“De una animita se trata este libro (…) Un espacio ritualizado como sitio de memorias y de dolores, pero que deviene lugar de peregrinación de cientos de personas que hacen de ella un lugar público, es decir, un mall, zona transaccional por excelencia”, escribe Alia Trabucco.
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“¿Cómo narrar y nombrar el horror, asumiendo que de dicha experiencia nadie sale indemne?”, se preguntaba Faride Zeran en la presentación del libro «Sociología de la masacre. La producción social de la violencia».
Seguir leyendoRoger Chartier: «La crisis del papel puede ser la crisis de la historia»
El historiador francés, especialista en la historia del libro y la edición reflexiona sobre su disciplina y las consecuencias que tuvo la pandemia en las prácticas de lectura. En su paso por Chile, el profesor del Colegio de Francia advierte: “No es la lectura la que está en jaque, es la lectura de libros”.
Seguir leyendoUn territorio de tensión
Cuerpo y violencia. Literatura y arte contemporáneos en Latinoamérica, editado por los investigadores y académicos Alejandra Bottinelli, Valeska Solar y Andrés Soto, es «un volumen temática y metodológicamente innovador, un certero aporte a los estudios y la crítica literaria y cultural interdisciplinar», escribe Patricia Espinosa.
En los años 90, la crítica literaria fue sacudida por una crisis a partir de la creciente conjunción entre esta y la crítica cultural. Afortunadamente, atrás han quedado los vaticinios de autoras como Beatriz Sarlo, quien en 1997 profetizaba que la crítica literaria sería engullida por la crítica cultural. Lo que ocurrió más bien es que la interdisciplinariedad se ha vuelto eje de la crítica. La literatura y la crítica han dejado de representarse como autónomas y se han transformado en un territorio de tensión con la episteme neoliberal y patriarcal.
Es en este territorio interdisciplinar donde sitúo Cuerpo y violencia. Literatura y arte contemporáneos en Latinoamérica (Editorial Universitaria, 2022), editado por los investigadores y académicos Alejandra Bottinelli, Valeska Solar y Andrés Soto. Un trabajo donde se pone en ejercicio una metodología geo-literario-política aplicada a la literatura, las artes, el cuerpo y la violencia. El volumen concita discusiones e investigaciones continentales y transcontinentales respecto a producciones artísticas y literarias de América Latina, un territorio habitado por corporalidades o materialidades en movimiento. Un sensible —usando el término de Jacques Rancière— intervenido por el sexo, la raza, la clase, y expuesto al ejercicio de la violencia.
Para las y los autores del volumen, el cuerpo opera en un marco de hiperinflación proveniente del biocapitalismo que rentabiliza el sufrimiento. Esta hiperinflación es una amenaza constante a la cual se responde contrahegemónicamente desde la literatura, el arte y los movimientos sociales. A lo anterior, sumaría la crítica literaria como una performance de resistencia y oposición a una política de neutralización y exterminio del cuerpo/discurso disidente.
Uno de los aspectos fundamentales que se plantea en el libro es el del cuerpo-víctima como lugar de consenso, limitado a la piedad inmovilizadora. Ante esto, el cuerpo debe ser situado y abordado en su potencial político y su diferencia. Es esto precisamente lo que ocurre en los ensayos del volumen. Textos que, de paso, nos enfrentan a un análisis situado, una posición donde la voz enunciativa no queda inmune.
Por ello, me parece tremendamente importante que se plantee la interrogante sobre cómo ir más allá del dato sin anular la intensidad del horror. El horror, concepto que se reitera en la mayor parte de estos textos, “no puede comprenderse cabalmente”, pues ante él “se ingresa en un territorio resistente a cartografías definitorias”, nos dicen Bottinelli, Solar y Soto. Esto incide en un compromiso de “la propia subjetividad”, la cual comparece “en una encrucijada ética, estética y política que se corresponde con la crisis general de las categorías humanistas”.
Vanessa Solano, en “Epitafios in absentia o la escritura de una genealogía de la violencia colombiana en La forma de las ruinas de Juan Gabriel Vásquez”, asume la definición de la literatura como “una forma de conocimiento de las transformaciones de lo social”. Su objetivo es una novela autobiográfica que aborda un complejo periodo histórico colombiano que tuvo como efecto enormes olas de violencia social. La investigadora destaca el cruce entre la historia del país y los recuerdos personales del narrador protagonista, desmontando los límites entre lo público y lo privado, la historia oficial y el mito del viaje como escape imposible de la violencia.
En “Violencia y cuerpo expuesto: una mirada a la obra de Diamela Eltit”, Mónica Barrientos, destacada especialista en la obra de esta escritora, asume un estilo ensayístico para elaborar un marco de violencia de género a nivel nacional a partir del caso de Nabila Rifo. Barrientos se interroga por la necesidad de hacer justicia yendo más allá de la piedad, lo que requiere una definición de humanidad “más amplia que la propia víctima, en el cual ella sea testimonio de algo más que sí misma”. Tomando las novelas El cuarto mundo (1988) y Los vigilantes (1994), la autora somete la categoría mujer a un juego político que la marginaliza y la constriñe en atributos como la “entrega, fidelidad y protección”, cuyo cuerpo resulta “expuesto al abuso de un sistema cultural y político”.
La reflexión sobre los límites de la representación tiene lugar en el original texto del investigador ecuatoriano Diego Falconí. “Las trampas del sujeto jurídico. Aproximaciones corporales desde la literatura” nos remite a la necesidad del rigor al utilizar la representación de modo estratégico en el ámbito legal. El autor se centra específicamente en “una posible reformulación del orden legal”. Para ello, se dedica a realizar aproximaciones críticas en torno al cuerpo y las “ficciones que se tejen sobre él y que viabilizan ciertas formas de violencia (…) legitimando concepciones teóricas del derecho que pueden devenir en prácticas inequitativas”.
En el ámbito del arte en el espacio público, Samuel Espíndola, en “Lo indocumentable del cuerpo: tachaduras en el arte chileno contemporáneo” nos aproxima al Muro de la memoria, monumento fotográfico realizado por Claudio Pérez (1999), ubicado en el Puente Bulnes sobre el río Mapocho. Pérez califica esta obra como un contramonumento que representa una historia inconclusa, pero que sin embargo contiene un final. Un caso similar es 2054, trabajo realizado por el artista Francisco Tapia en una galería ubicada al interior de la librería Metales Pesados. Se trata de “cuarenta y cuatro marcos negros de los cuales solo seis contenían una hoja en su interior, mientras que los demás mostraban su fondo también negro”. Las seis hojas eran parte del Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Informe Valech). Para Espíndola, el arte del archivo funciona como metáfora de “cómo la memoria se conforma de elementos incompletos, fragmentarios”, a través de elipsis y silencios.
En “La lengua del cuerpo agredido. Comparecencias del cuerpo latinoamericano rebelde”, Alejandra Botinelli explora el concepto de hexis como memoria física, corporal; como disposición individual, pero también social. La hexis, según la autora, crea al sujeto sumiso y al sujeto rebelde, y la hexis corporal latinoamericana rebelde es un entre-lugar (en medio) de la encrucijada: potencia y acto en el espacio del aparecer del cuerpo “como latinoamericano”. Para Botinelli, la hexis de la violencia que “ha abonado un imaginario del castigo (…) que condiciona las sucesivas actuaciones de la agresión”, lleva a interrogarse por la intervención del poder sobre el cuerpo latinoamericano y, entre otras cosas, a reconocer la hexis de la rebeldía en el espacio colectivo.
Estamos ante un volumen temática y metodológicamente innovador, un certero aporte a los estudios y la crítica literaria y cultural interdisciplinar. Un libro situado al interior mismo de la distopía que habitamos, que nos demuestra con entusiasmo y horror que la crítica aún tiene sentido y que es una práctica de lucha.
De lecturas y relecturas
«Los libros, compañeros silenciosos e incondicionales, son para Vivian Gornick testigos privilegiados de sus procesos de crecimiento y transformación. En ese sentido, la autora de Apegos feroces afirma que releer un libro “se parece a tenderse en el diván del psicoanalista», escribe Lucía Stecher sobre Cuentas pendientes.
“Como la mayoría de lectores, a veces creo que nací leyendo”, dice Vivian Gornick (Nueva York, 1935) en la introducción a su libro de ensayos Cuentas pendientes (Sexto Piso, 2022), en el que cuenta que le es difícil recordarse sin un libro en la mano. Más adelante relata que su primer encuentro con la literatura ocurrió en la Biblioteca Pública de Nueva York, en el Bronx, donde encontró los personajes e historias que la acompañaron durante toda su vida escolar. Leía todo el tiempo, en todas partes y en las más diversas circunstancias, convencida de que no podía tener mejor compañía que la de los libros. “La lectura”, dice, procura “un alivio puro y duro del caos mental. A veces creo que me infunde por sí sola valor para vivir, y lo ha hecho desde mi más tierna infancia”.
Los libros, compañeros silenciosos e incondicionales, son para Gornick también testigos privilegiados de sus procesos de crecimiento y transformación. En ese sentido, la autora de Apegos feroces afirma que releer un libro “se parece a tenderse en el diván del psicoanalista. De pronto, la narrativa que durante años he atesorado en la memoria se ve puesta en tela de juicio, y de manera alarmante”. En nuestra mente retenemos las tramas, personajes y situaciones que más nos impresionaron en la primera lectura. Por eso a veces da susto volver sobre un libro y descubrir que ya no es capaz de conmovernos o impactarnos. Para Gornick, estas transformaciones de la experiencia de lectura constituyen un poderoso instrumento de autoconocimiento y de comprensión. A través de ellas puede aprehender mejor sus procesos personales y los cambios experimentados por la literatura y la sociedad. Además, la autora reconoce y valora los aprendizajes, saberes e intuiciones de una vida larga, que le permiten ver en los libros aspectos que pasó por alto en su juventud. Al referirse a Elizabeth Bowen, por ejemplo, señala que se trata de unos de esos escritores “cuyo poderío sentí siendo joven, pero cuya valía no capté hasta la vejez”.
Como mujer mayor, también se distancia de algunas lecturas entusiastas de discursos claros y unívocos que sintió inspiradores en sus primeros encuentros con ellos, pero que hoy le parece que no dan cuenta de la complejidad de la subjetividad humana. Así, a partir de una tardía y no poco ambivalente experiencia con sus primeras gatas —mascotas que se resisten a ser lo que ella había previsto cuando las adoptó—, relee Gatos ilustres (1967), de Doris Lessing, y se asombra al reconocer en la descripción que la autora hace de sus propios gatos una actitud tan implacable como la que tiene frente a los hombres en El cuaderno dorado (1962). Y lo que para una Gornick joven fue una revelación, para la mujer mayor se siente como una limitación que despoja a la mirada de Lessing de matices más complejos frente a las relaciones humanas.
Gornick vuelve sobre lecturas que no solo la impactaron una vez, sino que en algunos casos retomó muchas veces. Con su lucidez y honestidad habitual, la escritora se detiene en una serie de libros que la marcaron en distintos momentos de su vida. En algunos casos, como en Hijos y amantes (1913), de D. H. Lawrence, se sorprende por cómo en cada lectura se fue identificando con distintos personajes y cambiando la forma en que valoraba las situaciones en las que se veían involucrados. En todos los casos, el nudo conflictivo es el sexo y el deseo, o más precisamente, las experiencias de personajes que viven obsesionados por ellos y que habitan en un mundo signado por su represión. Gornick relata que en sus primeras lecturas había sentido que la novela de Lawrence la alentaba a luchar contra la ceguera emocional y el enmudecimiento de los sentidos que estimulaba la moral burguesa. Su lectura más reciente, sin embargo, la lleva a repensar la novela, pero también el lugar que el deseo y la pasión juegan en nuestras aspiraciones y fantasías de realización y plenitud.
La pregunta por el lugar que el deseo y el erotismo ocupan en la vida de las personas —y sobre todo de las mujeres— es retomada en el segundo ensayo del libro, donde Gornick vuelve sobre la obra de Colette. Este es probablemente el texto en el que la autora va descubriendo más distancias con respecto a sus lecturas anteriores. Novelas que en su juventud la emocionaron, conmovieron e inspiraron, 50 años después le parecieron vacías e incluso superficiales. Gornick cita pasajes de algunas de estas novelas a los que les reconoce fuerza y expresividad, pero que no logran profundizar en los retratos y situaciones que construyen. La joven que fue no solo le parece muy lejana a la mujer en la que se ha convertido, sino también muy distinta a las de ahora: “¿qué joven mujer de nuestros días leería hoy a Colette como la leí yo de joven? Es una pregunta retórica”.
La centralidad del deseo y del amor romántico en la vida de las mujeres son también los ejes de los ensayos que Gornick le dedica a El amante (1984), de Marguerite Duras, y a tres novelas de Elizabeth Bowen. En sus lecturas se entrecruzan la admiración por el talento de las escritoras, el análisis detallado de algunos pasajes y el recuerdo de sus propias historias de amor y desamor de la época en que leyó los libros por primera vez. La mirada desde el presente una vez más le permite reconocer las trampas en las que caían personajes que buscaban tapar vacíos existenciales con la ilusión de una gran pasión, las que no eran muy distintas a las que ella misma se construía.
Es difícil decir algo más bello sobre una escritora que lo que escribe Gornick sobre Ginzburg: “Una escritora cuya obra me ha hecho amar más la vida es Natalia Ginzburg. Al leerla, como he hecho en repetidas ocasiones desde hace muchos años, experimento la euforia que pro voca que te recuerden desde el intelecto que eres un ser sensible”. Gornick señala que es sobre todo en los ensayos personales de Ginzburg donde encontró una iluminación, la comprensión de “que es al ‘otro’ dentro de uno mismo que el autor ha de buscar y encontrar para lograr la dinámica necesaria”. En los ensayos de Cuentas pendientes, la autora observa con distancia, ternura, ironía, compasión y a veces algo de impaciencia esa otra que la habita, esa otra que es ella, y cuyas transformaciones reconoce también en los ejercicios de relectura.
El libro es un exquisito recorrido por una vida de lecturas que nunca son iguales y en las que los diálogos y posibilidades de enriquecimiento se multiplican: una relectura puede enseñar a leer de otro modo un libro cuyo total valor no se supo apreciar en un primer momento; nuevas experiencias de vida producen desapegos y nuevos apegos con personajes e historias; los cambios sociales y culturales vuelven irrelevantes y vacías algunas obsesiones mientras abren espacio a otras preguntas e indagaciones. Finalmente, Gornick reconoce que frente a los libros los lectores tenemos disposiciones o actitudes que pueden ser más o menos receptivas. Le estremece pensar “en todos los buenos libros que no estaba de humor para comprender la primera vez que los leí, y a los que nunca he vuelto. No me importa que el hecho de haber leído solo una vez un libro pueda haberme llevado a ensalzar una mediocridad —puedo vivir con ello—, pero al revés…. Eso me oprime el corazón”.
Una memoria enterrada
«Después de esta novela, creo que no cabe ni la menor duda de su capacidad como escritora para transitar por diversos estilos, de su talento y versatilidad», escribe Lorena Amaro sobre Vals chilote, de Yosa Vidal.
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La escritora argentina llena salas y agota entradas como una estrella de rock. Su próximo libro, de hecho, será sobre música: a mediados de 2023, publicará un ensayo sobre el grupo británico Suede. Porque además de ser creadora de cuentos y novelas de fama mundial, Enríquez es una conocida melómana.
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Representan un 10,95% de la producción chilena y hoy tienen una fuerte presencia en librerías. Tienen edades y trayectorias diferentes, pero todos cumplen la importante labor de socializar el conocimiento y poner en circulación libros de autores clásicos y contemporáneos.
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“Este libro representa la necesidad de pensar las deficiencias políticas diversas que incidieron en la derrota electoral”, afirma Claudia Zapata en la presentación del volumen De triunfos y derrotas: narrativas críticas para el Chile actual, editado por Faride Zerán (LOM), el que reúne una decena de ensayos de figuras del mundo social, académico y político; de los feminismos y pueblos originarios. En esta intervención, realizada el 11 de abril de 2023 en el Centro Cultural GAM, la directora del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la U. de Chile destacó el aporte que hace este libro para «elaborar una memoria política que sea capaz de advertirnos y resguardarnos ahora y en el futuro».
Por Claudia Zapata
La experiencia personal es un punto de partida inevitable a la hora de comentar un libro como este, que trata sobre nuestra atropellada historia reciente. Se trata de una experiencia que no tiene nada de singular, porque está marcada por sentimientos compartidos tras la derrota electoral del 4 de septiembre de 2022: desazón, desorientación, decepción, pero sobre todo, necesidad de entender, más que de juzgar. Eso se expresó en la negativa a escribir, o al menos no escribir tan rápido, pues sentí que había que vivir la experiencia de la incomprensión, de allí que miré con sospecha los diagnósticos instantáneos, rotundos, acabados y llenos de certezas (me costó leer lo que apareció al día siguiente, finalmente desistí de hacerlo).
Este libro me llega en un momento en el que siento que ya puedo leer un mayor volumen de análisis sobre la revuelta popular, el momento constituyente y el plebiscito, aunque se trató, como no podía serlo de otro modo, de análisis inestables. El libro que compila Faride Zerán y en el que participan destacadas y destacados autores, tiene el valor de ofrecer interpretaciones a cierta distancia temporal. Otro valor fundamental, es que incorpora las autorías de personas que participaron directamente en la Convención Constitucional, ya sea como constituyentes o asesores. Es así como se reúnen en este volumen distintas voces, trayectorias, generaciones y lugares de habla: el activismo, la militancia, la investigación, el quehacer intelectual, etcétera, mostrando en parte la heterogeneidad de aquello que llamamos izquierda o izquierdas, lo que sin duda es un acierto de la editora. Esa heterogeneidad también se manifiesta en este libro a la hora de calibrar el proceso político que hemos vivido desde la revuelta popular de octubre de 2019.
A modo de característica general, impera la reflexión crítica y en algunos casos autocrítica, aunque con distintos énfasis. Una cuestión que me parece destacable es que todos los textos eluden algunos lugares comunes que han servido para obviar las cuestiones que nos involucran a las distintas izquierdas, especialmente la tesis de una responsabilidad exclusiva de los medios de comunicación hegemónicos. El énfasis de las y los autores va por otro lado, el de tratar de entender y explicar por qué esa campaña virulenta de la opción Rechazo hizo sentido. No se trata de minimizar el peso de esta embestida comunicacional que se volvió incontrarrestable, sino como bien sostiene Nelly Richard, de asumir que eso era predecible precisamente porque no era la primera vez que ocurría (en este país sabemos que las fake news no son una cuestión de la era de las redes sociales, sino que marcaron el clima previo al golpe de 1973, para transformarse luego en la política comunicacional de la dictadura).
Otro hilo que hilvana los textos, es el convencimiento de que los partidos, los movimientos y las organizaciones que componen el heterogéneo mundo de la izquierda, carecen de arraigo popular masivo, y que resolver esa distancia asoma como la tarea más titánica de todas. También se coincide en que hubo déficits comunicacionales serios; en que fuimos crédulos y confiados (no sé si eso es un pecado); en que no supimos administrar la sensación triunfalista que nos acompañó en varios momentos, a pesar de que sabemos racionalmente que los triunfos son la excepción más que la regla para el campo popular, como apunta con lucidez Pierina Ferretti en su contribución.
Concuerdo también con Karina Nohales en que falta mucho para elaborar diagnósticos sopesados, con mayores evidencias y antecedentes para responder, aunque sea parcialmente, la pregunta sobre los factores más gravitantes que incidieron en la derrota electoral. Por lo tanto, todo lo que se pueda decir ahora tiene un carácter inevitablemente precario. En razón de esto, pienso en la necesidad urgente de construir nuestros propios relatos en torno a lo ocurrido, algo fundamental para elaborar una memoria política que sea capaz de advertirnos y resguardarnos ahora y en el futuro. Me preocupa sobremanera este asunto porque noto en las izquierdas —y también en este libro— ciertas reproducciones acríticas de argumentos que arrancaron del campo oligárquico (los Think Tank de la derecha y la centro-derecha) y que en mi opinión no tienen asidero en el proceso que hemos vivido, ni tampoco en la historia reciente de algunos de los movimientos sociales que concurrieron a la cita constituyente por medio de algunas de sus vertientes. A ello se suma la reproducción de ciertos prejuicios anclados en la izquierda intelectual para analizar y dialogar con actores sociales que, si bien pertenecen a este campo, se conformaron planteando problemáticas que anteriores discursos emancipadores no reconocían, como los movimientos de mujeres, de los pueblos indígenas y sectores sociales racializados en general. Y no es que no tenga que existir la crítica ni el análisis sopesado sino al contrario, que esos análisis deben estar alimentados por un mayor conocimiento de las trayectorias de estos movimientos y, sobre todo, por el diálogo con ellos, precisamente porque no se trata de un análisis cualquiera, sino de uno con implicancias políticas relevantes. Hay en este punto un nivel de colisión entre los textos en el que quisiera centrar mi reseña e integrarme con ella a esa discrepancia. Este se refiere a la política desplegada por los movimientos denominados “identitarios” y al carácter de sus reivindicaciones, tema que hace rato me viene incomodando, por lo que tomo el espacio de este comentario como la oportunidad, tal vez tardía, de referirme a un asunto tan espinudo.
¿La política identitaria es política identitaria? ¿Qué política no es identitaria?
Son varios los textos reunidos aquí que replican uno de los tópicos que más ha resonado desde la instalación de la Convención Constitucional hasta hoy. Este es el de señalar a la denominada “política identitaria” como uno de los factores gravitantes de la derrota electoral del 4 de septiembre (fundamentalmente los de Diamela Eltit, Manuel Canales y Nelly Richard, aunque no los únicos). En ellos se manifiesta preocupación frente a un tipo de política desplegada por movimientos cuyas causas refieren a la experiencia de discriminación de ciertos sectores sociales, cuyas luchas estarían orientadas a conseguir políticas de reconocimiento de esa diferencia. Se nos dice que otras características fundamentales de esa política identitaria sería la ausencia de una dimensión universal y de una perspectiva de clase. Serían, por lo tanto, diferencias ensimismadas, de origen y de destino. En algunos casos se asume que estas experiencias de opresión han sido poco atendidas por las izquierdas más tradicionales, pero se insiste en comprender la práctica política de estos actores y movimientos como “política de la identidad”.
Desde mi punto de vista, ese juicio reitera uno de los problemas históricos de ciertas izquierdas, que es el reduccionismo a la hora de hablar sobre estos movimientos. En primer lugar, porque se omite que no existe relación unívoca entre una diferencia histórico-cultural, una causa y un movimiento, sino que estos últimos constituyen campos políticamente heterogéneos y con trayectorias de varias décadas como es el caso de los movimientos de mujeres y los diversos feminismos; así como el de los pueblos indígenas y de los sectores racializados en general. Además de las luchas medioambientales que por lo que veo también fueron incluidas en esta suerte de pack de las diferencias. Y digo que la categoría de “política identitaria” opera en el análisis de la coyuntura constituyente como etiqueta reduccionista, precisamente porque omite estas trayectorias y heterogeneidades, pero también porque —según mi observación— las vertientes más identitarias y culturalistas de estos movimientos no son las que llegaron a la Convención Constitucional, independiente de que se expresaran allí ciertas retóricas identificables con ellas.
Para desarrollar esta discusión partiría por una cuestión obvia pero necesaria y de común omitida: ¿qué política no es identitaria si vamos a entender esta como el vehículo que moviliza intereses sociales específicos en una sociedad? Una primera interrogación crítica que cabe hacer aquí es por qué hemos reducido lo identitario a estas causas, pasando por alto que la política de los sectores sociales dominantes es pura identidad de clase, que todo su universalismo y nacionalismo no es otra cosa que interés particularista disfrazado de interés general (para qué voy a ahondar en algo tan largamente estudiado). Una segunda cuestión preocupante, es la negación de la dimensión universal de las denominadas luchas identitarias, estén o no planteadas con claridad en estos movimientos. Un primer impacto relevante que cabe reconocer, es el que han tenido en las propias izquierdas, por su aporte en la ampliación de los horizontes emancipatorios, cuestión que se produjo a lo largo de todo el siglo XX y que fue clave en la incidencia del otrora Tercer Mundo en la perspectiva revolucionaria a nivel mundial: movimientos que mucho antes de la era del multiculturalismo y de la actual globalización debatieron con las perspectivas rígidas de la clase social, sosteniendo que la cuestión de la racialización, el género y las experiencias de subordinación asociadas a permanencias coloniales se entramaban con la condición de clase y que todo aquello constituía las historias nacionales y globales.
Las luchas feministas e indígenas no pueden ser circunscritas a la era del multiculturalismo, pues son herederas de estas tradiciones y acumulados históricos. Hay huellas del período posrevolucionario y de la pos Guerra Fría, qué duda cabe, pero ni más ni menos que las que también se constatan en todo el espectro de las izquierdas que, o se replegaron en anquilosados esquemas teóricos, o declararon obsoletas las narrativas emancipadoras generales, derivando en celebraciones de los márgenes, diferencias, fragmentos (sorprende sobremanera que desde esas veredas teóricas surjan ahora críticas a una supuesta carencia de perspectiva universal). Discrepo rotundamente de estos análisis, no porque no tenga que existir la crítica, sino porque resulta perniciosa e injusta aquella que parte de prejuicios teóricos previos tan arraigados en la izquierda, y más discrepo aún de esas críticas que están reiterando los juicios vertidos por los Think Tank de la derecha y que han encontrado impresionante eco tanto en la izquierda gobernante como en la izquierda intelectual.
Pero sobre todo, tengo serias distancias con las lecturas del texto constitucional formuladas desde esas premisas. No porque no se hayan desplegado identidades particulares en la Convención (de todos los sectores, insisto), sino porque esas identidades fueron un punto de partida pero no necesariamente de llegada. Hubo acuerdos, hubo negociaciones arduas —con los respectivos berrinches e intervenciones desafortunadas, como ocurre en todo órgano democrático— y, sobre todo, no podemos olvidar que tanto las feministas como los escaños reservados indígenas no ejercieron su labor solo votando por lo que se relacionaba con sus causas, sino que estuvieron presentes en todas las comisiones y en las votaciones de todos los articulados. Cabe destacar aquí que, a diferencia de otras constituciones, el reconocimiento de estas causas no se remite a uno o dos artículos, ni se restringió a cuestiones de reconocimiento meramente cultural o simbólico, como algunos de los textos aquí compilados sostienen, sino que constituyeron miradas transversales, que no se entienden sin la lógica redistributiva que tiene el texto rechazado, en la que se imbrican cuestiones económicas, políticas y territoriales, además de las culturales.
No es esta una defensa cerrada de los movimientos que tantas descalificaciones están recibiendo por estos días, pues estos tienen deficiencias como cualquier otro, pero no creo que sean las que se les están endosando. Noto allí cierta caricatura y cierto desconocimiento sobre cómo estos movimientos operan: en el caso indígena, por ejemplo, es recurrente la retórica sustancialista y autoexotizante, que actúa como mecanismo de legitimación frente a sociedades que los comprenden como otredad cultural y les exigen pureza, pero otra cosa es la política que despliegan, ni qué decir las distintas vertientes que hay en su seno y que en esta coyuntura fue evidente, con una vía política institucional de un lado, y una vía política insurgente del otro, por señalar solo el trazado más grueso.
Cabe aquí un paréntesis sobre la plurinacionalidad, devenida en “leprosario” como tan descarnadamente lo expresa Claudio Alvarado en su texto, tratada por la intelectualidad de derecha y de izquierda como producto académico y hasta decolonial. Esta corresponde a la forma más articulada que ha asumido esa vía institucional en América Latina, cristalizada como modelo político en la región andina pero cuyo sustento es una lucha indígena continental y mundial de los pueblos indígenas en torno a las demandas de autonomía territorial y autodeterminación política al interior de los Estados nacionales (tal vez una crítica que se podría hacer hoy es el uso de un concepto que pudo no haber sido necesario para expresar esas demandas largamente arraigadas en el movimiento mapuche surgido de la posanexión forzosa). La plurinacionalidad es producto de un pensamiento político indígena construido durante décadas, mientras que el uso de la palabra puede ser rastreada desde fines de los 80 en los circuitos de los movimientos, tanto nacionales como trasnacionales. He visto el uso en, por ejemplo, la Declaración de París, de 1991, y sobre todo en la Tesis Política de la CONAIE, una publicación de 1994 —disponible en internet hace muchos años— que reúne a su vez los acuerdos del Congreso Nacional de esa supra orgánica indígena realizado en 1993. Digo todo esto para discutir con datos una de las tesis más curiosas: que la plurinacionalidad sería un producto de la teoría decolonial (la tesis es de Aldo Mascareño, auspiciada por el CEP y puesta en circulación en febrero de 2022, con una cálida acogida de la prensa del duopolio, y por lo visto, también por una parte de la izquierda intelectual). Si las fechas que proporciono aquí hacen insostenible esa paternidad decolonial (corriente que entra al ruedo académico bastantes años después), no menos grave es pasar por alto que dicha corriente no dialoga con el pensamiento político indígena, mucho menos con el plurinacional, precisamente porque un proyecto que tiene como horizonte la refundación de los Estados monoculturales y la disputa del poder político, gobiernos incluidos, no tiene cabida en una perspectiva primitivista y antimoderna como la decolonial. Eso sin contar la gravedad del desconocimiento que las sociedades nacionales siguen teniendo de los pueblos indígenas y sus trayectorias tanto teóricas como políticas, que termina concediendo la autoría de esos constructos a los académicos blancos y famosos de turno.
Más allá de estas precisiones, me gustaría destacar que los movimientos indígenas son también campos de debates y deliberaciones, donde la política identitaria ha sido materia de análisis críticos desde hace ya bastante tiempo. La plurinacionalidad o, más ampliamente, las demandas de autonomía territorial y autodeterminación política son justamente la vereda contraria al reconocimiento multicultural centrado en aspectos simbólicos, culturales y en reparaciones menores que eluden sistemáticamente la cuestión territorial y de la opresión racial. Esa es la vertiente política que llegó a la Convención tras ganar a otras candidaturas de escaños reservados que iban en otra línea.
Para cerrar este punto, dos cosas: primero, recomendar encarecidamente los textos de Claudio Alvarado y Karina Nohales en este volumen, brillantes en cuanto a análisis crítico y prueba palpable de la existencia de dimensión universal y perspectiva de clase de las vertientes indígenas y feministas que arribaron a la Convención. Lo segundo, es más bien una pregunta: ¿por qué tenemos que asumir que la plurinacionalidad fue tan decisiva o por qué tenemos que relatar los resquemores que efectivamente levantó de acuerdo a los códigos discursivos del campo oligárquico? Habiendo pasado algo de tiempo, creo que si no era la plurinacionalidad iba a ser cualquier cosa y que lo gravitante, al final, ni siquiera fueron los temas (siempre existe la posibilidad de aprobar para luego cercenar y hacer de las leyes letra muerta, como tantas veces ha ocurrido aquí y en el mundo), sino la urgencia de cortar de cuajo la posibilidad de una política con pueblo y con los pueblos, para regresar a su territorio exclusivo de profesionales y expertos en el que están ahora. Allí adquiere sentido el descrédito y la ridiculización a la que tenemos la obligación ética de salirle al paso, algo en lo que concuerdo plenamente con Alvarado.
Epílogo
Al pensar una cuestión tan compleja como la derrota, creo que podemos coincidir en que confundimos la fuerza de las ideas con la fuerza política (una vez más). Fue así como a pesar de que un mínimo de conocimiento histórico nos decía lo contrario, quisimos creer que la revuelta popular abrió un camino de transformación lineal, pero el resultado del 4 de septiembre nos dijo que el asunto era algo más complejo y de largo aliento, y esto en caso de que el ciclo no esté ya completamente cerrado, como bien se pregunta Manuel Antonio Garretón en este libro y como muchos sospechamos también desde hace rato. Sobre el plebiscito mismo, me inclino a pensar en el peso abrumador de una coyuntura que se tornó desfavorable por múltiples factores que se indican en los textos, lo que activó las capas estructurales de la desigualdad, como el racismo, la misoginia y la precariedad extrema, expresada en el temor a perder lo poco que se tiene. Frente a estos resultados y sobre todo frente a los apresurados juicios al voto popular, me preguntaba ¿qué sociedad que se ha embarcado en procesos de transformación, incluidas las revolucionarias, no ha sido a su vez racista y misógina? (incluyo a los países donde se aprobaron constituciones plurinacionales). No parece que esas sean las claves para explicar lo sucedido, y que la pregunta histórica debería ir más bien por indagar cómo y por qué ese racismo y esa misoginia se activaron.
Pero la interrogante más compleja sea tal vez la que apunta Faride Zerán en el texto que cierra el volumen: ¿la izquierda intelectual y la partidista va a abandonar las causas que está calificando de identitarias en aras de una economía de votos? A lo cual agrego, ¿en la necesaria crítica a los esencialismos vamos a esencializar de contrabando el denominado “sentido común popular” de un lado o los lenguajes de la derecha por el otro? Y lo más importante: ¿quién reivindica hoy, a pesar de las críticas que podamos tener, que la izquierda avanza con esos movimientos y con esas causas o no es tal? ¿Quién se coloca hoy del lado de los más perseguidos y denostados, incluidos las y los migrantes, sobre cuya persecución se ha tendido un manto vergonzoso de silencio?
Este libro representa para mí la necesidad de pensar las deficiencias políticas diversas que incidieron en la derrota electoral sin tomar distancia de ellas, mucho menos culpando a los mismos de siempre. Tampoco de cuestionarnos de manera autodestructiva sino para esperar/construir nuevos momentos; para que toda esta experiencia tan esperanzadora como dolorosa constituya una memoria colectiva y un aprendizaje. Las crisis son momentos de universalización en sociedades abigarradas, de encuentro, como bien dijo el desaparecido René Zavaleta, ese marxista boliviano que Claudio Alvarado invoca de manera tan precisa. En la revuelta y en la Convención comenzaron a producirse esos encuentros y esa es una ganancia que nunca tenemos que olvidar.
El persistente ensayo de la construcción de la voz
Para Luis López-Aliaga, que acaba de publicar «Las furias», «los cuentos son más bien un laboratorio, un terreno al cual volver una y otra vez […]
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