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Punzante y pensante

«Para quienes tuvimos la impagable fortuna de conocer a la poeta, reconocemos nítidamente en este libro la profundidad de sus razones y la tesitura de su voz, más bronca que ronca. No encontrarán tanto sus ‘dapsin dipsin, dupsin dapsin’, ‘jamásmente’, ‘nuncamásmente’ u otras ‘pequeñas rasmilladuras del lenguaje’, como definía ella estas sonoras interjecciones destinadas a no latear con explicaciones largas. Más bien, encontrarán una biografía hablada y entreverada, sostenida en una palabra inquieta, esquinada, punzante y pensante», escribe el escritor Yanko Gonzalez en esta reseña del libro La palabra escondida, de Claudia Donoso, publicado por Ediciones UDP.

Por Yanko González

“¿Cuál es tu definición de un pelmazo?” le pregunta la periodista y escritora Claudia Donoso a la poeta Stella Díaz Varín (1926-2006). Enfática y acentuada -como lo fue en su vida, pero no en su obra, caracterizada por un lenguaje incorpóreo y subterráneo-, Stella le responde: “un pelmazo es un sujeto que te quita la soledad y no te da compañía”. A caballo entre la biografía dialógica, las memorias y las constantes agudezas del temple y la imaginación, esta plática acompañada y extendida durante siete años —casi siempre acaecida en la cocina de Stella o de Donoso y guarnecida de condumios y vinos diversos—, es uno de los pocos registros contundentes y de alta fidelidad que han capturado la melopea, la cultura literaria, política, epocal y, sobre todo, el singular talante, la gracia y el genio reflexivo de Stella Díaz. Sobra decirlo: ella es, sin dudarlo, una de las voces más relevantes de la poesía del siglo XX chileno, aunque algo ensombrecida por la caricatura y los flecos superficiales de la anécdota: “la poeta que le pegó a Enrique Lafourcade”, “la amante de Alejandro Jodorowsky”, la “musa” del poema “La víbora” de Nicanor Parra y otras naderías que la farándula literaria antepuso a sus rutilantes libros, como Sinfonía del hombre fósil (1953), Tiempo, medida imaginaria (1959) o Los dones previsibles (1992).

Cuenta Stella que Neruda le decía la “coloricus, cangregius serenensis, que en estado salvaje ataca al hombre”. Un mote, acaso, más defensivo que socarrón para quien mantuvo una relación querellante y rupturista en el campo literario por su condición minoritaria de mujer, intelectual, política y respondona, tanto con su propia generación, la del 50, como con las precedentes. “No naces individuo” -dirá en este libro de conversaciones- “sino que te conviertes en uno en la medida que piensas con libertad, a partir de ti mismo y no de los demás… Pero sucede que da miedo y la gente busca subterfugios, porque decidir ser lo que eres sin agachar el moño, es una opción que tiene riesgos… Pero bueno, de eso se trata”. Y de eso se trató toda su vida: no vivió ni escribió para quedar intacta, sino para ser lo que no hay que ser en el momento en el que se debe ser. Por eso, ante ella, muchos se acobardaban. Se permitió salir de las limitaciones y seguridades del yo hacia lo desconocido.

La palabra escondida. Conversaciones con Stella Díaz Varín
Claudia Donoso
Ediciones UDP, 2021
156 páginas

La palabra escondida recupera a esa Stella y otras, menos escuchadas por sus lectores, por sus admiradores o por quienes le temieron u omitieron. A través de una conversación ancha, de sutil vocación biográfica, el libro viaja al entorno y al interno de Stella casi sin rumbo fijo, orientado nada más que por el flujo de la compañía y la honestidad, a veces fulminante, pero siempre honda e hilvanada por la amistad que Díaz Varín le prodiga a Donoso a través del tiempo narrativo y el real. Se viaja por su infancia, la cercanía con la naturaleza y la muerte prematura de su padre, su llegada a Santiago desde La Serena, su formación intelectual y compromiso político -casi obliterado por los críticos-, su duros trances familiares y afectivos y, cómo no, la sociabilidad literaria que modulará su decir y su actuar de la mano de sus juntas noctámbulas y bohemias, como la de Jorge Teillier, Enrique Lihn o la del mítico poeta Teófilo Cid (“éramos exquisitos, teatrales y producidos” dice la poeta, “dandis de la noche, para nosotros no había nada peor que la vulgaridad”). En el recorrido, Claudia Donoso dispone a la poeta donde mejor se pliega y despliega, que no es tanto lo histórico o episódico -que lo hay y remece-, sino la vida propia y la de otros apostillada por sus juicios rotundos, sagaces y cavilantes. He ahí un acierto de la propiciadora de este diálogo, pues decide hacer una forma más sensata de biografía conversada: la que no se ocupa tanto de los acontecimientos, sino de los pensamientos enquistados en la vida. Y de esa materia, este libro está delicadamente colmado. En cada página se agazapa una reflexión fresca, inesperada, radiante, que esboza una poética y una enfática, una filia y una fobia que busca precisar su brava discordia con el mundo. Los artistas no son material transmisor -aventura en una de sus réplicas- “yo no soy eso, yo soy la fuente. Pequeñísima, pero soy la fuente”.

Para quienes tuvimos la impagable fortuna de conocer a la poeta, reconocemos nítidamente en este libro la profundidad de sus razones y la tesitura de su voz, más bronca que ronca. No encontrarán tanto sus “dapsin dipsin, dupsin dapsin”, “jamásmente”, “nuncamásmente” u otras “pequeñas rasmilladuras del lenguaje”, como definía ella estas sonoras interjecciones destinadas a no latear con explicaciones largas. Más bien, encontrarán una biografía hablada y entreverada, sostenida en una palabra inquieta, esquinada, punzante y pensante. Aquella palabra que nunca renunció a encontrar desde sus primeros hasta sus últimos poemas: “Una sola será mi lucha// Y mi triunfo;// Encontrar la palabra escondida// aquella vez de nuestro pacto secreto// a pocos días de terminar la infancia. /Debes recodar donde la guardaste”.

Por años Claudia Donoso fue una verdadera compañía que supo, como pocos, mostrar esa palabra y esa vida excepcional, vivida y viviéndose. Nos introdujo en aquella cocina encendida pero también la apagada y más oculta que Stella llevaba en el pecho, la menos dicha. Para varios, como Wilde, los biógrafos —y las escrituras que se entrometen con las existencias literarias ajenas— son ladrones de cadáveres: a unos les toca el polvo y a otros las cenizas, pero el alma les queda siempre fuera de su alcance. La palabra escondida está en las antípodas de las cenizas o la borra, puesto que nos obsequia una vasta porción del alma de la irremplazable Stella Díaz Varín.


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