Skip to content

Recortes

Las páginas culturales son espacios para pensar una sociedad, mediar la producción artística e intelectual y abrirse a nuevas perspectivas. Pero el periodismo cultural en Chile no es una prioridad ni para el Estado ni para el sector privado.

Por Lorena Amaro | Foto: Peatón Hugo/Pexels

“Si él se ve tan grande, es porque todos estamos de rodillas”. Nunca olvidé este rayado, primera invitación que recibí a la movilización política y que aparecía en un reportaje sobre textos contra Pinochet en los muros de Santiago, no sé si en La Maga o Pluma y Pincel. Sí sé que era una adolescente y que estábamos en los últimos años de la dictadura. Nunca lo vi en las calles, pero el texto se me quedó grabado al verlo en el papel. Durante años recorté reportajes como ese y los pegué en un cuaderno que llevaba por nombre “Recortes”, y en el que había desde una nota de La Segunda en la que se afirmaba que Proust decapitaba ratas para sobrellevar el insomnio, a una reseña sobre El deseo de toda ciudadana

Con mi cuaderno supongo que compensaba el problema de muchas casas chilenas: la escasez de libros. Por lo mismo, leía con avidez cualquier pasquín que llegara a mis manos. Recuerdo haber tenido revistas como El gato sin botas y La Castaña. Por supuesto que coleccionaba La Bicicleta, y también juntaba los programas del Cine Arte Normandie escritos por José Román. Ya en la universidad, recuerdo haber descubierto la revista española El Paseante, de Siruela. Simplemente la amaba. 

Esta pequeña y modesta historia de formación —en que por cierto hay otros capítulos imprescindibles— se la debo, como tantos, al periodismo cultural, que en Chile no se apagó jamás, ni en los peores momentos de la dictadura. Nos dio modelos que imitar y, en mi caso, al menos, una meta. 

Me pregunto cuántas personas tienen relatos similares a este, que recuerdan la materialidad de un periódico, el seguimiento de una o varias firmas (no me perdía los perfiles que publicaba La Época en su última página) o la lectura de un texto que les hizo cambiar de perspectiva. Si por algo estudié periodismo, fue pensando en, algún día, escribir en una revista como Crítica Cultural, o en un espacio como Literatura y Libros, donde se publicaban los textos de Camilo Marks y una joven Patricia Espinosa, que tituló su reseña de Estrella distante, de Roberto Bolaño, de una manera que, con los años, tampoco olvidé: “Nace una estrella”.

Sin embargo, La Época cerró en 1998, durante la llamada transición, y los espacios para la cultura se hicieron cada vez más exiguos en la prensa escrita. Aun así, en los 90 alcancé a estar en La Nación, un diario que cerró en 2010. Este 2023 también dejaron de existir el suplemento “KU” y la revista La Palabra Quebrada, que hacían un tremendo aporte a la reflexión cultural desde regiones. 

En octubre de este año, el periodista Roberto Careaga escribió una columna para Revista Santiago sobre los problemas de la crítica literaria. Gran parte de su diagnóstico se podría hacer extensivo al periodismo cultural, el que tiene cada vez menos presencia en los medios masivos. Pocos días después de esa discusión cerraron las páginas culturales de Las Últimas Noticias, uno de los pocos bastiones que quedaba para esta área del periodismo y para la crítica literaria con alcance nacional. Solo la convicción del editor Andrés Braithwaite logró mantener en pie por tanto tiempo esas páginas, en las que escribieron Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas, Alejandro Zambra, Roberto Merino, Patricia Espinosa, Gonzalo Maier, María José Ferrada y Leonardo Sanhueza, entre otros.

Sabemos que hay otros espacios —revistas virtuales, podcasts, Instagram, TikTok— en que se hacen comentarios en torno a la cultura del libro. Pero también sabemos que en su mayoría son espacios autogestionados, con casi nulo financiamiento y que funcionan más que nada por voluntad, lo que los vuelve muy frágiles. Tampoco podemos obviar que un tercio de la población mundial aún no accede a internet, y que navegar sus aguas sin una brújula puede ser una aventura turbulenta. Son océanos de información y voces en los que resulta demasiado fácil perderse y, sobre todo, olvidar. 

Se dice que hoy accedemos a una nueva cultura de la memoria. No sé lo que saldrá de todo esto, pero me preocupa que las brechas sociales y la desigualdad se tornen cada día más insalvables. La red simula muy bien la democratización, y creo que esto nos hace más ciegos y dóciles a los discursos hegemónicos. Es válido preguntarse quién garantiza hoy el acceso a la cultura en Chile. Desde luego que el periodismo cultural es una forma de mediación fundamental, que debiera ser protegida en particular por el Estado. En el Chile neoliberal, sin embargo, éste renuncia a cuidar los archivos y a sostener los proyectos de la prensa cultural: prefiere dejar el legado de La Nación en manos de una universidad privada y publicar su avisaje en un diario como El Mercurio antes que en una revista cultural. Se podrían crear, asimismo, medios culturales públicos, como La Agenda Revista, del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

No ayuda, tampoco, el escaso interés de las élites chilenas por la cultura, salvo por proyectos como Tobacco & Friends (2000-2005), de Chiletabacos, que buscaba hacer más amable esa industria a través de un ciclo de entrevistas a personalidades de la literatura, el teatro y otros ámbitos. 

Argentina tiene ejemplos de privados que han inyectado no solo dinero sino también pasión a proyectos perdurables, como el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba) o el espacio editorial, la revista y la librería Eterna Cadencia. Pero en Chile, el interés literario, con contadas excepciones, es escaso. Un programa como La Ciudad y las Palabras, alojado en la UC, ha sido posible por muchos años gracias al apoyo de distintos aportes privados y gracias al empeño de su gestora, Loreto Villarroel. 

No nos engañemos pensando que esto pasa en todos lados. En Estados Unidos la crítica no ha muerto, y que un crítico o crítica del The New York Times Book Review reseñe positivamente una novela todavía es un enorme aliciente a la lectura. El periodismo cultural sigue presente en espacios como Babelia en España o Página/12 en Argentina. 

Tal vez me digan que en Chile no hay plata. ¿En serio? Creo que se trata más bien de un asunto de prioridades, y parte del experimento chileno es suprimir estos espacios, jibarizarlos, porque conviene hacerlo. Aun así, tuvimos un estallido social en 2019, con miles de personas en las calles exigiendo educación y salud de calidad, y hoy son miles quienes mantienen vivas las artes y la crítica a punta de entusiasmo, como escribe la ensayista Remedios Zafra a propósito de la precarización de quienes trabajan en el ámbito de la cultura.

Por lo mismo, el retiro de las voces críticas y la crisis del periodismo cultural no debieran sernos indiferentes. ¿Por qué no luchar por estos espacios? ¿Por qué darse por vencidos? ¿No debemos seguir reclamando al Estado una política de comunicaciones que valore y propicie la continuidad y alcance de proyectos vinculados con la divulgación cultural, de espacios como La Nación o, más atrás, Editorial Quimantú? ¿Pensamos, acaso, que no habrá más curiosos que, como nos ocurrió a nosotros, lean un artículo periodístico y con él se asomen a nuevos desafíos y mundos?