En enero, en el marco del Festival Internacional Teatro a Mil, tendremos la oportunidad de ver una serie de puestas en escena que, de diversas maneras, y desde distintos rincones del mundo, nos hablan del entrañable lazo entre memoria, dolor y violencia.
Por Mauricio Barría | Imagen: All right. Good night. Crédito: Merlin Nadj-Torma
Cuando iniciamos el proyecto AppRecuerdos en 2016, no imaginábamos lo que pasaría sobre la ciudad de Santiago tres años después. Se trataba de una obra sonora que invitaba a recorrer el centro de la capital escuchando más de 90 relatos de personas diversas que contaban lo que les había sucedido ente 1970 y 1989 en un lugar específico de la ciudad. Por medio de una aplicación activada por GPS, los caminantes se encontraban con una historia que había ocurrido en un ahí entonces y que ellos escuchaban en ese ahí ahora. AppRecuerdos buscaba hacer tangible el hecho de que la memoria no es una simple efeméride, una fecha colgada a un calendario que debemos conmemorar cada diez años, sino que es el producto de un trabajo persistente, algo por hacer. La memoria es presente porque lo ya acontecido reverbera insistentemente en nuestro ahora. En efecto, recordar es una acción y no un estado de las cosas. Recordar nos pone en presencia y trae a presencia nuestro íntimo e irremediable lazo con el tiempo. Cada vez que entrábamos en relación con esa historia no solo la revivíamos imaginariamente y la sentíamos cruzar por nuestro cuerpo, sino que despertaba un nuevo recuerdo cuando volvíamos por ese lugar de la ciudad. AppRecuerdos superpone ciudades y visibiliza las capas temporales que constituyen las calles, los pasajes, las avenidas y las plazas. La ciudad devenida tiempo, devenida acción. El relanzamiento de la aplicación en 2023 nos replantea esta pregunta por la memoria que ha estado tan en boga durante este tiempo. A contrapelo de los cada vez más comunes discursos que cínicamente llaman a olvidar y a pasar la página —o a enfocarnos con urgencia en proyectar un futuro anestésico en el que han sido limadas las marcas, contusiones y rajaduras del pasado—, una obra como AppRecuerdos hace suya la vieja máxima de Nietzsche “solo lo que no cesa de doler permanece en la memoria”.
El dolor también implica poner atención. Nos detiene y hace presente la singularidad de eso que duele. Hace que las cosas que desestimamos en la cotidianidad vuelvan a importar. Cuando lo que ocurre en el mundo nos importa, es que se nos hace doloroso. En el dolor arraigamos, acogemos; en el dolor tomamos posición ante las cosas. No es sorprendente, entonces, que desde sus orígenes la escena teatral busque esta finalidad. El teatro es una representación del dolor en este sentido, porque hace que las cosas que ocurren afuera nos vuelvan a importar. El teatro expone nuestros cuerpos al mundo para mostrarnos la bella densidad que lo conforma. Por ello, juega con la memoria, en cuanto pone ante nosotros lo que no deja de doler.
En enero próximo, en el marco del Festival Internacional Teatro a Mil (cuya programación puede verse aquí), tendremos la oportunidad de ver una serie de puestas en escena que, de diversas maneras, nos hablan de este entrañable lazo entre memoria y dolor, memoria y violencia.
En All right. Good night, montaje de Helgard Haug —una de las integrantes del reconocido colectivo Rimini Protokoll—, la directora nos invita a una aguda reflexión sobre la pérdida y la desaparición superponiendo dos situaciones en apariencia disímiles. Por un lado, la extraña desaparición del Vuelo 370 de Malaysia Airlines que en marzo de 2014 dejó de verse en los radares y hasta el día de hoy no se sabe con certeza su destino. Por otro, la enfermedad del padre de Haug, que comienza a sufrir demencia senil y pérdida de la memoria. Con ambas situaciones entrecruzadas, el montaje hace un llamado de atención sobre la fragilidad de nuestras existencias, en contraposición a una ideología de la seguridad y la vigilancia que parece dominante en nuestras sociedades. Tanto el desvanecimiento del avión como el de la memoria del padre nos recuerdan que la vida pende sobre delgados hilos, y que los límites entre lo razonable y lo imposible se cimbran continuamente. Esta metáfora es magistralmente trabajada desde la sonorización y la música, a cargo de Barbara Morgenstern. Como es habitual en los proyectos de Rimini Porotkoll, el oído es el recurso para pensar el carácter efímero de las cosas y la mutabilidad incesante de la materia.
En El mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca, los españoles Xavier Bobés y Alberto Conejeros trabajan con material documental para contar la historia verídica de un profesor de una escuela rural de Burgos (España) que invita a sus pequeños estudiantes a escribir cuadernos imaginando cómo sería el mar, ya que no lo conocen. El sueño de estos niños y la promesa del profesor quedan truncados a causa de la guerra civil: el profesor es fusilado y su cuerpo permanece desaparecido hasta hoy. Sin embargo, los cuadernos de los niños perduran como vestigios de un deseo. Una obra sobre cómo la gran historia repercute a veces fortuitamente sobre las pequeñas vidas de las personas, y sobre cómo, por medio del ejercicio de recordar, se nos hacen presentes los tejidos subterráneos que conforman la superficie visible de los acontecimientos. Una obra que nos recuerda que, a fin de cuentas, no hay un relato oficial cuando los grandes quiebres sociales nos traspasan a todos. Es en el relato de estos dolores y sueños en los que una comunidad encuentra su comunión. El teatro ha solido ir a contrapelo y a contratiempo del poder dominante (aunque también, a veces, ha sido obsecuente). Desde las grandes tragedias antibélicas de Eurípides, la escena parecía ser el refugio de un pensamiento contestatario, una especie de contrapoder del imaginario, que, sin embargo, era y es capaz de generar efectos concretos en las audiencias. El dramaturgo alemán Heiner Müller apuntó bien el poder del teatro cuando lo designó como un “laboratorio de la experiencia social”.
En Los siete arroyos del río Ōta, emblemático montaje de Robert Lepage, el director canadiense nos propone una reflexión sobre las imborrables consecuencias de la guerra y, específicamente, de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Un montaje que nos remece y que hace presente el brutal sinsentido de la guerra; una obra sobre cómo se perpetúan sus marcas mnémicas en los cuerpos sociales. Lepage rescata este sentido épico y mítico del teatro, que aparece aquí como un contradiscurso de una cultura imperante de la muerte. Mostrar la violencia y el dolor adquiere entonces un sentido didáctico, porque sin duda hay experiencias que no necesitamos vivir para saber que no hay que vivirlas.
Cuando leamos estas líneas ya habrá acontecido el segundo plebiscito constitucional, una situación a la que nunca debimos llegar. ¿Cómo fue que se perdió la oportunidad de generar un marco constitucional que relevara las grandes deudas sociales de nuestra historia con las mujeres, los pueblos originarios, las clases populares y los segmentos más desposeídos? ¿Cómo fue que en esta última conmemoración de los 50 años del golpe de Estado surgieron discursos negacionistas con total impunidad? ¿Acaso perdimos nuestra capacidad de generar imaginarios y de hacerlos colectivos? La memoria no es natural. La memoria es una zona de disputas y hegemonías, en la que no existen obviedades, y donde la posibilidad de que algo nos deje de importar está latente. Memoria significa acción presente, y es sobre esta premisa que se levantan algunos interesantes montajes chilenos: Memoria, de Trinidad González, o Antuco, de la Compañía Silencio Blanco, o Yeguas sueltas, de Ernesto Orellana. Y, por cierto, AppRecuerdos, que estará disponible para que cualquier persona pueda descargarla y escuchar esas historias que nos harán revivir el proceso de la Unidad Popular, y del golpe militar y la dictadura que lo abatió, para sentir así que son hoy el más intenso déjà vu de nuestra actual realidad. Todos estos montajes entienden la memoria no como algo pretérito, sino como capas de tiempo superpuestas en el presente. Son obras que no buscan trabajar sobre lo que pasó, sino sobre cómo eso todavía resuena hoy. Porque queremos entender la memoria como un derecho y no como un tema.