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La caída del Muro de Berlín y las preguntas abiertas de la izquierda

La pregunta abierta que dejó la caída del Muro de Berlín a fines del siglo XX y las demás crisis y derrotas de la izquierda en la segunda mitad de ese siglo es cómo reconstruir alternativas de cambio estructural que además de su valor ético y democrático, parezcan viables y confiables a las mayorías de la población.

Por Azun Candina / Ilustración: Alison Gálvez

En Del inconveniente de haber nacido, Emil Cioran escribió: “dice el Zohar que ‘en cuanto apareció el hombre aparecieron las flores’. Más bien creo que estaban ahí desde mucho antes, y que su llegada las sumió en un estu­por del cual todavía no se han recuperado”. Tal vez algo parecido le ocurrió a la izquierda a fines del siglo XX, y particularmente a partir de eventos como la caída del Muro de Berlín.

Se olvida a menudo, en estos tiempos, que el sueño revolucionario de la modernidad no fue sólo una discusión de intelectuales sobre marxismo, o las luchas internas y externas de los partidos políticos por la toma del poder. La revolución como horizonte se parecía a la Arcadia Feliz o al reino de Dios en la tierra de los milenaristas medievales; era el paraíso como lo imaginan los pobres, con largas y generosas mesas cubiertas de comida, con ríos de leche y miel, con poderosos despojados de sus galas y pastores li­berados de la servidumbre. Una sociedad sin ricos ni pobres, sin palacios para unos pocos y hambre para la mayoría, un mundo donde quien trabajara con sus manos no tuviese que doblar la cerviz frente a las manos ociosas de quienes vivían de su trabajo. En nombre de ese sueño, todo sacrificio cobraba sentido y se justificaba; por ese mundo sin miseria y sin amos valía la pena dedicar la vida y la muerte, tomar la plu­ma y el fusil y sumarse a la batalla contra el capital, la propiedad privada y el Estado burgués.

Entre esos sacrificios y las imágenes y poéticas de esos sacrificios, no estaba, evidentemente, que el pueblo de un país celebrara la caída de un muro que supuestamente protegía al socialismo del capitalismo, ni que ese pueblo cantara y llorara de emoción en las calles por ello, y que a ese derrumbe feliz se sumara empujar las estatuas de Lenin al suelo y atesorar pedacitos del muro como reliquias de un final deseado. La caída del Muro de Berlín de 1989, como las protestas de los estudiantes chinos en Tiananmen ese mismo año y el posterior colapso político de la Unión Sovié­tica, eran aquello que no debía ocurrir, aquello que contradecía una lucha casi centenaria por la construcción del socialismo.

Se abrió allí, creemos, una grieta que no se ha cerrado, y que sigue influen­ciando la política global hasta hoy: esa grieta fue la muy profunda duda (y para algunos, certeza) de que las revoluciones socialistas eran incapaces de sortear los dos grandes peligros que las acechaban. El primero, la destrucción desde afue­ra, es decir, los golpes de Estado para ahogarlas en su cuna, como ocurrió en Chile en 1973. El segundo, la destrucción desde dentro; la personalización del poder en un líder in perpetuum y su co­rrespondiente camarilla de burócratas y de defensores acrí­ticos, que fue lo ocurrido en la RDA y que culminó con esa contradictoria, en apariencia, alegría de un pueblo derrum­bando un muro socialista. La caída del Muro de Berlín, aun con toda su espectacularidad orquestada y su triunfalismo exagerado, no fue, realmente, la derrota. La derrota ya ha­bía ocurrido: una revolución que necesita amurallarse para sobrevivir ya dejó de ser el sueño de igualdad y libertad que alguna vez fue. La caída del muro fue, en un año y día espe­cífico, la constatación final de ese fracaso.

Esas caídas por la fuerza externa o por el anquilosamien­to y autoritarismo interno no solamente provocaron crisis puntuales y cambios políticos en cuanto a quienes estaban en el poder y quienes los reemplazaron, sino que ensombre­cieron lo que podría definirse como el horizonte de sentido de la izquierda. Las organizaciones y los partidos de izquierda siguieron existiendo, por cierto, y también las poéticas revo­lucionarias: no se deja de creer, como no se deja de amar, de un día a otro, aun cuando el objeto de esa pasión ya no esté allí. Pero se gestaron, a fines del siglo XX, dos fenómenos que llegan hasta hoy. Por una parte, la historia revolucionaria, con todos sus sacrificios y heroicos combates, dejó de ser el camino para alcanzar ese paraíso de los pobres con mesas generosas y para todos y que necesariamente iba a llegar, y se transformó en memoria. Es decir, en el reservorio ético y político de la izquierda y las izquierdas, en aquello que no pode­mos olvidar y que debemos revisitar si queremos retomar la lucha contra modelos desiguales y despiadados de sociedad. En segundo lugar, se instaló la pérdida de fe de mayorías sociales en que una revolución anti capitalista efectivamente traería bienestar y felicidad, y no terminaría en un baño de sangre y represión, o en una dictadura amurallada. Esa pérdida de fe colaboró en la resignación hacia un capitalismo liberal y global triunfante, y en el con­vencimiento —alegre para algunos, y doloroso para otros— de que sólo nos quedaba adaptarnos a ese mundo, porque ninguno mejor era posible.

Si hay un desafío para las izquierdas del siglo XXI, si se abre una puerta para remontar la dolo­rida perplejidad de esos fracasos del siglo XX, es encontrar la manera de rodear o neutralizar ambos riesgos. El discurso crítico hacia el neoliberalismo no basta: siendo francos, la mayoría de las perso­nas sabe que vive en un sistema desigual por defi­nición, pero muchos terminaron temiendo más a un cambio de sistema que a esa desigualdad y esas injusticias cotidianas. La pregunta abierta que dejó la caída del Muro de Berlín a fines del siglo XX y las demás crisis y derrotas de la izquierda en la segunda mitad de ese siglo es cómo reconstruir alternativas de cambio estructural que además de su valor ético y democrático, parezcan viables y confiables a las mayorías de la población. Quizás el horizonte revo­lucionario reconvertido en memoria revolucionaria tenga en ello un papel relevante, pero no como la sola recordación y valoración periódica de ciertos hechos, sino la memoria como ejercicio reflexivo y creador de realidad que nos permite desmenuzar esas derrotas y sus motivos, y también recordar que si no fuera por ese horizonte deseado y esos sueños y luchas del siglo XX, lo que todavía tenemos, lo que sobrevive de respeto a las personas y las y los trabaja­dores, la posibilidad de criticar y rebelarse e incluso de defender esa memoria, tampoco existirían.