En 1973, un equipo dirigido por Pablo Perelman y Silvio Caiozzi emprendió una aventura inédita: filmar una suerte de western en el desierto chileno. Pero A la sombra del sol pasó a la historia por otras razones. Además de convertirse en el testimonio final de un sueño colectivo y objeto de culto para el pueblo atacameño de Caspana, también fue la última película en que trabajaron Carmen Bueno y Jorge Müller, detenidos y hechos desaparecer al día siguiente de su estreno.
Por Yenny Cáceres
Fue en noviembre de 1971, durante un viaje al norte, la primera vez que el cineasta Pablo Perelman (1948) escuchó hablar de la historia de unas niñas violadas por unos prófugos de la cárcel de Calama. Era un veinteañero y, como la mayoría de los artistas de la época, apoyaba con entusiasmo a la UP. Por encargo del MIR, filmaba un documental sobre la visita de Fidel Castro a Chuquicamata. En una escala en Antofagasta, el respetadísimo director de teatro Pedro de la Barra le contó sobre este episodio ocurrido hace décadas en Caspana, un pueblo del altiplano, que tenía un final inesperado: la comunidad decide hacer justicia por sus propias manos y matar a los violadores.
“Esto podría ser un buen argumento para una película”, le sugirió de la Barra, un consejo que el cineasta nunca olvidaría.
De rostro anguloso, alto y flaco, a sus 74 años Perelman luce como un practicante ideal de yoga. En su escritorio, en un departamento antiguo del paseo Bulnes, conviven libros e implementos para practicar iyengar, un método de yoga. Justo al lado de un computador, destaca una nota titulada “La Población de El Loa”. Publicada en 1931 en La Gaceta de los Carabineros de Chile, recoge el episodio que Pedro de la Barra le contó, ocurrido en 1927. Fijada a la pared, es un salto a la historia de Perelman y del cine chileno.
En 1974, junto al cineasta Silvio Caiozzi, Perelman se embarcaría en una aventura inédita al dirigir A la sombra del sol, una película que fue filmada en Caspana, a casi 90 km de Calama y a más de 3 mil metros de altura, pocos meses después del golpe militar. Para ambos sería su debut en la dirección y una experiencia inolvidable.
En la cinta, el desierto, con un sol implacable, es otro personaje más que acecha a Luis Alarcón y Alejandro Cohen, que interpretan sólidamente a unos fugitivos que intentan cruzar a Bolivia. En esa travesía errática se topan con Caspana, que parece un pueblo fantasma. Poco a poco, se ganarán la confianza de sus habitantes. Tras reponer fuerzas, emprenden el viaje. Al salir del caserío se encuentran con unas pastorcitas y abusan de ellas. Un niño es testigo de todo y avisa al resto de la comunidad. Los ajustician, pero la película no termina ahí. La cinta salta de la ficción al documental y finaliza con los testimonios de dos miembros de la comunidad. Uno es el hermano de las niñas violadas y el otro es el niño, ahora adulto, que dio la voz de alerta.
Casi 50 años después, la película se ha convertido en un objeto de culto. Para la comunidad de Caspana, de origen atacameño o perteneciente a la Licana —como se denominan ellos—, A la sombra del sol es motivo de orgullo, como un retrato fiel de su cultura. Para la historia del cine chileno, es una pieza única, mezcla entre western y documental antropológico. Para quienes trabajaron en la película, directores, actores y técnicos, es el último vestigio de un sueño colectivo que el golpe enterró.
Hace poco, Perelman encontró esta nota de prensa que ahora ocupa un lugar destacado en su escritorio. Está empeñado en hacer un documental sobre A la sombra del sol. “La película le pertenece a ese lugar”, sentencia. Cuando volvió a Caspana, hace unos años, lo que más le sorprendió es que todo el mundo conoce la película. Se ha mostrado en colegios y hasta en la cárcel de Calama. “Sienten que es un patrimonio de ellos”, dice.
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“Queremos trabajar con los mejores técnicos de Chile”. Con esas palabras, Enrique Rodríguez Johnson, de unos 60 años, engominado y verborreico, se presentó en las oficinas de Telecinema, la productora de Silvio Caiozzi, poco antes del golpe. Guionista y director de películas en los años 40 y 50, se disponía a dirigir una película con el financiamiento de Enrique Cood, un distribuidor que había tenido un éxito inesperado con el boom de las películas de karate.
Pese a las dudas que le despertó Rodríguez Johnson, Caiozzi aceptó. Fue contratado como director de fotografía y Pablo Perelman, que venía de trabajar con Miguel Littin en La tierra prometida (1973), fue reclutado como asistente de dirección. También se sumaron el sonidista José de la Vega y el camarógrafo Jorge Müller, dos colaboradores de Raúl Ruiz en ese periodo.
El golpe paró todo. Caiozzi tuvo que esperar una semana para volver a las oficinas de Telecinema, en el centro de Santiago, a pocas cuadras de La Moneda. La producción mandó el guion —que incluía persecuciones en auto y escenas eróticas— a un funcionario de la Junta Militar, ya instalada en el exedificio de la Unctad, rebautizado como Diego Portales. “En este nuevo Chile, no hay lugar para cochinadas” fue la respuesta que recibieron. Ante el rechazo, Rodríguez Johnson se salió del proyecto y Enrique Cood reunió a todo el equipo. Les pidió que le propusieran una nueva historia y un director.
Perelman se acordó de la historia que le había contado Pedro de la Barra. Se trataría de una suerte de western: una historia con episodios de violencia, filmada en el desierto. Con la aprobación de Cood, ambos cineastas decidieron asumir la dirección en forma conjunta. Perelman tenía más experiencia en el trabajo con los actores y los diálogos, mientras que el fuerte de Caiozzi era la dirección de fotografía, labor que había realizado en Palomita blanca (1973), de Raúl Ruiz. El poeta Waldo Rojas, amigo y actor ocasional de Ruiz, se sumaría como guionista.
“Para que te des cuenta de cuán lejos estábamos de la realidad que estaba ocurriendo, el tema de la historia es justicia popular, y nosotros, a pocas semanas del golpe, estábamos pensando hacer una película que trata sobre justicia popular”, contó Caiozzi en mi libro Los años chilenos de Raúl Ruiz (2019).
Desde París, Waldo Rojas recuerda que Enrique Cood lo citó a un almuerzo en el restaurante Le Due Torri, en la calle San Antonio, donde le entregó sus lineamientos para el guion, que incluían, entre otras cosas, poner un muerto cada diez minutos, además de algunos desnudos femeninos. “Por supuesto”, fue la respuesta de Rojas.
En noviembre de 1973, Silvio Caiozzi, Pablo Perelman, Waldo Rojas y José de la Vega partieron al norte para investigar el origen de la historia y buscar locaciones. En ese momento, no sabían que el episodio había ocurrido en Caspana. Rojas revisó archivos de prensa y hasta se reunió con Manuel Durán, periodista de Antofagasta que había escrito un cuento sobre el suceso. En Calama, revisó los archivos judiciales, donde solo encontró información sobre la fuga de los presos.
En busca de locaciones, alguien les recomendó ir a Caspana. Así, de casualidad, llegaron hasta este caserío detenido en el tiempo, ubicado en una quebrada, con sus casas de piedra y sus cultivos en terrazas que parecen una ilusión óptica en medio de un entorno polvoriento y hostil. El equipo de la película estaba deslumbrado: parecía la locación ideal para el proyecto. En un inicio, la comunidad se mostró muy desconfiada. Perelman y Caiozzi se reunieron con la máxima autoridad del pueblo para convencerlo. Cuando el acuerdo estaba sellado, ocurrió lo inesperado. Uno de ellos, Francisco Panire, les confesó:
—Eso (la violación) les pasó a mis hermanas.
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“La película nos postergó el golpe. No lo vivimos el 73, lo vivimos el 74. Nos sentíamos protegidos mientras hacíamos A la sombra del sol”, dice Pablo Perelman. El rodaje, en febrero de 1974, fue tortuoso, pero también un refugio. Luis Alarcón era militante comunista y había sido despedido de la Universidad Técnica del Estado. Estuvo en listas, fue buscado y también tuvo que esconderse un tiempo. “Es una cosa inexplicable haber hecho esa película”, recordaba Alarcón en Los años chilenos de Raúl Ruiz. “Todos los actores éramos de oposición al gobierno militar”.
Alejandro Cohen nunca militó. “Soy apolítico con opinión propia”, dice hoy, pero la llegada de los militares lo dejó sin trabajo. Junto a Tomás Vidiella y Pina Brandt fundaron el Teatro El Túnel y en 1971 montaron Hagamos el amor, el primer café concert que se hizo en Chile. El formato fue un éxito, pero después del golpe el toque de queda volvió insostenible el proyecto.
“Yo creo que el gran protagonista de la película es el pueblo de Caspana y la atmósfera que se creó”, dice Cohen. José de la Vega se encargó de la producción en terreno y tuvo que lidiar con todo tipo de dificultades, en un rodaje en que estaban prácticamente aislados. A las pocas semanas, se quedaron sin dinero para pagar los sueldos. Apenas les quedaba algo de película virgen para filmar. Hubo una huelga del equipo y Caiozzi recuerda que tuvo que pedirles plata a sus papás para continuar el rodaje.
Pero el ánimo no decayó. “Trabajar forzado por la falta de recursos incentiva la creatividad y eso afiata humanamente a un equipo”, dice Cohen. “Hubo gran solidaridad mutua del equipo y, poco a poco, de los habitantes del lugar, para quienes en un momento la película se convirtió en una causa popular, colectiva y aldeana”, complementa Waldo Rojas.
También hubo espacio para el romance, recuerda Rojas: “Carmen (Bueno) y Jorge (Müller) comenzaron su amor junto con… ¡la filmación! Pienso que ese sentimiento creó un cierto clima para todo el equipo”. Carmen Bueno era actriz, había participado en La tierra prometida, de Littin, y se encargó de la continuidad en A la sombra del sol. Al “flaco” Müller, encargado de fotografía de la cinta, Perelman lo describe como “el mejor amigo de muchos”. Ambos compartían la militancia en el MIR y solían trabajar juntos. Iban a filmar en poblaciones y junto a Pepe de la Vega participaron en la icónica filmación de “la marcha de las cacerolas”, que Patricio Guzmán inmortalizó en La batalla de Chile.
Ese verano en Caspana, el romance entre Carmen y Jorge fue un paréntesis de esperanza. Eran jóvenes, hermosos y con todo el futuro por delante. Después, vendría el horror.
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“Le tomamos harta distancia a la película en ese momento. El chancacazo final es demasiado fuerte”. Así resume Perelman lo que vivió al momento del estreno de A la sombra del sol. Corría noviembre de 1974 y continuamente les llegaban noticias de conocidos y amigos que habían sido detenidos por la DINA, la policía secreta de Pinochet. Su temor aumentó cuando no supieron más del argentino Carlos Piaggio, montajista de la película. Más tarde, Perelman se enteraría de que la DINA usó su casa como ratonera: el método era que cada persona que iba a ese lugar caía detenida. Lo retuvieron junto a su mujer, Francisca Valdés, y su hijo pequeño.
Perelman fue al preestreno de la cinta, el 28 de noviembre de 1974, en el cine Las Condes, sin ningún ánimo de celebración. Recuerda que la sala estaba semivacía y que había tensión entre sus más cercanos. Junto a su pareja de entonces, Paula Sánchez, compartían una casa en avenida Los Leones junto a Jorge Müller y Carmen Bueno. Sabían que en cualquier momento podrían caer. Para resguardarse, Perelman y su mujer decidieron que al día siguiente se irían a la playa. Müller y Bueno, que entonces tenían 27 y 24 años respectivamente, acordaron dormir esa noche en la casa de una amiga. Fue en esa función de A la sombra del sol donde Perelman los vio por última vez.
A la mañana siguiente, el 29 de noviembre, Carmen Bueno y Jorge Müller fueron detenidos por la DINA en la esquina de Los Leones con avenida Bilbao. Fueron vistos en Villa Grimaldi, centro de detención donde Francisca Valdés fue testigo de las torturas a Carmen Bueno. Luego, fueron trasladados a Cuatro Álamos, donde también estuvo detenido Piaggio. En diciembre de 1974 se les perdió la pista.
En enero de 1975, Perelman decidió salir del país. Al mes siguiente, su hermano, el ingeniero químico Juan Carlos Perelman, miembro del MIR, fue detenido. Ese mismo año, él y Carmen Bueno aparecerían en la fatídica lista de la Operación Colombo, un montaje mediático con el que la dictadura intentó ocultar la muerte de 119 detenidos desaparecidos.
Tras vivir en Venezuela, Colombia y México, Pablo Perelman volvió a Chile en 1979, con la convicción de que algún día filmaría la historia de su hermano. Censurada por la dictadura, Imagen latente (1987) recién pudo estrenarse 1990, con el regreso de la democracia, y provocó un remezón. Por primera vez, el cine chileno hablaba de los detenidos desaparecidos.
En los años 80, A la sombra del sol, esa película que se filmó en los estertores de la UP, volvió a la vida. Cuando se estrenó, no fue el éxito de taquilla con que el productor soñó, aunque hay testimonios de que fue exhibida en regiones en programas dobles con cintas de James Bond, para aprovechar los beneficios tributarios de las películas chilenas en ese momento.
De manera impensada, la película tomó otro significado. El 29 de noviembre de 1984, diez años después de su estreno, se realizó un acto en recuerdo de Carmen Bueno y Jorge Müller, en la Parroquia Universitaria, en la plaza Pedro de Valdivia, a pocas cuadras de donde fueron detenidos. Fueron los padres de ambos y gente del cine, y desde esa fecha, en su memoria, el 29 de noviembre fue declarado el Día del Cine Chileno.
Justamente un 29 de noviembre, Perelman volvió por primera vez a Caspana, a inicios de los 2000, para una proyección de A la sombra del sol. Luego, regresaría filmar un documental sobre las iglesias del norte y descubriría el culto en torno a la película. Allí se enteró de que la mayoría la había visto en el cine, cuando se estrenó en Calama. Y que sucesivas copias en video han circulado entre la gente de Caspana, Chiu-Chiu y San Pedro.
“Para ellos, era un recuerdo significativo, parte del álbum familiar, una anécdota del abuelo, un pequeño tesoro que conservaron y aún conservan, algunos, en su celular”, cuenta el cineasta. Hace dos años, apoyado por la Fundación Altiplano, volvió a Caspana para filmar el cortometraje A la sombra de Alto Loa. En un ejercicio de memoria conmovedor, podemos ver a algunos de los que participaron. El testimonio de la dirigenta atacameña Ximena Anza lo resume así: “Cuando hablan de las comunidades indígenas como algo que está muerto, siempre les recomiendo ver la película”.
De una manera misteriosa, como una fuerza superior que lo ha organizado todo, al decir de Perelman, esta película por encargo, último testimonio de una época y de un sueño colectivo, hoy toma una nueva vida. Caspana la siente como propia, inmortal.