El proceso constituyente y las infancias: ¿una nueva relación entre el Estado y la niñez?

Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva de niños, niñas y adolescentes en el proceso constituyente. Marginarlos compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones, sino también construir un horizonte donde quepan los anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.

Por Camilo Morales

Uno de los temas que ha generado una discusión inédita en el marco del proceso constituyente, y que inicia una nueva etapa luego de las elecciones de las y los integrantes de la convención constitucional, es la discusión acerca del lugar que potencialmente podrían tener niñas, niños y adolescentes en la nueva Constitución. El 25% de la población hoy no tiene un espacio formal de participación en un proceso de carácter histórico pero que incidirá tarde o temprano en sus vidas.

Desde diversas organizaciones se han venido impulsando diferentes acciones con el propósito de visibilizar la importancia del reconocimiento constitucional de la niñez y promover la participación de un grupo que, por su condición de minoría de edad, ha quedado históricamente excluido de la posibilidad de participar activamente en la vida social y política del país. Lamentablemente, el protagonismo y capacidad de acción política que han demostrado en la serie de movilizaciones sociales de los últimos años no han sido elementos suficientes para reconocerles su condición de actores sociales.

Camilo Morales.

Con todo, comprender la importancia del reconocimiento de la niñez y la adolescencia en el proceso constituyente sigue siendo una tarea fundamental que deberá estar al centro de la deliberación de la convención.

A partir de lo anterior, propongo una reflexión intentando responder la siguiente pregunta: ¿Por qué es tan relevante asegurar la participación de niñas, niños y adolescentes en el proceso constituyente, junto con el reconocimiento constitucional de sus derechos?

Primero, la posibilidad de que una nueva Constitución reconozca a niñas, niños y adolescentes como sujetos titulares de derechos es un acontecimiento único, de relevancia política, jurídica y ética. Posiblemente al nivel de lo que fue en su momento la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño en 1990, pero que por las condiciones estructurales definidas por el modelo neoliberal se integró de forma incompleta y limitada. El potencial transformador del proceso constituyente supone una posible ruptura con el estatuto hegemónico que ha tenido la infancia en nuestra sociedad, a saber, sujetos invisibles definidos desde la incapacidad y la vulnerabilidad.

Segundo, un nuevo contrato social puede configurar una nueva forma de relación entre el Estado, la sociedad y la infancia. Esta relación sigue fuertemente delimitada por una visión tutelar y proteccionista. Históricamente ha sido a través de la caridad y el control social el modo en que los niños se han vinculado a las instituciones públicas y privadas encargadas de la protección. Predomina en nuestras políticas y legislaciones la idea de que el niño es una persona que debe recibir pasivamente cuidado y protección sin mayor participación social, siendo la familia y la escuela sus espacios “naturales” de socialización. El reconocimiento constitucional puede ser un impulso para producir avances que hagan efectivos los derechos de los niños a través de cambios legales y políticas públicas que los reconozcan como sujetos de derechos y permitan desarrollar otros espacios de vinculación social.

Tercero, una nueva relación entre el Estado y la infancia solo será posible a través del cambio de modelo socioeconómico y político vigente que, en este caso en particular, ha producido un sistema de mercantilización y privatización de la protección de la niñez. Este modelo implementado durante la dictadura, pero profundizado durante la democracia a partir del 1990, penetró en diferentes esferas de la vida social siendo una de las más perjudicadas el campo de la protección de los derechos de niños y niñas. La subsidiariedad del Estado se expresa radicalmente en la configuración de una institución como el Servicio Nacional de Menores (Sename) cuya racionalidad mercantil tiene hoy una continuidad a través del nuevo servicio “Mejor Niñez”, próximo a implementarse y que no modifica la actual relación público-privada en esta materia. Un nuevo modelo socioeconómico y político debe tener como horizonte la idea de un Estado que cuide, que recupere el sentido de lo público en la esfera de la protección integral de los derechos.

Cuarto, la legitimidad del proceso constituyente se basa en la participación ciudadana. Por lo tanto, la forma en cómo se defina la participación de todos los actores sociales, incluidos, niños, niñas y adolescentes, es fundamental para fortalecer el carácter democrático del proceso y generar condiciones que permitan reestablecer los lazos sociales entre la política y la sociedad. Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva incorporando diferentes formas de expresión y deliberación. Considerando también aquellos espacios de organización espontánea e informal que no entran en los cánones de la participación tradicional. Con todo, la participación no puede quedar reducida al momento de la elaboración de la nueva carta fundamental. El desafío es desarrollar mecanismos institucionales permanentes e incidentes que permitan a este grupo de la sociedad una vinculación mayor con la vida social y política de sus comunidades y del país. La distribución del poder también debe incorporar la dimensión de las relaciones generacionales, considerando las condiciones de subordinación que subyacen estructuralmente entre niños y adultos.

Finalmente, el proceso constituyente contiene la promesa de configurar un proyecto de sociedad a través del reconocimiento de derechos sociales y de una nueva forma de distribuir el poder. Marginar a niñas, niños y adolescentes, desconociendo su capacidad de agencia, compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones y experiencias, sino que también construir —a partir de una diversidad de voces— un horizonte político que de lugar a los proyectos y anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes en la calles y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.

Iniciamos el camino hacia la plurinacionalidad

La convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. No se trata de un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, que permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, como la propia madre tierra, y hacer realidad principios como la equidad intergeneracional. La incorporación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao, en tanto, no es un simbolismo, sino una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.

Por Verónica Figueroa Huencho

¡Tenemos convención constitucional paritaria, elegida por la ciudadanía y con representación de pueblos indígenas! Se trata de un hecho histórico que marcará la vida de quienes hemos tenido la oportunidad de participar de este proceso, pero también para las futuras generaciones, que se verán impactadas por las decisiones que emanen de esta instancia responsable de escribir la nueva Constitución política de Chile.

La participación de los pueblos indígenas constituye, sin duda, una oportunidad para enriquecer el debate y favorecer un diálogo para el que no estamos acostumbrados: uno de carácter intercultural. Quizás el Parlamento de Tapihue en 1825 haya sido la última oportunidad que tuvimos de dialogar en un contexto de respeto a la autodeterminación de los pueblos indígenas y de acuerdos de convivencia y respeto mutuo al más alto nivel político. Han sido siglos de exclusiones y discriminaciones para los pueblos indígenas, tanto de los espacios públicos y de toma de decisiones como de los espacios cotidianos, privando a la sociedad entera de propuestas, alternativas y conocimientos que podrían haber enriquecido la problematización de los grandes temas que nos afectan en la actualidad. La interculturalidad, por lo tanto, se vio impedida de avanzar por decisiones tomadas desde este Estado nación que buscó integrarnos de manera forzada a su propuesta hegemónica de mundo, de ciudadanía, de mérito, de progreso. Y si bien estas definiciones fueron ejecutadas de manera sostenida por más de 200 años, los pueblos indígenas seguimos existiendo, seguimos estando presentes, seguimos buscando correr el cerco de lo posible.

Verónica Figueroa Huencho. Vicepresidenta del Senado Universitario de la Universidad de Chile y profesora asociada de su Instituto de Asuntos Públicos.

Esta resistencia histórica tiene hoy una representación concreta en la elección de 17 constituyentes indígenas, quienes a través del sistema de escaños reservados llevarán las voces de los 10 pueblos indígenas que la ley 19.253 reconoce de manera oficial. No es suficiente. Falta la voz del pueblo selknam, luchadores incansables por este reconocimiento. Falta la voz del pueblo afrodescendiente, reconocido en Chile como pueblo tribal por la ley 21.151, pero excluido de los escaños reservados de manera arbitraria, aun cuando le son aplicables las normas establecidas en el Convenio 169 de la OIT, ratificado por el Estado de Chile en 2008. Pero no me cabe duda que gran parte de las y los constituyentes elegidos, no solo los pertenecientes a pueblos indígenas, llevarán esas voces a la convención, pues han manifestado su voluntad de representar la diversidad que caracteriza al Chile actual.

No fue fácil recorrer este camino. La discusión que derivó en la ley 21.298 que modificó la Carta Fundamental para reservar escaños a representantes de los pueblos indígenas en la convención constitucional no recogió las demandas de representación por peso demográfico que pedían las comunidades y organizaciones que pasaron por el Congreso. Ello amparado en la Declaración Americana sobre Derechos de los Pueblos Indígenas que establece en su artículo 1º la autoidentificación como criterio fundamental, debiendo los Estados respetar el derecho a la autoidentificación individual y colectiva, conforme a las prácticas e instituciones de cada pueblo indígena.

Tampoco consideró las críticas a la construcción de un padrón electoral indígena en tiempos de pandemia, con grandes asimetrías de información. No fue fácil para las candidaturas explicar las formas en las que se construyó ese padrón (recordemos que se construyó desde diferentes bases de datos: personas con calidad indígena certificada por CONADI, datos administrativos con apellidos mapuche evidente, nómina de postulantes a beca indígena desde 1993, registro especial para elección de consejeros indígenas CONADI, registro de comunidades y asociaciones indígenas, elección de comisionados CODEIPA para Isla de Pascua). Las personas indígenas tenían un plazo acotado (25 de febrero de 2021) para revisar el padrón, solicitar su incorporación y quedar habilitadas para votar a través de escaños reservados. Lo anterior incidió, sin duda, en la baja participación de personas indígenas, donde solo un 23% del padrón (1.239.295 personas indígenas) lo hizo por esta vía.

A ello debemos sumar un contexto de pandemia, la lejanía de ciertos territorios para acceder a los lugares de votación, la falta de medios de transporte, la falta de información y capacitación por parte de SERVEL a todos los actores involucrados. De hecho, en diferentes plataformas y redes sociales se daba cuenta de los problemas que electores indígenas tuvieron para ejercer su derecho a sufragio. Sin embargo, dado lo inédito de este proceso, solo quedan oportunidades para mejorar a futuro, para adaptarnos a la interculturalidad y su incorporación como proceso sustantivo para la vida democrática. Los errores son un aliciente para seguir avanzando en el reconocimiento de derechos para los pueblos indígenas.

Crédito: Felipe PoGa.

En ese sentido, la convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. Un primer desafío será definir las reglas de funcionamiento de la convención a través del reglamento, el que debe incorporar en sus definiciones las particularidades que aporta la interculturalidad. Por lo tanto, las formas y metodologías de trabajo, los mecanismos para tomar decisiones, la asignación de responsabilidades, los sistemas de rendición de cuentas y transparencia, entre otros, deben asegurar que esa interculturalidad sea efectiva como expresión legítima de la voluntad de avanzar en esta materia. La convención debe asumirse, necesariamente, como intercultural y contribuir, con el ejemplo, a impulsar los cambios que necesitamos para dejar una sociedad mas justa, en todos los sentidos, a las próximas generaciones. La participación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao (primera mayoría indígena, con más de 15.560 votos) no debe ser vista como un simbolismo, sino como una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.

Un año parece poco tiempo para romper con siglos de exclusiones. Pero la composición de la convención constitucional en general, y la legitimidad de las propuestas de las y los constituyentes indígenas en particular, abren una puerta a la esperanza. Las convicciones y el liderazgo de estas y estos representantes son una base fundamental para la incorporación de los derechos de los pueblos indígenas, pero también el apoyo mayoritario mostrado por una ciudadanía que busca cambios profundos. La plurinacionalidad no debe ser entendida como un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, y su incorporación en la Constitución permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, entre ellos a la propia madre tierra o la naturaleza. La equidad intergeneracional debe ser un principio fundamental para guiar los debates y propuestas, algo que los pueblos indígenas han defendido desde tiempos ancestrales.

Por ahora, nos queda acompañar este proceso, participar activamente y confiar en las posibilidades que ofrece. Para los pueblos indígenas, si bien es histórico, también es un paso más en nuestro camino hacia la autonomía y la libre determinación, que nos permite soñar un futuro mejor para nuestros niños y niñas, pichi keche y pichi domo, para que crezcan plenos, para que el buen vivir sea una realidad, para que los sueños de nuestras y nuestros ancestros sean, por fin, realidad.

Roberto Gargarella: «La Constitución mínima tiene la trampa de hacer ficticia la deliberación»

El jurista argentino, especialista en constitucionalismo en América Latina, considera el hartazgo ciudadano con las élites un estruendo producido por el derrumbe del viejo modelo de representación: “murió y es irrecuperable”, advierte. Por eso, si bien valora la perspectiva de incorporar más derechos a la “espartana” Constitución chilena, la considera limitada si no la acompaña una profunda democratización del poder. De lo que se trata, dice, es de “abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional”.

Por Francisco Figueroa Cerda

La de Roberto Gargarella (Buenos Aires, 1964) es una de las voces más escuchadas en materia de cambio constitucional, teoría de la democracia y derechos humanos en América Latina. Pero la suya no es una voz dulce para los oídos del poder. En su libro más influyente, La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010), publicado en 2014, cuestiona cómo, pese a sus barrocos decálogos de derechos, las constituciones de la región han mantenido intocada nuestra elitista organización del poder. Y en el más reciente, La derrota del derecho en América Latina (2020), explica la degradación de la democracia como resultado de “la autonomización de la clase dirigente” y la perpetuación de estructuras institucionales “hostiles a la intervención política de la ciudadanía”.

Para el sociólogo y abogado, profesor de las universidades de Buenos Aires y Torcuato di Tella, la crisis de la democracia contemporánea es la crisis de un sistema institucional pensado en los siglos XVIII y XIX para repartir el poder entre minorías y controlarlo en base a contrapesos internos al Estado que han terminado por incentivar a las élites (empresarios, jueces y políticos) a pactar entre sí; una sala de máquinas que la ciudadanía —hoy diversa y multicultural— se limita a mirar por la cerradura cada vez más estrecha del voto, ya sea para elegir representantes sobre los que no tiene ningún control o entre opciones sobre las que no tiene nada que decir.

No es de extrañar, entonces, que Gargarella despierte escasa simpatía tanto en la derecha como en el populismo de izquierdas. Tampoco que su trabajo ponga en tela de juicio algunas de las bases mismas del Estado de derecho como lo conocemos, como el punitivismo penal o el elitismo judicial. Lo suyo es una concepción deliberativa de la democracia, donde lo central es el involucramiento “del común” y la “conversación entre iguales”, y la bencina la pone el compromiso con una larga deuda latinoamericana: la realización simultánea de los ideales de autonomía individual y autogobierno colectivo.

Has dicho que una Constitución es virtuosa cuando se hace cargo de los grandes dramas de una sociedad. ¿Cómo puede una Constitución hacerse cargo de la desigualdad?

—Me parece que la sociedad chilena y la argentina, como tantas latinoamericanas, no terminan de identificar la desigualdad como lo que es: uno de nuestros grandes problemas desde la independencia. Y lo que ha hecho la Constitución es reproducir y expresar esa desigualdad, tanto en la ausencia de compromisos sociales —que todavía se notan en la Constitución chilena—, como en la organización del poder que refleja esa desigualdad. Atacar eso son puntos de partida. Por supuesto, no es que uno cambie la sociedad desde la Constitución. Pero la Constitución tiene una parte que jugar y eso creo que tiene que ver con la afirmación de ciertos compromisos sociales y con armar un diseño institucional que ayude a resistir esa desigualdad. Para no quedarme en abstracciones: si uno concentra el poder geográfica y políticamente, uno está reproduciendo esa desigualdad.

En tus trabajos muestras que en América Latina el combate a la desigualdad no ha ido de la mano de la democratización del poder, sino de su concentración. ¿Por qué crees que ha ocurrido eso?

—Porque no es de extrañar que la Constitución sea reflejo de la élite que la escribe. Una élite que vive y goza de los privilegios de la desigualdad, ayuda a blindar su poder y a alambrar el escenario institucional en su entorno a través de la ley, de la Constitución. Se explica por la historia de desigualdad y los modos en que ha estado concentrado el poder. Distintas sociedades latinoamericanas han mostrado ese gobierno de élites. Chile ha sido ejemplar, tanto en los niveles de concentración como en los niveles de resistencia. Formas de reacción social como no se han dado en otras sociedades de América Latina, por la radicalidad. En parte, una radicalidad que reacciona frente a lo que ha sido la historia desde 1811, 1823 y 1833, con un ordenamiento salvajemente elitista.

No solemos hablar de los derechos en términos de las alteraciones en las relaciones de poder que supone hacerlos efectivos. ¿Nos obnubila el tecnicismo del derecho? ¿El concebir los derechos como favores de la élite?

—En la historia de América Latina creo que se han combinado algo de ignorancia, algo de oportunismo y algo de hipocresía desde el poder. Hay doctrinarios que se han preguntado de buena fe qué podemos hacer a favor de la igualdad y han encontrado como respuesta “y bueno, lo que ha hecho toda América Latina todo este tiempo: agregar derechos”. Esa es la marca latinoamericana desde México 1917, el constitucionalismo social. Lo que domina en el discurso jurídico de la gente que quiere cambios —más allá que desde el poder tenían muy claro lo que querían hacer y no hacer— es una manera muy latinoamericana de ver el derecho: mirar afuera y ver qué hay para agarrar. Eso creo que están pensando muchos en Chile: “agarrar el tren que perdimos”. Por supuesto que en el contexto de Chile —donde la Constitución quedó muy espartana, sin derechos sociales, económicos, culturales, humanos— hay que incorporar nuevos derechos. Entre otras cosas, porque vivimos en culturas jurídicas formalistas, legalistas, textualistas, y entonces el juez tiene una gran excusa cuando no encuentra un compromiso constitucional. Dice: “no, a mí no me pidan eso, porque eso no está en la Constitución”. Lo inaceptable es que se siga conviviendo con un esquema que reproduce la desigualdad y hace muy difícil el enforcement de esos derechos.

La idea de una “Constitución mínima”, que deje fuera los mayores desacuerdos, entregados a la deliberación de la política representativa, ha cobrado fuerza en el debate constitucional chileno. ¿Te parece una estrategia adecuada?

—Yo estoy de acuerdo en que los detalles se tienen que definir democráticamente, en el debate público, pero tenemos que ser conscientes, particularmente los latinoamericanos, de que eso requiere lo que [Carlos] Nino llamaba precondiciones de funcionamiento del procedimiento democrático. Y esas precondiciones no son simplemente decir “bueno, desde esta situación de extrema desigualdad y concentración del poder en la que estamos, hablemos”, porque hay gente que no entra a la cancha: está marginada, está excluida en los hechos por la organización del poder. Entonces la Constitución mínima tiene esa enorme trampa: en nombre de la deliberación hace ficticia la deliberación. Decir “bueno, con poquitito largamos”, en una cancha desnivelada extraordinariamente, es un insulto a la idea del debate. Y las instituciones que tenemos, montadas hace siglos, se han desgastado desde dentro —lo que se llama la erosión democrática—. Entonces el diálogo debe ser inclusivo, pero sobre todo inclusivo de la ciudadanía, no un diálogo entre instituciones desgastadas y controladas de modo muy aceitado por una élite.

En el proceso constituyente chileno la participación popular sigue limitada a la elección de constituyentes y al voto en el plebiscito de salida. ¿Te parece suficiente?

—No solo no me parece suficiente, sino que me parece problemático. Entre otras cosas, por tener una visión muy crítica (que yo considero realista, simplemente) sobre los plebiscitos. Veo mucho espacio para lo que llamo la “extorsión democrática”, que es cuando uno se ve obligado a votar a favor de lo que repudia para poder sostener aquello que prefiere. Como cuando le hacen un plebiscito de salida a la Constitución de Evo Morales y la situación del boliviano promedio es que quiere enfáticamente un mayor reconocimiento de los derechos indígenas, pero rechaza profundamente una nueva reelección de Morales (como quedó claro en el plebiscito que hicieron después). “Ah, no”, te dicen, “si quieres derechos indígenas, tienes que votar a favor de la reelección. Es una cosa y la otra, o te quedas sin derechos indígenas”. Bueno, tomo los derechos. “Ah, ¡cómo les gusta la reelección a los bolivianos!”. Casos así hay miles. Sobre todo cuando se refieren a textos amplios, esas formas de consulta popular son muy extorsivas porque niegan lo que para mí es lo único importante: el diálogo ciudadano. Tengo que tener la posibilidad de decir esto me gusta, esto no, esto más o menos, esto lo omitieron, esto es inaceptable, cámbienlo. Y no, no puedo decir absolutamente nada. Entonces es muy tramposo que digan “miren la participación que estamos abriendo”, “esto lo reafirmó el pueblo chileno”. No, no le llames a eso voluntad popular. Si quieres conocer la voluntad popular, trata de averiguarla. Esto otro es un método para negar el conocimiento de esa voluntad popular.

¿Lo deseable para ti serían plebiscitos intermedios? ¿Espacios deliberativos con ciudadanía?

—Se pueden ver cosas distintas. El proceso islandés mostró que hay otras maneras de escribir una Constitución, de formas mucho más inclusivas: un proceso que está todo el tiempo abierto, al que pueden llegar propuestas y críticas desde afuera, que hace un buen uso de los recursos electrónicos. Está bien, es una sociedad chica y homogénea, pongamos eso como una utopía, pero se pueden hacer miles de cosas. Llevar adelante una dinámica de asambleas ciudadanas como la que Chile llevó adelante a fines del gobierno de Bachelet. Si uno quiere, puede encontrar maneras de integrar y lograr que la gente pueda decir “esta Constitución tiene mucho que ver con nosotros”. ¿No lo quieren hacer? Entonces no me vengan a engañar después con que el pueblo participó a través de un plebiscito final. Las preocupaciones por la paridad de género y la inclusión indígena me parecen importantes. Pero mi temor es que, así las cosas, la estructura desigual del poder se va a mantener y va a ser una oportunidad perdida.

Hay quienes…

—En todo caso, perdón, la situación de la que se parte, una Constitución con la marca Pinochet, es tan dura que hace bienvenido e importante cualquier cosa que signifique salir de ahí. Solo digo que, dadas las circunstancias, con todo el involucramiento social que ha habido, fácilmente se puede ir más allá.

Hay quienes, desde la derecha, proponen plebiscitar temas como la pena de muerte, el aborto y la ratificación de tratados internacionales de derechos humanos…

—Los demócratas convencidos tenemos que hacer una aclaración por fin de qué es lo que repudiamos en el modo como se han pensado esas consultas: no como modo de promover la deliberación, sino de negarla. La idea de democracia que defendemos los deliberativistas tiene tres pilares: igualdad, inclusión y discusión. Los plebiscitos, tal como se los ha pensado muy habitualmente en América Latina, afirman la inclusión negando la discusión. Eso es tan repudiable como una deliberación de élites y merece ser resistido democráticamente. Hay que resistir la idea de que uno honra el ideal democrático con ese tipo de instrumentos. Pero mira, en términos del aborto, el ejemplo de Argentina —que nunca es ejemplo de nada— es fantástico, porque demostró que era posible, interesante y muy valioso abrir la discusión sobre un tema complicadísimo, que nos tenía superdivididos, y que lo importante está en los matices. Aborto no era sí o no, era sobre doscientos millones de matices que están en el medio.

Contra las estrategias del “silencio” y la “acumulación” de modelos contradictorios en la creación constitucional, tú abogas por la de “síntesis”. ¿En qué aspectos consideras prioritario producir esas síntesis?

—En las cosas que he escrito, doy el ejemplo de las estrategias para tratar la cuestión religiosa en distintas convenciones constituyentes de América Latina. Un ejemplo es México 1857, que fue guardar silencio. Otro es Argentina, que fue poner al mismo tiempo lo que querían los conservadores (adhesión del Estado a la religión católica) y los liberales (libertad de cultos), uno en el artículo 2, otro en el 14; o sea, una Constitución que nace con una contradicción. Otro es la imposición, donde un buen y horrible ejemplo es Chile 1833. Y está la síntesis, donde la solución norteamericana es interesante —en otros puntos estuvo muy mal—, que fue: busquemos un punto no intermedio sino en el que todos estemos convencidos y lo podamos suscribir. Nadie, ni usted anglicano, ni usted evangelista, ni usted católico, de llegar al poder puede imponerle al otro su religión. Fue un punto de encuentro, resultado básicamente de una negociación conversada y minuciosa, de pensar conjuntamente qué nos conviene a todos. Es lo que [John] Rawls llamaba no un mero modus vivendi, un “si no, nos matamos”; sino un acuerdo moralizado, producto de una convicción que todos tenemos.

Si uno vincula los análisis sociológicos sobre lo diversa que es hoy la sociedad chilena con tu preocupación por el pluralismo de las sociedades contemporáneas, asoma como un gran problema la representación, que en tu último libro propones repensar radicalmente. ¿Cómo puede la Constitución chilena ser innovadora en ese sentido?

—En las actuales circunstancias (en Chile, Argentina, Estados Unidos) la vieja idea de representación murió y es irrecuperable. Entre otras cosas, porque en todos nuestros países se pensó la representación para sociedades no solo y de modo muy relevante más pequeñas, sino también más homogéneas, que estaban divididas en pocos grupos, internamente homogéneos. Pero eso se murió, porque hoy hay muchos grupos con posiciones diversas y cada persona es una diversidad de cosas. Dicho eso, ¿qué cosas se pueden hacer? Lo primero es asumir que la vida política está sobre todo por fuera de las instituciones representativas, de los congresos. Uno puede ver maneras de abrir discusiones sobre temas relevantes por fuera de las limitaciones de las instituciones tradicionales —como Chile y la Constitución, Argentina con el aborto o Francia con las convenciones constitucionales sobre medioambiente—. Se trata de cómo abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional. La representación quedó como un traje muy chico que revienta por todos lados, hay que buscar voces fuera del Congreso porque ahí no van a entrar y van a estar cruzadas por intereses que van a alejarlas de las demandas que están fuera. ¿Implica echar a la basura el viejo corsé? No, pero sí empezar a buscar formas de salida, empezar una transición. De lo contrario, va a hablar y decidir siempre la élite, que es el camino previsible para nuestros países.

Buena parte de la élite chilena parece más preocupada de cerrar que de abrir la política con la centralidad que le da al orden público, a la idea de contener a una ciudadanía desbocada…

—Haría un punto lockeano-jeffersoniano. [John] Locke, un pensador liberal-conservador, decía que cuando la gente se levanta más vale tomarla en serio. Porque el común de la gente quiere hacer lo suyo, estar con su familia y no molestarse con salir en público. Entonces, cuando pasa eso (pensaba en la revolución inglesa), Locke dice que algo mal debe estar haciendo el gobierno. El razonamiento era: los gobiernos se justifican para la protección de ciertos derechos, si hay una violación muy grave de esos derechos el gobierno pierde autoridad y justificación. Esto a partir de una observación muy básica de la sicología humana: la gente no sale a la calle a poner el cuerpo por deporte, por sacarle la gorra al policía, lo hace por desesperación. Cuando hay esos focos extendidos en el tiempo de enojo social, yo aconsejaría ser lockeano; no decir “uy, qué desequilibrados que están”, sino entender que debe haber un problema en el gobierno. Como indicio, como presunción rebatible. Pero lo pensaría así, no desde la compasión, sino como una cuestión de justicia que nos lleva a preguntas básicas, como cuándo se justifica un gobierno, por qué razones y con qué límites.

Grínor Rojo: ¿Hay esperanzas para la razón sin lugar para la cultura?

Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Por Grínor Rojo

En una conferencia para un congreso sobre “Restauración conservadora y nuevas resistencias en Latinoamérica”, que tuvo lugar en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016, el intelectual boliviano Álvaro García Linera, todavía en aquel entonces vicepresidente de su país y quien sin duda es una de las inteligencias más perspicaces en la izquierda latinoamericana de hoy, reconoció que “las fuerzas conservadoras han asumido en el último año el control de varios gobiernos del continente. Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto ‘fin de ciclo’ que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos progresistas en el continente”. De parte del vicepresidente García Linera, esa era una suerte de autocrítica, y en ella un lugar destacado lo ocupaba su reproche al escaso interés del izquierdismo por la función de la cultura, no obstante ser esta el “escenario primordial de todas las luchas, incluidas las económicas”, pues los “los significantes y representaciones simbólicas son los ‘ladrillos’ sociales con que se constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la familiar, etcétera”. Su conclusión:

“el mundo cultural, el sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha, labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no sólo tiene la ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona, sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales, redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas de constitución de sentido común contemporáneas”.

Yo no puedo menos que manifestar mi acuerdo con él. Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Grínor Rojo. Ilustración de Fabián Rivas.

Si esto es así, si como yo pienso no existe un “orden natural” del universo cuya perfección la ciencia tendría que mapear o, peor aún, en el que tenemos que creer —peor aún, en este caso, porque no poseemos constancia alguna de la entidad del objeto de nuestras creencias—, sólo nos queda disponible nuestra razón. Quiero decir con esto que la verdad no es una estación de llegada, sino un paradero más en el viaje interminable de nuestra razón y que, siendo esta un patrimonio común de la especie, las diferentes culturas, que son las diferentes interpretaciones de lo verdadero a cuyo servicio se habrá puesto la razón, necesitan confrontarse, pero no para hallar así el calce exacto del intellectus (es decir el universal inexistente) con la res (la cosa inaccesible como lo que es), menos todavía para dialogar y zurcir soluciones de consenso, sino para acceder al máximo de verdad al que podemos aspirar los seres humanos de una cierta época para resolver nuestros problemas. Por ejemplo, la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro como adversario e incluso como un enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas son problemas reales y acuciantes en el Chile de hoy y nadie que esté en su sano juicio osaría a negarlo. ¿Por qué entonces no aplicamos el mismo criterio que tenemos para distinguir tales obstáculos, para removerlos y reemplazarlos en el articulado fresco y sano del texto de una nueva carta fundacional?

Por eso, porque yo siento que la razón es un patrimonio de la especie, disponible para todos quienes la integramos, pero que se actualiza de maneras distintas en tiempos y espacios distintos, yo someto mi verdad a la inteligencia de mis pares. No para inculcarles qué y cómo deberían pensar sino para poner mi cultura al lado de la suya. Y para que, al fin, habiéndose concluido ese cotejo, el argumento que prevalezca sea el más sólido y persuasivo, el que se habrá demostrado capaz de conducirnos hacia un ver y un actuar mejor.

En la historia de la izquierda latinoamericana (y, quizás, en la historia de la izquierda mundial), yo pienso que hay tres posturas básicas respecto del significado y valor de la cultura. La primera y peor no difiere de la de la clase en el poder: la cultura es la quinta rueda del carro, es un ornamento para exhibir sobre la mesa del living room o, esta vez en el discurso más condescendiente dentro de ese mismo repertorio, es algo que está ahí para el recreo sensorial e intelectual de la humanidad en la hora de sus “esparcimientos”. La cultura no produce saber, no nos protege de nada, no cambia nada. Su esencia es la de un juego inofensivo, excepto por la cuota de disfrute que algunos pueden derivar de ella. No es casual entonces que lo que hace medio siglo Guy Debord llamó la cultura de la “sociedad del espectáculo” sea un ingrediente infaltable en el menú de la política contemporánea y que un payaso como Donald Trump sea al respecto un maestro de maestros.

Que la clase en el poder privilegie esta idea de la cultura tampoco es raro, por supuesto. Para esa clase, las cosas están bien como están y, si bien es cierto que a veces acepta y hasta promueve el cultivo de la imaginación y el pensamiento de un nivel un poco más alto, lo que acepta y promueve no es la producción de lo nuevo y transformador sino la reproducción y (en el mejor de los casos) la innovación de lo que ya existe y es estructuralmente inamovible. Que la izquierda se pliegue, aunque sea sólo a ratos, a una perspectiva como esta a mí me parece contradictorio.

La segunda perspectiva es coincidente con el dictamen según el cual la cultura importa, en la medida en que aquí se la considera como uno más entre los espacios que constituyen el todo social. Es el piso de arriba en el famoso edificio de Marx. Quienes la hacen suya, sin embargo, no suelen profundizar en el por qué la cultura es importante excepto cuando sugieren que es una de las dimensiones del quehacer humano, a la que, como lo hace o va a hacerlo con las demás —las dimensiones política, económica y social—, la voluntad progresista se compromete a darle un tratamiento tan generoso como el que les da a las otras. En 1970, en el Programa básico de gobierno de la Unidad Popular esto se expresaba hablando del “derecho” del pueblo chileno a una “nueva cultura”, en la que los contenidos principales eran la “consideración del trabajo humano como el más alto valor”, la “voluntad de afirmación e independencia nacional” y la conformación de una “visión crítica de la sociedad”.

Todo lo cual estaba muy bien, aunque los tres “deberes” que ahí se anotan puedan ser reemplazados por o complementados con otros, e incluso cuando de eso de la cultura como un “derecho” uno infiere una oposición un tanto sospechosa entre ausencia y presencia. En un marco teórico como ese, que es el de la conquista de algo de lo cual se carece, se subentiende que son los “cultos”, los que “poseen la cultura”, quienes deben “llevársela” a los que no la poseen, para que estos la empleen en beneficio propio y de los demás y eventualmente se tornen en propietarios de una “cultura popular” (como si no existiera en ellos de antemano).

Pero, como quiera que sea, esa perspectiva daba cuenta de las buenas intenciones de un sector social que era distinto a la clase en el poder, que entendía que un pueblo culto era indispensable para la misión transformadora que la UP se proponía y que, por lo tanto, no participaba ni del conformismo ni de la banalidad.

Pero el ítem cultura estaba perdido por allá en las últimas páginas del programa de la UP, casi como cayéndose del texto. De hecho, ocupaba unas veinte líneas rápidas antes de navegar hacia el puerto, presumiblemente más seguro, de la educación. La cultura era importante, se decía, pero el lector del programa podía darse cuenta de que no era lo más importante. Y, cuando importaba, era porque se estaba pensando en una cultura pertrechada con unos deberes muy precisos, que eran comprensibles por cualquiera, que nadie intentaría cuestionar. Era esa una cultura con obligaciones pedagógicas concretas, y debía limitarse a cumplirlas.

Y esto me lleva a la tercera perspectiva, la de García Linera y la mía. García Linera reconoce la importancia “primordial” de la cultura y afirma que la derecha anda con la suya en el cuerpo, que esta forma parte de su ADN, y que cuenta además con un poderosísimo aparato para convertirla en materia de “sentido común” y para de ese modo difundirla y hacer que el resto de los ciudadanos participe de ella (a través de los medios de comunicación, universidades, etcétera. En otra parte, yo he escrito que la derecha contemporánea apoya su dominio cada vez menos en el ejercicio de la fuerza bruta y cada vez más en lo que Pierre Bourdieu caracterizó como “violencia simbólica”).

Ahora bien, estando yo de acuerdo con García Linera, debo observarle que todos (y todas), y no sólo los/las de la derecha, andamos con nuestra cultura en el cuerpo. Que no existe un ser humano que esté desprovisto de ella, que el instrumento transversal y más útil mediante el que esa cultura se moviliza es nuestra razón y que esa razón puede y debe entrar en un debate de verdades con la razón de los otros. Si nos encontramos con que los resultados de ese debate se corresponden bien con lo que los tiempos demandan, si al cotejar lo que nosotros pensamos con lo que piensan nuestros pares conseguimos que de ello emerja una idea del mundo preferible a la que actualmente nos rige, le habremos dado un palo al gato.

Y eso significa que la cultura no es un ornamento, pero que tampoco es una más entre las varias dimensiones del quehacer humano —como la economía, la política o el orden societario—, sino que ninguna de esas dimensiones (o de otras, la de la ciencia sin ir más lejos) es visible, ni menos aún comprensible, sin su intervención. La cultura es más que ellas o mejor dicho las precede, porque es la que define, clasifica y deslinda, es la que les pone sus nombres a los seres y las cosas, la que orienta en definitiva nuestras acciones. La cultura es el sistema simbólico sin el cual seríamos como los ciegos de la novela de Saramago, esos que se imaginaban estar viendo cosas que en realidad no veían. Por su parte, la razón es el vehículo para procesarla, exponerla y defenderla, el que nos permite construirnos y reconstruirnos día tras día con el fin de percibirnos a nosotros mismos y de infundirle sentido a una exterioridad que no lo tiene por sí sola.

Finalmente, en mi opinión nuestra convención constitucional (¿por qué ese miedo estreñido a nombrarla por su nombre verdadero y a hablar de una vez por todas de asamblea constituyente?), esa que los chilenos tenemos ahora ad portas, debiera ser un lugar donde esto que acabo de escribir se tomara en serio. Yo la veo, por lo tanto, como una asamblea que tiene que empezar reconociéndose a sí misma como el locus de un cruce de culturas, como un campo para la coexistencia pero también para la disputa, dentro del cual las que se miden son las verdades respectivas, argumentadas siempre en su mérito, con independencia, sin la intromisión de intereses y poderes espurios. Que haya cultura en la asamblea constituyente no significa entonces que los teatristas van a ir ahí a darles sus obras a los asambleístas, ni los poetas a asestarles sus poemas, ni los pintores a colgar sus cuadros en el recinto escogido (lo que por lo demás podría hacerles harto bien), sino que significa que ese es el sitio por excelencia donde los chilenos debiéramos encontrarnos todos con todos (estemos o no presentes in corpore) y donde lo que ha de primar es el ejercicio del discernimiento, en unas discusiones donde tendrán que exponerse y lidiar razones múltiples y heterogéneas, sin miedo de las diferencias, a veces con dureza, pero sin excomulgarse las unas a otras (no es equivalente la dureza intelectual a la agresión de palabra o peor), sino enriqueciéndose a través del contacto.

Quizás de esa manera es como van a lograr pensarse y escribirse los artículos principales del texto fundacional de otro Chile, en el que la sinrazón de la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro adversario o enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas (malas, pero no se han inventado hasta ahora unas que sean superiores) no tengan la oportunidad de volver a empoderarse. Y el orden social que de ahí emerja tampoco va a ser un orden eterno, durará hasta que otros ciudadanos, con otras razones, ojalá mejores que las nuestras, manifiesten su descontento y decidan que de nuevo ha sonado la campana del cambio.

Elicura Chihuailaf: «Con la incorporación de los derechos culturales en la Constitución puede cambiar todo»

Desde la relación de cada pueblo con su propia cultura hasta la relación de la sociedad toda con la naturaleza. Es la gama de transformaciones que podría abrir la constitucionalización de los derechos culturales desde la mirada del pueblo mapuche, asegura su más laureado poeta. Oportunidad, además, para superar ese desamparo cultural que sería también el desamparo de la democracia misma de este país “aún llamado Chile”.

Por Francisco Figueroa

El internet le jugó una mala pasada al poeta Elicura Chihuailaf en noviembre pasado, frustrando su participación en el debate “Derechos culturales y nueva Constitución” convocado por la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile. Pero su generosidad y la inquietud de Palabra Pública pudieron más. Aquí, en una entrevista que tuvo lugar por escrito, el también ensayista y escritor, recientemente galardonado con el Premio Nacional de Literatura pero largamente reconocido como constructor de lazos interculturales entre pueblos desde la poesía, retoma la palabra de cara al proceso constituyente y las oportunidades que presenta para la consagración de los derechos culturales.

—¿Por qué debieran estar los derechos culturales consagrados en la Constitución? Y, ¿cuál es para usted el valor de considerarlos como derechos humanos?

Su pregunta me hace pensar en dos aspectos de lo cultural: el derecho a la cultura propia y el denominado derecho a “acceder a la cultura”, que hasta ahora ha sido un ámbito definido sólo por los pequeños grupos de poder —del Chile superficial y enajenado— y que es parte central en su permanente acción colonizadora desde el Estado.  Me parece que la posibilidad de vivir en la cultura propia es un derecho humano irrenunciable que debiera estar consagrado en todas las constituciones del mundo, porque es el modo de vivir, de pensar y soñar de cada pueblo.

—Para ir más allá de la conversación entre “convencidos”, ¿qué puede cambiar en la vida cotidiana de las personas con la incorporación de los derechos culturales en la Constitución? Y, ¿cuál es la mirada que al respecto tiene la cultura mapuche?

Con la incorporación de los derechos culturales en la Constitución puede cambiar todo. En el sello particular de cada pueblo, en la diferencia, es la posibilidad de ser aceptado y aceptarse en la exterioridad e interioridad del “espejo” de lo cotidiano que está rielando en todos los instantes de la vida de cada ser humano. Para nosotros que somos Gente de la Tierra es el Az Mapu / el modo de ser, son las costumbres determinadas por la naturaleza, por la Tierra de la que somos una pequeña parte, ni más ni menos que los demás seres vivos y que aquellos aparentemente inanimados como los minerales. Recordando que cuando decimos Tierra, Naturaleza, decimos también infinito.

—Si hablar de cultura desde el pueblo mapuche es hablar también de otra forma de relacionarnos socialmente y con la naturaleza, ¿pueden emerger de la cultura mapuche faros para el conjunto de la sociedad en este tiempo de crisis y agotamiento del modelo vigente en Chile? ¿Cuáles serían y qué implican para el modo dominante de relacionarnos hoy?

Sí, desde luego. La propuesta de un urgente cambio del modelo económico y político que son parte del territorio cultural y no al revés, como se ha dado hasta ahora. Implica resolver el actual problema conceptual. Entre otros aspectos: desarrollo con la naturaleza y no contra ella (la consideración del tiempo circular: presente, futuro y pasado); la salud como una totalidad: espíritu-cuerpo-medio ambiente; legitimidad de la legalidad y no la abusiva continuidad de un supuesto Estado de derecho; pluriculturalidad para una interculturalidad igualitaria (comunicación sin sesgos en lo que concierne al hermoso colorido del jardín del mundo). Todo en aras de la construcción en diálogo del camino hacia un Kvme Mogen, un Buen Vivir.

—Las y los trabajadores de la cultura han sufrido con particular fuerza los embates de la pandemia, se sienten abandonados por el Estado. ¿Qué se requiere para valorar y proteger el trabajo artístico y cultural? ¿Cuál ha sido su experiencia como poeta en este sentido?

Me parece que en este país hoy (y aún) llamado Chile, el Estado —salvo algún brevísimo tiempo— siempre ha tenido en el desamparo a las y a los trabajadores de la cultura, debido a nuestra profunda y permanente crítica al mismo. Tal desamparo revela el desamparo de la denominada “democracia”. Para reparar esto se requiere de un cambio de paradigma y para tal cambio se necesita una verdaderamente nueva Constitución, es decir, un texto redactado con palabra poética y, como tal, escrito por personas mayoritariamente “comunes y corrientes” de todas las edades y, especialmente, por los y las jóvenes, siempre plenos de Sueños y de Ternura.

Salvador Millaleo: Autodeterminación indígena y derechos culturales frente al proceso constituyente

Los derechos humanos específicos de índole cultural y lingüística de los pueblos indígenas deben reflejarse en una nueva Constitución, así como en toda la legislación. El desafío constitucional consiste en implementar esos derechos para darles realidad dentro del sistema jurídico interno, estableciendo también las instituciones que los hagan posibles.

Por Salvador Millaleo

Los pueblos indígenas han planteado como su principal demanda para el proceso constituyente chileno en curso el reconocimiento del derecho a la autodeterminación, en cuanto garantía a la plurinacionalidad del país.

El sentido de las declaraciones de la ONU y la OEA sobre los derechos de los pueblos indígenas (2007 y 2016, respectivamente) ha sido reconocer una autodeterminación que, mediante acuerdos entre Estado y pueblos indígenas, pueda incorporar constitucionalmente el estatus de un pueblo indígena y sus derechos colectivos. Esta autodeterminación no destruye la autodeterminación externa del Estado frente a otros Estados, en cuanto un pueblo indígena no podría autodeterminarse internacionalmente sino sólo hacerlo dentro del sistema constitucional del Estado. La autodeterminación es más bien interna, y exige una redistribución del poder entre el Estado y los pueblos indígenas, mediante acuerdos constructivos que implementen los derechos humanos de los pueblos indígenas y permitan resolver las deudas históricas que la construcción del Estado y la sociedad nacional implica respecto de ellos. Dichos acuerdos deben tomar lugar, en primer lugar, en este proceso constituyente en marcha.

Los derechos culturales de los pueblos indígenas son derechos humanos que fluyen tanto de los derechos de las personas a participar en la vida cultural de su comunidad, de los niños a su lengua e identidad, y de los pueblos indígenas a la autodeterminación, de la cual se desprenden los derechos culturales, así como los derechos lingüísticos indígenas. Hay que observar que, desde la perspectiva de los pueblos indígenas, todos los derechos se desprenden de la autodeterminación y la vida cultural está presente en todos, pero las taxonomías jurídicas occidentales han demarcado derechos culturales específicos dentro de los derechos humanos que se suelen distinguir de los derechos indígenas territoriales y políticos. 

Los derechos humanos específicos de índole cultural y lingüística de los pueblos indígenas deben reflejarse en una nueva Constitución, así como en toda la legislación. El desafío constitucional consiste en implementar esos derechos para darles realidad dentro del sistema jurídico interno, estableciendo también las instituciones que los hagan posibles. Una urgencia es la co-oficialización de las lenguas indígenas, con el mandato a la ley para un sistema de protección y recuperación de la lengua. Asimismo, se ha hecho urgente la protección del patrimonio y propiedad intelectual indígena frente a las apropiaciones indebidas por empresas privadas, sin consentimiento ni reparto de beneficios con los pueblos indígenas, especialmente respecto del patentamiento o constitución de derechos de obtentores de nuevas variedades vegetales (UPOV) sobre plantas tradicionales estrechamente relacionadas con las culturas indígenas y de valor medicinal (murta, maqui, etc.), o bien de la inscripción de nombres y conceptos indígenas como marcas o nombres de dominio.

Los derechos culturales y lingüísticos deben permitir la realización del principio de interculturalidad, el cual debería incorporarse en la nueva Constitución y es un pilar clave de la plurinacionalidad. La interculturalidadse refiere a la interacción equitativa de diversas identidades y la posibilidad de generar expresiones compartidas, a través del diálogo y del respeto mutuo. Esto no implica simplemente un contacto entre culturas, sino un intercambio que se establece en términos equitativos, en condiciones de igualdad.

Los derechos culturales tienen por objetivo garantizar que las personas y comunidades tengan acceso a la cultura y participación en la cultura de su elección, en condiciones de igualdad, dignidad humana y no discriminación. A pesar de haber sido considerados como un pariente pobre del resto de los derechos humanos, esta situación cambió desde los noventa, pues se empezó a considerar a los derechos culturales como un elemento constitutivo de la democracia, una condición previa indispensable para la dignidad humana, la paz y la estabilidad.

En base al art. 22º de la Declaración Universal de Derechos Humanos y del art. 15º del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el art. XIII de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y el art. 14º del Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en el Área de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, se puede indicar que los derechos culturales incluyen en general los elementos siguientes: el derecho a participar en la vida cultural; el derecho a disfrutar de los beneficios del progreso científico y sus aplicaciones; el derecho de toda persona a los beneficios que se deriven de la protección de los intereses morales y materiales derivados de cualquier producción científica, literaria o artística de la que sea autor; y los derechos a la libertad para la investigación científica y para la actividad creativa. Dichos elementos han sido especificados en la Declaración de la ONU de los derechos de los pueblos indígenas: art. 5º referido a la conservación y refuerzo de las propias instituciones culturales; art. 8º referido a la prohibición de la asimilación forzada y la destrucción de su cultura; art. 11º referido a la participación y revitalización de tradiciones culturales; art. 12º referido a la manifestación, desarrollo y enseñanza de tradiciones espirituales; art. 13º sobre el uso, revitalización y transmisión de sus idiomas, historias y sistemas de pensamiento indígenas; art. 14º sobre el control de sus propias instituciones docentes; art 15º sobre el derecho al reflejo en la educación pública de la dignidad y diversidad de sus culturas; art. 16 º sobre el acceso a los medios de comunicación; art. 24º sobre el derecho a sus medicinas tradicionales; art. 31º respecto al derecho al patrimonio cultural y la propiedad intelectual indígenas. 

Por su parte, los derechos lingüísticos son derechos humanos que repercuten en las preferencias lingüísticas o en el uso que hagan de los idiomas las autoridades estatales, las personas y otras entidades. Estos derechos protegen el derecho individual de las personas y el colectivo de grupos lingüísticos para usar el idioma o idiomas propios y elegir el idioma para comunicarse tanto en el ámbito público como en el privado. Incluyen el derecho a hablar su propio idioma en los actos jurídicos, administrativos y judiciales, el derecho a recibir educación en el propio idioma y el derecho a que los medios de comunicación transmitan en el propio idioma.

Para los pueblos indígenas, la oportunidad de utilizar el propio idioma puede ser de crucial importancia, ya que posibilita la identidad y la cultura individual y colectiva, así como la participación en la vida pública. Los derechos lingüísticos son un requisito previo necesario, pero no suficiente, para el mantenimiento de la diversidad lingüística y la visión de mundo de los pueblos indígenas. En particular, las violaciones de los derechos lingüísticos, especialmente en las prácticas de educación y salud, conducen a una reducción de la diversidad lingüística y cultural de la humanidad. La disolución o pérdida de un idioma disminuye la diversidad humana y afecta directamente la capacidad de cada hablante individual de ser uno mismo, de acceder a su propia identidad. Esta situación es lamentablemente una amenaza real, en cuanto más de la mitad de las lenguas del mundo actual desaparecerán durante el siglo XXI.

Por lo anterior, el art. 27º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos garantiza que las minorías lingüísticas puedan utilizar sus propios idiomas en su comunidad. Así también han reconocido los derechos lingüísticos la Declaración de la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas, la Declaración de la ONU sobre los derechos de las personas pertenecientes a minorías nacionales o étnicas, religiosas y lingüísticas, y la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares, entre otros instrumentos internacionales.

La realidad de nuestro país es una en la cual se han llevado adelante, durante mucho tiempo, políticas de asimilación cultural forzada y de discriminación del uso de las lenguas indígenas, cayendo hace mucho dichas lenguas en una situación de disglosia. Aun cuando no se oficialicen las lenguas indígenas, estas no pueden ser discriminadas en el uso por las instituciones públicas o privadas. En Chile se presentó un proyecto de ley general de derechos lingüísticos de los pueblos indígenas (Boletín Nº9424-17), pero que no ha tenido avances en el Congreso. Esperemos que pronto nos pongamos al día como país a través de este proceso constituyente y que le sigan muchas normativas que realicen los derechos culturales que sean reconocidos en la nueva Constitución.

Palabra de Estudiante. El desafío de la identidad colectiva en el proceso constituyente

Nos pensamos colectivamente y nos preocupamos por cosas que no necesariamente nos afectan de manera directa, nos volvemos a llamar pueblo y rompemos así con la moral neoliberal que se instalaba como sinónimo de libertad. Instalamos y nos reapropiamos de la libertad como una necesidad colectiva.

Por Noam Vilches Rosales

El plebiscito constitucional se celebra a un año del estallido que dio vida a una protesta que abre las grandes alamedas, que nos ha dado la esperanza en un Chile distinto. Esta crisis tan vociferada como inesperada, de pronto se vuelve una respuesta casi obvia ante las políticas de gobiernos que no han sabido responder a las necesidades de la gente, que inventan bienestar de la población donde sólo hay riqueza y acumulación de las mismas personas de siempre. La lógica instalada según la cual la meritocracia era sinónimo de éxito económico y felicidad se termina de derrumbar, las promesas del dictador y la transición se muestran como lo que eran: mentiras.

Noam Vilches, delegade de Bienestar de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH).

Mientras la derecha se jacta de que el país es un oasis, el pago del crecimiento económico de un reducido grupo se traduce en que Chile ocupa el lugar número 13 de los países con las mayores tasas de suicidio del mundo (OCDE, 2013), en una desigualdad tremenda y en políticas que sin pudor alguno siguen precarizando nuestras vidas. Pero, claro, algunos sectores políticos creen que bienestar es hacer crecer el PIB, enfocando sus políticas públicas en ello y no en la población y sus necesidades, no en el bienestar de la gente.

Que el estallido social se iniciara producto de una movilización de estudiantes de liceo a causa de un alza en el pasaje que no repercutía directamente a estudiantes preparó el ambiente para que se rompiera la ideología del individualismo y volviéramos a pensarnos como colectivo. Este colectivo no pensaba sólo en las demandas de las grandes mayorías, incluyó en su reflexión a quienes somos constantemente marginalizades, como es el caso de las disidencias sexuales y de género o las personas de la tercera edad, ya no posicionando al pueblo como ente homogéneo, sino que estableciendo la precarización de la vida como el factor común, abordando en los cabildos y luego en la campaña por el Apruebo los diferentes factores que precarizan a esta masa que se reconoce y acepta heterogénea. Nos pensamos colectivamente y nos preocupamos por cosas que no necesariamente nos afectan de manera directa, nos volvemos a llamar pueblo y rompemos así con la moral neoliberal que se instalaba como sinónimo de libertad. Instalamos y nos reapropiamos de la libertad como una necesidad colectiva.

Este proceso abrió una oportunidad que no soluciona las demandas sociales, pero abre las puertas que nos pueden permitir, de una vez por todas, decidirnos democráticamente como país. Se enriquecía este proceso de cabildos, asambleas y organizaciones territoriales de maneras que no veíamos en años. Todo esto se vio abruptamente interrumpido por una pandemia. Pero la mente no es tan frágil, y ante la necesidad se organizan hasta el día de hoy ollas comunes que siguen gritando que sólo el pueblo ayuda al pueblo, y a un año del estallido salimos a las calles, retomamos los puntos de salud y reforzamos que esto sí prendió.

A pesar del optimismo expresado, no todo está dicho. No sólo hay un plebiscito que ganar, hay que ganar una Constitución y luego ganar leyes. Este proceso es largo, y la vida online no lo hace más fácil. Quedamos a merced de lo que dicten las redes sociales, la televisión y los medios de comunicación, que hace ya tiempo se posicionan como poco fiables. La comunicación de esta masa se ve limitada, empatizar se vuelve más complejo, la ayuda se virtualiza y se tensa eso que se construyó en la calle para volver al individuo, al yo y mi casa, al yo y mis cosas ahora no sólo como sinónimo de éxito, sino que además como sinónimo de seguridad, de sanidad, de vida.

Esta pandemia dificulta, por tanto, que reafirmemos ese sentido común que se construía en las calles, en los territorios, en los encuentros barriales, lo que no sólo es una mala noticia para una izquierda que afirma su quehacer y redirige su rumbo al dictado del pueblo, sino que también para la derecha, pues ese sentido común era la posibilidad de ese consenso que es fundamental para hablar de legitimidad, algo que sin duda le hace falta a este Gobierno. El desafío es claro, hay que seguir construyendo esa identidad colectiva.

Esta construcción no es interpretar, ya no basta con interpretar el estallido, con escudriñar en busca del sentido último de esta anomalía. Se vuelve necesario formar ese sentido, construirlo, decidirlo y posicionarlo con miras a las realidades y necesidades concretas que tenemos. Esto, de no ser hecho por el pueblo mismo, es decir, si no es esta misma masa que se manifiesta la que decide el país que quiere, tendrá que resignarse a aceptar que volveremos a estar bajo la voluntad de una clase política incapaz de abordar de manera contundente cualquiera de nuestras demandas. Teniendo la oportunidad de construir una nueva organización política, popular, que mire las necesidades reales de la gente, perderla es simplemente un sinsentido que nos mantendrá lejos de una vida digna.

Este tiempo de encierro ha dejado claro este último punto, pues le dio una oportunidad única al Gobierno para instalar los cambios y reformas que tanto ha vociferado como la real solución, aludiendo a que cambiar la Constitución no es la vía. Aun así, aun sin la presión que ejercíamos en las calles, su propuesta ha sido completamente deficiente. Esta deficiencia se vislumbra en que, a un año del estallido, la gente ha vuelto a dejar de manifiesto en las calles que las necesidades siguen ahí y que el actuar del Gobierno sigue siendo negligente.

Por último, no es menor recordar que esta posibilidad de una nueva Constitución no se ganó con un lápiz azul, se ganó en las calles.  Y para que esa Constitución aborde nuestras necesidades tenemos que retomar lo que significa «nuestras», es decir, retomar el sentido común que se construía en el diálogo colectivo, en la escucha atenta, en la empatía, en el reconocerse como parte de un pueblo que sufre una desigualdad cruel y que se levanta ante la injusticia con organización colectiva, popular, feminista, crítica y, sobre todo, con ganas de cambiar todo lo necesario, hasta que la dignidad, de todes, se haga costumbre.