Aborto en tres causales: Obstáculos y deficiencias

La subdirectora (S) de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile detalla cuáles han sido las mayores dificultades para la implementación de la ley que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo en tres condiciones específicas y, de paso, advierte que la información disponible da cuenta de problemas que no desaparecerán de no mediar acciones decididas por parte del gobierno.

Por Pamela Eguiguren | Fotografía: Felipe Poga

La Ley 21.030, que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales, fue promulgada en septiembre de 2017 tras una larga espera. La demanda de las organizaciones feministas excedía, por supuesto, el derecho circunscrito a solo tres condiciones, sin embargo, hubo acuerdo en que era urgente salir de la prohibición total del aborto en nuestro país. Después de una dilatada discusión, las tres causales aprobadas fueron consideradas por la mayor parte de los actores como condiciones en que la interrupción era un deber ético, donde no cabía cuestionamiento a su legitimidad. Todo indicaba que, al menos en esas tres condiciones, al fin las mujeres tendrían respuesta desde el Estado y no volverían a repetirse situaciones como las vividas, por ejemplo, por Karen Espíndola, quien fue obligada a tener un hijo en 2009 con una malformación letal que lo llevaría a la muerte dos años después. Sin embargo, en este primer año de implementación de la ley, la información disponible y las experiencias de las mujeres dan cuenta de obstáculos que no desaparecerán de no mediar acciones decididas por parte del gobierno.

La objeción de conciencia se ha convertido en un tema central en el debate legislativo. Su propósito es resguardar derechos fundamentales de los profesionales, pero, sin una adecuada gestión, parece haberse convertido en una amenaza para el cumplimiento de la ley. Cabe recordar que una vez promulgada, hubo una primera fase de perplejidad y temor por parte de los profesionales en los servicios de salud: al no contar aún con el reglamento elaborado por el Ministerio de Salud (Minsal), algunos equipos no respondieron adecuadamente frente a la solicitud de interrupción en los primeros casos. El reglamento vio la luz por fin en enero de 2018, pero su vigencia fue breve. Dos meses después, tras el cambio a la administración del presidente Sebastián Piñera, el recién elegido ministro Emilio Santelices modificó el reglamento para salvaguardar la posibilidad de objeción de conciencia institucional de prestadores privados, que bajo convenio reemplazaban el rol público del Estado y por reglamento no podían objetar institucionalmente.

La nueva normativa fue cuestionada, y a solicitud de parlamentarias/os y organizaciones feministas, intervino la Contraloría General de la República, fallando el retiro de ese reglamento para proteger el derecho de las mujeres. En octubre de ese año, se contó con la tercera y última versión del reglamento, donde el Minsal estableció el uso de pabellones como criterio para prohibir la objeción institucional de establecimientos privados con acciones en el convenio DFL36 en ginecología y obstetricia.

La maniobra intentada por el ministro Santelices fue sin duda una señal potente para los servicios de salud de dónde estaban sus voluntades respecto del cumplimiento de esta ley en representación de la máxima autoridad del gobierno, cuyo discurso en oposición a ella ya era explícito. Resulta sintomático —y es un nuevo indicio— que en la reciente cuenta pública el presidente Piñera no haya dicho nada respecto del seguimiento de la implementación de esta ley, y que frente a diversos casos de vulneración que han ocurrido en lo que va de su gobierno no se haya referido a ninguna medida para garantizar el acceso por parte de las mujeres.

Las señales y los resultados han ido sumándose. Diversos diagnósticos muestran números y porcentajes elevados de especialistas objetores en los servicios, donde no hay garantía de profesionales no objetores disponibles para la atención las 24 horas y los siete días de la semana. Asimismo, la objeción de conciencia está concentrada en la segunda causal (inviabilidad fetal de carácter letal) y especialmente en la tercera (embarazo por violación), lo que llama la atención al observar su correlación con las bajas cifras de interrupciones voluntarias del embarazo informadas en dichas causales.

Pero la lista de dificultades no acaba ahí. Se conocen antecedentes de objeción de conciencia de profesionales que no intervienen en pabellón, por lo cual no habría sustento para la objeción, ya que lo por ley cabe objetar serían acciones directas en la realización de la interrupción. A su vez, existen dispositivos de atención bajo convenio con Minsal que dependen de la Universidad Católica y que, realizando atenciones de primer nivel (sin acciones que requieren pabellón en gineco-obstetricia), se han declarado objetoras institucionales y figuran como aprobadas por el ministerio en esta condición. Por otra parte, tampoco hay que olvidar que hay una evidente falta de difusión de la ley, de los derechos que garantiza y de la forma de acceder, con la consecuente falta de información y limitaciones de acceso de las mujeres.

A esto se suma que la distribución de interrupciones realizadas a lo largo del país en las distintas causales muestra importantes brechas de acceso con las estimaciones proyectadas, a lo que hay que agregar diversas discriminaciones de acceso que generan aseguradoras y prestadores, algo que está ocurriendo sin acciones de fiscalización por parte del Minsal. Se han conocido casos que muestran el “peregrinaje” de las mujeres para encontrar prestadores que respondan efectivamente el derecho establecido por ley, lo que muestra que la información y la implementación son aún muy deficientes. Por último, varios casos que han trascendido a la opinión pública muestran en los equipos profesionales y técnicos falta de sensibilidad, de claridad del significado de la ley y su traducción en los procesos de atención clínica.

Las dificultades señaladas requieren de voluntad política y recursos para ser abordadas de manera integral y consistente. Resulta evidente que el número de interrupciones realizadas a la fecha en el país requiere de un detallado análisis por causal, según distribución geográfica, y considerando la realidad de los servicios disponibles, la conformación de equipos y el diseño de la respuesta de la red asistencial. Se deben monitorear las desigualdades de acceso en contraste con las estimaciones poblacionales proyectadas.

Es necesario decir que nuestro sistema de salud se basa en un modelo de atención integral, con enfoque familiar y comunitario que tiene su eje en la atención primaria a través de los Centros de Salud Familiar (Cesfam), la que tiene un carácter intersectorial para poder abordar la complejidad de los problemas de salud y su relación con las condiciones de vida concretas de la población. El diseño de atención en red considera la derivación de pacientes a los otros niveles de atención cuando los Cesfam requieren atención de mayor complejidad clínica.

En el caso de la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en tres causales, las prestaciones han sido previstas por ley para ser brindadas por especialistas gineco-obstetras que se encuentran en el nivel hospitalario, pero a diferencia de lo que ocurre frente a otros problemas de salud, las redes no han definido los respectivos protocolos de atención y derivación, para que las mujeres, accediendo en sus centros cercanos a su residencia, puedan ser debidamente informadas y derivadas a ese nivel cuando requieren de estos servicios. La responsabilidad de este diseño recae en manos de las direcciones de servicios de salud en cumplimiento del rol de gestor de red en las distintas regiones del país, en las jefaturas de servicios de gineco-obstetricia de cada hospital, y también a nivel de departamentos comunales de salud en cada una de las municipalidades. Es importante que cada uno de estos actores asuma el rol que le cabe en el diseño de la atención para garantizar calidad y equidad en el acceso de las mujeres que tienen y tendrán condiciones donde la ley garantiza su derecho a decidir continuar o no con su embarazo, en plazos que determinan la necesidad de una actuación planificada y oportuna.

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Un estudio en marcha

Desde la Escuela de Salud Pública, un equipo de investigación, en conjunto con equipos clínicos del Hospital San José, San Borja y el Hospital Clínico de la Universidad de Chile están realizando un seguimiento a la implementación de la ley que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo en tres condiciones específicas. El estudio se titula “Seguimiento del proceso de implementación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo en tres causales a nivel país y a nivel local en Servicios de Salud de la Región Metropolitana”, y es financiado por Gynuity – NAF.

Sylvia Molloy: La voz de la memoria resquebrajada

Los libros de la escritora y ensayista argentina, que abarcan desde Borges hasta la autobiografía, atestiguan una impronta tan propia que podría llamarse molloyesca; textos en los que la idea de la memoria aparece como una ficción necesaria, e incluso más simple: la idea de la ficción como una memoria.

Por Galo Ghigliotto

Una tarde, en la Ciudad de México, fuimos con un amigo, JL., a una feria de libros usados en Chapultepec. Entre los stands estaba el de una distribuidora recién inaugurada; una de las dueñas era argentina y, quizás por eso, tenían libros de la editorial Eterna Cadencia. Tomé el de una escritora que nunca había oído nombrar: Desarticulaciones (2010), de Sylvia Molloy. “Es muy bueno”, dijo mi amigo JL., y luego agregó, musitando: “lo tengo en casa por si lo quieres leer”. Veníamos de comprar en una librería secreta donde se encontraban primeras ediciones de Zig-Zag y de Nascimento a precios irrisorios. En cambio, el libro argentino estaba carísimo, así que lo dejé.

Al llegar a la casa, le pedí a mi amigo el libro de esa autora. Era tan potente que no pude soltarlo. ¿De qué se trataba? Muy simple: los fragmentos escritos de S. sobre sus visitas y el cuidado a su exnovia y amiga, L., víctima de un Alzheimer avanzado. Una obra breve y total. ¿Es novela?, ¿es crónica?: es ambas, y es también un ensayo sobre la memoria y la fragilidad del presente. Es un libro que, narrando, abandona toda narratividad; se despega de la función trama, se despliega –definitivamente– fuera de la función entretenimiento y su pacto de solazar al lector, aun cuando resulta ameno y entrañable; parece una conversación, aunque no se sabe a ciencia cierta si es una charla de la autora consigo misma o con el lector, o bien, un diálogo entre la memoria y el olvido. Pero, ante todo, es un texto de una honestidad tan incisiva, de una sororidad tan genuina, que no se puede terminar la lectura sin sentir un afecto sincero por sus personajes. Me arrepentí de no haberlo comprado: necesitaba subrayarlo, todo o casi todo.

Años antes me había tocado leer una serie de testimonios entre los cuales estaba un libro llamado Chile, un largo septiembre (2006), de Patricio Rivas. En uno de los capítulos, el autor hacía una descripción detallada de su casa de infancia en el sur, no me acuerdo si de un mantel o de unas cerámicas, o ambas. En cambio, sí recuerdo haberme preguntado, leyéndolo, cómo era posible que alguien retuviera tanto en su memoria, sobre todo considerando la fugacidad de los detalles. Molloy me entregó una posible respuesta, años después, en esa iniciática lectura de sus Desarticulaciones: “No quedan testigos de una parte de mi vida, la que su memoria se ha llevado consigo. Esa pérdida que podría angustiarme curiosamente me libera: no hay nadie que me corrija si me decido a inventar. En su presencia le cuento alguna anécdota mía a L., que poco sabe de su pasado y nada del mío […], ninguna de las dos duda de la veracidad de lo que digo […] Acaso esté inventando esto que escribo. Nadie, después de todo, me podría contradecir”. La idea de la memoria como una ficción necesaria, e incluso más simple: la idea de la ficción como una memoria. Molloy lo había confirmado, otra vez, en Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica (1991), un libro que escribió mucho antes: “Toda ficción es, claro está, recuerdo”.

Pero hasta aquí no he dicho nada sobre Sylvia Molloy.

Nació en Buenos Aires, en 1938, hija de padre irlandés y madre francesa; ambos nacidos en Argentina. El padre inculcó a sus hijas el inglés desde pequeñas, haciéndolas bilingües; la madre fue la octava hija de once en un matrimonio que abandonó el francés al tercer hijo. “Hablé español primero, luego a los tres años y medio mi padre empezó a hablarme en inglés. […] El francés vino después y no conmemoró ningún nacimiento. Fue más bien una recuperación”, dice en Vivir entre lenguas (2016). En la obra de Molloy el bilingüismo –o el trilingüismo, como es su caso–, es un tema recurrente; con frecuencia sus narradores –incluso más que sus personajes– piensan y hablan en dos o tres idiomas, buscando en cada una de sus lenguas la palabra que más se ajusta para lo que quieren expresar.

Todo, cómo no, siempre desde la memoria y su ejercicio.

“«He cambiado detalles, he inventado otros, he añadido un personaje. La ficción siempre mejora lo presente», escribe Molloy en Varia imaginación (2003), el libro que definió su estilo y en el que confluye todo lo que la autora es: memoria, lengua, fina escritura, honestidad”.

En 1958, Molloy se instaló a vivir en París para estudiar en La Sorbonne; ahí vivió cerca de diez años. En 1968 se fue a Estados Unidos pero continuó sus idas y vueltas a Francia. En uno de esos viajes, en el célebre mayo del 68, tuvo ocasión de encontrar un París “casi irreconocible, en estado de efervescencia y al borde de la revolución”, como cuenta en [escribir] París (2012). Años más tarde, en 1972, volvió a instalarse en París para concluir una tesis llamada La Diffusion de la littérature hispano-américaine en France au XXe siècle. Una reseña del libro, publicada al año siguiente, menciona: “Esperábamos con impaciencia la publicación de su tesis”. En esa pasada de un año por París, a Molloy le ocurrió algo, una “coincidencia” muy particular: “buscaba alquilar un departamento y el destino me deparó lo inimaginable: un lugar que no me era extraño, en el que había pasado un tiempo, en el que había conocido a una mujer que me hizo muy feliz y, también, muy desgraciada. […] Acepté el desafío y alquilé ese departamento exiguo que conocía demasiado bien como si fuera la primera vez que lo veía. […]  Para conjurar desdichas me puse a escribir, en un escritorio minúsculo frente a una ventana. El resto es En breve cárcel”.

En En breve cárcel (1981), su primera novela, Molloy es la protagonista, pero no se trata de un relato en primera persona: se desdobla y se refiere a la escritora como “ella”, tal si fuese su proyección o su fantasma. Y la relación de “ella” con Vera y Renata, sus viejos amores –quienes también han sido pareja–, es el componente principal: “ella conoce a Vera en este cuarto, duerme con ella en otra ciudad donde Vera la abandona por Renata, conoce por fin a Renata abandonada por Vera”. La narradora avanza contando cómo la autora construye su novela con recuerdos propios y ajenos, algunos de ellos heredados de sus amantes. La escritora y periodista argentina María Moreno, en un artículo titulado “La memoria como obra”, ha dicho de esta novela: “causó un colapso en la crítica que se refugió en dos posiciones: o el lesbianismo de la protagonista era un elemento irrelevante para la crítica o se trataba de una novela lesbiana”. Se convirtió al poco andar en un clásico de la literatura trasandina; de una parte, por su (a)postura literaria en que la voz narrativa es un avatar de la autora, con una ficción traspuesta al recuerdo, como también por hablar, con toda naturalidad y sin énfasis, de relaciones amorosas entre mujeres en un país donde, todavía, la homosexualidad femenina era un tabú. Pero fuera del sensacionalismo con el que fue recibido el libro, se trata de un texto basal en el estilo posterior de Molloy y su interés –académico y artístico– por la autobiografía. Ricardo Piglia, quien reeditó en 2012 la novela en la Serie del Recienvenido de la editorial Fondo de Cultura Económica, señala en el prólogo: “el efecto de verdad –la certeza de que la historia es cierta y ha sucedido tal cual se cuenta­– es tan nítido que leemos En breve cárcel como si fuera una autobiografía”.

Molloy trabajó el género referencial en un ensayo vanguardista, si consideramos el giro que ha tomado la literatura latinoamericana en los últimos años: el antes mencionado Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. Veinte años más tarde publicó su segunda novela: El común olvido (2002), cuyo título refiere otra vez a la memoria a través de su inverso. Pero el libro que definirá su estilo particular verá la luz al año siguiente: Varia imaginación (2003). Se trata de narraciones breves, en los que avanza por diversos temas, diferentes épocas, donde confluyen todo lo que Molloy es: memoria, lengua, fina escritura, honestidad, vida. Es el dibujo de los vasos comunicantes que conforman su obra total, donde se alcanza ese estilo que es, al mismo tiempo, un entramado donde todo se conecta de variadas maneras. Los libros posteriores de Molloy atestiguarán la precisión de esa impronta tan propia que podríamos llamar molloyesca: Desarticulaciones, Vivir entre lenguas, su aporte a escribir [París], son continuaciones de la conversación que se inicia en Varia imaginación.

Para terminar, cito unas pocas líneas de Varia imaginación, que resumen la vocación de su trabajo escritural: “He cambiado detalles, he inventado otros, he añadido un personaje. La ficción siempre mejora lo presente”.

Ensayo contra el amor

Hoy los feminismos impulsan a las mujeres a deconstruir las relaciones románticas y a inventar nuevas formas de amar que las liberen de opresiones, pero ¿cómo hacerlo? En este texto, en el que se habla sobre la enajenación que produce el amor desde sus construcciones culturales —y en el que se cruzan los caminos de la sociología, el psicoanálisis, la filosofía y la teoría de género—, se revisan y desarman conceptos que pueden estar volviéndolo todo más difícil.

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“La sociedad debe basarse en mínimos comunes que la educación pública tiene que transmitir”

En medio de la discusión por la electividad de los cursos de Historia para estudiantes de tercero y cuarto medio, la historiadora y Doctora en Historia por El Colegio de México se refiere a la relevancia de esta disciplina para comprender nuestro pasado y nuestro futuro como sociedad y a cómo su enseñanza obligatoria y minuciosa en el sistema público ayuda a construir un conocimiento más democrático y menos hegemónico.

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij

El 15 de mayo el Consejo Nacional de Educación, un organismo autónomo, anunció un cambio curricular referido a los ramos electivos de tercero y cuarto medio, el que se implementaría a partir de un plan de modificación presentado por el Ministerio de Educación el 10 de abril. Entre las modificaciones de las Bases Curriculares para el Plan Común de la Formación General de todas las diferenciaciones (artística, científica-humanista y técnico-profesional) se determinó que la asignatura de Historia no estaría dentro de los seis ramos del plan común obligatorio, es decir, pasaría a ser un ramo optativo en colegios científico-humanistas. Pedro Montt, presidente del Consejo Nacional de Educación, afirmó que los colegios científico-humanistas van a tener la libertad de dar o no este curso y que los colegios técnico-profesionales no tendrán la asignatura. Su contenido, según explicó, no se perderá, ya que una parte de éste se entregará en segundo medio y el resto se incluirá en un nuevo ramo, Educación Ciudadana, que se incorporará como obligatorio en tercero y cuarto medio.

—¿Cómo ves esto? ¿Qué opinión tienes sobre esta decisión y cómo crees que podría influir en las futuras generaciones?

—La calidad de optativo que tendrá el curso de Historia va de la mano con mirar de una manera más global la propuesta curricular. La mayor flexibilidad es interesante, la optatividad pareciera ser una alternativa interesante para profundizar en contenidos en tercero y cuarto medio, para abrir a otros ámbitos. Hay cursos optativos de Política y Sociedad, de Economía, Patrimonio. En ese espectro, hay otras posibilidades para abordar los contenidos de Historia. La electividad sí implica otros problemas, que está dicho en estos documentos, por ejemplo, qué pasa con aquellos establecimientos que no tienen el número suficiente de profesores para dar esa cantidad de asignaturas electivas. Qué pasa si en Formación Ciudadana o en otra de esas asignaturas —obligatorias o electivas— no se abordan las especificidades de Historia, que no pasan sólo por contenido. Las respuestas que se han dado, que apuntan a que va a estar todo contenido hasta segundo medio, son complejas y peligrosas si con eso se va a hacer el énfasis en que la Historia “se aprende”.

—En ese sentido, haces hincapié en que la Historia, más que “implantar” contenido en los estu – diantes, sería una forma de entender el mundo.

—El debate historiográfico en las ciencias sociales —no reciente, sino que de la segunda mitad del siglo XX— parte de la premisa de que la Historia, en su origen, está asociada al poder y a la construcción de un relato oficial, desde el lugar que sea. No estoy diciendo que haya una Historia de izquierda y una de derecha, sino que la Historia como forma de elaborar un relato y elementos comunes para un grupo tiende casi naturalmente a la oficialidad, porque construye una versión oficial de las cosas. Contra eso ha habido un debate y trabajo bien arduos, no sólo de los historiadores, sino que de los profesores de Historia, del ciudadano y ciudadana común a quienes les interesa la Historia, del mundo editorial. La Historia es un campo de polémica y disputa, no es un conocimiento solamente. Hay una especificidad disciplinar que nos corresponde elaborar, pero en términos de formación, la Historia es un espacio de construcción de los sujetos. Es un espacio de construcción de pensamiento, de articulación de opinión.

—Hay historiadores que consideran que la importancia de la Historia enseñada en los colegios es que es la versión de los hechos que va a quedar en la mente de los futuros ciudadanos. Se da por sentado, por ejemplo, que los mapuche son un grupo guerrero y valiente, o se asume una supuesta superioridad de los chilenos respecto de algunos de sus vecinos. ¿Cuál crees tú que es la importancia de la Historia en la formación escolar?

—Es fundamental porque produce un sentido de comunidad. Pero el desafío es no sólo cómo se enseña Historia, sino cómo se abre este espacio de la reflexión histórica a todo. Si se va a transformar, como el curso de Religión, en un dogma enseñable en el que después es un reemplazo de una Historia por otra, vamos a seguir replicando las consecuencias negativas de la enseñanza de la Historia. Esto tiene que ver con la homogeneización, con la anulación de las diferencias, pero también con la instalación de ideas que son complejas, que van en contra de los derechos humanos, que fomentan el patriotismo en una versión chovinista, que no permiten la discusión. Esta idea es bien nodal. Si la educación tiene como primer pilar la configuración de sujetos y sujetas que sean capaces y autónomos, la Historia tiene que contribuir a eso y no al revés. Entonces, junto con pensar en qué carácter tiene esa asignatura, también hay que pensar en el lugar que tienen prácticas que son importantes de la investigación en Historia, como hacerse preguntas, contrastar distintas fuentes, investigar uno mismo, construir el relato.

—La Historia es un territorio en disputa, donde se impone una visión común de ciertos hechos. Es una pregunta difícil, porque no haces clases en colegios, pero probablemente como historiadora tienes esa inquietud: ¿cómo enseñar Historia en los colegios, cómo crear una verdad común?

—Lo que pasa en el territorio de la sala de clases está anclado a las potencialidades y a los ambientes educativos y a los profesores, que finalmente son los que pueden bajar los contenidos o no. Hay libros de texto que son diametralmente diferentes a lo que sucedía 20 años atrás o en los 80; hay un cambio sustantivo, pero eso no significa que por las condiciones específicas de su trabajo puedan abordar toda esa hoja de ruta que dan los libros. Debería existir la posibilidad de realizar de otro modo la discusión sobre “lo común”, que no sea desde lo que es verdad o mentira, o lo correcto e incorrecto. O al menos ponerlo sobre la mesa, cómo se construye lo oficial, cómo se construye la contrahistoria, qué queda fuera. Hablar de historiografía, contraponer distintos autores, contrastar a Sergio Villalobos con Gabriel Salazar o María Angélica Illanes, interpelar a Jorge Baradit. Eso, como parte del contenido de una clase, pasa por una serie de factores donde volvemos a entrar en las desigualdades: quién tiene las mejores condiciones para hacer ese mundo ideal. Creo que las herramientas existen y hay profesores absolutamente comprometidos con esta óptica y con los desafíos, pero queda depositado en las capacidades individuales de cada profesor o profesora y no porque estén dadas las condiciones institucionales para que lo pueda hacer. Acceso a libros, cursos de capacitación. Por ejemplo, es muy complejo en los liceos públicos que los profesores saquen a sus estudiantes de la sala de clase, obtener los permisos para hacerlo es de una burocracia infinita.

—Desde la dictadura en adelante, la asignatura de Historia ha sido un problema: durante los años 90 y los primeros años de la década del 2000, varios textos escolares de Historia de Chile llegaban hasta 1973 y se referían en muchos casos a esta época como el “régimen militar”. Todo pare – cía indicar que después de 1973 no hubo más Historia, lo que cambió gracias a la reforma educacional que comenzó en 1996, a partir de la que los contenidos del currículum fueron actualizados de manera gradual hasta el presente político. ¿Cómo narrar una Historia reciente que despierta tantas pasiones en una sociedad construida a punta de reconciliaciones forzadas, como la chilena?

—Tendríamos que entrar más en lo local y hablar de lo complicado de hacer esa conversación por los pactos de la transición, que incluso incide en lo que se puede nombrar y qué no. Que hasta hoy te sigan consultando si Pinochet fue presidente o no, si efectivamente hay que decir dictadura cívico-mi – litar o golpe de Estado. Por ejemplo, hace no mucho tiempo vi el oficio del Ministerio del Interior en el que se decreta el golpe. Y si nos ponemos estrictos, debemos decir “golpe” porque el documento lo dice. Pero el punto está en que la intermediación entre lo que la mayoría de las personas puede saber sobre Historia y lo que está sucediendo en el día a día, pasa por los profesores. Y aquí vuelvo al punto anterior: qué posibilidades tienes de realizarlo en una sala de clases de un liceo público. Hay herramientas, como internet, donde se puede acceder a mucha información disponible y buenas prácticas y ejemplos, pero no puede quedar a merced de la creatividad personal de un profesor o profesora, porque debiera haber mínimos comunes. Ahí es donde la electividad tiene que cuestionarse.

—De fondo, la discusión sobre estos temas pasa por la definición del carácter que debería tener la educación pública. ¿Qué características crees tú que debería tener la educación que va dirigida, por definición, a todos los niños y niñas de Chile?

—Lo primero es que es un derecho. Si llegamos a un punto de cierto consenso frente a lo público, que está encarnado en estos momentos en el Estado, creo que tenemos que seguir salvaguardando y defendiendo lo público como un derecho. Tenemos una Ley de Instrucción Primaria Obligatoria, que fue un gran proyecto, muy apoyado por todos los sectores del país en la década de 1920 y que aún no cumple siquiera un siglo. Tenemos que ser capaces, como sociedad, de ponernos de acuerdo en esos mínimos comunes. Educarse es vivir en común, no podemos vivir solos, necesitamos una sociedad para sobrevivir y esa sociedad tiene que estar basada en mínimos que la educación tiene que transmitir.

La Historia tiene que ser un mínimo común, no en el sentido de que estemos de acuerdo en cómo contarla, sino que no podemos vernos ni educarnos a nosotros mismos en un proyecto colectivo sin mirar lo que hemos hecho y los errores y aciertos que hemos tenido juntos. Seguimos diciendo que hay educación pública y eso hay que defenderlo porque no podemos dejarlo a merced ni del mercado, ni de los grupos de mayor poder económico, y menos si hay una desigualdad tan grande de los bienes simbólicos. ¿Qué capacidad tenemos todos de opinar y decidir? Hay gente que no la ha tenido nunca y la educación es el único espacio en que la va a poder tener.

—A principios de este año se inauguró en la Sala Museo de la Casa Central de la U. de Chile la muestra Mujeres públicas, que busca relevar el rol de las mujeres en la construcción de la historia más subterránea del país, otra forma de incorporarlas a una línea de conocimiento más institucionalizado. ¿De dónde sale la idea de esta exposición?

—El eje es lo público. Esta exposición está anclada a un proyecto de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones, pero también parte desde el Archivo Central Andrés Bello en términos de contenidos, lo que tiene que ver con cómo dialogar con las cuestiones del presente y lo contingente a partir del patrimonio, entendido como una serie de objetos que permiten activar una discusión. Mujeres públicas toma la palabra de lo público como un territorio y un espacio disputado. La exposición parte con una definición de un diccionario del siglo XIX, en que “mujer pública” significa “prostituta”, mientras que hombre público es un funcionario del Estado y es honorable. La irrupción de las mujeres en el espacio público implica tener autoridad y tener poder, porque obviamente las mujeres hemos estado en lo público, pero no es lo mismo ser vendedora ambulante en la calle que tener un cargo, un reconocimiento en un trabajo pagado o tomar decisiones. Esto es muy relevante discutirlo en la esfera de la educación pública, porque es allí donde podemos instalar estos debates

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Esta entrevista se realizó el 31 de mayo de 2019 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5.

Agustín Squella: el maldito intelectual

La disputa por el conocimiento es pública y eso lo sabe Agustín Squella. Si bien ejerce como profesor universitario desde 1970, hace más de 25 años que el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales asumió el rol de columnista con resonancia mediática, de intelectual provocador y sacador de roncha. ¿Su objetivo? Fortalecer la conversación pública en una sociedad donde ese concepto parece tener límites cada vez más estrechos.

Por Jennifer Abate

“Gracias, pero no”, le contestó vía carta Agustín Squella al Presidente Sebastián Piñera a principios de este año cuando éste lo nominó como abogado integrante de la Corte de Apelacio – nes de Valparaíso. Lo mismo parece responder el abogado, periodista, Doctor en Derecho y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009 cada vez que siente que la “modernización” de la vida académica le pide sumarse a una lógica de indicadores, publicaciones indexadas y mediciones varias: “gracias, pero no”.

Con un libro recientemente lanzado, Democracia ¿Crisis, decadencia o colapso? (Editorial Universidad de Valparaíso, 2019), Squella luce en esta entrevista el lenguaje afilado que lo caracteriza y critica la falta de conversación pública en un país donde, a su juicio, parece perderse cada vez más la “disposición a escucharse unos a otros, a dar y también a atender razones”.

—Casi de manera inevitable, la mayoría de nosotros y nosotras piensa en producción de conocimiento científico cuando escuchamos hablar de “conocimiento”, en vez de pensar también, por ejemplo, en la producción intelectual ligada a las humanidades. ¿Por qué cree que ocurre esto?

—Ello se debe, posiblemente, a que los avances en el conocimiento científico y en sus aplicaciones tecnológicas son más frecuentes, más rápidos, más visibles, y tienen también un impacto más directo en la vida y expectativas de las personas. Vea usted lo que ocurre con las páginas que la prensa está dedicando a ciencia y tecnología: prácticamente a diario encontramos algo allí que nos sorprende y hasta conmueve, ya sea que se trate de física, de biología, de antropología, de astronomía, de neurociencias. Estas últimas, por ejemplo, nos producen tanta fascinación como perplejidad. Es un hecho bien llamativo que esas informaciones ocupen en los medios un lugar mucho más destacado y frecuente que los comentarios religiosos que antes era habitual encontrar en los diarios, y también en la radio y en la televisión.

—¿Piensa que las humanidades están desvalorizadas en nuestra sociedad?

—Lo están hace ya mucho tiempo, entre otras cosas porque ni siquiera hay acuerdo sobre qué llamamos “humanidades”. Además, al interior de ellas hay no pocas diferencias en sus objetos de estudio, en sus métodos, en su pretensión de presentarse o no como saberes científicos que puedan atribuirse con propiedad esa última palabra. Para que un saber sea calificado de científico habrá que funcionar sobre la base de un concepto de “ciencia”, y en esto último tampoco hay pleno acuerdo. Pero un saber no necesita ser científico para ser importante: así ocurre, por ejemplo, con el saber de los juristas, con la llamada “ciencia del derecho”, también denominada “dogmática jurídica”. Se trata de un saber muy antiguo y socialmente muy importante, pero de muy dudoso carácter científico.

—¿Cuál es el valor de la reflexión intelectual que proviene de las humanidades en momentos de crisis institucionales como la que experimenta nuestro país, en un escenario de disminución de la credibilidad en instituciones como el Congreso, las fuerzas de orden y la Iglesia?

—Es importante, sin duda, porque para evitar crisis en nuestras instituciones, para corregirlas, para juzgar cuál es su estado en un momento dado, es preciso conocerlas, o sea, saber identificar y diferenciar nuestras instituciones, algo en lo que hay instalado un déficit muy preocupante. Cuando en el gobierno anterior se dio inicio a un proceso constituyente que podría conducirnos por primera vez en la historia de Chile a una Constitución democrática tanto en su origen como en sus contenidos –proceso lamentablemente interrumpido en la hora presente– más del 70% de los chilenos, según encuestas confiables de la época, dijo ignorar qué era y de qué trataba una Constitución. ¿Cuántos sabemos realmente qué hace el Congreso Nacional o los gobiernos regionales o las administraciones comunales? Y si no sabemos qué hacen, ¿cómo podemos demandarles que hagan lo que les corresponde y, sobre todo, que lo hagan bien y sin opacidad?

—Usted participa activamente como columnista y voz opinante frente a diferentes contingencias. ¿Por qué lo hace? ¿Cuál es el valor, a su juicio, de que personajes como usted, que provienen del mundo intelectual y de la academia, participen de debates públicos? ¿Cuál es el valor, en definitiva, de la reflexión pública?

—Si usted me permite, yo me califico como un “maldito intelectual”. ¿Y sabe por qué? Porque llamarse a sí mismo simplemente “intelectual” podría estar sugiriendo que el que lo dice tiene la pretensión de que lo consideren inteligente, y ya sabemos que “intelectual” e “inteligente” no son sinónimos, esto es, que no todo intelectual es necesariamente una persona inteligente. Siempre echo mano del mismo elocuente ejemplo para ilustrar esa idea: una semana antes del 11 de septiembre de 1973, un destacado intelectual de la región de Valparaíso dio una conferencia con el siguiente título “Las 10 razones por las que no habrá golpe de Estado en Chile”. Un intelectual es una persona que lee, piensa, escribe, imparte generalmente docencia en alguna institución de educación superior, participa con regularidad en debates públicos, se ocupa de temas que a veces están más allá de su área de especialización, y todo eso con el propósito de ejercer algún tipo de influencia en la opinión pública y en quienes adoptan decisiones colectivas, tales como gobiernos, parlamentos, jueces, autoridades administrativas, y otras. Eso es lo que hace todo intelectual.

—¿En qué elementos concentra su atención a la hora de escribir sus columnas?

—La labor como columnista ha sido muy importante para transmitir algunas ideas, sentimientos, vivencias, apreciaciones, y, sobre todo, lo ha sido para soltar un poco la mano a la hora de escribir. He tenido además la suerte de no tener que escribir obligadamente sobre la contingencia política. A veces lo hago, es cierto, desde mis ideas de izquierda, pero escribo también sobre novelas, películas, sensaciones que he experimentado en un bar o en un hipódromo, y hasta lo que veo cuando observo el canelo que tengo plantado en el pequeño jardín de mi casa. Si he de hacer una confesión, mis amigos de derecha me dicen siempre que prefieren mis columnas sobre cualquier tema que no sea político, mientras que los de izquierdas me retan cada vez que publico una columna que no es sobre política y me dicen que cómo puedo desaprovechar el espacio que me da El Mercurio hablando de un canelo o de lo que sucede en un hipódromo.

—¿Contribuye esa toma de posición en el espacio público a generar diálogo?

—En Chile nos falta conversación, palabra que prefiero a diálogo, porque esta última ha ido tomando un olorcillo a sacristía. Conversación que presupone encuentro entre quienes quieren pedir la palabra en el espacio público, disposición a escucharse unos a otros, a dar y también a atender razones, intención de convencer a otros pero apertura también a dejarse persuadir por los demás, y claro, a todo eso sirve el cultivo, la enseñanza y la difusión de las humanidades y de la virtud que debe acompañarlas: la tolerancia, y tolerancia no como simple resignación disgustada pero pacífica ante los que piensan o viven de modos diferentes a los nuestros, sino como apertura consciente hacia éstos y sus planteamientos.

—¿Cuál es su visión sobre la discusión que ha levantado el cambio curricular propuesto por el Mineduc para los estudiantes de enseñanza media? Se le quitaría el carácter obligatorio a Historia, pero se le devuelve a Filosofía. ¿Cómo ve estos cambios, que parecen depender de la valoración de las disciplinas de acuerdo a diferentes momentos?

—Damos demasiada importancia a qué se enseña (materias, asignaturas) y a cómo se enseña (metodologías de la enseñanza) y poca a para qué se enseña (objetivos). La cuestión de los objetivos suele despacharse con un par de frases rimbombantes que se incluyen al inicio de los proyectos educativos o estatutos de los establecimientos educacionales, pero en los hechos la educación parece haberse reducido a capacitación, o sea, a precalentamiento laboral según sean las necesidades del mercado de las profesiones y oficios. Además, los establecimientos educacionales de todos los niveles, cuyos directivos y docentes suelen criticar a los estudiantes que sólo estudian para las notas, han empezado a trabajar también sólo para las pruebas nacionales e internacionales y para los rankings que se elaboran a partir de los resultados de esas pruebas. Están bien las mediciones, pero no hay que transformarlas en el objetivo casi único y no declarado de los establecimientos educacionales. Está bien que estos busquen prestigio, aunque a veces parecen buscar bastante menos que eso: imagen.

Damos también mucha importancia a lo que ocurre en los establecimientos, en las salas de clases, olvidando que también nos educamos en la casa en que vivimos, en la familia a que pertenecemos, en la calle, en los recreos, en los estadios, en las salas de cine. Historia y Filosofía deben estar en todo currículum de la enseñanza media, ya sea porque se los ponga allí como obligatorios o por decisión interna de los establecimientos. La Historia enseña a pensar y la filosofía hace eso que nuestro Jorge Millas decía de ella: poner en tensión la inteligencia para pensar hacia el límite de nuestras posibilidades y escapar a cualquier forma de embotamiento intelectual, como la complacencia en lo obvio, el espíritu gregario o de partido, la pereza escéptica y el conformismo, sea este último conservador o revolucionario.

—¿Piensa que las universidades públicas están actualmente a la altura de lo que requiere de ellas la discusión pública en diferentes temas?

—¿Qué se entiende por universidades “públicas”? Todas se declaran tales porque cumplen una función de importancia pública, pero también las funerarias cumplen una función pública muy relevante y a ninguna de ellas se le ocurriría presentarse como organismos públicos que tienen derecho a recibir recursos igualmente públicos. Muchas de nuestras universidades privadas se declaran públicas sólo para tener un lugar en la fila de aquellas que reciben financiamiento público, pero son sumamente privadas a la hora de sus profesiones de fe, de su gestión, de la contratación y régimen laboral de su personal docente y administrativo, de la discrecional selección de sus estudiantes, del retiro directo o indirecto de utilidades por parte de sus dueños, y así.

Pensando sólo en las universidades estatales –que no son ciertamente las únicas públicas–, lo cierto es que evaluarlas hoy, y también ayer, no es posible sin tener presente el hecho de que la legislación universitaria de la década de los 80, así como las políticas públicas que en materia de educación superior implementó la dictadura, buscaron de manera no confesada, aunque sí cierta y evidente para cualquiera, sustituir ese tipo de instituciones por la oferta privada, en la lógica de que la satisfacción de derechos fundamentales de las personas –a la atención sanitaria, a la educación, a una previsión oportuna y justa– debía ser transformada en una nueva oportunidad de negocios para inversionistas privados cuyo objetivo principal, naturalmente, es siempre el mismo: maximizar sus beneficios propios.

—¿Cuál es su posición frente a la discusión que ha originado en ciertos círculos la “sacralización” de los papers como la forma más validada de producir conocimiento?

—Hoy los académicos universitarios no tienen “obra”, tampoco “cumplimiento”, lo que tienen es “productividad”, y ello porque el sentido común neoliberal imperante ha traído consigo la hegemonía de la economía sobre cualquier otro saber, y desde luego sobre la política, consiguiendo imponer las categorías de análisis y el lenguaje propios de la economía aun en campos que no son económicos o que no son exclusivamente económicos. ¿En qué momento consentimos en llamar “capital cultural” al nivel educacional alcanzado por las personas, en qué momento “capital social” a nuestros vínculos con otras personas, en qué momento los padres trabajadores de nuestros estudiantes se transformaron en “recursos humanos”, y en qué momento los ciudadanos que votan por un determinado candidato son el “capital político” de éste? En las universidades los académicos de jornada completa dedican hoy mucho tiempo a escribir papers que les den puntaje ante sus superiores u organismos científicos externos, y más tiempo aún a reunir y calcular los puntos que deben alcanzar semestral – mente con su trabajo como investigadores y docentes. Contabilidad académica, podríamos llamar a eso. Aunque también es cierto que al interior de las universidades suele haber algunos desaprensivos que creen que están allí sólo para pensar interminable – mente en sus propios asuntos y que nadie tiene el derecho de controlarlos ni ellos de mostrar que están haciendo efectivamente algo por sus estudiantes y por la sociedad. Cierto ocio es propio de la vida intelectual, pero no hay que confundir ocio con pereza.

—¿Piensa que se abusa de la medición de de – terminados indicadores para evaluar el trabajo académico?

—Hay una manía hoy de turno: intentar medirlo todo y, lo peor, con una misma vara. Si hasta la felicidad está siendo medida. Creo que Chile anda por el lugar 23 en el ranking de felicidad de los países. ¿Han visto ustedes tamaño disparate? Se hacen también canastas básicas de felicidad –otro disparate– y lo único que puedo decir es que en mi caso pongan una jornada semanal en el hipódromo y que Santiago Wanderers de Valparaíso esté en primera división. Hay políticos que pregonan un derecho a la felicidad, lo cual es un disparate más. Derecho a la búsqueda de la felicidad, sí, ¿pero derecho a la felicidad misma? Comparativamente con eso, lo que hay no es un derecho a la salud, o sea, a estar siempre sano, sino un derecho a la atención sanitaria, tanto preventiva como curativa. Si hubiera un derecho a la salud y un derecho a la felicidad, cualquiera que agarre una influenza o le haya ido mal en su vida familiar podría instalarse con pancartas frente a La Moneda o el Congreso en Valparaíso. Hay incluso países que ya presas del delirio han creado ministerios de la felicidad. ¿Dejaría cualquiera de nosotros su felicidad en manos de un ministerio? ¡Dios nos libre!

La ola racista

El racismo de Trump se ha transformado en una eficaz herramienta de campaña que no sólo le permite conseguir apoyos apelando al odio y miedo hacia el Otro, sino además aparece como un producto de exportación que se instala sin estridencia en Europa y América Latina, como parte del discurso político “razonable” que lo acoge sin resistencia. 

Así, la naturalización del lenguaje y del gesto racista expresado hace poco a través del insulto a cuatro congresistas del Partido Demócrata y de origen puertorriqueño, palestino, afroamericano y somalí, acusándolas de “despreciar” a Estados Unidos y de proceder “de países cuyos gobiernos son una completa y total catástrofe, y los peores, los más corruptos e ineptos”, para luego sugerirles que “vuelvan a esos lugares”, no puede leerse sino como parte de esa vieja forma de llegar a un electorado para quien la inmigración es el nuevo enemigo al que hay que combatir. 

La “moda” racista reaparece así como correlato de la ola migratoria provocada por millones de desplazados que intentan traspasar las fronteras. No sólo las de Estados Unidos y Europa, sino también las de Chile. 

Hace pocos días, un grupo de motoristas venezolanos que trabajan en Santiago para una empresa de delivery protagonizaron una manifestación subida a las redes sociales en la que reclamaban que Carabineros no los dejaba trabajar con sus licencias de conducir venezolanas mientras esperaban la chilena. 

La respuesta de miles de chilenos a ese posteo resultó francamente escandalosa. Porque una cosa era aclararles que debían regirse por las normas de Chile, y otra amenazarlos, insultarlos por su procedencia y color de piel y exigirles, al igual que Trump con las congresistas, que sencillamente retornaran a su país de origen. 

La “moda” racista reaparece como correlato de la ola migratoria provocada por millones de desplazados que intentan traspasar las fronteras. No sólo las de Estados Unidos y Europa, sino también las de Chile. 

Pese a la performance del Presidente de la República en Cúcuta, esa ola racista, expresada a diario en Chile contra los haitianos, hoy se traslada a los venezolanos luego de la llegada a la frontera norte de Chile de centenares de personas, lo que provocó una crisis humanitaria tras el cambio sorpresivo de las reglas migratorias, un giro, por decir lo menos, preocupante. 

Por ello se hace imperativo recordar los hallazgos y recomendaciones del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) en su visita a los complejos fronterizos Chacalluta/Santa Rosa y Colchane/Pisiga en junio y julio último, lo que explicaría no sólo el vergonzoso instructivo de la Dirección Nacional de Asuntos Consulares a las embajadas y consulados chilenos en el extranjero que señala que no se debe permitir que funcionarios de ese organismo realicen inspecciones o controles a las instalaciones; sino también la última arremetida de parlamentarios de derecha pidiendo la renuncia de Consuelo Contreras,  máxima autoridad del INDH. 

Así, luego de la visita de funcionarios del INDH a la frontera norte de Chile, entre los hallazgos y recomendaciones se apuntan los siguientes:   

—La existencia de una crisis humanitaria, con personas de nacionalidad venezolana expuestas a vulneraciones graves de sus derechos humanos y entre las que se cuentan personas necesitadas de protección internacional y grupos de especial atención (niños, personas mayores y enfermas, embarazadas, etc.). 

—Vulneraciones de la Ley 20.430 que regula el procedimiento para la solicitud de la condición de refugiado/a, negándose ésta en la frontera, sin formalización previa y no a través de resoluciones del Subsecretario/a del Interior tras recomendación de la Comisión de Reconocimiento de la Condición de Refugiado, según lo establecen las leyes y reglamentos.  

—Desconocimiento del rol del INDH y obstaculización del ejercicio de su mandato legal por parte de autoridades de fronteras. 

Estos episodios ocurren cuando en Chile diversas instituciones conmemoran los 80 años de la llegada del Winnipeg, un carguero fletado en 1939 por el gobierno de Pedro Aguirre Cerda. A cargo del Cónsul de Chile en París, el poeta Pablo Neruda, llegaron a Chile cerca de 2.500 republicanos españoles desde el puerto de Paulliac hasta Valparaíso, luego de pasar por el puerto de Arica, donde la población se volcó a las calles para darles la bienvenida.  

La carga de este barco era invaluable. Pese a sus dolores, estos centenares de hombres y mujeres dejaron huellas en todos los campos, especialmente en el arte, las ciencias y el pensamiento. Eran refugiados que venían a un país extraño que los acogía, una tierra, como escribió Neruda, que “No es tu tierra/te despierta la luz/y no es tu luz/la noche llega/faltan tus estrellas”. 

Sin embargo, ni esos ni otros versos se escuchan en nuestras fronteras hoy. Y mientras en Europa las embarcaciones repletas de refugiados naufragan, en Chile los ecos xenófobos son replicados sin pudores ni contrapesos, porque aquí la moda tarda, pero siempre llega.      

José Maza: “Los Premios Nacionales deberíamos ser intelectuales públicos”

Este 2 de julio, el astrónomo más popular de Chile romperá todos sus récords: reunirá a más de 15 mil personas en el estadio La Portada de La Serena, donde dará una charla magistral y será el “telonero” del eclipse total de sol. Invitado al programa radial Palabra Pública, el académico de la Universidad de Chile habló de su fama, de la importancia de la divulgación científica y del papel de las universidades en el acercamiento de la cultura a la gente.

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij

—En relación al éxito que fue la presentación de su último libro Eclipses en abril, en el Teatro Caupolicán, ¿cómo se explica que un científico llene un estadio con seis mil personas? ¿Podría llenar el Estadio Nacional, como lo dijo esa vez?

—No, creo que ahí me fui de lengua. En el Caupolicán fueron cinco mil personas, en la Medialuna de Rancagua fueron seis mil, en Peñaflor, cuatro mil, y otros cinco mil en Concepción. Así que cinco mil personas en Santiago no es algo para tirar cohetes. La charla en Peñaflor partió a las 9 de la noche y ya eran más de las 11 y no terminaba. Tuve que salir arrancando porque la gente me perseguía para sacarse una selfie conmigo y para que le firmase autógrafos.

—Se proclamó el “telonero” del eclipse del 2 de julio, y tiene sentido, ya que a menudo se le asocia a la figura del rockstar. ¿Cómo se siente en ese papel, llenando estadios y caminando al auto resguardado por guardias?

—Espero que esto no avance más. Siempre me he sentido uno más dentro del grupo, nunca me he sentido importante. He sido uno del montón. Pero tener notoriedad me produce cierto agrado. La otra vez estuve literalmente de telonero en un concierto de rock en el Teatro La Cúpula, dando una charla. También estuve hace poco dando una charla en la plaza de Quilpué donde tocaba el grupo Congreso y fue un evento con música, charla y poesía. La cultura es una sola, ¿por qué hay conciertos de rock y festivales de poesía? Hagamos una mezcla. A lo mejor el que va sólo por el rock, descubrirá la ciencia o viceversa. Así se van formando puentes. Me encanta la poesía, la música y la ciencia, así que estaría feliz con una alianza entre esas disciplinas.

—¿Y cómo explica esa fanaticada que lo sigue?

—Es complicado. La astronomía está cada día más en los medios, como por ejemplo cuando se dio a conocer la imagen de un hoyo negro que está en el cúmulo de Virgo, a sesenta millones de años luz. Esas cosas están en la tele. Y se logró esa imagen con ayuda del observatorio chileno ALMA. La mitad de las noticias del mundo que se refieren a Chile son de astronomía. La astronomía es parte de la imagen país. Chile tiene los mejores cielos del mundo y la mitad de los telescopios del mundo están acá. Con los que están construyendo, serán un 70 por ciento. Eso es porque el país es excepcionalmente bueno para hacer astronomía. Creo que eso influye mucho.

Por otro lado, yo soy un poco deslenguado y hablo las cosas sin pelos en la lengua. Y, sobre todo, he tomado temas de astronomía que son bastante más cotidianos. Si yo hablo “del hoyo negro de Messier 87” nadie entiende nada. Es como hablar de un mundo imaginario. Lo mismo con los eclipses: en las charlas que daré en torno al eclipse solar total del 2 de julio hablaré sobre este fenómeno y también sobre cómo será el eclipse total de sol que cruzará la Araucanía en 2020. Estoy bajando el conocimiento del Olimpo y hablando en el lenguaje de la gente. Y estoy en esto desde el cometa Halley, en 1986. Ese año di muchas entrevistas, fui a la tele. También escribí varios Icarito de La Tercera, siete suplementos enteros. Nada surge de repente, esto es como una bola de nieve que hoy agarró un cierto volumen.

—Cuenta la leyenda que cuando estuvo en Tucson, Arizona, en 1976, había un ciclo de charlas de divulgación del astrónomo Nick Wolff que inspiraron su primera charla pública en Chile llamada “El universo: puedo sentirlo en mis huesos”. ¿Cómo comienza a interesarse en la comunicación científica?

—Siempre quise ser ingeniero, desde que tengo uso de razón. Pero luego me interesó la astronomía y comencé a buscar libros de divulgación de astronomía. Leí varios cuando tenía entre 13 y 15 años, hasta que a los 17 entré a Astronomía en la Universidad de Chile. Los libros de astronomía y los grandes divulgadores de mi época, como Fred Hoyle, me producían un gran entusiasmo. Luego tuve la suerte que, cuando estaba estudiando en Canadá, en dos ocasiones fue a Toronto Carl Sagan, el gran divulgador de astronomía del siglo XX. Y el tipo era notable, así que leí todos sus libros y vi la serie Cosmos entera.

Creo que la divulgación científica siempre la tuve dando vueltas en la cabeza. A la primera oportunidad que tuve, con ocasión del cometa Halley, hice un libro para enseñar astronomía. Luego de eso, he ido retrabajando la puntería, porque ese era un texto que escribí para mí cuando tenía 15 años. Volviendo al presente, a los tres últimos libros que saqué les ha ido muy bien. Polvo de estrellas lleva 18 ediciones y en total se han vendido 50 mil copias.

—A usted le interesa desmontar ciertas teorías que circulan, como las de los terraplanistas, las historias sobre el fin del mundo o la veracidad del horóscopo. ¿Cree que entre tanta fake news es más necesaria la voz de los científicos?

—Sin duda. Yo me he hecho algo de camino, pero ha sido a puro pulso, porque no hay oportunidades. En diarios he ofrecido columnas y me dicen que a la gente no le interesa, pero en todos esos diarios tienen un horóscopo, porque eso sí les interesa. Todos sabemos que el horóscopo es mentira, pero parece que es un juego que todos quieren jugar. Alguien de un programa de televisión me preguntó qué opinaba de los terraplanistas y dije que me parecía el colmo. Pero más lata me da que los editores pongan a esa gente en los medios. Si uno pasó por la escuela y no hizo la cimarra, entonces aprendió las leyes básicas de Newton y, por ende, que la Tierra no puede ser plana.

Cuando escribí los Icarito, el editor de suplementos me dijo “la gente no entiende esto” y me rayó el texto con todo lo que él no entendía. Tuve que corregirlo, hasta que ya al tercer suplemento no me corregía más. Si uno hace un esfuerzo, va a lograr entender. Pero claro, el editor pone basura como el horóscopo y no temas de ciencia porque “no lo van a entender”.

«No puedo salir a la calle y hablar igual que en la academia. A lo mejor sí vulgarizo mucho (el lenguaje científico), pero así logro empatía con la gente (…). Escribo para un público transversal, quiero que los adultos y los niños aprendan a pensar».

—Para usted es relevante enseñar ciencias exactas de una forma que sea comprensible para toda la gente. ¿Dónde está la línea, según usted, que divide la divulgación científica de lo que se podría llamar una “banalización del conocimiento”?

—Creo que el problema es el siguiente: se trata de divulgar ciencia entre gente que no conoce la disciplina. Si uno quiere hacer divulgación científica no puede hablar sobre el hoyo negro de Messier 87 o de la galaxia en el Cúmulo de Virgo, porque la gente que no estudió ciencias no conoce el contexto de esos fenómenos. Es como si quisiera explicarte un capítulo de una teleserie, siendo que no viste los anteriores, entonces no vas a entender qué pasó. Si yo divulgo esa teleserie, debo comenzar por el capítulo 1, no por el 45.

En la ciencia pasa lo mismo, es muy acumulativa. Si uno quiere hacer divulgación tiene que bajar la complejidad para llegar a un nivel comprensible para la gente a la que quiere llegar. Y sí, es banalizar. Pero hablo desde tan arriba todos estamos perdiendo el tiempo. Una vez hubo en Chile una charla de Stephen Hawkings y el presidente de entonces, Eduardo Frei, dijo “parece que estoy un poco oxidado, porque no entendí mucho”. Él, que era ingeniero, no entendió. No quiero hacer leña del árbol caído, pero Hawkings no hacía divulgación. Todos lo veneraban por ser una persona de una tenacidad extraordinaria, pero como divulgador científico no me lo creo.

—¿Se ha encontrado con críticas de parte de sus colegas científicos? Pasa en otras disciplinas, como en la filosofía: quienes escriben para ser leídos masivamente son criticados por quienes permanecen en las aulas universitarias.

—La verdad es que no. Mis colegas han sido bastante generosos en no criticarme. Pero, por otro lado, -y no quiero parecer soberbio- no me importaría que me critiquen, porque yo estoy convencido de que esto vale la pena. A lo mejor hay muchos caminos para lograr un mismo propósito y he encontrado el mío. Algunos dicen –como en una crítica que leí- que vulgarizo el lenguaje para hablar de astronomía, que debería usar uno más elevado. Que, a lo mejor, de esa manera igual llegaría a la gente. Yo sé hablar bastante bien, hablo un castellano muy correcto. Pero no puedo salir a la calle y hablar igual que en la academia. A lo mejor sí lo vulgarizo mucho, pero así logro empatía con la gente. Cuando el conductor del metro me dice que ha leído mis libros me alegro mucho, porque estoy escribiendo justamente para él. No estoy escribiendo para mis colegas, ellos no van a aprender nada nuevo con mis libros. Escribo para un público transversal, quiero que los adultos y los niños aprendan a pensar. Quiero contribuir con un granito de arena en ese proceso. Y si me critican con razón, logré mi objetivo, porque tuvieron que pensar para discutir lo que está escrito ahí, así que me parece estupendo.

—Una de sus teorías es que a la gente en Chile no se le ha permitido mucho pensar. ¿Podría desarrollar esa idea?

—En el siglo XIX tuvieron analfabetos a toda la población. El 95% de los niños en 1880 eran analfabetos. Y los señores políticos de este país, todos los grandes presidentes, se olvidaron que había que enseñar a leer y escribir, porque a ellos se les enseñaba en la casa con una institutriz traída de Francia o de Londres. Incluso nuestro gran Andrés Bello dijo: “a cada cual hay que darle la educación que necesita”, y el obrero no necesitaba educación, ¿para qué? Había un elitismo terrible. Los que tenían el sartén por el mango no querían que nadie supiera leer y escribir.

En el siglo XX nos permitieron aprender a leer y escribir, pero sin que nadie entendiera lo que leía. Hasta el día de hoy en las escuelas rurales tienen en una misma pieza a niños de primero a cuarto básico juntos y eso es lo único que se les enseña. No queremos que la gente piense, y creo que la universidad tiene la obligación de darle cultura a la gente, transversalmente.

«En la universidad todos los académicos somos juzgados por cuánta docencia hacemos o cuántos papers publicamos (…). Los Premios Nacionales deberíamos tener un papel distinto en la vida universitaria. Es muy importante que un profesor de la Universidad de Chile se pare ante 10 mil personas y conteste las preguntas que le quieran hacer».

—Usted es Premio Nacional de Ciencias Exactas 1999. ¿Cuál cree usted que es el papel de quienes han recibido este premio en Chile? ¿Cree que hay una cierta responsabilidad de intelectual público entre quienes han recibido este galardón?

—Creo, efectivamente, que los que hemos recibido el Premio Nacional deberíamos ser, en alguna medida, intelectuales públicos, con más participación en los medios. En la universidad todos los académicos somos juzgados por cuánta docencia hacemos o cuántos papers publicamos, y yo me muevo todo el tiempo haciendo charlas en distintas partes de Chile. Los Premios Nacionales deberíamos tener un papel distinto en la vida universitaria. Creo que es muy importante que un profesor de la Universidad de Chile se pare ante 10 mil personas y conteste las preguntas que le quieran hacer. Me parece que si somos la universidad pública por excelencia en Chile, entonces nos debemos a la ciudadanía. Entonces tengo la obligación de contarle a la gente por qué vale la pena mirar el cielo y contestarle si me quieren preguntar otra cosa.

El otro día un médico decía, en relación al suicidio del expresidente de Perú, Alan García, que cuando el cerebro cuando recibe una conmoción muy grande se produce un edema que deriva en una hipoxia y en una isquemia. Yo decía: “¿a quién le está hablando este caballero?”. Edema, hipoxia e isquemia. A veces, la divulgación que hacen está llena de esas palabras. He leído libros que explican cosas y en la página 20 ya no entiendo nada. Creo que la divulgación no es contar lo que uno está haciendo como científico, porque a veces no es contable para el público. Yo nunca en mi vida he trabajado en eclipses, pero me parece que es un fenómeno que cualquier astrónomo conoce bien. Soy uno experto en eclipses como cualquiera de los otros cien astrónomos en Chile. Al no salir explicando el fenómeno en términos simples, uno deja el espacio para que lo cubran todos estos chantas que se dedican a vivir del cuento.

—Se habla del Antropoceno para referirse a esta época en que la Tierra estaría cambiando por la actividad humana. Las visiones respecto del futuro parecen ser sombrías, en particular por el avance del calentamiento global. ¿Qué visión tiene de los tiempos que vienen?

—Está la tontería de decir “yo no creo”. Cuando uno dice “yo creo” o “no creo” es porque no quiere usar la razón. Hay elementos contundentes que demuestran que la Tierra se ha ido calentando. Acabo de leer una cosa terrible que dijo (el Secretario de Estado de los Estados Unidos) Mike Pompeo, donde agradece que se derrita todo el océano Ártico, porque ahí hay grandes riquezas y vamos a tener otras oportunidades. Y él lo encuentra estupendo. No se da cuenta, el tonto, que cuando se derritan todos los hielos, las penínsulas van a quedar todas debajo del agua, como Florida y Nueva York.  El hombre tiene que entender que debe dejar de tirar gases invernaderos. Una cosa que el hombre hará para ir a marte es crear una máquina que chupe anhídrido carbónico de la atmósfera marciana, rompa la molécula de CO2 y produzca oxígeno. Deberíamos tener esas máquinas, que funcionan como árboles, y a lo mejor así podríamos arreglar el efecto invernadero. El hombre tiene esa inteligencia. Tiene la falta de previsión para embarrarla también, pero tiene la inteligencia para encontrar soluciones.

***

Esta entrevista se realizó el 10 de mayo de 2019 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5.

Victoria Ramírez, escritora: “Creo que hay que entender la poesía como ficción”

Estudió periodismo en la Universidad de Chile, pero en ese camino se encontró con el cine, la fotografía y la poesía, incursiones que le valieron importantes premios incluso antes de publicar. Su primer libro, magnolios (Overol), es una selección de 40 poemas en los que recorre el sur de Chile y su memoria familiar a través de retratos casi cinematográficos.

Por Florencia La Mura

Tres años de trabajo se condensan en magnolios (Overol, 2019), debut literario con el que Victoria Ramírez (27) busca romper con los formatos tradicionales de la poesía y darle espacio a distintas disciplinas. La escritora llega a librerías con dos galardones a cuestas: el Premio Bolaño en 2016 y el Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral 2017, distinciones que adornan la solapa de su libro en una reseña breve y misteriosa, pero aprobada por ella. “Quería desmarcarme. Mientras más información da uno como autor, las personas se hacen una imagen antes de leer el libro”, reflexiona a pocos días de viajar a una residencia de escritura en la MacDowell Colony, en New Hampshire, Estados Unidos.

El escritor James Baldwin y el compositor clásico Leonard Bernstein son algunos de los alumnos que ha recibido la “colonia”, un lugar perdido entre los bosques que recuerdan al sur de Chile. En su decisión de partir a ese lugar emerge una vez más la naturaleza como una inquietud en Ramírez, quien vuelve a ella y a su desromantización en los dos textos que está trabajando actualmente. Dolor y destrucción se asoman de igual manera en magnolios, un texto que la autora reconoce como híbrido y en el que recoge temas como el desarraigo, la movilización, el tránsito y la familia.

Tras su publicación, magnolios recibió buenos comentarios en la prensa: “Sin nostalgias vacías ni ajustes de cuentas, las incursiones por la memoria íntima que propone Ramírez van más bien por el camino de la perplejidad que producen los ritos familiares mirados con cierta distancia, perplejidad que permite ver lo frágiles que son a menudo las certezas del presente y, también, las de los propios recuerdos”, escribió el escritor Leonardo Sanhueza. Ante la pregunta por la forma en que define su relación con la escritura, la autora responde con una cita del ensayo La poesía no es un proyecto, de la poeta estadounidense Dorothea Lasky: “Nombrar las intenciones de uno es genial para algunas cosas, pero no para la poesía”.

Has dicho que te interesa la poesía, el cine y la fotografía. ¿Cómo fue la llegada desde el periodismo a la poesía?

—Cuando salí de la carrera tuve el tiempo necesario para empezar a ir a talleres y dedicarme a escribir más sistemáticamente. Entremedio, incursioné en el cine con Todos los ríos dan al mar, sobre (la artista visual y poeta) Cecilia Vicuña, y justo lo que me gusta de ella es que mezcla disciplinas: hace performance, pero también otro tipo de artes visuales, películas y poesía. Hacer ese trabajo como tesis de Periodismo me permitió abrirme a otras disciplinas: me interesaba el cine, pero siempre había tenido interés por la literatura, así que fui a talleres. Además, siempre he leído mucho. Generalmente, escribir es una inquietud que se va dando en la lectura. Al menos a mí me pasa eso. De a poco fui armando un proyecto y pasó lo del Premio Bolaño, entonces ahí fue como: “bueno, voy a tratar de hacer un libro”. Pasaron entre dos o tres años hasta que saqué magnolios con Overol. El último año fue de mucha edición y también de cuestionarme cuál era el tema o la inquietud del libro.

Al final entendí que el libro es bastante híbrido, y esa fue una libertad que me di porque no quería un proyecto tan estricto, que sólo fuera sobre un tema en particular. Quería que fuera abierto, y ese mismo tratamiento le di al tema de la memoria dentro del libro; una memoria no anclada en el pasado ni con una mirada nostálgica, sino que una observación desde el presente.

Victoria Ramírez. Crédito: Lorna Remmele

—Se dice que el papel ha muerto, sobre todo en el caso de los diarios, pero con los libros parece haber ocurrido algo distinto: se ha vuelto a poner en valor a los libros y fanzines como objetos. Tú misma hiciste uno con Microeditorial Amistad (Alud, 2018).

—Eso es súper interesante. El fanzine ha tomado vuelo y hay editoriales pequeñas que están trabajando eso. Para la feria Impresionante (orientada al arte impreso y a la edición independiente), por ejemplo, uno ve que el universo del fanzine que existe en Chile es gigante. Hay involucrados artistas visuales, diseñadores, arquitectos, fotógrafos, periodistas, gente que estudia literatura. Ahí uno ve que cada vez se están cruzando más los formatos, por eso igual me interesaba trabajar con Editorial Amistad. El trabajo que hacen es muy delicado, bonito y prolijo, y dan espacio a voces no tan conocidas.

Me parece que en Chile se lee harto. Obviamente hablo desde una burbuja de «gente que lee». Pero cuando voy en el metro o en la micro, veo gente leyendo. Las librerías se sostienen, y año a año hay más librerías en regiones. No me parece que el libro en papel, al menos aquí, esté muerto. Sé que en Estados Unidos, por ejemplo, hay mucha gente que ahora compra e-books y ha dejado de ir a las librerías. En Chile me parece lejana esa realidad. Todavía la gente está encantada con el libro en papel y por eso mismo hay editoriales chilenas que trabajan mucho la prolijidad del libro como material.

—Claro, hay mucho más trabajo en detalle en editoriales independientes chilenas. Dijiste, justamente, que estuviste trabajando en este libro durante tres años. ¿Cómo fue el proceso de escritura?

—Demora mucho porque la poesía condensa pensamientos complejos sintetizados en un lenguaje propio. Tiene una voz particular que toma tiempo trabajar. Un texto que no está trabajado se nota, y generalmente es porque le falta macerar. No por ser joven se necesita publicar «joven». Ojalá uno se pudiera tomar mucho rato para hacer un libro. Tampoco hay un apuro por publicar. Sé que soy poeta joven, pero al final esa categoría es superficticia. Da un poco lo mismo, porque la madurez dentro de la poesía es otra cosa. No por ser joven no vas a tener madurez en tu voz poética.

Tuve la suerte de viajar a Hueyusca, en la Región de los Lagos, que es de donde viene la familia de mi madre, y eso de alguna forma fue un punto de inspiración. Me ayudó a entender muchas cosas que me habían contado a través del relato oral, pero que verlo en la realidad fue distinto. Ese viaje también fue parte del proceso de escritura. También leer libros que fueron clave en cuanto a lo que quería hacer.

—¿Qué libros?

—Louise Gluck fue fundamental, una escritora estadounidense que habla sobre la familia y el dolor. Tiene una relación bien conflictiva con eso. Tampoco restrinjo las influencias sólo a libros de poesía. Obviamente hay novelas que me influyeron, como Nombres y animales, de Rita Indiana. Leí varias, que no necesariamente hablaban sobre la familia, pero sí sobre rupturas de vínculos entre personas y eso me interesa. Para el tema de la maternidad, me influyó mucho Anne Sexton con El bebé de la muerte. Leí harto a Elizabeth Bishop y Blanca Varela, aunque esta última me sirvió más en el sentido de la voz que tiene, de la concisión. José Watanabe y Mirtha Rosemberg también me influyeron.

Creo que intenté igualar la balanza leyendo a mujeres porque antes mis referentes eran muy masculinos. Por ejemplo, Beat Attitude, una antología de poesía beat de mujeres que habían sido invisibilizadas. De ahí quizás la más conocida es Denise Leverkof. En libros más recientes está El sistema del tacto, de Alejandra Costamagna, que, aunque lo leí después de terminar magnolios, toma temas como la memoria, la familia, la reconstrucción de la identidad a partir de otras personas. En general, me interesan temas similares, como el desarraigo, la movilización, el tránsito, la familia.

«Sé que soy poeta joven, pero al final esa categoría es superficticia. Da un poco lo mismo, porque la madurez dentro de la poesía es otra cosa. No por ser joven no vas a tener madurez en tu voz poética».

—Has dicho que no quisiste cargarle un mensaje político o panfletario a ciertos temas que se tratan y se repiten en el libro, como la familia, la memoria y la naturaleza. ¿Cuál sientes que es la importancia de estos momentos que quiebran la continuidad temática, como cuando hablas de ser madre?

—Creo que le dan un descanso al lector y también me dan libertad a mí, en el sentido de decir que este libro es sobre cosas que a mí me interesan. Entre ellas está la maternidad, que es una inquietud y que me conflictúa, porque creo absolutamente que la mujer puede elegir si ser madre o no y de la forma que sea. También hay un par de poemas que hablan de relaciones amorosas o de la concepción que uno tiene del deseo, que es muy contemporánea y generacional. El último poema, magnolios, habla de los quemados de la Posta Central y ahí me interesaba la imagen del fuego en contraste con la naturaleza. Ese cruce entre naturaleza y dolor sí creo que es algo transversal.

Dorothea Lasky habla en contra de los libros que se piensan como un proyecto científico, que se hace mucho en artes visuales y en literatura. Cuando uno escribe un libro, hay una parte que es intuitiva, que no se puede controlar. Cuando se intenta controlar demasiado un libro se ve forzado. Al menos para mí no era natural pensar como si estuviera hablando de un proyecto científico, con objetivos generales y específicos. Es algo mucho más libre.

—La idea de los «momentos de descanso» que mencionas hace pensar en formatos quizás más audiovisuales, incluso en discos de música. ¿Responde esto a tu interés por la idea del multiformato, del cruce de disciplinas?

—Justo eso me interesa mucho. Muchas veces preguntan sobre un libro de poesía como si fuera un libro de narrativa, como si se estuviera contando un relato. Y a veces hay uno, pero a veces no, y está bien, porque la poesía permite esa libertad. La gracia es que pasas por varias sensaciones en el libro, no es una planicie, sino que tiene un montón de curvas entremedio.

—Tu exploración en torno a la naturaleza y esta oposición dolor/naturaleza que construyes se siente como un intento de desromantizarla. Por ejemplo, cuando Hablas de desastres, de lo terrible que puede llegar a ser el sur.

—Mi familia me había hablado sobre Hueyusca, de donde son, como un espacio desolado, donde podía pasar cualquier cosa. La violencia, si bien no era una cosa de todos los días, si llegaba a pasar no había nada que la detuviese. Y sí, quería desmitificar la naturaleza y dejar de entenderla sólo como algo bello. Yo, que nací en ciudad, tuve siempre una idea muy idealizada de la naturaleza, pero me parece que el dolor es una cosa suprahumana. También había que salir de esa imagen de la naturaleza relacionada a la mujer y a lo hermoso. La naturaleza también tiene un algo muy salvaje y una autonomía muy fuerte.

—Te vas a una residencia en MacDowell Colony, en Estados Unidos, un lugar que parece muy similar al sur de Chile. ¿Fue casual esta búsqueda por la naturaleza?

—La naturaleza es una inquietud mía y estoy trabajando en dos libros que de alguna forma también están cruzados por eso. Uno es una especie de diario de viaje en poemas y otro es sobre la relación entre las plantas domésticas y los seres humanos en el contexto del calentamiento global. Entonces, claro, estar en un lugar con un entorno natural es muy Ad hoc.

—Volviendo al trabajo de la memoria ¿cómo te sentiste explorando tu propia historia?

—Más que conclusiones, lo que pude sacar en limpio fueron formas de conocerme y de conocer a mi familia, pero llega un punto en el que tampoco puedes ahondar tanto. Con eso ficcionalicé un montón. Hay historias que fue interesante conocer para entender la relación con mi familia y mi noción de familia, que últimamente ha cambiado. Al final es un libro supersubjetivo, como tiene que ser, porque la poesía es así y me gusta que no tenga una relación directa con la realidad. Hay algunos poemas que hablan de sueños y son muy irreales. Esas licencias son válidas y necesarias dentro de un trabajo que es ficcional. Creo que hay que entender la poesía como ficción. A la novela no se le pregunta tanto como a la poesía, no se hace ese vínculo tan estrecho entre autor y obra. Pienso que es porque la gente tiende a pensar que un libro de poesía debiese ser real. Hay una relación con lo verosímil que es mucho más cercana con la narrativa.