En Selfie de China, la escritora y actriz belga Isabelle Wéry convierte su viaje a ese país asiático en una experiencia radical de escritura. Entre el diario íntimo, la crónica de viaje y el poema, el libro explora cómo escribir sobre y desde un territorio inmenso, contradictorio y desbordante. En ese camino, la autora transforma la escritura en un arte físico y sensorial. «Wéry pone el cuerpo en la escritura, nos sitúa, como en el teatro, en el aquí y ahora de la experiencia —escribe la escritora y dramaturga argentina Cynthia Edul—, y nos invita a un viaje por el imperio de los sentidos».
Por Cynthia Edul
Cuando se embarca hacia China, la narradora de Selfie de China (Bastante Ediciones) anota “la poesía es palpable en el aire”. Así empieza este diario, crónica, poema de viaje, de varios viajes a China, el último en 2019, antes que estallara la pandemia del covid 19, que recuperan sensiblemente la vida en Shanghai, en Beijing, en Pekín. China es inmensa, en muchos sentidos: en su territorio, en su cultura, en las capas de historia que la habitan, en la superposición de tiempos y sus enormes contradicciones (de la China milenaria a la China de Mao, al presente capitalista dictatorial). Pero es inmensa también en imágenes, en sensaciones, en olores, sabores, sonidos. China es una inmensidad de estímulos. ¿Cómo se escribre sobre China? Y sobre todo, ¿cómo se escribe en, desde China? Todas esas premisas atraviesan este libro de Isabelle Wéry. Y estas dos preguntas: ¿cómo se escribe sobre China?, ¿cómo se escribe desde China? Ella viaja a China a escribir y esa escritura situada va a definir para mí todo el libro. Dentro de la literatura de viajes, el lugar desde donde se mira, dice María Sonia Cristoff, es constitutivo del género. En el caso de Selfie de China, ese lugar es el corazón del libro. Porque lo que hace la narradora, al trasladarse a China, es descolocar todo lugar común, todo conocimiento previo, tanto de ese territorio en el que va a vivir como en la escritura. Se descoloca el cuerpo, la mirada, la escritura. Y estalla todo, en Selfie de China. La experiencia lo desborda todo, la escritura también se va a desbordar. Wéry es sensible a la experiencia de China. “Los viajes esculpen el cerebro —sustancia plástica—, el imaginario, el vocabulario y… la escritura”, anota la narradora.
Cuando va a los parques públicos, en los que termina haciendo clases de Tai Chi y hasta bailando, descubre que el parque es “un espacio completamente mágico en el que un enjambre de estímulos viene a picotear todos tus sentidos”. En ellos, escucha sonoridades que la hechizan, se baila por todas partes, porque en China, nos dice, “la música está por todas partes”. Todo eso pasa por el cuerpo, todo eso pasa por la escritura. Isabelle Wéry hace algo muy particular en el libro: ni documenta la vida de China (eso ya lo podemos leer en los medios de comunicación) ni hace una recuperación posterior de la experiencia vivida. No. Wéry pone el cuerpo en el aquí y el ahora, en el puro presente de la experiencia. Pasa la escritura por el cuerpo, un cuerpo atravesado por las múltiples imágenes, sensaciones, percepciones que despierta China en su paso a paso, para salir con una narración inédita que combina poesía, monólogo, citas y, sobre todo, una experiencia visual, de una narrativa llena de imágenes, que se conectan físicamente con el lector. “Pongo patas para arriba toda la escritura al ritmo de esta danza”, dice. Una escritura corporal que invita al lector a viajar con ella. “Me dejo hacer por China”, dice, y la escritura también se deja hacer.
Escribir en China: “mis sensaciones allí se multiplican. China se siente, se toca, se gusta, se escucha, se mira con amplitud, se devora con una boca colosal como un hangar industrial. Mido cien metros cuando estoy en China. Cada milímetro de mi piel se hincha. Mis fosas nasales se ensanchan. Mis ojos ojos se abren como platos casi rompiéndome los párpados. Un viaje a China es tan enriquecedor como leer mil libros de una sola tirada. Es una fortuna en imágenes que te vienen a visitar por las noches del resto de tu vida. Es la orgía de los sensuales. Tienes cincuenta orejas, dieciocho narices, tienes sesenta y ocho sexos, tienes miles de bocas a flor de epidermis”.
Decía que la escritura se sitúa, pero al situarse se descoloca. Y no se trata solo de una idea de descolocarse o de mirar desde otro lugar. Se trata de descolocar el acto de escribir mismo. Wéry dice que decide escribir este texto en piyama, desde la cama. De hecho, le escribe un texto a la cama.

También escribe en un bar del parque público. “Cuando voy a escribir al Stone Boat, cada mañana, surge una nueva borrasca. La bebo, y después salto sobre mi teclado con la vitalidad de un saltamontes en el prado verde. Todo aquel encantamiento, sí, en aquel país complejo”.
Wéry anota algo que aprendió de un amigo escritor. Que la escritura es un arte visual, pero sin pantalla. ¿De qué se trata ese arte visual? De imágenes, imágenes que pasan por el cuerpo, se componen con la palabra y se construyen en la cabeza del lector. Imágenes que nacen de la sensibilidad, de la percepción, de tener las antenas corporales abiertas, las membranas conectadas con ese exterior que entra por todos lados, por los sabores y la experiencia culinaria, por las luces de la ciudad y sus contrastes, por la ropa, por los olores, por los masajes. Todo es cuerpo, todo es sensación. La escritura es en este libro un espacio vivo, el cuerpo es una máquina de sentir. Toda esa energía, se transmite en el texto. La escritura es aquí no solo un arte visual, es un arte físico. Wéry pone el cuerpo en la escritura, nos sitúa, como en el teatro, en el aquí y ahora de la experiencia, y nos invita a un viaje por (parafraseando a Barthes y su viaje a Japón), por el imperio de los sentidos.
Maria Sonia Cristoff dice que narrar un viaje implica resolver una contradicción central: articular la movilidad del viaje, con la quietud de la escritura. Wéry responde a eso haciendo desbordar todo: se desborda la experiencia, se desborda la sensación y se desborda la escritura. El texto toma formas distintas: anotaciones, crónica, poema, fragmentos, cadáveres exquisitos, cartas a una cama. La forma explota como explota el cuerpo en su viaje perceptivo. China es sensación voluptuosa, “es la ultracontemporaneidad”, dice, “el sentido de la desmesura es ultrapalpable”.
Decía que el libro trabaja con dos premisas que me interesan pensar: ¿cómo se escribe sobre China?, ¿cómo se escribe desde China? El libro elige, toma decisiones. Se hace cargo del conocimiento social que tenemos sobre ese territorio (“somos conscientes de donde nos encontramos: imposible olvidar lo que sabemos”, dice). Se hace cargo que escribir desde China, con libertad, es posible porque ella es ciudadana europea. Que hay muchos artistas que no se pueden expresar, que otros, porque no se podían expresar, se suicidaron. Que la libertad es bien relativa, que la multiplicidad de sentidos, conviviendo con un sistema de represión muy preciso, produce una sensación muy fuerte de esquizofrenia. “Mientras más profundizas tu experiencia, más compleja se vuelva, más parece alejarse, más se escapa, más extraña se torna, y tú eres cada vez menos capaz de escribir cualquier cosa sobre ella”, dice.
“Nunca he sentido tanto la angustia de ponerme a escribir como hoy”, anota al comienzo de este relato. “Es esta China la que me interesa observar, la de las mezclas, la de una Shanghai en la que varias economías viven paralelamente en la misma calle”, dice. China está llena de contradicciones, de sensanciones que se superponen, y el relato es muy fiel a esa sensación, se ata en cuerpo y forma a esa verdad. Se anuda ahí.
Pero Wéry descubre a las y los que hacen China, a esas personas, que, dice, “maniatadas en la pesadez perniciosa de un sistema gubernamental, hay personas que resisten e intentan vivir dignamente”. A esas personas les dedica este texto, por esas personas escribe. Maria Sonia Cristoff dice que «viajar obliga a encontrar paralelismos entre lo nuevo y lo conocido y, en ese sistema de aproximaciones que establece, cada viajero va diciendo mucho de sí mismo”. “Nunca he escrito directamente en yo”, dice la narradora al principio del relato. Pero si bien ese yo se abre para expresar la experiencia, para dar cuenta de las percepciones y los sentidos que China abre, en la apertura de ese yo aparecen las y los habitantes que intentan vivir dignamente, desde la masajista, a Jack que tiene 40 años y no se casa, a la editora que elige no casarse para poder desarrollar su profesión. Selfie de China tiene mucho más de esas personas que de su propia selfie. Y así está lleno de historias y de momentos, los que Wéry elige contar, para que esos sobrevivientes no sean solo narrados desde el aparato del Estado. Que sus olores y colores y sonidos y onomatopeyas y movimientos y cantos estén hilados en un relato, que haga de su experiencia del vivir una experiencia contagiosa.
Quiero terminar con este poema del libro:
“Entonces, ¿escribir en China?
Sí, por eso. Principalmente.
Por los contrastes de imágenes.
Por los contrastes de visiones.
Por la confrontación con
Lo que es otro que yo”.
