Hacia un nuevo modelo económico para Chile

Por Ramón López

El modelo ultra neoliberal que impera en nuestro país está en su ocaso debido a su propia insuficiencia para atender las necesidades más básicas de la población. Somos el país pionero y cuna de un modelo que tiene sus raíces a fines de los años 70, y que posteriormente ha sido imitado en distintos grados por países latinoamericanos, europeos e incluso EE.UU. En cierta medida, esta imitación se basó en la percepción de un aparente éxito del modelo, el llamado “milagro chileno”, y también en la atracción ideológica que siempre un sistema ultra neoliberal ha ejercido sobre los economistas canónicos, cuyo poder de persuasión sobre los políticos en Chile y en otros países es muy alto.

Pero, ¿a qué se debió este aparente éxito? La década del 90 ha sido considerada una de las épocas más prósperas del capitalismo chileno. Los gobiernos democráticos hicieron muy poco para cambiar los parámetros del sistema económico-social impuesto en dictadura; de hecho, se profundizó a través de nuevas privatizaciones, desregularización de los mercados, imposición o mantención de las restricciones a la participación del Estado como inversionista y expansión de la asignación gratuita de una gran cantidad de recursos naturales a unas pocas grandes empresas o individuos (como los recursos hídricos, cuotas pesqueras, subsidios forestales, etc.). Además, se evitó el uso de royalties sobre la extracción de recursos naturales, incluso durante el gran boom del cobre y otros productos primarios de exportación.

Ilustración: Fabián Rivas.

Durante las tres décadas de democracia el Estado se mantuvo en niveles relativamente minúsculos, alcanzando menos del 21% del Producto Interno Bruto (PIB), lo cual restringió significativamente la inversión del Estado en bienes públicos y sociales. Eso tiene que ver con la recalcitrante negativa de los poderes políticos al aumento de los impuestos. Más aún, la política tributaria dio gran espacio a impuestos indirectos que son socialmente regresivos, como el IVA, en lugar de impuestos directos a las altas rentas, que son progresivos. Las razones de esto son ideológicas y de economía política, basadas en el empeño de los políticos por proteger los intereses de las élites.

Con una explotación casi sin restricciones de los recursos naturales renovables, el deterioro medioambiental se intensificó. La población ha presionado su control y el gobierno ha implementado algunas medidas regulatorias para mitigar parte de las más nefastas consecuencias de la creciente toxicidad ambiental. Esto, a la larga, también ha hecho aumentar los costos de producción de los sectores más dependientes de estos recursos. El crecimiento económico tan aplaudido no era sostenible y, peor aún, generó una deuda ambiental que continúa pendiente.

La miniaturización del Estado generó un desbalance entre la creciente oferta de bienes privados y la lenta expansión de bienes sociales y públicos que sólo el Estado puede ofrecer, como educación, salud, vivienda social, protección social, pensiones, inversión en tecnología y otros, lo que aumentó la vulnerabilidad social. Este desequilibrio generó que las clases medias y bajas aumentaran sus niveles de consumo, en parte vía endeudamiento, con el riesgo de caer nuevamente en la pobreza al no existir una red de protección social frente a shocks que puedan afectar su capacidad de generar ingresos.

Solamente una pequeñísima fracción de la población, los súper ricos, han disfrutado de la mayor parte de los beneficios del crecimiento económico. Lo cierto es que el 1% más rico se lleva alrededor del 30% del ingreso total, lo cual representa la más alta concentración del ingreso entre todos los países para los cuales esta participación se ha medido. Así, el aparente crecimiento económico no fue, tampoco, socialmente sustentable.

Las consecuencias de la manera en que se ha implementado el modelo son varias. Entre ellas está un sistema de salud pública (del que depende casi el 80% de la población) que ha sido muy deficitario en proveer los servicios más esenciales y una educación pública de bajísimo nivel, que tiene como base la forzada migración desde la educación pública municipal a colegios particulares subvencionados, el alto costo de la educación terciaria y la falta de regulación de la educación privada. A esto se suma un sistema de pensiones que ha sumido en la pobreza a la mayor parte de la población en edad de retiro; uno de los niveles más bajos de investigación y desarrollo de los países miembros de la OCDE, que explica los bajos niveles de productividad que exhibe la economía; insuficiencia crónica en las políticas de vivienda social que ha causado hacinamiento y marginalización geográfica y una falta de regulación y de protección medioambiental que ha ocasionado un notable y progresivo deterioro ambiental en muchas ciudades, originando las llamadas “zonas de sacrificio”.

Por otro lado, la economía sigue siendo monopolizada en la mayor parte de las industrias, donde dos o tres empresas tienden a concentrar más del 80% de las ventas, mientras que los trabajadores tienen grandes dificultades legales e institucionales que impiden una sindicalización efectiva, lo que ha causado que la tasa de sindicalización sea muy baja. Hoy alcanza a menos del 12% de la fuerza laboral.

Bases para un nuevo modelo de desarrollo

Un país tan desigual como Chile difícilmente puede lograr un desarrollo económico inclusivo con un Estado que concentre recursos por apenas el 21% del PIB, mientras que la experiencia internacional muestra que los países hoy desarrollados, cuando tenían el nivel de ingreso per cápita de Chile en la actualidad, obtenían recursos tributarios de más del 33% del PIB. Un desarrollo justo y sostenible es posible, pero para ello se debe lograr una
participación del Estado en la economía que le permita promover un desarrollo económico diversificado y equilibrado. Una condición necesaria, pero no suficiente, para lograr estos objetivos es un programa de mediano plazo que permita al Estado alcanzar por lo menos un 30% del PIB a partir de una reforma que aumente los recursos tributarios gradualmente en un periodo de cuatro años. Esto implica una reforma tributaria que:


(i) Reduzca drásticamente la evasión y elusión tributaria que en la actualidad es muy alta y beneficia fundamentalmente a los sectores más ricos. También deben eliminarse muchas exenciones tributarias que no tienen justificación alguna y deben restablecerse los impuestos a las ganancias de capital. También es necesario terminar con el sistema de semi integración tributaria, el que no se justifica en una economía pequeña y abierta como la chilena. Se deben restringir los “loopholes”, que incluyen la falta de fiscalización de las transferencias de riqueza en vivo entre familiares, que, entre otras válvulas de escape, impiden una recaudación significativa al momento de colectar los impuestos de herencia. Finalmente, el Estado debiera evaluar los programas existentes, evitar la duplicación de ellos y eliminar los que no cumplan sus objetivos Estos mecanismos deberían proveer alrededor de cuatro a cinco puntos del PIB en mayores recursos tributarios para fines sociales y productivos.

(ii) Se necesitan nuevos impuestos que minimicen los efectos negativos sobre los incentivos a la inversión y sobre la eficiencia económica, dirigidos a los sectores de más altos ingresos y/o riqueza. Tal vez un mecanismo adecuado sería el uso de impuestos patrimoniales a los súper ricos. Adicionalmente, se debe implementar un royalty significativo para todas las actividades extractivas de recursos naturales y utilizar de una manera mucho más intensiva los impuestos verdes. Estos tributos pueden alcanzar tres a cuatro puntos porcentuales del PIB.

Los mayores recursos públicos logrados por los medios recién descritos deben ser destinados a subsanar las enormes carencias económicas y sociales según estas prioridades:

• Mejorar significativamente la inversión en salud para acercarnos a los países de la OCDE. Reforzar el sistema Fonasa de forma de que el seguro de salud pública vaya gradualmente sustituyendo a las Isapres, las cuales pueden permanecer como un seguro de salud
complementario.
• Elevar todas las pensiones a un nivel mínimo equivalente al salario mínimo, el cual debe aumentar a $500.000 mensuales. Transferir los recursos hoy acumulados en las AFP a un fondo único nacional respetando los recursos individuales hasta hoy acumulados.
• Crear un sistema de seguridad social que proteja el ingreso de las familias, de tal forma que ninguna reciba un ingreso menor al nuevo salario mínimo.
• Aumentar la inversión en la calidad de la educación pública para acercarnos a los niveles de Portugal o Uruguay. Se debe prestar particular atención a la educación preescolar, que es donde se determina la capacidad cognitiva futura de los niños.
• Instalar un programa de vivienda social que subsane los déficits que se arrastran históricamente.
• Aumentar la inversión en la protección del medio ambiente para reducir los efectos nocivos de la polución. Además, es necesario invertir en la protección de los recursos naturales renovables.
• Incrementar la inversión en investigación y desarrollo (I+D) a través de un programa del Estado en conjunto con las universidades, para lograr un aumento del 0,4% del PIB actual (INE, 2019) al 1,5%. Este gran aumento de la inversión en I+D todavía dejaría al país por debajo de los países OCDE que menos invierten en este ítem.
• Aumentar gradualmente la inversión pública en la promoción de la diversificación industrial hacia actividades cada más intensivas en capital humano y tecnología.

Este programa debiera reducir significativamente la desigualdad y eliminar la pobreza extrema, y aunque ciertamente Chile no se transformará en Dinamarca o Suecia, sí debería considerarse el modelo escandinavo como una alternativa adecuada para generar un horizonte de largo plazo hacia el cual el país debiera moverse.

Hoy se necesita un compromiso formal y solemne de todas las fuerzas políticas para que un eventual gobierno progresista implemente cambios estructurales que vayan en la dirección de eliminar el sistema ultra neoliberal y sustituirlo por un modelo mucho más consistente con una mejora real del bienestar de las grandes mayorías. De lo contrario, la desesperada situación que viene gestándose desde el año pasado puede desembocar en un proceso social caótico cuyas consecuencias son difíciles de prever.

De cuentos y estatuas

Desde el comerciante y esclavista británico Edwards Colston en Bristol, hasta el conquistador español Pedro de Valdivia en Concepción, las protestas sociales del último tiempo han venido acompañadas del derrumbe de monumentos y estatuas de personajes controvertidos en la historia de los pueblos. El gesto no tiene que ver con una lucha por reescribir esa historia, sino más bien los cuentos, aquellos valores con los que nos queremos definir en el presente.

Por Tobías Palma

Los monumentos no escriben la historia; la cuentan.

La historia es quizás la defensa más recurrente de la preservación de los monumentos a los esclavistas. En todas partes. Al parecer, botarlos o intervenirlos significa lo mismo que  reescribir la historia o negarla. Algunos, algo más lúcidos, hablan de un acomodamiento a cierta visión del mundo. Más cerca, pero no lo suficiente.

Los monumentos no tienen – jamás han tenido – una función historiográfica. La historia no depende de ellos para escribirse. Más bien, cuentan la historia; su función es narrativa.

Las estatuas de Pedro de Valdivia a lo largo de Chile nos cuentan que fuimos conquistados, que somos los descendientes de esa conquista, que nuestra identidad se funda en el sometimiento. Homenajean al español, al otro, al extranjero. La malograda estatua de Edward Colston en Bristol, Inglaterra, nos cuenta que el imperio británico prosperó gracias a la dominación y explotación de otros, de los colonizados, de los africanos, de los indios.

Manifestantes lanzan al agua la estatua del comerciante y esclavista británico, Edward Colston (1636-1721), durante las protestas antiraciales en la ciudad de Bristol, el pasado 7 de junio.

Botar estatuas no va a cambiar el pasado. Lo que puede cambiar es nuestro presente, y a nosotros mismos y nuestro sentido de pertenencia.

La dualidad de la palabra historia tiende a confundirnos. En este caso, es muy cómoda la diferencia que existe en inglés entre history y story, palabras muy distintas que en castellano caben en una sola, lo que muchas veces dificulta su uso y comprensión.

La historia – history – se escribe y queda inmutable, es el registro de la vida de los pueblos. Pero esa historia también tiene cuentos – stories – que son puntos de vista sobre esa historia, que fluyen y se transforman de acuerdo a la mutable moral de los pueblos. En ese sentido, la historia habla más nuestro pasado, mientras los cuentos nos hablan de nuestro presente.

 Lo que se confunde con historia es la cualidad moral de los cuentos. El psicólogo y mitólogo Joseph Campbell advierte que la mitología “hace que la actitud trágica aparezca hasta cierto punto histórica y el juicio meramente moral, limitado.” Los héroes a los que les hemos levantado monumentos son héroes trágicos – mientras más trágicos, más populares – pero esa tragedia yace no en un valor histórico, sino en su valor mítico.

Los mitos también son cuentos. No son solo narraciones fantásticas y religiosas de tiempos antiguos. Los mitos nos ayudan a darle sentido al mundo. Son los cuentos que cimientan nuestras almas, individuales y colectivas.

Es por eso que nadie con un mínimo de sentido común piensa en botar las pirámides porque fueron construidas por esclavos; porque las pirámides cuentan un cuento de otros tiempos, que no nos compete directamente, siendo su valor – ahora sí – principalmente histórico.

Es por eso, también, que los monumentos forzados sobre el colectivo, como el escandaloso homenaje a las víctimas del terremoto del 2010, erigido en Concepción, no cuentan ningún cuento, y terminan siendo desafortunadas y costosas anécdotas. 

El historiador Yuval Noah Harari señala que la principal cualidad cognitiva del homo sapiens es la “habilidad de transmitir información sobre cosas que no existen.” Los monumentos no escriben la historia. Pero cuentan cuentos, y como todos los cuentos, son morales. Nuestra relación con ellos habla de cómo somos hoy, y de cómo queremos ser mañana.

El vitoreado derrumbe del monumento a Edward Colston en Bristol no va a cambiar el hecho histórico irrefutable de que esa ciudad prosperó gracias al mercado de esclavos. Pero sí transforma el cuento que muchos bristolianos contaban de mala gana, con algo de vergüenza, sobre su propia ciudad. Al botar a Colston, decidieron cuál es el cuento que quieren contar sobre sí mismos.

En Concepción, botar la estatua de Pedro de Valdivia y dejar su cabeza a los pies de Caupolicán no altera una coma de los libros de historia ni añade ninguna certeza sobre la misteriosa ejecución del conquistador luego de su derrota en Tucapel. Pero cuenta un cuento sobre opresión y rebeldía en el Chile de 2019-2020, un cuento que es arenga para unos, pero inquietante para otros.

La estatua de Pedro de Valdivia (1497-1553) fue derribada y volteada de cabeza por manifestantes en Concepción, en noviembre de 2019.

El psicólogo Bruno Bettelheim, en su profundo estudio sobre los cuentos de hadas, dice que estos “contienen al mismo tiempo significados ocultos y descubiertos, que hablan simultáneamente a todos los niveles de la personalidad humana”.

Tanto el de Colston como el de Valdivia son cuentos cargados de simbolismo. Mientras uno termina en el fondo de la bahía, como los miles de esclavos africanos arrojados por la borda, el otro termina a los pies de un enemigo al que siempre consideró inferior. Ambos símbolos de un pensamiento eurocéntrico y colonial, pero ambos también protagonistas de sus propios viejos cuentos, en los que eran héroes, y en los que se fundaron otras narrativas, en otros presentes.

La reputada guionista de Hollywood Bobette Buster nos recuerda que “todos buscamos claridad emocional cuando contamos un cuento.”

A ambos lados del océano, la batalla de las estatuas no es una lucha por la historia, sino por los cuentos, por los valores con los que nos queremos definir. Los monumentos entonces abandonan su materialidad y se convierten en símbolos de un abstracto imaginario pero que es fundamental para quiénes narran su historia

Esta es una batalla moral entre las visiones que cada pueblo quiere tener de sí mismo, y en su impresionante sincronía mundial se vislumbra el enfrentamiento entre visiones del mundo que todos poblamos. Quienes defienden las estatuas no defienden la historia, sino el mito de la nación que quieren habitar. A sus ojos, defender a Colston no es defender la esclavitud, sino la gloria de un imperio británico cuya leyenda le trajo luz al mundo. Defender a Valdivia no es, a sus ojos, defender el dominio español, si no el afán civilizador del europeo que llegó a tierras americanas.

Ambas son versiones de un mismo mito colonizador, fundado en la desigualdad del ser humano y en la idea de que unos tienen el deber de guiar e iluminar a otros menos afortunados y menos aptos.

Para otros – entre los que me incluyo – ese mito debe ser actualizado, pues la desigualdad ya no cabe en el cuento contemporáneo del que queremos ser protagonistas. 

Sin embargo, el principio democrático (otro mito) que prima en las sociedades modernas nos obliga a que esa lucha no se funde en eliminar al contrario, más bien se regocija en la lucha misma – la discusión y el debate – y no tanto en el resultado. Pero lo valioso del principio democrático es que todos, en la medida de nuestra participación, podemos ser parte de este cuento, disolviéndonos en la narración de un mito que nos otorgue sentido colectivo. Al menos hasta que haga falta una nueva renovación.

El gobierno y el manejo dogmático de la crisis

La austeridad financiera con que el gobierno ha decidido abordar la crisis sanitaria en Chile nos ha llevado a un círculo vicioso en el que no ha sido posible ni salvar la economía ni detener los contagios, debido sobre todo a la insistencia de las autoridades en ignorar la desigualdad social. En esta columna, el economista Andras Uthoff afirma que Chile está en condiciones de aumentar su crédito internacional para ir en ayuda de las familias vulnerables, ya que es uno de los países con los niveles de deuda más bajos del mundo, y para ello plantea una serie de medidas a corto y mediano plazo.

Por Andras Uthoff

Hoy tenemos una crisis cuyas causas escapan a las que los economistas acostumbramos a abordar. Su origen es sanitario y su mayor impacto sobre la economía es la incertidumbre que genera. Sobre lo primero no tenemos competencia y respecto a lo segundo, siempre ha sido limitada nuestra capacidad para seleccionar la oportunidad y el conjunto de instrumentos para abordarla. Sin embargo, todas estas dificultades no justifican la irresponsabilidad con que el gobierno la ha abordado. Con asombro e incredulidad escuchamos las excusas que dan las autoridades para justificar los equívocos originados por sus dogmas, y sobre todo con vergüenza, cuando una de ellas es que desconocían la realidad del país que gobiernan.

En toda la historia de Chile, este es probablemente uno de los momentos más críticos donde en representación del Estado, el gobierno debió haber reconocido y enfrentado las verdaderas restricciones presupuestarias y las desigualdades imprescindibles para abordar la crisis. En ello no cabían equivocaciones. Sin embargo, cegado por la preocupación de mantener bajo el riesgo país -calificación que realizan las clasificadoras de riesgo internacionales según el manejo de la estabilidad fiscal y financiera- para acceder al crédito internacional barato, el gobierno se autoimpuso severas restricciones presupuestarias e ignoró las desigualdades. 

El presidente Piñera supervisando las cajas de alimentos que se están distribuyendo como ayuda a familias vulnerables.

La realidad reveló la desigualdad y gatilló una de las peores olas de contagio y muertes por Covid-19 en el mundo entero. En pocas semanas, Chile pasó a liderar el ranking de países con mayor incidencia de contagios y mortalidad. Bastó que el contagio se expandiera desde la zona oriente al poniente de Santiago, y desde ahí al resto del país, para contradecir al gobierno. La austeridad, sumada a ineficientes, paternalistas y casi inexistentes medidas para apoyar a las familias vulnerables -como el reparto de cajas cuyo contenido y frecuencia son insuficientes- contribuyeron a la expansión del contagio y la mortalidad. 

El círculo vicioso de los riesgos

Como corolario, hoy disponemos de acceso barato al crédito, pero en medio de una pandemia sin control que limita la certidumbre y la oportunidad de una reactivación económica. Las insuficientes medidas para contener la pandemia gatillaron con fuerza el riesgo social: tener que frenar la actividad económica debido a la necesidad de que la población entre a cuarentena para evitar los contagios. 

Dentro de su ortodoxia neoliberal, y al restarle importancia a la cuarentena como la variable que condiciona toda la situación económica, el gobierno cayó en la trampa de un círculo vicioso. En este caso: al privilegiar reactivar la economía se ocuparon del riesgo país, para mantener el ranking internacional gastaron poco dinero y al gastar menos no lograron hacer respetar la cuarentena. La ausencia de cuarentena agravó la crisis sanitaria, la crisis sanitaria demandó una mayor cuarentena, pero hacer respetar la cuarentena les ha impedido recuperar la economía. 

Un complejo dilema, cuya solución implica reconocer sin dogmas las diferentes causalidades. El rol de la crisis sanitaria sobre la recuperación de la economía, el rol de la cuarentena en el control de la crisis sanitaria, y el rol de la economía en el cumplimiento de la cuarentena. 

En el Foro para un Desarrollo Justo y Sostenible hemos apoyado a los parlamentarios y a la opinión pública para que en el debate con el gobierno se corrijan estos errores. Como es habitual, los poderes fácticos han opacado nuestras voces.

«En lo inmediato, es posible sugerir un impuesto al patrimonio por una sola vez para ayudar a financiar la sustitución de ingresos de los afectados y la sostenibilidad de las micro y pequeñas empresas. También, considerar el uso del Fondo de Contingencia Estratégica, creado para enfrentar situaciones de crisis y financiar material bélico (de US$4.500 millones), para el financiamiento de medidas sociales y productivas que permitan enfrentar la crisis y apoyar la recuperación».

Propiciamos una estrategia que dé cuenta de la verdadera causalidad y que subordine la economía a la superación de la crisis sanitaria, para que luego, gradualmente, se ocupe de la reactivación. Identificamos cinco pilares: (1) apoyo a la atención primaria de la salud, (2) a los municipios, (3) a las familias de niveles superiores al de la línea de la pobreza, (4) a la protección directa del empleo mediante la asistencia financiera y técnica a las medianas y pequeñas empresas, y (5) una estrategia de inversiones públicas y rescate de empresas estratégicas.

En el control de la pandemia, el Foro ha establecido con claridad dos insuficiencias: la restricción presupuestaria que se autoimpuso el gobierno y lo limitado de la población objetivo, que definió a los grupos vulnerables sin considerar los nuevos focos de vulnerabilidad a causa de la pandemia. Argumentamos que lo limitado de la ayuda a las familias hizo fracasar la cuarentena y, por ende, el control de la pandemia. Esto está dilatando la fase de reactivación. 

En el ámbito de la estimulación de la economía, el Foro ha establecido con claridad dos fuentes de insuficiencias: la premura con que el gobierno llamó a una reactivación, saltándose la etapa anterior, y el limitado rol que se le ha destinado al Estado en la asignación de los recursos hacia los sectores que podrán reactivarse rápidamente. Argumentamos que el Estado debe recuperar su rol de agente activo en sus funciones de asegurar el financiamiento apropiado, gestionarlo en forma eficaz y eficiente, y asignarlo hacia todos quienes pueden beneficiarse de la reactivación. 

Responsabilidad fiscal

Nuestros análisis sugieren que un mayor esfuerzo fiscal responsable es posible. El Fondo de Emergencia debe tener un rango de entre US$12 y 15 mil millones adicionales y no el techo de US$12 mil acordado en el marco de entendimiento, para financiar las medidas propuestas. Chile puede recurrir a un mayor endeudamiento bruto y/o girar contra sus fondos soberanos. Sugerimos revertir la caída de US$1.527 millones en la inversión pública. Para Chile, un déficit fiscal entre 10-15% del PIB es sostenible en el corto plazo, rango en que se situarán los déficits públicos en la mayoría de los países de la OCDE y de América Latina. La deuda del gobierno se encuentra en los niveles más bajos del mundo y con espacio para aumentar en varios puntos del PIB, sobre todo considerando que la tasa de interés de largo plazo está en niveles muy bajos. 

Lo anterior no implica un gasto desatado. Por el contrario, el endeudamiento que hoy es barato sirve para aumentar los fondos de los que se dispone para enfrentar esta crisis. El gasto fiscal debe cautelosamente priorizar un Plan de Emergencia y luego activarse durante la reactivación. 

Reconocemos que ante la actual incertidumbre sobre la fecha de término de la pandemia, la regla fiscal que existe actualmente deberá modificarse. Habrá que hacerla compatible con criterios de credibilidad, transparencia y simpleza, y en un futuro será necesario un acuerdo político amplio para ello, con una trayectoria más pausada del balance fiscal estructural. 

La situación de emergencia que vive el país obliga a repensar la carga fiscal en el futuro. En lo inmediato, es posible sugerir un impuesto al patrimonio por una sola vez para ayudar a financiar la sustitución de ingresos de los afectados y la sostenibilidad de las micro y pequeñas empresas. También, considerar el uso del Fondo de Contingencia Estratégica, creado para enfrentar situaciones de crisis y financiar material bélico (de US$4.500 millones), para el financiamiento de medidas sociales y productivas que permitan enfrentar la crisis y apoyar la recuperación. A más largo plazo, deberá promoverse un acuerdo tributario (post 2021) que se concentre en los impuestos directos y a las grandes fortunas. Se debe aspirar a elevar en 5% del PIB la carga tributaria hacia los próximos cuatro años, avanzando hacia un aumento de esta equivalente a la media de la OCDE.

¿Matar a Bello?

El abogado y autor de Andrés Bello libertad imperio estilo -ensayo que releva las dimensiones menos conocidas del pensador venezolano- desmitifica aquí al creador del Código Civil chileno y primer rector de la Universidad de Chile y reconstruye los invisibles vínculos con algunos de sus descendientes más destacados como el escritor Joaquín Edwards Bello y la escultora Rebeca Matte Bello. «Matar a los padres es cosa de niños, y un mérito de los muchos “hijos de Bello” fue habernos explicado que, desde hace tiempo, ya no lo somos», dice el investigador.

Por Joaquín Trujillo Silva

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Por motivos que poco se entienden hay hijos que no acaban de matar a sus padres. Entregados a una dinámica en que los matan para revivirlos una y otra vez, aquellos padres no descansan en paz. Parece que la mayoría de edad consiste en dejar de recriminar a los padres, de robustecer una inmunología propia, de granjearse la ficción de la propia responsabilidad, hasta cuando la ficción resista. Es más, parece que la mayoría de edad consiste en no solamente dejar de culpar a los progenitores, sino que convertirse en sus padres, en sus cuidadores. Desde que estos viven más a consecuencia de la prolongación de la esperanza de vida, los hijos se han visto en la necesidad o acaso el deber de intercambiar papeles. Los hijos viejos son padres de padres aún más viejos. Esta peculiaridad histórica ha significado importantes tomas de conciencia. Por ejemplo, no es un misterio que buena parte del llamado estallido social de octubre de 2019 en Chile se explica por las bajas pensiones que comenzaron a percibir muchos padres, lo que en buena parte también fue asumido por sus hijos como un motivo de indignación. En el caso de la pandemia, que afecta más a los pensionados que a los hijos en edad de trabajar, ocurre un tanto: nuevamente los hijos se ven llamados a asumir responsabilidades que prevengan o mitiguen un riesgo mortífero.

Estatua de Andrés Bello encapuchada, durante el 2019, en frontis de la Casa Central de la U. de Chile.

Ahora bien, si esta misma reflexión la extendemos, resulta que no hay padre que no haya sido también antes un hijo, de ahí que todo hijo que piense más allá de sus narices verá que matar al padre es siempre un genocidio simbólico: lo propio tendrá que hacer con los padres de los padres, con todos los ancestros que, como se sabe, se multiplican exponencialmente, se remontan a un pasado infinito como las estrellas antes de concentrarse en los únicos abuelos comunes a la humanidad, eso que se abrevia como Adán y Eva.

De ahí que las genealogías sean grandes sistemas de —lo que en derecho se llama— responsabilidad solidaria. En ellas queda claro que nadie es suficientemente culpable, que a ninguno de estos ancestros debe imputarse el peso de todas nuestras penurias. Es decir, todos, ricos y pobres, somos herederos de tantos que al final no lo somos tanto de nadie.

Obviamente, las tensiones de una vulgar metáfora freudiana se pueden manipular para conseguir efectos de otra índole.

A los padres fundadores —aquellos personajes que mal se llama así— no habría por qué darles un trato distinto. Generaciones y generaciones han consentido, a veces a regañadientes, en darles ese título, otorgamiento contra el que bien puede alegarse la adolescencia de un hijo que no sabe quién es su padre, en todo el sentido de la expresión.

Es el caso de Andrés Bello. El mito —hasta ahora oficial— dice que él fue el rector fundador de la Universidad de Chile. Contra esta mitología del padre adánico han proliferado otros: por ejemplo, que él no fue más que el conserje de un edificio corporativo cuya historia se remonta mucho más atrás, o sea, a claustros y recoletos, tesis que avalaría otra, según la cual el primero de los cismas de la Universidad de Chile, que dio origen en 1888 a la Universidad Católica, no habría sido otra cosa que la contrarreforma ortodoxa de una institución que bajo liderazgo liberal cada vez más desembozadamente anticlerical se veía ya que iba por mal camino.

Pero sin duda que la expresión “hijos de Bello” —vociferada casi como lema más propio de hinchada— fue el grito de lucha con el cual una pluralidad política, étnica, religiosa, socioeconómica de hijos adoptivos reclamó para sí la filiación con Bello. Esta inmensa diversidad cultural que en la Universidad de Chile fue de vieja data —y que pese a todo no ha dejado de afluirle— no sabría decir yo por qué tuvo la inteligencia de no matar al padre, sino que, muy por el contrario, arroparlo en su decrepitud ante la amenaza de supuestos descendientes que, como fantasmas, unos de carne, otros de hueso, y los más de humo, intentaron —e intentan— volverlo irrelevante sacudiendo su legado.

Sin embargo, me temo que aquella inteligencia de hijos haciendo el papel de padres de Bello y, por lo tanto, de la Universidad de Chile, hace tiempo que más se parece al de adolescentes que solo saben ser —y no por pose— las víctimas de —y he aquí lo más curioso— otros padres, unos que ni siquiera son los suyos. Pues, en el fondo, a los padres se los elige, a Bello se lo eligió, se eligió que el padre fuese un poeta, un gramático, un filólogo, un codificador, un estilógrafo, un político, un editorialista, un escritor de discursos ajenos, un funcionario público, un divulgador científico, y, hay que decirlo: un escéptico; en suma, lo que he llamado en otra parte: un gramócrata. Matar a los padres es cosa de niños, y un mérito de los muchos “hijos de Bello” fue habernos explicado que, desde hace tiempo, ya no lo somos.

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Uno de los descendientes sanguíneos de Andrés Bello —el escritor Joaquín Edwards Bello— se las pasó parte importante de su vida intentando revivir al ancestro. En la década del 40 del siglo XX podemos verlo —al tenor de sus propias palabras— observando un ramo de flores que alguien había dejado a los pies de la estatua de mármol en la Alameda. De esta experiencia proviene su idea de “desmarmolizar” al bisabuelo. En esa empresa es que llegó a sostener cosas como que no había que descartar que el viejo hubiese participado de las “jornadas rojas de Lircay”, refiriéndose a la sangrienta guerra civil de 1830. Estas palabras tal vez no tengan ya la temeridad que tuvieron en su momento, pero lo cierto es que abren otra vez una sospecha: ¿hasta dónde era capaz de llegar el espíritu de orden de Bello, su autoritarismo paternal? Sus artículos de El araucano de ese tiempo como también los discursos que supuestamente redactó para el presidente José Joaquín Prieto, muestran a un padre temible, de una prosa cuya oscuridad ambiental es muy clara, que está dispuesta a regularizarlo todo con mano no de mármol sino de hierro. No sabemos hasta qué punto las muchas voces con que solía hablar, o mejor dicho escribir, nos ofrecen una parcial de su fondo, pero lo que parece es que aquel fondo íntimo apenas existe comparado con su versátil superficie. ¿Qué intentaba vivificar el bisnieto? ¿Hasta qué punto celebra tácitamente el lado oscuro de esta luna de mármol, un dios que en la forma de una luna llena ilumina la República? Una luna en vez de un sol. ¿Qué no era capaz de decir que anhelaba que lo dijese una estatua, como en el Don Giovanni, la de un comendador que cobra vida para llevarse a los libertinos al infierno, a ese bisnieto entre ellos?

Ya los griegos más antiguos lograron la antología de sus siete sabios, Periandro de Corinto entre ellos, tirano además de sabio a quien Platón consideró indigno de esa calidad, omitiendo su nombre. “Hazte digno de tus padres”, decía una de las frases célebres que se conservan del sabio-tirano Periandro. ¿Hace falta que reviva la estatua, que se haga carne el mármol, para completar el trabajo que te corresponde como hijo de tu padre, como nieto o bisnieto, sanguíneo o espiritual? ¿Qué milagro hará falta para que te hagas digno de este padre?, parece decirse Edwards Bello mientras derrocha sus heredades en el casino de Montecarlo.

Otra estatua del pensador de origen venezolano, ubicada al interior de la Casa Central de la Universidad de Chile.

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Otro bis —nieta en su caso— fue la escultora Rebeca Matte Bello. Hija del banquero y diplomático Augusto Matte y de Rebeca Bello Reyes, hija a su vez del más revoltoso de los hijos de Andrés Bello, aquel que le dio los peores dolores de cabeza: Juan Bello Dunn.

La madre de Rebeca sufrió tras el parto una amnesia total que le impidió ocuparse de su única hija (Gabriela Mistral la vio encerrada, un día, al pasar junto a su ventana). Rebeca también tuvo una única hija: Lily, una poeta que murió joven a consecuencia de tuberculosis, durante la pandemia mundial. Rebeca perdió a las dos mujeres que había en su vida biológica —su madre y su hija—, pero había recurrido a su abuela Rosario Reyes. Esculpió además en mármol a una mujer que llama toda nuestra atención: Eva, la madre de todos. En el Cementerio General, a pasos de la cripta del General Ibáñez del Campo, se encuentra el mausoleo de Rebeca, en que descansan los restos también de su hija. Una escultura suya lo decora, tal vez una de las más misteriosas que habitan esa necrópolis. 

Se trata de una que representa a Adán y Eva. Adán se ve viejo y encorvado, aunque no decrépito, y todo hace pensar que ha quedado ciego. Eva es joven, muy joven, y está como ciega, pero porque aún no ha abierto los ojos. Adán se afirma en ella y ella parece conducirlo. La figura que haría pensar en los incestuosos padre-hermano e hija-hermana que fueron Antígona y Edipo en Colono, adquiere aquí una extraña significación: ¿Qué quiso decir la bisnieta de Bello con este Adán y esta Eva, este Edipo y esta Antígona, además de aludir al origen de la naturaleza y de la cultura en el lugar mismo del fin que es un cementerio? Es una hija que cuida a un padre, tal vez a un abuelo, quizá un bisabuelo. ¿Pero de qué lo cuida? ¿Y cómo, pues se ve demasiado joven y ciega aún, como si fuera un cachorro? ¿Qué ya no puede ver Adán que podrá ver Eva, qué ya no puede ver el viejo Edipo que verá su incestuosa hija Antígona (él, en el fondo, perdió los ojos por averiguar el origen de la peste en Tebas)? Más que sus grupos escultóricos que ensalzan las glorias de la República de Chile, parece que este mármol es uno de los que podrían llegar a describirla de mejor manera. La bisnieta de Bello tal vez quiso decir que se hace digno de su padre, de su pasado, no quien se ajusta a él, se le parece más, lo imita, sino quien lo conduce sin desasirse de él, quien abre los ojos mientras el otro los cierra. Sin embargo —y este sea acaso todo el punto— hay siempre un lapso en el cual todos son ciegos, padres e hijos, abuelos y nietos, como en la pieza dramática de Maurice Maeterlinck, de quien Rebeca fue amiga. Mientras el pasado y el futuro vivan un presente ciego, el uno debe servir de apoyo al otro. Esta dialéctica aprende a ver morir, pero no mata, ni tampoco —como había dicho Nietzsche—, ayuda a morir a los débiles.

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No es primera vez que animales impuros —léase serpientes, ratas, murciélagos— son sindicados como los causantes de la mortandad humana. Estas quiebras del paraíso terrenal a menudo reinician nuestro concepto de la historia, hacen pensar en una humanidad más de inmunes que de humanos. Habría —según ese enfoque— un pasado que se recuerda y otro más atrás que carece de categoría. Ya en su tiempo Andrés Bello fue sospechoso de portar un virus: aquel del cual todos entonces debían proclamarse sanos, o sea, el pasado, el maldito pasado, la herencia que había que repudiar. Lentamente, él fue enseñando que nuestra salud depende de la herencia, de sabernos “aprovechar” —este verbo es central en Bello— de aquello que no ha sido producto de nuestro mérito. Fue el caso de la epidemia de viruela en el paraíso de la Venezuela imperial —la Venecia de América— que desoló “los palacios y las chozas”, y cuya cura Bello cantó en dos obras suyas, A la vacuna, y el drama poético Venezuela consolada; ¿el objeto de sus loas? El benefactor. ¿Quién era ese benefactor? El rey, en ese caso, Carlos IV de España. Cuando cayó este viejo orden hemisférico y muchos se enmascararon ceñidos a las nuevas exigencias de lo correcto, Bello se demoró y cedió, pero junto con ceder, no se olvidó de nadie ni de nada. En su exilio de por vida —Bello amaba Edipo en Colono—, Bello fue a dar a Chile. Era entonces viejo, un anciano si consideramos la esperanza de vida en aquel tiempo, y es aquí, en este viaje a su último lecho, cuando recién comienza el florecimiento de este padre, cuando nace el Bello que conocemos y del cual nos hemos aprovechado tanto. La historia de Bello nos muestra que es una estupidez —de la estupidez metafórica del siglo XX— matar a los padres, dejarlos morir, abandonarlos, especialmente por una razón nada angelical, una muy utilitaria: nunca se sabe cuánto puede florecer un bastón bien plantado.

Salidas de emergencia: pensando en pedagogías del acontecer en el encierro

Las pedagogías de las emergencias son pedagogías de ejercicio emancipatorio, que para la niñez y juventud se traducen por sobre todo en el juego, en las expresiones, en las creaciones, en “dejar ser” en sus lugares y acciones, escenas y escenarios, para buscar esas tan privadas libertades.

Por Viviana Soto Aranda

Ante el avance de la pandemia en el país y las medidas de confinamiento impulsadas por el gobierno, el espacio privado del hogar ha pasado a ser hoy el escenario principal de la actividad humana. ¿Qué es lo que ocurre con las vivencias en ese espacio?  El hogar se ha transformado en un híbrido, tomando algunas ideas de la “hibridación cultural” que señala Néstor García Ganclini, término que refiere a cruces, donde combina tradiciones, acciones, el cual puede surgir de la vida individual y colectiva. Híbrido de fusión o mezcla es lo que quiero distinguir y tomar este concepto para remirar nuestros lugares de vida y lo que vamos en ellos, identificando. 

La pregunta es ¿qué es lo que se ha ido mezclando?, y ¿qué fusiones?  Las relaciones los espacios, las rutinas, el estudio, el trabajo, las emociones, las sensaciones; la vida en confinamiento ha tenido encuentros y desencuentros. Por un lado, el confinamiento ha permitido vivenciar nuevas experiencias de acogida, también de resistencia, de soportar el estar dentro, porque tal vez para muchos es una experiencia insoportable. En torno a este concepto de lo insoportable, hay que recordar que muchas personas en nuestra sociedad viven en el encierro normalmente, me refiero a cárceles donde muchos cumplen condena o incluso instituciones de protección de niños, niñas y jóvenes, quienes también realizan sus actividades cotidianas bajo normas y vigilancia -según el concepto de “instituciones totales” de Goffman- en un campo híbrido de tensiones permanentes, generadas por la seguridad y resguardo versus el control.

Las escenas de la niñez confinada y en encierro están compuestas por especificidades similares y diferentes que transitan en lo híbrido. Cabe preguntarte: ¿qué de lo hibrido referido a cruces, de tradiciones, acciones, prácticas es compartido y diferenciado en el confinamiento? La idea es develar lo que acontece en nuestra vida, que coloquemos atención a las diferentes escenas y escenarios, porque hay allí lugares y acciones, pero también personas. 

Las pedagogías 

Nos acercamos a hablar sobre las pedagogías, por su dimensión política porque justamente pensar en esas hibridaciones es pensar en las fisuras, es pensar en lo que aparece y en lo no explícito, más bien en lo que aparece en los pliegues de los acontecimientos, lo cual implica ir más allá y desde una mirada crítica de ese acontecer. Pensar en las fisuras es pensar en los detalles. Al respecto, tiene mucho sentido y pertinencia detenerse en la pedagogía que llamaré del detalle, y que aparece resonante en las prácticas cotidianas humanas y muchas veces invisibilizada. Ese detalle aparece en la búsqueda, en la indagación, en la observancia y que devela lo que va a contrapelo de ese todo normalizado. La pedagogía del detalle implica sumergirnos en los matices de la aceptación y acogida de quienes nos rodean y abrir la escucha y comprensión a las acciones, al juego incesante de los niños y niñas, a las preguntas, y a las búsquedas y matices juveniles.  Ese detalle es implicarse con el otro y con lo que acontece; es un disponerse a estar con otros, enseñamos y aprendemos mutuamente y esa pedagogía va a contrapelo de ese todo normalizado instituido y jerárquico de estructura conservadora y dominadora del consumo de todo saber exigido bajo lógicas de control y exitismo educativo para insertarse en la sociedad. 

Es interesante poder ampliar la mirada, cuando nos encontramos en situaciones de crisis, ante las cuales buscamos como reacción, un escape: aquí las denominaré salidas de emergencia, que como bien sabemos significa cambiar de trayecto, no seguir el camino habitual, sino otro, lo que implica encontrar nuevas formas de organizarse, pensar para volver a emerger. Es preciso detenerse aquí, porque muchas de las salidas de emergencia la colocan los niños, niñas y los jóvenes; así lo hemos visto en el surgimiento de las demandas sociales del pasado 18 de octubre e incluso antes. Se han visto organizados, comunicando, buscando esos nuevos trayectos, buscando salidas de emergencia, esas voces audaces, criticadas por ser parte del problema, ese problema pensado desde la lógica adultocéntrica, errada por supuesto, eso está claro. 

«Lo que no podemos pensar es en una pedagogía que limite los acontecimientos e interponga aún más métodos de dominación, como el cuestionamiento a la romantización de la cuarentena: ‘quédate en casa, pero consume'».

En el confinamiento y en el encierro, ¿cuáles han sido las salidas de emergencia?, ¿ha habido espacio para esas salidas?, ¿cuáles han sido las emergencias dentro de la emergencia? es decir, ¿esas micro emergencias?  En situaciones de crisis muchas personas se organizan, hay colectivos, comunidades, espacios comunitarios y surgen iniciativas que se constituyen en esas llamadas pedagogías de las emergencias, que nos invitan a pensar en nuevos trayectos, desde una mirada crítica, que insta a buscar nuevos protagonismos en la niñez y de la juventud, que erradique el adultocentrismo y su dominación. Las pedagogías de las emergencias son pedagogías de ejercicio emancipatorio, que para la niñez y juventud se traducen por sobre todo en el juego, en las expresiones, en las creaciones, en “dejar ser” en sus lugares y acciones, escenas y escenarios, para buscar esas tan privadas libertades. 

Es preciso que reflexionemos, y a partir de lo descrito, que las pedagogías de las emergencias no busquen el discurso armónico de la modernidad, por ello es necesario la perspectiva crítica a nuestro vivir fundamental. Porque el ejercicio de la dominación del sistema capitalista neoliberal aparece impregnado y oculto en las prácticas cotidianas.   

Siguiendo con este relato y pensando en las pedagogías, recientemente el sociólogo Boaventura De Sousa Santos, publicó sus reflexiones en un libro titulado La cruel pedagogía del virus.  En él hace un abordaje sobre una lamentable realidad en la que el confinamiento de las familias en espacios reducidos, sin salidas, puede generar más oportunidades para el ejercicio de la violencia, y también para los que no tienen hogar, el confinamiento y encierro ¿no será también más grave?  Estos casos aluden también a que la pandemia muestra de forma cruel cómo el capitalismo neoliberal incapacitó al Estado para responder a las emergencias. 

Tensionando la Normalidad

En esta reflexión surge la pregunta sobre la normalidad, ¿queremos volver a la misma normalidad que teníamos antes de la pandemia, es más antes del estallido social?, Una normalidad que claramente nos ha llevado a pandemias y a la profundización de las desigualdades. ¿A qué queremos volver?, esa es la pregunta. Y es preciso conversarla para no reproducir las inequidades y las desigualdades que bien sabemos, como, por ejemplo, las desigualdades de género y las violencias hacia la mujer que se forjan en la niñez, en las prácticas cotidianas familiares. 

Debemos estar atentos, porque normalizar esta vida es peligroso. Incluso lo normal se puede traducir en una pedagogía de la crueldad, y parafraseando a Rita Segato, esta normalidad, en tanto violencia, no se pueda pensar por fuera de las estructuras económicas capitalistas, que necesitan de la falta de empatía para sostener su poder.

Es un imperativo crítico discutir lo que está aconteciendo en la vida, sin dejarse capturar por el control y los límites de las emociones, de las jerarquías y segmentaciones, y rescatar las pedagogías del acontecimiento, del pensar y de estar dispuestos a lo inesperado, abiertos a lo posible, como un quehacer rizomático, en que la organización de los elementos no sigue líneas de subordinación jerárquica, sino que cualquier elemento puede afectar o incidir en cualquier otro. Lo que no podemos pensar es en una pedagogía que limite los acontecimientos e interponga aún más métodos de dominación, como el cuestionamiento a la romantización de la cuarentena: “quédate en casa, pero consume”. 

En este confinamiento y encierro cotidianos, en ese híbrido de escena y escenarios, cabe significar, como señala Esteban Levin, que no podemos caer en trampas, no podemos dejar de sorprendernos, o pensar en que sabemos lo que va a pasar, eliminar nuestras dudas, los equívocos, el absurdo, eliminar lo inesperado, las dudas, los errores, para resguardarnos en la técnica, en el método de la pedagogización.  Porque si es así, lo que estamos eliminando es al sujeto que se hace del acontecer, del asombro, de la belleza, del descubrir, del equivocarse, y que es, ser niñes y jóvenes. Si eliminamos al sujeto, estamos limitando las posibilidades para las salidas de emergencia.

Las pandemias y el pueblo mapuche

El comportamiento actual del sistema de salud y de las instituciones estatales en tiempos de Covid-19, han sido el de una “ausencia programada” de la realidad sociocultural y epidemiológica mapuche en los contextos urbanos y rurales actuales. Existe un relegamiento de la existencia de conocimientos y prácticas de subsistencia material, terapéutica y espiritual mapuche, de su relacionalidad, así como de su situación de salud frente a la actual pandemia.

Por Andrés Cuyul Soto

El pueblo nación mapuche ha experimentado a lo largo de su historia moderna distintas epidemias que a su vez han tenido características pandémicas, y en su mayoría han estado socialmente determinadas por el contacto forzado con el Estado de Chile, que ha tenido una política de despojo de las condiciones materiales de existencia (territorio y ganado), arreduccionamiento territorial, marginación sociopolítica y falta de memoria inmunológica y desconocimiento de las enfermedades de tipo wingka que se han manifestado con el contacto occidental. Es necesario precisar que las enfermedades identificadas como mapuche kutran o endógenas no tienen capacidad epidémica y son más bien las enfermedades de tipo exógenas o wingka las que tienen capacidad epidémica y han diezmado a la población nativa desde el contacto español y, más recientemente, en los siglos XIX y XX, tras la instalación del Estado chileno en el otrora territorio independiente donde sucedieron epidemias de cólera (1867), tifus (1892) y viruela (1904-1906 y 1922). 

Machi tratando a un enfermo en una comunidad mapuche.

Situando las pandemias en su devenir histórico, podemos comprender el comportamiento actual del sistema de salud y de las instituciones estatales en tiempos de Covid-19, las que han optado por una “ausencia programada” de la realidad sociocultural y epidemiológica mapuche en los contextos urbanos y rurales actuales, es decir, por un relegamiento de la existencia de conocimientos y prácticas de subsistencia material, terapéutica y espiritual mapuche, de su relacionalidad, así como de su situación de salud frente a la actual pandemia. Esto se traduce, por ejemplo, en que a casi tres meses de iniciado el brote epidémico aún no contamos con información desagregada por pueblo indígena en el país, a pesar de que desde el año 2016 se ha actualizado la norma 820 del Minsal, que establece la inclusión de la variable pueblos indígenas en todos los registros de salud, incluyendo la notificación obligatoria de enfermedades transmisibles. 

Esta ausencia programada se ha manifestado también en la inexistencia de estrategias y acciones pertinentes para la prevención de contagio que consideren las formas de vida indígenas, tales como relaciones de reciprocidad y sociabilidad, procesos migratorios vigentes (Santiago–sur de Chile), entendimiento en el mapuzungun, explicación y tiempo para la comprensión del fenómeno pandémico, así como los alcances del confinamiento para el mundo indígena, toda vez que el mensaje de “quédate en casa” anula el sentido del ser che (persona) desde la relacionalidad recíproca en la vida mapuche comunitaria. Esta actitud de la política estatal la hemos llamado, desde la organización mapuche de salud Ta iñ Xemotuam, “la pandemia de la monoculturalidad”, donde una matriz cultural dominante acciona nuevamente sobre el “otro” y no atiende a formas de ser y estar culturalmente distintas. 

Al igual que las epidemias artificiales que se impusieron en el siglo XIX y siglo XX en el Wallmapu, la situación de empobrecimiento y vulneración de derechos que enmarca el desarrollo de esta pandemia sitúa a la población mapuche en particular e indígena en general como los colectivos históricamente más vulnerabilizados. De acuerdo a la última encuesta Casen, la pobreza en indígenas alcanza un 14,5%, mientras que en no indígenas es de un 8%, brecha que aumenta en el caso de la pobreza multidimensional, que vincula a la población indígena con un 30,2% respecto de un 19,7% de la población no indígena. Estudios recientes del Minsal dan cuenta de tremendas inequidades en mortalidad materno-infantil, enfermedades cardiovasculares y mortalidad por causas evitables para el pueblo mapuche. Por ejemplo, en la provincia de Arauco, la probabilidad de que un niño mapuche de menos de un año muera es 2.2 veces mayor que en la población no indígena; situación similar ocurre en comunas empobrecidas por la industria forestal, como Ercilla. Esta pandemia, por tanto, forma parte de un fenómeno mórbido colectivo que para el pueblo mapuche revitaliza la relación colonial impuesta por el Estado chileno, evidente en marginación sociocultural e inequidades socioeconómicas y sanitarias producto del racismo vigente en la agencia estatal y que se traducen en expresiones biológicas de la desigualdad en tiempos de pandemia. 

Desde un punto de vista cultural mapuche, esta pandemia se inscribe en una crisis civilizatoria enorme anunciada por nuestros mayores y agentes espirituales. Desde el año pasado, con el florecimiento del coligüe como indicador de catástrofes, se presentaba la crisis social desatada en Chile, la que junto a la desoladora sequía y la inminente plaga de roedores hizo comprender que esta pandemia es un efecto más de dicha crisis, para la cual en muchas comunidades y familias la preparación continúa junto con un replanteamiento de las relaciones que mantenemos como personas con la pluralidad de vidas con las que convivimos. Debemos reconsiderar la relación con nuestros espacios en términos de reciprocidad material y espiritual. Por ello, no es casualidad que en distintos territorios se estén desarrollando ceremonias espirituales mapuche como nguillatun a propósito de esta catástrofe, con la intención de reconectarnos con las vidas que nos constituyen como che, como personas. 

Frente a este contexto de agresión sistémica, el descuido de la forma de reproducción estatal de ocupación que nos afecta y de la crisis de la vida en los distintos mapu o espacios donde nos desenvolvemos, han emergido estrategias de inmunización colectiva en los territorios urbanos y rurales apelando a la memoria y solidaridad desplegadas con autonomía y a la pertinencia que da la acción propia. De esta forma, se han implementado cortes de camino para crear barreras sanitarias autogestionadas frente a posibles brotes en las provincias de Arauco y Cautín; se han elaborado mensajes propios de prevención y fortalecimiento del sistema inmunitario por parte de organizaciones mapuche de salud de la región Metropolitana y La Araucanía; se ha aumentado la cobertura de inmunizaciones y control de adultos mayores por parte de centros de salud gestionados por asociaciones mapuche como el Hospital Makewe en Padre Las Casas; las productoras y productores mapuche han donado verduras para campamentos de la ciudad de Temuco; y se ha puesto énfasis en los conocimientos y prácticas de salud mapuche en los hogares y comunidades de manera autónoma frente a la amenaza pandémica, todo lo cual ha revitalizado la importancia del conocimiento y la memoria para la proyección de la vida. A nivel agrícola, los cultivos tempranos, ayudados por las primeras lluvias de otoño, están generando inéditas siembras tempranas de granos de invierno por medio de la recuperación de semillas tradicionales casi desaparecidas, tales como el trigo colorado, libre de ensayos genéticos y que permite una siembra orgánica y libre de pesticidas y abonos químicos que parasitan la tierra. 

Frente a la no existencia epidemiológica del pueblo mapuche y la ausencia programada de nuestro conocimiento y realidad sanitaria en las acciones oficiales, la alternativa es reforzar las prácticas de salud propias y negadas en su integralidad por las políticas de salud monocultural; promover estrategias autonómicas del cuidado, como la autoatención doméstica con fines preventivos y curativos; fomentar el control epidémico–territorial; elaborar mensajes propios para el fortalecimiento inmunitario y la recuperación de alimentación tradicional; y crear organización para el cuidado de la vida en el lof y la comunidad, el cultivo temprano e intercambio de semillas, entre tantas otras estrategias que se están desarrollando y deberemos promover. Una política de salud mapuche autónoma que exprese el cuidado de la vida y de las distintas vidas que nos sostienen se hace urgente frente a la crisis civilizatoria que el mal vivir y la transgresión han desencadenado y de la cual no estamos ajenos. Tenemos memoria, territorio y cultura. Kizu zapiuküleafuyiñ (podemos cuidarnos solos).

China y EE.UU. en medio de la tormenta

Por Dorotea López Giral y Andrés Bórquez Basáez*

La guerra comercial entre China y Estados Unidos, que llevó a una preocupación común a muchos países, hoy parece historia del pasado. Sin embargo, hay que recordar que el acuerdo sobre la Fase I, que aspiraba a frenar esta disputa, se estaría pactando sólo hace unos meses. Hoy, con el Covid-19, esta compleja relación se ve nuevamente desafiada y nos llena de más interrogantes que respuestas ante un escenario de alta incertidumbre. Con esta crisis el mundo va a enfrentar cambios en la fuerza militar y económica relativa y cambios de percepción sobre las expectativas del papel que deben tener los grandes jugadores de la escena mundial. En este escenario, China y Estados Unidos tienen razones para preocuparse por su influencia global en el mundo posterior a la pandemia. 

Hablamos sin duda de potencias absolutamente relevantes en nuestra historia moderna, cuyos movimientos impactan en lo global y a cada país en niveles significativos, y más aún a economías como la nuestra, por sus altos niveles de dependencia. Esta disputa, que ha querido analizarse con herramientas del pasado, como un nuevo mundo bipolar y el fin de la unipolaridad, responde, por el contrario, a una China y un EE.UU. con desafíos y reestructuraciones internas. 

El presidente de EEUU, Donald Trump junto al lídea chino, Xi Jinping durante una cumbre comercial realizada en Osaka, Japón, realizada en junio de 2019.

Hay que comprender esta relación en función de sus complejas realidades domésticas y, por ende, parece prematuro o equivocado el paradigma de un dilema bipolar, el que significaría que el resto de la comunidad internacional deba tomar gradualmente parte, para resolver las dificultades internas, por alguna de estas dos naciones en disputa. Es natural que las naciones tengan dificultades y diferencias, pero esto no significa convertir la economía y el comercio internacional en un juego de suma cero. De hecho, cabe señalar que durante las últimas décadas, ambas naciones se han beneficiado del sistema multilateral. 

Un sistema cuya alicaída situación ha sido puesta en evidencia por la crisis sanitaria mundial, y que ya estaba, hace tiempo, mostrando falencias estructurales y perdiendo fuerza como eje del comercio internacional y como mecanismo para resolver disputas. Esto completa la tormenta perfecta, y quizás esto haga que sea un buen momento para arreglar el barco. 

En este contexto, sostenemos que el multilateralismo sigue siendo un mecanismo para fomentar el desarrollo económico y resolver controversias de manera pacífica, pero que necesita actualizar y reformar sus instrumentos basándose en las nuevas dinámicas y problemáticas globales. Necesita volver a encontrar los incentivos para cooperar.

En este sentido, la pandemia es una tormenta que plantea un desafío internacional donde una respuesta articulada entre las naciones aparece como una vía razonable para reducir sus impactos. Tanto estas dos potencias como el resto del sistema internacional tienen que poner en valor este escenario Covid-19 para reformar y perfeccionar los elementos que han perdido dinamismo e incorporar los nuevos desafíos globales, que nos permitan, una vez que pase la tormenta, seguir navegando en una gobernanza global inclusiva.

No es primera vez que China y EE.UU. se entrampan en una crisis bilateral, pero esta vez han evidenciado la incapacidad de cooperar entre ellas para proteger al mundo de un problema global como es el Covid-19. Mientras cada uno enfrente un contexto interno con sus propias complejidades, ninguno podrá arriesgar mayor desestabilización de sus economías, aunque en el corto plazo puedan jugar el rol de enemigo útil.

China ya no pasa desapercibida en el escenario internacional, y su papel como potencia la obliga a una mayor responsabilidad en el mundo, en especial con América Latina, una región cuya dependencia, en particular en su balanza de pagos con China, se ha incrementado significativamente en esta década. La nación asiática ha avanzado a grandes pasos en su camino al desarrollo y en parte esto se debe a su integración gradual al sistema multilateral. Por ejemplo, su ingreso a la Organización Mundial de Comercio el 2001 le permitió ser una nación más atractiva para los inversionistas extranjeros y fortalecer los intercambios comerciales gracias a un comercio abierto y estandarizado. No obstante, también es de amplio conocimiento que China aún enfrenta desafíos similares a América Latina, como la desigualdad, la trampa de los ingresos medios y las asimetrías de su mercado para el acceso de empresas internacionales, que esta crisis ha puesto de manifiesto. A eso se suma una mayor demanda por transparencia, que se ha instalado más fuerte como resultado de esta pandemia.

Por el otro lado, el conocido Estados Unidos para la región, pasa por una exacerbación de su política Make America Great Again, lo que le ha permitido replantearse su modelo productivo y responder a estancamientos internos. Esto ha ido en contra de su tradición retórica basada en principios de apoyo a la humanidad que caracterizaban su otrora discurso. Cabe señalar que al igual que China, la nación norteamericana ha sido uno de los grandes beneficiarios del multilateralismo. Sin ir más lejos, después de la Segunda Guerra Mundial, los responsables políticos de EE.UU. fueron los grandes promotores del establecimiento de un nuevo orden global basado en la cultura política norteamericana de consulta y compromiso, el Estado de derecho y apertura económica como modelo. Hay que considerar que las instituciones multilaterales fueron un gran factor para que la Guerra Fría se inclinara en favor de la nación del norte. 

«Por paradójico que parezca, el multilateralismo debe desarmar la estrategia, por ahora discursiva y de utilidad en política doméstica, de que la guerra entre potencias dividirá al mundo en los próximos años. Aunque a veces una mentira repetida mil veces se vuelve verdad, ya se ha observado este recurso retórico en otras épocas».

Un dato a considerar es que esta nación enfrenta las elecciones presidenciales en noviembre, donde estará muy presente la acusación al “virus chino”, como el presidente Trump lo ha llamado, de todos los problemas internos que se han evidenciado con esta crisis. Si el resultado es la reelección, cabe preocuparse por un endurecimiento de la vuelta a lo doméstico y el abandono de lo multilateral. No de forma tan evidente en lo militar y financiero, más allá del discurso.

Este enfrentamiento bilateral y la ausencia de cooperación entre los países, incluso en una cuestionada Unión Europea, agudizan lo que se ha llamado la crisis del multilateralismo. Ampliamente cuestionada por su actuar está siendo la Organización Mundial de la Salud, en especial por EE.UU., el principal financista de la entidad y que ya le ha quitado los fondos, aunque el segundo mayor aporte proviene del magnate y filántropo Bill Gates, quien apoyará con más recursos. En tanto, la Organización Mundial del Comercio está detenida en un momento en que sería justamente fundamental utilizar el comercio como un apoyo para superar esta pandemia. El multilateralismo que ya estaba en la preocupación de los creyentes antes de esta pandemia, sólo ha confirmado la peligrosa senda que ha tomado.

La pandemia, en el corto plazo, nos deja en un escenario de alta incertidumbre, en donde la región de América Latina es una de las más afectadas por su dependencia de lo externo en aspectos como el turismo y las remesas. El último informe de la CEPAL consignaba además que los países de la región venían ya de periodos de conflictos sociales, bajo crecimiento y debilitado espacio fiscal. 

Ante este escenario, como región, se han tomado diversas medidas fiscales, monetarias y sociales de forma doméstica, que en algunos casos llegan al 10% del PIB, pero que aún resultan insuficientes. Sin embargo, es necesario esperar que haya apoyos. Por ejemplo, la nación del norte puede revisar cómo, durante las últimas décadas, se ha beneficiado del sistema económico mundial y, por ende, fortalecerlo debería ser una prioridad. En este sentido, iniciativas como “América Crece” surgen como una luz dentro de tanta cesión unilateral. 

China puede dar moratoria o mejores condiciones de pago. A pesar de seguir siendo un país de ingresos medios, puede ablandar las condiciones con que ha prestado, en especial a nuestra región. A su vez, deberá recuperar su iniciativa de la “Franja y la ruta”, la iniciativa liderada por China bajo el mandato de Xi Jinping para establecer una ruta comercial internacional basada en el financiamiento de infraestructura y conectividad, como un camino que le permita recuperar su imagen, y sin duda trabajar en aportar mayor transparencia y responsabilidad, como se le ha demandado.

Es también el momento donde otros actores privados y subnacionales puedan tomar relevancia e iniciar espacios de cooperación. 

Incluso antes del Coronavirus, había muchas preguntas respecto a cómo se iba a desarrollar la relación entre estas dos potencias. Ambos países deben partir desde casa arreglando sus falencias y plantearse que las condiciones de una nueva Guerra Fría son limitadas. Acá no hay dos modelos en disputa y tampoco dos propuestas ideológicas que sustenten alineamientos. Por el contrario, podrían realizar un juego cooperativo en que ambas naciones sigan siendo beneficiadas por el sistema multilateral. 

En el corto plazo, las reacciones a esperar pueden ser más de conflicto y de protección interna; sobre el mediano plazo hay muchas más dudas, tanto depende de la vacuna y la nueva cura, de la que poco se puede afirmar por ahora. Sólo es claro que mientras más dure esta pandemia, más consecuencias tendremos que revertir.

Por paradójico que parezca, el multilateralismo debe desarmar la estrategia, por ahora discursiva y de utilidad en política doméstica, de que la guerra entre potencias dividirá al mundo en los próximos años. Aunque a veces una mentira repetida mil veces se vuelve verdad, ya se ha observado este recurso retórico en otras épocas.

En esta configuración, en 2019 el Instituto de Estudios Internacionales ha abierto un Programa de Estudios Chinos que promueve un entorno estimulante para el desarrollo de estudios multidisciplinarios sobre China y su presencia en América Latina y que, al mismo tiempo, puede facilitar la comprensión de ambas culturas en una sociedad global.

*Andrés Bórquez Basáez, co-autor de esta columna, es director del programa de Estudios Chinos en el Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile. Doctor es Ciencias Políticas y Política Internacional de la Universidad de Fudan, China.

DDHH: la vara que mide a una democracia en tiempos de crisis

Si algo tienen los momentos de emergencia es que muestran de modo prístino las fortalezas y fragilidades de la sociedad que hemos construido y heredado. En este contexto de pandemia, el respeto y protección de los derechos humanos debe ser nuestra guía indiscutible en la toma de aquellas decisiones cruciales, en las que nada menos que la vida de nuestra gente está en juego.

Por Manuel Guerrero

Brotes de enfermedades infecciosas, como la actual pandemia por Coronavirus (Covid-19) que se ha propagado a nivel global, implican con frecuencia un clima de incertidumbre científica, disrupción social e institucional, así como temor generalizado y desconfianza en la población. Quienes se encuentran en el ámbito político, en posición de tomar decisiones, se ven presionados a hacerlo a gran velocidad, contando, la mayoría de las veces, con escasa evidencia a la mano. Y quienes en el mundo de la salud pública se ven compelidos a proveer atención médica a grandes grupos de personas, lo tienen que hacer en un contexto de emergencia en que los sistemas de salud corren riesgo de verse desbordados, por lo que deben priorizar unos casos de atención médica por sobre otros. En ambas situaciones, la toma de decisión requiere ponderar principios éticos de igual importancia que, en el contexto de emergencia, fácilmente pueden entrar en conflicto ante la imposibilidad de ser satisfechos simultáneamente.

 En una sociedad democrática, la fuente de orientación fundante son los derechos humanos. El reconocimiento, respeto y protección de los derechos enunciados en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración Universal de Derechos Humanos son, de hecho, la condición necesaria para que estemos en presencia de una sociedad que pueda llamarse democrática. ¿Qué implica asumir los derechos humanos como marco de orientación para la toma de decisiones en momentos de emergencia? Un modo de responder a esta pregunta es identificar los principios relevantes que derivan de tal marco, los que fueron identificados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). 

Marcha por los DD.HH. en Santiago. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

Justicia. Principio que demanda la equidad en la distribución de recursos, oportunidades y resultados, tratando a casos iguales por igual, evitando la discriminación y explotación, y de particular relevancia para las personas que se encuentran vulnerables a ser dañadas o tratadas injustamente. Este principio implica un componente de justicia procedimental, en el sentido de que debe existir un proceso justo para la toma de decisiones que considere el debido proceso (el derecho a ser informado y escuchado); transparencia (provisión de información precisa y clara sobre los criterios y el mecanismo de toma de decisión); inclusión y participación de la comunidad (certeza de que actores relevantes puedan participar de la toma de decisiones); rendición de cuentas (asignación y cumplimiento de responsabilidades en la toma de decisión); y seguimiento (provisión de mecanismos apropiados de monitoreo y reporte).

Beneficencia. Es el principio que refiere a la promoción de actos benevolentes hacia otros, como el esfuerzo por reducir el dolor y sufrimiento de una persona. En el contexto de la salud pública, obliga a la sociedad a satisfacer las necesidades básicas de los individuos y comunidades, particularmente las de tipo humanitario, como alimentación, albergue o refugio, adecuadas condiciones de salud y seguridad. 

Utilidad. Concierne a las acciones que promueven el bienestar de individuos y comunidades, maximizando la utilidad de una acción tomando en consideración la proporcionalidad y la eficiencia para el logro del mayor beneficio al menor costo posible.

Respeto por las personas. Es clave en la cultura de los derechos humanos y remite a tratar a las demás personas desde el reconocimiento de nuestra humanidad compartida, su dignidad y derechos intrínsecos. Este principio, formulado explícitamente en el artículo primero del Código de Nüremberg de 1947 al término de la Segunda Guerra Mundial, considera el respeto a la autonomía de las personas, permitiendo y facilitando que ellas tomen, de modo informado, voluntario y libre de coerción y manipulación, sus propias decisiones. Para quienes no tienen la capacidad de tomar decisiones se debe considerar a otros que protejan sus intereses. Se considera, además, el respeto a la privacidad y la confidencialidad, así como el respeto a las creencias o convicciones sociales, religiosas o culturales, incluyendo los lazos significativos, como los familiares. La transparencia en la información y la comunicación veraz son requisitos para la toma de decisiones de modo libre y autónomo. 

Libertad. Esta incluye un amplio abanico de libertades sociales, religiosas y políticas, tales como la libertad de movimiento, a reunión y libre expresión. 

Reciprocidad. Este principio debe mantenerse respecto de las contribuciones que han realizado las personas y promueve el principio de justicia en tanto permite corregir desigualdades de base que impactan en la distribución de riesgos, cargas y beneficios durante la respuesta a la epidemia. 

Solidaridad. Promueve un “nosotros” que actúa colectivamente frente a una amenaza común. En tal acción concertada es vital superar desigualdades que tienen efectos de exclusión y discriminación de grupos y minorías. 

Para que tengan una posibilidad de orientación práctica, la aplicación de estos principios, que se inspiran en la cultura de los derechos humanos, debe ser aterrizada y específica a un contexto concreto, y dado que las situaciones de pandemia como la que vivimos se caracterizan por la ausencia de evidencia completa, e incluso a veces se carece de información específica, se recomienda que el razonamiento moral opere por analogía. Es decir, una toma de decisiones informada por experiencias previas en las que sí se contaba con información a mano. Sin embargo, pese a la contingencia, los países y Estados tienen que respetar las obligaciones que han suscrito en materia de derecho internacional de los derechos humanos.

Estos son fundantes de la brújula moral que orienta la toma de decisión, al tiempo que también establecen los límites que la situación de emergencia no puede sobrepasar. Esto es lo que queda expuesto en los Principios de Siracusa sobre las Disposiciones de Limitación y Derogación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. La limitación, por ejemplo, de algunas de las libertades consagradas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Carta de las Naciones Unidas, como ocurre con las medidas de cuarentena y confinamiento obligatorio que restringen la libertad de movimiento y reunión, sólo puede darse cuando se considere “necesaria” por un requerimiento público o social apremiante, para responder a un objetivo legítimo y disponiendo medidas que sean proporcionales a tal objetivo. 

La salud pública es uno de los motivos que puede invocarse a la hora de ver necesaria, razonablemente y de modo no arbitrario, la limitación de ciertos derechos sólo en tanto permita al Estado la adopción de medidas que logren hacer frente a la grave amenaza a la salud de la población, para impedir la propagación de enfermedades o lesiones, y para proporcionar los cuidados necesarios. Con todo, ni siquiera en contextos de excepción, los Estados pueden suspender ciertos derechos humanos. Tal es el caso de los derechos a la vida; a no ser sometido a torturas ni a penas ni a tratos crueles, inhumanos o degradantes; a no ser sometido a la esclavitud ni a ser servidumbre no voluntaria; a no ser encarcelado por no cumplir una obligación contractual; a no ser condenado a una pena más grave en virtud de una legislación penal retroactiva; a ser reconocido como una persona ante la ley; y a la libertad de pensamiento, consciencia y religión. Estos derechos no admiten derogación bajo ninguna condición, por lo que establecen un límite claro e infranqueable para los Estados, sus órganos y agentes. 

En este marco y ante la crisis de salud pública ocasionada por la pandemia del Coronavirus (Covid-19), la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile ha formulado un conjunto de recomendaciones a las autoridades del país para que en la gestión de la emergencia: 

a. Se priorice la salud y la vida de toda la población por

sobre las consideraciones económicas de corto plazo y se garantice que las medidas de salud pública y económicas se tomarán en pos del bien de la población y no para obtener réditos personales o partidarios.

b. Se dé fiel cumplimiento a los compromisos del Estado en materia del derecho a la salud, garantizando el acceso a condiciones adecuadas y sin discriminación a las personas afectadas por el Covid-19. c. Se garantice que se tomarán medidas eficaces de prevención y de tratamiento en todo el país.

d. Se tomen medidas eficaces para garantizar el derecho a la educación que sean compatibles con el cuidado de niños, niñas y adolescentes.  

e. Se entregue apoyo, protección y recursos adecuados a todos los equipos del área de la salud y trabajo social que hoy desarrollan una labor heroica atendiendo a la población que lo requiere, en condiciones de alto riesgo para su propia salud y bienestar físico y psíquico.

f. Se garantice que el uso de los recursos públicos se hará en forma transparente y bajo un estricto apego a la normativa vigente. 

g. Se garanticen condiciones de vida dignas a la población; apoyo en materia económica a las personas mientras se mantiene la crisis, a fin de que no se vean obligadas a romper las medidas de autocuidado. h. Se garantice el apoyo psicosocial a las personas y comunidades dadas las consecuencias para la salud mental generadas por la pandemia, las que deben ser diagnosticadas, atendidas y monitoreadas. 

i. Se permita a los órganos de control realizar sus labores de supervisión de las decisiones y el gasto público. j. Se abran canales de participación de organismos técnicos en la toma de decisiones de prevención y combate de la pandemia. 

k. Se abran canales de participación a las organizaciones ciudadanas para proponer medidas orientadas a combatir la crisis económica asociada a esta pandemia. 

l. Se evite adoptar medidas destinadas a generar situaciones de impunidad respecto de graves violaciones de derechos humanos. 

m. Se adopten todas las medidas necesarias para que las facultades extraordinarias del estado de excepción constitucional de catástrofe no sean usadas como forma de represión a la ciudadanía.

Quizás no haya momentos más definitivos para que una sociedad ponga en evidencia su potencial ético que aquellos de crisis. Tales situaciones comportan un momento veritativo en el sentido en que muestran de modo prístino las fortalezas y fragilidades de la sociedad que hemos construido y heredado. Los derechos humanos son un buen punto de partida, de referencia y de evaluación para saber si estamos a la altura de llamarnos democráticos. No en declaraciones y frases de corrección política que, como dice la sabiduría popular, son “para el bronce”, sino en cada una de las decisiones que tomamos exigidos por el contexto crítico que enfrentamos. Ahí, en ese día a día, nos jugamos no sólo la vida, sino la posibilidad de una vida buena. Decente, digna y respetuosa para con los derechos de lo más valioso que tiene un país y sociedad: su gente.

Cuidado y protección de la niñez en tiempos de pandemia

La situación de emergencia inevitablemente impactará en las tareas asociadas a la crianza y el cuidado infantil debido a la sobrecarga que hoy están experimentado madres, padres y otros cuidadores que deben sostener la vida conviviendo con la fragilidad y la incertidumbre.

Por Camilo Morales

El lugar de la niñez en Chile históricamente ha estado tensionado por las dificultades de la sociedad y las instituciones para garantizar los derechos y reconocer, particularmente, el carácter ciudadano y político de niños, niñas y adolescentes. El contexto de crisis sanitaria no es la excepción y se constituye como una situación que puede profundizar aún más las condiciones de invisibilización de niños, niñas y adolescentes en un momento histórico de gran vulnerabilidad e incertidumbre.

¿Cómo están siendo considerados los derechos de niños, niñas y adolescentes en esta crisis? ¿En qué medida la situación de confinamiento pone en riesgo el cuidado y la protección de los derechos de la infancia? Ambas preguntas son necesarias de responder en el marco de un estado de emergencia que no sólo establece restricciones significativas a la vida cotidiana de la población infanto-juvenil, sino que también configura un escenario que tendrá severos impactos económicos, sociales, emocionales, sanitarios y educativos en el mediano y largo plazo.

Niños y jóvenes están seriamente amenazados por la envergadura de una pandemia que devela la fragilidad de un sistema que, como ya ha señalado el Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas, no cumple con los objetivos de cuidar, proteger y garantizar derechos fundamentales. Pero tampoco los considera como actores relevantes en los procesos sociales e institucionales que afectan directamente sus vidas. Estos antecedentes son críticos en un momento donde las brechas preexistentes pueden aumentar e impactar gravemente en esta población que siempre ha tenido barreras para expresar y visibilizar sus demandas. 

Pensar el lugar de la niñez y los efectos derivados de esta crisis, como las experiencias de encierro y confinamiento, constituyen elementos prioritarios que deben ser considerados en la elaboración de medidas y políticas que no estén limitadas, exclusivamente, a prevenir y controlar la propagación del virus, sino que incorporen una perspectiva que reconozca las necesidades y los derechos de la infancia y la juventud que hoy se encuentran en riesgo como consecuencia de una recesión económica en ciernes. 

La pandemia no es sólo una amenaza para la salud pública o para la vida biológica, también lo es para la subjetividad, la vida en comunidad y los vínculos. En sólo semanas hemos experimentado la perturbación completa de nuestra vida cotidiana y la brutal constatación de las desigualdades sociales, económicas, educacionales y de género para el ejercicio del cuidado y la protección de la infancia. 

Muchas familias con niños carecen de los recursos para protegerse a sí mismas y cuidar de otros: enfrentan incompatibilidad para implementar teletrabajo desde el hogar; carencia de ingresos; condiciones habitacionales de hacinamiento; pérdida de empleo, etc. La situación de emergencia inevitablemente impactará en las tareas asociadas a la crianza y el cuidado infantil debido a la sobrecarga que hoy están experimentado madres, padres y otros cuidadores que deben sostener la vida conviviendo con la fragilidad y la incertidumbre. 

Por otro lado, el cierre de jardines infantiles, escuelas y colegios, así como las prohibiciones para hacer uso de plazas y parques no sólo afectan el derecho al acceso a la educación, al movimiento, al juego o a la recreación. También dan cuenta de un fenómeno inédito para nuestra sociedad, como es la situación del abandono masivo de niños, niñas y adolescentes de los espacios públicos y su repliegue forzado para confinarse al interior de la familia. 

Situación paradójica si miramos los últimos meses, a partir del estallido social, donde la apropiación de los espacios públicos, particularmente por parte del mundo estudiantil adolescente, permitieron un sinfín de nuevos significados y expresiones que dejaron huellas en distintos rincones de la ciudad a través de iniciativas colectivas que generaron un importante sentido de pertenencia. 

Hoy en día, el panorama es radicalmente distinto, las medidas de cuarentenas obligatorias y voluntarias han tenido como efecto que niños, niñas y adolescentes dejen de participar de los espacios públicos y tengan más dificultades para mantenerse vinculados a otras instancias sociales e institucionales. Las posibilidades para expresarse y dar cuenta de sus experiencias se reducen drásticamente cuando sólo son considerados como receptores pasivos de medidas que los afectan en su autonomía, desarrollo y bienestar, como es la situación del cierre de colegios y escuelas. 

Por lo mismo, resulta relevante en este escenario repensar el rol de las instituciones encargadas de la educación y la protección de la niñez a través de la implementación de dispositivos que permitan promover los vínculos, el intercambio de experiencias y el encuentro con otros. Se trata, en definitiva, de hacer presencia y facilitar la generación de espacios colectivos que sostengan y apoyen a los niños y jóvenes que ven afectada la continuidad de aquellas relaciones que son significativas.

Por otra parte, el confinamiento impone una nueva cotidianidad que se caracteriza por la superposición del trabajo, los estudios, la crianza y la vida familiar en una continuidad abrumadora que puede dificultar la diferenciación de roles, tareas y espacios al interior del hogar. Lejos de las idealizaciones sobre trabajar y estudiar desde la casa, estas experiencias han sido fuente de agobio y sufrimiento para niños y familias que no tienen condiciones que les permitan enfrentar las exigencias y el ritmo de esta nueva forma de “normalidad”.

“Es imprescindible recordar que pese a las resistencias históricas para reconocer y legitimar su capacidad de agencia, los niños, niñas y adolescentes son sujetos de derechos, actores sociales y miembros activos de la comunidad”.

Lamentablemente, nuestro sistema alimenta la idealización de estas nuevas condiciones de vida, invisibilizando las dificultades y el malestar circunscrito al ejercicio del cuidado infantil, que sin soportes y apoyos concretos se ha transformado en un esfuerzo individual y privado, cuyo único acompañamiento han sido principalmente las orientaciones y consejos de los especialistas que, al día de hoy, pueden entregar alivio a una parte de la población, pero que en el largo plazo no serán suficientes dada la fragilidad a la que estamos expuestos en nuestras actuales condiciones de vida.

Resguardar los derechos de la niñez, entonces, requiere de una comprensión del cuidado más allá de la esfera de la responsabilidad parental y la crianza individual. En tiempos donde los vínculos sufren por la discontinuidad y el distanciamiento social, es fundamental construir espacios de cuidado que operen de forma colaborativa y colectiva. 

A su vez, en un contexto de emergencia sanitaria, no es posible sostener la protección de los derechos de la infancia sin la participación de la sociedad y el Estado a través del desarrollo e implementación de políticas que consideren las necesidades y las perspectivas de niños, niñas y adolescentes. Es indispensable incorporar una visión del cuidado donde deben articularse elementos económicos, laborales, habitacionales y perspectiva de género para una comprensión lo suficientemente amplia del cuidado y la proteción de la niñez que no reproduzca las desigualdades que ya todos conocemos. 

Es imprescindible recordar que pese a las resistencias históricas para reconocer y legitimar su capacidad de agencia, los niños, niñas y adolescentes son sujetos de derechos, actores sociales y miembros activos de la comunidad. Este tiempo de crisis es también una oportunidad para implementar medidas que consideren sus voces, puntos de vista y sus experiencias personales y colectivas.

¿Cómo habitar en una tierra herida?

Tengo una especie de pensamiento vinculado a que muchas cosas terribles han pasado en la historia de la humanidad, a que esto no es lo peor, a que estas cosas pasan. Pasan para recordarnos como humanidad completa que hay dolor en esta tierra herida. Que hubo dolor. Que está habiendo dolor. Que habrá dolor. Que venir a la vida es venir a la muerte.

Por Ana Harcha Cortés.

Pienso en Chernóbil.

Pienso en la vida antes y después de Chernóbil.

Pienso en que nunca he estado en Chernóbil.

Pienso en mi memoria cuando explotó Chernóbil.

1986. Pitrufkén. Sur de Chile. Chernóbil es la imagen de una enorme nube de humo en la televisión marca Dayco. Chernóbil es una explosión nuclear en el país de los malos –según el relato hegemónico dominante por estos lares–, la Unión Soviética. Chernóbil son babushkas llorando. Chernóbil, después de la explosión, es una zona prohibida. Chernóbil, después de la explosión, es una zona radioactiva. Se descontaminará en 100.000 años. La nube radioactiva se expande por todo el planeta. Hay muertos. Habrá más muertos. Muchos enfermarán de cáncer sin límite de edad o condición social. Nacerán niños y niñas deformes. Bebés monstruos. Con bocas gigantes, sin ojos, con apenas retazos de orejas. Niños y niñas erizos de Chernóbil. Niños y niñas luciérnagas, cuyos cuerpos se iluminarán, fosforescentes, por las noches. Yo tengo 10 años y alucino con estos posibles seres humanos. Me fascinan y me aterran. Mi cuerpo no es demasiado deforme por afuera, pero tengo la certeza de que esa falsa normalidad durará unos pocos años, porque me percibo deforme, monstruosa, erizo, luciérnaga, rara. Chernóbil. El mundo cambió después de Chernóbil. No se puede afirmar que fue mejor, pero no fue el mismo. El guion del mundo cambió después de Chernóbil.

Pensar en el presente no está resultando un ejercicio nítido y fácil.

Pensar en el presente sobre lo que nos está pasando.

Mascarillas abandonadas tras el desastre de Chernóbil.

A veces la infodemia acompaña los sucesos del fenómeno de la pandemia más que la misma pandemia. Me sirve y no me sirve leer a otros sobre lo que está pasando, para escribir, proponer algo sobre qué reflexionar. Análisis, comentarios emergentes en un día, se transforman en ingenuidades montañosas a la semana siguiente. Mi cuerpo se resiste a hablar del presente, entonces. No sé lo que está pasando. No sabemos. Quizás, efectivamente, muchas veces no sabemos lo que está pasando, pero nos ayuda la ilusión de que sí sabemos. Quizás, una de las cuestiones que emerge más evidentemente como común es la sensación de incertidumbre. La activación en diversos planos de la vida –o, de plano, en la vida entera– del principio de incertidumbre, de que el cambio de un solo factor producirá resultados inesperados. 

Quizás, y aquí otro error permanente, esto siempre está, pero hemos constituido un sistema de percepciones que se ha encargado de negarlo, estimulando la sensación/idea de que sí podemos planificar proyectos, el futuro, nuestras vidas. No estaba en mis planes escribir sobre una pandemia, pero aquí estoy, intentando tejer algo de aquello que consigo aún concebir como perenne en la configuración de sentido del habitar en el mundo, con algo de la pandemia sin que el gran tema sea la pandemia. Yo no sé mucho (por no decir nada) de pandemias. Es la primera vez en la vida que pienso en ello y sólo porque estamos viviéndolo. Posiblemente, cuando esta situación de excepción pase –porque me aferro a ello–, mi reflexión no sean las pandemias –ya existe y continuará existiendo gente que se dedique seriamente a pensar específicamente en ello–, sino aquellas cosas perennes que en este momento de pandemia emergen también como los lugares situados, desde los que sí siento algo más de tranquilidad para hablar. La sensación permanente que tengo es que en estos últimos meses las cosas se están transformando y están cambiando hacia algo que ninguno de nosotros puede predecir. Esto no excluye que sí podamos imaginar, desear o trabajar porque esa transformación se parezca a algo de lo que somos capaces de formar parte activando nuestras respons-habilities (Haraway), que sería algo así como responder con nuestras habilidades.

I. Comprender mejor la vida de un hámster

Bajo al espacio común de mi edificio a moverme un poco. Pertenezco a ese pequeño grupo de personas que, en esta circunstancia, en este país del Tercer Mundo, puede darse el lujo de trabajar desde casa a través de un computador durante ocho, nueve o más horas diarias. Descubrimos que el teletrabajo es adictivo. Si no para uno mismo a este lado de la pantalla, para alguna otredad al otro lado de la pantalla; entonces comienza un ciclo que se retroalimenta entre los lados de la pantalla. Para algunas tareas, el teletrabajo es muy efectivo. Para otras, un fracaso radical. Pero consigue disciplinarnos como no sabíamos que podíamos hacerlo en un escritorio, frente a un computador. Es bio-psico-hormono político el ejercicio de este poder. Está transformando condiciones y conciencias sobre nuestra relación con el trabajo a nivel personal, pero, evidentemente, también a nivel sistémico. La paranoia de ser parte de un macabro experimento se apodera de mis pensamientos. Qué útil a ciertos poderes cada cuerpo individualizado frente a una pantalla, intentando conexiones virtuales. Dispuestos a entregar todos los datos almacenados en nuestros segundos cerebros –los computadores– con tal de poder establecer una comunicación, una reunión.

Bajo al espacio común de mi edificio a moverme un poco. Necesito salir de estos pensamientos. Necesito sentir que mis ojos no se están atrofiando mirando un cuadrado de 17×30 centímetros todo el día. Necesito elevar mis ojos al cielo. Ejercitar el músculo del ojo que mira más allá, al infinito. Me recuerdo que el infinito existe. Después camino, troto, corro de un lado a otro del pequeño patio de concreto. Alterno detenciones a mirar al cielo con este ejercicio de trotar-correr en el pequeño patio de concreto. De un lado a otro. Pienso en un hámster doméstico. Pienso en todas las veces en que pensé que no entendía para qué daban vueltas en una rueda que no los transportaba a ninguna parte. Siento que mi vida se parece a la vida de un hámster y entiendo por qué se meten a la rueda a dar vueltas en el mismo lugar, sin desplazarse. Ambos somos mamíferos. Ambos somos animales. Ambos necesitamos movernos, activar el movimiento en nuestros cuerpos para sentir que estos actúan en toda su potencia. Aunque estemos encerrados. Pienso entonces en el movimiento como forma de supervivencia y de resistencia. Pienso en el movimiento como un campo de batalla. Pienso en que quiero tocarlo todo, mirarlo todo, sentirlo todo, contactarme con todo, con todos los sentidos y naturalezas de lo vivo y lo no vivo. Me posee un éxtasis de materialidad y movimiento. 

Recuerdo. Recuerdo los meses precedentes, embriagados de colectividad, en las calles. Conversando, discutiendo, asambleístas, marchantes, danzantes, protestando, actuando, performativizando, resignificando, caceroleando, proponiendo un deseo de país desde un movimiento político social extraordinario que realizó gestos colectivos extraordinarios. Que en estos momentos está contenido y reprimido en casas, departamentos y cárceles. Subrayo: contenido, reprimido; no detenido. Tengo el privilegio también de participar de la transformación de sus modos de acción y relación. La revuelta tiene en el horizonte la recuperación de la plaza. La recuperación de lo público. La defensa de lo público. No sabemos cuándo eso volverá a pasar ni exactamente cómo. Pero sí sabemos que lo podemos desear. Organizar. Nada de lo que está sucediendo es ajeno a las demandas previamente instaladas. Al revés, la peste actúa como un ratificador de las exigencias de una masa, de un pueblo, de una pobla que lleva muchos años viviendo y sobreviviendo en zonas de exclusión. Anhelo ese horizonte con más fuerza que antes y al mismo tiempo intuyo el despliegue de una enorme política de represión sobre los cuerpos colectivizados. Carne y cañón, carne y perdigones, carne y rejas, carne y cámara, carne y chips, carne y control. Corro otra vez de un lado a otro del patio. Estoy experta en su dimensión. Puedo trotar a lo largo, hacia atrás, en reversa, sin mirar y sin chocar. Mide siete árboles medianos; dos ventanales; seis bancas; ocho Anas Harcha extendidas en el suelo; 30 bicicletas estacionadas; aire; luz. Quiero que nos gobierne el sentido del tacto, el sentido del contacto. Al patio común entra una vecina con su perro. Nuestros cuerpos se sorprenden del encuentro, se ponen en alerta, y una vez hemos comprobado que estamos lo suficientemente lejos, nos saludamos con los ojos que asoman sobre nuestras respectivas mascarillas.

Performance callejera en barrio Lastarria, durante los meses de estallido social. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

Una cosa es lo que se desea, otra cosa es lo que sucederá.

La incertidumbre otra vez, recordándonos que no podemos pretender tener el control. Las cosas suceden con, en relación a: un bichito, un virus, una vecina, un gobierno, un espacio, un territorio, una ciudad. Una zona. El espacio no mide de un modo fijo, se mide respecto del acuerdo que se establece para su habitación. Se expande y se contrae según una necesidad, según un ejercicio del poder, del biopoder; hoy, del bichopoder. La vida está en movimiento. Por eso el hámster corre en su jaula, dentro de su rueda. Si habitamos con los reinos de mineralia, vegetalia o animalia, estamos en peligro de vida. De movimiento, de diálogo, de incertidumbre respecto de alguna de las formas de manifestación de estos reinos. Dejo una vez más de tener certezas. Elijo una pregunta: ¿cómo será la vida en esta tierra herida?

II. Las zonas prohibidas

Otra vez no sé en qué es más importante pensar. Vuelvo a Chernóbil. Estoy enferma. Medio loca. Siento una especie de inexplicable extraño alivio al ver documentales sobre Chernóbil. Similar a lo que comentaba la escritora Mariana Enríquez en su columna para Página/12, en Argentina. Una especie de pensamiento vinculado a que muchas cosas terribles han pasado en la historia de la humanidad, a que esto no es lo peor, a que estas cosas pasan. Pasan para recordarnos como humanidad completa que hay dolor en esta tierra herida. Que hubo dolor. Que está habiendo dolor. Que habrá dolor. Que venir a la vida es venir a la muerte. Somos finitos, vulnerables, decadentes, mortales, cuestión de la que somos conscientes en ciertos momentos de nuestra experiencia singular de vida, pero de lo que ahora estamos siendo conscientes de forma colectiva, planetaria. 

Nos sucederán cuestiones extraordinarias como generación y habrá sobrevivientes. Maremotos de restablecimiento de equilibrios entre todas las fuerzas de estar aquí. Cuando era pequeña, 1986, 10 años, Pitrufkén, identificaba tres miedos colectivos fundamentales: el miedo al terrorismo de Estado; el miedo a una guerra nuclear (la imagen de una mano con el poder de apretar un botón y hacer desaparecer a la mitad del mundo); el miedo a la invasión extraterrestre. El primer miedo ha vuelto a emerger, el tercer miedo sólo parece pervivir en la esposa de nuestro actual presidente, y el segundo comenzó a desmoronarse con la explosión de Chernóbil. No se puede decir que el mundo fue mejor después de Chernóbil, pero sí se puede decir que no fue el mismo. La Guerra Fría cambió de rumbo. En una parte de nuestro relato de Tercer Mundo falsamente occidental comenzamos a sentirnos más tranquilos. Chernóbil fue declarado zona prohibida en un radio de aproximadamente 30 kilómetros a la redonda. En mi obsesión insomne con esta tragedia que cambió al mundo, leo que Alla Ivanivna, una mujer que en 2014 tiene 87 años, nunca salió de esa zona, negándose a irse de su pequeña casa porque ahí estaba su vida, sus memorias, sus afectos, porque no tenía adónde más ir. Alla Ivanivna ha vivido un tercio de su vida en la zona de exclusión. En la zona radioactiva. Entonces, en este viaje de insomnio, de búsqueda de sosiego en una tragedia distanciada, pienso en todas las Alla Ivanivna de nuestra tragedia social y sanitaria. Todos aquellos que pandemia o no mediante, viven en una zona de exclusión. Así, Chernóbil se cono-sur-iza, se chileniza, se santiaguiniza, se convierte en Chernóbil-San Pablo; Chernóbil-Plaza Yungay; Chernóbil-Cárcel de Puente Alto; Chernóbil-metro y micros de esta ciudad herida. Territorios-cuerpos para los cuales la inminencia de la muerte se manifiesta nítidamente, cada día, en hambre y otras formas de violencia como racismo, machismo, sexismo, clasismo, homofobia, pobrezafobia –aporofobia–, explotación, extractivismo, precariedad laboral extrema, tala indiscriminada, salmoneras contaminantes, sequía. 

Me permito otorgarnos el desafío de habitar este presente, radicalizando aquello que sí queremos vivir. En esa idea de retorno de la normalidad que se indica, ¿cómo nos encontraremos otra vez en la plaza? ¿Cómo se hará danza, teatro, performance? ¿Vamos a querer seguir produciendo en las condiciones preexistentes? ¿Vamos a contar las mismas historias tal y como las contamos hasta ahora?

La situación actual desnuda estas zonas de exclusión perennes, cuya ilusión general de no existencia sólo se sostenía en el relato de la imposibilidad de detener de toda la gran estructura. Como grababa un rayado durante la revuelta en las calles: “Antes estábamos bien, pero era mentira. Ahora estamos mal, pero es verdad”. Chile, como laboratorio de las más radicales políticas neoliberales, ha implicado e implica la permanente ejecución de necropolíticas (Mbembe) donde sin armas se ha ido eliminando a los excluidos a través de la negación de derechos sociales fundamentales (salud, educación, vivienda, pensiones, medio ambiente). Negación que saca de juego, silenciosa y cotidianamente, a cada cuerpo que se vuelve improductivo para un Estado controlado por holdings y conglomerados comerciales que privatizan estos derechos, convirtiéndolos en bienes de consumo a los que se accede –o no– y hacen girar –o no– la rueda del consumo, la deuda y el mercado. En este sistema, los cuerpos que habitan no son masacrados de forma evidente, sino que se los deja morir en vida o se intenta convencerlos de que la sobrevivencia es el supremo estado de experiencia vital al que se puede aspirar. Una sociedad criminal. Una sociedad medio caníbal.

Zonas de exclusión. Vidas para el sacrificio. Esto no sólo pertenece a Chernóbil. Esto es mi barrio. Alla Ivanivna, camina por la vereda que veo a través de mi pequeño balcón. Alla Ivanivna vende ajos a mil en una manta en San Pablo para pagar la comida y techo del día. Alla Ivanivna, que no tiene dónde más ir, duerme en la plaza que está a una cuadra, en un colchón húmedo, bajo una carpa de frazadas. Esto pertenece a nuestro territorio. Chernóbil es Petorca. Chernóbil es Tirúa. Chernóbil es Puerto Williams.

Mi mente vuelve al mitote de pensamientos. Elijo otra pregunta: ¿Para qué queremos seguir viviendo?

III. Hay (otra) vida en Chernóbil

Quisiera que el humus contara la historia de todo lo humano y lo no humano.

¿Cómo hablarían de nosotros las piedras, los océanos, un átomo de un reactor nuclear, una matita de toronjil, un ceibo, los zorzales urbanos, una orquesta de jabalíes, el propio bicho? ¿Cómo sería la historia de esta pandemia narrada por el virus? (directamente por el virus, no por un humano haciéndose pasar por el virus). ¿Cuál sería su lenguaje?

Escribo desde el lugar situado de asumirme como una trabajadora de las artes. Por ende, asumo que lo que hago propone una relación con el mundo desde la práctica de la generación de un lenguaje, conocimiento y saberes ligados a la experiencia estética. En mi caso, fundamentalmente, ligados a las artes escénicas y también al ejercicio de la escritura. Sigo sin saber cómo se resolverá todo este estado de las cosas o hacia dónde exactamente nos conducirá. No imagino que sea fácil e intuyo que una serie de propuestas inimaginables, hasta ahora, emergerán. Tanto de aquellas que trabajan a favor de la diversidad de la manifestación de la vida como de aquellas que circunscribo a los poderes mortíferos de esta existencia terrícola. Con todo, me parece fundamental insistir en las cuestiones que he planteado en este texto. Hoy mismo, a pesar de que me invaden profundas dudas sobre para qué sirve lo que hacemos los artistas en este contexto de crisis, reconozco al mismo tiempo que este es un ejercicio a través del cual he aprendido a establecer una relación con la tierra y con sus sangrantes heridas, como muchas otras personas, a lo largo de los siglos, dedicadas a estos haceres y oficios. Por tanto, me permito otorgarle el beneficio de su inútil necesidad como parte de la experiencia vital. Luego, al mismo tiempo, me permito otorgarnos el desafío de habitar este presente, radicalizando aquello que sí queremos vivir. En esa idea de retorno de la normalidad que se indica, ¿cómo nos encontraremos otra vez en la plaza? ¿Cómo se hará danza, teatro, performance? ¿Vamos a querer seguir produciendo en las condiciones preexistentes? ¿Vamos a contar las mismas historias tal y como las contamos hasta ahora? ¿Cuáles serán nuestras prioridades de relación? ¿Cómo se radicalizarán, profundizarán o expandirán nuestras preguntas de lenguaje? ¿Cómo nuestra acción performativa, si aún seguimos creyendo en ella, activará mundos multiespecies a partir de su potencia material y las relaciones que establecemos entre los cuerpos, los espacios y las cosas? 

Vista de la abandonada ciudad de Prypiat, al norte de Ukrania, donde en 1986 explotó el reactor de la planta nuclear Chernóbil.

Me gustan propuestas que vienen desde hace un tiempo ya, como la de la bióloga feminista Donna Haraway para seguir con el problema; me gusta la potencia imprevisible contenida en la capacidad de responder con nuestras habilidades, desde lugares situados, pero al mismo tiempo comprendiendo la imposibilidad de tener una respuesta definitiva sobre las cosas; me gusta la potencia política de actuar simpoiéticamente (con aliados situados en potencias compatibles); me gusta la idea de imaginar utopías posibles –y ya no distopías, para eso la estamos viviendo– en donde podamos generar hábitats vitales para una existencia en redes de parentesco que cuiden lo vivo, más allá de lo humano, y en donde comprendamos que somos, permanentemente, con.

Mi obsesión actual con Chernóbil comenzó cuando vi unas fotografías de lobos habitando y jugando dentro de la zona de exclusión. Luego vi fotografías de alces, nutrias, jabalíes. Luego de plantas y árboles. Seres vivos que se han transformado y regenerado en una nueva vida, en ese espacio radioactivo, al no estar compelidos por las presiones humanas. Presiones crueles que hemos ejercido como humanos con todo lo que no es lo humano –animales, territorios, minerales, organismos microscópicos, vegetales, elementos–, y también con nuestra propia especie, sobrevalorándonos exageradamente al tiempo que haciéndonos los mayores daños.

Me gustan las visiones de mundo de los pueblos indígenas que comparten el factor común de entenderse en relación a todo lo que les rodea, como especies en igualdad de derecho a existencia. De reconocimiento a presencia.

Me gusta pensar que podemos insistir en mundos más atentos al cuidado de las vidas que ya existen, que ya estamos acá. 

Me gusta pensar que lo anterior implica pensar, también colectivamente, en la pertinencia de la continuidad de la reproducción sin pausa de nuestra propia especie. 

Ya hay tanto que cuidar.

Chernóbil es la memoria de un desastre que cambió una de las grandes narrativas del mundo, del siglo XX. ¿Qué narrativa cambiará esta crisis y cómo participaremos de ello? ¿Para quiénes queremos la vida?
Hoy, hay (otra) vida en Chernóbil.
Yo me maravillo y aferro a esa terrícola inteligencia vital.

Amigos y amigas imaginarias acompañantes de esta escritura:
Mariana Enríquez, La ansiedad ¿Hay que opinar sobre la pandemia?
Donna Haraway, Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno
Achille Mbembe, Necropolíticas
Silvia Rivera Cusicanqui, Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos para un presente en crisis