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El miedo ante el “fin del mundo”

Llamamos “Guerra Fría” al período que sucedió a la Segunda Guerra Mundial, un tiempo en que la paz se sostuvo en un clima de inseguridad, y en el que, mientras las potencias no se enfrentaban directamente, murieron entre 30 y 40 millones de personas. A pesar de que han pasado tres décadas desde su fin, la expresión no ha perdido vigencia, si entendemos que se trata de un orden en que la paz se funda directamente en el temor a la guerra. 

 

Por Sergio Rojas | Foto principal: Imagen de la película Dr. Strangelove 1964), de Stanley Kubrick, obra maestra sobre la locura nuclear.  

“Auschwitz no nos inocula contra Pakistán Oriental,  que a su vez no nos inocula contra Camboya,  o Camboya contra Ruanda”. 

—David Rieff 

Asistimos a un clima de “fin de mundo”, que no consiste simplemente en la destrucción material de este, por cierto, sino en la crisis o agotamiento de una forma de comprender el mundo. Me refiero a que existe una conciencia de que las ideas, los conceptos e incluso las palabras que nos permitían hegemónicamente ordenar la realidad al interior de un horizonte de mundo parecen haber agotado su coeficiente de sentido. Acompañamos, entonces, el uso de ciertos términos heredados de nuestra comprensión moderna del mundo con el gesto de un “entre comillas”. Pienso, por ejemplo, en palabras tales como “individuo”, “democracia”, “comunicación”, “información”, “verdad”, “vida privada” o “cultura”. También la simple diferencia entre “guerra” y “paz” se encuentra en esta condición. 

La noción de Guerra Mundial nos resulta desde hace un tiempo extrañamente familiar, y acaso sea precisamente ella la que expresa de mejor manera lo que hay de abrumador en lo mundial. El concepto se refiere a un conflicto bélico cuya magnitud compromete el orden del mundo. En este sentido, tres guerras marcaron el sangriento itinerario de la “historia” en el siglo XX: la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y la denominada Guerra Fría (1947-1989). El escritor británico George Orwell, en un artículo publicado en octubre de 1945 (“Usted y la bomba atómica”), fue el primero en utilizar la expresión “Guerra Fría” para referirse al período que vendría una vez terminada la guerra: un tiempo en el que la “estabilidad” dependería de que el mundo, como tal, fuera políticamente inconquistable dada la igualdad nuclear entre potencias políticamente hostiles. La expresión no ha perdido vigencia, si entendemos que se trata de un orden en que la “paz” se funda directamente en el miedo a la guerra; una lógica que parece no depender de propósitos humanos, allí donde el objeto último del poder es la totalidad

Kant sostenía, en el siglo XVIII, que la existencia de tratados o acuerdos de paz, como expresión de la racionalidad de los seres humanos, solo era posible en la medida en que los individuos temían a la guerra. Es decir, la posibilidad del conflicto era algo después de todo favorable debido a que los seres humanos, movidos por la necesidad de evitarlo, se encaminarían históricamente hacia la conformación, primero, de Estados nacionales y, luego, de una Federación Internacional de Estados (dado que la idea de un “Estado mundial” es algo que, según Kant, repugna a la razón). De esta manera, el filósofo parecía anunciar lo que siglos más tarde será la Organización de Naciones Unidas. De hecho, podría decirse que la existencia de la ONU se funda en esa misma confianza “kantiana” como bastión del humanismo en el marco de la conflictividad internacional. De ahí que Kant mencione la sabiduría que tuvo la naturaleza al haber “encerrado a la especie humana en una superficie esférica”. En sentido estricto, la confianza en la posibilidad de establecer acuerdos no es “optimismo”, sino la última frontera de la razón en la historia de esa figura esencial a la modernidad: el Estado nación. Kant no conoció la realidad de la guerra en la época en que el enemigo iba a transformarse en “una mancha en el radar”, y en que el arsenal atómico reunido de las potencias es capaz de destruir cien veces el planeta. Esta capacidad de destrucción excede la escala humana de cualquier propósito.   

Palestinos buscan supervivientes entre los escombros de un edificio del campo de refugiados de Nuseirat, en el centro de la Franja de Gaza, en octubre de 2023. Crédito:
Mahmud Hams/AFP

El concepto de complot, como lo expone la filósofa italiana Donatella Di Cesare, diferenciándolo tanto de la “conjura” como de la “conspiración”, da cuenta del modo en que se representa hoy el poder: “sin rostro y sin nombre, que domina en todo momento y lugar, que de ningún modo puede asirse”. El complot es la forma en que comprendemos el mundo, cuando el orden de las cosas no se deja gobernar políticamente, cuando al intentar comprender un acontecimiento nos remitimos a “estados de cosas” antes que a decisiones o propósitos particulares. El secreto abandona el poder. “¿No será que el secreto es que no existe el secreto, como tampoco ningún fundamento último?”, escribe Di Cesare. El “secreto” es que el poder no es “humano”. Por lo tanto, la democracia resulta ineficaz contra la violencia del poder cuando este no se puede “democratizar”; sería como intentar democratizar el “orden internacional”. Al mismo tiempo, la defensa de la democracia puede ser, paradójicamente, el discurso de autorización del poder cuando se trata de su ejercicio imperial (Kissinger recibió el Premio Nobel de la Paz en 1973). En 1972, Richard Nixon, entonces presidente de los Estados Unidos, señalaba: “Creo que el mundo será más seguro y mejor si Estados Unidos, Europa, la Unión Soviética, China y Japón son fuertes y sanos, y se equilibran mutuamente y no se enfrentan entre ellos, un equilibrio igualado”. Se trata, como sabemos, del Principio de Destrucción Mutua Asegurada. Esta representación geopolítica del mundo, protagonizada por las potencias mundiales, arroja invisibilidad sobre las violencias contenidas en los procesos particulares que acaecían bajo ese estado de no agresión en el que habría consistido la Guerra Fría. Entendida de esta manera, la paz se sostiene en un clima de miedo e inseguridad mundial. El periodista Jon Lee Anderson se ha referido al eufemismo de esta expresión, pues en esas tres décadas y media, mientras las potencias no se enfrentaban directamente, murieron entre 30 y 40 millones de personas. 

¿Cómo es que después de esas tres guerras mundiales no se extinguió el sentido mismo de un “mundo”? Haciéndose cada vez más evidente que el establecimiento de una paz duradera depende de que esta sea mundial, ¿no queda manifiesta su imposibilidad? Cabe preguntarse si acaso el conflicto ha sido inherente al proceso mismo por el cual llega a existir eso que denominamos lo “mundial”. El sentido que tiene para nosotros la idea de mundo —no reducido a la simple materialidad esférica del planeta—, como un orden u horizonte de sentido, tiene su origen en el siglo XVI con los viajes de exploración y de relaciones comerciales que fueron generando un proceso de progresiva globalización (es decir, de interdependencia) irreversible. La historia moderna del mundo comienza, pues, con la historia de lo que es hoy la globalización. Pero a este proceso material le correspondía, en otro plano, un proceso universal de sentido, capaz de articular la multitud de particularidades y diferencias emergentes desde los “nuevos mundos”. Nociones tales como Sujeto, Humanidad y Universal fueron fundamentales. Como señala Giacomo Marramao: “mientras la mundialización evoca de inmediato temas e interrogantes clásicos de la filosofía de la historia, la globalización parece ante todo asunto de cartógrafos y navegantes”. No resulta descaminado decir que esta es hoy asunto de empresas multinacionales, redes de información e inteligencia militar.  

Como señala Jean-Luc Nancy, “un mundo no es mundo más que para quien lo habita”. Siendo la mundialización una dimensión esencial del imaginario occidental que hace posible habitar esa facticidad de magnitudes irrepresentables que es la globalización, resulta hoy innegable que el proceso de globalización —atendiendo tanto a sus realizaciones como a sus destrucciones— desborda el continente de sentido que era el mundo. Este como lugar de arraigo de la existencia humana no puede coincidir materialmente con el planeta. Lo que hoy se anuncia como el “fin del mundo” correspondería al colapso de esa forma hegemónica de comprender y percibir la realidad que se constituye con la modernidad. Tenemos presente que la historia del progreso ha sido también la historia de colonialismos, invasiones, imperialismos y dictaduras de distinto tipo. El fin del mundo sería, pues, el fin de una época; más precisamente: el agotamiento de la época del mundo. Este agotamiento corresponde al tiempo del “entre comillas” en el que nos encontramos ahora.  

Lo anterior, asociado habitualmente a un clima de escepticismo, ¿no debiese inaugurar un tiempo de mayor tolerancia, flexibilidad, aceptación de las diferencias, debilitamiento de las identidades culturales? Lo que sucede, sin embargo, es todo lo contrario. Vivimos en un tiempo de creciente hostilidad e inhospitalidad, de proliferación de comunidades autoinmunitarias contra “el otro”, de proliferación de las fronteras. En el 2011 el antropólogo Alejandro Grimson sostenía que “la reducción de las distancias implicada en la tecnología incrementa la visibilidad de las fronteras culturales. Cuanto más se ha reducido la distancia física, cuanto más se ha intensificado la comunicación directa y massmediática, más han aumentado las distancias simbólicas, culturales e identitarias”. ¿Explican estas supuestas diferencias “culturales” el odio en nuestro tiempo? Un elemento que se suma a la emergencia mediática de las “diferencias culturales” es el actual fenómeno de las migraciones. En el 2018, la cantidad de migrantes en el mundo se calculaba en 258 millones. Según el Informe de las Migraciones en el mundo 2024 de la ONU, existen en este momento 281 millones de migrantes internacionales. Esta situación, sumada a la actual crisis energética (por primera vez realmente mundial) y la amenaza de un conflicto nuclear que ha vuelto a estar presente, provoca en el mundo un clima de miedo e inseguridad permanentes.  

Migrantes de Turquía, Jordania, Guatemala, Nicaragua, China, India y Colombia esperan ser procesados por agentes de Aduanas en California, tras caminar desde México hacia Estados Unidos el 5 de junio de 2024. Crédito: Frederic J. Brown/AFP 

Se ha naturalizado la expresión “política del miedo” para dar cuenta de la manipulación que gobiernos y líderes autoritarios hacen de la información y los estados de alarma en la población con el objetivo de producir formas de cohesión ciudadana bajo la identidad del Estado nación. ¿Es el miedo en política una emoción natural? Corey Robin (autor de El miedo. Historia de una idea política) establece la diferencia entre un “miedo horizontal”, que consiste en el miedo a un enemigo externo, y el “miedo vertical”, que se da al interior de la sociedad, el miedo de los subordinados respecto de sus superiores. Planteado de esa manera, el miedo parece ser una emoción que resulta imposible de erradicar del todo. ¿Cuándo sucede entonces que el miedo se transforma en algo definitivamente perjudicial? Si consideramos que en el horizonte de la modernidad la tarea principal del Estado es evitar hasta donde sea posible el miedo de los individuos en sus distintas formas (miedo al desempleo, a la injusticia, a la vejez, a la indignidad, etc.), una cuestión fundamental es en qué circunstancias esta emoción puede transformarse en un recurso de la política. Esto sucede cuando el miedo se convierte en impotencia, es decir, cuando el individuo se entrega a la “orientación” de un poder superior que le hace saber no solo qué debe hacer, sino a qué o a quién debe concretamente temer; quién es “el otro”.  

Aquella impotencia es algo que se hace sentir en los individuos, y ningún líder político pretende “representar” ese pathos de fragilidad ante la intemperie sin utilizarlo en favor de su potencia de gobernanza. El proceso general de secularización, como efecto de procesos globales de modernización y aceleración, no implica en sí mismo un clima de intemperie si no va asociado a circunstancias estructurales de desigualdad e indefensión. Me refiero a que hay que preguntarse en qué medida la estatura “culturalista” que adquieren los conflictos son resultado de malas decisiones políticas o directa manipulación de memorias identitarias. El evidente aumento de la xenofobia ante los flujos migratorios internacionales masivos ha de llamarnos la atención. ¿Cómo es que en un planeta económica e informáticamente globalizado las fronteras culturales parecen no solo mantenerse, sino incluso fortalecerse? 

Hacia fines del siglo XX, Samuel Huntington propuso la tesis del “choque de civilizaciones”, según la cual lo medular de los conflictos en el nuevo orden mundial, post-Guerra Fría, no sería de carácter ideológico o económico, sino cultural. ¿Se trata efectivamente del “retorno” de diferencias culturales irreconciliables? La cuestión amerita detenerse en ella. En este espacio me limito a enunciar la hipótesis de que una violenta demarcación entre “nosotros” y “los otros” no es en sí misma cultural, sino todo lo contrario: un efecto del miedo a la intemperie que implica el “fin del mundo” (conocido), fortaleciendo la dimensión policial y militar del Estado. 

Lo anterior nos plantea la pregunta por el lugar del Estado en nuestro tiempo. La actual conflictividad en el territorio de las relaciones internacionales nos remite justamente a la figura ausente de ese Estado mundial que, de acuerdo con Kant, repugna a la razón humana. Me refiero a que cuando atendemos al régimen internacional de la violencia, se nos viene la imagen de un territorio donde no existe el Estado (mundial). Esto no significa que este debiese existir, sino que, en ausencia de un “sheriff”, la guerra opera como una categoría sin la cual no es posible concebir el orden internacional, donde la inteligencia militar es un factor determinante. Se impone el principio de la eficacia por sobre el de la justicia. La pregunta “¿quién domina el mundo?” —el título de un libro de Noam Chomsky— nos señala ella misma la dirección de la respuesta, pues da cuenta de lo que he denominado el clima de “fin del mundo”. Chomsky concluye en su libro que la cuestión de fondo es ¿qué principios y valores gobiernan el mundo? Paradójicamente, responderíamos a esto diciendo: democracia representativa, libertad de información, Derechos Humanos, seguridad, autonomía, para luego agregar las consabidas comillas. ¿Por qué? Pues, porque ante cada conflicto que estalla en el mundo, el poder esgrime alguno de estos principios como legitimación del imperativo de eficacia.  

¿Cuál es la reacción de los individuos frente a la violencia que parece inherente al “orden mundial” en la fase actual de la historia? Ante la magnitud de los conflictos, ¿estamos de antemano reducidos a la condición de impotentes espectadores? Como ha demostrado Wendy Brown, la proliferación de muros de todo tipo (cuyo sentido último es una prohibición que cae sobre la existencia del “otro”) ya no corresponde al ejercicio de la soberanía del Estado nación, sino que expresa su progresivo debilitamiento. El Estado ya no logra contrarrestar el sentimiento de inseguridad en la fase actual del neoliberalismo. Si el Estado individua para gobernar, el miedo clausura lo humano en la fragilidad de esa individuación. Como observa acertadamente Agamben: “La tarea primordial de los gobiernos parece haberse convertido en la difusión generalizada entre los ciudadanos de un sentimiento de inseguridad e incluso de pánico, coincidente con una compresión extrema de sus libertades, que precisamente en esa inseguridad encuentra su justificación”. Domiciliarse en la impotencia es la antesala del miedo y, luego, del odio, cuando la única “salida” es la identificación del chivo expiatorio. Entonces la interioridad de los individuos se transforma en la madriguera del racismo, del sexismo, del clasismo. 

Comprender la prepotente relación entre miedo y odio puede ser el primer paso hacia un mundo distinto a este que ha llegado a su fin.