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Un lustro sin estar a la altura

Cinco años después del estallido social, la intransigencia se ha convertido en un valor y un argumento de orgullo. Tener una sola línea y no cambiar de opinión, como si aquello reflejara una condición de superioridad, ha ido minando el camino necesario para avanzar en asuntos urgentes. Ya lo decía Humberto Maturana al señalar la necesidad de agregar dos derechos humanos fundamentales y directamente relacionados: el legítimo derecho a equivocarse, y el legítimo derecho de cambiar de opinión. 

Por Enrique Aliste | Foto principal: Alejandra Fuenzalida

Volví a leer la reflexión que hice hace cinco años en este mismo medio, por más o menos estas mismas fechas. Debo admitir la enorme tristeza que me provocó su lectura a un lustro de haberla escrito. Una tristeza profunda de sentir que nuestra capacidad, como sociedad, de aprender de los hechos dolorosos —y en honor a ese dolor, hacernos responsables del futuro—, no ha estado a la altura. Creo que, en general, no hemos logrado entender ni dimensionar lo que vivimos ni la oportunidad que perdimos.

Los hechos recientes que han impactado a la opinión pública en materia de corrupción, especialmente en el plano económico y judicial, vuelven a poner en el debate los aspectos fundamentales del sistema político, los mecanismos institucionales para garantizar estabilidad y respeto por las normas que permitan una vida social apegada al Estado de derecho, y, sobre todo, que estén ancladas en principios de justicia social. 

Lo mismo ha sucedido en materia de educación, donde nos hemos escandalizado al conocer el sueldo pagado a una persona que daba clases en una universidad privada, hecho que vuelve a poner en duda la legitimidad del modelo de financiamiento de las universidades que sigue plenamente vigente, y donde no existe ni transparencia ni el debido control sobre el uso de recursos públicos en universidades privadas, como sí existe en las universidades del Estado. A esto se suma un largo etcétera que incluye el crítico tema de la reforma al sistema de pensiones, el modo de funcionamiento y el salvataje dado al modelo de las isapres versus el financiamiento general del sistema de salud; el sistema de designación de integrantes de la Corte Suprema de Justicia, Contraloría General de la República, entre otros. Es decir, pareciera que la necesidad de cambios importantes sigue en pie y sea probablemente aún más crítica.

Sabemos que esto que suena sencillo tiene una enorme complejidad, porque lo que no hemos transparentado, como sociedad, es la manera en que defendemos nuestros intereses. Para ello, nos ha costado mucho entender que toda acción política debe basarse en la capacidad de construir acuerdos que se fundan en nuestra disposición a ceder.

Por el contrario, los tiempos que han transcurrido desde entonces han transformado a la intransigencia en valor y argumento de orgullo. Tener una sola línea y no cambiar de opinión, como si aquello reflejara una condición de superioridad, ha ido minando el camino necesario para avanzar en asuntos urgentes. Ya lo decía Humberto Maturana al señalar la necesidad de agregar dos derechos humanos fundamentales y directamente relacionados: el legítimo derecho a equivocarse y el legítimo derecho de cambiar de opinión. En nuestros días, sin embargo, ser intransigentes pareciera que nos pusiera en ese sitial de adulación que buscamos torpemente en audiencias anónimas que resuelven su compromiso y responsabilidad social mediante un mero like en alguna red social. Y quizá eso es algo que nos ha perjudicado muchísimo, sin siquiera hacer aún el balance de daños.

Lo virtuoso y relevante que fueron las redes sociales para informar allí donde los canales habituales no estuvieron a la altura en los momentos más álgidos del estallido de 2019, con el tiempo fue degenerando en una herramienta de propaganda capaz de desinformar al más puro estilo de los peores momentos de quienes tenían el control total. Pero quizá lo más doloroso es caer en la cuenta de que, como dice Byung-Chul Han, esta vez hemos sido nosotros mismos quienes, desde el enjambre, hemos podido elegir la verdad que mejor se adapte a nuestros intereses y voluntad de intransigencia. No hemos estado a la altura.

Del hastío con las injusticias, pasamos al hastío con los reclamos contra la injusticia. Del estado de hastío con los abusos, pasamos al hastío de reclamar contra los abusos. De querer reencontrarnos y reconocernos, pasamos a separarnos y atrincherarnos para combatirnos.

El balance, en lo personal, me parece bastante trágico y más dramático cuando me veo, primero, respaldando un proyecto de nueva constitución que es rechazada de manera estrepitosa y contundente por la ciudadanía, y, luego, votando desesperado para evitar que un delirio de venganza no cambie la constitución de la dictadura por una incluso peor y más radical. No hemos estado a la altura.

Asistir al espectáculo patético de un parlamento irresponsable dedicado a profundizar estas grietas, dando señales no solo de esa irresponsabilidad, sino peor aún, de un desprecio por el futuro que todos merecemos, incluidos ellos mismos, es algo que da cuenta de que no hemos estado a la altura.

Seguimos en aquellas disputas guiadas por etiquetas que solo refuerzan la trinchera, en vez de trabajar por entender la importancia que tiene saber conducirnos frente a la diferencia que funda las bases de lo que somos. El desafío es muy grande, porque para que esto ocurra, debe concurrir como primer elemento la voluntad, algo que, probablemente, es lo más esquivo por estos días.

Me cuesta ser optimista porque las señales no son alentadoras, pero también tenemos el deber de no bajar los brazos. Hay un rol fundamental que está radicado en la ética de la responsabilidad que es especialmente relevante para nosotros, docentes y académicos, en nuestro rol formador.

En mi opinión, nuestra primera responsabilidad es frente a nosotros mismos y al deber de reflexionar más allá de nuestras propias posiciones.

Hay un lugar importante que debe ocupar en nuestra reflexión y labor formadora el hecho de entender y trabajar en torno a las diferencias y disensos. Tenemos que darle un valor y un lugar más privilegiado a la comprensión de las controversias. No ver en ellas un problema a evitar, sino la oportunidad para construir algo diferente. Hemos perdido la capacidad de estar en desacuerdo y de avanzar sobre la base de esos desacuerdos. La herencia necesaria de construir acuerdos fue importante y sabemos el rol que esto cumple y ha cumplido. Avanzar en los desacuerdos y entender la naturaleza de las diferencias es el paso que necesitamos para enfrentar un futuro que vendrá plagado de controversias científicas, sociales, políticas y de todo orden.

Los avances de la sociedad se han fundado sobre la base de conflictos que han permitido precisamente cambios sociales, señalaba a inicios del siglo pasado el sociólogo alemán Georg Simmel. El conflicto, que sigue vivo hoy —y que se agrava en virtud de hechos que como bola de nieve no paran de acontecer en nuestro particular Macondo—, puede ser también el foco fundamental para que se dé el paso que falta con el propósito de encontrarnos. Suena casi utópico, pero es un gesto de primera necesidad y tenemos el deber de movilizarlo con todos los medios posibles. No podemos seguir habitando en ciudades o países tan distintos cuando estamos donde mismo, siendo extraños frente a personas con las que cotidianamente debemos trabajar en un futuro que se hace esquivo si no es de responsabilidad colectiva.

No podemos mirar este lustro hacia atrás con esa sensación de no haber estado a la altura.