¿Nuevo Orden Mundial? Entre el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad

Por Juan Gabriel Valdés

Son ya miles las páginas que aventuran predicciones sobre el tipo de mundo que vendrá tras la pandemia y, hasta el momento, parafraseando a un pensador italiano, el pesimismo de la razón parece imponerse sobre el optimismo de la voluntad. Hay un mundo de intelectuales y economistas que advierte que la pobreza aumentará y con ella el hambre y la miseria; que crecerán las migraciones y el conflicto racial en sociedades cada vez más nacionalistas; que se reforzarán las tendencias autoritarias en gobiernos dotados de tecnologías invasivas que acabarán por destruir toda semblanza de democracia liberal. Noah Harare habla del surgimiento de regímenes caracterizados por la “vigilancia totalitaria” y declara que estos ya existen. Incluso en áreas del mundo donde los regímenes extremos no son probables, como en Europa Occidental, son muchos los que piensan que el ser humano aprende poco de la historia. El historiador británico Keith Lowe dice de la postpandemia: “contaremos los muertos y lamentaremos la devastación de nuestras economías. Pero entonces volveremos a la austeridad, la desigualdad de riqueza y el infinito resentimiento hacia nuestros vecinos. Como siempre”.

Ilustración: Fabián Rivas

Hay, por otro lado, visiones progresistas que perciben –como lo hace, por ejemplo, el socialista inglés Will Hutton– “que agoniza una cierta globalización desregulada y de libre mercado, con su propensión a las crisis y a las pandemias. Pero que está naciendo otra forma que reconoce la interdependencia y la primacía de la acción colectiva de base empírica”. Y la columnista Michelle Goldberg afirma en The New York Times que “tras el Coronavirus, ideas progresistas que hasta ahora parecían imposibles se transformarán en deseables”. Žižek, por su parte, bien sorprendentemente, no hace predicciones, pero llama a no quedarse en la reflexión inmediata de la superación de la pandemia e “ir más allá y pensar qué forma de organización social sustituirá al Nuevo Orden Mundial liberal-capitalista”. El mundo de la postpandemia tiene entonces luz. 

Optar por el optimismo es por estos días una necesidad psicológica, pero no es este el momento para olvidar algunas lecciones elementales de la historia. Una principal es que, si bien todas las crisis generan cambios, estos sólo se orientan en un sentido de más democracia, libertad y progresismo cuando hay voluntad y organización política para respaldarlos. Es probable que en el mundo postpandemia exista un arco con un extremo autoritario y nacionalista y otro solidario y global, pero nada nos dice aún hacia qué lado se inclinará la historia. Lo único seguro es que para que se oriente hacia una sociedad más humana y democrática se requieren uno o varios grupos políticos organizados, dotados de un proyecto político y de la voluntad de convocar a la sociedad tras objetivos de bien común. Tan ilusoria es la idea del desmoronamiento espontáneo del capitalismo como la creencia de que el sufrimiento colectivo desvanece el afán de lucro de los que ven la vida como un negocio. El sociólogo francés Michel Wieviorka tiene razón cuando dice que “la epidemia es también una fuente de actividades ciudadanas o asociativas renovadas, de solidaridad, a la escala de un inmueble, de un barrio o de una ciudad, o a un nivel mucho más amplio”, pero ellas no derivan necesariamente en un proyecto en el que la sociedad se torna democrática, igualitaria y participativa. Para lograrlo se requiere de un poder político tras el cambio social. 

Nada muy diferente puede ocurrir en el sistema internacional. Richard Haass ha argumentado convincentemente que el mundo que seguirá a la pandemia no será demasiado distinto del que lo precedió; que el Covid-19 no va tanto a cambiar la dirección básica de los acontecimientos como a acelerarlos. Es decir, que va a reforzar las caracteristicas de la geopolítica actual. De esta manera, los fenómenos que vemos actualmente, como la descomposición del liderato norteamericano, la competencia cada vez más agresiva con China y el debilitamiento de la cooperación internacional, incluyendo por cierto el de las organizaciones internacionales, mostrarían una tendencia a acelerarse. Pero acelerarse y profundizarse, puede también significar conflictuarse, y por lo tanto los riesgos de un caos internacional son reales.

“Optar por el optimismo es por estos días una necesidad psicológica, pero  no es este el momento para olvidar algunas lecciones elementales de la historia. Una principal es que, si bien todas las crisis generan cambios, estos sólo se orientan en un sentido de más democracia, libertad y progresismo cuando hay voluntad y organización política para respaldarlos”.

El primer elemento ya estaba presente desde hace años: el liderato norteamericano está en retirada. El punto de inicio fue la guerra de Irak y la violación abierta de la Carta de las Naciones Unidas. Luego, el intento de recuperación de Barack Obama fue breve e insuficiente. Su impulso a una política multilateral con el Acuerdo de París y la negociación nuclear con Irán fue destruido en un par de años por la política de tierra arrasada de Donald Trump. La política exterior de Estados Unidos entró en una total confusión. Tal como dice el ex primer ministro de Australia Kevin Rudd, “hoy ya sabemos lo que ‘America First’ quiere decir en términos prácticos: ante una genuina crisis global, no busque ayuda de los Estados Unidos, porque ellos ni siquiera pueden cuidarse a sí mismos”. 

Al mismo tiempo, la presencia internacional de China sigue avanzando. Su política comercial y de inversiones se extiende por el mundo y de manera muy notoria en América Latina. Un acuerdo reciente con Irán la introduce en el Medio Oriente, el terreno de mayor presencia internacional de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. La posibilidad de un conflicto mayor con Estados Unidos existe, pero la pandemia lo hace menos inmediato de lo que parece: ambos países salen debilitados de la peste. El prestigio de China ha sido dañado y el conflicto en Hong Kong no contribuye a repararlo. Tanto Estados Unidos como China parecen obligados a volcarse al interior de sus sociedades. Ninguno de los dos es capaz de imponer un orden global. 

El sistema de Naciones Unidas, organizado hace setenta años, se encuentra paralizado porque la contienda entre Estados Unidos y China no lo deja funcionar. Peor aún, sus organismos, como la Organización Mundial de Comercio o la Organización Mundial de la Salud, son espacios de disputa y rivalidad. No hay un árbitro que regule disputas, el derecho internacional se ha desvanecido.

La situación bien podría describirse como la Guerra Gris. Es una nebulosa de conflictos marcada por una competencia entre dos grandes potencias volcadas primero hacia su interior, pero luego a una competencia comercial y tecnológica global que bordea el conflicto, pero no llega a él, y que no incorpora aliados, sino socios, porque no es ideológica. 

La única ideología que puede imponerse en este mundo gobernado por la necesidad de combatir pandemias y catástrofes ecológicas es la de la interdependencia. Pero esa no es una ideología de grandes potencias, sino es más bien de países pequeños e intermedios seriamente amenazados por la crisis económica y sanitaria, sociedades involucradas en una lucha por la supervivencia. Es desde ahí de donde pueden surgir dinámicas virtuosas que reproduzcan internacionalmente la voluntad política de organizar la supervivencia, de dotarla de reglas comunes y hacerla democrática. Son dinámicas que no se basan en un orden global jerárquico, sino en un conjunto de órdenes diversos, con países capaces de cooperar para combatir las epidemias y sus consecuencias económicas y sociales, de defender en su interior y colectivamente los derechos humanos y las democracias, de manejar el cambio climático y regular el ciberespacio, de ayudar a los migrantes y combatir el terrorismo. 

Desgraciadamente, América Latina está aún muy lejos de poder generar dinámicas virtuosas. Dividida ideológicamente, despojada de toda voluntad colectiva por élites que se preparan sólo para sostener las graves crisis internas que vivirán sus sociedades como consecuencia de la pandemia, la región parece entrar en un mundo de sálvese quien pueda. El panorama no es halagueño. La región se verá atravesada por el conflicto entre Estados Unidos y China, y Washington, en el curso de retraimiento de su política exterior, tenderá como tantas veces en su historia a ver la seguridad hemisférica como propia. No será fácil sostener un no alineamiento activo sin iniciativas que vinculen la región primero entre sí y luego la inserten en sistemas variables de interdependencia. 

Pero allí está el pequeño espacio para el optimismo de la voluntad: quizás, a partir de la pandemia, algunos países, algunas élites y algunos procesos democráticos podrían comenzar a tejer la madeja de acuerdos e iniciativas políticas necesarias para salir de la crisis, reforzando una identidad democrática y prosiguiendo una política de integración que reemplace la competencia por la interdependencia.

Crónica inconclusa sobre periodismo y libertad de expresión en pandemia

Por Faride Zerán




La censura, la intolerancia hacia ideas distintas o el intento de acallar los disensos son lacras que siempre rondan distintos momentos de nuestra historia, más en contextos de crisis, cuando lo primero que se intenta silenciar son las voces críticas que contravienen los discursos oficiales. Un ejemplo de ello fue la censura y amenazas a los hermanos Andrea y Octavio Gana, del colectivo Delight Lab, quienes denunciaron, a fines de mayo, actos de amedrentamiento provenientes de civiles a bordo de vehículos sin patente y escoltados por carabineros y miembros de la PDI cuando proyectaban en el frontis del edificio de Telefónica, en el corazón de Santiago, Plaza Italia/Dignidad, palabras como hambre o humanidad. Esta acción de arte transcurría en momentos en que en algunas comunas populares de Santiago surgían las primeras ollas comunes. 

Iluminar la faz oculta de la crisis sanitaria, el desempleo y la miseria de miles de familias chilenas, al parecer no resultaba tolerable. 

El colectivo Delight Lab proyectando en el edifico Telefónica.

El país que emergía en los tres primeros meses de la pandemia, con un entonces ministro de Salud que hacía gala de mutismo frente a preguntas “incómodas” de periodistas que lo interpelaban sobre las cifras de muertes, infectados, capacidad hospitalaria crítica y otros temas de alto interés público, reflejaba este clima que fue ampliamente documentado en un informe del Observatorio del Derecho a la Comunicación dado a conocer a inicios de junio, donde se consignaban, además, agresiones a la prensa, detenciones de periodistas, despidos arbitrarios de profesionales de la prensa en diversos medios de comunicación y hostigamiento a periodistas, entre otros hechos.

En un debate sobre la situación de la libertad de expresión en el contexto de la pandemia por Covid-19, organizado por la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile a inicios de junio, que contó con la participación de periodistas, académicos y del relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Edison Lanza, este llamó a respetar el rol de la prensa pues, señaló, en el escenario actual de crisis, los medios de comunicación tradicionales, alternativos, comunitarios y también los digitales son indispensables para mantener informada a la población sobre la situación de sus respectivos países y el resto del mundo. 

La recomendación de la CIDH apuntaba entonces a que no había ninguna razón para suspender de manera general las garantías para el ejercicio y el acceso a la información pública, por el contrario, “es cuando más se necesita el cumplimiento con la obligación de transparencia activa, sobre todo en los temas de pandemia, en los temas vinculados a la salud, pero también a los aspectos económicos y los derechos de la población. En ese sentido, los gobiernos tenían que actuar con mayor transparencia incluso que en situación de normalidad”, dijo Lanza. 

Todo lo anterior nos remite a las palabras de la canciller Angela Merkel, el 16 de mayo último, cuando en su mensaje dedicado al 75 aniversario de la prensa libre surgida tras la caída del nazismo defendió el rol crítico del periodismo y señaló que “los periodistas deben poder confrontar a un gobierno y a todos los actores políticos con una perspectiva crítica”, pues “una democracia necesita hechos e información. Cada día aprendemos algo, sobre todo de la ciencia, que nos proporciona nuevos conocimientos. Es absolutamente importante que los entendamos y para eso tenemos la oferta mediática, tanto de los medios públicos como privados, analógicos y digitales”. Sin embargo, en un primer balance sobre periodismo, libertad de expresión y pandemia, las autoridades de gobierno de nuestro país, especialmente las sanitarias, estaban en las antípodas del llamado de Merkel durante los primeros meses del impacto de la pandemia en Chile.

Con el aumento alarmante de contagiados por Covid-19 a inicios de mayo, con el virus emigrando de las comunas del sector oriente de Santiago a las comunas más pobres y con mayores índices de hacinamiento, y en momentos en que el gobierno hacía el llamado a la

“nueva normalidad”, la ausencia de información transparente incrementaba no sólo la preocupación de la comunidad científica, sino la molestia de la opinión pública y, por supuesto, de buena parte de los medios de comunicación. 

“Al igual que durante el estallido del 18 de octubre, la pandemia desnudó nuestra precariedad en materia de libertad de expresión y derecho a la información, pilares centrales de toda democracia”.

En esos primeros meses, el dilema entre “la economía o la vida” parecía estar resuelto en favor de la primera, y las dudas sobre la transparencia de los datos y cifras que conducían a la toma de decisiones en materia sanitaria, decisiones que dejaban fuera al Colegio Médico, a la comunidad científica y académica, y al sentido común de una opinión pública que interpelaba la opacidad en el manejo de la crisis, se convirtieron en una constante. 

En esa línea, desde los inicios de la pandemia, el Consejo para la Transparencia venía realizando una serie de recomendaciones a los organismos públicos y advertía en sus informes las persistentes brechas respecto de la transparencia y acceso a estadísticas desagregadas que permitían entender mejor el comportamiento de la enfermedad. 

Esta demanda resultaba aún más compleja en medio de un clima de censura e intolerancia a la crítica, en el que las fuentes oficiales circulaban de manera hegemónica, no sólo abusando de las cadenas informativas ante una audiencia ávida de información, sino también ostentando una hegemonía informativa escandalosa, fortalecida por prácticas de conferencias de prensa sin preguntas, como se denuncia en los informes sobre pluralismo y libertad de expresión. Así, se pretendía transformar el ejercicio periodístico en un acto de relaciones públicas, lo que contribuía tanto a la desinformación ciudadana como al creciente descrédito de la información oficial. 

Un descrédito que se transformó en sospecha, por ejemplo, ante la opacidad informativa frente a la repentina ausencia de voces críticas destacadas, como la de la Premio Nacional de Periodismo, Mónica González, en el panel de Mesa Central de Canal 13. O ante el intento por relativizar las mediciones de contagios y muertes por Covid-19 entregadas a través de redes sociales por la periodista Alejandra Matus, quien advirtió sobre errores en las cifras oficiales, cuestión que luego fue ampliamente reconocida. Estas informaciones, dadas a conocer a través de Twitter, junto al reportaje de Ciper que denunciaba actas internas del Ministerio de Salud sobre trazabilidad de casos que indicaban que se dejaban de hacer 11 mil llamadas diarias, configuraban un verdadero escándalo para el gobierno y un reconocimiento al buen periodismo ejercido por profesionales y medios independientes que fueron capaces de informar a contracorriente. 

Así, en sólo tres meses de crisis sanitaria quedaban en evidencia no sólo las graves carencias del sistema de salud pública, insuficiente para garantizar de manera igualitaria –ya en épocas normales– el derecho a la salud. Al igual que durante el estallido del 18 de octubre, la pandemia desnudó nuestra precariedad en materia de libertad de expresión y derecho a la información, pilares centrales de toda democracia. Precariedad agravada por la concentración económica en la propiedad de los medios y la ausencia de diversidad y pluralidad de visiones, lo que confluye en una sociedad cuya élite, de manera transversal, sanciona la crítica y el disenso.

Hacia un nuevo modelo económico para Chile

Por Ramón López

El modelo ultra neoliberal que impera en nuestro país está en su ocaso debido a su propia insuficiencia para atender las necesidades más básicas de la población. Somos el país pionero y cuna de un modelo que tiene sus raíces a fines de los años 70, y que posteriormente ha sido imitado en distintos grados por países latinoamericanos, europeos e incluso EE.UU. En cierta medida, esta imitación se basó en la percepción de un aparente éxito del modelo, el llamado “milagro chileno”, y también en la atracción ideológica que siempre un sistema ultra neoliberal ha ejercido sobre los economistas canónicos, cuyo poder de persuasión sobre los políticos en Chile y en otros países es muy alto.

Pero, ¿a qué se debió este aparente éxito? La década del 90 ha sido considerada una de las épocas más prósperas del capitalismo chileno. Los gobiernos democráticos hicieron muy poco para cambiar los parámetros del sistema económico-social impuesto en dictadura; de hecho, se profundizó a través de nuevas privatizaciones, desregularización de los mercados, imposición o mantención de las restricciones a la participación del Estado como inversionista y expansión de la asignación gratuita de una gran cantidad de recursos naturales a unas pocas grandes empresas o individuos (como los recursos hídricos, cuotas pesqueras, subsidios forestales, etc.). Además, se evitó el uso de royalties sobre la extracción de recursos naturales, incluso durante el gran boom del cobre y otros productos primarios de exportación.

Ilustración: Fabián Rivas.

Durante las tres décadas de democracia el Estado se mantuvo en niveles relativamente minúsculos, alcanzando menos del 21% del Producto Interno Bruto (PIB), lo cual restringió significativamente la inversión del Estado en bienes públicos y sociales. Eso tiene que ver con la recalcitrante negativa de los poderes políticos al aumento de los impuestos. Más aún, la política tributaria dio gran espacio a impuestos indirectos que son socialmente regresivos, como el IVA, en lugar de impuestos directos a las altas rentas, que son progresivos. Las razones de esto son ideológicas y de economía política, basadas en el empeño de los políticos por proteger los intereses de las élites.

Con una explotación casi sin restricciones de los recursos naturales renovables, el deterioro medioambiental se intensificó. La población ha presionado su control y el gobierno ha implementado algunas medidas regulatorias para mitigar parte de las más nefastas consecuencias de la creciente toxicidad ambiental. Esto, a la larga, también ha hecho aumentar los costos de producción de los sectores más dependientes de estos recursos. El crecimiento económico tan aplaudido no era sostenible y, peor aún, generó una deuda ambiental que continúa pendiente.

La miniaturización del Estado generó un desbalance entre la creciente oferta de bienes privados y la lenta expansión de bienes sociales y públicos que sólo el Estado puede ofrecer, como educación, salud, vivienda social, protección social, pensiones, inversión en tecnología y otros, lo que aumentó la vulnerabilidad social. Este desequilibrio generó que las clases medias y bajas aumentaran sus niveles de consumo, en parte vía endeudamiento, con el riesgo de caer nuevamente en la pobreza al no existir una red de protección social frente a shocks que puedan afectar su capacidad de generar ingresos.

Solamente una pequeñísima fracción de la población, los súper ricos, han disfrutado de la mayor parte de los beneficios del crecimiento económico. Lo cierto es que el 1% más rico se lleva alrededor del 30% del ingreso total, lo cual representa la más alta concentración del ingreso entre todos los países para los cuales esta participación se ha medido. Así, el aparente crecimiento económico no fue, tampoco, socialmente sustentable.

Las consecuencias de la manera en que se ha implementado el modelo son varias. Entre ellas está un sistema de salud pública (del que depende casi el 80% de la población) que ha sido muy deficitario en proveer los servicios más esenciales y una educación pública de bajísimo nivel, que tiene como base la forzada migración desde la educación pública municipal a colegios particulares subvencionados, el alto costo de la educación terciaria y la falta de regulación de la educación privada. A esto se suma un sistema de pensiones que ha sumido en la pobreza a la mayor parte de la población en edad de retiro; uno de los niveles más bajos de investigación y desarrollo de los países miembros de la OCDE, que explica los bajos niveles de productividad que exhibe la economía; insuficiencia crónica en las políticas de vivienda social que ha causado hacinamiento y marginalización geográfica y una falta de regulación y de protección medioambiental que ha ocasionado un notable y progresivo deterioro ambiental en muchas ciudades, originando las llamadas “zonas de sacrificio”.

Por otro lado, la economía sigue siendo monopolizada en la mayor parte de las industrias, donde dos o tres empresas tienden a concentrar más del 80% de las ventas, mientras que los trabajadores tienen grandes dificultades legales e institucionales que impiden una sindicalización efectiva, lo que ha causado que la tasa de sindicalización sea muy baja. Hoy alcanza a menos del 12% de la fuerza laboral.

Bases para un nuevo modelo de desarrollo

Un país tan desigual como Chile difícilmente puede lograr un desarrollo económico inclusivo con un Estado que concentre recursos por apenas el 21% del PIB, mientras que la experiencia internacional muestra que los países hoy desarrollados, cuando tenían el nivel de ingreso per cápita de Chile en la actualidad, obtenían recursos tributarios de más del 33% del PIB. Un desarrollo justo y sostenible es posible, pero para ello se debe lograr una
participación del Estado en la economía que le permita promover un desarrollo económico diversificado y equilibrado. Una condición necesaria, pero no suficiente, para lograr estos objetivos es un programa de mediano plazo que permita al Estado alcanzar por lo menos un 30% del PIB a partir de una reforma que aumente los recursos tributarios gradualmente en un periodo de cuatro años. Esto implica una reforma tributaria que:


(i) Reduzca drásticamente la evasión y elusión tributaria que en la actualidad es muy alta y beneficia fundamentalmente a los sectores más ricos. También deben eliminarse muchas exenciones tributarias que no tienen justificación alguna y deben restablecerse los impuestos a las ganancias de capital. También es necesario terminar con el sistema de semi integración tributaria, el que no se justifica en una economía pequeña y abierta como la chilena. Se deben restringir los “loopholes”, que incluyen la falta de fiscalización de las transferencias de riqueza en vivo entre familiares, que, entre otras válvulas de escape, impiden una recaudación significativa al momento de colectar los impuestos de herencia. Finalmente, el Estado debiera evaluar los programas existentes, evitar la duplicación de ellos y eliminar los que no cumplan sus objetivos Estos mecanismos deberían proveer alrededor de cuatro a cinco puntos del PIB en mayores recursos tributarios para fines sociales y productivos.

(ii) Se necesitan nuevos impuestos que minimicen los efectos negativos sobre los incentivos a la inversión y sobre la eficiencia económica, dirigidos a los sectores de más altos ingresos y/o riqueza. Tal vez un mecanismo adecuado sería el uso de impuestos patrimoniales a los súper ricos. Adicionalmente, se debe implementar un royalty significativo para todas las actividades extractivas de recursos naturales y utilizar de una manera mucho más intensiva los impuestos verdes. Estos tributos pueden alcanzar tres a cuatro puntos porcentuales del PIB.

Los mayores recursos públicos logrados por los medios recién descritos deben ser destinados a subsanar las enormes carencias económicas y sociales según estas prioridades:

• Mejorar significativamente la inversión en salud para acercarnos a los países de la OCDE. Reforzar el sistema Fonasa de forma de que el seguro de salud pública vaya gradualmente sustituyendo a las Isapres, las cuales pueden permanecer como un seguro de salud
complementario.
• Elevar todas las pensiones a un nivel mínimo equivalente al salario mínimo, el cual debe aumentar a $500.000 mensuales. Transferir los recursos hoy acumulados en las AFP a un fondo único nacional respetando los recursos individuales hasta hoy acumulados.
• Crear un sistema de seguridad social que proteja el ingreso de las familias, de tal forma que ninguna reciba un ingreso menor al nuevo salario mínimo.
• Aumentar la inversión en la calidad de la educación pública para acercarnos a los niveles de Portugal o Uruguay. Se debe prestar particular atención a la educación preescolar, que es donde se determina la capacidad cognitiva futura de los niños.
• Instalar un programa de vivienda social que subsane los déficits que se arrastran históricamente.
• Aumentar la inversión en la protección del medio ambiente para reducir los efectos nocivos de la polución. Además, es necesario invertir en la protección de los recursos naturales renovables.
• Incrementar la inversión en investigación y desarrollo (I+D) a través de un programa del Estado en conjunto con las universidades, para lograr un aumento del 0,4% del PIB actual (INE, 2019) al 1,5%. Este gran aumento de la inversión en I+D todavía dejaría al país por debajo de los países OCDE que menos invierten en este ítem.
• Aumentar gradualmente la inversión pública en la promoción de la diversificación industrial hacia actividades cada más intensivas en capital humano y tecnología.

Este programa debiera reducir significativamente la desigualdad y eliminar la pobreza extrema, y aunque ciertamente Chile no se transformará en Dinamarca o Suecia, sí debería considerarse el modelo escandinavo como una alternativa adecuada para generar un horizonte de largo plazo hacia el cual el país debiera moverse.

Hoy se necesita un compromiso formal y solemne de todas las fuerzas políticas para que un eventual gobierno progresista implemente cambios estructurales que vayan en la dirección de eliminar el sistema ultra neoliberal y sustituirlo por un modelo mucho más consistente con una mejora real del bienestar de las grandes mayorías. De lo contrario, la desesperada situación que viene gestándose desde el año pasado puede desembocar en un proceso social caótico cuyas consecuencias son difíciles de prever.

De cuentos y estatuas

Desde el comerciante y esclavista británico Edwards Colston en Bristol, hasta el conquistador español Pedro de Valdivia en Concepción, las protestas sociales del último tiempo han venido acompañadas del derrumbe de monumentos y estatuas de personajes controvertidos en la historia de los pueblos. El gesto no tiene que ver con una lucha por reescribir esa historia, sino más bien los cuentos, aquellos valores con los que nos queremos definir en el presente.

Por Tobías Palma

Los monumentos no escriben la historia; la cuentan.

La historia es quizás la defensa más recurrente de la preservación de los monumentos a los esclavistas. En todas partes. Al parecer, botarlos o intervenirlos significa lo mismo que  reescribir la historia o negarla. Algunos, algo más lúcidos, hablan de un acomodamiento a cierta visión del mundo. Más cerca, pero no lo suficiente.

Los monumentos no tienen – jamás han tenido – una función historiográfica. La historia no depende de ellos para escribirse. Más bien, cuentan la historia; su función es narrativa.

Las estatuas de Pedro de Valdivia a lo largo de Chile nos cuentan que fuimos conquistados, que somos los descendientes de esa conquista, que nuestra identidad se funda en el sometimiento. Homenajean al español, al otro, al extranjero. La malograda estatua de Edward Colston en Bristol, Inglaterra, nos cuenta que el imperio británico prosperó gracias a la dominación y explotación de otros, de los colonizados, de los africanos, de los indios.

Manifestantes lanzan al agua la estatua del comerciante y esclavista británico, Edward Colston (1636-1721), durante las protestas antiraciales en la ciudad de Bristol, el pasado 7 de junio.

Botar estatuas no va a cambiar el pasado. Lo que puede cambiar es nuestro presente, y a nosotros mismos y nuestro sentido de pertenencia.

La dualidad de la palabra historia tiende a confundirnos. En este caso, es muy cómoda la diferencia que existe en inglés entre history y story, palabras muy distintas que en castellano caben en una sola, lo que muchas veces dificulta su uso y comprensión.

La historia – history – se escribe y queda inmutable, es el registro de la vida de los pueblos. Pero esa historia también tiene cuentos – stories – que son puntos de vista sobre esa historia, que fluyen y se transforman de acuerdo a la mutable moral de los pueblos. En ese sentido, la historia habla más nuestro pasado, mientras los cuentos nos hablan de nuestro presente.

 Lo que se confunde con historia es la cualidad moral de los cuentos. El psicólogo y mitólogo Joseph Campbell advierte que la mitología “hace que la actitud trágica aparezca hasta cierto punto histórica y el juicio meramente moral, limitado.” Los héroes a los que les hemos levantado monumentos son héroes trágicos – mientras más trágicos, más populares – pero esa tragedia yace no en un valor histórico, sino en su valor mítico.

Los mitos también son cuentos. No son solo narraciones fantásticas y religiosas de tiempos antiguos. Los mitos nos ayudan a darle sentido al mundo. Son los cuentos que cimientan nuestras almas, individuales y colectivas.

Es por eso que nadie con un mínimo de sentido común piensa en botar las pirámides porque fueron construidas por esclavos; porque las pirámides cuentan un cuento de otros tiempos, que no nos compete directamente, siendo su valor – ahora sí – principalmente histórico.

Es por eso, también, que los monumentos forzados sobre el colectivo, como el escandaloso homenaje a las víctimas del terremoto del 2010, erigido en Concepción, no cuentan ningún cuento, y terminan siendo desafortunadas y costosas anécdotas. 

El historiador Yuval Noah Harari señala que la principal cualidad cognitiva del homo sapiens es la “habilidad de transmitir información sobre cosas que no existen.” Los monumentos no escriben la historia. Pero cuentan cuentos, y como todos los cuentos, son morales. Nuestra relación con ellos habla de cómo somos hoy, y de cómo queremos ser mañana.

El vitoreado derrumbe del monumento a Edward Colston en Bristol no va a cambiar el hecho histórico irrefutable de que esa ciudad prosperó gracias al mercado de esclavos. Pero sí transforma el cuento que muchos bristolianos contaban de mala gana, con algo de vergüenza, sobre su propia ciudad. Al botar a Colston, decidieron cuál es el cuento que quieren contar sobre sí mismos.

En Concepción, botar la estatua de Pedro de Valdivia y dejar su cabeza a los pies de Caupolicán no altera una coma de los libros de historia ni añade ninguna certeza sobre la misteriosa ejecución del conquistador luego de su derrota en Tucapel. Pero cuenta un cuento sobre opresión y rebeldía en el Chile de 2019-2020, un cuento que es arenga para unos, pero inquietante para otros.

La estatua de Pedro de Valdivia (1497-1553) fue derribada y volteada de cabeza por manifestantes en Concepción, en noviembre de 2019.

El psicólogo Bruno Bettelheim, en su profundo estudio sobre los cuentos de hadas, dice que estos “contienen al mismo tiempo significados ocultos y descubiertos, que hablan simultáneamente a todos los niveles de la personalidad humana”.

Tanto el de Colston como el de Valdivia son cuentos cargados de simbolismo. Mientras uno termina en el fondo de la bahía, como los miles de esclavos africanos arrojados por la borda, el otro termina a los pies de un enemigo al que siempre consideró inferior. Ambos símbolos de un pensamiento eurocéntrico y colonial, pero ambos también protagonistas de sus propios viejos cuentos, en los que eran héroes, y en los que se fundaron otras narrativas, en otros presentes.

La reputada guionista de Hollywood Bobette Buster nos recuerda que “todos buscamos claridad emocional cuando contamos un cuento.”

A ambos lados del océano, la batalla de las estatuas no es una lucha por la historia, sino por los cuentos, por los valores con los que nos queremos definir. Los monumentos entonces abandonan su materialidad y se convierten en símbolos de un abstracto imaginario pero que es fundamental para quiénes narran su historia

Esta es una batalla moral entre las visiones que cada pueblo quiere tener de sí mismo, y en su impresionante sincronía mundial se vislumbra el enfrentamiento entre visiones del mundo que todos poblamos. Quienes defienden las estatuas no defienden la historia, sino el mito de la nación que quieren habitar. A sus ojos, defender a Colston no es defender la esclavitud, sino la gloria de un imperio británico cuya leyenda le trajo luz al mundo. Defender a Valdivia no es, a sus ojos, defender el dominio español, si no el afán civilizador del europeo que llegó a tierras americanas.

Ambas son versiones de un mismo mito colonizador, fundado en la desigualdad del ser humano y en la idea de que unos tienen el deber de guiar e iluminar a otros menos afortunados y menos aptos.

Para otros – entre los que me incluyo – ese mito debe ser actualizado, pues la desigualdad ya no cabe en el cuento contemporáneo del que queremos ser protagonistas. 

Sin embargo, el principio democrático (otro mito) que prima en las sociedades modernas nos obliga a que esa lucha no se funde en eliminar al contrario, más bien se regocija en la lucha misma – la discusión y el debate – y no tanto en el resultado. Pero lo valioso del principio democrático es que todos, en la medida de nuestra participación, podemos ser parte de este cuento, disolviéndonos en la narración de un mito que nos otorgue sentido colectivo. Al menos hasta que haga falta una nueva renovación.

El gobierno y el manejo dogmático de la crisis

La austeridad financiera con que el gobierno ha decidido abordar la crisis sanitaria en Chile nos ha llevado a un círculo vicioso en el que no ha sido posible ni salvar la economía ni detener los contagios, debido sobre todo a la insistencia de las autoridades en ignorar la desigualdad social. En esta columna, el economista Andras Uthoff afirma que Chile está en condiciones de aumentar su crédito internacional para ir en ayuda de las familias vulnerables, ya que es uno de los países con los niveles de deuda más bajos del mundo, y para ello plantea una serie de medidas a corto y mediano plazo.

Por Andras Uthoff

Hoy tenemos una crisis cuyas causas escapan a las que los economistas acostumbramos a abordar. Su origen es sanitario y su mayor impacto sobre la economía es la incertidumbre que genera. Sobre lo primero no tenemos competencia y respecto a lo segundo, siempre ha sido limitada nuestra capacidad para seleccionar la oportunidad y el conjunto de instrumentos para abordarla. Sin embargo, todas estas dificultades no justifican la irresponsabilidad con que el gobierno la ha abordado. Con asombro e incredulidad escuchamos las excusas que dan las autoridades para justificar los equívocos originados por sus dogmas, y sobre todo con vergüenza, cuando una de ellas es que desconocían la realidad del país que gobiernan.

En toda la historia de Chile, este es probablemente uno de los momentos más críticos donde en representación del Estado, el gobierno debió haber reconocido y enfrentado las verdaderas restricciones presupuestarias y las desigualdades imprescindibles para abordar la crisis. En ello no cabían equivocaciones. Sin embargo, cegado por la preocupación de mantener bajo el riesgo país -calificación que realizan las clasificadoras de riesgo internacionales según el manejo de la estabilidad fiscal y financiera- para acceder al crédito internacional barato, el gobierno se autoimpuso severas restricciones presupuestarias e ignoró las desigualdades. 

El presidente Piñera supervisando las cajas de alimentos que se están distribuyendo como ayuda a familias vulnerables.

La realidad reveló la desigualdad y gatilló una de las peores olas de contagio y muertes por Covid-19 en el mundo entero. En pocas semanas, Chile pasó a liderar el ranking de países con mayor incidencia de contagios y mortalidad. Bastó que el contagio se expandiera desde la zona oriente al poniente de Santiago, y desde ahí al resto del país, para contradecir al gobierno. La austeridad, sumada a ineficientes, paternalistas y casi inexistentes medidas para apoyar a las familias vulnerables -como el reparto de cajas cuyo contenido y frecuencia son insuficientes- contribuyeron a la expansión del contagio y la mortalidad. 

El círculo vicioso de los riesgos

Como corolario, hoy disponemos de acceso barato al crédito, pero en medio de una pandemia sin control que limita la certidumbre y la oportunidad de una reactivación económica. Las insuficientes medidas para contener la pandemia gatillaron con fuerza el riesgo social: tener que frenar la actividad económica debido a la necesidad de que la población entre a cuarentena para evitar los contagios. 

Dentro de su ortodoxia neoliberal, y al restarle importancia a la cuarentena como la variable que condiciona toda la situación económica, el gobierno cayó en la trampa de un círculo vicioso. En este caso: al privilegiar reactivar la economía se ocuparon del riesgo país, para mantener el ranking internacional gastaron poco dinero y al gastar menos no lograron hacer respetar la cuarentena. La ausencia de cuarentena agravó la crisis sanitaria, la crisis sanitaria demandó una mayor cuarentena, pero hacer respetar la cuarentena les ha impedido recuperar la economía. 

Un complejo dilema, cuya solución implica reconocer sin dogmas las diferentes causalidades. El rol de la crisis sanitaria sobre la recuperación de la economía, el rol de la cuarentena en el control de la crisis sanitaria, y el rol de la economía en el cumplimiento de la cuarentena. 

En el Foro para un Desarrollo Justo y Sostenible hemos apoyado a los parlamentarios y a la opinión pública para que en el debate con el gobierno se corrijan estos errores. Como es habitual, los poderes fácticos han opacado nuestras voces.

«En lo inmediato, es posible sugerir un impuesto al patrimonio por una sola vez para ayudar a financiar la sustitución de ingresos de los afectados y la sostenibilidad de las micro y pequeñas empresas. También, considerar el uso del Fondo de Contingencia Estratégica, creado para enfrentar situaciones de crisis y financiar material bélico (de US$4.500 millones), para el financiamiento de medidas sociales y productivas que permitan enfrentar la crisis y apoyar la recuperación».

Propiciamos una estrategia que dé cuenta de la verdadera causalidad y que subordine la economía a la superación de la crisis sanitaria, para que luego, gradualmente, se ocupe de la reactivación. Identificamos cinco pilares: (1) apoyo a la atención primaria de la salud, (2) a los municipios, (3) a las familias de niveles superiores al de la línea de la pobreza, (4) a la protección directa del empleo mediante la asistencia financiera y técnica a las medianas y pequeñas empresas, y (5) una estrategia de inversiones públicas y rescate de empresas estratégicas.

En el control de la pandemia, el Foro ha establecido con claridad dos insuficiencias: la restricción presupuestaria que se autoimpuso el gobierno y lo limitado de la población objetivo, que definió a los grupos vulnerables sin considerar los nuevos focos de vulnerabilidad a causa de la pandemia. Argumentamos que lo limitado de la ayuda a las familias hizo fracasar la cuarentena y, por ende, el control de la pandemia. Esto está dilatando la fase de reactivación. 

En el ámbito de la estimulación de la economía, el Foro ha establecido con claridad dos fuentes de insuficiencias: la premura con que el gobierno llamó a una reactivación, saltándose la etapa anterior, y el limitado rol que se le ha destinado al Estado en la asignación de los recursos hacia los sectores que podrán reactivarse rápidamente. Argumentamos que el Estado debe recuperar su rol de agente activo en sus funciones de asegurar el financiamiento apropiado, gestionarlo en forma eficaz y eficiente, y asignarlo hacia todos quienes pueden beneficiarse de la reactivación. 

Responsabilidad fiscal

Nuestros análisis sugieren que un mayor esfuerzo fiscal responsable es posible. El Fondo de Emergencia debe tener un rango de entre US$12 y 15 mil millones adicionales y no el techo de US$12 mil acordado en el marco de entendimiento, para financiar las medidas propuestas. Chile puede recurrir a un mayor endeudamiento bruto y/o girar contra sus fondos soberanos. Sugerimos revertir la caída de US$1.527 millones en la inversión pública. Para Chile, un déficit fiscal entre 10-15% del PIB es sostenible en el corto plazo, rango en que se situarán los déficits públicos en la mayoría de los países de la OCDE y de América Latina. La deuda del gobierno se encuentra en los niveles más bajos del mundo y con espacio para aumentar en varios puntos del PIB, sobre todo considerando que la tasa de interés de largo plazo está en niveles muy bajos. 

Lo anterior no implica un gasto desatado. Por el contrario, el endeudamiento que hoy es barato sirve para aumentar los fondos de los que se dispone para enfrentar esta crisis. El gasto fiscal debe cautelosamente priorizar un Plan de Emergencia y luego activarse durante la reactivación. 

Reconocemos que ante la actual incertidumbre sobre la fecha de término de la pandemia, la regla fiscal que existe actualmente deberá modificarse. Habrá que hacerla compatible con criterios de credibilidad, transparencia y simpleza, y en un futuro será necesario un acuerdo político amplio para ello, con una trayectoria más pausada del balance fiscal estructural. 

La situación de emergencia que vive el país obliga a repensar la carga fiscal en el futuro. En lo inmediato, es posible sugerir un impuesto al patrimonio por una sola vez para ayudar a financiar la sustitución de ingresos de los afectados y la sostenibilidad de las micro y pequeñas empresas. También, considerar el uso del Fondo de Contingencia Estratégica, creado para enfrentar situaciones de crisis y financiar material bélico (de US$4.500 millones), para el financiamiento de medidas sociales y productivas que permitan enfrentar la crisis y apoyar la recuperación. A más largo plazo, deberá promoverse un acuerdo tributario (post 2021) que se concentre en los impuestos directos y a las grandes fortunas. Se debe aspirar a elevar en 5% del PIB la carga tributaria hacia los próximos cuatro años, avanzando hacia un aumento de esta equivalente a la media de la OCDE.

¿Matar a Bello?

El abogado y autor de Andrés Bello libertad imperio estilo -ensayo que releva las dimensiones menos conocidas del pensador venezolano- desmitifica aquí al creador del Código Civil chileno y primer rector de la Universidad de Chile y reconstruye los invisibles vínculos con algunos de sus descendientes más destacados como el escritor Joaquín Edwards Bello y la escultora Rebeca Matte Bello. «Matar a los padres es cosa de niños, y un mérito de los muchos “hijos de Bello” fue habernos explicado que, desde hace tiempo, ya no lo somos», dice el investigador.

Por Joaquín Trujillo Silva

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Por motivos que poco se entienden hay hijos que no acaban de matar a sus padres. Entregados a una dinámica en que los matan para revivirlos una y otra vez, aquellos padres no descansan en paz. Parece que la mayoría de edad consiste en dejar de recriminar a los padres, de robustecer una inmunología propia, de granjearse la ficción de la propia responsabilidad, hasta cuando la ficción resista. Es más, parece que la mayoría de edad consiste en no solamente dejar de culpar a los progenitores, sino que convertirse en sus padres, en sus cuidadores. Desde que estos viven más a consecuencia de la prolongación de la esperanza de vida, los hijos se han visto en la necesidad o acaso el deber de intercambiar papeles. Los hijos viejos son padres de padres aún más viejos. Esta peculiaridad histórica ha significado importantes tomas de conciencia. Por ejemplo, no es un misterio que buena parte del llamado estallido social de octubre de 2019 en Chile se explica por las bajas pensiones que comenzaron a percibir muchos padres, lo que en buena parte también fue asumido por sus hijos como un motivo de indignación. En el caso de la pandemia, que afecta más a los pensionados que a los hijos en edad de trabajar, ocurre un tanto: nuevamente los hijos se ven llamados a asumir responsabilidades que prevengan o mitiguen un riesgo mortífero.

Estatua de Andrés Bello encapuchada, durante el 2019, en frontis de la Casa Central de la U. de Chile.

Ahora bien, si esta misma reflexión la extendemos, resulta que no hay padre que no haya sido también antes un hijo, de ahí que todo hijo que piense más allá de sus narices verá que matar al padre es siempre un genocidio simbólico: lo propio tendrá que hacer con los padres de los padres, con todos los ancestros que, como se sabe, se multiplican exponencialmente, se remontan a un pasado infinito como las estrellas antes de concentrarse en los únicos abuelos comunes a la humanidad, eso que se abrevia como Adán y Eva.

De ahí que las genealogías sean grandes sistemas de —lo que en derecho se llama— responsabilidad solidaria. En ellas queda claro que nadie es suficientemente culpable, que a ninguno de estos ancestros debe imputarse el peso de todas nuestras penurias. Es decir, todos, ricos y pobres, somos herederos de tantos que al final no lo somos tanto de nadie.

Obviamente, las tensiones de una vulgar metáfora freudiana se pueden manipular para conseguir efectos de otra índole.

A los padres fundadores —aquellos personajes que mal se llama así— no habría por qué darles un trato distinto. Generaciones y generaciones han consentido, a veces a regañadientes, en darles ese título, otorgamiento contra el que bien puede alegarse la adolescencia de un hijo que no sabe quién es su padre, en todo el sentido de la expresión.

Es el caso de Andrés Bello. El mito —hasta ahora oficial— dice que él fue el rector fundador de la Universidad de Chile. Contra esta mitología del padre adánico han proliferado otros: por ejemplo, que él no fue más que el conserje de un edificio corporativo cuya historia se remonta mucho más atrás, o sea, a claustros y recoletos, tesis que avalaría otra, según la cual el primero de los cismas de la Universidad de Chile, que dio origen en 1888 a la Universidad Católica, no habría sido otra cosa que la contrarreforma ortodoxa de una institución que bajo liderazgo liberal cada vez más desembozadamente anticlerical se veía ya que iba por mal camino.

Pero sin duda que la expresión “hijos de Bello” —vociferada casi como lema más propio de hinchada— fue el grito de lucha con el cual una pluralidad política, étnica, religiosa, socioeconómica de hijos adoptivos reclamó para sí la filiación con Bello. Esta inmensa diversidad cultural que en la Universidad de Chile fue de vieja data —y que pese a todo no ha dejado de afluirle— no sabría decir yo por qué tuvo la inteligencia de no matar al padre, sino que, muy por el contrario, arroparlo en su decrepitud ante la amenaza de supuestos descendientes que, como fantasmas, unos de carne, otros de hueso, y los más de humo, intentaron —e intentan— volverlo irrelevante sacudiendo su legado.

Sin embargo, me temo que aquella inteligencia de hijos haciendo el papel de padres de Bello y, por lo tanto, de la Universidad de Chile, hace tiempo que más se parece al de adolescentes que solo saben ser —y no por pose— las víctimas de —y he aquí lo más curioso— otros padres, unos que ni siquiera son los suyos. Pues, en el fondo, a los padres se los elige, a Bello se lo eligió, se eligió que el padre fuese un poeta, un gramático, un filólogo, un codificador, un estilógrafo, un político, un editorialista, un escritor de discursos ajenos, un funcionario público, un divulgador científico, y, hay que decirlo: un escéptico; en suma, lo que he llamado en otra parte: un gramócrata. Matar a los padres es cosa de niños, y un mérito de los muchos “hijos de Bello” fue habernos explicado que, desde hace tiempo, ya no lo somos.

2

Uno de los descendientes sanguíneos de Andrés Bello —el escritor Joaquín Edwards Bello— se las pasó parte importante de su vida intentando revivir al ancestro. En la década del 40 del siglo XX podemos verlo —al tenor de sus propias palabras— observando un ramo de flores que alguien había dejado a los pies de la estatua de mármol en la Alameda. De esta experiencia proviene su idea de “desmarmolizar” al bisabuelo. En esa empresa es que llegó a sostener cosas como que no había que descartar que el viejo hubiese participado de las “jornadas rojas de Lircay”, refiriéndose a la sangrienta guerra civil de 1830. Estas palabras tal vez no tengan ya la temeridad que tuvieron en su momento, pero lo cierto es que abren otra vez una sospecha: ¿hasta dónde era capaz de llegar el espíritu de orden de Bello, su autoritarismo paternal? Sus artículos de El araucano de ese tiempo como también los discursos que supuestamente redactó para el presidente José Joaquín Prieto, muestran a un padre temible, de una prosa cuya oscuridad ambiental es muy clara, que está dispuesta a regularizarlo todo con mano no de mármol sino de hierro. No sabemos hasta qué punto las muchas voces con que solía hablar, o mejor dicho escribir, nos ofrecen una parcial de su fondo, pero lo que parece es que aquel fondo íntimo apenas existe comparado con su versátil superficie. ¿Qué intentaba vivificar el bisnieto? ¿Hasta qué punto celebra tácitamente el lado oscuro de esta luna de mármol, un dios que en la forma de una luna llena ilumina la República? Una luna en vez de un sol. ¿Qué no era capaz de decir que anhelaba que lo dijese una estatua, como en el Don Giovanni, la de un comendador que cobra vida para llevarse a los libertinos al infierno, a ese bisnieto entre ellos?

Ya los griegos más antiguos lograron la antología de sus siete sabios, Periandro de Corinto entre ellos, tirano además de sabio a quien Platón consideró indigno de esa calidad, omitiendo su nombre. “Hazte digno de tus padres”, decía una de las frases célebres que se conservan del sabio-tirano Periandro. ¿Hace falta que reviva la estatua, que se haga carne el mármol, para completar el trabajo que te corresponde como hijo de tu padre, como nieto o bisnieto, sanguíneo o espiritual? ¿Qué milagro hará falta para que te hagas digno de este padre?, parece decirse Edwards Bello mientras derrocha sus heredades en el casino de Montecarlo.

Otra estatua del pensador de origen venezolano, ubicada al interior de la Casa Central de la Universidad de Chile.

3

Otro bis —nieta en su caso— fue la escultora Rebeca Matte Bello. Hija del banquero y diplomático Augusto Matte y de Rebeca Bello Reyes, hija a su vez del más revoltoso de los hijos de Andrés Bello, aquel que le dio los peores dolores de cabeza: Juan Bello Dunn.

La madre de Rebeca sufrió tras el parto una amnesia total que le impidió ocuparse de su única hija (Gabriela Mistral la vio encerrada, un día, al pasar junto a su ventana). Rebeca también tuvo una única hija: Lily, una poeta que murió joven a consecuencia de tuberculosis, durante la pandemia mundial. Rebeca perdió a las dos mujeres que había en su vida biológica —su madre y su hija—, pero había recurrido a su abuela Rosario Reyes. Esculpió además en mármol a una mujer que llama toda nuestra atención: Eva, la madre de todos. En el Cementerio General, a pasos de la cripta del General Ibáñez del Campo, se encuentra el mausoleo de Rebeca, en que descansan los restos también de su hija. Una escultura suya lo decora, tal vez una de las más misteriosas que habitan esa necrópolis. 

Se trata de una que representa a Adán y Eva. Adán se ve viejo y encorvado, aunque no decrépito, y todo hace pensar que ha quedado ciego. Eva es joven, muy joven, y está como ciega, pero porque aún no ha abierto los ojos. Adán se afirma en ella y ella parece conducirlo. La figura que haría pensar en los incestuosos padre-hermano e hija-hermana que fueron Antígona y Edipo en Colono, adquiere aquí una extraña significación: ¿Qué quiso decir la bisnieta de Bello con este Adán y esta Eva, este Edipo y esta Antígona, además de aludir al origen de la naturaleza y de la cultura en el lugar mismo del fin que es un cementerio? Es una hija que cuida a un padre, tal vez a un abuelo, quizá un bisabuelo. ¿Pero de qué lo cuida? ¿Y cómo, pues se ve demasiado joven y ciega aún, como si fuera un cachorro? ¿Qué ya no puede ver Adán que podrá ver Eva, qué ya no puede ver el viejo Edipo que verá su incestuosa hija Antígona (él, en el fondo, perdió los ojos por averiguar el origen de la peste en Tebas)? Más que sus grupos escultóricos que ensalzan las glorias de la República de Chile, parece que este mármol es uno de los que podrían llegar a describirla de mejor manera. La bisnieta de Bello tal vez quiso decir que se hace digno de su padre, de su pasado, no quien se ajusta a él, se le parece más, lo imita, sino quien lo conduce sin desasirse de él, quien abre los ojos mientras el otro los cierra. Sin embargo —y este sea acaso todo el punto— hay siempre un lapso en el cual todos son ciegos, padres e hijos, abuelos y nietos, como en la pieza dramática de Maurice Maeterlinck, de quien Rebeca fue amiga. Mientras el pasado y el futuro vivan un presente ciego, el uno debe servir de apoyo al otro. Esta dialéctica aprende a ver morir, pero no mata, ni tampoco —como había dicho Nietzsche—, ayuda a morir a los débiles.

4

No es primera vez que animales impuros —léase serpientes, ratas, murciélagos— son sindicados como los causantes de la mortandad humana. Estas quiebras del paraíso terrenal a menudo reinician nuestro concepto de la historia, hacen pensar en una humanidad más de inmunes que de humanos. Habría —según ese enfoque— un pasado que se recuerda y otro más atrás que carece de categoría. Ya en su tiempo Andrés Bello fue sospechoso de portar un virus: aquel del cual todos entonces debían proclamarse sanos, o sea, el pasado, el maldito pasado, la herencia que había que repudiar. Lentamente, él fue enseñando que nuestra salud depende de la herencia, de sabernos “aprovechar” —este verbo es central en Bello— de aquello que no ha sido producto de nuestro mérito. Fue el caso de la epidemia de viruela en el paraíso de la Venezuela imperial —la Venecia de América— que desoló “los palacios y las chozas”, y cuya cura Bello cantó en dos obras suyas, A la vacuna, y el drama poético Venezuela consolada; ¿el objeto de sus loas? El benefactor. ¿Quién era ese benefactor? El rey, en ese caso, Carlos IV de España. Cuando cayó este viejo orden hemisférico y muchos se enmascararon ceñidos a las nuevas exigencias de lo correcto, Bello se demoró y cedió, pero junto con ceder, no se olvidó de nadie ni de nada. En su exilio de por vida —Bello amaba Edipo en Colono—, Bello fue a dar a Chile. Era entonces viejo, un anciano si consideramos la esperanza de vida en aquel tiempo, y es aquí, en este viaje a su último lecho, cuando recién comienza el florecimiento de este padre, cuando nace el Bello que conocemos y del cual nos hemos aprovechado tanto. La historia de Bello nos muestra que es una estupidez —de la estupidez metafórica del siglo XX— matar a los padres, dejarlos morir, abandonarlos, especialmente por una razón nada angelical, una muy utilitaria: nunca se sabe cuánto puede florecer un bastón bien plantado.

Salidas de emergencia: pensando en pedagogías del acontecer en el encierro

Las pedagogías de las emergencias son pedagogías de ejercicio emancipatorio, que para la niñez y juventud se traducen por sobre todo en el juego, en las expresiones, en las creaciones, en “dejar ser” en sus lugares y acciones, escenas y escenarios, para buscar esas tan privadas libertades.

Por Viviana Soto Aranda

Ante el avance de la pandemia en el país y las medidas de confinamiento impulsadas por el gobierno, el espacio privado del hogar ha pasado a ser hoy el escenario principal de la actividad humana. ¿Qué es lo que ocurre con las vivencias en ese espacio?  El hogar se ha transformado en un híbrido, tomando algunas ideas de la “hibridación cultural” que señala Néstor García Ganclini, término que refiere a cruces, donde combina tradiciones, acciones, el cual puede surgir de la vida individual y colectiva. Híbrido de fusión o mezcla es lo que quiero distinguir y tomar este concepto para remirar nuestros lugares de vida y lo que vamos en ellos, identificando. 

La pregunta es ¿qué es lo que se ha ido mezclando?, y ¿qué fusiones?  Las relaciones los espacios, las rutinas, el estudio, el trabajo, las emociones, las sensaciones; la vida en confinamiento ha tenido encuentros y desencuentros. Por un lado, el confinamiento ha permitido vivenciar nuevas experiencias de acogida, también de resistencia, de soportar el estar dentro, porque tal vez para muchos es una experiencia insoportable. En torno a este concepto de lo insoportable, hay que recordar que muchas personas en nuestra sociedad viven en el encierro normalmente, me refiero a cárceles donde muchos cumplen condena o incluso instituciones de protección de niños, niñas y jóvenes, quienes también realizan sus actividades cotidianas bajo normas y vigilancia -según el concepto de “instituciones totales” de Goffman- en un campo híbrido de tensiones permanentes, generadas por la seguridad y resguardo versus el control.

Las escenas de la niñez confinada y en encierro están compuestas por especificidades similares y diferentes que transitan en lo híbrido. Cabe preguntarte: ¿qué de lo hibrido referido a cruces, de tradiciones, acciones, prácticas es compartido y diferenciado en el confinamiento? La idea es develar lo que acontece en nuestra vida, que coloquemos atención a las diferentes escenas y escenarios, porque hay allí lugares y acciones, pero también personas. 

Las pedagogías 

Nos acercamos a hablar sobre las pedagogías, por su dimensión política porque justamente pensar en esas hibridaciones es pensar en las fisuras, es pensar en lo que aparece y en lo no explícito, más bien en lo que aparece en los pliegues de los acontecimientos, lo cual implica ir más allá y desde una mirada crítica de ese acontecer. Pensar en las fisuras es pensar en los detalles. Al respecto, tiene mucho sentido y pertinencia detenerse en la pedagogía que llamaré del detalle, y que aparece resonante en las prácticas cotidianas humanas y muchas veces invisibilizada. Ese detalle aparece en la búsqueda, en la indagación, en la observancia y que devela lo que va a contrapelo de ese todo normalizado. La pedagogía del detalle implica sumergirnos en los matices de la aceptación y acogida de quienes nos rodean y abrir la escucha y comprensión a las acciones, al juego incesante de los niños y niñas, a las preguntas, y a las búsquedas y matices juveniles.  Ese detalle es implicarse con el otro y con lo que acontece; es un disponerse a estar con otros, enseñamos y aprendemos mutuamente y esa pedagogía va a contrapelo de ese todo normalizado instituido y jerárquico de estructura conservadora y dominadora del consumo de todo saber exigido bajo lógicas de control y exitismo educativo para insertarse en la sociedad. 

Es interesante poder ampliar la mirada, cuando nos encontramos en situaciones de crisis, ante las cuales buscamos como reacción, un escape: aquí las denominaré salidas de emergencia, que como bien sabemos significa cambiar de trayecto, no seguir el camino habitual, sino otro, lo que implica encontrar nuevas formas de organizarse, pensar para volver a emerger. Es preciso detenerse aquí, porque muchas de las salidas de emergencia la colocan los niños, niñas y los jóvenes; así lo hemos visto en el surgimiento de las demandas sociales del pasado 18 de octubre e incluso antes. Se han visto organizados, comunicando, buscando esos nuevos trayectos, buscando salidas de emergencia, esas voces audaces, criticadas por ser parte del problema, ese problema pensado desde la lógica adultocéntrica, errada por supuesto, eso está claro. 

«Lo que no podemos pensar es en una pedagogía que limite los acontecimientos e interponga aún más métodos de dominación, como el cuestionamiento a la romantización de la cuarentena: ‘quédate en casa, pero consume'».

En el confinamiento y en el encierro, ¿cuáles han sido las salidas de emergencia?, ¿ha habido espacio para esas salidas?, ¿cuáles han sido las emergencias dentro de la emergencia? es decir, ¿esas micro emergencias?  En situaciones de crisis muchas personas se organizan, hay colectivos, comunidades, espacios comunitarios y surgen iniciativas que se constituyen en esas llamadas pedagogías de las emergencias, que nos invitan a pensar en nuevos trayectos, desde una mirada crítica, que insta a buscar nuevos protagonismos en la niñez y de la juventud, que erradique el adultocentrismo y su dominación. Las pedagogías de las emergencias son pedagogías de ejercicio emancipatorio, que para la niñez y juventud se traducen por sobre todo en el juego, en las expresiones, en las creaciones, en “dejar ser” en sus lugares y acciones, escenas y escenarios, para buscar esas tan privadas libertades. 

Es preciso que reflexionemos, y a partir de lo descrito, que las pedagogías de las emergencias no busquen el discurso armónico de la modernidad, por ello es necesario la perspectiva crítica a nuestro vivir fundamental. Porque el ejercicio de la dominación del sistema capitalista neoliberal aparece impregnado y oculto en las prácticas cotidianas.   

Siguiendo con este relato y pensando en las pedagogías, recientemente el sociólogo Boaventura De Sousa Santos, publicó sus reflexiones en un libro titulado La cruel pedagogía del virus.  En él hace un abordaje sobre una lamentable realidad en la que el confinamiento de las familias en espacios reducidos, sin salidas, puede generar más oportunidades para el ejercicio de la violencia, y también para los que no tienen hogar, el confinamiento y encierro ¿no será también más grave?  Estos casos aluden también a que la pandemia muestra de forma cruel cómo el capitalismo neoliberal incapacitó al Estado para responder a las emergencias. 

Tensionando la Normalidad

En esta reflexión surge la pregunta sobre la normalidad, ¿queremos volver a la misma normalidad que teníamos antes de la pandemia, es más antes del estallido social?, Una normalidad que claramente nos ha llevado a pandemias y a la profundización de las desigualdades. ¿A qué queremos volver?, esa es la pregunta. Y es preciso conversarla para no reproducir las inequidades y las desigualdades que bien sabemos, como, por ejemplo, las desigualdades de género y las violencias hacia la mujer que se forjan en la niñez, en las prácticas cotidianas familiares. 

Debemos estar atentos, porque normalizar esta vida es peligroso. Incluso lo normal se puede traducir en una pedagogía de la crueldad, y parafraseando a Rita Segato, esta normalidad, en tanto violencia, no se pueda pensar por fuera de las estructuras económicas capitalistas, que necesitan de la falta de empatía para sostener su poder.

Es un imperativo crítico discutir lo que está aconteciendo en la vida, sin dejarse capturar por el control y los límites de las emociones, de las jerarquías y segmentaciones, y rescatar las pedagogías del acontecimiento, del pensar y de estar dispuestos a lo inesperado, abiertos a lo posible, como un quehacer rizomático, en que la organización de los elementos no sigue líneas de subordinación jerárquica, sino que cualquier elemento puede afectar o incidir en cualquier otro. Lo que no podemos pensar es en una pedagogía que limite los acontecimientos e interponga aún más métodos de dominación, como el cuestionamiento a la romantización de la cuarentena: “quédate en casa, pero consume”. 

En este confinamiento y encierro cotidianos, en ese híbrido de escena y escenarios, cabe significar, como señala Esteban Levin, que no podemos caer en trampas, no podemos dejar de sorprendernos, o pensar en que sabemos lo que va a pasar, eliminar nuestras dudas, los equívocos, el absurdo, eliminar lo inesperado, las dudas, los errores, para resguardarnos en la técnica, en el método de la pedagogización.  Porque si es así, lo que estamos eliminando es al sujeto que se hace del acontecer, del asombro, de la belleza, del descubrir, del equivocarse, y que es, ser niñes y jóvenes. Si eliminamos al sujeto, estamos limitando las posibilidades para las salidas de emergencia.

Las pandemias y el pueblo mapuche

El comportamiento actual del sistema de salud y de las instituciones estatales en tiempos de Covid-19, han sido el de una “ausencia programada” de la realidad sociocultural y epidemiológica mapuche en los contextos urbanos y rurales actuales. Existe un relegamiento de la existencia de conocimientos y prácticas de subsistencia material, terapéutica y espiritual mapuche, de su relacionalidad, así como de su situación de salud frente a la actual pandemia.

Por Andrés Cuyul Soto

El pueblo nación mapuche ha experimentado a lo largo de su historia moderna distintas epidemias que a su vez han tenido características pandémicas, y en su mayoría han estado socialmente determinadas por el contacto forzado con el Estado de Chile, que ha tenido una política de despojo de las condiciones materiales de existencia (territorio y ganado), arreduccionamiento territorial, marginación sociopolítica y falta de memoria inmunológica y desconocimiento de las enfermedades de tipo wingka que se han manifestado con el contacto occidental. Es necesario precisar que las enfermedades identificadas como mapuche kutran o endógenas no tienen capacidad epidémica y son más bien las enfermedades de tipo exógenas o wingka las que tienen capacidad epidémica y han diezmado a la población nativa desde el contacto español y, más recientemente, en los siglos XIX y XX, tras la instalación del Estado chileno en el otrora territorio independiente donde sucedieron epidemias de cólera (1867), tifus (1892) y viruela (1904-1906 y 1922). 

Machi tratando a un enfermo en una comunidad mapuche.

Situando las pandemias en su devenir histórico, podemos comprender el comportamiento actual del sistema de salud y de las instituciones estatales en tiempos de Covid-19, las que han optado por una “ausencia programada” de la realidad sociocultural y epidemiológica mapuche en los contextos urbanos y rurales actuales, es decir, por un relegamiento de la existencia de conocimientos y prácticas de subsistencia material, terapéutica y espiritual mapuche, de su relacionalidad, así como de su situación de salud frente a la actual pandemia. Esto se traduce, por ejemplo, en que a casi tres meses de iniciado el brote epidémico aún no contamos con información desagregada por pueblo indígena en el país, a pesar de que desde el año 2016 se ha actualizado la norma 820 del Minsal, que establece la inclusión de la variable pueblos indígenas en todos los registros de salud, incluyendo la notificación obligatoria de enfermedades transmisibles. 

Esta ausencia programada se ha manifestado también en la inexistencia de estrategias y acciones pertinentes para la prevención de contagio que consideren las formas de vida indígenas, tales como relaciones de reciprocidad y sociabilidad, procesos migratorios vigentes (Santiago–sur de Chile), entendimiento en el mapuzungun, explicación y tiempo para la comprensión del fenómeno pandémico, así como los alcances del confinamiento para el mundo indígena, toda vez que el mensaje de “quédate en casa” anula el sentido del ser che (persona) desde la relacionalidad recíproca en la vida mapuche comunitaria. Esta actitud de la política estatal la hemos llamado, desde la organización mapuche de salud Ta iñ Xemotuam, “la pandemia de la monoculturalidad”, donde una matriz cultural dominante acciona nuevamente sobre el “otro” y no atiende a formas de ser y estar culturalmente distintas. 

Al igual que las epidemias artificiales que se impusieron en el siglo XIX y siglo XX en el Wallmapu, la situación de empobrecimiento y vulneración de derechos que enmarca el desarrollo de esta pandemia sitúa a la población mapuche en particular e indígena en general como los colectivos históricamente más vulnerabilizados. De acuerdo a la última encuesta Casen, la pobreza en indígenas alcanza un 14,5%, mientras que en no indígenas es de un 8%, brecha que aumenta en el caso de la pobreza multidimensional, que vincula a la población indígena con un 30,2% respecto de un 19,7% de la población no indígena. Estudios recientes del Minsal dan cuenta de tremendas inequidades en mortalidad materno-infantil, enfermedades cardiovasculares y mortalidad por causas evitables para el pueblo mapuche. Por ejemplo, en la provincia de Arauco, la probabilidad de que un niño mapuche de menos de un año muera es 2.2 veces mayor que en la población no indígena; situación similar ocurre en comunas empobrecidas por la industria forestal, como Ercilla. Esta pandemia, por tanto, forma parte de un fenómeno mórbido colectivo que para el pueblo mapuche revitaliza la relación colonial impuesta por el Estado chileno, evidente en marginación sociocultural e inequidades socioeconómicas y sanitarias producto del racismo vigente en la agencia estatal y que se traducen en expresiones biológicas de la desigualdad en tiempos de pandemia. 

Desde un punto de vista cultural mapuche, esta pandemia se inscribe en una crisis civilizatoria enorme anunciada por nuestros mayores y agentes espirituales. Desde el año pasado, con el florecimiento del coligüe como indicador de catástrofes, se presentaba la crisis social desatada en Chile, la que junto a la desoladora sequía y la inminente plaga de roedores hizo comprender que esta pandemia es un efecto más de dicha crisis, para la cual en muchas comunidades y familias la preparación continúa junto con un replanteamiento de las relaciones que mantenemos como personas con la pluralidad de vidas con las que convivimos. Debemos reconsiderar la relación con nuestros espacios en términos de reciprocidad material y espiritual. Por ello, no es casualidad que en distintos territorios se estén desarrollando ceremonias espirituales mapuche como nguillatun a propósito de esta catástrofe, con la intención de reconectarnos con las vidas que nos constituyen como che, como personas. 

Frente a este contexto de agresión sistémica, el descuido de la forma de reproducción estatal de ocupación que nos afecta y de la crisis de la vida en los distintos mapu o espacios donde nos desenvolvemos, han emergido estrategias de inmunización colectiva en los territorios urbanos y rurales apelando a la memoria y solidaridad desplegadas con autonomía y a la pertinencia que da la acción propia. De esta forma, se han implementado cortes de camino para crear barreras sanitarias autogestionadas frente a posibles brotes en las provincias de Arauco y Cautín; se han elaborado mensajes propios de prevención y fortalecimiento del sistema inmunitario por parte de organizaciones mapuche de salud de la región Metropolitana y La Araucanía; se ha aumentado la cobertura de inmunizaciones y control de adultos mayores por parte de centros de salud gestionados por asociaciones mapuche como el Hospital Makewe en Padre Las Casas; las productoras y productores mapuche han donado verduras para campamentos de la ciudad de Temuco; y se ha puesto énfasis en los conocimientos y prácticas de salud mapuche en los hogares y comunidades de manera autónoma frente a la amenaza pandémica, todo lo cual ha revitalizado la importancia del conocimiento y la memoria para la proyección de la vida. A nivel agrícola, los cultivos tempranos, ayudados por las primeras lluvias de otoño, están generando inéditas siembras tempranas de granos de invierno por medio de la recuperación de semillas tradicionales casi desaparecidas, tales como el trigo colorado, libre de ensayos genéticos y que permite una siembra orgánica y libre de pesticidas y abonos químicos que parasitan la tierra. 

Frente a la no existencia epidemiológica del pueblo mapuche y la ausencia programada de nuestro conocimiento y realidad sanitaria en las acciones oficiales, la alternativa es reforzar las prácticas de salud propias y negadas en su integralidad por las políticas de salud monocultural; promover estrategias autonómicas del cuidado, como la autoatención doméstica con fines preventivos y curativos; fomentar el control epidémico–territorial; elaborar mensajes propios para el fortalecimiento inmunitario y la recuperación de alimentación tradicional; y crear organización para el cuidado de la vida en el lof y la comunidad, el cultivo temprano e intercambio de semillas, entre tantas otras estrategias que se están desarrollando y deberemos promover. Una política de salud mapuche autónoma que exprese el cuidado de la vida y de las distintas vidas que nos sostienen se hace urgente frente a la crisis civilizatoria que el mal vivir y la transgresión han desencadenado y de la cual no estamos ajenos. Tenemos memoria, territorio y cultura. Kizu zapiuküleafuyiñ (podemos cuidarnos solos).

China y EE.UU. en medio de la tormenta

Por Dorotea López Giral y Andrés Bórquez Basáez*

La guerra comercial entre China y Estados Unidos, que llevó a una preocupación común a muchos países, hoy parece historia del pasado. Sin embargo, hay que recordar que el acuerdo sobre la Fase I, que aspiraba a frenar esta disputa, se estaría pactando sólo hace unos meses. Hoy, con el Covid-19, esta compleja relación se ve nuevamente desafiada y nos llena de más interrogantes que respuestas ante un escenario de alta incertidumbre. Con esta crisis el mundo va a enfrentar cambios en la fuerza militar y económica relativa y cambios de percepción sobre las expectativas del papel que deben tener los grandes jugadores de la escena mundial. En este escenario, China y Estados Unidos tienen razones para preocuparse por su influencia global en el mundo posterior a la pandemia. 

Hablamos sin duda de potencias absolutamente relevantes en nuestra historia moderna, cuyos movimientos impactan en lo global y a cada país en niveles significativos, y más aún a economías como la nuestra, por sus altos niveles de dependencia. Esta disputa, que ha querido analizarse con herramientas del pasado, como un nuevo mundo bipolar y el fin de la unipolaridad, responde, por el contrario, a una China y un EE.UU. con desafíos y reestructuraciones internas. 

El presidente de EEUU, Donald Trump junto al lídea chino, Xi Jinping durante una cumbre comercial realizada en Osaka, Japón, realizada en junio de 2019.

Hay que comprender esta relación en función de sus complejas realidades domésticas y, por ende, parece prematuro o equivocado el paradigma de un dilema bipolar, el que significaría que el resto de la comunidad internacional deba tomar gradualmente parte, para resolver las dificultades internas, por alguna de estas dos naciones en disputa. Es natural que las naciones tengan dificultades y diferencias, pero esto no significa convertir la economía y el comercio internacional en un juego de suma cero. De hecho, cabe señalar que durante las últimas décadas, ambas naciones se han beneficiado del sistema multilateral. 

Un sistema cuya alicaída situación ha sido puesta en evidencia por la crisis sanitaria mundial, y que ya estaba, hace tiempo, mostrando falencias estructurales y perdiendo fuerza como eje del comercio internacional y como mecanismo para resolver disputas. Esto completa la tormenta perfecta, y quizás esto haga que sea un buen momento para arreglar el barco. 

En este contexto, sostenemos que el multilateralismo sigue siendo un mecanismo para fomentar el desarrollo económico y resolver controversias de manera pacífica, pero que necesita actualizar y reformar sus instrumentos basándose en las nuevas dinámicas y problemáticas globales. Necesita volver a encontrar los incentivos para cooperar.

En este sentido, la pandemia es una tormenta que plantea un desafío internacional donde una respuesta articulada entre las naciones aparece como una vía razonable para reducir sus impactos. Tanto estas dos potencias como el resto del sistema internacional tienen que poner en valor este escenario Covid-19 para reformar y perfeccionar los elementos que han perdido dinamismo e incorporar los nuevos desafíos globales, que nos permitan, una vez que pase la tormenta, seguir navegando en una gobernanza global inclusiva.

No es primera vez que China y EE.UU. se entrampan en una crisis bilateral, pero esta vez han evidenciado la incapacidad de cooperar entre ellas para proteger al mundo de un problema global como es el Covid-19. Mientras cada uno enfrente un contexto interno con sus propias complejidades, ninguno podrá arriesgar mayor desestabilización de sus economías, aunque en el corto plazo puedan jugar el rol de enemigo útil.

China ya no pasa desapercibida en el escenario internacional, y su papel como potencia la obliga a una mayor responsabilidad en el mundo, en especial con América Latina, una región cuya dependencia, en particular en su balanza de pagos con China, se ha incrementado significativamente en esta década. La nación asiática ha avanzado a grandes pasos en su camino al desarrollo y en parte esto se debe a su integración gradual al sistema multilateral. Por ejemplo, su ingreso a la Organización Mundial de Comercio el 2001 le permitió ser una nación más atractiva para los inversionistas extranjeros y fortalecer los intercambios comerciales gracias a un comercio abierto y estandarizado. No obstante, también es de amplio conocimiento que China aún enfrenta desafíos similares a América Latina, como la desigualdad, la trampa de los ingresos medios y las asimetrías de su mercado para el acceso de empresas internacionales, que esta crisis ha puesto de manifiesto. A eso se suma una mayor demanda por transparencia, que se ha instalado más fuerte como resultado de esta pandemia.

Por el otro lado, el conocido Estados Unidos para la región, pasa por una exacerbación de su política Make America Great Again, lo que le ha permitido replantearse su modelo productivo y responder a estancamientos internos. Esto ha ido en contra de su tradición retórica basada en principios de apoyo a la humanidad que caracterizaban su otrora discurso. Cabe señalar que al igual que China, la nación norteamericana ha sido uno de los grandes beneficiarios del multilateralismo. Sin ir más lejos, después de la Segunda Guerra Mundial, los responsables políticos de EE.UU. fueron los grandes promotores del establecimiento de un nuevo orden global basado en la cultura política norteamericana de consulta y compromiso, el Estado de derecho y apertura económica como modelo. Hay que considerar que las instituciones multilaterales fueron un gran factor para que la Guerra Fría se inclinara en favor de la nación del norte. 

«Por paradójico que parezca, el multilateralismo debe desarmar la estrategia, por ahora discursiva y de utilidad en política doméstica, de que la guerra entre potencias dividirá al mundo en los próximos años. Aunque a veces una mentira repetida mil veces se vuelve verdad, ya se ha observado este recurso retórico en otras épocas».

Un dato a considerar es que esta nación enfrenta las elecciones presidenciales en noviembre, donde estará muy presente la acusación al “virus chino”, como el presidente Trump lo ha llamado, de todos los problemas internos que se han evidenciado con esta crisis. Si el resultado es la reelección, cabe preocuparse por un endurecimiento de la vuelta a lo doméstico y el abandono de lo multilateral. No de forma tan evidente en lo militar y financiero, más allá del discurso.

Este enfrentamiento bilateral y la ausencia de cooperación entre los países, incluso en una cuestionada Unión Europea, agudizan lo que se ha llamado la crisis del multilateralismo. Ampliamente cuestionada por su actuar está siendo la Organización Mundial de la Salud, en especial por EE.UU., el principal financista de la entidad y que ya le ha quitado los fondos, aunque el segundo mayor aporte proviene del magnate y filántropo Bill Gates, quien apoyará con más recursos. En tanto, la Organización Mundial del Comercio está detenida en un momento en que sería justamente fundamental utilizar el comercio como un apoyo para superar esta pandemia. El multilateralismo que ya estaba en la preocupación de los creyentes antes de esta pandemia, sólo ha confirmado la peligrosa senda que ha tomado.

La pandemia, en el corto plazo, nos deja en un escenario de alta incertidumbre, en donde la región de América Latina es una de las más afectadas por su dependencia de lo externo en aspectos como el turismo y las remesas. El último informe de la CEPAL consignaba además que los países de la región venían ya de periodos de conflictos sociales, bajo crecimiento y debilitado espacio fiscal. 

Ante este escenario, como región, se han tomado diversas medidas fiscales, monetarias y sociales de forma doméstica, que en algunos casos llegan al 10% del PIB, pero que aún resultan insuficientes. Sin embargo, es necesario esperar que haya apoyos. Por ejemplo, la nación del norte puede revisar cómo, durante las últimas décadas, se ha beneficiado del sistema económico mundial y, por ende, fortalecerlo debería ser una prioridad. En este sentido, iniciativas como “América Crece” surgen como una luz dentro de tanta cesión unilateral. 

China puede dar moratoria o mejores condiciones de pago. A pesar de seguir siendo un país de ingresos medios, puede ablandar las condiciones con que ha prestado, en especial a nuestra región. A su vez, deberá recuperar su iniciativa de la “Franja y la ruta”, la iniciativa liderada por China bajo el mandato de Xi Jinping para establecer una ruta comercial internacional basada en el financiamiento de infraestructura y conectividad, como un camino que le permita recuperar su imagen, y sin duda trabajar en aportar mayor transparencia y responsabilidad, como se le ha demandado.

Es también el momento donde otros actores privados y subnacionales puedan tomar relevancia e iniciar espacios de cooperación. 

Incluso antes del Coronavirus, había muchas preguntas respecto a cómo se iba a desarrollar la relación entre estas dos potencias. Ambos países deben partir desde casa arreglando sus falencias y plantearse que las condiciones de una nueva Guerra Fría son limitadas. Acá no hay dos modelos en disputa y tampoco dos propuestas ideológicas que sustenten alineamientos. Por el contrario, podrían realizar un juego cooperativo en que ambas naciones sigan siendo beneficiadas por el sistema multilateral. 

En el corto plazo, las reacciones a esperar pueden ser más de conflicto y de protección interna; sobre el mediano plazo hay muchas más dudas, tanto depende de la vacuna y la nueva cura, de la que poco se puede afirmar por ahora. Sólo es claro que mientras más dure esta pandemia, más consecuencias tendremos que revertir.

Por paradójico que parezca, el multilateralismo debe desarmar la estrategia, por ahora discursiva y de utilidad en política doméstica, de que la guerra entre potencias dividirá al mundo en los próximos años. Aunque a veces una mentira repetida mil veces se vuelve verdad, ya se ha observado este recurso retórico en otras épocas.

En esta configuración, en 2019 el Instituto de Estudios Internacionales ha abierto un Programa de Estudios Chinos que promueve un entorno estimulante para el desarrollo de estudios multidisciplinarios sobre China y su presencia en América Latina y que, al mismo tiempo, puede facilitar la comprensión de ambas culturas en una sociedad global.

*Andrés Bórquez Basáez, co-autor de esta columna, es director del programa de Estudios Chinos en el Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile. Doctor es Ciencias Políticas y Política Internacional de la Universidad de Fudan, China.

DDHH: la vara que mide a una democracia en tiempos de crisis

Si algo tienen los momentos de emergencia es que muestran de modo prístino las fortalezas y fragilidades de la sociedad que hemos construido y heredado. En este contexto de pandemia, el respeto y protección de los derechos humanos debe ser nuestra guía indiscutible en la toma de aquellas decisiones cruciales, en las que nada menos que la vida de nuestra gente está en juego.

Por Manuel Guerrero

Brotes de enfermedades infecciosas, como la actual pandemia por Coronavirus (Covid-19) que se ha propagado a nivel global, implican con frecuencia un clima de incertidumbre científica, disrupción social e institucional, así como temor generalizado y desconfianza en la población. Quienes se encuentran en el ámbito político, en posición de tomar decisiones, se ven presionados a hacerlo a gran velocidad, contando, la mayoría de las veces, con escasa evidencia a la mano. Y quienes en el mundo de la salud pública se ven compelidos a proveer atención médica a grandes grupos de personas, lo tienen que hacer en un contexto de emergencia en que los sistemas de salud corren riesgo de verse desbordados, por lo que deben priorizar unos casos de atención médica por sobre otros. En ambas situaciones, la toma de decisión requiere ponderar principios éticos de igual importancia que, en el contexto de emergencia, fácilmente pueden entrar en conflicto ante la imposibilidad de ser satisfechos simultáneamente.

 En una sociedad democrática, la fuente de orientación fundante son los derechos humanos. El reconocimiento, respeto y protección de los derechos enunciados en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración Universal de Derechos Humanos son, de hecho, la condición necesaria para que estemos en presencia de una sociedad que pueda llamarse democrática. ¿Qué implica asumir los derechos humanos como marco de orientación para la toma de decisiones en momentos de emergencia? Un modo de responder a esta pregunta es identificar los principios relevantes que derivan de tal marco, los que fueron identificados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). 

Marcha por los DD.HH. en Santiago. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

Justicia. Principio que demanda la equidad en la distribución de recursos, oportunidades y resultados, tratando a casos iguales por igual, evitando la discriminación y explotación, y de particular relevancia para las personas que se encuentran vulnerables a ser dañadas o tratadas injustamente. Este principio implica un componente de justicia procedimental, en el sentido de que debe existir un proceso justo para la toma de decisiones que considere el debido proceso (el derecho a ser informado y escuchado); transparencia (provisión de información precisa y clara sobre los criterios y el mecanismo de toma de decisión); inclusión y participación de la comunidad (certeza de que actores relevantes puedan participar de la toma de decisiones); rendición de cuentas (asignación y cumplimiento de responsabilidades en la toma de decisión); y seguimiento (provisión de mecanismos apropiados de monitoreo y reporte).

Beneficencia. Es el principio que refiere a la promoción de actos benevolentes hacia otros, como el esfuerzo por reducir el dolor y sufrimiento de una persona. En el contexto de la salud pública, obliga a la sociedad a satisfacer las necesidades básicas de los individuos y comunidades, particularmente las de tipo humanitario, como alimentación, albergue o refugio, adecuadas condiciones de salud y seguridad. 

Utilidad. Concierne a las acciones que promueven el bienestar de individuos y comunidades, maximizando la utilidad de una acción tomando en consideración la proporcionalidad y la eficiencia para el logro del mayor beneficio al menor costo posible.

Respeto por las personas. Es clave en la cultura de los derechos humanos y remite a tratar a las demás personas desde el reconocimiento de nuestra humanidad compartida, su dignidad y derechos intrínsecos. Este principio, formulado explícitamente en el artículo primero del Código de Nüremberg de 1947 al término de la Segunda Guerra Mundial, considera el respeto a la autonomía de las personas, permitiendo y facilitando que ellas tomen, de modo informado, voluntario y libre de coerción y manipulación, sus propias decisiones. Para quienes no tienen la capacidad de tomar decisiones se debe considerar a otros que protejan sus intereses. Se considera, además, el respeto a la privacidad y la confidencialidad, así como el respeto a las creencias o convicciones sociales, religiosas o culturales, incluyendo los lazos significativos, como los familiares. La transparencia en la información y la comunicación veraz son requisitos para la toma de decisiones de modo libre y autónomo. 

Libertad. Esta incluye un amplio abanico de libertades sociales, religiosas y políticas, tales como la libertad de movimiento, a reunión y libre expresión. 

Reciprocidad. Este principio debe mantenerse respecto de las contribuciones que han realizado las personas y promueve el principio de justicia en tanto permite corregir desigualdades de base que impactan en la distribución de riesgos, cargas y beneficios durante la respuesta a la epidemia. 

Solidaridad. Promueve un “nosotros” que actúa colectivamente frente a una amenaza común. En tal acción concertada es vital superar desigualdades que tienen efectos de exclusión y discriminación de grupos y minorías. 

Para que tengan una posibilidad de orientación práctica, la aplicación de estos principios, que se inspiran en la cultura de los derechos humanos, debe ser aterrizada y específica a un contexto concreto, y dado que las situaciones de pandemia como la que vivimos se caracterizan por la ausencia de evidencia completa, e incluso a veces se carece de información específica, se recomienda que el razonamiento moral opere por analogía. Es decir, una toma de decisiones informada por experiencias previas en las que sí se contaba con información a mano. Sin embargo, pese a la contingencia, los países y Estados tienen que respetar las obligaciones que han suscrito en materia de derecho internacional de los derechos humanos.

Estos son fundantes de la brújula moral que orienta la toma de decisión, al tiempo que también establecen los límites que la situación de emergencia no puede sobrepasar. Esto es lo que queda expuesto en los Principios de Siracusa sobre las Disposiciones de Limitación y Derogación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. La limitación, por ejemplo, de algunas de las libertades consagradas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Carta de las Naciones Unidas, como ocurre con las medidas de cuarentena y confinamiento obligatorio que restringen la libertad de movimiento y reunión, sólo puede darse cuando se considere “necesaria” por un requerimiento público o social apremiante, para responder a un objetivo legítimo y disponiendo medidas que sean proporcionales a tal objetivo. 

La salud pública es uno de los motivos que puede invocarse a la hora de ver necesaria, razonablemente y de modo no arbitrario, la limitación de ciertos derechos sólo en tanto permita al Estado la adopción de medidas que logren hacer frente a la grave amenaza a la salud de la población, para impedir la propagación de enfermedades o lesiones, y para proporcionar los cuidados necesarios. Con todo, ni siquiera en contextos de excepción, los Estados pueden suspender ciertos derechos humanos. Tal es el caso de los derechos a la vida; a no ser sometido a torturas ni a penas ni a tratos crueles, inhumanos o degradantes; a no ser sometido a la esclavitud ni a ser servidumbre no voluntaria; a no ser encarcelado por no cumplir una obligación contractual; a no ser condenado a una pena más grave en virtud de una legislación penal retroactiva; a ser reconocido como una persona ante la ley; y a la libertad de pensamiento, consciencia y religión. Estos derechos no admiten derogación bajo ninguna condición, por lo que establecen un límite claro e infranqueable para los Estados, sus órganos y agentes. 

En este marco y ante la crisis de salud pública ocasionada por la pandemia del Coronavirus (Covid-19), la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile ha formulado un conjunto de recomendaciones a las autoridades del país para que en la gestión de la emergencia: 

a. Se priorice la salud y la vida de toda la población por

sobre las consideraciones económicas de corto plazo y se garantice que las medidas de salud pública y económicas se tomarán en pos del bien de la población y no para obtener réditos personales o partidarios.

b. Se dé fiel cumplimiento a los compromisos del Estado en materia del derecho a la salud, garantizando el acceso a condiciones adecuadas y sin discriminación a las personas afectadas por el Covid-19. c. Se garantice que se tomarán medidas eficaces de prevención y de tratamiento en todo el país.

d. Se tomen medidas eficaces para garantizar el derecho a la educación que sean compatibles con el cuidado de niños, niñas y adolescentes.  

e. Se entregue apoyo, protección y recursos adecuados a todos los equipos del área de la salud y trabajo social que hoy desarrollan una labor heroica atendiendo a la población que lo requiere, en condiciones de alto riesgo para su propia salud y bienestar físico y psíquico.

f. Se garantice que el uso de los recursos públicos se hará en forma transparente y bajo un estricto apego a la normativa vigente. 

g. Se garanticen condiciones de vida dignas a la población; apoyo en materia económica a las personas mientras se mantiene la crisis, a fin de que no se vean obligadas a romper las medidas de autocuidado. h. Se garantice el apoyo psicosocial a las personas y comunidades dadas las consecuencias para la salud mental generadas por la pandemia, las que deben ser diagnosticadas, atendidas y monitoreadas. 

i. Se permita a los órganos de control realizar sus labores de supervisión de las decisiones y el gasto público. j. Se abran canales de participación de organismos técnicos en la toma de decisiones de prevención y combate de la pandemia. 

k. Se abran canales de participación a las organizaciones ciudadanas para proponer medidas orientadas a combatir la crisis económica asociada a esta pandemia. 

l. Se evite adoptar medidas destinadas a generar situaciones de impunidad respecto de graves violaciones de derechos humanos. 

m. Se adopten todas las medidas necesarias para que las facultades extraordinarias del estado de excepción constitucional de catástrofe no sean usadas como forma de represión a la ciudadanía.

Quizás no haya momentos más definitivos para que una sociedad ponga en evidencia su potencial ético que aquellos de crisis. Tales situaciones comportan un momento veritativo en el sentido en que muestran de modo prístino las fortalezas y fragilidades de la sociedad que hemos construido y heredado. Los derechos humanos son un buen punto de partida, de referencia y de evaluación para saber si estamos a la altura de llamarnos democráticos. No en declaraciones y frases de corrección política que, como dice la sabiduría popular, son “para el bronce”, sino en cada una de las decisiones que tomamos exigidos por el contexto crítico que enfrentamos. Ahí, en ese día a día, nos jugamos no sólo la vida, sino la posibilidad de una vida buena. Decente, digna y respetuosa para con los derechos de lo más valioso que tiene un país y sociedad: su gente.