La universidad pública que nos pertenece a todos y que busca el bien común

En su intervención en el lanzamiento del Proceso de Discusión de la Reforma Educacional, que mantendrá movilizada a la comunidad universitaria hasta enero de 2017 y que contó con la presencia de más de 600 personas, el Rector de la Universidad de Chile se refirió al rol social de los planteles públicos y a la relevancia de incluir todas las voces en esta iniciativa.

Por Ennio Vivaldi / Fotografía: Felipe Poga

Nos hemos convocado hoy para iniciar un proceso en el que nuestra comunidad universitaria discutirá, en conjunto y con sana actitud crítica, el nuevo Proyecto de Reforma a la Educación Superior. Es posible, así lo esperamos, que en el futuro este acto en el que estamos participando se resalte como un hito importante en este camino innecesariamente difícil, insospechadamente prolongado e incomprensiblemente tardío que ha de conducir a reafianzar nuestra misión fundacional y nuestra tarea permanente como Universidad de Chile, a la vez que a devolver racionalidad al sistema chileno de Educación Superior en su conjunto. Así, si bien es en el futuro en que sabremos si este acto que hoy vivimos podrá ser evaluado como un punto de inflexión histórico, en el presente, en este instante, al menos podemos asegurar que se trata de un acto tremendamente emocionante y conmovedor por la enorme fuerza que se palpa aquí, en este Salón de Honor. Y la emoción proviene de que esa fuerza no deriva ni de un ejercicio de un poder político-administrativo, ni de un poder económico, ni amenazas y gestos de violencia o crueldad; nuestra fuerza proviene de la historia, del intelecto y de la emoción, del compromiso con el futuro de la educación en Chile.

Una determinante notable que nos otorga fuerza es que en este acto está representada toda la comunidad de la Universidad: académicos, funcionarios y estudiantes. Nos otorga fuerza el que esté presente toda nuestra institucionalidad. Está el Consejo Universitario, en cuyas sesiones surgió la idea de convocar este acto y el posterior proceso; está el Senado Universitario, cuyo vicepresidente nos ha traído un resumen de la reflexión que ese órgano ha mantenido permanentemente y que se ha concretado en un documento de gran importancia; está el Consejo de Evaluación, que hoy ha sido una pieza fundamental no sólo en el acopio de datos necesarios para tener un posicionamiento claro frente al proyecto, sino que también ha manifestado una aguda inteligencia para analizar esos datos. Destaco también que se han hecho esfuerzos para que, por primera vez, se hayan reunido los directores jurídicos de todas las facultades para evaluar cómo pueden contribuir a la reforma.

Lo primero que hay que celebrar es el hecho de que exista un proyecto y que éste se presente a discusión parlamentaria. Uno puede o no estar de acuerdo con él, podrá tener que modificarse todo lo que sea necesario, pero lo crucial es que desde 1981 no teníamos una oportunidad de discutir un proyecto acerca de estas cuestiones.

La Universidad de Chile ya demostró que podía vivir y sobrevivir en un mundo tan disfuncional como uno pueda imaginar respecto a los principios a partir de los cuales se fundó. Ahora, finalmente, podremos incidir en la realidad en la cual queremos vivir, en qué sistema de Educación Superior queremos para Chile. Es por eso que mucho más allá de que el proyecto de ley sea bueno, malo, de cuán limitado nos pueda parecer, estamos viviendo un momento de alegría, pues desde ahora, en vez de tener que adaptarnos a lo que nos señalen, podremos abrir caminos para definir en qué mundos queremos vivir.

No quisiera abundar en los orígenes de nuestro actual sistema educacional. Considero que es el futuro el que nos convoca con formidables interrogantes: cómo cambiamos la distribución de la matrícula y logramos que ella sea pertinente a las necesidades de la sociedad; cómo imponemos una forma de entender el vínculo entre el desarrollo del país y la oferta de carreras por parte de las distintas universidades; qué implica eliminar sistemas de financiamiento como el CAE y cómo fortalecemos la Educación Superior estatal; cómo evitamos la desaparición del Aporte Fiscal Directo; cómo equiparamos las condiciones administrativas respecto al financiamiento que las otras universidades reciben del propio Estado; cómo revertimos esta percepción absurda de que para el resto del sistema constituya una amenaza que “se le dé un peso más” a una universidad estatal.

La educación pública es, por esencia, la instancia en la cual todos los sectores políticos e ideológicos han de sentirse llamados a participar generosamente y contribuir a un proyecto común. Es, en definitiva, la principal instancia que garantiza la cohesión del país y la permanencia de la nación como una entidad convocante de identidad. Es por esta trascendencia que nos interesa hablar de la universidad del futuro y no perdernos en redundar acerca de lo muy mal que están las cosas hoy.

Pienso que en esa discusión de futuro un tema muy importante es el de la noción de universidad pú- blica. Debemos devolver su significado a la expresión universidad pública. Las definiciones explicitan un género próximo y una diferencia especifica. La Universidad de Chile es un plantel, como muchos otros, y es público, lo que le da una connotación diferenciadora en el concierto de las universidades. Es nuestro sello de identidad, como para una persona podría serlo su nacionalidad. Hay un concepto de universidad pública que es distinto al de las universidades privadas. Es un asunto conceptual de fondo que no puede ser confundido con un tema distinto: cómo se distribuyen los recursos públicos, quiénes tienen derecho a recibirlos, en qué medida y en qué condiciones. Por el contrario, de lo que se trata es qué es aquello que las universidades públicas han de hacer por estar mandatadas para ello.

La propia OCDE lo define muy claramente: una institución es de educación pública cuando está controlada y gestionada directamente por una autoridad o agencia pública, o cuando su órgano superior está conformado en su mayoría por miembros designados por la autoridad pública o elegidos públicamente. Este concepto de universidad pública implica que ésta no tiene un dueño que la controle; que no tiene que responder a ningún interés particular; que garantiza y se enriquece en la pluralidad; que no tiene por qué rendirle cuentas ni obedecer a ningún poder externo; que no está amenazada en la proclamación de sus hallazgos científicos; que no se ve presionada, pues hay un Estado que debiera protegerla para que pueda libremente decir lo que piensa, lo que hace, lo que investiga. Esa universidad pública que nos pertenece a todos es la que tenemos que defender enérgicamente hoy. Esto tiene que ver con el país, tiene que ver con la cohesión social.

La universidad pública se relaciona con el conjunto de intereses que nos identifican como nación y como pueblo. No parece razonable que el tan esperado debate sobre universidades se vea ahora reducido a una pugna de intereses en la que se esgrime la mayor o menor fuerza con que se contaría, sea parlamentaria, económica o de cualquier otra índole, para defender los intereses de tal o cual grupo de universidades. Un aspecto consustancial a una universidad pública es, precisamente, el estar preocupada por el país en su conjunto.

Esta reflexión nos lleva al tema al cual quisiera referirme ahora y que considero central, pues definirá si seremos o no capaces de volver a tener universidades públicas en Chile. Hay una expresión que afortunadamente es nueva, porque si hubiera existido antes, no habríamos tenido sistemas públicos de salud, no habríamos tenido educación publica, no habríamos tenido sistemas jurídicos, no tendríamos electrificación o desarrollo tecnológico del país, no habríamos tenido políticas nutricionales y de producción alimentaria. Estoy hablando de la expresión captura del Estado. Pienso, sinceramente, que quizás sea el tema más importante a ser discutido por nosotros, porque si cualquier vínculo relevante que las universidades estatales demanden ha de ser visto como un intento de captura del Estado, sencillamente no será posible reconstruir un sistema público de Educación Superior. En esta supuesta captura, el Estado estaría viendo a las universidades públicas como una amenaza, porque ellas, sus comunidades, representan un interés propio, es decir, ajeno al interés colectivo. Pareciera de este modo que un trato diferenciado con las universidades estatales significaría que éstas se estarían apropiando del Estado. Apropiándose de qué y para quién, debiéramos preguntarnos. Pero, en cualquier caso, la conclusión de este proceso de razonamiento lógico es muy simple: si toda universidad defiende un interés particular, entonces no hay universidades públicas, todas somos privadas. Y esa conclusión es muy coherente con cómo han sido tratadas las universidades públicas por ya largos años.

Necesitamos conversar hoy acerca de algo que debe ser mucho más importante e inspirador que el presupuesto. No voy a decir que el Ministerio de Hacienda no sea importante, porque es crucial, sin lugar a dudas. Pero es un ministerio cuya importancia se hace presente al final de la discusión, algo así como cuando se llega a la caja del supermercado después de determinar qué es lo que se quiere adquirir, si me permiten la imagen. El Ministerio de Hacienda no es donde empiezan las discusiones, como se ha insistido de nuevo aquí al discutir los temas concernientes a las universidades, sino que es más bien donde han de terminar las discusiones. ¿Dónde empiezan las discusiones? En cada uno de los otros ministerios. Nosotros, como universidades estatales, tenemos una responsabilidad al interior del Estado de desarrollar la tecnología, la economía, la educación, la cultura. Para eso tenemos que conversar con los diversos ministerios sectoriales y con las comisiones parlamentarias correspondientes. Es con ellos que se deben proyectar las tareas de la universidad pública. Si nosotros no somos capaces de abordar estos tema con una lógica de responsabilidad y misión compartidas, y somos vistos con desconfianza, como un ente que está compitiendo con otras personas u otra institucionalidad por la conducción del país, el verdadero sentido de la universidad estatal se habrá perdido, porque fue precisamente eso lo que definió a la Universidad de Chile en su historia y por lo tanto al conjunto del sistema estatal que la sigue.

Las universidades públicas, repitámoslo, son garantes de la democracia, de la coexistencia plural de diversas ideologías, religiones y pensamientos políticos. Y es por ello que hoy nosotros tenemos que enfatizar con más convicción que nunca que efectivamente sí existe algo que se llama interés común, que no es verdad que una sociedad se base solamente en demandas de grupos particulares tratando de obtener para sí, o para un conjunto restringido, o para una ideología restringida, o para una religión restringida, determinadas connotaciones. Que existe un bien común y que es eso, de hecho, lo que determina a una universidad cuyo norte sean las necesidades de su pueblo. Ese interés común es a lo que nos debemos.

Termino llamando la atención sobre nuestra obligación de no fallar en este proceso. Una forma de fallar es que una parte ignore al conjunto y se autodeclare, en la práctica, un grupo en función de su propio interés, sin considerar que todo el sistema es esencial para la vitalidad de cada una de las partes. Es por eso que es tan tremendamente importante este momento, porque aquí todos nos reconocemos como Universidad de Chile: académicos, estudiantes, funcionarios. Aquí entendemos que si no nos respetamos, si no nos entendemos y no tenemos la capacidad de dialogar, conversar, si nos atacamos unos a otros, es imposible que sobreviva la universidad como sistema. Esa conciencia debemos hacerla nuestra hoy, porque la responsabilidad que tenemos es muy grande y porque la oportunidad ha sido muy largamente anhelada. Por ello este proceso debe terminar con una síntesis de las opiniones del conjunto de la comunidad universitaria, dispuestas de manera estructurada en ideas y propuestas.

Quizás éstas cristalicen en una idea más o menos coincidente de lo que se piensa en nuestra Universidad, pero sin lugar a dudas en este proceso estamos cumpliendo con lo más importante que nos corresponde como defensores de la democracia en Chile y como herederos de una historia. Esto es, permitir que cada uno de ustedes, cada integrante de la comunidad, académico, funcionario o estudiante y, por extensión, cada chileno, se comprometa con un propósito común y que sintamos que este país nos pertenece a todos, lo hacemos todos y estamos emocional e intelectualmente comprometidos con él e involucrados con él, todos y cada uno de nosotros. Muchas gracias.

Proyecto de ley de Educación Superior: Una apreciación general

El 26 de julio, la Universidad de Chile se reunió en pleno en su Casa Central para dar el puntapié inicial de un proceso de reflexión interno sobre los alcances de la reforma educacional propuesta por el Gobierno. En la instancia, el académico Fernando Atria detalló los que a su juicio son los aspectos centrales a debatir. A continuación, una versión editada de su presentación.

Por Fernando Atria / Fotografía: Felipe Poga

El proyecto de ley de Educación Superior intenta corregir déficits del sistema de Educación Superior chileno, pero sin cambiar la estructura de mercado que lo caracteriza. El falso supuesto es que éstas son dos cosas distintas. Dicho en el lenguaje que el programa hizo suyo, los déficits son manifestación de que el sistema trata a la educación como una mercancía, cuando ella es un derecho social. Esa es la incoherencia fundamental que recorre el proyecto de principio a fin.

Si el proyecto fuera aprobado tal como está, a mi juicio sería un retroceso. Pero al mismo tiempo hay que decir que su contenido no clausura, sino que abre perspectivas. El proyecto no es el fin de la discusión sobre Educación Superior, y no es siquiera el principio del fin de la discusión. Es el fin del principio. Con su presentación la discusión sobre el modelo neoliberal de Educación Superior termina de empezar.

Sobre el punto de llegada y transitar sin dirección

Quizás parte del problema es la manera en que las reformas son concebidas. Ellas se piensan desde la transición, sin tematizar el punto de llegada hacia el cual se quiere transitar. Esta es, evidentemente, una manera funesta de proceder. El modo racional es el contrario: primero es necesario identificar el punto deseado de llegada. Habiendo hecho eso, habrá que preguntarse cómo es posible unir ese punto y nuestra situación presente y hacer todos los ajustes que sean necesarios. No tiene sentido discutir medidas de transición sin tener claro cuál es el punto al que se desea transitar. Pero esto es exactamente lo que el proyecto contiene, y uno podría incluso decir que es la marca de la Nueva Mayoría: sus reformas no han sido capaces de mostrar cómo serían las cosas si las reformas intentadas fueran exitosas, porque su peculiar manera de entender el “realismo” y la “gradualidad” consiste en el deseo de transitar por transitar.

Lo público, lo privado, lo estatal

En ésta, una de las cuestiones centrales en discusión, unos dicen que lo público es lo estatal, y es por eso que las universidades públicas son las estatales. Otros sostienen que lo público y lo estatal son categorías obviamente diversas y lo que importa es lo público.

Ambas posturas son incorrectas, a mi juicio, pero no igualmente incorrectas: la afirmación de que lo público es lo estatal tiene un punto de partida más sólido y plausible, aunque sólo un punto de partida. Es necesario explicar qué relación hay entre lo público y lo estatal sin asumir que lo segundo implica inmediatamente lo primero.

Este punto de partida evita que la pregunta por lo público sea sólo una excusa para vaciar a esa noción de todo contenido, que es lo que hacen quienes niegan toda relación entre lo público y lo estatal. Para éstos, el concepto es tan vacío que incluso el rector de una universidad pontificia y confesional, que está sujeta al control de la Iglesia Católica y que recientemente debió ver cómo el arzobispo local prohibió a un profesor de la Facultad de Teología enseñar, cree que puede reclamar que su universidad es “pública”.

Sobre por qué es importante preguntarse por la relación entre lo público y lo estatal

La relación entre lo público y lo estatal está hoy fracturada menos por la existencia de universidades públicas no estatales que por el hecho de que hoy las entidades estatales deben actuar como si fueran privadas. Éste es el legado de décadas de neoliberalismo: la privatización del Estado, que es la consumación de la negación de lo público.

Esto no es una exageración: las universidades estatales se financian principalmente con aranceles pagados por sus estudiantes; el canal de televisión estatal vende publicidad para sobrevivir; y el banco estatal, además de avergonzarse de su condición al punto de cambiarse el nombre para esconderla, se relaciona con sus clientes incurriendo en las mismas prácticas abusivas de la banca privada.

Entonces, que un banco o un canal de televisión sean estatales no implica que sean públicos. Pero necesitamos entender qué es lo público sin referencia al Estado. Tenemos que tener un criterio que nos permita denunciar la privatización del Estado y decir: ¡necesitamos que por lo menos el Estado sea público!

Lo público es lo que no está sometido al régimen de la propiedad privada

En el sentido en el que yo creo que es importante, lo “público” es lo que carece de dueño, es decir, lo que no está sujeto al régimen de la propiedad privada. Dicho régimen se define porque tratándose de una cosa que es de alguien, ese alguien, llamado “dueño”, tiene derecho a decidir qué hacer con ella sin deberle explicaciones a nadie (por eso el art. 852 del Código Civil dice que el dueño puede actuar “arbitrariamente” respecto de su cosa). Si el dueño ha decidido que su cosa ha de servir un determinado fin y alguien le exige una explicación, él está en posición de decir: “porque es mía y yo así lo quiero”.

En ese sentido, la universidad es intrínsecamente pública (por lo que la expresión “universidad pública” es una redundancia). Con esto ya podemos decir qué tiene de especial una universidad, un banco o un canal público. Adicionalmente, nos ayuda a especificar por qué la idea misma de universidad es pública.

Una universidad pública, según lo anterior, sería una en que nadie tendría derecho a decidir unilateralmente y sin dar cuenta a nadie qué intereses ha de servir. Una privada, por su parte, sería una en que alguien tiene derecho a tomar esa decisión. Si el dueño quiere, la universidad estará al servicio de una ortodoxia religiosa, o política, o económica. En este caso, la institución no podrá ser una que se someta a los ideales de la investigación libre y la discusión abierta, al menos respecto de ciertas materias. Pero esto es precisamente lo que define a la universidad. Por consiguiente, hay algo esencialmente público (es decir, esencialmente incompatible con el dominio privado) en la idea misma de universidad.

Hoy, en Chile, sólo las universidades estatales son en este sentido públicas (las universidades del llamado G-3 son evidentes candidatas a ser universidades públicas no estatales. Responder esta cuestión exige discutir su estructura y organización con un detalle que aquí no es posible). Eso es una observación sobre el régimen institucional de las universidades y no supone ni implica que sólo las universidades estatales son de calidad, o interesantes, o bienintencionadas, etcétera. Sólo quiere decir que ese régimen deja a las universidades privadas entregadas a sus dueños o controladores. Algunos dueños usan esta prerrogativa, otros han decidido renunciar a ella, pero todos la tienen.

Este concepto de lo público nos permite decir dos cosas: primero, que es razonable que el Estado trate diferenciadamente a las universidades públicas (sin dueño) y las privadas (con dueño); segundo, que en principio es posible un régimen público (sin dueño) al que puedan acceder las universidades hoy privadas cuando su grado de desarrollo institucional las lleve a reclamar autonomía respecto de sus dueños.

Sobre la educación provista con fines de lucro

Hoy la situación es que la provisión con fines de lucro está prohibida en el caso de las universidades, pero no de los institutos profesionales y centros de formación técnica. La obligación actual de no retirar utilidades, entonces, es una obligación impuesta a todas las universidades, pero en los demás casos es una obligación (cuando existe) que se sigue sólo del hecho de que determinadas instituciones han asumido la forma jurídica de persona sin fines de lucro. Entonces, cuando una universidad retira utilidades está incumpliendo las condiciones legamente exigidas para ser universidad. Cuando un instituto profesional o centro de formación técnica retira utilidades no está actuando ilegalmente (si está organizado como sociedad) o está infringiendo la ley, pero no en cuanto a las condiciones para existir, sino porque al crearse se organizó como corporación o fundación. Es evidente que estos dos casos deben ser tratados de modo diverso por la ley, pero el proyecto los trata igual y entonces tiene reglas sobre las instituciones “que están organizadas como personas jurídicas sin fines de lucro”, ignorando que esa forma de organización es en un caso legalmente obligatoria y en el otro, legalmente voluntaria.

La solución, por cierto, debería impedir toda provisión con ánimo de lucro (estableciendo alguna modalidad de transición adecuada) o mantener la prohibición para las universidades solamente. En el primer caso sería razonable un régimen fiscalizador aplicable a todas las instituciones privadas; en el segundo, el régimen debería ser aplicable sólo a las universidades.

Sobre la gratuidad

La demanda por gratuidad terminó siendo la que resumió todas las demandas que irrumpieron el 2011. Pero precisamente por eso ha habido un esfuerzo considerable por confundirla y caricaturizarla. Conviene entonces intentar aclarar varias de estas confusiones, a propósito de las reglas contenidas en el proyecto.

El sentido de la gratuidad puede estar en la necesidad de financiar la educación de quien no puede pagársela o en la afirmación de que la educación es un derecho social. La manera correcta de entender la exigencia de gratuidad es la segunda, pero el proyecto opta por la primera. Y como las ideas tienen sistema, una vez que se ha decidido esto hay una serie considerable de cuestiones ulteriores que quedan decididas.

Si se trata de financiar a quien no puede pagar, la gratuidad será un beneficio focalizado. Así, por cierto, está tratada en el proyecto. Se ha dicho que eventualmente la gratuidad llegará al 100%, pero eso es políticamente imposible, tanto porque las condiciones para llegar al 100% (art. 48 trans.) son irreales, como porque el financiamiento con cargo a rentas generales hará que cada paso que se dé acercándose al 100% va a hacer al paso siguiente más difícil, dados los costos de oportunidad. Gratuidad para el 100% sólo es políticamente viable si los recursos utilizados no tienen usos alternativos y para eso sería necesario que la gratuidad fuera un sistema de seguro social (un “impuesto a los graduados”).

No falta el que dice, sorprendentemente, que esto no sería gratuidad, mostrando con eso una peculiar incapacidad para distinguir impuestos o contribuciones de créditos. La pregunta es si es gratuidad en el sentido relevante. Si al menos parte de la gratuidad fuera financiada con contribuciones de quienes estuvieron en la universidad, sería un sistema de seguro social que asumiría una forma análoga a un sistema de pensiones de reparto, en que quienes ya estudiaron contribuirían a financiar a los que están estudiando.

Gratuidad mediante convenios

El segundo sentido en que la gratuidad no es universal en el proyecto tiene que ver con que sólo “entrarán” a ella las instituciones estatales y algunas privadas. Esto descansa en la insólita idea de que la ley no puede obligar y sólo puede ofrecer a las instituciones un contrato, que verán si aceptan o no. Pero si lo que justifica la gratuidad es el derecho del estudiante, es absurdo que tal derecho pueda ser neutralizado por una declaración unilateral de la institución.

Si la gratuidad es parcial, no hay descomodificación. Si no hay descomodificación, no hay reconocimiento de que la educación es un derecho. La gratuidad genuinamente universal se enfrenta hoy a una extraña alianza: es criticada desde la derecha (que defiende el modelo neoliberal), y desde la izquierda (que exige que la gratuidad sea sólo para las instituciones estatales, y que financiarla con un impuesto especial o una contribución sería “gratuidad con letra chica”). Por consiguiente, el resultado probable de todo esto será un escenario de gratuidad parcial: para algunas instituciones y para estudiantes de los cinco, seis o siete primeros deciles. Esto obligará a entender la gratuidad como “beneficio”, como un voucher que no eliminará, sino que fortalecerá el mercado.

Sobre el tratamiento de la Educación Superior estatal

El proyecto tampoco impugna la idea neoliberal fundamental que ha llevado a la privatización del Estado: que éste debe actuar sujeto al mismo régimen que los agentes privados, que cualquier diferencia de trato es, en principio, “competencia desleal”.

Como antes, aquí también hay algo que puede ser resaltado en el proyecto. Es verdad que no impugna derechamente esa idea, pero hace inevitable que esa impugnación aparezca en la discusión que el proyecto provoca. Pero lo que por una parte el proyecto da, por otra lo quita.

Al crear un fondo especial para las instituciones estatales (art. 188), el proyecto introduce la idea de que las instituciones estatales son distintas de las privadas. Pero el fondo en cuestión no tiene contenido (lo determinará anualmente la ley de presupuesto) y debe convivir con el “fondo de desarrollo y mejora de las funciones de investigación y creación artística” (art. 187). Este segundo fondo es para todas las instituciones, públicas o privadas, que se adscriban a la gratuidad.

Aquí, por cierto, se hace relevante que los recursos públicos son de todos los chilenos: ¿por qué ellos pueden usarse para financiar las actividades de instituciones con dueño?

Sobre la ampliación de la matrícula

Las vacantes de las instituciones adscritas a la gratuidad serán fijadas por la subsecretaría, quien determina los criterios que deberán considerarse para hacerlo (art. 178). Dentro de esos criterios no aparece la calidad estatal o no de la institución. Esta es otra notoria posibilidad desperdiciada, la de fijar una política de ampliación progresiva de la matrícula estatal para que en el tiempo las instituciones estatales representen un porcentaje significativo de la matrícula total. Pero para hacer eso, el proyecto debería fijar la ampliación progresiva de la matrícula pública como una finalidad a ser perseguida por la subsecretaría al momento de fijar las vacantes, o al menos debería, al especificar los criterios que seguirá la subsecretaría, mencionar la naturaleza estatal o privada de la institución. Y no lo hace.

La primacía de las palabras

Presentamos esta nueva revista, Palabra Pública, con la cual la Universidad de Chile quiere invitar a una conversación y proponer un encuentro que convoque constructivamente tanto al conjunto de nuestra comunidad universitaria como al país.

Se trata de contribuir a reinstaurar una primacía para las palabras. Resituarlas, pues parecería que han sido desplazadas y sobrepasadas y que, también ellas, habrían pasado a cumplir un rol subsidiario dentro de la vida nacional. El poder crea realidades, especialmente el poder económico. Entre las realidades que este puede crear está el poder político.

La idea de verdad se vincula intuitivamente al resultado del ejercicio de intercambiar y contrastar palabras. Alternativamente, las palabras pueden servir para justificar decisiones ya tomadas, verdades ya declaradas, por estimarlas las más convenientes para quien habla y, frecuentemente, ordena. Las palabras van siendo arrinconadas, restringidas, subordinadas a intereses.

En un discurso en la Universidad de Columbia, al celebrarse los 50 años de la caída del nazifascismo, Umberto Eco afirmaba: “Todos los textos escolares nazistas o fascistas se basaban en un léxico pobre y una sintaxis elemental, con el fin de limitar los instrumentos para el razonamiento complejo y crítico”.

Lograr que el poder político se independice del económico es un objetivo de la mayor importancia para todos. A su actual subordinación parece haber contribuido como causa el debilitamiento de la potestad de las palabras. Al mismo tiempo, este último se puede entender como un resultado de esa subordinación. Devolverles preponderancia a las palabras debiera ayudar a devolverle altura a nuestros foros cotidianos.

La afirmación de que una figura vale más que cien palabras puede tener un significado alternativo: en una campaña electoral los costosos carteles con retratos copando las calles priman sobre las propuestas programáticas. Hace ya varios años, cuando Craxi, quien entre otros cargos fuera eurodiputado, con claridad inaudita hablaba del nuevo financiamiento de la política, nos reímos de lo que considerábamos una osadía. En retrospectiva, hubiera sido mejor tomarlo en serio.

Hay otra acepción del término palabra, con la cual también nos identificamos, que se refiere a un compromiso en conciencia que habrá de cumplirse sin requerir de acciones coercitivas. En un cierto sentido, la gratuidad de la educación superior representa eso. Representa la confianza en que el entregarle educación gratuita a un joven genera en él un compromiso con la sociedad que le permitirá seguir una carrera, que él sabrá retribuir.

Queremos que esta revista permita una mayor vinculación de la Universidad con la sociedad y que también sea una herramienta para que el público conozca, valore, juzgue y participe de nuestras tareas.

El que esta revista aspire a constituirse en una palabra pública, la hace plural, ciudadana, perteneciente a todos, contribuyente de la cohesión social. Preocupada del bien común. Afín a la historia, a los objetivos de nuestra Universidad.

Palabra pública y la libertad de expresión

Por Faride Zerán

La querella presentada por la ciudadana Michelle Bachelet en contra de la revista Qué Pasa por la publicación de una nota en la cual un oscuro operador la involucraba en el caso Caval, no sólo abrió un debate en torno a la libertad de expresión y el derecho a la honra, recogido profusamente por los medios de comunicación. También provocó, aunque de manera acotada, que la escandalosa concentración de la propiedad de los medios en manos de unas cuantas familias, que además comparten una similar visión política y cultural de la sociedad, fuera esgrimida como argumento por quienes en las últimas dos décadas y mientras fueron gobierno, nada hicieron para impedirla.

De ahí que la reflexión efectuada por la Presidenta de la República al día siguiente de presentada la querella: “hay una libertad limitada cuando la libertad de expresión está en manos de unas pocas familias”, para muchos no pasó inadvertida. Sobre todo entre quienes por años hemos insistido en que una de las grandes deudas de los gobiernos de la Concertación con el fortalecimiento de la democracia y la constitución de ciudadanía ha sido precisamente este punto.

En ese escenario se inscribe Palabra Pública. Porque la que hoy presentamos es una revista que asume como premisa que la libertad de expresión y la diversidad de medios de comunicación que contengan discursos y miradas plurales son esenciales para medir el espesor de una democracia. Al mismo tiempo, se trata de una publicación que tiene por objetivo instalar conversaciones que efectivamente enriquezcan y densifiquen el espacio donde se produce el diálogo ciudadano.

Qué duda cabe: tanto el pluralismo como la diversidad resultan factores centrales de la libertad de expresión.

Esta nueva apuesta editorial de la Universidad de Chile cierra el ciclo de la iniciativa que la precedió, “El Paracaídas”, y abre otro intentando ampliar el espectro de lectoría tanto dentro como fuera de la Universidad, invitando así a un diálogo donde “lo público” sea percibido como inherente al ethos republicano y no un atributo secundario transable en las leyes del mercado.

De allí la variedad de nombres que fortalecen el Consejo Editorial de esta revista, al que se han sumado académicos, investigadores e intelectuales provenientes de diversas áreas del conocimiento de nuestra Universidad. Por ello también la existencia en cada número de un dossier dedicado a un tema central que profundiza en argumentos para alimentar un debate como lo es, en esta oportunidad, el rol de las universidades estatales.

Si “la Chile” piensa en Chile, nuestro desafío es expresarlo no sólo en las aulas, las investigaciones, o la extensión, sino además en sus medios. De eso trata Palabra Pública.

¿Existe espacio en la industria actual para la televisión pública?

Necesitamos un canal conectado con los nuevos tiempos, que esté donde están las audiencias y que sea capaz de convocarlas. La generación de contenidos de la señal pública tiene que estar presente en una diversidad de formas, aire, cable, OTT, web, motores de búsqueda, etc. Las nuevas tecnologías generan nuevas formas de convivencia entre los medios audiovisuales y crean un escenario de múltiples operadores en televisión abierta e infinitos en internet.

Por Nicolás Acuña

La televisión está viviendo una transformación profunda. El advenimiento del mundo digital segmentó aceleradamente las audiencias. La pelea por la atención del público que golpeó a la televisión abierta en los ‘90 con la penetración del cable aumentó sus dificultades con la entrada de los OTT (Over the Top Contents, es decir, contenidos en la nube) como Netflix y servicios online como YouTube.

Hoy no sólo los diarios enfrentan el mundo de un ciudadano = un medio, sino que también la televisión en Chile y el mundo.

Los más golpeados son los canales de televisión abierta, cuyo modelo de negocios se basa en generar grandes volúmenes de audiencia transversal y amplio alcance. Con la segmentación de las audiencias eso será cada vez más difícil.

Es en ese contexto y de manera muy tardía donde aparece la televisión digital terrestre en Chile (TDT). Es una nueva forma de ver y de trasmitir señales de televisión. Básicamente, la tecnología permite que quepa más contenido en el ancho de banda donde antes sólo podía existir una señal HD, es decir, gracias a esta tecnología podrían existir más canales y con mejor definición.

La idea es que los canales que hoy conocemos tengan más de una señal, y en vez de siete, podríamos tener 12 canales de TV abierta y gratuita. Estos podrían llegar incluso a subdividirse en dos o tres si se opta por una más baja calidad de imagen. Nuestra ley de TDT llegó muy tarde y ya suena extemporánea. La verdadera revolución de la televisión está ocurriendo en internet. Las nuevas plataformas de contenidos audiovisuales, como las OTT (Netflix, Fox Play, Amazon) y los motores de búsqueda (Google, YouTube), representan un desafío gigantesco para el ecosistema mediático. No sólo la forma de ver televisión cambió (desde “miro lo que me dan” a “veo lo que quiero, cuando y donde quiero”), sino que también los contenidos y el modelo de negocio.

Chile, donde la mayoría ve televisión a través de un operador de cable, pareciera que tener más canales de alta definición gratis y nuevos actores en un mercado muy cerrado y competitivo no es un buen negocio. Esto podría explicar en parte el retraso de este proyecto en el Congreso.

Los canales de señal abierta existentes están viviendo momentos complejos y de profunda reestructuración. ¿Qué incentivo tendrían para multiplicar su problema?

El escenario actual es muy complejo para los canales tradicionales. Todos están en rojo, menos MEGA, que con millonarias inversiones y apropiándose del área dramática de TVN y del equipo de programación de Canal 13, logra pequeñas utilidades en relación a la inversión. Los canales agrupados en ANATEL entraron en crisis cuando los grandes consorcios económicos compraron señales de TV abierta (CHV, MEGA, C13).

La búsqueda por liderar el mercado en el menor tiempo posible y asegurar influencia elevó los costos a niveles que la TV chilena desconocía. Eso, sumado a una audiencia cada vez más segmentada y menos fiel y, por ende, a la dispersión de la inversión publicitaria en nuevas plataformas, creó la tormenta perfecta.

En 2014 Canal 13 perdió casi 20 mil millones de pesos; el 2015 el más afectado fue TVN, con pérdidas que superaron los 27 mil millones. En el caso del canal estatal esta pérdida no fue por aumento de costos, sino por una disminución de ingresos por concepto de publicidad de más del 50 por ciento en menos de seis meses.

Este escenario plantea no sólo una crisis financiera, sino que pone en entredicho la necesidad de tener un canal público.

La televisión pública es un atributo diferenciador, no una limitante. Los Indicadores de Desarrollo Mediático de la Unesco reflejan la relevancia de que existan medios públicos, privados y comunitarios, ya que son uno de los pilares de la convivencia democrática.

Un canal público crea sentido de nación, democratiza el acceso a contenidos de calidad y se preocupa de la ciudadanía que el mercado deja de lado: niños, adultos mayores y minorías, entre otros.

El miedo a que el canal estatal actúe como una prolongación del aparato comunicacional del Gobierno parece una justificación para que siga funcionando como hasta ahora. Existen innumerables ejemplos en el mundo de canales públicos independientes de los gobiernos: BBC, PBS, TVNZ, TV pública de Canadá y muchos más. También existen ejemplos de canales gubernamentales que son aparatos comunicacionales del gobierno de turno. Nadie está proponiendo eso para TVN y en este escenario medial sería un canal sin audiencias.

La verdad es que en los últimos años la ley que determina el autofinanciamiento ha hecho que TVN se diferencie muy poco de los otros canales del mercado. Sus señales regionales, la señal internacional y algunas horas de programación cultural son esfuerzos financieros importantes que realiza TVN y cargas que sus competidores no tienen. Pero el esquema de financiamiento a través de la publicidad, que exige grandes volúmenes de rating, ha impedido que la señal estatal cumpla con su rol de canal público, que implica, por ejemplo, atender a las audiencias que el mercado tiene abandonadas, como los niños.

Las preguntas esenciales en este debate son ¿necesitamos un canal público? ¿Queremos asegurarnos de que haya un medio masivo que no dependa de un grupo económico, que atienda a los grupos más vulnerables de la sociedad, que asegure para los públicos más inquietos pero sin acceso al cable, buena programación, que enfatice lo chileno, que recorra nuestra historia en distintos formatos, que mantenga nuestro idioma?

Y la segunda pregunta es ¿cómo garantizar que un canal sea realmente un medio público? Es fundamental su independencia del gobierno de turno, del poder político y del mercado. Hay decenas de medidas que podrían tomarse para garantizar la independencia de TVN más allá de quien pague sus cuentas. Hoy las pagan los avisadores, que también han tratado de influir con sus presiones.

Se puede garantizar la pluralidad de sus contenidos, la imparcialidad de su programación. Varios de los canales mencionados anteriormente realizan una rendición de cuentas a la población y a sus parlamentos, además de utilizar mecanismos de evaluación de calidad, audiencias, alcance y aprobación.

Un canal financiado por el Estado, bajo estos parámetros, garantizaría la producción de contenidos regida por el interés público y no por estándares comerciales.

Necesitamos un canal conectado con los nuevos tiempos, que esté donde están las audiencias y que sea capaz de convocarlas. La generación de contenidos de la señal pública tiene que estar presente en una diversidad de formas, aire, cable, OTT, web, motores de búsqueda, etc. Las nuevas tecnologías generan nuevas formas de convivencia entre los medios audiovisuales y crean un escenario de múltiples operadores en televisión abierta e infinitos en internet.

Antes, la escasez de la TV estaba dada por la distribución. Hoy el desafío ya no es ése, sino generar la fuerza creativa y los recursos que aseguren calidad sin tan alto costo. Los más beneficiados con la TDT serán aquellos que podrán acceder a calidad HD y tal vez a más señales sin tener que pagar a un cable operador, y quizás sea posible el ingreso de nuevos actores a la creación de contenidos. Con esto se democratizará en parte el acceso a la información y la protección de la diversidad. Ya no son esos atributos exclusivos de los canales públicos y es por esto que un generador de contenidos financiado por el Estado tiene que ser de excelencia y sus estándares tienen que ser muy superiores a los de los canales privados. Debe ser un canal de calidad, representativo, imparcial y plural, como lo es la BBC en Reino Unido.

La firma de la indicación sustitutiva que modifica el estatuto de TVN y crea un canal cultural educativo de libre recepción, gratuito y sin publicidad, genera inmensas expectativas en el medio audiovisual. En régimen tendría que crear gran cantidad de proyectos para los productores independientes. Esto ayudaría a levantar un sector que se encuentra en un momento de mucha inestabilidad. Pero, sobre todo, la creación de este canal es una tremenda oportunidad para que Televisión Nacional de Chile pueda cumplir con su misión pública: promover y difundir los valores democráticos, los derechos humanos, la cultura, la educación, la participación ciudadana, la identidad nacional y regional, la multiculturalidad, el respeto y cuidado del medio ambiente, la tolerancia y la diversidad.