Profesor de Estudios Urbanos en la École Normale Supérieure de Lyon y miembro del Laboratorio de Investigación sobre Medio Ambiente, Ciudades y Sociedades UMR 5600, del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), Lussault es uno de los principales especialistas de lo que se conoce como el Antropoceno urbano, rama de estudios desde la que se busca repensar las formas de habitar en estos tiempos marcados por el cambio global. En esta entrevista, habla sobre ciudadanías transnacionales, sobre cómo el régimen del encierro legitimado privilegia la desconfianza, y afirma que Chile es un ejemplo que contradice el dogma neoliberal “no hay alternativa”.
Por Ximena Póo F.
En esta larga conversación entre tres idiomas, el reconocido geógrafo Michel Lussault (Tours, 1960) se refiere al Antropoceno como máquina de la desigualdad, pero también a la esperanza que implica seguir resistiendo y actuando en contra de un neoliberalismo depredador que él conoce muy bien. Cuando las miradas del mundo se fijan en las alternativas que en este país del sur del mundo se han desplegado en calles, aulas, plazas, cabildos y ahora en la Convención Constitucional, este diálogo nos ofrece un tiempo para hablar de las “espacialidades” que hemos construido a nivel global y que sostienen la existencia social y, en particular, de ese “espacio intermedio” donde se fisura lo que parece infranqueable. Asimismo, nos hace pensar creativamente en las disputas que surgen en el ámbito de lo que él ha denominado el “geopoder”:
—Llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legitimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial —explica el teórico francés, fundador y director de la Escuela Urbana de Lyon, institución dedicada al estudio del Antropoceno urbano. Si bien advierte que el cambio global, como se denomina a la suma de cambios ambientales derivados de la acción humana sobre el planeta, aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales, también cree que la lucha contra este fenómeno es prometedora. Abordar el Antropoceno y enfrentarse al futuro, dice, significa derribar el dogma thatcheriano de “no hay alternativa” y garantizar que existan muchos caminos, sostiene Lussault desde la esquina optimista que a veces no se suele mirar.
Usted ha reflexionado sobre el “geopoder” como sistema, considerando que el espacio, que los territorios, son físicos, simbólicos y metafóricos. Una de sus principales fuentes es Hannah Arendt. ¿Cómo influye en sus construcciones teóricas?
—“Geopoder” es un concepto que he creado a partir del “biopoder” de Michel Foucault. Pero el punto de partida de mi pensamiento se encuentra en Hannah Arendt. Trato de demostrar que el espacio sostiene la existencia social: es la disposición de materiales e ideas por la que las vidas humanas son posibles. No se trata de una condición abstracta a priori, sino de lo que vectoriza y subyace a la experiencia humana por excelencia: la práctica espacial de la cohabitación concreta (lo que yo llamo “espacialidad”) con otros individuos, así como con lo no-humano, los objetos, las cosas. Por esta razón, el ser humano está siempre en un “devenir” espacial, pues esta convivencia es una actividad incesante, una “aventura del acto”. El ser humano está hecho de espacialidades que tejen su existencia. La convivencia, sin embargo, es una actividad difícil. La menor de las interespacialidades —es decir, la relación entre seres humanos separados y distantes— enfrenta al individuo con otras realidades con las que se relaciona. Esto nos devuelve al fundamento de la dimensión espacial de la política, si aceptamos el uso que un geógrafo puede hacer de las reflexiones de Hannah Arendt: el hombre es a-político; la política se origina en el espacio intermedio y se constituye como una relación. Para Arendt, el campo político surge de la organización de cualquier grupo humano en una reunión de entidades distantes y del imperativo de poner en marcha procedimientos para tratar este problema primordial.
Es “el entre” de Arendt, la idea del intermedio.
—Hannah Arendt llama nuestra atención sobre este espacio concreto, relacional, lingüístico y simbólico que separa a los individuos física, psicológica y mentalmente, y nos propone soluciones para establecer los vínculos necesarios para la vida social. Este principio separador constituye, por tanto, un elemento movilizador, a la vez que una restricción y un recurso, porque al apoyarse en lo que Arendt llama el «entre», los humanos construyen la posibilidad misma de vivir juntos. Esta noción de lo intermedio es importante. Para Arendt, las leyes regulan “lo político”, es decir, el ámbito de lo intermedio es constitutivo del mundo humano. Este «entre» crea al mismo tiempo una distancia y un vínculo, y, como tal, constituye el espacio dentro del cual nos movemos y nos comportamos con los demás. Esto nos sitúa en una concepción muy societaria de la política, entendida como una relación espacial; un enfoque que da a la distancia entre las realidades humanas una función destacada. La espacialidad es esta condición que requiere que los individuos y las sociedades aprendan a pensar, gestionar y regular la distancia que separa radicalmente a los seres humanos y, más globalmente, a todas las realidades humanas y no humanas distintas.
Toda la historia de las sociedades está marcada por la conflictividad potencial que expresan el espacio y la distancia: la inmovilidad tan temida por los antiguos griegos es también un corte en el vínculo espacial, una incapacidad para asegurar la coexistencia pacífica entre individuos mediante la regulación del “entre”. En este marco de análisis, llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legítimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial. Por ejemplo, considero que la planificación urbana “oficial” forma parte de este geopoder que pretende controlar a los habitantes.
Los efectos sociales y políticos del Antropoceno afectan principalmente a las poblaciones más pobres y a los territorios más frágiles. ¿Qué análisis hace de la relación Antropoceno-pobreza-crisis climática?
—Intento mostrar que, aunque todo el hábitat humano es vulnerable (porque somos seres frágiles y mortales), el hecho es que los dominantes, los que tienen más capital económico y social, pueden movilizar más medios para atenuar su vulnerabilidad, en el sentido de encontrar modos de existencia que les permitan ser menos sensibles a los daños que vienen. Lo acabamos de experimentar con la actual pandemia, en la que los más pobres han estado mucho más expuestos que los más ricos. Así, hoy en día observamos que las injusticias sociales se ven siempre redobladas por las injusticias medioambientales.
Por esta razón, el Antropoceno es el momento en que debemos tomar conciencia de esta doble injusticia y de los riesgos de regresión política que la acompañan. El cambio global aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales. Pero la lucha contra los efectos de este cambio también es prometedora, porque podría permitirnos elegir otros modelos sociales y políticos que los propuestos desde hace 40 años como única vía posible, es decir, el modelo neoliberal promovido desde el famoso eslogan de Margaret Thatcher, hablando de la economía de mercado: «No hay alternativa». Para mí, abordar el Antropoceno significa luchar contra esta idea y garantizar que se prueben y puedan existir muchas alternativas.
Las ciudades han ido cambiando y las ciudadanías también. Hay ciudades globales que superan a los Estados, pero mientras se impone el reto de reflexionar sobre las ciudadanías transnacionales, las fronteras se cierran para la humanidad y siguen abriéndose para los flujos financieros. ¿Qué democracias y qué ciudades estamos construyendo de esta manera? ¿Ve alguna salida?
—Creo que tener en cuenta la urbanización global y el establecimiento de ciudades interconectadas en todo el mundo podría permitirnos cuestionar la lógica política clásica y el dominio geopolítico de los Estados. Pero estas ciudades deben ser espacios democráticos y no solo plataformas funcionales para una economía de mercado depredadora que destruye el medio ambiente y los derechos sociales. Por lo mismo, habría que llegar a un nuevo entendimiento entre las ciudades y los Estados o grupos de Estados, para buscar nuevas formas de producir y distribuir la riqueza y para crear políticas de reorientación ecológica. Estoy a favor de la constitución de los “Estados Unidos de Europa” y del fin de los Estados clásicos heredados de la modernidad, que me parecen todavía portadores de herencias imperialistas, patriarcales y coloniales, como se comprueba al observar el actual resurgimiento de los nacionalismos y soberanismos. Me parece que las federaciones estatales podrían aportar la necesaria regulación y defensa de los derechos y principios para acompañar las políticas y acciones locales. También estoy desarrollando una reflexión en torno a formas de organizar un gobierno mundial que permita que nuestras sociedades se adapten al cambio global, algo que me parece indispensable si queremos que esta adaptación vaya de la mano con una promoción de la ética y la justicia.
Ha dicho que la pandemia ha reforzado la desconfianza, la alienación y el miedo a lo diferente. ¿Cuáles son las advertencias que esta pandemia plantea sobre la vida en las ciudades?
—Hemos visto cómo la pandemia ha subvertido el régimen ordinario de la sociabilidad urbana, que se basa en un mínimo de confianza y que nos permite experimentar lo que yo llamo «relaciones de indiferencia»: compartimos con otros individuos un mismo espacio de práctica que no es el hogar y accedemos a él a través de la movilidad, pero no estamos obligados a compartir con ellos las mismas creencias, ideas, virtudes. Esta sociabilidad de lazos débiles y contingentes, que permite la convivencia civil, es esencial en el ambiente de la gran ciudad, donde el anonimato no es anomia, sino garantía de libertad y emancipación. La urbanidad se basa en este estilo de interacción espacial que nunca está totalmente limitado, a pesar de que las autoridades busquen normarlo sobre todo a través de la arquitectura, el urbanismo y el diseño.
Sin embargo, hoy en día, la simple acción de ir de compras o de hacer ejercicio al aire libre está regulada administrativamente y a veces incluso sometida al escrutinio de la policía. El régimen espacial del encierro legitimado establece así lo contrario de esta relación de indiferencia: la sistematización de la desconfianza. Porque el “distanciamiento social” postula que el otro es una amenaza, que conviene desconfiar de él, mantenerse a una distancia segura. Un analista pesimista vería en ello la difusión de una ideología comparable a la famosa y desastrosa dialéctica del amigo-enemigo que Carl Schmitt situó en el centro de su teoría política. El prójimo se convierte en ese enemigo que siempre es posiblemente malo (incluso sin quererlo, porque puede ser un portador sano, “inocente” pero contagioso). Este período epidémico refuerza esta idea y sustenta opciones políticas sanitarias y de seguridad que son presentadas como ineludibles e incuestionables basadas en la ciencia médica.
¿Qué sabe de los procesos políticos que estamos viviendo en Chile? ¿Cómo definiría el derecho a la ciudad, el derecho a los espacios vitales, el derecho a vivir con dignidad?
—No sé lo suficiente sobre la situación chilena, pero observo un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de “no hay alternativa” y el desarrollo hipersegregado, incluso secesionista de las ciudades; y también a promover la justicia social. Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y, por supuesto, una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles, los más “subalternizados”: los pobres, las mujeres, los pueblos indígenas. Por ello, creo que Chile es un emblema de lo que está en juego en este momento. Aquí se plantea una cuestión fundamental: ¿somos capaces de inventar formas de vida social que combinen ética, derechos, justicia social y reparación de un planeta degradado por nuestras actividades? En Chile, como en otras partes, debemos inventar formas de reparar este mundo dañado.
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“Observo (en Chile) un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de ‘no hay alternativa’ y el desarrollo hipersegregado de las ciudades (…). Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles”.