Diatribas de una monstrua

A diez años de su muerte, el legado de la artista del underground chileno Hija de Perra es más venerado que nunca. Su rostro está en murales, las disidencias marchan con frases suyas en lienzos y ha irrumpido en la academia con su obra más desconocida: una serie de ensayos y ponencias sobre sexo e identidad de género que presentó en diversas universidades. 

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Novatos a la escena

«Esta premura y ansiedad por el reconocimiento puede que convierta a la mayoría de estos concursos en simples esfuerzos por adquirir visibilidad, dejando de lado la labor fundamental de dar a conocer las principales tendencias formales de los artistas jóvenes”, afirma Diego Parra sobre la Exposición del Premio MAVI UC LarrainVial Arte Joven.

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Lo que teníamos, con lo que nos quedamos

Durante la dictadura cívico-militar, el Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago (MAPA) sufrió la pérdida de parte de su patrimonio por funcionarios de Pinochet. A 50 años del golpe de Estado, la exposición Memoria robada «da lugar a la reflexión sobre el pasado del museo (…) mediante la exhibición de su historia».

Por Diego Parra

Entramos a la sala y solo hay vitrinas vacías. Muchas cédulas de obra que describen objetos que no están en su lugar. Nos recibe una advertencia: esto tiene que ver con los 50 años del golpe de Estado. Más allá, otro texto un poco más largo nos da la clave para todo el lugar. Se trata de Memoria robada, una exposición que revisa la pérdida de piezas que sufrió el Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago (MAPA) durante la dictadura cívico-militar. Nury González, curadora de esta propuesta, nos indica que el museo fue parte de las múltiples instituciones que fueron expoliadas durante la intervención militar al interior de la Universidad de Chile, específicamente en su inmensa colección fundada por el poeta e investigador Tomás Lago en la década de 1940.

Es extraño que un museo decida visibilizar su historia mediante la ausencia, puesto que uno tiende a pensar que incluso el robo o destrucción de piezas tiene un vestigio material que puede ser expuesto, como por ejemplo las estatuas atacadas, las pinturas censuradas o incluso el registro de las acciones iconoclastas; cualquier cosa podría ser usada para dar una imagen a aquello que ocurrió. La opción del vacío, sin embargo, parece estremecer más a la conciencia, ya que nos recuerda que la destrucción del patrimonio deja una marca en nuestras sociedades que difícilmente puede ser resarcida, en especial en sociedades que no han implementado políticas de justicia y reparación.

  El arte contemporáneo ha hecho de la visibilización de la ausencia un método más para hacer presente todo aquello que ya no está (incluso a quienes no están). A ratos, pareciera que el simple gesto de apuntar al lugar donde antes estuvo algo que fue violentamente eliminado nos permite evocar con profundidad lo que ocurrió, gatillando recuerdos que ni uno mismo sabía que tenía guardados. Gran parte del arte que ha trabajado con la memoria entiende que la acción misma de recordar no es algo que controlemos del todo, ya que una imagen, un sonido o incluso un olor pueden desatar los cauces del pasado en nuestras mentes. La exposición del MAPA, desarrollada por González, encuentra su singularidad en que debemos entenderla prácticamente como una acción artística que da lugar a la reflexión sobre el pasado del museo. Esta particularidad radica en que aquello que podría haber sido divulgado mediante un ensayo, un libro, un documental o cualquiera de los métodos tradicionales de investigación, acá se comunica mediante la exhibición de su historia, para que quienes más importan a un museo —a saber, los públicos— tuvieran noticia de estos hechos del modo más directo posible.

¿Podemos entender esto como una suerte de “teatralización” de la historia? Por supuesto que sí, ya que ingresar a la exposición es una experiencia sensorial compleja e impactante, que nos hace lidiar con sensaciones contradictorias, como la frustración, el asombro, la tristeza y la curiosidad. Pero no es que aquello que vemos sea una “puesta en escena” desde la idea de una narración ficticia, es más bien volver concreta la ausencia en lo cotidiano: el objetivo último es experimentar lo que ocurre cuando perdemos algo importante. La tarea es difícil, ya que en general los públicos tienden a ser distraídos, y cuando entramos a un lugar que no nos estimula como esperaríamos, tendemos a abandonarlos así, sin más. Probablemente, las estrategias de visibilización de la ausencia deban ir sofisticándose cada vez más (pensemos que en la ciudad contemporánea cada estímulo está compitiendo por llamar nuestra atención), al punto de que puedan ofrecer visitas lo más transformadoras posible. Esto último también es parte de la propuesta curatorial del MAPA, que incluyó la simulación de una pieza desaparecida mediante el uso de inteligencia artificial. La simulación abre espacios insospechados para la investigación patrimonial, en especial para los dedicados a la cultura material, donde la pérdida de objetos es inmensa. Imaginemos por un momento poder ir al museo a conocer obras que fueron destruidas, o poder reconstruir lenguas muertas o en proceso de extinción, así como experimentar la vida en un determinado momento de la historia. La ansiedad por lo que se perdió inexorablemente se vería alterada de modo radical: quizá el pasado, por primera vez, no sería algo tan distinto del presente.

Lo trágico, sin embargo, sigue estando ahí. El expolio que sufrió el MAPA —así como la totalidad de la universidad— causó estragos que han determinado en gran parte su destino. El desprecio y sanción hacia cualquier forma de cultura que no fuera la que el mando militar determinara era habitual. En el caso del MAPA, todo aquello que no referenciaba al “Chile tradicional” fue parcialmente castigado por la desidia y el olvido, a tal punto que, como nos informa la exposición, muchas piezas fueron descatalogadas durante los ochenta por el abandono del que fueron víctimas. Su estado de conservación era tal que solo podían ser descartadas.

Otro caso son los robos o “desapariciones” que afectaron al museo. El actuar criminal de los funcionarios de la dictadura se extendió incluso al delito más común de todos: el hurto. Dado el valor material de muchas de las piezas —en las que había plata, oro o piedras preciosas, por ejemplo—, no faltaron quienes, sin escrúpulos, se adueñaron de dichos bienes. A lo largo de la historia no ha sido raro que esto ocurra; de hecho, a nivel internacional se han creado legislaciones que han permitido recuperar, entre otras cosas, las obras robadas por los nazis. A nivel local, ha sido virtualmente imposible recuperar todo lo que la Universidad de Chile perdió, ya que se hizo “siguiendo la ley”, mediante la estructura de confiscación y destrucción sistemática que desarrolló la dictadura cívica-militar contra el propio Estado.

No deja de ser necesario recordar que, en los primeros años de la transición democrática, la Concertación prometió “revisar” las privatizaciones que Pinochet desarrolló durante los 17 años que estuvo en el poder, una promesa que nunca se cumplió y que ni siquiera le fue hecha a la universidad. El expolio institucionalizado terminó convertido en una de esas cosas de las que era mejor no hablar, para así no perturbar la precaria situación en la que nos encontrábamos. Y así nos quedamos.

¿Qué más recordamos que antes estaba allí, pero ya no está? ¿Y cuándo sabremos por qué ya no está?

Un hito memorioso

El descubrimiento de 15 restos humanos en Lonquén, en 1978, fue la primera evidencia concreta de los fusilamientos y desapariciones durante la dictadura, rastro que se intentó borrar con la posterior destrucción del lugar. La exposición Lonquén, 10 años (1989), de Gonzalo Díaz, recogió este intento de eliminación del recuerdo.

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