No debería sorprendernos que los constituyentes que pertenecen a los pueblos originarios hablen en las lenguas que los representan, ya que estas y sus variantes están íntimamente entrelazadas con las identidades de sus hablantes y con determinados modos de vivir y relacionarse. La Convención Constitucional nos muestra la diversidad del país en un lugar de autoridad en que no estábamos acostumbrados a verla.
Por Guillermo Soto Vergara
Las lenguas son instrumentos de comunicación. La afirmación constituye una obviedad: nos permiten transmitir ideas, enviar a otros contenidos mentales sin necesidad de confiar en las artes esotéricas de la telepatía. Pienso en algo, lo empaqueto usando un código lingüístico y se lo envío a otro que, en la medida en que comparta esa llave mágica que es el código, podrá desempaquetarlo y recuperar mi pensamiento. Mientras más personas compartan un mismo código, es decir, un mismo vocabulario y una misma gramática, mejor. Y si todos emplean el mismo código lingüístico, pues miel sobre hojuelas: más allá de nuestras diferencias, poseemos una lengua común que facilita el comercio, la educación, el acceso a la información y la deliberación democrática. Por supuesto, a veces habrá quienes no hablen la lengua común y, en consecuencia, no puedan participar plenamente de la vida social. Aunque a primera vista este pueda parecer un problema grave, la solución es sencilla: basta con que abandonen la herramienta limitada que hasta ahora usaban y adopten en su reemplazo otra más útil, un nuevo código que, sin ser intrínsecamente mejor que el anterior, resulta más eficaz porque lo comparten más personas. La lengua común permitirá su inclusión en nuestra sociedad.
Puede que razonamientos de este tipo estuvieran en las cabezas, si no de todas, al menos de algunas de las personas que han criticado el empleo de lenguas de pueblos indígenas en la Convención Constituyente. Que la lengua común que se invoca sea, con toda probabilidad, aquella en que se criaron los críticos —su «lengua materna»— es una coincidencia feliz, por supuesto. El problema, sin embargo, es que la metáfora de la lengua como instrumento transparente de comunicación esconde mucho. Para comprender lo que alguien nos dice no nos basta con el código. Hay harto más: experiencias compartidas, historias, expectativas, valores, modos de relacionarnos; la comunión que para el filósofo Charles Taylor es condición del lenguaje. Hace años, un colega español me contaba que la primera vez que vino a Chile y pidió un café, notó que la gente se molestaba. Tuvo que aprender a pedir café como pedimos en Chile, haciendo primero contacto visual con el mozo, pidiendo con diminutivos, frases de atenuación y cierta cadencia cortés en el habla. Diferencias triviales, pero diferencias. Y eso entre quienes hablan un mismo idioma. Cuánto más profundas serán las diferencias cuando son lenguas y culturas muy distintas. Las lenguas y las variedades de las lenguas (los dialectos) vienen con tradiciones, afirman modos de ser, se dan imbricadas en una cultura que las sostiene y que, a la vez, se expresa en ellas y va cambiando con ellas. No aprendemos nuestra lengua materna fuera de un proceso de socialización y enculturación. Y formamos nuestras identidades en esa lengua y en las variedades de las lenguas; en modos de hablar en que también participan las emociones, el cuerpo, las formas de interpretar lo que se nos dice. Por supuesto, no estamos encadenados a ellas. Podemos usar otros idiomas y otras variedades cuando la situación lo amerita; con mayor o menor fluidez según nuestra propia trayectoria en esas lenguas. Podemos cambiar nuestra primera lengua por otra, pero en ese caso no solo cambiamos de idioma: nos incorporamos a otra cultura. Y podemos, incluso, participar de una cultura en que hay más de una lengua y en que las prácticas discursivas y culturales se despliegan híbridas, sin atender a los límites de los idiomas, como en el translenguar con que la lingüista Ofelia García designa las prácticas lingüísticas de latinos en Estados Unidos.
Las lenguas proponen perspectivas sobre la realidad que tomamos automáticamente, sin tener que detenernos a reflexionar. Cuando los hispanohablantes decimos de un vaso que «se cayó», marcamos con ese se el carácter accidental del proceso y esa construcción nos parece tan natural que nos sorprendería percatarnos de que el dispositivo no existe en todas las lenguas. ¿No es evidente, acaso, que una cosa es ser y otra estar? En cambio, nos resulta extraño que en aymara y en quechua se deba precisar siempre si hemos accedido directa o indirectamente a la información que comunicamos, o que en mapudungun la partícula me signifique algo tan complejo como que alguien vuelve o volverá después de ir a un sitio que está lejos de donde está el hablante. Y nos admira enterarnos de que mientras en español pensamos que el pasado es algo que dejamos atrás, en aymara esté frente a nosotros y sea el futuro el que figura a nuestras espaldas. Muchas veces, cuando llegamos a significados que designan experiencias o fenómenos puramente humanos, la palabra nos parece indisociable de lo que expresa. E incluso la adoptamos en nuestra lengua sin buscar alterarla. Alguien nos habla del Schadenfreude, la alegría que se siente ante el sufrimiento ajeno, o de kawaii, esa belleza que asignamos a ciertos seres u objetos que encontramos particularmente tiernos. El abogado nos advierte que no puede traducir literalmente rule of law porque la expresión no es fácil de asimilar a las categorías del derecho continental con las que estamos familiarizados, aunque expresiones como estado de derecho o imperio del derecho puedan ser muy próximas. ¿Cómo traducir entonces machi al español, conservando la trama de creencias, prácticas e instituciones que sustentan la palabra? No lo hacemos: hablamos, también en castellano, de la machi.
Cada lengua y cada variedad de lengua es la expresión de un modo en que, a lo largo del tiempo, una parte de la humanidad ha observado la realidad y ha desarrollado una cultura: la diversidad de las lenguas es también la diversidad de lo humano, desde los significados más superficiales a los más profundos. Una diversidad que, en todo caso, no debiéramos entender como conformada por compartimentos herméticos, porque las lenguas y las culturas están en constante contacto, influyéndose unas a otras, lejos de todo ideal de pureza. En el español andino se observa el uso del pretérito pluscuamperfecto (había cantado) para referirse a situaciones que el hablante solo conoce de modo indirecto, un uso muy distinto al del español general. La explicación más simple es que, como en aymara y en quechua es necesario marcar el acceso directo o indirecto a la información, esa función se ha proyectado al español de los Andes, lo que ha llevado a una reinterpretación del significado del pluscuamperfecto.
No debería sorprendernos que hablen en las lenguas de sus pueblos quienes los representan en la Convención Constitucional. Incluso cuando muchas personas de esos pueblos no sepan hablar hoy sus idiomas. Las lenguas, y también las variedades de lenguas, están íntimamente entrelazadas con las identidades de sus hablantes y con determinados modos de vivir y relacionarse, con las identidades de los pueblos. Contienen significados que se han construido en ciertas trayectorias de lo humano: formas de emocionarse y sentir, creencias, tipos de acciones, instituciones, objetos y todo aquello que conforma la cultura. La Convención Constitucional nos muestra la diversidad del país en un lugar de autoridad en que no estábamos acostumbrados a verla. La expresión de esa diversidad solo puede enriquecernos.