La filósofa, investigadora y bailarina francesa radicada en Buenos Aires fue una de las invitadas de la última edición del Foro de las Artes de la Universidad de Chile, titulada “Formas Post-humanas”. Aquí, reflexiona sobre el cuerpo, la escucha y los modos de vida en un mundo en crisis.
Por Denisse Espinoza Aravena | Fotos: Alejandra Fuenzalida
Pensar y moverse no son actos opuestos, sino ritmos que se entrelazan. En ese espacio entre el gesto y la idea, entre lo material y la mente, habita la obra de Marie Bardet (1981), filósofa, investigadora y bailarina francesa radicada hace más de veinte años en Buenos Aires. Su trabajo —que une la danza con la filosofía y la vida cotidiana— parte de una convicción: pensar también es un modo de moverse.
Autora de textos reflexivos influyentes en el cruce de danza y pensamiento como Pensar con mover (2012) y Perder la cara (2021), ambos publicados por Editorial Cactus, Bardet propone una filosofía que se descalza, que abandona la solemnidad de la teoría para rozar con la piel el mundo. En sus libros y clases, el pensamiento se danza. Y esa danza no busca belleza ni técnica, sino atención: una forma de escucha que permite percibir las variaciones mínimas del tiempo, los movimientos que sostienen la vida cuando todo parece detenerse.
Desde la improvisación y el método Feldenkrais —terapia de movimiento que busca mejorar el funcionamiento físico y el bienestar a través de lecciones de autoconciencia—, pasando por sus lecturas de pensadoras feministas como Judith Butler, Donna Haraway, Suely Rolnik y Silvia Rivera Cusicanqui, Bardet aporta a la reflexión desde su campo, haciendo del cuerpo un territorio de reflexión. Para ella, los gestos no son metáforas, son herramientas: modos de explorar una filosofía que se aprende con los pies, que se arriesga a caer, que se atreve a sentir la vulnerabilidad como fuerza.
Hace unas semanas, la investigadora fue parte del VII Coloquio Bajo la Mesa Verde, como parte del Foro de las Artes 2025: Formas Post-humanas, organizado por la Dirección de Creación Artística (DiCREA) de la Vicerrectoría de Investigación y Desarrollo de la Universidad de Chile. Allí, compartió espacio con otros investigadores latinoamericanos que exploran la danza desde distintas disciplinas y valoró la instancia “tan propia de una universidad pública, donde se da un intercambio de saberes transversal entre estudiantes, docentes e investigadores”.
Nacida en Francia, Bardet llegó a Buenos Aires en 2004 casi por azar, en el marco de su magíster en filosofía. Venía por un año y terminó quedándose. “No fue una decisión racional”, recuerda, “fue un encuentro con un modo de hacer, con una hibridez entre prácticas teóricas y activistas que la vida misma me permitió desarrollar”. En ese territorio, encontró una interlocución que transformó su pensamiento y hasta su lengua. Eligió escribir en castellano, no en francés ni en inglés, un gesto político y vital que desplazó sus modos de pensar. Hoy vive y trabaja en un país donde —dice— “sostener la vida cotidiana es difícil, donde hay un empobrecimiento grande, un ejercicio de crueldad cotidiana en el gobierno de Milei”, pero también donde la vida insiste. “La vida se sigue inventando”, afirma.
Hoy, como académica e investigadora en la Universidad Nacional de General San Martín, trabaja en el cruce entre los campos de la filosofía de la danza, las ciencias sociales y el pensamiento feminista y cuir, abordando las prácticas, la improvisación y la temporalidad. La idea de este movimiento constante atraviesa su filosofía sobre el cuerpo. Bardet, además, prefiere hablar de gestos más que de cuerpos. “La noción moderna de cuerpo lo vuelve un objeto pasivo, una superficie sobre la que se inscriben discursos”, explica. “Prefiero pensar en gestos: co-construcciones entre corporalidades, técnicas, contextos e historias. El cuerpo no es un receptáculo, es una relación”. Desde esa perspectiva, la danza no se entiende como un lenguaje hermético ni como una forma de espectáculo, sino como una práctica de pensamiento.
Es en esa práctica que la pregunta ocupa un lugar central, como un gesto capaz de abrir fisuras. “No cualquier pregunta vale”, advierte. “No se trata de preguntar qué es la vida o qué es la materia para abrir la discusión sobre las grandes cuestiones que buscan una definición, sino de afinar la pregunta hasta que logre cambiar algo de la percepción de un hecho, hasta que se ponga en jaque una certeza, una jerarquía de valores, un reparto de lo sensible”. Preguntar, para ella, es una forma de movimiento: un modo de sacudir el pensamiento hasta hacerlo tambalear.
Durante su ponencia, Bardet graficó esta idea proyectando una serie de intervenciones colectivas, anónimas y públicas realizadas en 2021 —bajo el nombre La conspiración de la jardinera—, donde una serie de preguntas aparecen pegadas en distintos muros del barrio de San Telmo en Buenos Aires. “¿Cuáles son los enamoramientos que habitan tu jardín conceptual?”, “¿A quién desterrás en tu escritura con tu monogamia teórica?”, “¿Cuán rápido desaparecen las mujeres y lesbianas de tus referencias?”, se lee en algunas de ellas. Luego, en el auditorio, plantea un ejercicio práctico. Se lleva el dedo índice a la boca y se lo chupa para después recorrer con ese mismo dedo húmedo el contorno de sus orejas e invita al público a hacer lo mismo mientras pregunta: “¿Se han fijado que las orejas tienen la forma de un signo de pregunta?”.

Mencionaste a Silvia Rivera Cusicanqui y su idea del “efecto autoral de la escucha”. ¿Cómo piensas que el gesto de escuchar puede servir como herramienta revolucionaria?
—Sí, efectivamente, Silvia Rivera Cusicanqui viene alertando sobre los saberes orales que no son reconocidos en los saberes universitarios. Es una idea muy en la línea de Spivak [Gayatri Spivak, filósofa india], quien nos dice que no se trata simplemente de volver dignos de palabra o de habla a quienes poseen ese saber oral, sino hacernos responsables de cómo escuchamos. Cuando Spivak pregunta: ¿pueden hablar lxs subalternxs?, quiere decir que no solamente pueden hablar, sino que hablan desde siempre. La pregunta es cuáles son las condiciones colectivas de escucha que creamos de esas voces subalternas. Más que dar la palabra a quienes no la tienen, es retirarnos para ahuecar un espacio para la escucha.
¿Sientes que adolecemos en esta época de la capacidad de escucha? Hoy la mayoría tiene un canal de expresión en las redes sociales, pero no pareciera que por eso haya más escucha o comunicación.
—Primero, no sé si hablamos en redes sociales, no sé si hay una voz. A mí me interesa no oponer el habla con la escucha, sino pensar que son los dos lados de una misma moneda. Creo que más bien no se escucha a nadie y nadie habla en las redes. Tal vez se transmite cierta imagen de un “mensaje”, de una opinión, pero no es una situación colectiva en que nos hacemos responsables por las enunciaciones y las escuchas. No es que todo lo que pasa por las redes sea así. Hay excepciones, como el grupo Filastiniyat, que son mujeres periodistas palestinas que trabajan en Cisjordania y Gaza, desde donde piensan cuál es la enunciación que une imagen y palabra. Difunden muy pocas imágenes de la masacre, pero sí muchos testimonios de mujeres, de niñas, de ancianes que cuentan su vida. Es como un relato vital, no como la gran esperanza o como imagen de la resiliencia, sino como una fuerza de resistencia. La solidaridad con Palestina se da también porque allí hay algo que nos enseña a vivir, a sostener la vida cuando parece imposible.
En América del Sur y también en otros lugares del globo vivimos tiempos desesperanzadores, donde el pensamiento conservador y opresivo cada vez avanza más. ¿Cómo te enfrentas a eso desde tu posición de investigadora y académica?
—Creo que es errado ver lo que hacemos como un refugio para unos pocos. Creo que lo que hacemos realmente puede transformar la realidad y las condiciones de vida. Y soy consciente de que vivimos en el fracaso y de que hay poca esperanza. Entonces, no pienso que tengamos que ser potentes frente a la impotencia: tenemos que abrazar nuestra impotencia y reconocer la responsabilidad de que no transformamos solamente la universidad o nuestras pequeñas creaciones o investigaciones, sino que ahí también está el mundo. Estamos todo el tiempo produciendo, creando, trazando o decidiendo ocupar o no modos de vida y modos de hacer. Y esos modos de hacer se cruzan con un montón de decisiones de otras personas, de otras vidas humanas y no humanas con las que nos relacionamos, frente a las cuales tenemos la responsabilidad de decidir a cada rato cómo nos relacionamos. Entonces, creo profundamente que nuestras decisiones sobre con quiénes trabajamos, cómo trabajamos, qué transformamos de los criterios de investigación, qué modificamos de los sistemas de la repartición económica, afectan los modos de vida.
¿Cómo vives tu relación con la universidad pública en este contexto político que planteas?
—Trabajo en una universidad relativamente joven, del conurbano bonaerense, donde el 60% de les estudiantes son primera generación universitaria. Tengo la suerte de trabajar en un espacio donde me siento más bien en complicidad, porque podemos inventar muchos modos de pensar los programas, lo que se enseña, los métodos de evaluación. Investigo en el Instituto Interdisciplinario de Altos Estudios Sociales de la UNSAM, donde doy clases de filosofía a estudiantes de primer año de Antropología y Sociología, y realmente es un lugar de experimentación pedagógica, no es un espacio donde se tenga que cumplir con un programa impuesto. Por otro lado, hace cinco años me invitaron desde la Escuela de Arte y Patrimonio a inventar una maestría que se llama Maestría en Prácticas Artísticas Contemporáneas, donde inventamos procedimientos de experimentación pedagógica y de investigación. Siempre digo que hacer universidad es deshacerla: desmontar sus hábitos y rehacerlos colectivamente. No se trata de proteger la universidad tal como está, sino de reinventarla de acuerdo con las necesidades del presente. Frente a quienes quieren vaciarla, la respuesta no es hacer una defensa conservadora, sino una invención colectiva.
Tu área de investigación se mueve entre la danza y la filosofía. ¿Qué personas o ideas han marcado tu mirada actual?
—Más que referentes, me transforman las experiencias. Mis estudiantes, mis colegas, las conversaciones que inventamos. A veces ni siquiera vienen del campo de la danza. Me interesa sobre todo transformar los imaginarios de la investigación: que las artes no sean un objeto de estudio, sino formas de pensar. Investigar entre danza y filosofía implica inventar otros formatos, otros ritmos, otros modos de encuentro. No se trata de encajar en el molde académico, sino de abrirlo.
En Chile la danza sigue siendo percibida como un arte “de elite”, “difícil de entender”, y muchas veces se hace difícil atraer público. ¿Qué opinas sobre esto?
—Hace rato me interesa más la danza como esa invención de prácticas corporales que como la producción de obras. Trabajo poco con obras, no hago estudios de obras, ya no es mi campo, pero me parece que igual pasa eso que decís de “no entender”. Aunque a mí me gusta siempre pensar que esa idea no es una excepcionalidad, no es particular de la danza, pasa lo mismo con la filosofía de la matemática. Está ese miedo de “no voy a entender nada”. Creo que ahí hay que hacer un trabajo de cultura pública y hacerse preguntas más profundas como ¿Cuáles son las culturas públicas de lo que vemos como cuerpos en el espacio público? ¿Cuáles son las culturas públicas que alimentamos con las cosas que hacemos? ¿Cómo circulan? ¿Cómo se presentan? Pero no creo que pase por volverlo más entendible, sino por autorizarnos a no entender o a multiplicar los imaginarios sensoriales de lo que llamamos “entender” o “no entender”. Las experiencias estéticas no son mensajes que deben descifrarse, sino modos de estar juntos en el espacio público. A veces lo que falta no es comprensión, sino condiciones para que esas experiencias circulen: políticas culturales, espacios de encuentro, dinero. Pero también disposición a la escucha y a la curiosidad.
Y en tu caso, cuando escribes, ¿piensas en el público que va a leerte?
—No me interesa pensar de antemano para quién escribo. Es como cuando en el primer día del proceso de investigación te obligan a poner los objetivos. Creo que es tristísimo y contradictorio. Lo más hermoso es la imprevisibilidad del encuentro entre lo que una hace y quien lo recibe. Recuerdo que cuando empecé a hacer improvisación, los mejores públicos que tuve eran los técnicos de las salas y no los críticos ni mis colegas bailarines. Eran las personas que cuidaban y amaban esas salas y que veían en una impro una relación tan real con el piso y el ruidito que hacía el piso y la luz que funcionaba mal, porque obviamente siempre bailaba en lugares que estaban medio “cachuzas”. Y en realidad ese técnico tenía la sensibilidad para entrar en sintonía con la atención que yo podía prestar a ese estudio. Me han llegado mensajes por mi libro sobre [el botánico francés] André-Georges Haudricourt, de personas que lo leyeron con albañileras en Bolivia y me dijeron: “leímos tu texto y la verdad es que en esa comunidad hizo mucho sentido”. Eso es lo emocionante. Pero imagínate si yo antes de empezar a escribir hubiera pensado a quién iba dirigida esa escritura. Te encajonas sola. La escritura me toma a mí, no al revés.
