“El muro habrá de quedar, presumiblemente, como ruina. Y la ruina del muro, así como es reliquia del poder, sería una sombra, una velada imagen de la historia. ¿Cómo ver —y con qué mirada— en esa sombra el oculto sol, el secreto sol ausente de la historia de que esa sombra, como sombra, es testimonio?”.
Por Pablo Oyarzún* | Fotografía: Gerard Malie / AFP | Ilustración: Alison Gálvez
Para aquella clase de mirada que se complace en su actualidad, para la mirada que, hoy, se vale de esa complacencia para atenuar el asombro y desasosiego a que la tiene expuesta lo que pasa, la década de los 80 concluye con un derrumbe. Es obvio: hablo del muro. Sea ello lo que se quiera, lo cierto es que el suceso en cuestión abrocha un periodo cuyos inicios retroceden una treintena de años, acaso más. El derrumbe de este muro viene paradójicamente a cerrar —a tapiar, a tabicar— ese lapso, a sellar un sentido suyo y a deparárselo, apretada, celadamente, a la historia. Demolido, escombrado, el muro queda, quedará como ruina, para la historia. ¿Quedará también para la historia misma como ruina? Pues sabemos que, entre tanto, durante ese lapso se ha venido propagando por Occidente –la tierra del ocaso– una vaga sensibilidad y una plétora de discursos que tienen trato con la historia como con un jeroglífico de ruinas y resabios.
¿Puede alguien saber qué hay en este derrumbe, qué hay y qué habrá de él? Hoy en día, a causa de la complicidad franca que se establece entre buena parte de esa sensibilidad, esos discursos y las voluntades políticamente interesadas, muchos parecieran abanicarse en la confianza de poseer las claves del evento. Pero, en verdad, si alguien tuviese ese saber, tendría también aferrado el saber de la historia.
Y, en efecto, algo de esta pretensión va implicado en aquella confianza o en la complacencia de que hablaba al comienzo. La demolición del muro levanta una polvareda que fácilmente se funde con la niebla de lo “post” y del “fin” —la poshistoria, lo posmoderno, el fin de las ideologías y el fin de la historia misma— que desde la mencionada treintena de años, pero sobre todo en la última década, se cierne por todas partes.
Como un macizo monumento del deslinde, como evidencia del conflicto y la contradicción de lo irresuelto de la lucha y la controversia, símbolo de un combate que por su talla planetaria ha puesto en juego la historia y la decisión sobre su sentido, el muro podía ser visto como la última barrera que separaba a esta época de su desenlace y de su entrada —si así se desea decirlo— en el reino de la normalidad. Dicho de otro modo, mientras hubiese el muro, habría también historia. Una vez que se ha venido abajo, esta última empezaría a parecerse más, definitivamente más, a ese panorama ecléctico y general, de clima cool y sin tiempo que a la sazón se presume en ella, y al cual, entonces, se incorporaría la ruina del muro como hito del paisaje. El desmoronamiento del muro nos daría la venia, pues, para ingresar alegremente en el “fin de la historia”.
Pero habría que tener cuidado aquí con la manipulación de estos ítemes. Porque, a despecho de las apariencias, esto no es idéntico a lo que despacha Fukuyama como moneda ideológica, acuñada con alguna habilidad. La presunción de que estamos ya en la poshistoria, de lleno, y que esta se caracteriza por la consagración de los fundamentos neoliberales y capitalistas de la organización social —y cultural— como estado definitivo, me parece que no se condice con la experiencia de esta caída; experiencia propiamente histórica y, como tal, indecisa, a la que habría que cautelar para que no quede emparedada viva entre las múltiples, pero más o menos consonantes exégesis del hecho. Y es el emparedamiento de esta experiencia, ya iniciado, lo que hace imposible acreditar la plenitud de sus expresiones públicas. La alegría y el festejo, creo, se han mantenido en el vilo y el soslayo de la pregunta y la reticencia: ¿qué es esto? ¿Cuánto durará? ¿Qué significa? Para no hablar del apremiado cálculo de las consecuencias que ha tenido absortos desde la primera hora a los enterados de la política.
De fronteras y muros y torres
El muro marca un límite en el espacio, un espacio como zona fronteriza; demarca el espacio. Pero ¿qué es un límite? ¿Qué experiencia del espacio encierra la posibilidad del límite? ¿Y cómo tiene que experimentarse el límite para que se lo haga muro? ¿Todo límite implica virtualmente un muro? Tal vez no, tal vez sí.
Pero si el límite es efectivamente zona de paso y traspaso, ello se debe a que es, ante todo, área de impasse. Así, la muralla no sólo designa un límite: lo incorpora; es decir, lo hace erguirse como tal. Por eso, bien puede parecernos que ella no es sino el modo tangible en que el límite, esa entidad nominal que difícilmente podríamos llamar una cosa, se significa a sí mismo sobre la tierra.
En el muro, pues, la ciencia cartográfica —la geografía política— y la ruda concreción de la tierra, por una vez, son una. ¿O no será más bien que el muro resume una política de la tierra —literalmente una geopolítica—, el programa de su ocupación, de su uso y su dominio? En nombre de esa política y por ella, el muro se hace cosa de la historia, inscribe el límite en la historia e, idealmente, a la historia en el límite, como horizonte y punto de fuga, y se despliega ejemplarmente en los grandes muros de la historia, los muros imperiales.
El muro sería, entonces, cifra del poder. Si es cierto, pues, que se requeriría algún saber acerca del muro, en ello pareciera ir envuelta, asimismo, la instancia de un saber acerca del poder. ¿Es posible este? ¿Y cómo? ¿Quién habría de tenerlo? ¿Y qué podría significarle tal saber? Veamos. Yo lo imagino depositado, por ejemplo, en dos piezas literarias.
Cojo, primero, el relato de Kafka En la construcción de la muralla china, escrito a la manera de un informe poblado por las cavilaciones que a ese propósito se hace su fingido autor. Parte él por describir allí el puntilloso sistema de la construcción a retazos: dos ejércitos, avanzando uno hacia el otro, se han afanado desde ambos extremos hasta anudar el hemiciclo en su sitio más septentrional. Y lo mismo se ha hecho con los dos segmentos mayores; se los ha producido por pequeños trozos convergentes, de suerte que la muralla —parecidamente a como ocurre en las paradojas zenonianas— habría quedado por siempre aquejada de posibles hiatos y, por ende, de irrealidad.
«La presunción de que estamos ya en la poshistoria, de lleno, y que esta se caracteriza por la consagración de los fundamentos neoliberales y capitalistas de la organización social —y cultural— como estado definitivo, me parece que no se condice con la experiencia de esta caída»
Pero es vago el imperio que esa muralla enmarca. La muralla se ha edificado no sólo como precinto defensivo, sino como conjuro del centro vacante del cual se postula ella como periferia, mientras la existencia de los súbditos se lleva en los aledaños más recónditos, siempre fronteriza, atada a una obediencia imposible o banal, y a una nostalgia de sentido tan fervorosa como hueca. El centro vacante, en cambio, es el imperio. Y si es verdad que la muralla y el imperio se pertenecen uno al otro, aquella, que debería ser la demostración de este, no es, en verdad, sino su hipótesis.
Pero, más aun, ambos son a su vez solidarias hipótesis de otra hipótesis anterior, barruntada por el saber —el único e infructuoso saber— de los hombres de la construcción, que estos guardan, callados, para sí mismos: porque la muralla, así como la decisión de erigirla, no han sido provocadas por la agresión de unos pueblos bárbaros ni decretadas por el privilegio de un emperador, sino que se deben a los insondables designios de la “conducción” que ha existido desde siempre, juntamente con tal decisión.
La “conducción” tras la muralla es acaso el poder tras el poder. Y nos cabe especular: un poder que se solapa en todos los poderes, que se sustrae por debajo de ellos, derrumbándose desde siempre en sí mismo, y que así les hace sitio, les concede la persistencia incierta mientras a los oídos les susurra una y otra vez el “memento mori” que los tensa y los enhiesta. Y quienes saben de este poder –con viejas palabras se lo llamaría probablemente la “naturaleza” o, más aún, la “forma” de todo poder– son aquellos que subsisten en confines sin vecindad, equidistantes del centro y la periferia, hombres, diríase, de extramuros. Infructuoso es su conocimiento: el saber acerca del poder no los hace más poderosos sino, en todo caso, quizás indiferentes.
Pero Kafka todavía sugiere algo más. Insinúa que el muro —la muralla imperial— pertenece al mismo género arquitectónico que la torre: la torre de Babel. La desmesura sería su ley. Tal vez por eso a las murallas les está asignado contra toda apariencia quedar truncas. Se comenta en el relato la idea peregrina de que la gran muralla suministraría los sillares para la erección de la torre soberbia. No sería aquella sino un ejercicio de paciencia, una ciencia de la preparación, una estrategia recovequeada que garantizara el buen éxito de la verdadera empresa. La torre —adivinemos nosotros— habría sido criatura del impulso, no de uno cualquiera, sino de ese que somos. En cambio, la muralla que también ha surgido del impulso estaría dirigida a su regulada, reiterativa contención: no, por cierto, para abolirlo, sino para programarlo, para convertirlo en ciencia y en imperio.
Sabemos propio del impulso el ser inconstante, empezar siempre de nuevo. Por eso la muralla, que se fabrica con los ripios de la torre, debe quedar inconclusa. Pero lo es también porque no necesita estar acabada: nuestra fantasía se basta con unos cuantos fragmentos —zócalos desbaratados, contrafuertes o pircas rudimentarias— para redibujar virtualmente su consumación. Su misión es hacer palpable en la tierra el poder que la sostiene. El muro es, así, el retrato de una decisión y de un poder, y, antes que nada, de un puro poder de decisión.
Todo muro debiera tener su moraleja. Las inscripciones que se hacen sobre ellos parecieran buscar a tientas la enseñanza que a cada uno corresponde. El muro, sin embargo, permanece mudo, esquivo, impenetrable, retirándose a cada horadamiento que va ciegamente en pos de su sentido: del sentido.
Este muro, en particular, el que hace poco se ha desmoronado, se lleva su moraleja en sus escombros y nadie, nadie que pudiese quizás atesorarlos so prestigio de souvenir, sabe descifrarla: simplemente aferra una materia taciturna. Se dirá, claro, que la moraleja es la libertad y, sin duda, encerrar a una población con el alegato de protegerla es denotar lo externo como lo otro y lo prohibido y rodearlo del nimbo fascinador de lo libre. Pero si alguien queda prendado de esa inferencia, consulte la publicidad de una bebida de fantasía, que exhibe hermosas imágenes de la demolición en medio de los tonos exultantes del Aleluya: resplandece la libertad como libertad de elegir entre una bebida u otra, entre una u otra mercancía de un menú que la persona que elige ciertamente no administra y al interior del cual —cualquiera que sea— queda indefectiblemente cautiva.
La historia sin atisbo
Hipótesis, el poder y la muralla; y la torre. Algo podrían enseñarnos estos magnos dispositivos de la arquitectura acerca de la naturaleza de las hipótesis y de la naturaleza nuestra que nos envía inexorablemente a ellas cuando se trata de averiguar lo que importa, a cavar y a construir en los aires. Pero seguramente no toda conjetura vale lo mismo: una cosa es el cálculo, una la ciencia como conjetura enfática, y otra es el pálpito.
¿Qué nos dice este, qué puede decirnos la experiencia de extramuros? Paso a la segunda pieza que había anunciado. Es de Borges: La muralla y los libros.
Como espejos enfrentados, la edificación de la muralla y la quemazón de todos los libros se confían mutuamente su enigma y lo abisman, dejando como único síntoma suyo la escala de la operación, lo descomunal. Sucesivas conjeturas tratan de arrancar guijarros a la roca tenacísima de ese enigma. La acumulación de las hipótesis, sin embargo, lejos de potenciarlas, las pasma. Pero ello incide en la muralla como cosa: la resuelve en idea, en pensamiento. La muralla misma cobra sustancia de conjetura, se hace sombra, sombra de un soberano que tal vez tuvo noticia de ser él mismo, como los demás, una sombra, y de allí recibió el mandato de su obra. Más allá de las conjeturas, entonces, permanece la mera idea, una “forma”, dice Borges, que “tiene su virtud en sí misma y no en un ‘contenido’ conjetural”. Esa virtud, hecha no más que de inminencia, es estética.
Es probable que el arruinamiento del muro —el que tenemos en mente— lo haga ingresar en el universo estético, mucho más de lo que pudo hacerlo su empleo como soporte para intervenciones voluntaria o involuntariamente artísticas. Después de todo, algo muy profundo liga estética y poder, algo que es más antiguo que el arte y que no necesita a toda costa ser explicitado por alguna vanguardia, artística o política, que a menudo ha terminado sepultando su vehemencia y su promesa en una tapia descomedida. En un cierto sentido, quizás, el poder mismo es lo estético: se siente, pero no se ve; se padece, mas no se toca.
El muro habrá de quedar, presumiblemente, como ruina. Y la ruina del muro, así como es reliquia del poder, sería una sombra, una velada imagen de la historia. ¿Cómo ver —y con qué mirada— en esa sombra el oculto sol, el secreto sol ausente de la historia de que esa sombra, como sombra, es testimonio? Pero esa mirada, de suyo inactual, es, de suyo, ciega.
(*) Este breve ensayo fue escrito a solicitud de la Revista Universitaria de la Universidad Católica de Chile con ocasión de la caída del Muro de Berlín; fue publicado en el número XXIX: 52-56. Aquí aparece abreviado, con algunas correcciones y modificaciones.