Nos hemos acostumbrado a convivir con el horror y el morbo, vueltos moneda corriente por los algoritmos. Pero esas imágenes escabrosas que circulan son signos de alerta ante un horizonte en que lo despiadado tiende a normalizarse. Frente a esto, se hace necesario pensar en nuestros límites emocionales y afectivos.
Por Rodrigo Zúñiga | Foto: Jeremie Richard/ AFP
Entre quienes frecuentamos muchas horas al día las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea, el umbral de tolerancia a las imágenes macabras y a lo escabroso se ha acrecentado de forma notoria. Es una cuestión de instinto: comprendemos que en un reenvío cualquiera en un grupo de WhatsApp, haciendo scroll o simplemente navegando por la red, puede alcanzarnos el “sobre envenenado” de un registro chocante. Las desgracias innombrables se han vuelto triviales. Nuestro mecanismo psíquico activa una alerta preventiva permanente: hay que estar de antemano dispuestos a lo desagradable e inesperado. Cadáveres esparcidos en una carretera tras una matanza de narcos, la venganza de una turba contra un abusador sexual, los cuerpos agonizantes tras la explosión de una bomba en un episodio bélico: fotografías o lives de esta clase de sucesos nos conmocionan a diario. Esto que menciono (omito detalles, lugares, circunstancias) es parte de lo que me ha tocado ver en las últimas semanas. Lo he visto, porque me lo topé sin advertencia. Me he rehusado, sin embargo, a mirarlo. Y no solamente por razones éticas. También por falta de arrojo o fragilidad o agotamiento afectivo, poco importa cómo lo llamemos. El caso es que, por advertidos que nos sintamos ante la amenaza de una imagen de violencia que tomará la pantalla en cualquier momento, resulta arduo constatar que vivir en estado de conectividad significa, también, convivir con el horror y el morbo vueltos moneda corriente por los algoritmos.
Muchas personas no pasan por esta disyuntiva y se entregan sin dificultad —sin pudor— al consumo de tales registros. Incluso, en algunos casos, esto demostraría un psiquismo fuerte. Otras, en cambio, nos negamos. Fascinarnos hasta la perdición, ¿no es una arcaica atribución de las imágenes? Unos sucumben ante el objeto que fascina, entregándose a él; otros se retiran, rehusando mirar (igualmente fascinados, pero temerosos). La incoercible curiosidad de los primeros, como para tentar al destino, y el recelo de los segundos dan a entender por igual que nuestra relación con estas imágenes obedece a una estructura adictiva. Este fenómeno no es nuevo. Pero sí lo es la escala en que estas imágenes tabúes, que alojan las tendencias más destructivas de nuestras sociedades contemporáneas, están presentes para nuestros sentidos. Casi no hay secreto: una búsqueda azarosa en internet provocará una secuencia algorítmica que hará “saltar” ante nuestros ojos una imagen de horror. Algunos llevarán, en sus dispositivos personales, un historial de búsquedas que los hará acceder a cuentas que se especializan en toda especie de morbos. Si las huellas que dejamos en la red delatan estos gustos, allá acudirá también la publicidad. Siempre hay quien coseche monetariamente lo que dejamos sembrado en la web con nuestros comportamientos.
Con todo, no deja de ser curioso que recibamos a menudo estos registros en nuestras aplicaciones de mensajería. ¿Qué favor nos hace quien reenvía —con evidente falta de tacto— el último viral espeluznante? Supuestamente mostrarnos una “verdad al desnudo”. Pensemos en ciertas imágenes definitivas del siglo XX: las devastadoras capturas que realizó Lee Miller de los campos de concentración de Buchenwald y Dachau; la “Ejecución de Saigón”, de Eddie Adams; la toma del buitre y la niña de Kevin Carter; el registro de Gilles Caron de su colega Raymond Depardon fotografiando a un niño hambriento durante la guerra civil en Biafra. Todas ellas encarnaban una duda moral, una vacilación traducida, pese a todo, en acción; todas ellas se asumían como un riesgo necesario y urgente. No era sencillo tampoco acceder a ver algunas de esas fotos. La televisión transformó esa restricción, generando circuitos de difusión considerablemente más amplios. En tal sentido, el atentado a las Torres Gemelas marca el límite de la hegemonía televisiva y la transición hacia estos tiempos de integración digital y de aplicaciones que acompañan nuestras vidas minuto a minuto, generando nuevos modos de pensar, de sentir y relatar nuestras vivencias. A diferencia de nuestra experiencia sensible regida antaño por la televisión, la conectividad digital rompe barreras de toda especie, multiplica realidades, transgrede tabúes, desinhibe y deja pasar, diseminando partículas visuales transitorias en nuestros dispositivos. Estas partículas-señuelos instigan a la curiosidad cínica: atrévete a estar enterado de lo que está pasando realmente.
La jerga del coaching nos transmite la responsabilidad de gestionar nuestras emociones y afectos como si ello fuera lo más simple del mundo, como si no tuviéramos que vérnosla, cada cual, con carencias, temores y expectativas que responden a pulsiones y fuerzas inconscientes que también nos sobrepasan. La imagen macabra reenviada por alguien, que nos asalta inesperadamente, sería un mensaje directo desde el “corazón de las tinieblas” que nos incita a tener el valor de mirar. ¿Cómo negarse a esa “responsabilidad”? El imperativo al que obedecen y que a su vez nos transfieren los usuarios que nos comparten esos registros, sería algo como: “¡Mira esto!, ¡demuestra que tienes la valentía de conocer la verdad!”. Estamos obsesionados con la transferencia de estos imperativos y creemos que toda verdad es —tiene que ser—, en el fondo y únicamente, brutal. Por supuesto, aquí no estamos lejos de las teorías conspirativas y sus externalizaciones paranoicas: existe un Otro poderoso que nos oculta la verdad. En una época en que la sospecha sobre los saberes y las autoridades del saber (especialistas, profesores, colegios profesionales, universidades) se ha vuelto peligrosa, y en que el espejismo de la “información disponible” provoca la confusa noción de que solo necesitamos recoger datos de internet para entender un asunto de alta complejidad, las imágenes de morbo sirven también al propósito de golpearnos con el peso de una “verdad” que presuntamente pone a prueba nuestra fortaleza emocional y nuestra disposición a ser sujetos conscientes en este mundo despiadado.
Estas imágenes aparecen de la nada, capturadas por cualquier persona, compartidas o reenviadas por cualquiera de nuestros contactos. Al hablar de ellas, solemos usar pronombres impersonales: se viralizan, se comparten, decimos. Su anonimato es parte de su fuerza. Sin embargo, estas imágenes escabrosas valen también como signos de alerta ante un horizonte en que lo despiadado, en el más puro sentido “narco”, tiende a ser normalizado e internalizado. Ante ello, se hace necesario pensar en nuestros límites, emocionales y afectivos. En el cuidado propio, al negarnos a mirar y a compartir lo que estimamos cruel, resurge también la empatía.