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Es una de las palabras que se repiten una y otra vez, en particular al interior de la Convención Constitucional. ¿Pero qué implica realmente la plurinacionalidad? El historiador Claudio Alvarado Lincopi responde a esta pregunta y advierte que no se trata de tolerancia, “sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades”.
Por Claudio Alvarado Lincopi
Hay un guion de la historia nacional que ha buscado edificar el país como un oasis, o mejor aún, como una isla, una tierra aislada por el mar y la cordillera, y que en su aislamiento ha edificado un pueblo amalgamado bajo la sombra de los héroes patrios. Pero algo aconteció un 18 de octubre: esos héroes petrificados en la monumentalidad pública fueron rasgados y/o saturados de sentidos, y sobre ellos se izó una tela como símbolo improbable, la bandera de un pueblo ensombrecido movilizando nuevas voluntades colectivas, la wenufoye. Y entre esas fracturas desmonumentalizadoras e ideaciones de una nueva comunidad política en emergencia, de contactos y flujos culturales varios, brotó, desde largas ensoñaciones indígenas, una nueva palabra para el debate público en Chile: plurinacionalidad.
No era parte del canon, nadie antes sino los movimientos indígenas habían empujado esta “palabra mágica” para intentar construir puentes de diálogos políticos y culturales, y empujar agendas que garantizaran derechos colectivos. No ha sido fácil, las nociones políticas son campos de disputa y solo alcanzan sentido cuando son significados mediante la sutura de los lenguajes heredados y las diatribas de las nuevas quimeras. Y en ese empalme nos encontramos, siguiendo una pulsión que toma cuerpo, que se edifica como nuestra plurinacionalidad y dialoga con ideas hermanas como autonomía y territorio, sostenidas en principios básicos como reconocimiento y redistribución del poder y de las condiciones materiales de existencia. El desafío es inmenso e implica fuertemente a las sociedades indígenas, pero también sacude definiciones basales de la sociedad chilena.
Inés, ¿podemos vivir juntos?
Un momento de conmoción mayúsculo en la obra Xuárez, dirigida por Manuela Infante, es cuando Patricia Rivadeneira, interpretando a Inés de Suárez, duda frente a un grupo de mapuche que quemaron Santiago un 11 de septiembre de 1541. Su destino, como sabemos, es decapitar esas cabezas y afianzar con ello la reciente conquista e instalación de las fuerzas hispanas en el valle del Mapocho. En la obra, Inés duda, y en ese momento las futuras cabezas degolladas comienzan a entonar en coro: “hazlo Inés, haz lo que debas hacer, para alertar a los nuestros de lo que son capaces los vuestros, para que nunca lleguen a confiar, para que se levanten a vuestro paso donde sea que caminen”.
La decapitación como un aviso, como una advertencia de siglos. Santiago de Chile, la capital del Reyno y luego del país, desde hace casi 500 años sostenida sobre un rito sacrificial del colonialismo. Parece un trágico vaticinio que, con el paso del tiempo, lamentablemente se ha tornado una aciaga certidumbre.
Aquí yace un primer dilema que los propios chilenos deberán contestar. Inés, ¿podemos vivir juntos? Es una respuesta que no compete a los pueblos indígenas, le compete a los chilenos y su historia, y sobre todo a los chilenos y sus futuros. ¿Se logran imaginar conviviendo con otros pueblos y naciones en la misma comunidad política? Tiendo a pensar, todavía con la ensoñación utópica que habitó la revuelta popular, que hay margen para esa posibilidad. En cualquier caso, plurinacionalidad no es una cuestión solo de indígenas, sino que es una cuestión de Chile y su atadura con las decapitaciones de Inés. Es Chile, los chilenos y sus fantasmas.
Reconocimiento, el primer paso
Escribir una Constitución es, de algún modo, una batalla cultural. Las ideas circulan, se propagan y refugian entre nichos y multitudes, son masticadas por primera vez para algunos, mientras que otras encuentran el momento definitivo para irradiar el mundo luego de años y décadas de susurros y pregones. Y entre esas novedades y expansiones, las palabras se tensionan, la pugna se hace carne, las posiciones se encuentran y conflictúan, y aunque la batalla toma forma de lid legislativa, se discuten horizontes de convivencia mediante una lucha por el lenguaje, que recorre toda la sociedad en una realidad desigualmente estructurada.
Hace algunos días, el exalcalde de Temuco y actual diputado de Renovación Nacional Miguel Becker —perteneciente a una tradicional familia de colonos alemanes de la zona—, ante el crecimiento y difusión de la palabra Wallmapu al interior del lenguaje político, utilizado incluso por la ministra Izkia Siches, decía: “No se llama Wallmapu, se llama Región de La Araucanía y así estamos orgullosos de llamarla”. El proceso constituyente, en tanto debate cultural, ha permitido que salga a flote una batería de conceptos anteriormente vedados, entre ellos, el lenguaje de la plurinacionalidad, un lenguaje que abruma a ciertos sectores, volviéndose un desafío ineludible para la constitución de lo plural.
Es que, durante los últimos meses, entre los viejos salones del Congreso Nacional han retumbado palabras como descolonización, itrofil mongen, poyewün, derecho de la naturaleza, Wallmapu, autonomía, pluralismo jurídico, territorio; una serie de categorías que a oídos de las élites blanquecinas resuenan incomodas, incluso más, emergen incomprensibles. Aquí yace un gran desafío de la plurinacionalidad: reconocer los lenguajes ocultos, habitar una acción comunicativa donde lo que antes eran susurros se vuelve presencia simétrica, permitiendo con ello la construcción de un espacio de diálogo de racionalidades. Este reconocimiento implica volvernos inteligibles unos con otros, aceptar la condición humana de los diversos pueblos, con sus trayectorias y proyecciones. No se trata de tolerancia, sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades.
Esto significa también reconocer diversas formas culturales de organización de lo político, junto con asentir sobre la existencia de una serie de modelos de justicia y de salud que conviven y se traslapan, así como lenguas que cohabitan los mismos paisajes, además de admitir la existencia de territorios reclamados por las naciones despojadas, y buscar, por tanto, reparaciones para asegurar un nuevo pacto de convivencia entre los pueblos de la comunidad política plural que emerge.
Todo ello implica reconocer: no es un gesto de bienaventuranza multicultural, sino un acto político de convivencia entre naciones y pueblos, un pacto para vivir en común que remueve cimientos generales, que sacude estructuras tradicionales enquistadas del Estado decimonónico, que invita a pensar tanto los derechos de los pueblos indígenas como las formas políticas mediante las cuales se distribuye el poder.
La urgencia de superar el multiculturalismo
La espada de Inés de Suárez durante el siglo XIX tuvo una actualización fatídica. Utilizando supuestos modelos científicos, se construyó la idea de civilización versus barbarie, dando pie con ello a impulsos colonizadores por parte del Estado republicano; colonialismo interno o colonialismo de colonos le llama el pensamiento mapuche contemporáneo. Si bien muchas de las actuales situaciones políticas se explican por estos procesos de despojo e inferiorización, los modelos de exclusión se refinaron.
Durante la primera mitad del siglo XX, mediante un uso limitado de la idea de mestizaje, se intentó superar la existencia indígena en el país mediante su incorporación en el ideal nacional. Es lo que se conoce como indigenismo: ya no se era mapuche, aymara o rapanui, sino que chilenos todos. Esta operación asimilacionista comenzó a ser fuertemente criticada desde las décadas de 1970 y 1980, cuando surgieron nociones como los derechos colectivos de los pueblos indígenas o la reclamación por autonomía y autodeterminación.
Ante este nuevo escenario, la exclusión se adornó de multiculturalismo, promoviendo aceptaciones culturales despolitizadas, celebrando la diferencia como atributo individual, mas no colectivo, impulsando incluso la comercialización de “lo nativo” y “lo ancestral”. Etnofagia se le ha llamado. Este momento multicultural, como bien reflexiona Claudia Zapata, vive una crisis desde hace algunos años, sobre todo por demostrar su incapacidad para solucionar conflictos históricos e impulsar reconocimientos que no ponen en tensión las estructuras del poder.
Ante esta crisis, emerge la idea de la plurinacionalidad como posibilidad de transformar esos reconocimientos en redistribuciones del poder y de las condiciones materiales de existencia, particularmente la tierra y el territorio. Entonces, cuando se dice plurinacionalidad, se intenta situar la simetría en la relación entre los pueblos y buscar rutas para redistribuir la capacidad de gobernanza sobre los territorios y las estructuras institucionales, tanto las propias de los pueblos indígenas como las del Estado. Todo ello, por supuesto, necesita de traducciones concretas para cada realidad, y en aquel desenvolvimiento práctico nos encontramos.
¿En qué va la Convención Constitucional?
Hay algunas pistas que anuncian la concreción de nuestra plurinacionalidad en relación con la redistribución del poder al interior de la Convención Constitucional. Por una parte, hay una aspiración de transformar toda la estructura estatal para evitar ser arrinconados en políticas de focalización, sobre todo mediante la instauración de escaños reservados para indígenas que promuevan políticas plurinacionales desde las universidades hasta el Congreso, desde la Justicia hasta el Ejecutivo. De hecho, en un reciente artículo aprobado por el pleno de la Convención Constitucional se señala: “El Estado debe garantizar la efectiva participación de los pueblos indígenas en el ejercicio y distribución del poder, incorporando su representación en la estructura del Estado”. Aquí, lo plurinacional busca infiltrarse en cada operación política de lo público, edificando una aspiración profunda, a saber, reconstruir lo general y repensar lo universal, muy lejos de las acusaciones identitarias y separatistas levantadas por el establishment intelectual. Los pueblos indígenas buscan ser parte del quehacer político de lo total, y para ello un mínimo gesto de reparación y acto de justicia redistributiva son los escaños reservados.
Por otra parte, y quizás este es el mayor triunfo de los convencionales indígenas, se ha logrado articular la plurinacionalidad con las demandas de autodeterminación y territorio. Dado que existe un reconocimiento de la preexistencia de los pueblos indígenas respecto del Estado, se señala en el artículo recién citado que las naciones indígenas “tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales. En especial, tienen derecho a la autonomía y al autogobierno (…) [y] al reconocimiento de sus tierras y territorios [terrestres y marítimos]”. Este es un salto cualitativo respecto a derechos colectivos indígenas en Chile, y ubica por fin al país en el siglo XXI. Con todo, un viejo anhelo de los movimientos indígenas comienza a emerger en el horizonte, y la posibilidad de profundizar la democracia en clave plurinacional está cada vez más cerca gracias a la Convención Constitucional. He podido observar que el trabajo de los convencionales indígenas y sus keyufe (asesores) ha sido titánico, como titánica será la tarea de materializar esos sueños compartidos luego del plebiscito de salida. Como sea, lo cierto es que la plurinacionalidad ya infiltró el sistema político, y su manifestación en Chile será imparable. Quizás es apresurado, pero —a buena hora, Inés—, quizás hoy estamos más cerca que ayer de vivir juntos.
Elisa Loncon y los caminos que se abren para la democracia del siglo XXI
La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?
Por Claudio Alvarado Lincopi
No es un develamiento decir que Elisa Loncon es una de las personalidades más importantes de 2021, aunque me atrevería a sumar también que será de las más sobresalientes del ciclo histórico que se abre. Las numerosas condecoraciones de las principales universidades del país o los reconocimientos internacionales que la situaron entre los personajes más influyentes del año recién finalizado, han sido formas de expresar las incontables energías que irradia Elisa en la reconfiguración de los sentidos culturales y políticos para las décadas venideras en nuestro país y en parte del globo.
Desde los primeros instantes como figura pública de interés general, cuando pronunció aquel emocionante discurso inaugural como presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncon se ha ido constituyendo en una figura histórica que será impostergable para relatar en el futuro los sucesos políticos que hemos habitado durante el último tiempo. Y estos sentidos históricos, desde Elisa, se enarbolan como un nuevo proyecto societal que busca ampliar los marcos de comprensión del sistema político, económico y cultural.
Y esto es un remezón de siglos que todavía no logramos calibrar del todo. Con Elisa Loncon se gesta una fractura improbable, desde donde emerge algo impensado antes del 18 de octubre y sus múltiples efectos: cómo los pueblos indígenas, pero por sobre todo las mujeres indígenas, pueden conducir destinos, y más aún, desde allí edificar nuevos contornos para nuestra democracia.
Las mujeres indígenas, por décadas, si no siglos, condenadas tanto a la marginalidad como a la petrificación, ausentes en las tomas de decisiones y ubicadas como pretéritas figuras étnicas, hoy emergen como posibilitantes de nuevos tiempos, unos donde lo inverosímil se vuelve probable, donde es dable considerar que desde los márgenes sociales y epistémicos pueden edificarse parte crucial de los sentidos comunes del nuevo ciclo histórico. Quizás por ello Elisa Loncon fue incansable con el llamado al diálogo entre diferentes, quizás en esos gestos de escucha se logren oír por fin las profundidades ocultas, esas que Elisa ha convocado cuando nombra a mujeres, territorios, pueblos, regiones, disidencias, jóvenes, niños y niñas.
La condición proyectual de estos llamamientos a grupos heterogéneos permitió reubicar en el centro del debate la pregunta por los miembros de la comunidad política. La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó durante su administración de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?
Elisa Loncon ha sido insistente en situar las exclusiones históricas ante esta pregunta, y aquellas insistencias causaron irritaciones y enojos entre quienes fueron definidos en su momento por Elisa como los privilegiados de la historia. Naturalmente, las heridas que no han sido sanadas duelen al ser tocadas, pero ha sido vital pasar por ellas, develar las cicatrices que ha dejado el devenir del país, y lograr edificar lo común también y fundamentalmente desde los y las excluidas. Aquí emerge un principio ético que Elisa Loncon ha logrado situar con profundidad en su mandato.
Y no se trata simplemente de inclusiones; las palabras y las acciones de Elisa no respiran desde la vieja promesa republicana, muchos menos de los actuales deseos multiculturales, es decir, no se gestan solo como ensanche de los márgenes de la comunidad política, ahora incluyendo y reconociendo como ciudadanos a los marginados de 200 años, pero manteniendo los centros de hegemonía masculina y eurocéntrica. No, las nociones instaladas caminan más bien por repensar los sentidos hegemónicos de nuestra sociedad, por debatir los centros gravitantes que le dan sentido a nuestra realidad desde las experiencias y saberes que los “otros” de la historia han acumulado y proyectan para el siglo XXI. Por ello Elisa habla de buen vivir, de superar el extractivismo, de profundizar la democracia desde las regiones, entre otros temas.
Es que cuando Elisa Loncon habla de las nuevas formas de ser plural busca construir renovados razonamientos para el diálogo democrático, construyendo los pilares para afirmar un proceso postergado por siglos de colonización y que es horizonte básico para avanzar en el encuentro de nuestras heterogeneidades y conflictos: que las voces marginadas por la historia se vuelvan inteligibles.
Esto último parece fácil, pero es el problema que hasta hoy arrastra nuestra sociedad. Los pueblos indígenas, por ejemplo, no gozan todavía del oído abierto de las élites; la mayoría de estas últimas no logran o no quieren comprender las razones que activan los pueblos en sus reflexiones y acciones colectivas. Y como élite, no me refiero solo a quienes controlan poder económico, sino también a sectores políticos y culturales, incluso progresistas, que buscan incluir sin polemizar las estructuras de lo común.
Allí Elisa Loncon ha abierto, con política y pedagogía, un camino que esperamos sea fructífero, donde el racismo que acusa irracionalidad, flojera, incluso espasmos de barbarie, logre ser arrinconado como expresión de un pretérito Chile, para avanzar en el reconocimiento y el diálogo simétrico de nuestras heterogeneidades.
Todo lo anterior, por cierto, no ha sido en Elisa solo palabra etérea. Sus acciones como presidenta de la Convención Constitucional fueron permanentes en buscar aquella inteligibilidad entre diferentes, ella fue vital en la construcción de vías para una convivencia democrática plural en un espacio de alta fragmentación política.
Hoy, cuando atravesamos tensiones cruciales para los tiempos venideros, tales como el vínculo entre los pueblos y los territorios postergados, o las desigualdades y brechas de género, o la crisis climática y el extractivismo, o la precarización general de la vida, figuras como las de Elisa Loncon se vuelven cruciales e impostergables, liderazgos de amplitud democrática y que apuestan por una convivencia simétrica de la heterogeneidad, junto con proyectar horizontes de sentido fundamentados en los derechos humanos y de la naturaleza, son motores que dan esperanza a un siglo que a ratos parece aciago.
Además, en estos ánimos democratizadores que impulsa Elisa, es imposible no reflexionar sobre lo que ella, junto con convencionales como Rosa Catrileo o Adolfo Millabur, representa para avanzar en encuentros plurinacionales entre la sociedad y el Estado de Chile y el pueblo mapuche. Una relación que por décadas ha estado fraguada desde el Estado bajo políticas criminalizadoras y de focalización sobre la pobreza, hoy se abre bajo una oportunidad inédita hace siglos: establecer diálogos de carácter plurinacional para encontrar un camino de convivencia.
Con todo, la figura de Elisa Loncon, que por estos días cierra su presidencia de la Convención Constitucional, todavía es inagotable. Creo que lejos de pasar a una segunda línea del debate público, sus reflexiones seguirán siendo cruciales en los meses y años venideros, que se avecinan como un ciclo democratizador donde la política lejos estará de lecturas binominales, y cada vez más se sostendrá en una pluralidad de voces que hoy más que nunca son insustituibles e impostergables.
Iniciamos el camino hacia la plurinacionalidad
La convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. No se trata de un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, que permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, como la propia madre tierra, y hacer realidad principios como la equidad intergeneracional. La incorporación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao, en tanto, no es un simbolismo, sino una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.
Por Verónica Figueroa Huencho
¡Tenemos convención constitucional paritaria, elegida por la ciudadanía y con representación de pueblos indígenas! Se trata de un hecho histórico que marcará la vida de quienes hemos tenido la oportunidad de participar de este proceso, pero también para las futuras generaciones, que se verán impactadas por las decisiones que emanen de esta instancia responsable de escribir la nueva Constitución política de Chile.
La participación de los pueblos indígenas constituye, sin duda, una oportunidad para enriquecer el debate y favorecer un diálogo para el que no estamos acostumbrados: uno de carácter intercultural. Quizás el Parlamento de Tapihue en 1825 haya sido la última oportunidad que tuvimos de dialogar en un contexto de respeto a la autodeterminación de los pueblos indígenas y de acuerdos de convivencia y respeto mutuo al más alto nivel político. Han sido siglos de exclusiones y discriminaciones para los pueblos indígenas, tanto de los espacios públicos y de toma de decisiones como de los espacios cotidianos, privando a la sociedad entera de propuestas, alternativas y conocimientos que podrían haber enriquecido la problematización de los grandes temas que nos afectan en la actualidad. La interculturalidad, por lo tanto, se vio impedida de avanzar por decisiones tomadas desde este Estado nación que buscó integrarnos de manera forzada a su propuesta hegemónica de mundo, de ciudadanía, de mérito, de progreso. Y si bien estas definiciones fueron ejecutadas de manera sostenida por más de 200 años, los pueblos indígenas seguimos existiendo, seguimos estando presentes, seguimos buscando correr el cerco de lo posible.
Esta resistencia histórica tiene hoy una representación concreta en la elección de 17 constituyentes indígenas, quienes a través del sistema de escaños reservados llevarán las voces de los 10 pueblos indígenas que la ley 19.253 reconoce de manera oficial. No es suficiente. Falta la voz del pueblo selknam, luchadores incansables por este reconocimiento. Falta la voz del pueblo afrodescendiente, reconocido en Chile como pueblo tribal por la ley 21.151, pero excluido de los escaños reservados de manera arbitraria, aun cuando le son aplicables las normas establecidas en el Convenio 169 de la OIT, ratificado por el Estado de Chile en 2008. Pero no me cabe duda que gran parte de las y los constituyentes elegidos, no solo los pertenecientes a pueblos indígenas, llevarán esas voces a la convención, pues han manifestado su voluntad de representar la diversidad que caracteriza al Chile actual.
No fue fácil recorrer este camino. La discusión que derivó en la ley 21.298 que modificó la Carta Fundamental para reservar escaños a representantes de los pueblos indígenas en la convención constitucional no recogió las demandas de representación por peso demográfico que pedían las comunidades y organizaciones que pasaron por el Congreso. Ello amparado en la Declaración Americana sobre Derechos de los Pueblos Indígenas que establece en su artículo 1º la autoidentificación como criterio fundamental, debiendo los Estados respetar el derecho a la autoidentificación individual y colectiva, conforme a las prácticas e instituciones de cada pueblo indígena.
Tampoco consideró las críticas a la construcción de un padrón electoral indígena en tiempos de pandemia, con grandes asimetrías de información. No fue fácil para las candidaturas explicar las formas en las que se construyó ese padrón (recordemos que se construyó desde diferentes bases de datos: personas con calidad indígena certificada por CONADI, datos administrativos con apellidos mapuche evidente, nómina de postulantes a beca indígena desde 1993, registro especial para elección de consejeros indígenas CONADI, registro de comunidades y asociaciones indígenas, elección de comisionados CODEIPA para Isla de Pascua). Las personas indígenas tenían un plazo acotado (25 de febrero de 2021) para revisar el padrón, solicitar su incorporación y quedar habilitadas para votar a través de escaños reservados. Lo anterior incidió, sin duda, en la baja participación de personas indígenas, donde solo un 23% del padrón (1.239.295 personas indígenas) lo hizo por esta vía.
A ello debemos sumar un contexto de pandemia, la lejanía de ciertos territorios para acceder a los lugares de votación, la falta de medios de transporte, la falta de información y capacitación por parte de SERVEL a todos los actores involucrados. De hecho, en diferentes plataformas y redes sociales se daba cuenta de los problemas que electores indígenas tuvieron para ejercer su derecho a sufragio. Sin embargo, dado lo inédito de este proceso, solo quedan oportunidades para mejorar a futuro, para adaptarnos a la interculturalidad y su incorporación como proceso sustantivo para la vida democrática. Los errores son un aliciente para seguir avanzando en el reconocimiento de derechos para los pueblos indígenas.
En ese sentido, la convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. Un primer desafío será definir las reglas de funcionamiento de la convención a través del reglamento, el que debe incorporar en sus definiciones las particularidades que aporta la interculturalidad. Por lo tanto, las formas y metodologías de trabajo, los mecanismos para tomar decisiones, la asignación de responsabilidades, los sistemas de rendición de cuentas y transparencia, entre otros, deben asegurar que esa interculturalidad sea efectiva como expresión legítima de la voluntad de avanzar en esta materia. La convención debe asumirse, necesariamente, como intercultural y contribuir, con el ejemplo, a impulsar los cambios que necesitamos para dejar una sociedad mas justa, en todos los sentidos, a las próximas generaciones. La participación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao (primera mayoría indígena, con más de 15.560 votos) no debe ser vista como un simbolismo, sino como una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.
Un año parece poco tiempo para romper con siglos de exclusiones. Pero la composición de la convención constitucional en general, y la legitimidad de las propuestas de las y los constituyentes indígenas en particular, abren una puerta a la esperanza. Las convicciones y el liderazgo de estas y estos representantes son una base fundamental para la incorporación de los derechos de los pueblos indígenas, pero también el apoyo mayoritario mostrado por una ciudadanía que busca cambios profundos. La plurinacionalidad no debe ser entendida como un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, y su incorporación en la Constitución permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, entre ellos a la propia madre tierra o la naturaleza. La equidad intergeneracional debe ser un principio fundamental para guiar los debates y propuestas, algo que los pueblos indígenas han defendido desde tiempos ancestrales.
Por ahora, nos queda acompañar este proceso, participar activamente y confiar en las posibilidades que ofrece. Para los pueblos indígenas, si bien es histórico, también es un paso más en nuestro camino hacia la autonomía y la libre determinación, que nos permite soñar un futuro mejor para nuestros niños y niñas, pichi keche y pichi domo, para que crezcan plenos, para que el buen vivir sea una realidad, para que los sueños de nuestras y nuestros ancestros sean, por fin, realidad.
Elisa Loncón: “Se habla tanto del racismo en Estados Unidos, pero no se habla del de Chile”
Doctora en Lingüística de la U. de Leiden en Holanda y profesora de Estado mención inglés por la U. de La Frontera en nuestro país, la académica Elisa Loncón Antileo es especialista en mapudungun y educación intercultural bilingüe, y actualmente es académica del Departamento de Educación de la U. de Santiago de Chile. En esta entrevista, la también coordinadora de la Red por los Derechos Educativos y Lingüísticos de los Pueblos Indígenas de Chile aclara la noción de interculturalidad, distinta de multiculturalidad, que deberíamos adoptar para el reconocimiento de todos los pueblos dentro de nuestra nación. Además, se refiere a la situación de abandono que vive el pueblo mapuche, que hoy se ve agravada por la pandemia, y a la importancia de contar con una Constitución que haga valer los derechos y saberes de todas y todos los habitantes de Chile.
Por Jennifer Abate
—Hace poco, usted decía: «Todos vimos el eclipse el año pasado y nos impresionó, la mucha emoción de vivirlo nos cautivó y muchos no reflexionamos sobre la advertencia de mal augurio transmitido en la tradición oral mapuche». Lo sumo a lo que planteó el integrante de la Comunidad Historia Mapuche Andrés Cuyul, quien escribió recientemente una columna para Palabra Pública donde decía: “Antes que el Covid 19 llegara, la crisis ya había sido leída a través de signos que muestra la naturaleza, entre ellos, floreció la quila, se secó el coligüe en la mata, hubo un eclipse y viene otro. Cuando la naturaleza muestra estos signos hay que prepararse para lo peor”.¿Qué significan estos signos?
Para comprender esto hay que ponerse en un paradigma diferente, que no es el paradigma de cómo se construye el saber occidental. Es un paradigma de los pueblos originarios, la filosofía de los pueblos originarios, que tiene todo un fundamento, una base, y nosotros comprendemos, aprendimos de nuestros antepasados a convivir con la naturaleza, a leer lo que está en ella. Sabemos, por tradición oral, que en épocas de guerra, por ejemplo, floreció la quila. Estuve trabajando mucho el año pasado y con el estallido social fui a las comunidades y me encontré con lonkos que me advirtieron y me dijeron: “mira cómo se secó el coligüe” y, claro, por el camino veía que se secaba el coligüe y la quila, que no florece, había florecido, y sólo lo hace para entregar malos augurios. Para los mapuche, el eclipse es un momento en que el sol muere. Muere el sol, una energía valiosa, la mejor energía que el mapuche recibe es la del sol y hay todo un ceremonial para recibirla. Imagínate que el sol es el astro que entrega la energía y en un momento se detiene, se oscurece, ese es un mal anuncio para la comunidad. Nos llegó eso, sabíamos, y la autocrítica que nos hacemos, sobre todo nosotros, que estamos más vinculados a la cuestión académica, es que tenemos el conocimiento, pero tenemos que ser capaces de actuar políticamente frente a ese saber. Dentro de la investigación Fondecyt que estoy haciendo fui a conversar con un lonko de la zona pehuenche en el Alto Biobío y él me dijo en febrero: “me soñé con el sol, me soñé con la luna y me soñé que había que sembrar granos de larga duración”. ¿Qué granos? Bueno, la quinoa, el trigo centeno y otros granos más bien firmes. Y me dice: “eso es porque viene hambruna”. Él ya tenía su almácigo e incluso había hecho un almácigo de pehuén. Nosotros aprendimos a convivir con la naturaleza y a leer en la naturaleza signos referidos al futuro, y eso está en la tradición oral de nuestros pueblos.
-¿De qué forma se actúa políticamente a partir de ese conocimiento?
En el caso del lonko, él estaba actuando políticamente, porque dice “me soñé esto y este es mi sembrado y esto hay que sembrar”, y me mostró y llevó a su huerta. Políticamente, hay que tener un cambio de actitud porque ya te avisaron, ese es el aviso que te exige un cambio de comportamiento. Entonces, ¿cuándo uno no actúa políticamente? Cuando uno se queda solamente con esa emoción, yo lo viví con el eclipse, que me emocionó. Estaba con los estudiantes mirando el eclipse y me paralizó, porque por un lado sabio era la señal, pero desde el mundo occidental, desde el mundo de la academia, esa señal no tiene valor. ¿Cómo lo hacen las comunidades? ¿Cómo lo están haciendo ahora? En el campo, ellos están actuando con ese saber.
Ahora, ¿qué pasa con el diálogo? El tema intercultural implica un diálogo entre saberes y la sociedad. Nosotros, como sociedad chilena, no tenemos eso, porque no le damos el mismo valor al conocimiento de la academia que a los conocimientos originarios. Falta todavía mucho trabajo de valoración y reconocimiento de estos saberes porque también son válidos, porque también son científicos y también vienen de la observación. Hay un problema fuerte, es un problema político que tiene que ver con la poca valoración del mundo indígena y el no reconocimiento de sus derechos.
—Según cifras de la encuesta Casen, la pobreza indígena alcanza un 14,5%, mientras que la de no indígenas es de 8%, una brecha que aumenta en el caso de la pobreza multidimensional, que impacta a 30,2% de la población indígena versus el 19,7% de la población no indígena. ¿En qué pie encuentra la pandemia por Covid-19 a las y los mapuche, sobre todo a los que viven en la ruralidad?
Bueno, ese índice muestra la brecha en que estamos y esa brecha es multidimensional porque pasa por la falta de reconocimiento de derechos de los pueblos originarios. Ahora, que se habla tanto del racismo en Estados Unidos, no se habla del racismo que está aquí en Chile. Es racista que un sistema le dé todas las posibilidades a la educación en español mientras a otros pueblos los posterga y no les da la posibilidad de que su educación sea en su lengua, porque favorece a una sociedad del conquistador, la sociedad que quedó y después se llamó chilena. La pandemia nos pilla en un desamparo político y de valoración, todavía hay mucho racismo y colonialismo y poco avance en el reconocimiento político y de los derechos territoriales, porque si existe la pobreza en el sur, en las comunidades, es debido a que la gente vive de lo que produce, y cuando no, son temporeros en las forestales. Hay muchos mapuche que trabajan en las forestales y que traen el dinero a las casas, y muchos de los aportes los hacen las mujeres hortaliceras, que además de producir los alimentos para los hijos, también generan un ingreso familiar para compras menores. Todos esos oficios no son identificados como oficios de vida. Entonces, los índices de pobreza están también basados en indicadores que no reflejan las maneras en que vive ese pueblo. El trabajo informal es una de las prácticas que tiene la mayoría de las familias en el sur y de eso está viviendo la gente.
Acá en la ciudad la situación es distinta, porque la gente que se ha venido forma parte de los barrios marginales, recibe, qué sé yo, un trabajo salarial y a veces también informal, es un trabajo que realizan a diario, pero que no tienen por medio de una contrato. Ellos mismos generan sus ingresos y, en ese contexto, la pandemia también nos encuentra a todos con un problema de salud profundo, hay muchas enfermedades que se han vuelto endémicas, como la diabetes o el cáncer.
—Lo que hoy experimentamos es una crisis sanitaria ocasionada por un virus. ¿Le parece que esto puede interpretarse como parte de una crisis mayor?
Yo he sostenido, y también lo he leído de sociólogos e historiadores, que esta es también una crisis de la civilización, una crisis mayor, una crisis que no es sólo sanitaria, es una crisis económica, alimentaria, ecológica, de los migrantes, es una crisis de la situación de las mujeres, es una crisis generalizada y el virus, lo que ha hecho, es mostrar esta gran crisis. Nosotros, como académicos, estamos en privilegio porque mantenemos el sueldo y seguimos trabajando, pero hay personas que no tienen casa para hacer la cuarentena, no tienen dónde hacer el resguardo, no tienen alimentación, están hacinadas, y esa es una gran parte de nuestra población.
La crisis de la civilización tiene que ver con la apuesta que hizo la sociedad occidental, una promesa en función del desarrollo y del futuro, donde todos íbamos a ser desarrollados. Esa fue la historia que seguimos y hoy día estamos en ese no futuro, no somos capaces de tener una vacuna para una enfermedad que mata a millones. En el fondo, es la crisis de la apuesta que hizo la sociedad occidental, una filosofía que le dio la espalda a la naturaleza, que privilegió la acumulación de la riqueza económica a partir de la explotación del ser humano y de la naturaleza. Así es como tenemos gente muy, muy rica, y gente pobrísima. Esta forma de vivir de espaldas a la naturaleza nos está cobrando todo, porque el virus también se generó entre el contacto de animales y seres humanos, que es un contacto demasiado fuerte. Nuestro pensamiento tiene vigencia porque se da en términos de entender que en este mundo nosotros no podemos tener de enemiga a la naturaleza, no podemos destruir a la naturaleza..
—¿Es usted optimista respecto a los potenciales cambios en la noción de desarrollo que tiene actualmente nuestra sociedad?
Yo creo que sí, porque si uno ve el contexto de Chile y ve el contexto de Estados Unidos, ellos en este momento están librando la otra crisis, que es el tema del estallido social: el racismo y la desigualdad para los afroamericanos y los latinos allá es como con los mapuches acá. Acá los más pobres son los indígenas, allá los más pobres son los afrodescendientes, los más discriminados y los que tienen más posibilidades de morirse, porque son atacados por la policía. Y aquí, ¿quién tiene mayor posibilidad de morir? Los mapuche, y la gente está diciendo “basta”. Nosotros venimos de un estallido social con una demanda política muy concreta, que es el cambio de la Constitución. La gente ahora está haciendo la cuarentena, pero tenemos la esperanza de cambiar la Constitución. Imagínate que ahora están hablando del acuerdo nacional y se han ido todos los partidos políticos a hablar con el presidente, pero ahí hay racismo, porque no están los pueblos indígenas. Hablemos de plurinacionalidad, somos el 12% de la población y hemos estado históricamente marginados, discriminados, sin derechos, y hasta hoy siguen las mismas barbaridades coloniales.La gente se está dando cuenta y a través de la escuela uno puede hacer mucho.
En Finlandia, por ejemplo, hubo un gran problema por el tema de la obesidad, porque los jóvenes se iban a vivir solos y no sabían cocinar, y se estaban gastando mucha plata en salud. Para sanar eso, se hizo un cambio curricular para enseñarles, desde niños, las propiedades alimenticias de los alimentos y a prepararlos. Eso hizo que la gente valorara cocinar y comer sano. Podríamos hacer lo mismo acá, con los profesores, en la próxima reforma curricular. Incorporar justamente relaciones distintas con la naturaleza, de manera recíproca, aprender a cuidar las flores, las plantas de olores, las que usamos en la casa, sembrar una papa. Imagínate cuánto nos hace falta hoy tener eso en la casa y la gente no sabe. Si queremos que la gente empiece a valorar estos temas, tenemos que enseñarles, hay una gran tarea de reforma educativa.
—¿De qué manera han cambiado en este tiempo las costumbres rituales y cotidianas mapuche? Estoy pensando en prácticas comunitarias y colectivas que tienen que ver con espacios de reunión, de compartir comida, un mate. ¿Qué pasa con esas costumbres en tiempos de distanciamiento social?
Es un gran quiebre para la práctica comunitaria, porque uno anhela eso y sobre todo ahora, que viene junio y viene el Wiñol Tripantu, el año nuevo de los pueblos originarios. Este es un mes de sanación, de ceremonias de la tierra, y no lo vamos a tener, es trágico y duro. Una de las cosas que me impresionó profundamente en el mes de marzo, cuando empezó la pandemia, fue que una machi que conozco, de Traiguén, apareció en sus redes haciendo una oración. Una oración donde pedía para todos y todas, que la epidemia no llegara a nuestras comunidades, que lloviera lo suficiente y que los frutos llegaran lo mejor posible. Yo tomé la información y la publiqué, y entonces hubo gente que me dijo “¿cómo estás haciendo eso? La machi no debe ser grabada en ninguna parte”. Y yo les respondí que la machi no actúa por ella, la machi tiene un poder espiritual y ese poder espiritual entrega conocimiento, y si ella lo hizo, es porque ese poder espiritual le indicó que lo hiciera. Yo sé plenamente que ella estaba haciendo lo correcto y eso para mí fue el punto de partida para decir “sigamos utilizando las redes sociales lo que más podamos, en canto, música, conversatorios”.
Es verdad que no podemos estar en la ceremonia directamente en la naturaleza, pero la palabra también es ceremonial. Es una palabra que también recibimos de nuestros antepasados. Una vez los antiguos me enseñaron que mientras hablemos nuestra lengua mapudungun, la tierra va a estar más amigablemente respirando. Nos queda la palabra. Es verdad que con la pandemia no podemos compartir cosas, pero la palabra la podemos llevar por todas las redes sociales, en las reuniones que uno hace y con los familiares que están lejos. Podemos seguir armando nuestras propuestas, nos queda mucho que hacer para la nueva Constitución, los indígenas tienen que estar ahí y los derechos lingüísticos tienen que ser constitucionales. Estamos separados, pero no estamos incomunicados, hay que darle fuerza a nuestras demandas.
—Usted mencionaba lo que está sucediendo en Estados Unidos, el clímax de una crisis racista que se arrastra hace décadas y que estalla ahora a partir del asesinato de George Floyd a manos de la policía. En la televisión vimos la imagen de una bandera mapuche en las protestas, la misma que vimos muchas veces durante el estallido social en Chile. ¿Por qué cree que este emblema convoca las luchas por los derechos de las personas?
A mí me llena de orgullo ver la bandera donde sea, es un símbolo que lleva mucha fuerza porque representa una lucha histórica por el reconocimiento de los pueblos originarios. Es un símbolo de resistencia, que busca un reconocimiento de esos pueblos pisoteados, discriminados. Cuando la hicimos, se creó como un símbolo político, es una bandera política, para exteriorizar la identidad mapuche y para exteriorizar la lucha de los pueblos originarios. En ese entonces, cuando se discutía por la bandera, yo participé del proceso y decía que si los equipos de fútbol tienen su bandera, la iglesia y los partidos políticos, ¿por qué nosotros vamos atrás de las banderas políticas? ¿Por qué no generamos una bandera? Y así se hizo.
—Usted mencionaba los derechos lingüísticos y la discusión sobre la plurinacionalidad como parte del debate constituyente. ¿Cuáles cree que son los temas que no pueden quedar fuera en esa conversación?
La plurinacionalidad, la paridad, creo que son elementos fundantes, garantizar los derechos de la naturaleza, garantizar el tema de la alimentación sana, porque de eso depende la vida de las futuras generaciones. La intervención genética de los alimentos significa que a cada semilla le están colocando venenos y son los que están causando las enfermedades que tenemos. Hay que pensar en la soberanía alimentaria, que los derechos del agua sean para todos, que la posibilidad de disfrutar de la naturaleza la tengamos todos; no es posible que se siga llenando de bosques de monocultivos. Hay elementos que son de la época actual y que tienen que ver con toda la crisis alimentaria y la crisis ambiental. Obviamente, el derecho a la salud va a ser un tema prioritario después del Covid-19, va a ser imposible que la gente no participe en definir un sistema de salud público de calidad que en este momento no tenemos.
Es indispensable la paridad para los pueblos originarios, no podemos pasar a la otra etapa si no se garantizan nuestros derechos. Somos más del 10% y no es posible que se edifique la democracia marginando a ese porcentaje. Además, hay una historia, fueron los pueblos originarios los que dieron sustento para que se creara esta nación, Chile.
—¿Qué diferencia hay entre lo intercultural y lo multicultural? ¿Por qué hay una crítica hacia lo multicultural?
La interculturalidad implica el reconocimiento político de los pueblos originarios, el reconocimiento epistémico de los pueblos. El paradigma intercultural exige que los derechos de los pueblos originarios sean reconocidos. Los derechos colectivos a la lengua, a la cultura, al territorio, a la autonomía, a la representación política. Si tú hablas de interculturalidad, tienes que garantizar que si alguien tiene todos esos derechos, el otro tiene que tener los mismos derechos. En una sociedad intercultural a eso se aspira, en cambio, en una sociedad multicultural no importan los derechos del otro, importa que exista la diferencia, simplemente. Es lo típico en los países multiculturales, Canadá o Estados Unidos, donde los afrodescendientes viven en un sector, los chinos en otro sector y entre ellos no hay diálogo, no hay una relación política y cultural, cada uno vive en el sistema como puede. En cambio, el sistema intercultural exige ese diálogo, exige que este núcleo epistémico reconozca los saberes de todos los pueblos.
Extracto de la entrevista realizada el 5 de junio de 2020 en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile, 102.5.
Plurinacionalidad y autodeterminación de los pueblos
Por Claudio Alvarado Lincopi | Fotografías: Alejandra Fuenzalida
Hay tres temporalidades que con mucha claridad han sido impugnadas durante el último mes de movilización. Cada una de ellas, entremezcladas y articuladas, habla de nudos históricos que buscan ser desatados por tiempos y subjetividades negadas en la gestación de los vínculos de la comunidad política que es Chile.
Las dos primeras temporalidades que más visibilidad tienen son el pacto del año 88 y el golpe del 73. Cada una de ellas, en su particularidad y acopladas, representa los cerrojos del modelo neoliberal y de la democracia autoritaria. 1973 es la fractura histórica que permitió el asentamiento de un modelo económico de inagotable privatización: el agua, las pensiones, la educación, la salud, casi la vida entera comenzó a quedar regulada por los vaivenes del mercado. No es que todo haya ocurrido en el 73, pero su peso y densidad histórica fue la que contaminó el modelo de desarrollo instalado hasta hoy en el país.
Desde el mismo lugar, el pacto del 88, fundado en el plebiscito del Sí y el No, gestó otro amarre que hoy se busca desatar. La “democracia de los acuerdos” profundizó un tipo democrático profundamente clausurado para los movimientos sociales, donde la participación se resumió al voto, bloqueando cualquier capacidad deliberativa desde los territorios y los pueblos.
“La reivindicación de la wenufoye y la whipala, junto con los hechos de desmonumentalización de figuras icónicas del colonialismo español y republicano, son manifestaciones de un malestar identitario, de una congoja en la configuración de la subjetividad nacional”.
Así las cosas, desde el 18 octubre se viene tensionando el modelo de desarrollo neoliberal y la democracia autoritaria, como sedimentaciones de las temporalidades 1973 y 1988. Ahora bien, hay un tercer tiempo histórico, de mayor densidad, que las movilizaciones han puesto en querella: la larga continuidad colonial. La reivindicación de la wenufoye y la whipala, expresiones simbólicas del pueblo mapuche y los pueblos andinos, respectivamente, junto con los hechos de desmonumentalización de figuras icónicas del colonialismo español y republicano, son manifestaciones de un malestar identitario, de una congoja en la configuración de la subjetividad nacional, de una crisis que busca socavar una herida de profundidades centenarias.
Es que la comunidad política que es Chile se fraguó bajo un principio identitario que ubicó como intereses superiores de la nación aquellos que eran particulares de las elites eurocentradas. Lo nacional chileno se construyó bajo un relato patrio profundamente utilitarista y antropocéntrico, donde el eje hegemónico de la nación quedó enclaustrado en una percepción del bienestar como maximización económica, donde la naturaleza fue establecida únicamente como recurso, y los territorios (sus pueblos y ambientes) puestos como material para la conquista de los fines elitarios.
Esta trama nacional fue el epítome de un proyecto civilizatorio sustentado ideológicamente en la blanquitud. El barroquismo societal fue reducido a una proyección monocromática, profundamente homogeneizadora bajo el espectro de nuestras elites blanquecinas. Fueron ellas los que definieron el eje hegemónico de la comunidad política nacional. Así, los diversos horizontes históricos que llevan otras formas de gobernanza, disidentes percepciones epistemológicas y herejes concepciones éticas, fueron clausurados del relato nacional.
Y es esta densa temporalidad, refundada y en permanente actualización desde el siglo XIX, la que denominamos larga continuidad colonial. El procedimiento de glorificación y anulación obedece a un viejo patrón colonialista: son determinadas vidas, cuerpos y saberes los que engloban los caminos aceptables y honoríficos de la comunidad política, mientras que otras vidas, cuerpos y saberes son edificados como salvajes, inferiores, no capacitados. Los otros de la nación no tienen cabida, sus racionalidades son relegadas, y aquí yacen las vidas indígenas y afrodescendientes, pero también las biografías mestizas y empobrecidas, ese Chile que reivindica el bastión nacional, pero desde una trayectoria disonante a las fórmulas esgrimidas por las elites.
“¿Qué racionalidad y concepción de bienestar se pondrán en debate en este Chile del siglo XXI que se abre ante un proyecto hidroeléctrico o ante un monocultivo de gran extensión? ¿Será únicamente la visión utilitarista y antropocéntrica que ha dominado el debate sobre los intereses superiores de la nación?”.
Y desde esta fractura temporal emerge la plurinacionalidad como escenario y posibilidad. El repertorio de acción desmonumentalizador y la reivindicación de los emblemas indígenas es un reconocimiento de facto de aquellas otras racionalidades que cohabitan Chile, este es el escenario, y desde allí emerge una potencia utópica, una posibilidad que se erige desde una presumible cohabitación abierta al contacto, a forjar un nuevo universalismo sostenido en el abigarramiento societal, renunciando al monocroma eurocéntrico, provincializando Europa, manchándolo de otras trayectorias históricas y divergentes racionalidades. Plurinacionalidad como el reconocimiento de diferentes modos de concepción del bienestar común conviviendo al interior de la misma comunidad política. En este plano, ¿qué racionalidad y concepción de bienestar se pondrán en debate en este Chile del siglo XXI que se abre ante un proyecto hidroeléctrico o ante un monocultivo de gran extensión? ¿Será únicamente la visión utilitarista y antropocéntrica que ha dominado el debate sobre los intereses superiores de la nación? ¿O podremos también poner en la mesa las expresiones cosmogónicas de los pueblos indígenas y las éticas socioambientales que promueven los derechos intrínsecos de la naturaleza? Es esta tensión, la concepción del vínculo humano-naturaleza es quizás la más gráfica para pensar los alcances de la plurinacionalidad, pero, ineludiblemente, debe ser traducida a toda la vida social: educación, salud, habitares colectivos en el medio rural y urbano, etc.
Ahora bien, esto no se trata únicamente de disputas epistemológicas, de divergentes gestaciones narrativas sobre el mundo común, sino que se trata de poder. No es sólo reconocer la existencia de otras formas de comprensión de la realidad, sino entender que aquellas formas puedan convivir de modos simétricos, dado que hoy cohabitan jerárquicamente. Por ello la plurinacionalidad está inevitablemente atada al derecho de la autodeterminación de los pueblos y territorios. Así, la descentralización y gobernanza desde zonas ecológicas e identitarias como horizonte libredeterminista en el marco de la plurinacionalidad, puede ser entonces una propuesta concreta desde los pueblos indígenas para todo el territorio chileno. ¿Acaso los habitantes de Petorca, de Quinteros, de Chiloé, de Aysén o de la población Lo Hermida no encuentran también urgente participar de manera contundente en el devenir de sus territorios? Autodeterminación como profundización de la democracia y plurinacionalidad como convivencia de racionalidades y horizontes históricos.
En fin, en esta imaginación plurinacional caben todos bajo la posibilidad de construir una comunidad política unificada y heterogénea, democrática y descentralizada, que supere por fin las viejas tradiciones decimonónicas para entrar de lleno al siglo XXI, que abraza universalismos contradictorios, unicidades heterogéneas, abigarramientos societales que sepultan el blanqueamiento homogeneizante, el centralismo asfixiante y la violencia monocultural. Debemos avanzar hacia la antropofagia cultural como nuevo horizonte universal.