Avisa cuando llegues: la calle como escenario de guerra

El libro compilado por la escritoras Alejandra Costamagna y Carolina Melys reúne un conjunto de veinticinco narradoras, dramaturgas, cantoras, cineastas, ilustradoras y poetas que, desde diversos géneros literarios, elaboraron textos inéditos, que se caracterizan por la experimentación con el lenguaje, el predominio de las voces en primera persona complejizadas en una discursividad consciente de las tensiones de género, las atmósferas opresivas y, por sobre todo, una actitud guerrera de las protagonistas.

Por Patricia Espinosa
Avisa cuando llegues, editorial Bifurcaciones, $12.500 en librerías.

“Avisa cuando llegues” es una frase comúnmente dirigida a las mujeres que nos habla del temor y la incerteza de arribar a un destino seguro. La realidad es que el simple hecho de desplazarse por el espacio público ya es un peligro porque, como sabemos demasiado bien, la calle es un territorio peligroso para las mujeres. “Avisa cuando llegues” es ese cotidiano informe con el que decimos que llegamos sin daño, que logramos, por esta vez, escamotear la violencia sobre nuestros cuerpos, porque la calle es para las mujeres una zona de guerra y su cuerpo un botín para el patriarcado. 

Avisa cuando llegues (Talca, Editorial Bifurcaciones, 2019) es también un libro compilado por la escritoras Alejandra Costamagna y Carolina Melys quienes han reunido un conjunto de veinticinco narradoras, dramaturgas, cantoras, cineastas, ilustradoras y poetas que, desde diversos géneros literarios, elaboraron textos inéditos, en su mayoría, en torno a la mujer y la violencia. La curatoría es impecable, no solo porque permite dar cuenta de un espectro amplísimo de autoras de diversas edades y estilos, sino por la gran calidad de sus escrituras. 

El volumen se caracteriza por la experimentación con el lenguaje, el predominio de las voces en primera persona complejizadas en una discursividad consciente de las tensiones de género, las atmósferas opresivas y, por sobre todo, una actitud guerrera de las protagonistas. Este último aspecto me parece destacable, estamos frente a voces de mujeres que no se dan por vencidas aunque estén situadas en contextos donde en apariencias no hay salida. 

La escritora Alia Trabucco participa con el relato Go home.

Así, pegadas a lo real, a la materialidad de los cuerpos, surgen estas escrituras ancladas en una política de confrontación a la violencia. Esto implica una subjetividad en resistencia, que no evita el peligro, que no se enclaustra ni quiere abandonar el espacio para público. Es recurrente en estas narraciones que el momento mismo de la agresión física aparece en contadas ocasiones; los relatos tienden a ocurrir en el momento previo o el posterior, cuando el daño se ha  concretado.

Aun cuando resulta difícil entre tanto relato destacable, mencionaré solo nombres y textos a modo de una pequeña ruta de lectura. Alia Trabucco y su crónica Go home nos aproxima a la represión policial que vive una mujer francesa-musulmana por su cabeza cubierta por un pañuelo. La segregación religiosa pega fuerte en este relato. La exclusión, esta vez por el hecho de ser mujer, se advierte en el relato de Mónica Drouilly. Insert Coin se centra en la relación de dos hermanos diestros en un videojuego; particularmente la chica. Es, a fin de cuentas, su talento, aquello que la condena y que resulta imperdonable para su hermano y el grupo de chicos del barrio que la agrede. 

En un estilo más directo, incluso rudo, se encuentra el relato de Marcela Trujillo, Época punk. Nuevamente una mujer sola, de noche, esta vez violada en un parque en pleno centro de la ciudad. El temor resulta inamovible en cada una de estas protagonistas. Así también podemos verlo en la narración de Carmen García, Llamada imaginaria donde una mujer aterrorizada por el acoso sexual de un taxista genera diversas tácticas de defensa para demostrar al hombre que no está sola. 

Daniela Catrileo sorprende con e texto Kutral sobre su infancia sobreprotegida.

La marginación y la soledad son dos términos que se reiteran en estas historias. Daniela Catrileo sorprende con un texto narrativo titulado Kutral. La narradora aborda su infancia sobreprotegida y el aprendizaje de códigos de sobrevivencia urbana en paralelo a la búsqueda de la emancipación. La calle es también el tema privilegiado por la gran poeta, Elvira Hernández, quien elabora en esta ocasión un ensayo: No nos falta calle es una reflexión sobre la condición subalterna de la mujer en diversos periodos de nuestra historia. Su relato es intercalado con recuerdos autobiográficos donde, tal como en el texto de Catrileo, las niñas eran resguardadas en el espacio doméstico ante los peligros del espacio público. La educación sexista, al igual que la inserción de la mujer en el trabajo, sometida a inequidades de salario, son algunos de los temas que aborda Hernández mediante un estilo cercano, vigoroso, como un gran llamado de alerta a generar cambios en las mujeres. 

Dentro de los textos más originales se encuentran los de Lina Meruane y Verónica Jiménez. El primero es una ficción-crónica notable. A partir de un diálogo de mujeres surge la cita a Camille Paglia, feminista estadounidense de derecha, quien asevera que el costo de salir de casa es la violación y que las mujeres tendrán que asumirlo como un peaje. Este juicio macabro da lugar a una discusión con dos posiciones contrapuestas: responsabilizar a las mujeres de sus propias violaciones o asumir una política de exigencia a “no ser violada ni agredida ni abusada cuando vamos solas”. Jiménez, por su parte, una de las voces más importantes de la poesía chilena, se orienta a reconstruir la enigmática figura de la gran Rosa Araneda, poeta de fines del siglo XIX, quien a través de su escritura desafió sin resquemores los cánones machistas de la época. La prosa de Jiménez conjuga fineza con una mirada ruda excepcional. 

La poeta Elvira Hernández contribuye con un ensayo titulado Nos nos falte calle.

La lectura de este excelente libro permite identificar desde donde están escribiendo las mujeres chilenas hoy. Para mí, escriben desde el lugar de la denuncia a la violencia de género, a la guerra material y simbólica que el patriarcado y el neoliberalismo despliegan contra la mujer emancipada o en vías de emancipación. Estas voces se alzan generando una denuncia y múltiples prácticas de resistencia a la violencia que intenta devolverlas al espacio doméstico. Estamos, nada más y nada menos, que ante la plenitud de una política de segregación que sin duda estas escrituras rechazan, demostrando que la única batalla perdida es aquella que no se da…y las mujeres la estamos dando. Desde todo punto de vista, un libro imprescindible.

No es la primera vez: la esperanza en tiempos de pandemia

Hagamos memoria. A comienzos del siglo XX, Chile tenía una de las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades como el tifus, el cólera y la viruela hacía estragos en la población. No fue únicamente los que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia” lo que ayudó a salvar la crisis; el horror fue abordado también por políticas públicas y una mayor intervención del Estado. La fórmula parece ser la única que podría volver a salvarnos hoy del Covid-19.

Por Azun Candina Polomer
La historiadora y académica Azun Candina. Crédito de foto: Felipe Poga.

Sin ser personal de salud ni recolectores de basura, y tampoco trabajadoras de mercados y almacenes, algunos intelectuales giran alrededor de su encierro computarizado y últimamente se han dedicado a tareas como predecir el fin del capitalismo o su fortalecimiento, o a repetirnos —versión pandemia— lo que ya sabíamos: el mundo es una colmena, y lo que  afecta a unos, termina llegando a todos. Más que a la empresa nostradámica de la predicción, me interesa en estas líneas referirme a lo que sí parece un fenómeno claro: las catástrofes son el recordatorio agudo de las carencias de lo cotidiano y lo normal, y tal vez su único lado bueno es que pueden ayudarnos a no convertirnos en o a no seguir siendo un presente que deviene en el futuro indeseado de un pasado. 

A comienzos del siglo XX, Chile era uno de los países con las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades infecciosas y epidémicas como el tifus, el cólera y la viruela, entre otras, hacían estragos en la población. Si esa situación paulatinamente cambió a lo largo del siglo, no fue únicamente por eso que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia”. En términos de salud pública, esos avances significan muy poco cuando están disponibles solamente para una minoría que puede pagarlos, y cuando las condiciones de vida de la mayoría —que involucran vivienda, agua potable y otros servicios— son lamentables. El horror de un pueblo chileno permanentemente enfermo y cuyos niños morían en las cunas,se superó porque ese mismo horror fue abordado con políticas públicas que, como estudió en profundidad la historiadora María Angélica Illanes, a quien cito, se avanzó hacia “una mayor responsabilidad organizativa frente a la caridad asistencial”; es decir, una verdadera política de salud fiscalizada por el Estado.

«Las catástrofes son el recordatorio agudo de las carencias de lo cotidiano y lo normal, y tal vez su único lado bueno es que pueden ayudarnos a no convertirnos en o a no seguir siendo un presente que deviene en el futuro indeseado de un pasado». 

 Los médicos, como voz profesional autorizada y como gremio, tuvieron un papel central en esa instalación que salvó miles de vidas. Sus organizaciones profesionales —como el Sindicato de Médicos de Chile (1924), la Asociación Médica de Chile (1931) y finalmente el Colegio Médico de Chile (1948)— se pronunciaron y trabajaron a favor de una medicina de amplia cobertura y financiada por el Estado. En 1952, finalmente, se creó el Servicio Nacional de Salud (SNS), organismo centralizado que asumió las obligaciones y funciones de las anteriores instituciones de salud pública existentes en el país. Fueron parte de este esfuerzo, también, las asistentes sociales (visitadoras, en la época) que caminaban por los barrios viendo la pobreza y el desamparo y elaboraban los informes que apoyaban la toma de estas medidas; las profesoras primarias que enseñaban a los niños a lavarse las manos (sí, como ahora), y los cientos de enfermeras, paramédicos y funcionarios del Estado que participaron en las campañas de vacunación masiva y obligatoria o de educación para evitar los contagios en la vida cotidiana, por dar sólo algunos ejemplos.

Valga insistir, entonces, en que no fueron sólo los avances científicos y médicos, sino también los esfuerzos de sucesivos gobiernos, asociaciones profesionales, maestros, activistas y funcionarios  fiscales, los que hicieron que esos avances llegaran, no a todos ,por cierto, pero sí a grupos cada vez más amplios de la población. El Covid-19, a pesar de su técnico nombre, evoca esas historias del monstruo milenario que de pronto se liberó desde una grieta olvidada del pasado, rompió el sortilegio que lo mantenía prisionero e invadió el presente. Trae así de regreso ese pasado que ninguno de nosotros vivió: el de una humanidad que debía luchar, una y otra vez, contra las enfermedades epidémicas y sin cura. Fueron los avances de la medicina y fueron los gobiernos, Estados y sociedades que actuaron desde la comunidad y la solidaridad los que cambiaron el rostro del dolor. Porque sí, se puede cambiar: como escribió la historiadora Arlette Farge en Lugares para la Historia, “el sufrimiento triza tanto como une, pero, desde luego, es la recepción que se le organiza a ese sufrimiento lo que lo torna sórdido o generador de movimientos”. Ojalá estemos a la altura.

Crisis… ¿sanitaria? ¿Qué es lo que verdaderamente está en crisis?

Por Sonia Pérez

Detengámonos en esta experiencia: de un día para otro, nuestra movilidad espacial se ve reducida; palpamos la amenaza de una afección física e incluso la muerte de algún familiar, propia o de algún conocido; el trabajo de los pequeños emprendedores y productores es amenazado en su continuidad; la televisión nos bombardea con información atemorizante; no sabemos lo que pasará en una semana más ni al día siguiente; las informaciones oficiales son cambiantes y confusas; se activan las redes sociales con mensajes cuya fuente no conocemos; tenemos que preocuparnos de cómo ajustar nuestras modalidades de trabajo para no perder ingresos económicos; las escuelas dejan de funcionar; el futuro es incierto y no se sabe cuándo se retornará a la normalidad; y nos enfrentamos a priorizar qué es lo verdaderamente importante para sustentar nuestra vida cotidiana ante tanto cambio.

¿Coronavirus?

Sí y no, porque este escenario puede perfectamente relatar lo que ha experimentado Chile en alguno de los frecuentes desastres socionaturales de su historia reciente o incluso durante lo vivido después del 18 de octubre de 2019.

La académica y doctora en Psicología Social, Sonia Pérez. Crédito: Alejandra Fuenzalida.

Lo que está sucediendo con el Covid-19 hoy es, sin duda, una situación histórica a nivel mundial por su magnitud imprevista y sus múltiples impactos, pero en nuestro país no es la primera vez que nos enfrentamos a tanta vulnerabilidad. Cualquier medida que tomemos como país debe entonces considerar las particulares características de nuestro sistema social y nuestra cultura. En Chile, la brutal desigualdad en la que se anidan los problemas sociales –y ahora sanitarios– nos ha enseñado, con dureza, cuatro cosas:

1. Que las catástrofes no afectan a toda la población por igual. La experiencia actual de la cuarentena devela sendas diferencias con las que hemos convivido –y hasta hemos naturalizado– por muchas décadas. Mientras unos pueden cuidarse quedándose en casa, otros deben aún asistir a sus puestos de trabajo, exponiéndose al contagio. Mientras unos pueden cambiar su trabajo a modalidad remota, otros no tienen acceso a Internet ni a computadores. Mientras algunos han podido pagar seguros de salud, otros están indocumentados y en completa indefensión. Mientras algunos mantienen su salario, otros son desempleados o pierden la fuente de ingresos por la que se han esforzado durante largo tiempo. Mientras algunos encuentran en la cuarentena la posibilidad de usar el tiempo de manera creativa y laboriosa, otros ven agudizados sus conflictos relacionales y terminan expuestos a mayor violencia y maltrato. Mientras algunos pueden contar con redes de apoyo para abastecimiento y distribución de labores domésticas y productivas, otros concentran multifunciones en tiempos y espacios reducidos. Mientras algunos pueden refugiarse en propiedades con áreas verdes, otros deben encerrarse en sectores históricamente contaminados. Mientras algunos acceden a cumplir penas en sus casas, otros son aislados en insalubres y hacinadas cárceles. Mientras algunos se acompañan con las redes sociales, otros están aislados digitalmente. Mientras algunos pueden lavarse las manos frecuentemente, otros no tienen acceso a agua potable en sus hogares. Mientras para unos el acceso a la atención médica puede resolverse de manera privada, otros saben con angustia que no serán atendidos en caso de necesidad. Mientras algunos pueden seguir financiando la continuidad de tratamientos y espacios de contención psicológica, para otros el desgaste emocional abruma. Peor aún: mientras algunos disfrutan de todas estas primeras condiciones, otros se encuentran viviendo, a la vez, todas las segundas. La crisis de equidad y justicia está estructuralmente a la base de la crisis sanitaria. No se puede enfrentar una si se mantiene la otra.

2. Que las emergencias se vuelven desastrosas cuando no somos capaces de reducir los riesgos de manera integral. Las políticas sociales, de educación, de trabajo, de habitabilidad, económicas y de salud, siguen estando desarticuladas, entre sí y en relación con los territorios que pretenden beneficiar. La emergencia produce una crisis multidimensional que las personas no pueden resolver dimensión por dimensión de vida de manera secuenciada, por lo que la desarticulación de planes y programas es mucho más que un problema de gestión: es un problema de participación y validación de las necesidades que enfrentan las comunidades. En Chile, las personas están en riesgo de manera crónica y superpuesta: riesgo a perder el trabajo, a tener un trabajo precario e inseguro, a no tener una vida sustentable, a no contar con educación de calidad, a no ser atendidas como corresponde cuando se requiere de asistencia física o psicológica, a no poder cuidar como merecen a sus niños/as o abuelos/as, a ser discriminadas por discapacidades, a ser excluidas por su origen. Cuando todo se da al mismo tiempo, las personas terminan por priorizar la resolución de un problema, sabiendo angustiosamente que con ello profundizan los otros. Un sistema social garante del buen vivir no puede dejar tal responsabilidad a cada persona. La crisis política de desarticulación e insuficiente articulación con las comunidades sólo se puede enfrentar con soluciones colectivas y participativas, presentes en todos los territorios, integradas, que no prioricen las necesidades macroeconómicas por sobre las demás, sino que validen las estrategias y propuestas que las comunidades conscientes han levantado a partir de sus propias experiencias y proyecciones.

“Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida”.

3. Que la desconfianza incrementa el miedo y el control social. La ambigüedad y falta de claridad de una política de protección, junto a la percepción de abusos e injusticias, ponen en crisis la confianza y sentido de pertenencia a un sistema social. El miedo a enfermar puede ser tan grande en Chile como el miedo a no ser protegido cuando ello ocurra. Al mismo tiempo, la incertidumbre respecto al límite temporal que tendrá la emergencia convive con lo incierto que resulta el futuro del país en un proceso constituyente o el lugar social que ocuparemos en la sociedad que se construya. Estos miedos se sustentan en la desconfianza de las personas respecto a las instituciones, instalada ya por décadas en el seno de nuestra experiencia social. En dirección complementaria, la desconfianza amenaza con crecer entre las mismas personas, lamentablemente, a raíz del persistente disciplinamiento que han desplegado los medios de comunicación, desde donde se nos ha enseñado a temer al vecino. El saqueador de supermercados de octubre es presentado ahora como el acaparador en cuarentena en los mismos supermercados; el evasor, el violento callejero, es evocado hoy en el inconsciente como un portador del virus que camina por las calles. En ambos, la indisciplina es motivo de desconfianza, por tanto, fuente de miedo y, en consecuencia, una amenaza que debe ser controlada. El control del contagio ha perdido importancia en servicio del control social, lo que claramente no contribuye al sentido de tejido social que es tan relevante construir en estos momentos. Reconstruir las confianzas sociales que sustenten el desarrollo social y humano es una tarea de validación y reconocimiento de las capacidades sociales que se han puesto en juego tanto para hacer frente a esta amenaza sanitaria como a otras, de otro tipo, que se han vivido previamente. La crisis de confianza no puede abordarse sólo a través del control social, sino que debe considerarse, además, la protección, lo que implica, entre otras cosas, la regulación de abusos laborales y la especulación de los precios en bienes y servicios, por mencionar algunos. 

4. Que la vulnerabilidad es mayor cuanto más individualismo hay en el sistema social. La experiencia subjetiva de vulnerabilidad impacta incluso psicológicamente cuando seguimos pensando, casi de manera automática, que los problemas se resuelven a través del esfuerzo individual. Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva y el mérito con que se gana un beneficio, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida. Aprendimos a sentirnos vulnerables no cuando somos vulnerados en nuestros derechos, sino cuando no somos capaces de aguantar la vida que nos tocó. Por fortuna, hay unos pocos momentos en la historia, como el que estamos viviendo en cuarentena, que nos enseñan que la vulnerabilidad no podemos enfrentarla solos. Tal vez esta sea la crisis más beneficiosa: la crisis del individualismo atraviesa el cuerpo, las creencias y las prácticas, reportándonos a la necesidad de una conexión que vaya más allá de la competencia, a una subjetividad en donde reconocernos como seres “socio-naturales” en un lugar común. Hoy hasta el individualismo siente miedo de quedar solo.

En suma, la situación de Chile ante el virus no presenta los mismos desafíos que en otros países, pues no es un problema exclusivamente sanitario. Se requiere una plataforma de estrategias integradas a nivel social y económico que garantice la supresión de las desigualdades en la exposición a la amenaza sanitaria, que distribuya equitativamente las herramientas de prevención y protección, y que sea garante de los derechos humanos.

El modelo de sociedad, tal como lo hemos venido experimentando, con pilares de inequidad, injusticia, desarticulación, desconfianza, miedo, vulnerabilidades, individualismo, muestra su crisis ante la emergencia sanitaria del Covid-19, un virus que vino a interpelar con fuerza la sustentabilidad y la dignidad con que lo enfrentamos. El virus podrá ser controlado, pero luego de su paso nuestra sociedad ya no puede –ni debe– ser la misma de antes.

Filosofía en emergencia: sólo un punto de partida

Desde que se produjera la expansión del virus Covid-19 a nivel planetario, las reflexiones filosóficas en torno a sus alcances sociales y políticos no tardaron en llegar. Pensadores como el esloveno Slavoj Žižek, el coreano Byung-Chul Han o la estadounidense Judith Butler han dado ya sus primeras impresiones acerca de la pandemia. Sin embargo, la Doctora en Filosofía Política de la U. de Chile, María José López, insta a mirar con cautela estas deliberaciones.

Por María José López Merino

El asombro por lo ocurrido con esta crisis sanitaria mundial ha sido casi tan enorme como el universo de reflexiones y tesis acerca de su significado, causas, consecuencias. Reflexiones que han poblado los diarios y los medios digitales, que, sumadas a un tiempo nacido del encierro en el que hemos tenido días para leer estas ideas, han amplificado su efecto. Pienso, modestamente, que antes de las tesis y los diagnósticos un poco acalorados que declaran desde la muerte de la China comunista hasta la muerte del capitalismo o la llegada de un nuevo holocausto del siglo XXI, es necesario recordar eso que decía Hannah Arendt: la compresión previa, que busca domesticar el acontecimiento histórico nuevo, no es nunca toda la comprensión, sino sólo el punto de partida.

La académica y doctora en Filosofía Política, María José López. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

En el caso de los filósofos y pensadores de la cultura, hay esfuerzos disímiles que vale la pena mirar. Algunos de ellos se reúnen en Sopa de Wuhan (2020), compilación en la que encuentran lugar algunas impresiones, de distinta densidad y alcance, de autores como Slavoj Žižek, Byung Chul-Han,  Judith Butler y David Harvey, entre otros.

Me impresiona el libro por la prontitud de las tesis, la seguridad de los diagnósticos, la radicalidad de las lecturas y conclusiones que sacan. No me siento muy cercana a esta filosofía comentarista inmediata de la actualidad. Cuando la filosofía observa de reojo, con una mirada más lenta que le da cierta desactualidad, encuentra su mayor realismo. 

En esta premura del diagnóstico, el artículo más impresionante es el de Giorgio Agamben, bastante comentado por lo demás, en el que pone en duda la existencia de una real epidemia de proporciones anormales en Italia, y propone la tesis de que para los gobiernos mundiales, “habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas (las restricciones a la libertad y las formas de control) más allá de todos los límites”. Este parece un ejemplo paradigmático de lo que Arendt llamó alguna vez el exceso de teoría, que está en la base de cualquier ideología. Allí donde la realidad no coincide con el marco de ideas previas con las que se la quiere leer –en este caso, “biopolítica”–, es la realidad la que se modifica o se relee para hacerla coincidir, incluso al precio de falsearla.

Otro lugar común que confunde, que viene más bien de la política que de la filosofía, es la metáfora de la guerra. Como dijo Humberto Maturana (La Tercera, 10, 4, 2020) hace pocos días, aquí no hay ninguna guerra contra un virus, porque el virus no es un enemigo ni una entidad inteligente que combatir, de hecho, hay dudas de que esté vivo. Más bien hay un acontecimiento que no pudimos prever y que nos revela una forma de vida y de organización social que sin duda nos pone en peligro.

El filósofo Slajov Žižek afirmó que el Coronavirus es un ataque mortal al capitalismo.

Otra forma de apresuramiento distinta es la que asume Žižek, el filósofo esloveno. Con una grandilocuencia que no es nueva en él, afirma que el Coronavirus es algo así como el ataque mortal al sistema capitalista. Ya nos gustaría a muchos que un virus pudiera hacer algo así. Lo que más bien ha mostrado esta pandemia es la crudeza de un sistema de libre mercado radical, en el que producto de la especulación suben los precios, se despiden masivamente a trabajadores sin respeto por sus derechos laborales, los insumos de salud se vuelven un nuevo campo de ganancias para quienes aprovechan la oportunidad y la salud privada sigue abrazando un negocio lucrativo mientras la salud pública, con enormes dificultades e inequidades, asume gran parte del peso de esta crisis. Llama luego Žižek, con su acostumbrado entusiasmo, a un nuevo comunismo global que reordene el campo de la economía. 

El problema es que nuestras legítimas aspiraciones de transformación emancipadora pueden impedir que veamos la realidad sobre todo, que olvidemos algo que Chul Han advierte a mi juicio con mucho tino en el artículo que incluye en el mismo libro: “El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución”. Es más, aclara, ojalá luego del virus venga la revolución humana, una que tenemos que hacer nosotros. 

Está claro que la pandemia hace reflotar idearios políticos y morales que en las últimas décadas se han visto fuertemente cuestionados por el avance de un capitalismo neoliberal sin contrapeso, especialmente en nuestro país. En este sentido, ideas como la necesidad de una salud pública, de un Estado fuerte, de unas regulaciones globales a los intereses privados, vuelven a adquirir una vigencia normativa importante. En esta misma línea, se pregunta el artículo de Butler:

El coreano Byung-Chul Han aseguró que ningún virus era capaz de hacer una revolución.

“¿Imagina que la mayoría de la gente piensa que es el mercado el que debería decidir cómo se desarrolla y distribuye la vacuna? ¿Es incluso posible dentro de su mundo insistir en un problema de salud mundial que debería trascender en este momento la racionalidad del mercado?”. 

Así como Butler, impactados por esta crisis, hoy nos vemos en la necesidad de formular la pregunta por la validez de la desigual seguridad que viven los ciudadanos, cuestión que redunda en la recuperación de la discusión sobre los derechos sociales y la necesidad de un Estado fuerte que sea capaz de proteger, pero también de escuchar a sus ciudadanos. 

Estas tremendas desigualdades hoy determinan a quién se va a diagnosticar, tratar a tiempo y adecuadamente, y a quién no, y se expresan en diferencias entre países (Ecuador y Alemania, por ejemplo) y en otras al interior de cada nación.  Concretamente: ¿qué pasará en Chile cuando las camas de cuidados intensivos o los medios para soporte vital no den abasto? Es lo mismo que se preguntan insistentemente distintos expertos. 

“Un aspecto positivo es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible”. 

En este sentido, si bien la pandemia no derroca ningún sistema económico ni político por sí misma, sí pone en evidencia la radiografía de la desigualdad planetaria. En su alcance político, este desnudamiento de una realidad que ya estaba antes del virus puede despertar conciencias y aunar deseos de una ciudadanía planetaria, lo que Butler llama “un deseo colectivo de igualdad radical”.

En la misma línea, del carácter revelador y no transformador de esta pandemia, se instala Harvey, quien considera que todas las formas de discriminación, “maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberal”, se hacen evidentes con estas crisis. En este sentido “el Covid-19 exhibe todas las características de una pandemia de clase, género y raza”.

Un aspecto positivo, sin embargo, es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible. 

Pero esta revalorización de la ciencia no deja de hacer evidente que la crisis no se supera sólo con ciencia, con tecnología y saber de punta. Es evidente que la manera en que la superaremos tiene que ver sobre todo con la acción políticas de los Estados y, más incluso, de la asociación de los Estados para instaurar soluciones que sean razonables y justas. En esto me quedo con las palabras de Markus Gabriel, también en la Sopa de Wuhan: “Cuando pase la pandemia viral necesitaremos una pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos. Vivimos y seguiremos viviendo en la tierra; somos y seguiremos siendo mortales y frágiles. Convirtámonos, por tanto, en ciudadanos del mundo, en cosmopolitas de una pandemia metafísica. Cualquier otra actitud nos exterminará y ningún virólogo nos podrá salvar”. 

Judith Butler, quien estuvo en julio pasado invitada por la U.de Chile, dice que frente a la crisis del virus, se podría despertar una conciencia y un «deseo colectivo de igualdad radical». Crédito de foto: Felipe Poga.

Es interesante ver resurgir la vieja idea del cosmopolitismo ahora sobre bases nuevas: las de una democracia global y con justicia real para todos (como diría Van Parijis), que no nacerá espontáneamente. Serán necesarias la organización ciudadana y la activación de ese mundo en común, que presione a los gobiernos y a las organizaciones mundiales para la obtención de cambios reales. Volviendo a Butler y Harvey, hay un proyecto político y económico de transformación que deberíamos construir en conjunto. Para ello se requieren gobiernos con altura de miras, pero también ciudadanos con voluntad y con capacidad de acción política para impulsar los cambios que garanticen mayores niveles de justicia para nuestras democracias. 

La filosofía puede ayudar en esto a la hora de repensar y reexaminar nuestras formas de vida, las injusticias en las que vivimos y naturalizamos. Hay mucho que pensar y mucho que construir políticamente después de esta crisis para reconducir nuestro proyecto político hacia una democracia verdadera en la que todos tengamos espacio.

Tiempos de crisis: ¿Cómo afecta la in/movilidad la vida en ciudad?

“El mundo político, empresarial y académico no ha sabido entender cómo la ciudadanía habita los territorios, algo que se volvió evidente en la crisis social que comenzó en Chile a partir del 18 de octubre. Tampoco estamos entendiendo las dificultades que enfrentan, en lo cotidiano, la mayoría de los habitantes”.

Por Paola Jirón

Esta pandemia global revela lo fundamental que resulta hoy la movilidad en todos los aspectos del mundo social, en múltiples escalas, con diversas relaciones y dimensiones, y al mismo tiempo enciende la alerta sobre los efectos impredecibles que su restricción implica en términos de desigualdades. Esto no sólo se refiere a lo esencial de la movilidad con relación al uso del espacio público y el transporte –que muchos hemos tenido que abandonar–, sino que también a comprender que, pese a que nos quedemos quietos, muchas otras cosas se siguen moviendo, lo que permite que muchos nos mantengamos fijos. Esta es parte de la importancia de los territorios relacionales y móviles en el nivel macro de la vida cotidiana.

Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

El territorio relacional va mas allá de entender a la ciudad meramente como contenedora, como un lugar donde sucede la vida, como un espacio visto desde arriba que podemos controlar o definir cómo se va a comportar. Entender el territorio relacional implica reconocer que este nos impacta así como nosotros lo impactamos con nuestras prácticas y que lo que sucede en un lugar tiene impactos en otro, aunque sea lejano y a veces imperceptible. También implica entender que no es igual para todos y que diversas personas lo viven de manera distinta según sus múltiples identidades. Y, sobre todo, es comprender que el territorio es dinámico. Es decir, que los territorios no son fijos, ya que quienes los habitamos, humanos y no humanos, los vivimos en constante movimiento.

En esta línea, la movilidad o, más precisamente, las movilidades, pueden ayudar a comprender la importancia del territorio en la crisis actual. La movilidad no se refiere sólo a la manera en que las personas, sus cuerpos, las cosas –incluidos los virus– y las enfermedades se mueven, sino que también a cómo se encuentran interrelacionadas y son interdependientes con la movilidad –virtual, imaginativa y comunicativa de recursos, ideas, conocimiento, dinero, trámites, pedidos– todos los otros movimientos que nos permiten desplazarnos en el mundo actual. En concreto: ¡todo se mueve! Y, al mismo tiempo, estas movilidades también se encuentran inexorablemente vinculadas a múltiples formas de inmovilidad.

Esto quiere decir que para que yo pueda funcionar desde mi casa, otros se siguen moviendo, incluidas aquellas personas que retiran la basura, realizan repartos a domicilio, manejan buses, son funcionarios públicos o profesionales de la salud y, también, los bancos que siguen circulando dinero, los medios de comunicación que siguen transmitiendo imágenes o los miles de mensajes que continúan circulando por las redes sociales para mantener la cercanía social pese al distanciamiento físico. En otros términos, aquellas personas que podemos permanecer fijas en estos momentos somos las privilegiadas, tenemos el lujo de poder mantenernos en casa.

Es precisamente este privilegio de inmovilidad el que nos ha develado la fragilidad, precariedad y desigualdad del sistema en el que vivimos hoy, ya que la salud, el comercio, los cuidados, el transporte y el empleo son demasiado frágiles, lo que hace que en menos de una semana millones de personas hayan quedado sin remuneración y a merced de sistemas que no dan abasto. La precariedad se expresa en las formas de vivir, donde los más pobres tienen que seguir funcionando, arriesgando su salud y la de los demás; muchas mujeres tienen que dedicarse al cuidado de los niños y enfermos y, además, seguir trabajando; muchos adultos mayores, que ya se encontraban solos, tienen que aislarse aún más para no morir; incluso algunas mujeres deben permanecer encerradas con sus posibles victimarios. 

«Para que yo pueda funcionar desde mi casa, otros se siguen moviendo. En otros términos, aquellas personas que podemos permanecer fijas en estos momentos somos las privilegiadas, tenemos el lujo de poder mantenernos en casa»

Se habla de aislamiento, pero la reclusión no es posible para todos. Dejar en cuarentena a algunos para que no continúe el esparcimiento del virus se presenta como la única solución. Sin embargo, esta mirada fija del territorio no concuerda con la dinámica móvil del virus y de las personas que lo portan. En otras palabras, es difícil pensar que dejando a algunos pocos inmóviles en sus casas vamos a controlar el contagio, ya que el resto de la población se sigue moviendo. Esta es precisamente una forma en que los fijos pueden permanecer en sus privilegios. Sin embargo, este privilegio de la inmovilidad durará muy poco porque el territorio se mueve, porque todo se mueve.

Al ser interdependientes, cada vez que solicitamos un delivery, que pasan a retirarnos la basura, que los conserjes de edificios llegan a trabajar o que alguien cruza la zona de cuarentena, las probabilidades de que el virus circule aumentan. La preocupación en estos momentos es que aquellos que están en estas zonas no salgan, pero quienes están guardados también pueden contagiar a los que están fuera sólo por la interdependencia de la movilidad. 

Esta crisis devela grandes desigualdades territoriales no únicamente por la falta de atención a los campamentos sin agua, la mala dotación de servicios de salud y otras infraestructuras en áreas más pobres de la ciudad, sino que, principalmente, por no contemplar que el territorio se mueve a medida que las personas se mueven y que, entonces, muchas personas están obligadas a moverse para subsistir. Esto significa que muchos tienen que salir a trabajar en auto, bici, caminando o en transporte público, y que muchos también tienen que hacer trámites, ir al médico, sacar licencias, permisos, cobrar cheques o seguir tratamientos. 

Se habla de formas de controlar el territorio desde la inteligencia territorial, es decir, a partir de sistemas tecnológicos inteligentes. Y sería muy útil contar con dicha información, sin embargo, por mucho que existan los softwares y capacidad técnica de manejar grandes bases de datos inteligentes –que permitan hacer proyecciones, modelar el futuro y controlar a la población–, nuestros datos y formas de enfrentar la crisis son precarias, particularmente cuando no existe claridad respecto a cómo manejar dicha crisis. Hemos visto que no sabemos cómo pararnos en una fila para comprar en el supermercado manteniendo la distancia; cómo los lugares donde es necesario hacer trámites no cuentan con los implementos de seguridad para sus empleados y menos para los clientes; y cómo los centros médicos que debieran hacerlo, no cumplen los protocolos. No se trata de que los datos no sean fidedignos, sino que son incompletos. Existe mucha información difícil de obtener de los sistemas de grandes datos que resultan cruciales al momento de tomar decisiones, más allá de controlar y saber dónde están las personas a cada momento. 

La académica e investigadora, Paola Jirón.

Esto significa que los habitantes de la ciudad llevamos en nuestros cuerpos un tipo de inteligencia que nos permite enfrentar esta crisis de otra manera o de formas complementarias. Pero el mundo político, empresarial y académico no ha sabido aprovechar dichos saberes ni entender cómo la ciudadanía habita los territorios, algo que se volvió evidente en la crisis social que comenzó en Chile a partir del 18 de octubre. Tampoco estamos entendiendo las dificultades que enfrentan, en lo cotidiano, la mayoría de los habitantes. Débilmente comprendemos la diversidad de experiencias de este habitar, pues no todos habitamos de manera similar. Las decisiones de la vida cotidiana se toman considerando muchas dimensiones con las que vivimos todos los días, y aún no comprendemos cómo las materialidades, los objetos, el espacio generan e inhiben posibilidades para las personas. 

La forma en que expertos de distintas disciplinas descomponen su especialidad, fragmentan el territorio como forma de comprender la ciudad y la intervienen con sistemas e infraestructuras aisladas entre sí da cuenta de la exigua comprensión que existe respecto a cómo vivimos desde esta forma parcial y sectorial de pensar e intervenir, la que fragmenta aún más la vida de las personas y, por ende, las precariza. 

Que Chile se sorprendiera con una crisis que no veía venir nos develó la poca conexión que existe entre las disciplinas que mantienen fragmentados su análisis y aplicación a políticas públicas. La inteligencia territorial debiese ir más allá de contar con datos macro sobre cómo se comportan de manera agregada los individuos. Es fundamental contar con la inteligencia situada, proveniente de lo/as mismos habitantes para enfrentar esta crisis. No es que el conocimiento de los expertos no sirva, sino que es incompleto y requiere complementarse y mediar con muchos otros conocimientos. Y eso es urgente hoy: reconocer el habitar y en particular el conocimiento habitado.

Este conocimiento nos muestra fragilidad y precariedad en nuestro habitar y, a la vez, nos devela otras formas de vivir entre nosotros y nos demuestra altos niveles de colaboración, solidaridad, preocupación por el prójimo; ingenio y astucia para enfrentar la crisis; formas alternativas y creativas de movimiento que nos permitirán salir mejor de esto. De estos saberes podemos aprender tanto en tiempos de crisis como en los momentos en que tengamos que retomar la vida, que definitivamente será distinta. Y la manera de pensar las ciudades debe empezar a comprender estas formas móviles en que se habitan los territorios, no sólo para algunos privilegiados, sino que para todos.

Teletrabajo: la ley que la crisis del Covid-19 ayudó a aprobar

En el contexto de la actual pandemia, el gobierno aceleró la tramitación del proyecto de ley de trabajo a distancia y teletrabajo que había enviado al Congreso en agosto de 2018, aprobándolo el 25 de marzo pasado. El abogado Luis Lizama, experto en derecho laboral, analiza la nueva norma y la califica de correcta, ya que en principio protege al trabajador y trabajadora y les asegura descansos, higiene y seguridad, así como herramientas de trabajo y ejercicio de sus derechos colectivos.

Por Luis Lizama Portal

La grave crisis sanitaria que ha producido la enfermedad Covid-19 en todo el mundo ha impactado en el modo en que las personas deben trabajar. La mayoría se encuentra impedida de trasladarse libremente por las ciudades y ha debido encerrarse en sus casas para evitar la propagación de este lesivo virus entre la población. 

Sin posibilidad de laborar físicamente en la empresa, el trabajo en el domicilio se ha convertido en la única opción para dar continuidad a la actividad productiva. De un día para otro y en forma inesperada, los trabajadores refugiados en sus hogares han debido migrar a una modalidad virtual de prestación de sus servicios utilizando para ello la tecnología disponible. Así las cosas, se ha vuelto un lugar común el uso de la videoconferencia como un remedo de reuniones en las empresas y clases en las universidades, y la utilización más intensiva de los programas de chats, la mensajería electrónica, la telefonía móvil, las tabletas y los computadores. Todos estos dispositivos, herramientas y aplicaciones, conectados a través de la Internet y las redes inalámbricas de los hogares de los trabajadores.

La ley de trabajo a distancia y teletrabajo se aceleró en el Congreso debido a la crisis del Covid-19.

En el caso de nuestro país, el decreto de Estado de Catástrofe por calamidad pública del 18 de marzo de este año marcó un hito y fijó el inicio de una serie de medidas que la autoridad central ha debido adoptar para, entre otras cosas, evitar el contacto entre las personas. Para tal efecto y, en el contexto del mundo laboral, el Gobierno aceleró la tramitación del proyecto de ley de trabajo a distancia y teletrabajo que había enviado al Congreso en el mes de agosto de 2018, y logró su aprobación el 25 de marzo en virtud de un acuerdo político con la oposición.  En ese sentido, la crisis sanitaria global ha hecho posible que se incorpore al Código del Trabajo una regulación especial sobre el trabajo efectuado en la casa de las personas o en el mismo lugar por medios remotos (Ley N°21.220).

Los principales aspectos de la nueva ley

La nueva normativa regula dos modalidades de contratación laboral. Por una parte, el trabajo a distancia referente a los trabajadores que prestan sus servicios de manera total o parcial desde su domicilio u otro lugar o lugares distintos de los establecimientos, instalaciones o faenas de la empresa y, por otra, el teletrabajo, esto es, aquel realizado por trabajadores que laboran mediante la utilización de medios tecnológicos, informáticos o de telecomunicaciones o que deben reportar sus servicios mediante tales medios. Lo que tienen en común ambas modalidades es que el trabajo es prestado fuera del espacio físico de la empresa: en el hogar del dependiente u otro lugar libremente elegido por él. El hecho de que el trabajador labore en su casa no excluye que las partes puedan acordar que deba trabajar algunos días en las instalaciones del empleador. 

Independientemente de la crisis sanitaria que vivimos hoy, la ley promulgada establece que un trabajador contratado en el régimen general puede migrar a cualquiera de las modalidades de trabajo en el domicilio si así lo acuerda con su empleador. En este caso, la ley le otorga derecho tanto al empleador como al trabajador para hacer cesar la modalidad de trabajo remoto y volver a trabajar en la empresa, siendo suficiente dar un preaviso mínimo de 30 días, comunicado por escrito a la contraparte. En cambio, si un trabajador es contratado en alguna de estas modalidades, requerirá el acuerdo de su empleador para mudarse al régimen de trabajo presencial.

«La tecnología será una herramienta eficiente para prevenir abusos empresariales porque será muy fácil detectar incumplimientos del tiempo de trabajo y descansos con el apoyo de los programas y aplicaciones que debe utilizar el trabajador, los que dejan huella de las acciones que ha realizado el empleado sin que sea necesaria una vigilancia presencial»

Uno de los aspectos más controvertidos en el debate laboral sobre el teletrabajo y el trabajo a distancia dice relación con la jornada que deben cumplir estos trabajadores. Ello porque en estas modalidades contractuales el espacio laboral permea e invade el mundo privado del trabajador, lo que hace muy difícil trazar fronteras claras entre uno y otro, y trae como consecuencia una disociación entre el trabajo y el descanso. Lo que provoca una jornada “porosa” que se mezcla con las tareas familiares del trabajador, y facilita que se confundan los espacios del hogar y del trabajo. Esta circunstancia es especialmente compleja porque diversos estudios -en materia psicológica- concluyen que trabajar en la casa implica un aumento de las tasas de estrés. 

Este problema me parece que está bien abordado por la nueva ley, porque para ambas modalidades establece que, por defecto, el trabajador debe tener una jornada laboral conforme a las reglas generales de la legislación nacional, esto es, la duración máxima de la jornada semanal podrá ser de 45 horas y se podrá distribuir en un mínimo de cinco días y un máximo de 10 días. 

La ley permite a los contratantes adaptar el régimen de jornada común en funciones de necesidades del trabajador y del empleador, efectuando -eso sí- una distinción entre ambas modalidades. El trabajador a distancia, si lo acuerda con su trabajador, podrá quedar autorizado a distribuir libremente el horario laboral durante el día y semana, siempre y cuando respete los límites máximos de duración diaria y semanal. Para el caso del teletrabajo, las partes podrán convenir la exclusión del límite de jornada de trabajo, esto es, que el empleado no tenga jornada. Esta regla, excepcionalísima, tiene un límite muy potente: si el teletrabajador está sujeto a la supervisión o control funcional del empleador sobre el modo y la oportunidad en que desarrolla sus labores se entenderá que está sujeto al régimen de jornada común.  

No obstante, la regla más importante que la ley incorpora en materia de jornada laboral tiene que ver con el reconocimiento del derecho a desconexión para estos trabajadores. En efecto, la ley asegura que tanto los trabajadores a distancia como los teletrabajadores tengan derecho a un tiempo en que no estarán obligados a responder las comunicaciones, órdenes o requerimientos del empleador. Este derecho a desconexión digital tendrá una duración de, a lo menos, 12 horas continuas en un periodo de 24 horas. De este modo, la ley se hace cargo de superar la “porosidad” de la jornada laboral permitiendo al empleado diferenciar entre el tiempo destinado al trabajo y aquel propio del ocio y su vida personal, toda vez que se le garantiza un tiempo absoluto de plena desconexión con la actividad laboral. Y, a la vez, una prohibición absoluta a que el empleador se comunique o le formule requerimientos al trabajador en sus días de descanso, permisos o vacaciones.

Sin perjuicio de la imperante necesidad por regular el trabajo realizado desde el hogar, además del problema de la “porosidad” de la jornada laboral, es posible observar otros inconvenientes que puede traer aparejada dicha modalidad de trabajo y que la nueva ley también aborda adecuadamente. 

El abogado y experto en derecho laboral de la U. de Chile, Luis Lizama.

En efecto, otro problema que tiene el teletrabajo y el trabajo  a distancia es determinar quién se hace cargo de garantizar las condiciones adecuadas de higiene y seguridad para prestar servicios en la casa. Lo anterior, porque el trabajador se ve expuesto a sufrir accidentes del trabajo y enfermedades profesionales mientras presta funciones en su hogar, por lo que resulta razonable que el legislador también se haga cargo de resolver esta problemática. Respecto de este asunto, la nueva ley establece en forma taxativa que el empleador debe proteger eficazmente la vida y salud de estos trabajadores tal como si laborasen en sus instalaciones. Para tal efecto, la ley le encarga al Ministerio del Trabajo y de la Previsión Social que dicte un reglamento dentro del mes de abril de este año para fijar las condiciones específicas de seguridad y salud a las que estarán sujetos estos trabajadores.

No obstante, en lo inmediato, el empleador deberá informar al trabajador los riesgos específicos que entrañan sus labores, las medidas preventivas y los medios de trabajo correctos según cada caso particular. Asimismo, el empleador deberá efectuar una capacitación respecto de las principales medidas de seguridad y salud que debe adoptar al realizar sus labores y podrá requerir a las mutualidades de empleadores o al Instituto de Seguridad Laboral, según sea el caso, que evalúe in situ si el puesto de trabajo cumple efectivamente con las condiciones de higiene y seguridad requeridas.

Por otra parte, se han alzado algunas voces en contra del teletrabajo o del trabajo a distancia argumentando que existiría un costo adicional para el trabajador porque serían de su cargo los equipos, herramientas y materiales de trabajo que debe utilizar para prestar sus servicios personales. La nueva ley también resuelve este asunto estableciendo que tal implementación debe ser financiada íntegramente por el empleador, así como los costos de operación, funcionamiento, mantenimiento y reparación de ella, prohibiendo expresamente que el empleador obligue al trabajador a utilizar elementos de su propiedad.

Por último, un evidente inconveniente que trae aparejado el trabajo prestado desde la casa para el empleado es un debilitamiento del ejercicio de sus derechos colectivos. Lo anterior es así porque será más difícil para los trabajadores constituir un sindicato que les permita negociar colectivamente para superar la desigualdad existente entre el empleador y el trabajador a nivel individual, ya que no interactúan con otros dependientes en las instalaciones de la empresa, sino que lo hacen en forma virtual. 

La ley se hace cargo de este problema y establece determinados mecanismos para permitir que el trabajador desde su casa pueda ser parte de un sindicato, negociar colectivamente y hacer efectiva la huelga. En concreto, obliga al empleador a comunicarle por escrito al trabajador la existencia o no de una organización sindical en la empresa y permite que el dependiente siempre pueda acceder a las instalaciones del empleador. Asimismo, se le garantiza al trabajador la participación en las actividades colectivas que organice la empresa y los gastos de traslado a ellas serán de cargo del empleador. En fin, los trabajadores desde su casa tienen los mismos derechos individuales y colectivos que los dependientes sujetos al régimen general del Código del Trabajo

Según lo expuesto, me parece que la nueva ley tiene un enfoque correcto para la protección de los trabajadores que laboran en su propio hogar, ya que les asegura adecuadamente descansos, higiene y seguridad, proporción de elementos de trabajo y ejercicio de derechos colectivos. Una cuestión distinta será la aplicación de la ley en los casos concretos. No obstante, me parece que la tecnología será una herramienta eficiente para prevenir abusos empresariales, pues será muy fácil detectar incumplimientos del tiempo de trabajo y descansos con el apoyo de los programas y aplicaciones que debe utilizar el trabajador, los que dejan huella de las acciones que ha realizado el empleado sin que sea necesaria una vigilancia presencial.

Pandemia y violencia contra las mujeres

“Resulta fundamental reflexionar sobre cómo todas las formas de violencia que sufrimos las mujeres se trasladan al espacio doméstico, en tanto la cuarentena determina la reunión en un solo lugar de todos los roles que ejercemos las mujeres en una sociedad patriarcal, capitalista y colonial como la nuestra”

Por Silvana Del Valle Bustos

Durante los últimos días hemos asistido a una creciente preocupación por el potencial aumento de la violencia doméstica ante la necesidad de implementar medidas de distanciamiento social para reducir el contagio por el Covid-19. Entre ellas, la cuarentena, que implica el encierro en el espacio doméstico por tiempos que mujeres y niñas no experimentábamos de manera masiva por décadas, enciende las alertas en tanto se identifica el hogar como el lugar en que más se produce violencia contra nosotras. Sin embargo, estar en cuarentena y con toque de queda no sólo nos pone en mayor riesgo de violencia doméstica, sino que implica vivir una síntesis de la violencia estructural que el actual modelo capitalista, patriarcal y colonial ejerce sobre las mujeres. 

En Chile, el rol subsidiario del Estado neoliberal, que deja incluso la satisfacción de las necesidades más básicas a los dueños del mercado, desató una profunda crisis sociopolítica, la que se ha manifestado durante los ya cinco meses de revuelta popular. Las desigualdades e injusticias del modelo, que se hicieron ineludibles desde el 18 de octubre de 2019, hoy se evidencian de forma extrema, siendo la crisis sanitaria una amenaza mayor para los sectores más explotados: quienes deben sobrevivir su vejez con pensiones de miseria, quienes subsisten con trabajos precarios e informales o quienes asumen las tareas de cuidado y reproducción de la vida a diario, entre otros. En todos estos casos se trata, nuevamente, en mayor medida de mujeres.

Crédito: Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres

La crisis social que estalló en octubre y la crisis sanitaria que nos afecta actualmente han dejado claro que el problema no radica únicamente en la incapacidad del gobierno de Sebastián Piñera ni en su desidia para establecer las medidas mínimas que nos permitan avanzar hacia una mayor equidad y justicia social, sino también en un amplio sector político-económico, parte y sustento del sistema imperante que produce y reproduce la desigualdad. Hoy, el modelo históricamente impuesto con sangre por quienes gobiernan ha mostrado descarnadamente los intereses que defiende, priorizando las ganancias de las empresas por sobre la salud de todas y todos. 

Así, no resulta casual la negativa inicial a cerrar centros comerciales y grandes empresas; la implementación de cuarentenas parciales que exigen a trabajadores y trabajadoras seguir trasladándose y motivan al hacinamiento para el pago de cuentas o provisión de alimentos; la falta de control de precios sobre insumos médicos básicos; el silencio ante el reclamo de comunidades privadas de acceso al agua en tiempos donde la higiene es esencial; la desprotección a trabajadoras/es, quienes deben negociar individualmente su aislamiento con las grandes empresas, respaldadas además por la Dirección del Trabajo al permitir despidos masivos sin indemnización; la falta de alternativas para trabajadores/as informales, independientes y con contratos a honorarios, mientras se ofrecen subsidios y contrataciones a los grandes conglomerados; la falta de un plan de contingencia que pueda suplir la necesidad de cuidados de niñas, niños y niñes ante el necesario cierre de las escuelas; la ausencia de medidas económicas que permitan disminuir el endeudamiento o acceder a servicios básicos como agua, techo y alimentación. En suma, medidas tardías en que el Estado subsidia al empresariado y que incluso nos exponen aún más al contagio del Covid-19, y que nos demuestran, nuevamente, cómo el neoliberalismo se contrapone a los intereses de la gran mayoría de las personas.

Es más, ante estos cuestionamientos, que son parte de las demandas que explotaron el 18 de octubre, el gobierno de Piñera, tal como viene haciendo durante todos estos meses de revuelta social, declara Estado de Catástrofe e impone la militarización del territorio, ofreciendo más represión, sanciones y cárcel a quienes no acaten las escasas y tardías medidas propuestas por sus ministros.  

Consecuentemente, ninguna de tales medidas considera, pese a que ya se venía advirtiendo por el movimiento feminista a raíz de la experiencia asiática y europea, el particular impacto que el confinamiento doméstico tiene en la vida de las mujeres. Los mayores niveles de violencia física y psicológica reportados en varios países trajeron consigo como única reacción del gobierno el incremento de la actividad del número telefónico del Ministerio de la Mujer y Equidad de Género, el que continúa identificando el problema de la violencia contra las mujeres únicamente con la violencia intrafamiliar y, específicamente, la violencia íntima de pareja. Pero esta medida no sólo mantiene el estilo tecnócrata del ministerio, el que se ha denunciado por años a raíz de la precariedad laboral en que se encuentran sumidas sus trabajadoras y trabajadores, o los escasos recursos destinados a casas de acogida y planes educacionales efectivos, entre otros, sino que además demuestra el desconocimiento de otras formas de violencia que se ven incrementadas con la cuarentena.

«Ya que, mientras dure la cuarentena, mujeres y niñas se ven obligadas a ocupar el mismo espacio durante todo el día no sólo con esposos o parejas maltratadoras, sino también con padres, padrastros, hermanos, hijos, sobrinos, tíos y abuelos agresores sexuales, preguntarse sobre nuestra sobrevivencia resulta indispensable»

En este sentido, resulta fundamental reflexionar sobre cómo todas las formas de violencia que sufrimos las mujeres se trasladan al espacio doméstico, en tanto la cuarentena determina la reunión en un solo lugar de todos los roles que ejercemos las mujeres en una sociedad patriarcal, capitalista y colonial como la nuestra. Al menor salario en el trabajo remunerado y al mayor acoso que vivimos las mujeres en dicho espacio, se suma el hecho de que históricamente se nos ha impuesto hacernos cargo de las labores domésticas y el cuidado de niños, niñas, enfermas/os y ancianas/os. ¿Cómo llevarán el estrés y hacinamiento las mujeres que retornan a sus hogares desde los trabajos para seguir trabajando en los cuidados de otros y otras? ¿Cómo podrán sobrevivir las migrantes que no están hoy ejerciendo el trabajo informal con que alimentaban a sus familias, las profesionales jóvenes que no pueden hoy prestar servicios a honorarios, las mujeres que no tienen un hogar, las privadas de libertad, las trabajadoras de casa particular obligadas a trasladarse hacinadas en la locomoción colectiva a los barrios donde se inició el contagio, las feriantes o almaceneras cuyos puestos han debido cerrar? 

Crédito: Amanda Aravena

Si a esto sumamos que, mientras dure la cuarentena, mujeres y niñas se ven obligadas a ocupar el mismo espacio durante todo el día no sólo con esposos o parejas maltratadoras, sino también con padres, padrastros, hermanos, hijos, sobrinos, tíos y abuelos agresores sexuales, preguntarse sobre nuestra sobrevivencia resulta indispensable. Sobre todo con un Estado que, como hemos denunciado por décadas, además de no cumplir su obligación de prevenir, investigar y sancionar la violencia contra las mujeres, también nos persigue y agrede mediante las fuerzas policiales y militares, tal como se ha constatado en todas las movilizaciones sociales y estados de excepción.

En definitiva, el necesario confinamiento para prevenir la pandemia se transforma en un catalizador de todas las formas de violencia que vivimos las mujeres, debido a que la estructura social neoliberal, patriarcal y colonial no genera paliativo alguno para la situación, sino que más bien se apoya en la responsabilidad de las mujeres en el cumplimiento de sus roles asignados. En este juego, la posición del Estado es la de guardián de la mantención de tales roles, por lo que no debemos confundir la reacción de gobernantes neoliberales ampliando la posibilidad de intervención estatal con la renuncia al control neoliberal de nuestras vidas. Es más, Donald Trump ya expresamente ha dicho que el propósito de la intervención gubernamental “no es debilitar al libre mercado, sino preservarlo”. La actual crisis, entonces, devela en la vida de las mujeres una cuestión que el estallido social ya venía expresando: el fracaso de este modelo, cuyo centro es el beneficio de unos pocos a costa de la vida de la mayoría. En este contexto, no obstante, ante la negligencia e inoperancia de quienes nos gobiernan, un aprendizaje histórico de otros tiempos de crisis es que la construcción de organización territorial y comunitaria es una herramienta basada en la solidaridad y expresiva de la dignidad de las personas en situaciones críticas a través de la generación de redes de apoyo, estrategias de cuidado colectivo y alternativas de economía comunitaria, entre muchas otras.

Quedarse en casa es una de las medidas necesarias y efectivas para paliar los riesgos de la Pandemia, y aunque implica aumentar el riesgo de violencia para las mujeres y niñas, nos otorga la oportunidad de reafirmar que el retorno al hogar no puede significar relegar nuevamente este espacio a lo privado y personal, sino que es imprescindible su politización. Y es esta politización, en que la participación activa de las mujeres resulta un requisito intransable, la que permitirá la construcción de una nueva forma de vida, ya no basada en la explotación de las personas y depredación de la naturaleza, sino en la justicia y la dignidad.

Inmunológicamente comprometidos

«Está muriendo mucha gente y va a morir mucha más afectada por este virus ante el que carecemos de inmunidad; van a morir sobre todo quienes tienen sistemas inmunitarios comprometidos y eso a veces se sabe de antemano pero a veces no. En cualquier caso, una enfermedad nunca le toca a un individuo, le toca a toda la sociedad. La respuesta debe ser social: todos los cuerpos deben importar lo mismo».

Por Lina Meruane

El virus muta, 
nosotros también debemos mutar.
Paul B Preciado

i. Son tiempos de contingencia viral y se nos impone mutar a una existencia en el encierro. 

ii. Al principio, cuando el virus todavía parecía un dato lejano y ajeno, el confinamiento sólo lo reclamaban los especialistas en epidemia. Muy a regañadientes, más preocupados por la salud de la economía que la de los ciudadanos, y con una lentitud letal, se fueron sumando los mandatarios del mundo. Confundidos ante mandatos contradictorios, hubo algunos que de inmediato nos recluimos y hubo otros que siguieron libremente por las calles y los parques, por las oficinas, los bares y restaurantes y las peluquerías, por el metro, por la noche y la madrugada y las marchas, por la vida misma, desconfiando de la alarma general.

Lina Meruane es docente en la Universidad de Nueva York y autora, entre otros libros, del ensayo Viajes Virales.

iii. Se levantaron muchas voces, entre ellas las de los filósofos públicos del norte. Y entre ellos hubo quienes insistieron en que se trataba de un aislamiento que no guardaba proporción con el peligro de una gripe que era como cualquier otra gripe. Eso decían pensadores como Giorgio Agamben: que todo esto no era más que una estrategia autoritaria para poner en práctica mecanismos de vigilancia y de control-a-distancia y prohibiciones de circulación y de reunión resguardadas por las fuerzas del orden que tan bien conocemos en el sur del planeta.

iv. No es, entonces, que esos filósofos hablaran sin motivo sobre el oportunismo viral del poder. Nos lo recordó el presidente chileno al desafiar su propia cuarentena para ir a tomarse una foto en la Plaza de la Dignidad, sentado a los pies de Baquedano, satisfecho y sonriente porque al fin había recuperado el centro de la ciudad que por mucho tiempo fue de la gente.

v. Y no era solo ese mandatario arrogante quien desobedecía sus propias leyes; esa ha sido la tendencia en otros puntos del planeta, aprovechar este momento para suspender garantías ciudadanas e impedir el despliegue de la población por el espacio ahora demarcado como zona cero del contagio. 

vi. Pero dejando a los nefastos presidentes de lado, ¿qué hacer ante la realidad de un contagio exponencial y de una mortandad que cunde por todas las ciudades del mundo? ¿Qué hacer ante un mal desconocido, un virus respiratorio altamente infeccioso para el que no existe todavía tratamiento ni vacuna ni hospitales preparadas para emergencias colectivas?

vii. Nuestros cuerpos son lo único que tenemos. Si tememos por nuestras vidas es porque nuestras sociedades han privilegiado medidas de austeridad para unos y de rentabilidad para otros y se hallan incapacitadas para enfrentar una crisis viral y vital que viene a coronar todos los pánicos epidémicos anteriores. La gripe aviar y el viral síndrome respiratorio agudo grave de hace algunos años. La influenza provocada por un virus porcina que dejó 25 millones de muertos hace un siglo. Las bubónicas pestes medievales, sus enfermos agonizantes encerrados a la fuerza, sus 80 millones de muertos.

Paseo Ahumada, Santiago, marzo de 2020. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

viii. Mutatis mutando, este nuevo virus me recuerda (porque lo conozco bien, porque escribí un libro sobre él) a otro que aún se replica entre nosotros: el de la inmunodeficiencia humana. Me lo recuerda porque, guardando las distancias, el vih era otro virus viajero: se hacía transportar en la sangre y en el semen y entre sus múltiples males mortales se cuentan la neumonía y la tuberculosis. El volátil covid vive en las vías respiratorias y salta aeróbicamente desde los pechos congestionados y desde las conversaciones y se mantiene en suspenso en el aire y en las superficies esperando su ocasión. 

ix. En esa epidemia que ya cumple cuatro décadas también hubo pensadores (como Michel Foucault, que murió de sida) que conociendo la deriva de la represión sexual negaron el peligro del virus y previnieron a quienes quisieran escucharlos que el miedo era un mecanismo de coerción y había que resistirlo. Porque hubo líderes homófobos que, aprovechando la trágica circunstancia, se cruzaron de brazos y condenaron la libertad del contacto y del coito mientras celebraban la libertad del consumo y de los mercados desregulados. Esos líderes se lavaron sus manos genocidas y dejaron a la comunidad de enfermos desasistida porque, desde una lectura moralista (propia del capitalismo heteronormativo) todos ellos eran unos “degenerados” que merecían morir, y porque desde una lectura individualista (propia del capitalismo salvaje) quienes se habían enfermado por sus “malas prácticas” debían sufrir las consecuencias sin generarle gastos a los inocentes, los meritorios, los productivos ciudadanos ejemplares del Estado neoliberal. 

x. Desde la lógica neoliberal, los cuerpos enfermos, los cuerpos contagiosos, los cuerpos (inmuno)deprimidos eran desechables. 

xi. Ante la radical falta de insumos en hospitales desbaratados por el salvaje sistema capitalista, los infradotados hospitales italianos y españoles han tenido que elegir a quienes tratar y a quienes dejar morir. 

xii. Estamos viendo que la vida tiene un valor relativo.

xiii. Está muriendo mucha gente y va a morir mucha más afectada por este virus ante el que carecemos de inmunidad; van a morir sobre todo quienes tienen sistemas inmunitarios comprometidos y eso a veces se sabe de antemano pero a veces no. En cualquier caso, una enfermedad nunca le toca a un individuo, le toca a toda la sociedad. La respuesta debe ser social: todos los cuerpos deben importar lo mismo.

xiv. Sobrevivir como individuos y como comunidades (y como especie) exige que por una vez nos paremos a pensar: toda crisis exige reflexión.

xv. Es esa pausa la que me hace regresar a aquellos filósofos del poder centrados exclusivamente en la protección de las libertades (como Agamben, como Foucault) y plantearme si no habrán caído inadvertidamente en una peligrosa alianza con los presidentes y ministros y políticos negacionistas que rechazan la cuarentena porque nos llevará a una recesión económica de proporciones.

xvi. Ya estamos en una profunda crisis económica que debe ayudarnos a replantear la economía de austeridad y forzar a los gobiernos a inyectarle a la población una dosis keynesiana de fondos, como lo han hecho antes para salvar a la banca del colapso.

xvii. La voz que me interpela es la del teórico africano Achille Mbembe quien, en vez de negar la contingencia viral, advierte que los estados neoliberales son necroliberales, es decir, que su gestión no está puesta en la mantención de la vida sino en la muerte como solución.

xviii. Sobrevivir debe entenderse entonces como un modo de resistencia política ante la gestión de la muerte por acción o por omisión. Sobrevivir debe convertirse en una oportunidad (lo propone la pensadora feminista Judith Butler) para nuevas prácticas de “autogobierno” vitalista que desmonten la operatoria necropolítica. Este es, sugiere nuestra filósofa de la ética, el tiempo de “fortalecer los ideales de la solidaridad social”, el espacio para una intensa activación de lo político. Es el momento en que la polis se une para resolver la crisis colectiva y se impone mutar de actitud y de entender que el cuidado propio es el cuidado del otro: elegir distanciarnos y cerrar la puerta de nuestras casas –si tenemos la fortuna de tener una casa, una puerta que cerrar, si tenemos la suerte de no vivir al día es tomar conciencia del cuidado de la vida en común. 

xix. Porque mientras nosotros cuidamos-cuidándonos, hay otros que ponen sus cuerpos para cuidar-cuidando: ahí están los trabajadores de la salud y las doctoras y los estudiantes de medicina o de enfermería y las voluntarias jóvenes o jubiladas a los que en tantas ciudades del mundo se les aplaude cuando empieza a caer el sol. Ellos están arriesgando su salud para salvar la preciada salud de los demás, para asegurar el buen cuidado de los descuidados cuerpos de nuestras comunidades, los cuerpos inmunológicamente comprometidos de esos otros que podemos llegar a ser nosotros mismos.

La fragilidad de la vida ante la muerte ha vuelto y necesitamos explicación histórica

Esta no es la primera vez en la historia que como sociedad nos vemos amenazados por un virus letal y contagioso. El Covid-19 nos vuelve a enfrentar a nuestros más antiguos miedos y nos reta a aplicar los conocimientos científicos y médicos acumulados para enfrentar la crisis desde la mirada de la salud pública. En esta columna, el historiador y Doctor en Estudios Latinoamericanos de la U. de Chile, Marcelo Sánchez hace una revisión histórica de las epidemias que han afectado a los chilenos y chilenas; y los avances tecnológicos y culturales que nos han ayudado en el pasado a combatirlas

Por Marcelo Sánchez Delgado

En medio de la crisis sanitaria resulta difícil escribir algo que no resulte frívolo o autorreferente en términos disciplinares. Sin embargo, con cada día que pasa, el deseo de comprender la actual pandemia de Covid-19 en un contexto histórico se acrecienta. 

Ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI, nos pensábamos protegidos frente a los peligros epidémicos por los avances biomédicos, en el caso en que tuviéramos acceso a tales servicios. Pero la angustia está aquí, entre nosotros y nosotras; vuelven las ideas e imágenes de enfermedad y muerte. Lo reprimido, la fragilidad de la vida ante la muerte ha vuelto.

Hagamos un poco de historia. Las ideas sobre salud y enfermedad que han tenido mayor continuidad en Occidente son las hipocrático-galénicas, que se basaban en el equilibrio interior de cuatro humores (flema, bilis negra, bilis amarilla y sangre) con cuatro elementos del ambiente (fuego, aire, tierra y agua). En el caso de las epidemias, estas ideas buscaban su causa en los miasmas, esos efluvios que surgían de aguas estancadas y ambientes viciados. Este fue el enfoque de los médicos higienistas del siglo XIX. En esa misma época se dan dos procesos de importancia para entender la forma en que intentamos comprender y manejar los problemas que plantean las epidemias en la actualidad. 

Por una parte, el paso de la atención médica desde los individuos a los grupos sociales y la atención hacia las condiciones socioeconómicas, llevaron al surgimiento de la “medicina social”, perspectiva dentro de la cual la tarea del Estado y de toda la política es proteger, mantener, recuperar el buen estado sanitario de la población. Se suele reconocer al médico alemán Rudolf Virchow como el “padre” de la medicina social. 

El segundo proceso del siglo XIX que determina nuestra manera de entender las epidemias es el desplazamiento de las ideas hipocrático-galénicas e higienistas por un método estrictamente científico, cuyo ejemplo más conocido es la etapa heroica de la bacteriología. Con este nuevo enfoque, la medicina adquiere el carácter de “ciencia médica” y se desplaza el lugar del conocimiento médico desde el hospital al laboratorio experimental y se extiende una “revolución del laboratorio”.

Por su parte, el imaginario del microbio, bacterias y virus alentó la tendencia a prestar atención a las fuentes invisibles del mal y a las amenazas escondidas en personas y grupos aparentemente “normales” o amenazantes por alguna razón política o cultural. El combate contra el microbio fue usado desde entonces como una peligrosa fuente de metáforas sociales y políticas. Con el descubrimiento de los fagocitos y al calor de la investigación del cáncer se sumaron a esta tendencia las metáforas bélicas. 

Desinfectores trabajando hacia 1910, imágenes compiladas por Pedro Lautaro Ferrer,  Colección Biblioteca Nacional de Chile, disponible en Memoria Chilena.

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, surgieron dos figuras de importancia: la del investigador a tiempo completo y la del estadístico, cuyos esfuerzos mancomunados dieron nueva fuerza a la epidemiología descriptiva y más tarde a la epidemiología clínica y a la medicina basada en la evidencia. Después del éxito del Proyecto del Genoma Humano surge la epidemiología genética. Los grandes éxitos clínicos de estas metodologías, que buscan esencialmente determinar los factores de riesgo, sumado al despliegue biotecnológico nos brindaban en parte esa imagen de seguridad inexpugnable que la epidemia actual ha derrumbado con insólita facilidad.

En Chile, durante las últimas décadas, el mutuo reforzamiento entre una medicina enclaustrada sobre sí misma y la política neoliberal, llevaron a una desestimación tanto por esa otra cara de la moneda que ya mencionamos, la salud pública gestionada por el ente colectivo esencial, el Estado; como por el conocimiento y las experticias forjadas en los laboratorios universitarios

Así, nos encontramos en este momento de angustiosa espera, bombardeados por las más insólitas teorías, aguardando el ritual de la estadística acumulada -que reduce el drama a la contabilidad- y algún éxito de los laboratorios experimentales cuyo norte global es el lucro, a excepción de algunos pocos recintos estatales y universitarios. En medio de la crisis se están planteando problemas urgentes en la atención de salud así como otros cuestionamientos de mediano y largo plazo que incluyen el rol de lo público en salud, la educación cívica y sanitaria, el financiamiento de la ciencias, las discriminaciones y estigmas que afectan a los grupos con menos acceso a los servicios públicos, como migrantes y otras identidades minoritarias.

Chile y sus epidemias 

Las epidemias nos acompañan desde antes del encuentro de las poblaciones originales con los europeos, pero fue sin duda con la dominación colonial que se produjeron eventos epidémicos que han sido llamados el primer Holocausto moderno por las cifras de mortandad, cuyo cálculo estimado para algunas regiones está en torno a 30 millones de personas muertas. No podemos olvidar que entre las víctimas de las epidemias en diversos contextos geográficos y temporales están los pueblos colonizados, con casos extremos como el de la dominación hispano-portuguesa en América, el de la dominación inglesa en India y el de las distintas empresas de dominación colonial en África.

Durante el periodo colonial se sucedían brotes epidémicos que se nombraban con el lenguaje medieval castellano, como el tabardillo o tabardete, el malesito; o bien en lengua mapuche como el chavalongo. Sarampión, tifus exantemático, fiebre amarilla, fiebre tifoidea, viruela, convivían periódicamente con la población chilena. En el paradigma de las ideas hipocrático-galénicas algunas medidas antiepidémicas eran la huida, la cuarentena y algunas acciones sobre el aire como intentar moverlo a cañonazos o quemando hatos de hierbas en cada esquina de la ciudad, estas últimas aplicadas varias veces en el periodo colonial. 

Tanto en el periodo colonial como en el republicano, una respuesta habitual a los brotes epidémicos era la construcción de lazaretos, edificaciones transitorias, generalmente aisladas, en las que se brindaba lecho y alimentación a los enfermos y poca o ninguna atención médica. El lazareto era un lugar para morir

Fue la alta mortalidad de las epidemias de cólera en la década de 1880 lo que llevó a implementar un Consejo Superior de Higiene y en 1892 el Instituto Superior de Higiene, primera piedra en la salud pública, entre cuyas dependencias principales estaba el desinfectorio público y la policía sanitaria, encargadas de luchar contra las epidemias. 

Desinfectorio público hacia 1910, imágenes compiladas por Pedro Lautaro Ferrer,  Colección Biblioteca Nacional de Chile, disponible en Memoria Chilena.

En el siglo XX no fueron pocos los eventos epidémicos vividos en Chile. Peste bubónica al despuntar el siglo, dos brotes de gripe española en 1918 y 1957, tifus exantemático con diferentes intensidades entre 1910 y 1949. 

A fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, junto a los cordones sanitarios y las cuarentenas se fueron afianzando las tecnologías de desinfección. Existían unidades móviles tiradas por caballos o que se desplazaban en locomóvil, que podía trasladarse a diferentes puntos de la ciudad a practicar desinfecciones. Era habitual la desinfección de trenes, tranvías, barcos y también de personas, como ocurrió en Chile en la epidemia de tifus exantemático de 1929-1935, cuando una de las principales medidas sanitarias fue la “Casa de Limpieza”, edificaciones repartidas por la ciudad en las que de forma obligatoria se ingresaba a los ciudadanos y ciudadanas pobres para un corte de pelo (rapado total), un baño y la desinfección de sus ropas.

En 1918, el primer Código Sanitario da fuerza legal a reglamentaciones y prescripciones sanitarias para todo el país. En 1924 se crea el Ministerio de Higiene, Asistencia y Previsión Social y la Caja del Seguro Obrero. Ambos hitos dan cuenta de una tradición local de medicina social que protagonizaron los médicos formados en la Universidad de Chile y sus profesores; entre otros, Alejandro del Río, Lucas Sierra, Exequiel González, Eduardo Cruz-Coke, Luis Calvo Mackenna, Eloísa Díaz, Salvador Allende. 

La Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, creada a fines de la década de 1940, fue uno de los espacios en que se hicieron propuestas de salud pública en nutrición, epidemiología, estadística sanitaria, entre otros temas. Este proceso culmina de alguna manera con el primer Ministerio de Salud en 1952, cuya acción y fortalecimiento paulatino va dando alguna respuesta a los problemas de salud pública más dramáticos del siglo XX: el alcoholismo, la falta de una buena alimentación y de higiene, la lucha antituberculosa y antisifilítica, la alta mortalidad infantil, entre otros.

El cólera en Chile en la Colección Lira Popular del Archivo Central Andrés Bello.

Historia de la medicina. Una disciplina olvidada

La historia de la medicina fue un dispositivo muy útil a fines del siglo XIX para legitimar la unión definitiva de los títulos de médico y cirujano. Así, entre fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, conoció días de esplendor en la universidad europea y norteamericana. En Chile, si bien tenía cultores en el siglo XIX y a principios del siglo XX, como Benjamín Vicuña Mackenna, Pedro Lautaro Ferrer y Juan Marín, es en la segunda mitad del XX que se va desplegando la acción decisiva y la producción de Enrique Laval, Ricardo Cruz-Coke, Gunther Böhm y Sergio de Tezanos Pinto, entre otros, en el campo de la historia de la medicina. 

Aproximadamente entre las décadas de 1950 y 1970, este grupo logró consolidar un museo, una sociedad, una cátedra universitaria, una revista, congresos y un pequeño, pero muy activo campo historiográfico. Junto a estos logros notables hay que decir también que se trataba de médicos historiadores que tendían a una cierta defensa gremial y a un relato heroico de la historia de la medicina, exenta de conflictos y de consideración hacia la experiencia del paciente y la pluralidad conflictiva de ideas médicas. Desde la década de 1980 hasta la actualidad, ante el aumento de la exigencia y carga curricular, la historia fue desalojada progresivamente de las Escuelas de Medicina hasta su completa desaparición en ese espacio.

Desde otra vereda, para muchos historiadores e historiadoras, la historia de la salud y la enfermedad es algo que sienten alejado y secundario para entender la “verdadera Historia”. La historia de la medicina, como vemos en el contexto actual, aporta una perspectiva temporal, indispensable para comprender los procesos de salud y enfermedad. Finalmente, como se preguntaba el historiador francés Alain Corbin, ¿es posible comprender el siglo XIX y el XX sin tener en cuenta el darwinismo, la bacteriología, la higiene, la eugenesia, el racismo, por ejemplo?

Peligros y advertencias

En el contexto actual de lucha contra la epidemia de Covid-19 puede que muchos vean apropiado acudir a metáforas bélicas y que se validen las ideas de inmunidad y salud. Cuando la tormenta pase, deberemos enfrentar el peligro subyacente a seguir leyendo la sociedad y sus conflictos en esa misma clave. Ya sabemos cómo el nazismo trataba a los judíos como bacterias, bacilos, peligro para la salud de la nación. Ciertas ideas de salud y pureza han implicado graves consecuencias para grupos de la diversidad sexual. Por ejemplo, el prestigioso médico y ensayista español Gregorio Marañón pensaba en 1929 que la homosexualidad también podía propagarse como brote epidémico y por contagio social. Y en la historia chilena resuena trágicamente la metáfora del cáncer marxista.

Tampoco será prudente pensar que superar el Covid-19 nos liberará de mirar hacia las otras epidemias, enfermedades y problemas de nuestro tiempo, como la obesidad, la diabetes, la depresión y la depredación ambiental implícita en el capitalismo sin ética. Otro peligro subyacente a esta crisis puede ser la renovación de la confianza irresponsable en esa frase optimista de “la ciencia encontrará la respuesta” a cualquiera de nuestros problemas ecológicos.

Nuestra fragilidad, nuestra indefensión frente a la muerte, han regresado, pero junto con el malestar cabe pensar también que es justamente atendiendo a esa fragilidad que puede surgir una respuesta constructiva socialmente hablando; en palabras de Habermas, una envoltura jurídica y normativa, protectora contra las contingencias a las que se ven expuestos el cuerpo vulnerable y la persona. 

Si la bacteriología de fines del siglo XIX activó una solidaridad interclasista, ya que el mal podía atacar a cualquiera -como en la actualidad-, puede que de la actual crisis emerja un nuevo compromiso comunitario, una nueva ética y un proceso de fortalecimiento de lo público en salud. Como escribió el Dr. Salvador Allende en 1939, “la higiene social, la salubridad pública, la medicina, no admiten transacciones”.

Abusos de confianza

«¿En quién confiar? ¿En instituciones como el Servicio de Impuestos Internos, rudo con los débiles y gentil con los grandes evasores? ¿Confiar en la justicia que encarcela pobres y castiga con clases a los millonarios? ¿En los parlamentarios que legislan para las grandes fortunas? ¿En una iglesia que ocultaba sus crímenes en el prestigio de la tradición?”

Por Óscar Contardo

Durante treinta años el futuro consistía en lograr crecimiento económico y poco más que eso. Era un ábrete sésamo que cada tanto los dirigentes políticos y los economistas nos recordaban, como una tarea pendiente que nunca se acababa y que dependía de todos mantener al día. Debíamos confiar, ellos sabían, ellos habían recuperado la democracia, ellos habían transformado un país pobre y castigado por una dictadura severa, en un modelo de hacer dinero. 

Váyanse a sus casas, dejen todo en nuestras manos, aquí vemos cómo nos vamos arreglando, apártense. Eso fuimos haciendo, tal como nos sugirieron, fuimos mirando desde lejos, como niños que contemplan a los adultos discutir a la distancia sobre cosas de grandes; regresamos a casa, prendimos la televisión, descubrimos los centros comerciales, estrenamos las tarjetas de crédito, compramos lo que nunca antes pudimos y nos aturdimos con un entusiasmo ajeno que brillaba en el fulgor de las tasas de crecimiento anunciadas en las páginas económicas que informaban día a día de un despegue que nos elevaría hasta ver nuevos horizontes. En eso confiábamos, en montarnos en un cohete impulsado por las torres de oficinas que se levantaban en Apoquindo, se amontonaban en el Bosque Norte, trepaban hacia el oriente en un rastro de riqueza que se hacía un lugar en los nuevos barrios, los comerciales de las grandes tiendas y, en el mejor de los casos, las alzas periódicas del precio del cobre. Eso era lo único que nos convocaba a todos por igual. El resto, importaba poco, casi nada. Había que dejar hacer. 

El escritor y periodista chileno Óscar Contardo. Crédito de foto: Felipe Poga.

La lógica del crecimiento económico demandaba deshacer nudos, diluir los puntos de encuentro, separar la paja del trigo y establecer un precio a las puertas de ingreso al porvenir. Una nueva lengua de oferta y demanda le pondría un valor monetario a cada aspecto de la vida; era el idioma que debíamos hablar, qué duda cabe. Cada quién en su dialecto, cada oveja con su pareja. Habría chilenos y chilenas de liceo público, de copago, de colegio privado y colegio de élite. Los habría indigentes, de Fonasa y de Isapre, de micro, colectivo y autopista; chilenos de condominio, de casas chubi, de villas emergentes y barrios narcos; de contrato, contrata, boleteo y ambulantes. Un laminado fino que nos iba separando, fundiendo la convivencia en un magma de irritación y disgusto. Pero había que confiar.

Tanta fue la insistencia en la unanimidad, en el valor de los consensos, que le fuimos perdiendo el gusto al acto de votar. Si en 1988 el tramo de ciudadanos entre dieciocho y veinticuatro años inscritos en los registros electorales alcanzaba el 20% del total, en las parlamentarias de 1993 descendió al 13%. El 2001, los inscritos en el mismo tramo de edad llegaban sólo al 3,4%. La participación se fue desplomando en la medida en que la desconfianza en las instituciones crecía. Sin embargo, pese a todas las señales, el discurso oficial era que en Chile las instituciones funcionaban. Eso nos repetían a los que ya éramos mayores y a los más jóvenes. 

“Las autoridades piden confianza, que las instituciones están haciendo su trabajo, pero lo que vemos, una vez más, es que los discursos sólo sirven para disimular los hechos de la realidad, en donde hay un elenco estable, que parece libre de toda zozobra, y una mayoría que ya se cansó de esperar un futuro que nunca llegó”

No dejaban espacio para nuevas causas y la crítica era descalificada por peligrosa. Chile no estaba preparado para nada más, para ningún otro objetivo que no fuera el crecimiento y la observación estricta de un evangelio económico con interpretaciones bien acotadas, que vertiginosamente se fue revelando como una trama en la que el elenco protagónico era reducido y tenía trato directo con los guionistas. La gran mayoría de los chilenos eran sólo figurantes anónimos sobre quienes recaía la parte más cruda del relato. Pero había que confiar, no por nada el país había logrado entrar al club de las naciones más ricas, la OCDE, el mismo grupo que en cada informe nos arrojaba las cifras de nuestra realidad en todos esos ámbitos que sobrepasaban una mera cifra de crecimiento.


Chile podía exhibir datos macroeconómicos de excepción, pero tenía los peores índices en educación, productividad, innovación y un sinnúmero de aspectos que remataban, además, en el peor índice de confianza interpersonal entre los países de la OCDE. Porque confiar en Chile se había transformado en un asunto restringido al ámbito de lo doméstico, lo privado, y en contadas oportunidades algo que se extiende hacia el ancho mundo de lo público, en donde la mayoría serían simples desconocidos, seguramente tratando de sacar provecho. ¿Cómo no pensar así? Mal que mal, en eso consistía la experiencia diaria: someterse al trato abusivo, sobreponerse a los cobros indebidos y prepararse para una larga maratón que remataría en una jubilación de miseria. ¿En quién confiar? ¿En  instituciones como el Servicio de Impuestos Internos, rudo con los débiles y gentil con los grandes evasores? ¿Confiar en la justicia que encarcela pobres y castiga con clases a los millonarios? ¿En la policía que desfalca? ¿En las Fuerzas Armadas que se juegan los gastos reservados en el casino? ¿En los datos de un censo fallido? ¿En los parlamentarios que legislan para las grandes fortunas? ¿En los candidatos financiados ilegalmente? ¿En un presidente que no paga las contribuciones pero que le exige a los ciudadanos cumplir con sus deberes? ¿En una iglesia que ocultaba sus crímenes en el prestigio de la tradición?

Nos dijeron que tomáramos distancia, que dejáramos que los entendidos hicieran su trabajo. Eso fue ocurriendo. En las elecciones presidenciales de 2017 votó menos de la mitad del padrón. La disminución de participación en Chile no sólo era una de las más bajas de los países OCDE, sino también “una de las más agudas a nivel mundial”, según un informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo.

Ahora, poco después del estallido de octubre, una pandemia arrasa nuestra forma de vida y las autoridades piden confianza, que las instituciones están haciendo su trabajo, pero lo que vemos, una vez más, es que los discursos sólo sirven para disimular los hechos de la realidad, en donde hay un elenco estable, que parece libre de toda zozobra, y una mayoría que ya se cansó de esperar un futuro que nunca llegó.