La resaca de la memoria, de Verónica Estay Stange, es “uno de los libros más conmovedores y complejos que se han escrito sobre la posmemoria en Chile”, en palabras de la crítica literaria Lorena Amaro.
Por Lorena Amaro
Náuseas, palpitaciones, escalofríos que puntúan lo que se puede y lo que no se puede decir, pero antes de eso, lo que está permitido (o no) sentir. Las sensaciones físicas atraviesan de punta a cabo La resaca de la memoria, libro salido a la luz en septiembre, entre múltiples conmemoraciones que buscaban volver a sensibilizar a un país empapado en el negacionismo de la derecha, un negacionismo que no veíamos desde, probablemente, los años ochenta. Un libro que, sin duda, está no solo entre lo más significativo que se ha publicado este año, no solo por sus alcances políticos, sino también por su meditada y precisa escritura. En este caso, vale la pena decirlo y ser taxativa, porque considero que no se le ha dado la cobertura que merece.
La autora —de nacionalidad mexicana, chilena y francesa— narra en este texto testimonial su difícil relación con la memoria desde un lugar inédito en nuestra literatura: el de una hija de militantes exiliados que carga, al mismo tiempo, con el estigma de un tío, un famoso criminal de la dictadura. Se trata de “El Fanta”, Miguel Estay, quien después de ser capturado y torturado en 1975, se quiebra y comienza a delatar a sus compañeros de militancia, una traición que se extendió en el tiempo, durante su paso por el llamado Comando Conjunto y luego a su participación, ya en 1985, en el salvaje asesinato de José Miguel Parada, Santiago Nattino y Manuel Guerrero Ceballos, este último antiguo compañero suyo del Partido Comunista.
Es casi imposible comentar el libro sin hacer alusión a este pariente demasiado (y tristemente) conocido. La narradora lo sabe de sobra y es en extremo cuidadosa con ese relato. Lo introduce lentamente, desde los silencios y fantasmas de su niñez, a la lectura atenta, casi obsesiva, ya adulta, de los textos que abordan su participación en las violaciones a los derechos humanos. Narra, asimismo, sus primeras visitas a Chile, cuando carga con el miedo y la vergüenza de ser reconocida como sobrina suya en los círculos de izquierda que frecuenta.
La escritura de Verónica Estay es tan densa y rica en matices, preguntas y silencios, que sería una lástima que su recepción se redujera a la relación con el traidor. Es el gran desafío, supongo, con el que tuvo que lidiar su autora para dar forma a uno de los libros más conmovedores y complejos que se han escrito sobre la posmemoria en Chile, entendida como la relación que establece una generación con la memoria traumática de hechos vividos directamente por una generación anterior a ella. No se trata de cualquier tipo de hechos: el contexto en que surge este concepto son los escritos de Marianne Hirsch sobre el Holocausto. Refiere, por tanto, más que a las experiencias y secretos que existen en toda familia: se trata de eventos más complejos y de carácter colectivo, como lo fueron el terrorismo de Estado y el genocidio vivido por causa del Plan Cóndor en todo el Cono Sur.
La literatura chilena ha explorado antes el testimonio de la dictadura y sus violencias desde las voces de las víctimas (Tejas verdes [1974], de Hernán Valdés, es, desde esta perspectiva, el libro paradigmático), o bien, desde ficciones y autoficciones escritas en buena medida por autores que nacieron recién en los 70. Pero los hijos de las víctimas directas (desaparecidos o exiliados) aparecen sobre todo en el cine, con importantes documentales, como El edificio de los chilenos (2010), de Macarena Aguiló; Allende mi abuelo Allende (2015), de Marcia Tambutti; El eco de las canciones (2010), de Antonia Rossi; Mi vida con Carlos (2010), de Germán Berger, entre otras. La experiencia de los hijos y familiares de los represores ha sido narrada cinematográficamente hasta ahora en las películas El pacto de Adriana (2017), de Lissette Orozco, o Bastardo. La herencia de un genocida (2023), de Pepe Rovano.
Es difícil representar este tipo de experiencias, que involucran de manera tan íntima y delicada las vidas de otras personas, como, en este caso, las de quienes integran la familia de la autora o las víctimas o parientes de víctimas de El Fanta. De eso es consciente Estay Stange, después de haber trabajado por años con las posibilidades de la memoria y la reparación, ya fuese desde una posición intelectual y académica, como desde sus afectos más íntimos. En este sentido, la autora logra llevar adelante un texto sumamente cuidadoso con esas otras posiciones.
Se trata además de un relato que además aborda la cuestión de la militancia, una faceta que primero aparece en el libro como un deseo difuso de repetir la historia revolucionaria de los padres y que, ya en la madurez, encuentra otro curso en el acercamiento a los colectivos de defensa de los derechos humanos y particularmente al grupo Historias Desobedientes. Familiares de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia, creado en Argentina en 2017 con el fin de combatir el negacionismo e impedir la amnistía para crímenes de lesa humanidad perpetrados por padres, tíos, hermanos y abuelos de los integrantes de esta agrupación. Estay también coeditó, con Carolina Bartalini, el libro Escritos desobedientes. Historias de hijas, hijos y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia, publicado en Argentina en 2018, y se ha acercado también a otros colectivos del que hacen parte familiares de las víctimas de la violencia.
La autora logra plasmar en su libro, con una escritura por momentos sutil y poética, también clara y directa o, si es necesario, crítica y reflexiva, las tensiones que supone vivir en una familia que ha sido partida en dos por algo tan grande como la historia. En ese relato, los más jóvenes del clan han quedado como suspendidos, desubicados: no solo está el tío, sino también los primos que vivieron como ella el exilio y, muy especialmente, está Camila, la hija del que ha sido por tantos años innombrable, a quien conoce ya mayor y con quien desarrolla una amistad. La narración nos tiende un cordel para que vayamos siguiendo a la protagonista por este laberinto de dolores, incertidumbres y, hay que decirlo, pequeñas grandes victorias, en que la resaca a la que hace mención el título parece mejorar en la medida en que ella logra hacerse parte de un nosotros. La estrategia narrativa del desdoblamiento (el “Yo” se narra en tercera persona) da cuenta de una subjetividad fuertemente escindida, que a lo largo del libro va logrando conciliarse y recuperarse de la resaca que tanto la ha afectado, como lo ha hecho también con muchos otros hijos, cuyas películas, libros e historias entreteje Estay en este generoso volumen.
Con un doctorado en lengua y literatura francesa, la autora nos tiende el hilo de la memoria con versos de Baudelaire o Rimbaud, pero también con humor y con guiños a otras muchas lecturas, canciones, películas e historias, tantas imágenes que ella misma piensa como un Aleph de la memoria. No escatima recursos para tratar de entender la piel del exilio, la omnipresencia del dolor, la pérdida y el duelo. Así logra dar un nuevo espesor a la palabra “cuerpos”: al contacto de los cuerpos de sus padres que vivieron el horror de la tortura, pero también de la ausencia de los que no volvieron. “Había atrapado al vuelo retazos de una historia que, sin pertenecerle, la atravesaba entera”, escribe con libertad expresiva y, al mismo tiempo, con cuidado y rigurosidad en materia de derechos humanos. Así se lo exige a sí misma, reflexionando sobre las emociones que se prohibió sentir desde niña: ante el asomo de la pena o la angustia, el temor a estar usurpando, de algún modo, el dolor de los padres o de las víctimas.
¿Cómo construir una casa en el vacío? Es una de las preguntas que se hace la “niñita centenaria” que fue en el exilio. “¿Tenemos derecho a reírnos, aunque duela?”, es la que responderán juntos ella y otros “rezagados” de la historia, hijos de víctimas pero también de victimarios: “se lo han enseñado a lo largo de los años: reírse, aunque duela; sobre todo si duele. Reírse juntos desde la herida. Reírse juntos de la herida”.
La resaca de la memoria es un libro inteligente. Es un libro visceral. Es un libro ético. Es un libro necesario, que tiene mucho que enseñarnos sobre la importancia que tiene lo colectivo en la construcción de nuestra relación con el pasado, pero también con nosotros mismos y con el presente y el futuro de un país.