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Dime a quién citas y te diré quién eres

Aunque los discursos institucionales proclamen hoy inclusión y perspectiva de género, las prácticas del conocimiento siguen reproduciendo exclusiones históricas. Esta columna se adentra en ese espacio incómodo entre lo pronunciado y lo omitido, para reivindicar el ensayo —esa escritura que duda, que piensa en voz alta y que encarna una posición— como forma de resistencia frente a la autoridad del canon. Un lugar donde la experiencia, el cuerpo y la vulnerabilidad no se ocultan, sino que se vuelven intervención pública.

Por Claudia Lagos Lira y Carla Rivera Aravena | Foto principal: Gabriela Mistral y Marta Brunet/Archivo Central Andrés Bello

En 2003 se publicó el tomo III de El pensamiento latinoamericano en el siglo XX, de Eduardo Devés Valdés, un volumen de referencia que todavía circula en programas de estudios e instituciones académicas de toda la región. Entre sus páginas, dos fotografías revelan un gesto que parece menor, pero que dice demasiado. En las imágenes donde aparecen académicos, cada uno está identificado con su nombre y apellido. En las que aparecen mujeres, el pie de foto abandona el registro intelectual y adopta uno folclórico: “ramillete brasileño”, “ramillete argentino”. Las mujeres no aparecen como autoras sino como conjunto decorativo, simple adorno. 

Esa descripción funciona como una escena de condensación: a los hombres se les reconoce como sujetos epistémicos; a las mujeres, se las reduce a imagen colectiva sin singularidad. Lo que no se nombra no entra en la historia del pensamiento; lo que no entra en el archivo es arrojado al territorio de lo inexistente.

Desde 2003 hasta 2025, las universidades chilenas y latinoamericanas han creado direcciones de género, protocolos contra la violencia académica, vicerrectorías de cuidados y diversidad y políticas de inclusión. En 2018, el movimiento feminista estalló en los campus para cuestionar las jerarquías patriarcales del saber. El pañuelo morado se convirtió en el signo público de una disputa que no era solo legal o institucional, sino epistémica.

Sin embargo, los gestos persisten, porfiados.

En octubre de 2025, Santiago fue sede del XV Congreso Internacional de Revistas Científicas (CRECS), que reunió a editoras, investigadores y autoridades universitarias de distintos países para discutir sobre la edición científica. La conferencia inaugural estuvo a cargo del Dr. Sergio González, Premio Nacional de Historia y profesor de la Universidad de Tarapacá, una de las instituciones patrocinadoras del evento.

El escenario era republicano y decimonónico: el Salón de Honor del exCongreso Nacional. La disposición espacial, las obras de arte y las columnas: todo diseñado para inscribir solemnemente una idea de nación. Una nación pensada por y para hombres. Hasta 1951, el recinto no consideró a las mujeres como sujetas políticas. Los vitrales del cielo filtran la luz, así como también filtran —y a veces bloquean— las voces excluidas. No embellecen; más bien, encubren.

Desde ese podio cargado de autoridad y silencios sedimentados, el Dr. González defendió el ensayo como una de las formas intelectuales constitutivas del pensamiento chileno y latinoamericano. Habló de genealogías, de tradición, de pensamiento público. La conferencia fue sólida, comprometida y erudita. Pero también fue reveladora: el conferencista trazó un mapa de la historia del ensayo citando solo figuras masculinas canonizadas por la historiografía oficial. Mencionó apenas a dos mujeres —Sol Serrano y María Eugenia Góngora— y de manera lateral, sin inscripción en una genealogía. El resto —las que pensaron, escribieron, polemizaron, editaron, tradujeron, intervinieron públicamente y lo siguen haciendo— no existió en ese relato.

No se trató de una omisión casual. El historiador no nombró a Gabriela Mistral en su prosa intelectual sobre pedagogía, infancia y América Latina. No mencionó a Amanda Labarca ni su reflexión temprana sobre educación y ciudadanía de las mujeres. Tampoco a Marta Brunet, Elena Caffarena, Michèle Mattelart, Julieta Kirkwood, Diamela Eltit, Nelly Richard, Carla Cordua, Elizabeth Lira, Raquel Olea, Faride Zerán, Kemy Oyarzún, Sonia Montecino o Lucía Santa Cruz. Las intervenciones intelectuales de muchas mujeres en más de doscientos años son vastas y complejas. Tanto, que no caben todas acá. Todas ellas pensaron este continente y lo hicieron desde una experiencia situada. Y, sin embargo, sus aportes siguen siendo empujados hacia los márgenes del archivo oficial, donde su presencia se vuelve nota al pie o, directamente, silencio.

No fue un lapsus individual. Fue un gesto estructural. González no improvisó su intervención: leyó un texto. Y ese texto volvió a hacer lo que la academia ha perfeccionado durante décadas: nombrar a los mismos para repetir el canon como si fuera neutral, completo y natural. Así se produce una política del conocimiento basada en la exclusión por omisión: lo que no se enuncia no existe.

Fue desde ese malestar intelectual y político que surgió la necesidad de escribir esta columna. No solo para señalar la omisión —gesto necesario, pero insuficiente—, sino para recuperar una genealogía ensayística feminista y latinoamericana, y disputar el modo en que la academia sigue decidiendo qué formas de saber merecen existir con nombre propio.

Escribimos —entonces— como mujeres situadas en una tradición crítica e interseccional. Y lo hacemos para afirmar algo que no debería ser radical, pero todavía lo es: el ensayo es una forma legítima de producción de conocimiento, especialmente para las humanidades y las ciencias sociales. Y lo es, precisamente, porque abre un espacio donde la experiencia, el cuerpo, la vulnerabilidad y la voz situada pueden intervenir en lo público sin pedir permiso a las métricas.

Escribir-pensar situadamente     

El ensayo —cuando no se enmascara bajo ropajes académicos coloniales— nace encarnado: con cuerpo, con historia, con memoria. No se escribe desde “ninguna parte” ni desde la asepsia metódica de quien pretende observar el mundo sin tocarlo. Se escribe desde la experiencia vivida, desde las heridas, desde las preguntas que el mundo nos arroja.

Las figuras que la historiografía dominante omite son, justamente, quienes encarnaron radicalmente el pensamiento situado. Ellas no propusieron ideas abstractas, sino intervenciones: hablaron desde el aula rural, desde los márgenes del feminismo, desde la crítica cultural en dictadura, desde la disidencia epistémica. No esperaron que les otorgaran autoridad para pensar el mundo. Lo ensayaron.

Esta no es una diferencia estilística menor. Es una disputa sobre qué cuenta como conocimiento válido y quién tiene derecho a producirlo. Donna Haraway lo dijo con precisión: el “truco de dios” —esa mirada desde ninguna parte que simula objetividad universal— es una ficción política. Todo conocimiento está situado: emerge de un cuerpo, una memoria, un territorio, una experiencia histórica concreta. La ciencia moderna, sin embargo, construyó su autoridad ocultando precisamente esa encarnación, simulando que sus enunciados provenían de ninguna parte y, por tanto, valían para todas partes.

El ensayo desmonta ese artificio. No oculta la voz de quien escribe, no disimula su implicación afectiva y política, no finge neutralidad. Gabriela Mistral escribe sobre educación desde su experiencia como maestra en el Valle de Elqui, en Los Andes, en Punta Arenas, no desde un no-lugar que simula observar “el caso chileno”. Julieta Kirkwood piensa el feminismo desde su propia militancia, desde las tensiones con la izquierda partidaria y desde las conversaciones en los talleres de mujeres. Ese anclaje no les resta rigor: lo redefine desde otros lugares.

Lo que la academia llama “rigor” muchas veces es solo una forma de disciplinamiento. Como señala Silvia Rivera Cusicanqui, la ciencia moderna operó como dispositivo colonial que jerarquizó saberes, convirtió las epistemes no occidentales en “folclor” o “tradición” y legitimó la dominación mediante la producción sistemática de ignorancia sobre los pueblos colonizados. El ensayo desplaza esa frontera: no busca ser aceptado por los centros de acreditación del saber, funciona como contraarchivo. Escribe donde hubo silencio, nombra donde antes solo había sombras, disputa los relatos hegemónicos desde coordenadas situadas.

Rita Segato lo formula con claridad cuando habla de una “antropología de la demanda”: no es la academia la que define qué debe pensarse, sino los sujetos históricamente negados quienes interpelan y determinan qué preguntas importan. Esa inversión no es un matiz metodológico: es un gesto de insumisión epistémica.

Silvia Rivera Cusicanqui, desde su pensamiento ch’ixi —abigarrado, heterogéneo, irreductible a síntesis—, no busca reconciliar la diferencia: la mantiene en tensión para que la herida no se vuelva paisaje domesticado. María Lugones, al escribir desde la experiencia migrante, lesbiana, racializada, no pide entrar al canon: lo confronta desde su propia autoridad epistémica.

Nelly Richard ensayó una crítica cultural feminista en plena dictadura chilena cuando la universidad reprodujo pactos de silencio y canceló el pensamiento crítico. Sonia Montecino escribió desde el mestizaje alimenticio, doméstico, cotidiano, haciendo estallar la idea misma de “lugar legítimo de enunciación” al demostrar que la cocina también es un espacio donde se produce teoría. Diamela Eltit construyó una escritura que articula ficción, ensayo y testimonio para nombrar las violencias del neoliberalismo sobre los cuerpos precarizados. Ninguna de ellas esperó que la academia les validara el gesto: escribieron desde la urgencia política de intervenir en el presente.

Lo que estas pensadoras demuestran es que el conocimiento más relevante para nuestras humanidades y ciencias sociales no siempre nace de probar hipótesis mediante protocolos estandarizados, sino de narrar, interrogar, abrir, tensar, incomodar. El ensayo no renuncia al rigor: lo redefine. No abandona la verdad: disputa quién tiene autoridad para enunciarla y desde dónde. No rechaza la teoría: la encarna.

 El ensayo nace del gesto de pensar en voz alta, de explorar una pregunta sin la obligación de cerrarla en una conclusión definitiva.      

En América Latina, el ensayo no ha sido simplemente un género literario; ha sido una intervención pública, un lugar desde el cual intelectuales han disputado sentidos de nación, modernidad, democracia y justicia. Para las mujeres y disidencias que debieron ganarse el derecho a hablar en espacios que las excluían, el ensayo no fue solo un género: fue un refugio, una trinchera y una forma de existir en lo público. Permitió escribir desde el cuerpo sin necesidad de ocultarlo, desde la experiencia sin pedirle perdón a la teoría, desde las contradicción. 

Validar el ensayo como forma legítima de conocimiento es también una manera de democratizar la epistemología. No porque todos debamos escribir ensayos, sino porque no todo lo que merece ser pensado cabe en el formato que las instituciones han decidido premiar. Es recordar que la escritura situada no es menos válida que la despersonalizada, y que las mujeres que ensayaron el mundo desde sus propias coordenadas de existencia merecen ser nombradas como lo que son: intelectuales públicas con autoridad epistémica propia.

¿Acaso en 2025 aún debemos seguir recuperando las obras, las voces, las palabras, las trayectorias intelectuales y los nudos teóricos y prácticos de la producción cultural de las mujeres? Evidentemente no es (solo) contar por contar, incluir por incluir. Si es posible identificar linajes de pensamiento distintos —e incluso divergentes— en la producción intelectual de las mujeres es porque su trabajo ofrece una topografía riquísima para comprender(nos) mejor. Y dicha topografía está, a su vez, enredada con la producción de otras voces hegemónicas que, pareciera ser que hoy, siguen siendo masculinas y masculinizadas.