Skip to content

Paz López: Volvernos plurales

Pánico y ternura es el último libro de la ensayista y académica de arte chilena, una docena de ensayos en los que explora una serie de afectos que le permiten leer el presente. Frente a la crueldad y la falsa empatía, López plantea la ternura como un camino en el que podemos salirnos del ensimismamiento y relacionarnos con el mundo.

Por Diego Zúñiga | Fotos: Gentileza Random House

Paz López (1981) escribe, piensa, mira. Colecciona frases, citas, imágenes que luego desentraña en sus textos, que viene publicando hace años en distintas revistas de arte: textos curatoriales, críticas, ensayos; libros también. 

Mirar y escribir. Mirar y pensar. Y enseñar, también. Es académica del Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile. Se formó como socióloga en la ARCIS, donde tuvo de profesores a Nelly Richard y Federico Galende —ambos, muy importantes en su formación—, y luego estudió el posgrado en la Universidad de Chile, donde se acercó a la filosofía, la teoría y las artes visuales. 

En 2021 publicó Velar la imagen. Figuras de la pietà en el arte chileno (Mundana Ediciones) y este año ha recibido diversos elogios por su último libro, Pánico y ternura (Lumen), una recopilación de ensayos en los que se permite no solo reunir sus intereses, sino también explorar otra forma de escritura, quizá más íntima y personal, en la que recurre a su curiosidad intelectual y a sus propios materiales biográficos para ir tanteando una lectura sobre el presente. 

En Velar la imagen, Paz López recorría una serie de obras chilenas en las que se podía rastrear el motivo artístico de la pietà: Leppe, Dittborn, Dávila y Babarovic eran algunos de los artistas que le ayudaban a desentrañar esa imagen y ver qué había tras ella, pero esta vez, en este nuevo libro, decidió ampliar el registro de referencias y dejar a un lado, por un momento al menos, el trabajo de artistas visuales —aunque hay una excepción: las impresionantes fotografías de Francesca Woodman— y convocar otros textos y otras obras para hablar de la ternura, de los afectos y del presente. Aquí se cruzan Georges Perec con Nick Cave, Natalia Ginzburg con Raymond Carver, Pier Paolo Pasolini con Virginia Woolf.

Como si fuera una declaración de principios o una poética, Paz López escribe al inicio de uno de estos ensayos: “Me aburren las palabras grandes y fanfarronas, esas palabras que caminan erguidas sobre la lengua porque suponen que han logrado volver accesible aquello que nombran”.

En este libro —compuesto por una docena de ensayos— se aventura a trabajar con esas palabras que no son grandes ni fanfarronas, y que López utiliza para ir dándole forma a una lectura sobre estos tiempos. 

***

Algo que caracteriza a tus textos es que siempre hay una preocupación importante por la forma y el lenguaje. En Velar la imagen era una escritura más concentrada quizá, pero en este nuevo libro hay algo que se liberó. ¿Lo ves así? ¿Cómo se fue gestando esta escritura?

—Creo que siempre para mí hay mucho placer y preocupación por la escritura, y este libro, en algún sentido, parte de un dilema. Después de Velar la imagen sentí que tenía que tomar una decisión: o escribir un libro más académico que me permitiera tener debates dentro de la disciplina de la teoría del arte o apostar por una escritura más ensayística y dialogar con otros mundos, con otras disciplinas… Pero yo sabía que si elegía una vía más académica, eso significaba olvidarme de la escritura y buscar un efecto de campo… Y es ahí cuando aparece Paz Balmaceda (editora de Lumen) y le cuento este dilema y ella me impulsa a que insista en el ensayo.

No te quisiste olvidar de la escritura 

—Claro, es que parto desde ahí primero. Y luego estaba mi preocupación por la cuestión de los afectos: eso que padecemos, que no siempre podemos administrar pero que al mismo tiempo nos vincula muy fuertemente con los otros… y también por un cansancio, una tristeza por los modos en que nos estamos relacionando. Tenemos relaciones muy pragmáticas, quebradas, sin exposición al otro. Entonces andaba con eso y después, claro, apareció la ternura.

¿Y eso qué te permitió?

—Creo que me permitió ensayar una escritura, porque es algo tan impreciso, tan raro de pensar: no es el odio o la piedad, que son cosas que la filosofía ha trabajado. La ternura era algo raro y me iba a permitir que la escritura también se soltara, porque siempre había escrito a partir de algo: de una imagen, de una obra de arte, de un artista… Acá todo era más impreciso, más abstracto.

Al ser más abstracto, me imagino que las referencias fueron también muy amplias. ¿Las tenías planificadas o fueron apareciendo durante la escritura?

—Las dos cosas. Por ejemplo, Carver se me apareció en la escritura. Yo no había sido lectora de Carver y, claro, cuando uno está pensando un asunto pareciera que el mundo conspira para que todo se vincule… Y ahí se me aparece el discurso de Carver y el poema que cito, pero no lo tenía para nada contemplado. Y, de hecho, hay varios textos sobre la ternura que aparecieron después de haber escrito el libro. Por ejemplo, Leonardo Favio, que tiene muchas frases sobre la ternura, o el “narrador tierno” de Olga Torcazuk [como se tituló su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura].

Pánico y ternura
Paz López
Lumen, 2025
140 páginas

Decías que siempre habías escrito a partir de algo. ¿Sentiste que fue un proceso muy distinto a lo que habías hecho?

—Era Tom Waits el que decía: “la mala escritura está escribiendo nuestros sentimientos”. Yo tenía esa frase y quería entrar en un “estado de”… o sea, tenía el deseo de que escribiendo también los sentidos se expresaran: la ternura y todo lo que la rodea, todos los afectos; escribir como que me permitía estar con los sentidos bien despiertos. Y también me puse ciertas reglas, y no sé si resultó, pero la intención era no tener tantas ideas sobre las cosas. Por eso iba por algo más relacionado a la erótica, en el sentido de la Sontag, o como cuando Natalia Ginzburg dijo: “no tenía ideas, tenía deseos”. Tenía ganas de escribir sin que los textos tuvieran una idea, una tesis fuerte; no me interesaba eso, quería probar. Y, para mí, eso sí es una posición respecto de la época…

¿En qué sentido una posición? 

—Para mí ahí hay una decisión política, en el sentido de que muchas veces termino agotada con cierta lengua de los medios, de grandes juicios, de tomas de posición superfuertes, sin matices, en contextos donde a veces se pierde mucho la escritura en nombre de una gran idea que hay que defender. No quería que eso me sucediera escribiendo.

A propósito de evitar esa lengua, esos grandes juicios y discursos hegemónicos que hay dentro del campo cultural o de la academia… Tú enseñas en la universidad y convives con esos discursos. En el libro hablas de esto y ensayas justamente formas de salir de ahí, pero desde la enseñanza. ¿Cómo la enfrentas?

—Es complejo, porque estamos en una época donde la conversación se ha vuelto muy categórica, con una serie de ideas preconcebidas y donde falta detenerse a pensar. Intento transmitirles a los alumnos que es importante que exista una elaboración de pensamiento. Que esto va más allá de tomar una imagen y explicar que esa imagen u obra está haciendo una crítica a tal o cual cosa… Digo, bueno, pero no nos olvidemos de la fragilidad que tienen a veces las imágenes, de todas las incertidumbres e imprecisiones que pueden tener. De esa forma las imágenes se vuelven siempre una ilustración de ciertos discursos, y aunque uno no esté en contra de ellos, al contrario, quizá uno está a favor, eso no impide pensar sobre cómo uno dice lo que dice, cómo uno llega a ciertas lecturas, porque ahí la forma es lo más importante. Por algo no somos cientistas políticos ni ingenieros, sino que estamos en una escuela de arte, y eso significa que hay muchas sensibilidades que pueden ponerse en juego. Se nos permite eso, y no veo por qué restarse a esa complejidad. Hay una frase de Barthes que me encanta, que dice: allí, en el mismo lugar donde respiramos libertad, crecen todos los automatismos. Entonces el ejercicio de la crítica también consiste en estar siempre preguntándose por esos automatismos.

A diferencia de tu libro anterior y de tus textos en catálogos o revistas de arte, acá por primera vez te aventuras a incursionar en lo autobiográfico. Utilizas una serie de recuerdos de infancia tuyos, entre otros momentos, para abordar los afectos. ¿Fue muy difícil entrar ahí? ¿Sabías que lo convocarías en estos ensayos?

—No, para nada. Jamás pensé que eso iba a aparecer. Todavía no sé muy bien por qué apareció, pero después de ciertas conversaciones post libro fui entendiendo un poco más.  Me dio un poco de nervios al principio, pero después empecé a encontrarle sentido. Y tiene que ver con esto de las grandes ideas, grandes conceptos, y con cómo algo, al partir de la experiencia, se singulariza. Pueden ser experiencias comunes a todos —todos hemos tenido una madre y hemos lidiado con ese enigma que es la madre, por ejemplo–, y entonces una posibilidad era ir teóricamente hacia esa figura, y la otra era ir desde la experiencia, que singulariza ciertas cuestiones comunes a todos. Eso me pareció interesante de explorar en términos de escritura.

Cuando uno piensa en los afectos, es medio inevitable no irse hacia los recuerdos, ¿no? 

—Incluso funciona como el cine: el cine inventa recuerdos, y creo que esto mismo es así. Conversando con mi madre, me di cuenta de esta nebulosa. Creo que tiene que ver con los mitos de origen: hay ciertas historias que uno siempre pone en el comienzo de todo, pero en el sentido psicoanalítico, edípico, como “esto sucedió y mi vida quedó determinada”. No en ese sentido, sino más bien como una cosa de sensaciones, de recuerdos, que me permitía aproximarme a esos momentos; escenas más biográficas que tienen esa doble condición: son dolorosas en un punto, pero en ese dolor aparece dulzura o destellos de vida.

Una referencia que aparece mucho en los ensayos es la escritora italiana Natalia Ginzburg, una autora que justamente trabajó mucho con sus materiales biográficos.

—Ella me alucina, y por supuesto que aparece muchas veces referida, porque logra algo que es muy difícil: hablar de los grandes asuntos de la vida —del amor, el desamor, la muerte, la pérdida, los exilios—, pero no poniéndose ella en el centro. Con esa idea de que la vida de uno no necesariamente merece ser contada, que puede ser pequeña y probablemente aburrida, logra singularizar cuestiones que, al mismo tiempo, son comunes a todos.

Uno de los epígrafes del libro es una frase de Barthes que dice: “Donde tú eres tierno, dices plural”. ¿Cómo leer esa frase a la luz de los afectos y de esas experiencias comunes?  

—Esa frase viene de Fragmentos de un discurso amoroso. Ahí tiene una entrada sobre la ternura. Y pienso en esos momentos de despersonalización, y de plural, porque –creo– la ternura nos dispone al otro. Es un afecto donde el otro puede ser un ser humano, un animal, una imagen, un olor; hay algo que nos saca de uno mismo y nos dirige hacia el mundo y volvemos convertido en otra cosa. Es un pequeño movimiento, un paseíto, un viaje de despersonalización: nos volvemos plurales, nos volvemos otra cosa que ese yo duro, ensimismado, autorreferente. 

—Tiene mucho sentido ese movimiento, pensando que vivimos en una época de mucha autorreferencialidad… 

—O sea, creo que hay dos grandes afectos reivindicados en esta época. Uno es la crueldad… Las imágenes de Palestina, por ejemplo, ese horror que está ahí y la sensación de un acostumbramiento de la mirada, donde pareciera que ya nada nos conmueve. Eso es brutal. Brutal las imágenes y brutal nuestra reacción ante la crueldad. Y otra cuestión es la empatía: todos esos discursos sobre la empatía desde el cinismo, que es una manera de relacionarse con el otro pero sacándose al otro de encima. O sea: me pongo en tu lugar solo si te pareces demasiado a lo que quiero que seas, porque la diferencia radical no la soportamos tanto. Eso lo ha trabajado harto la psicoanalista argentina Alexandra Kohan. Entonces me pareció que la ternura podía ser un camino para pensar algo que no es del orden ni de la empatía ni de la crueldad, tampoco del amor, que es un afecto muy pregnante. Hay algo en la ternura que nos hace sentir como un chispazo de vida, como de sentir que todavía algo merece ser. Pequeños chispazos, imágenes, recuerdos, donde uno sintió una suerte de plenitud de vínculo con el otro, suspendiéndose todos los pactos.