El rector de la Universidad de Chile cree que la pandemia y la crisis social son una gran oportunidad para que la sociedad chilena delibere sobre el futuro de sus universidades. Confía en que desafíos como terminar con las desigualdades y “salir del subdesarrollo” puedan reencauzar un debate dominado por quién se lleva cuánta plata. Y piensa en grande el rol que la Chile puede jugar después del plebiscito, contagiando al país con “la idea de atreverse a ver como factible y necesario un nuevo modelo de sociedad”.
Por Francisco Figueroa
Mientras la pandemia ha puesto en vilo a un sistema de educación superior que depende del pago de aranceles y de competir por vouchers, la crisis social plantea difíciles preguntas sobre el papel de sus instituciones en la reproducción de desigualdades. Fiel a su estilo, el rector de la Universidad de Chile enfrenta estos temas evitando el reproche. Prefiere concentrarse en lo que se puede sacar en limpio: la necesidad de revalorar lo público y de transitar a una sociedad del conocimiento. A días de proponer la creación de un centro de producción de vacunas en el Parque Académico Laguna Carén y ad portas de dar a conocer los resultados de la Propuesta de Acuerdo Social que impulsó tras la crisis del pasado octubre, Vivaldi siente que las contribuciones hechas en pandemia por la universidad que dirige son los mejores argumentos para defenderla.
Suele decir en sus intervenciones públicas que la pandemia nos recordó nuestra interdependencia. ¿De qué modo ese diagnóstico ha permeado el ejercicio de su rectoría?
—Que hay situaciones que no pueden ser vistas a un nivel atómico, sino que sólo tienen sentido si se miran en su globalidad, es la gran lección que le deja la pandemia a un país que se había querido olvidar de eso. Y si tú ves las tres áreas de la salud en las que esta universidad ha hecho un aporte extraordinario, la salud mental, la atención primaria y las políticas comunicacionales, las tres son áreas que van más allá de la medicina del individuo, tienen que ver con la medicina comunitaria. ¿Con qué infraestructura contábamos en Chile en marzo de 2020? La respuesta es: con un terrible desinterés de décadas por la salud comunitaria, mental y, desde luego, por dar comunicaciones limpias a la población. No se trata de atacar o defender las políticas de salud frente a la pandemia, mucho más importante para el futuro de Chile es que reflexionemos sobre las grandes falencias estructurales del sistema que estaban allí en marzo.
Las universidades públicas y la de Chile, especialmente, han realizado una labor crucial contra la pandemia: secuenciando el genoma del Covid-19, modelando la evolución de los contagios, desarrollando tecnologías para diagnóstico y tratamiento, levantando información sobre los impactos de la pandemia. ¿Es coherente el trato que les da el Estado con la función estratégica que están cumpliendo?
—No, porque hay un tema político de fondo: no tiene sentido apoyar a las universidades de investigación o complejas a menos que uno quiera cambiar el modelo extractivista chileno. Recién cuando uno dice “quiero pasar a una sociedad del conocimiento” hace sentido. Y por distintos motivos fueron brutalmente combatidas, por eso el mérito de la Universidad de Chile tienes que multiplicarlo por mil. Hay toda una tradición que lo explica y gran parte del proyecto de los Chicago Boys para la educación terciaria se les fue para atrás porque no lograron un paso clave: quitarnos el nombre. Era meterse con la historia del país. Y ahora tú lo ves en plena pandemia, la Universidad de Chile es un referente impresionante para los chilenos, de confianza, de pluralismo, de inclusión.
Pero la masificación de la educación superior chilena lleva el sello de la segmentación social y la conducen instituciones de baja o nula complejidad. ¿No es eso parte del problema que estalló en octubre y del hecho de que estemos esperando que otros países desarrollen la vacuna contra el Covid-19?
—Por supuesto, pero eso tiene que ver con que hay mucha gente que en su fuero íntimo está convencida de que no tiene sentido proponerle a Chile otra estructura económica. Para la que actualmente tenemos, no necesitas mucho conocimiento ni investigación, es una mala inversión. Pero cuántos ejemplos no hay de países pequeños que han hecho grandes rupturas en la producción de conocimiento y tecnología, o en tener mejor atención en salud y educación que países más avanzados. En la educación, creo que hubo una connivencia con quienes vieron en la ampliación de la educación un gran negocio. Pero es totalmente falso que los estudiantes eligen entre modelos de educación que compiten. La gente entra a la universidad que percibe como mejor. Estadísticamente, no hay nadie que, pudiendo entrar a Medicina en la Chile, la Católica o la Usach, prefiera otra universidad. A tal punto, que se cayó sin pena ni gloria el Aporte Fiscal Indirecto. En Chile se obliga a los jóvenes pobres a endeudarse para entrar a universidades que no quieren, a seguir carreras de las que probablemente no se van a recibir y, si lo hacen, no van a poder ejercerlas.
Tener pocas plazas en universidades complejas nos pone en aprietos frente al desafío de repensar el desarrollo. ¿Puede la sociedad dar esa discusión con la universidad compleja en una situación de menoscabo?
—Claramente, si tú quieres salir del subdesarrollo o plantearte una vía para alcanzar un nivel económico que te permita mantener en situación de mayor igualdad a la población, vas a tener que depender de la universidad. Lo primero es hacer una educación en todos los niveles que permita que los talentos se puedan desarrollar. Es una paradoja que en una sociedad que se llama la quintaesencia del liberalismo los individuos no tengan la posibilidad de desarrollar sus potenciales como personas. No cabe duda también de que hay que transformar la forma como la universidad aborda los problemas, por eso es cardinal introducir el concepto de transdisciplinariedad. Temas como el medio ambiente no se resuelven profundizando una disciplina, sus desarrollos han sido formidables, pero necesitamos hibridar conocimientos. Necesitamos alejarnos un poquito de estos silos del conocimiento que, en el caso de la Universidad de Chile, llegan al extremo de que sus facultades están separadas geográficamente. ¡Las personas que podrían beneficiarse del diálogo de conocimientos no tienen dónde ir a tomarse un café juntas! La Universidad de Chile tiene esa paradoja. Hay pocas universidades en el mundo tan vinculadas con la vida real del país. Pero tenemos este modelo napoleónico de un vínculo muy firme a la profesión misma, que te impide mayor interacción. Y creo que Carén busca justamente superar eso.
La conversación sobre el desarrollo suele girar mucho en torno al cobre y poco en torno a las personas y su conocimiento. ¿Será que a las universidades públicas les corresponde ampliar esa conversación?
—Por supuesto, en primer lugar, desarrollar conocimiento conforme a los territorios. Necesitas una investigación y un trabajo vinculado a cada una de las regiones. Y, en segundo lugar, abrir caminos que hoy día no están. Encontrar nuevas economías de producción y de la industria de servicios, ser capaces de hacer otras cosas fuera de lo extractivista y tener una sociedad del conocimiento. La Universidad de Chile está entre las diez primeras universidades latinoamericanas del ranking de Shangai. El estado de Sao Paulo tiene tres universidades, destinando proporcionalmente más de cuatro veces a investigación científica lo que destina Chile. Prácticamente lo mismo México y Argentina. Es desconcertante lo nulo que entregamos a investigación. El de Ciencias es un ministerio prácticamente sin presupuesto, los recortes son impresionantes.
¿Prefiere una Chile empinada en esos rankings, pero sola, o una un poquito más abajo pero más acompañada de otras universidades chilenas?
—No es por tener una respuesta diplomática, pero yo creo que no son cosas contradictorias. El tema es cómo tú colaboras, y si una cosa ha ganado mucha fuerza entre las universidades estatales es que la colaboración nos favorece a todas, a diferencia de la competencia, que nos limita. Claro, ha habido históricamente visiones más elitistas en la Universidad, pero yo diría que eso ya no existe. Y esto se ha discutido extensamente en todo el mundo, hay un consenso entre los expertos que han estudiado las universidades de que muchos de los valores que están en juego en el sistema universitario son contradictorios con los sistemas que pueden ser exitosos en el desarrollo de, digamos, neumáticos. Por lo tanto, si hay un sistema fuerte de universidades estatales, vamos a ser una mejor Universidad de Chile.
El Cruch ha hecho en lo que va de año un gasto adicional de 16 mil 500 millones de pesos para mantener las clases a distancia, ha dejado de recibir casi 80 mil millones por concepto de aranceles y proyecta un déficit para fin de año de 114 mil millones. ¿Pueden las universidades cumplir un rol estratégico si están tan ocupadas de sobrevivir?
—Yo me resisto a esta idea de las universidades como stakeholders, donde cada uno tira de su propia cuerda para llevarse el máximo. Es el país el que debe definir si queremos o no queremos mejores universidades por tal o cual motivo. Una gran definición que debemos tomar a partir de esta pandemia es si queremos o no tener universidades que impulsen el desarrollo del conocimiento. Uno puede considerar que esta es una magnífica oportunidad para decir “la universidad no es lo más importante porque hay muchos desempleados y hay que invertir todo en crear nuevos empleos”. Bueno, no sé si es posible a largo plazo crear nuevos empleos si uno no tiene universidades funcionando. En Europa, después de la crisis subprime, estaban muy mal económicamente y, sin embargo, la decisión que toman, lejos de podar los presupuestos de las universidades, fue fortalecerlos.
¿Y es capaz una universidad de hacer frente a desafíos complejos si su subsistencia depende del pago de aranceles?
—Que el voucher sea el mecanismo para financiar universidades estatales es de una ridiculez que no tiene nombre. Una consecuencia de esa política es que las universidades estatales no pueden aumentar sus matrículas como quieran, porque estarían ellas mismas fijando la plata que el Estado les va a transferir. Eso te trae a situaciones maravillosas. Por ejemplo, médicos y enfermeras no se van a vivir a Atacama. La única forma de solucionar los problemas de salud de Atacama es permitir que los atacameños estudien carreras de la salud. Pero ocurre que tienes una ley que le prohíbe el Estado aumentar en más de 2% la matrícula de sus propias universidades. Bueno, en Chile alguna vez se dijo que las universidades estatales que no tuvieran un cierto nivel de calidad no iban a recibir financiamiento. El chiste más fantástico, porque, ¿quién es responsable sino el propio Estado si una universidad estatal está mal? Castigar a la universidad es como, en un hospital público que es malo, comenzar a cobrarle a los enfermos.
¿Dónde debiera entonces concentrar sus esfuerzos la defensa de las universidades públicas en una nueva Constitución?
—Lo esencial es revalorar la investigación, la ciencia, las humanidades y las artes. Lo segundo, distinguir lo público de lo privado y entender que existe un ámbito para cada uno, que no significa beneficios ni perjuicios económicos para ninguno de los dos sectores en su totalidad, pero sí una relación del Estado con sus universidades. Un ejemplo que para mí es obvio: los sistemas de salud regionales tienen que desarrollar proyectos de salud propios, con las particularidades que tiene esa región. Ahí la universidad estatal tiene que jugar un rol de sinergia con el sistema de salud público. No puedes seguir viendo la relación entre el servicio de salud y las universidades como que el servicio tiene un bien, los pacientes, que puede licitar entre las universidades, como se hace ahora.
¿Entonces poner en práctica una nueva Constitución implica volver a hablar de reforma a la educación superior?
—Sí, yo creo que gran parte de las razones que se adujeron para no tomar las medidas correctas se daban precisamente por ciertos conceptos constitucionales, notablemente, esta idea de la educación no como un derecho, sino como un ámbito de transacciones y proyectos individuales. Por lo tanto, repensar el vínculo entre el Estado y las universidades públicas, las especificidades que tienen, y el proyecto de país que queramos hacer en cuanto al desarrollo de las ciencias y las tecnologías, las artes y las humanidades, es central. Todo lo que hemos aprendido en cuanto a desigualdades del estallido y de la pandemia tiene que ser aplicado ahí.
La Universidad de Chile realizó varios encuentros tras la crisis social y su comunidad se manifestó a través de un plebiscito a favor de una nueva Constitución. ¿Qué rol le cabe a contar del 26 de octubre?
—Creo que va a jugar un rol clave en la idea de atreverse a ver como factible y necesario un nuevo modelo de sociedad. Chile es uno de los casos más extremos que yo conozco de haber tomado una concepción ideológica como una verdad absoluta, en una epistemología mucho más parecida a la de la geometría o la matemática que a cualquier ciencia empírica, en la que partes de la base de axiomas. Axioma uno: lo privado es mejor que lo público. Axioma dos: la gente se esfuerza y se preocupa sólo cuando está en juego su interés individual. Y así sucesivamente, hasta que de ese conjunto de axiomas vas construyendo una sociedad y te queda este engendro en el cual estamos y que tiene un estallido. Yo no lo desacredito a priori, pero el drama es que no ha sido conversado ni discutido. El verdadero problema que ha tenido el país es que este fue un comando tácito, como dicen los psiquiatras, no ha tenido chance de ser cuestionado.