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El olvido contumaz de las universidades regionales

Resulta indispensable reconocer la necesidad imperiosa de avanzar en el establecimiento explícito de una política de Estado de cohesión y desarrollo regional del talento, con sus respectivos instrumentos y recursos, para generar mejores oportunidades en todos los territorios. Esta política de Estado debería asimismo ampliar los distintos instrumentos para promover la atracción y retención de capacidades técnicas, profesionales y científicas ligadas a los ejes de desarrollo regional.

Por Aldo Valle | Fotografía: Agrupación de Universidades Regionales

En un país en que se ha extendido tanto el uso del sustantivo “universidad”, la heterogeneidad de sentidos que se puede atribuir al mismo parece ya no reconocer límites. En Chile se ha llegado a denominar como “universidad” la simple contratación de docencia y su prestación mercantil, sin que medie alguna otra relación de los docentes entre sí o de éstos con sus estudiantes o con la institución respectiva. Sin embargo, cuando hablamos de universidades regionales, en ningún caso ello debemos entenderlo como una calificación menor de su complejidad y de su misión como centros del pensamiento, la ciencia y la cultura. Por el contrario, podrán aportar de mejor manera a sus regiones en la medida en que puedan desarrollar las tareas de docencia de pre y postgrado, investigación y extensión, ojalá en diversas disciplinas, en el mejor estándar de calidad que se hace a nivel nacional. El atributo “regional” remite de modo necesario y más directamente a una función pública que el Estado no puede desconocer a la hora de establecer políticas públicas en Educación Superior, pero también cuando se propone llevar adelante objetivos de descentralización y de desarrollo equitativo de las regiones. En dicho contexto las universidades regionales deben, como parte de su misión pública, asumir una genuina vinculación con el medio externo, con las economías regionales, con su sector productivo, con los entornos socioculturales y las demás instituciones que integran las comunidades en que se hallan insertas.

Las regiones no son sólo unidades geográficas, económicas o administrativas, son ante todo comunidades sociales, políticas y culturales que requieren de la universidad para su desarrollo más pleno e integral. Por lo mismo, debemos detenernos en la idea de que la universidad debe ser parte de la esfera de deliberación pública. Su contribución a tal deliberación consiste precisamente en crear condiciones para la formación de intelectuales públicos y científicos comprometidos con la integridad de la ciencia y el uso público de la razón, algo distinto –claro– de managers o mandarines, tecnócratas o ideólogos, y por tanto no puede ser objeto de propiedad como cualquier otro bien de utilidad económica. En este sentido, el Estado debe apoyar a todas las universidades que están en condiciones y opten por ser parte de esta específica función pública que corresponde a las universidades regionales. Por la misma razón, la universidad, sea pública o privada, debe ser un lugar para debatir y cuestionar todo aquello que acontece en su entorno, porque no hacerlo es también una forma de instrumentalizar la universidad a favor de un determinado statu quo. En ese mismo acto la universidad, sabemos, deja de ser tal y se adscribe a proyectos particulares que no pueden reclamar para sí la agencia de una función pública.

Las desventajas que fija la política pública

Corresponde preguntarse sobre el rol y desafíos que se propone servir la universidad al desarrollo del país y especialmente de su región, pero antes cabe preguntarse por las condiciones en que estas universidades deben llevar a cabo sus actividades.

Las mismas inequidades, ya conocidas por todos, entre Santiago y regiones, se reproducen entre las universidades y sus comunidades académicas, las que a su vez debilitan la calidad de las capacidades científicas y profesionales en regiones y favorecen procesos de concentración territorial. Las universidades regionales no disponen de recursos para conformar sólidos planteles de investigadores que les permitan impactar de modo más pertinente en los desafíos territoriales. Asimismo, el mayor costo de vida familiar y menor oferta de servicios dificulta retener y atraer académicos que ayuden a ofrecer similares niveles de calidad en todas las regiones.

Por otra parte, el financiamiento vía “voucher” de la docencia de pregrado como política para todo el sistema de Educación Superior, sin hacer discriminación o matiz alguno, facilita la emigración de estudiantes talentosos a la capital. La estructura del financiamiento público a las universidades no considera los mayores costos relativos que tiene la docencia en regiones, dificultando ofrecer similares niveles de calidad a lo largo del país. El cálculo de aranceles de referencia se basa preferentemente en indicadores de productividad científica o desde expectativas remuneratorias, y no considera la condición socioeconómica de los estudiantes. No incorpora el mayor costo de vida en regiones, ni la distorsión de incluir ingresos nominales y no reales en aquellas con fuerte actividad minera como Antofagasta, Atacama y otras. La asignación de gratuidad cubre sólo la duración formal de la carrera, castigando a estudiantes que de acuerdo a la estadística tardarán en su mayoría dos años más en titularse. Esto se produce con mayor evidencia en las regiones por las mismas razones ya señaladas, que dicen relación con la formación que el sistema escolar entrega a medida que nos alejamos de los mayores centros urbanos del país.

En definitiva, las políticas públicas no compensan el aporte de las universidades a la descentralización del país ni a la integración de grupos socio-territoriales marginados de los procesos de desarrollo. Las universidades en regiones con menor población tienen cursos con baja matrícula que derivan en mayores costos unitarios por estudiante y, en general, en menores economías de escala. Las universidades apoyan las políticas públicas de inclusión, promoviendo el ingreso de estudiantes de origen campesino, indígena o áreas de rezago social, lo que implica diseñar e implementar iniciativas adecuadas a esos grupos sociales y territorios.

La igualdad de trato que discrimina

Luego de ese diagnóstico, es del todo necesario preguntarse si las universidades regionales están en condiciones de acometer estas tareas. Básicamente, desde el punto de vista de la institucionalidad no encontramos regulación alguna que beneficie o que distinga a estas universidades de sus pares metropolitanas. La única diferencia para la legislación y para el Estado y sus políticas públicas es que se hallan ubicadas en regiones.

A partir del imaginario mercantil o economicista dominante, que concibe a todos los individuos en las mismas condiciones y sólo diferenciados por la elección racional que hagan o la disposición a pagar, las instituciones universitarias son tratadas como si fueran todas iguales, como si se desempeñaran en los mismos ambientes económicos, condiciones de mercado, concentraciones urbanas u otras simetrías relevantes. La legislación y las políticas públicas del sector establecen una institucionalidad sobre universidades que hace abstracción de las particularidades, limitaciones y necesidades que tienen, atendiendo a los territorios y las comunidades en que están inmersas las universidades regionales.

Por todo lo anterior, resulta indispensable reconocer la necesidad imperiosa de avanzar en el establecimiento explícito de una política de Estado de cohesión y desarrollo regional del talento, con sus respectivos instrumentos y recursos, para generar mejores oportunidades en todos los territorios. Esta política de Estado debería asimismo ampliar los distintos instrumentos para promover la atracción y retención de capacidades técnicas, profesionales y científicas ligadas a los ejes de desarrollo regional. En definitiva, se requiere de un cambio en los indicadores para asignar los recursos del Estado a las instituciones universitarias regionales, especialmente en las de carácter estatal de zonas extremas, pues de no hacerlo, una vez más se perderá una oportunidad clave para que la Educación Superior contribuya de manera más pertinente y eficaz al desarrollo nacional y regional.