y subversiva, y eso es peligroso, porque despolitiza los movimientos que son reales, urgentes y necesarios.

T.P.: Siempre buscamos temáticas que nos permitan hablar sobre estas relaciones de poder y son más tendencias culturales que pasajeras. En algún momento puede estar de moda lo latinoamericano, pero al instalarlo como moda un verano, se está perpetuando esta imagen levantada por la industria de la moda que lo latinoamericano es exótico. Siempre con esta mirada eurocéntrica, blanca y patriarcal de la historia de la moda, que ha perpetuado este tipo de lectura hasta hoy. La fealdad está presente como una puerta para indagar en estos discursos.

—La industria de la moda es la segunda más contaminante del mundo. ¿Tienen alguna postura al respecto, como colectivo, desde el punto de vista ecológico?

T.P.: Hay diseñadores que además de cuestionar lo contaminante de la industria, se están preguntando por el rol del diseñador, es decir, ver a esta persona como alguien que te ayuda a reparar lo que ya tienes o a darle una segunda vida a una prenda, versus este diseñador que crea cosas nuevas cada tres meses. Existen otras formas de entender la confección de ropa y cómo vincularse con las prendas.

L.M.: Además, (la industria) es responsable de perpetuar la precarización de niñas, niños y mujeres pobres del tercer mundo, que utiliza como mano de obra barata. Por eso es tan necesario incorporar los estudios de moda como territorio de investigación crítica. En la relación ecología/moda es urgente que esta última reemplace sus procesos de industrialización por sistemas menos contaminantes y precarizantes, pero el verdadero cambio requiere una transformación del sistema económico completo, porque el capitalismo se basa en el sobreconsumo. La gran crisis tiene que ver justamente con el consumo. Dentro de la misma industria (de la moda) existe la propuesta de crear productos con economías justas, en las que se trabaja en comunidad.

Colectivo Malvestidas. Crédito: Jon Jacobsen

—Es una propuesta por volver a ciertos modos antiguos de trabajo en torno a la ropa, como por ejemplo los de las modistas.

T.P.: Antes había un sentido de pertenencia, una relación emocional con las prendas, que también pasa cuando una misma se hace la ropa. La estrategia de la industria es generarte deseo por lo que no tienes y lo que no necesitas. Las prendas te duran un par de meses y el valor de ellas está en el bajo costo y en la novedad más que en la calidad e incluso la estética.

L.M.: Y para que funcione ese sistema tienes que subvalorar lo que ya tienes, porque tienes que desear lo nuevo. Entonces, si te cuesta barato, te deshaces fácilmente de esa ropa. El diseñador local también tiene el obstáculo de que acá en Chile ya no se produce tela. O accedes a telas chinas o te vas hacia lo artesanal, y eso encarece el producto. Es un problema sobre cómo enfrentamos el consumo, pero también sobre las herramientas con las que cuenta quien produce.

—¿De qué se trata el proyecto Fondart que acaban de postular?

L.M.: Es un nuevo encuentro de Moda desobediente, que viene a completar una trilogía. Hasta el momento se llama Moda y rito y trata tres ejes: la religión, que busca indagar en los sistemas de creencias con mayor impacto cultural a nivel mundial, donde está invitada Faride Zerán para hablar del hijab y cómo está siendo juzgado desde Occidente. El segundo es Ritualidad indígena y afrodescendiente. Si bien en el primer encuentro estuvo María Emilia Tijoux hablando de negritud, esta vez la idea es incorporar mujeres afrodescendientes para que hablen desde sus propias experiencias. Y el tercer eje es Rito, sexo y género, con prácticas que están muy ritualizadas como el BDSM (Bondage, Disciplina, Dominación y Sumisión). En el fondo, decir que los ritos no corresponden sólo a las religiones. Nos interesa trabajar con esos espacios donde las vestimentas se conciben desde otro lugar, donde funciona como una herramienta de comunicación y no sólo como algo bonito. Establecer qué es «lo correcto» también posibilita realizar cosas incorrectas. Incluso hay gente que utiliza la fealdad como un lugar político, que se define desde ahí.

T.P.: Es algo que también estamos trabajando para la exhibición de los jumpers: el cuerpo está absolutamente ligado a la vestimenta. Desde el primer encuentro había un eje en el que se abordaba la relación, moda, cuerpo y poder, y decidimos que todos los encuentros tuvieran un panel que reflexionara sobre esto. Que siempre se problematizara desde la temática central sobre la corporalidad. Con el segundo encuentro, también nos dimos cuenta de que debiéramos tener un pie forzado para hablar sobre Latinoamérica como territorio de experiencias y reflexión. Y en este tercer encuentro queremos hablar desde una noción no tradicional de la moda, sin una mirada occidental. Esa oposición belleza/fealdad siempre la trabajamos, el tema tras Moda y poder, era analizar qué está dentro y fuera de la norma, es decir, esas prácticas que subvierten el parámetro establecido. Con Moda y fealdad nos pasó lo mismo, no nos interesaba definir qué es lo feo, sino qué ha sido —por otros ojos— denominado como feo.