​​No más, porque somos más

La cátedra de Pensamiento Situado es una iniciativa nómade que entrelaza experiencias y modos de hacer del activismo, las prácticas artísticas y el pensamiento crítico desde América Latina. El encuentro, que impulsan las investigadoras Ileana Dieguez y Ana Longoni con el apoyo de la UAM-Cuajimalpa (México) y el Museo Reina Sofía (España), llegó a la Universidad de Chile entre el 30 de junio y el 2 de julio, en medio de las discusiones en torno a la nueva Constitución, bajo el título “Des/constituyentes. Prácticas e imaginarios por-venir”. En la primera jornada, tuvo lugar una conversación entre la teórica Nelly Richard y la exconstituyente Elisa Loncon, acompañadas por la investigadora Javiera Manzi. Aquí compartimos las palabras de Richard, quien reflexionó a partir de los saberes sobre la(s) lengua(s) que pone en práctica Loncon.

Por Nelly Richard

Quisiera entrelazar esta breve reflexión con algunas de las intervenciones que hemos conocido de Elisa Loncon en entrevistas o debates públicos desde que ella asumió la presidencia de la Convención Constitucional y luego se desempeñó como constituyente, para subrayar la importancia de la cuestión del lenguaje, del discurso y sus recursos enunciativos en la formación de las identidades y las relaciones entre culturas y géneros. Decimos “lenguaje” en una doble dimensión: primero, usar la lengua para nombrar lo que se nombra (sabiendo que la palabra recorta, clasifica, estereotipa o, al revés, descubre, revela, transfigura), y segundo, saber que el habla intercomunica cuerpos e instituciones mediante actuaciones discursivas que pueden funcionar como dispositivos autoritarios o, por el contrario, tener un alcance emancipador. 

Elisa le ha prestado especial atención a cómo funciona el lenguaje en los procesos de subjetividad y cultura, de constitución de identidades desde una perspectiva tanto feminista como decolonial. Nos hace falta esta reflexión sobre lenguaje, subjetividad y cultura en la encrucijada en la que nos encontramos. Por un lado, está la apuesta a que una nueva Constitución reoriente un diseño de país y sociedad motivando un pacto de entendimiento colectivo que amplíe sus fronteras para renovar la democracia. Y, por otro lado, está la constatación de que nuestra convivencia social está siendo afectada por un grado de conflictividad casi salvaje, de proliferación de múltiples violencias que atentan contra la posibilidad de fortalecer dinámicas intersubjetivas que favorezcan el relacionarse unas con otros desde lo que podríamos llamar, en términos feministas, el “cuidado”. Aplicado al lenguaje, podríamos interpretar el “cuidado” como la delicadeza de un trato con las palabras que las salve de la rudeza y sequedad de los lenguajes utilitarios (los del mercado, de la administración política) que están hechos para despojar al nombrar de toda potencia creativa y reflexiva. “Cuidado” sería también evitar las furias destructoras, las incitaciones al odio o las declaraciones de guerra que matan al lenguaje,  condenándonos a la impotencia (el cuerpo primario como un cuerpo cortado de toda ligazón con el sentido que nos vincula a los demás) o bien a la prepotencia (sentirse dueños absolutos de una verdad incontrovertible). El “cuidado” en el lenguaje se refiere, además, a habilitar ciertas condiciones de reciprocidad en el intercambio entre hablantes que, pese a lo conflictual de las disputas de sentido, acojan la otredad en lugar de querer exterminarla.    

¿Cómo interviene la dimensión simbólico-cultural de las prácticas discursivas en las visiones de sociedad que comunican entre sí a sujetos, grupos y comunidades? La respuesta atañe a la política en la medida en que supone un nuevo reparto igualitario de poder de intervenir en lo común entre quienes se sienten insatisfechos con la democracia representativa. Pero también concierne al lenguaje en tanto hace de mediador entre el cuerpo y la significación, la experiencia y la representación, la pulsión y el deseo y que, por lo mismo, los actos de habla pueden inhibir o bien estimular nuevas formas de conciencia y de sensibilidad.   

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El 4 de julio de 2021, se inauguró —en una sesión memorable— la Convención Constitucional bajo la presidencia de Elisa Loncon. Se relevó públicamente el máximo simbolismo de su condición de representante de los pueblos originarios como un gesto reparatorio, ya que Elisa proviene de una nación que, desde siglos de siglos, se encuentra condenada por el dominio estatal al olvido, a la negación de su etnia, a la supresión de su lengua, a la desposesión de sus tierras y a la persecución de sus derechos. 

Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

¿A quién le importa el periodismo cultural?

La pandemia acentuó el declive que hace más de una década vive la cultura en los medios con el cierre de revistas y secciones de diarios. La realidad en Chile es preocupante: cada vez existen menos proyectos digitales o impresos que sobrevivan, lo que a la larga afecta el ecosistema de la cultura. “Hoy no se están abordando las labores de difusión, de mediación cultural ni de formación de público”, advierte Alejandra Delgado, una de las periodistas, editoras y agentes culturales que dan cuenta de un panorama cada vez más hostil.

Por Denisse Espinoza y Evelyn Erlij

“Porteños ofrecen una nueva forma de pensar la cultura”, titulaba en 2013 El Mercurio de Valparaíso para anunciar el lanzamiento de La Juguera Magazine, revista cultural que debutó en la V Región con 7 mil ejemplares repartidos de forma gratuita en Valparaíso, Viña del Mar, Quilpué y Villa Alemana. El proyecto buscaba tanto descentralizar el acceso a la cultura, como profundizar en ella con artículos periodísticos y reflexivos. La revista alcanzó a circular tres años en papel, hasta que en 2016, sin poder adjudicarse un nuevo Fondart, el equipo decidió seguir solo en formato online. Tras nueve años de vida, que se cumplieron este 2022, su fundadora, la periodista Alejandra Delgado, reconoce lo difícil que ha sido mantener este espacio: “No podría decir que la pandemia nos afectó, porque nuestra condición siempre ha sido la de un medio autogestionado precario. Lamentablemente, hemos tenido que ir pidiendo colaboraciones de manera ad-honorem o con un pago simbólico, lo que por supuesto no es lo óptimo, porque además de precarizarnos nosotros, precarizamos a otros”, advierte.

El caso de La Juguera es un buen ejemplo del escenario complejo que viven los medios culturales escritos y autogestionados en el país, y desde hace una década, también la prensa tradicional, que ha reducido e incluso suprimido sus secciones culturales. Esto se explica, en parte, por las crisis económicas y los recortes presupuestarios causados por la caída dramática del consumo de medios escritos: según el último informe Digital News Report, del Instituto Reuters de la Universidad de Oxford, en los últimos siete años el número de lectores de la prensa escrita en Chile se ha reducido a más de la mitad. 

En un diálogo organizado por Palabra Pública en 2019 sobre periodismo cultural, la crítica literaria Patricia Espinosa advirtió esta situación: “Hay una pasividad de los lectores o destinatarios posibles del periodismo cultural. Aquí se realiza el crimen perfecto, porque por un lado los medios devastan la cultura, la sacan del espacio, y por otra parte están los destinatarios posibles guardando silencio. No hay un reclamo, no hay una manifestación del disenso ante esta ejecución del crimen”.

Una oferta en picada 

En 2008, La Tercera cerró el suplemento “Cultura” —que alcanzó a vivir dos años—, y una década después, en 2018, el conglomerado Copesa también suprimió la revista Qué Pasa, que mantenía una importante sección cultural. Hoy, el diario solo se imprime los fines de semana y su sección de cultura, rebautizada como “Culto” —que funciona principalmente en formato digital— reemplazó las áreas de Cultura y Entretención del diario de papel, las que fueron eliminadas en 2020. La mayoría del personal de estos espacios culturales fue despedido. 

A esto se suma la reducción de las páginas de “Artes y Letras”, el suplemento cultural de El Mercurio, mientras que La Segunda —que también pertenece al consorcio El Mercurio— sacó sus páginas culturales estables e hizo lo mismo con la revista Viernes, que alcanzó a vivir siete años, desde 2014. En 2019, en tanto, se editó el último número de Grado Cero, revista cultural que circulaba con El Ciudadano, y uno de los últimos medios en cerrar fue Caras, en 2019.

Hoy, el lugar que ocupa la cultura o el debate de ideas en la prensa es escaso, advirtió Nelly Richard en 2019: “Creo que es muy difícil entender procesos políticos complejos sin atender estos espacios de pensamiento crítico”, dijo la ensayista, quien estuvo detrás de la Revista de Crítica Cultural, que existió entre 1990 y 2008. De aquí que el periodismo cultural no esté solo limitado a cubrir disciplinas artísticas —literatura, cine, música, etcétera—, sino que sea más bien una forma de entender y abordar la realidad. En palabras del ensayista Chuck Klosterman: “El trabajo principal del periodismo cultural es llamar la atención sobre la forma en que ‘todo se encuentra completamente conectado’ y cómo ‘nada es nunca por sí solo’. Es decir, la función básica del periodismo cultural es buscar esas conexiones”. O, como dice el periodista argentino Jorge Fondebrider, el periodismo cultural sería un proveedor de “referencias, guías y formas de orientarse en un mundo que está lleno de libros y que necesita que haya mediadores para poder poner orden en toda esta cuestión”. 

En papel, actualmente sobrevive un grupo reducido de revistas culturales en Chile, entre ellas, Santiago (de la Universidad Diego Portales, que también edita revista Dossier, de la Facultad de Comunicación y Letras), Palabra Pública (de la Universidad de Chile), La Panera (creada y financiada por la galerista Patricia Ready), Átomo (de la Fundación para el Progreso) y Punto y Coma (del Instituto de Estudios de la Sociedad). 

La sostenibilidad del financiamiento es la gran piedra de tope de la prensa cultural, sobre todo en una época en que cuesta considerar un pago por lo que se consume en internet. Es por ello que resulta esencial la existencia de medios financiados por instituciones públicas como las universidades, opina Tomás Peters, sociólogo e investigador: “No es lo mismo contar con un medio editorial riguroso, complejo y con un respaldo institucional, que una plataforma editorial digital frágil, esporádica y dependiente de lógicas algorítmicas. No es lo mismo contar con un equipo profesional en condiciones laborales adecuadas, que un equipo rotativo, precarizado y sin una línea editorial fuerte. Tampoco es comparable un medio cultural que busca situar debates públicos de interés político-cultural, que uno que necesita de likes retuits para sobrevivir. Considero que el rol de las instituciones públicas es mantener espacios editoriales críticos, sostenibles y con equipos de trabajo sólidos, que contribuyan a agregar complejidad discursiva en las sociedades”, afirma. 

Santiago y Palabra Pública, ambas revistas universitarias, son dos de los escasos medios de comunicación en Chile que no dependen de la publicidad y, por lo mismo, ni su contenido ni su existencia están supeditados a los intereses del mercado. A pesar de lo complejo que es el escenario para las publicaciones en papel, en particular luego de la pandemia, ambas revistas no han dejado de llegar al público. Pero no son las únicas: a principios de 2021, el Instituto Profesional Arcos se aventuró con la revista Agua Derramada. Para su director, el filósofo Ignacio Aguirre, uno de los principales desafíos ha sido la complejidad de llegar a nuevas audiencias: “Lo más difícil es poder gatillar el interés del lector/a actual, retener su atención. Hay una cierta comodidad, comprensible quizás por la enorme cantidad de información que circula, de quedarse en titulares o en artefactos de rápida comprensión, entonces una revista con reportajes y entrevistas a fondo corre el riesgo de quedar en la indiferencia”, dice. 

En esta misma línea, la editorial de la Universidad Católica del Maule rescatará Medio Rural, revista literaria fundada en 2015, dirigida por Cristián Rau y editada por José Tomás Labarthe, que dejó de publicarse en 2020 por falta de financiamiento. Con el apoyo de un fondo estatal y bajo el alero de la UCM, la revista volverá a circular, será semestral y tendrá más páginas. En paralelo, la revista argentina Anfibia, de la Universidad Nacional de San Martín —referente latinoamericano de periodismo narrativo—, prepara su aterrizaje en Chile este segundo semestre con la apertura de Anfibia CL.

Contra la precarización

En 2020, en plena pandemia, apareció La Palabra Quebrada, proyecto independiente de la V región que nació gracias a un Fondart, y que surgió como una reinvención de la desaparecida Grado Cero. Hoy, sin embargo, su subsistencia también pende de un hilo. “Nosotros nos financiamos a través de la concursabilidad estatal. Nos fue bien durante cinco años, pero este no. Tenemos recursos hasta el número 20. El futuro es complejo”, cuenta Cristóbal Gaete, editor de la revista. 

Es un hecho que parte del declive de las revistas impresas tiene que ver con las nuevas lógicas de circulación que ha planteado internet, como explica Tomás Peters: “Lo que ha hecho la pandemia es acelerar dos procesos: por una parte, forzar el desplazamiento de la prensa cultural a plataformas virtuales alojadas en medios tradicionales y, por otro, la expansión de emergentes y, muchas veces, esporádicos esfuerzos por realizar medios alternativos en redes sociales. Da la impresión de que las páginas web de revistas culturales han dado paso a formatos más rápidos, directos y ‘de nicho’ vía Instagram, TikTok u otras redes. Es una forma novedosa, pero tiene el problema de la fluidez e instantaneidad, en contraposición a un formato permanente y de consulta histórica”, explica.

Muchos ven en este nuevo escenario de mayor virtualidad una oportunidad para replantear las estrategias de producción y circulación del contenido cultural. Es lo que plantea Ignacio Szmulewicz, historiador del arte y colaborador de la revista La Panera, que se regala en distintas librerías y espacios culturales: “Hoy no existe tanto el rol que jugaban antes los editores de revistas, los directores de medios, los críticos, los articulistas”, opina. “También ha desaparecido el rol articulador que tenían los medios, ahora son más bien pequeñas células con sus comunidades que pueden ser grandes o pequeñas y que generan un diálogo bastante atomizado”, agrega Szmulewicz.

Pero esta situación plantea otros problemas, como el hecho de que la mayoría de estos espacios no tienen financiamiento y, por lo mismo, no pagan a sus colaboradores. El resultado de esto es que no solo se fomenta la precarización del trabajo periodístico, sino que además se convierte a la escritura en prensa en un pasatiempo que pueden ejercer solo quienes se lo pueden permitir. O quienes son movidos, como dice la ensayista Remedios Zafra, por el entusiasmo, gran motor de la industria cultural actual, el que, sin embargo, no asegura a los trabajadores culturales ni dinero ni un buen vivir. 

Hoy existen varios medios culturales en internet, como es el caso de la revista de cine laFuga, el portal POTQ, las revistas digitales BarbarieArtishockCulturizarte,Guión BajoOropel Origami; los sitios cinechile.cl o musicapopular.cl, entre otros. Sin embargo, una buena parte de estos espacios funcionan sin un financiamiento estable y en gran medida gracias a las ganas y voluntad de sus creadores y colaboradores.

Revista Hiedra, por ejemplo, sitio especializado en artes escénicas fundado en 2014, publicó en abril un texto en el que se advertía que de no mediar alguna política de financiamiento, el proyecto deberá cerrar: “Un medio de comunicación no puede funcionar con un presupuesto anual de seis millones de pesos. El único modo en que eso puede ocurrir es a condición de precarizar a sus trabajadores (…). Sencillamente da vergüenza lo que podríamos pagar luego de descontar los costos basales de operación: un sueldo mensual de 90 mil pesos, es decir, un cuarto del sueldo mínimo”, se leía. Por ahora, la revista no publicará textos y solo funcionará el podcast HiedraFM.

“Chile es un muy mal ejemplo de una sociedad que se hace llamar pluralista. Debería haber mayor cantidad de medios y formatos, más diversidad y con información de calidad. No se están abordando las labores de difusión ni de mediación cultural ni de formación de público”, opina Alejandra Delgado. Cristóbal Gaete, en tanto, es crítico de la manera en cómo funcionan hoy los medios de comunicación en un ecosistema cultural altamente permeado por las lógicas económicas. Pero, sobre todo, cree que hace falta una mayor descentralización. “Necesitamos medios que existan en todo Chile, no puede todo estar mediado por Santiago. En nuestras páginas mantenemos una relación equilibrada entre editoriales de Santiago y del resto de Chile”, comenta.

Un depósito de memoria

La crisis de la prensa cultural impresa trae aparejada la oportunidad de repensar el sentido de su existencia y la manera en que conecta con los lectores, lo que ha llevado a la exploración de nuevos formatos. La revista Arte Al Límite, fundada en 2001, se imprime mensualmente y se reparte a lo largo de Chile, pero complementa esa edición con material en el sitio web, donde cuentan con una galería virtual en la que incluso es posible comprar obras. Palabra Pública, en tanto, se ha convertido en un medio multiplataforma: a la revista impresa se suma un sitio web y un programa de radio y de televisión transmitido por Radio Uchile y por UChileTV. 

La periodista Sofía Aldea trabaja hace un buen tiempo en la generación de estas nuevas lógicas en el área editorial de distintas revistas. Estuvo en los comienzos de Viernes, la revista de La Segunda, y luego, junto al fotógrafo Cristóbal Palma y el diseñador Rodrigo Bravo, fundaron la revista Mármol, publicación semestral centrada en las historias de personas y sus entornos creativos. “Lo complejo de participar en un medio cultural es encontrar una forma de narrar la época que sea interesante. Para eso, hay que pensar fuera de lo establecido y proponer formas creativas de generar temas que apunten a relacionarnos y a entregarles herramientas a las personas que nos leen”, sostiene la periodista. “La cultura abre nuestras cabezas, plantea nuevas miradas. Nos permite reflexionar, cambiar de opinión, enfrentarnos a nuevas ideas y cuestionarnos las cosas. Eso es clave para el desarrollo de las sociedades”.

Tomás Peters profundiza en este punto: “La prensa cultural contribuye a los procesos deliberativos de una sociedad. Esto significa dar cabida a voces críticas, así como también a aquellas que buscan pensar estética y simbólicamente un país”. Y agrega: “Las revistas de difusión cultural han servido históricamente como un depósito de memoria simbólica de una sociedad. En ellas la contingencia se entrelaza con discusiones de época: la oferta cultural de ese momento sirve como insumo para reflexionar sobre procesos sociales más amplios. Por ello, cuando los historiadores culturales quieren introducirse en un periodo del pasado, generalmente estudian las revistas culturales, porque en ellas se debaten los imaginarios de época”. 

Hilar géneros, hilar destinos

«Su fino sentido del relato, de los tiempos y de los ritmos de la escena la han convertido en un referente. El trabajo de Heidrun Breier, a fuerza de insistencia y persistencia, ha logrado un lugar destacado en la escena contemporánea», escribe Mauricio Barría sobre el trabajo de la directora chileno-alemana, que estrenó Las amantes en el TNCH.

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Rosa Devés: «La educación pública es una forma de habitar el país»

En sus más de cinco décadas en la Universidad de Chile, la nueva rectora ha visto en primera fila la historia reciente del país y sus efectos en la educación pública. Científica, admiradora de las nuevas generaciones y preocupada por el sentido de comunidad, Devés ha sido pionera en innovaciones vinculadas a la educación en ciencia y a la inclusión en el acceso a la educación superior. “Las diversidades siempre han estado en la universidad, pero hemos sido muy ciegos a ellas”, advierte.

Por Sofía Brinck y Evelyn Erlij

Los tiempos de las mujeres todavía avanzan de forma más lenta que los de los hombres. Basta con hacer un poco de memoria: recién, hace poco más de veinte años, empezó a ser habitual ver presidentas liderando países o mujeres en cargos de gran importancia. “Son una clara minoría, pero también son más”, dice la reconocida historiadora Mary Beard en el libro Mujeres y poder, donde también señala otro hecho innegable: que si los discursos —mediáticos, políticos— tienden a destacar “la llegada” de mujeres a cargos de poder, es porque aún son percibidas como elementos ajenos a él; como si estuvieran “apoderándose de algo a lo que no tienen derecho”.

Cuando se conocieron los resultados de las elecciones por la rectoría de la Universidad de Chile, el pasado 12 de mayo, los medios de comunicación se dedicaron justamente a destacar que la ganadora, Rosa Devés Alessandri, es la “primera rectora” en los 179 años de historia de la Casa de Bello. Se trata de un gran hito, sin duda, pero la carrera que ha construido la bioquímica y Profesora Titular de la Facultad de Medicina es imposible de reducir en esa etiqueta. Destacada científica, su trabajo en el campo de la fisiología celular y los mecanismos de transporte en membranas biológicas ha sido reconocido nacional e internacionalmente, y le valió la incorporación como Miembro Correspondiente en la Academia Chilena de Ciencias en 2003. 

Su camino profesional comenzó en la década del sesenta, cuando aún no era tan común que las mujeres ingresaran a la educación superior —hacia el año 1960, solo ocho mil chilenas tenían estudios universitarios—, menos aún a carreras científicas.

—Siempre tuve claro que iba a entrar a la universidad, nunca fue una cuestión ni siquiera discutida. Es cierto que entre las mujeres de mi colegio, de mi generación, la mayoría entró a estudiar Pedagogía. Mi proyecto de niña era estudiar Ingeniería, pero esto cambió al despertar el interés por la ciencia. Fue una decisión importante que tomé bien sola y que fue difícil. Mi padre fue decano de Ingeniería en la Universidad Católica por nueve años, hasta 1967, y yo entré en 1968 a la universidad. Crecí y me desarrollé intelectualmente con este padre decano, y eso, junto con una vocación por las matemáticas, era el camino que uno iba a seguir, el camino del padre. En ese sentido, entrar a la Universidad de Chile y a una carrera distinta representó una decisión importante, autónoma y difícil. No fue un camino trazado. 

¿Cuál era su visión de la universidad cuando llegó por primera vez? ¿Qué esperaba de ella? 

—La profesión científica era algo muy nuevo en ese momento, la carrera de Bioquímica solo tenía ocho años. Hasta entonces, quienes se dedicaban a la ciencia profesional venían de profesiones como Medicina, Agronomía, Odontología o Ingeniería, y formarse específicamente en ciencia era bastante nuevo. Una entraba en modo de estudio, no tenía tanta conciencia de que ingresaba a esta institución tan importante y de riquezas diversas. Era entrar a un mundo nuevo, sin mucha claridad, porque una venía a sumergirse en esta forma de estudiar, de mirar el mundo, de comprender la naturaleza. Era como una ventana abierta, ya que nadie en mi familia se había dedicado a la ciencia. 

¿Cómo fue hacerse un espacio en entornos históricamente masculinos, como la política universitaria o la academia? 

—Por el camino que me correspondió, tuve que luchar menos con esos prejuicios. Las carreras científicas son bastante democráticas. Es un conocimiento que se desarrolla en base a evidencias, a información muy objetiva que te va dando voz y presencia. Puede ser difícil llegar, pero una vez que estás ahí, son carreras en las que, en general, hay democracia, incluso intergeneracional. No sentí discriminación desde el punto de vista de género, tampoco sentí en absoluto que tuvieran más voz los hombres. Éramos bastantes mujeres, y el Departamento de Fisiología y Biofísica, el área de la Facultad de Medicina donde luego desarrollé mi carrera académica, era un lugar con liderazgos importantes de mujeres que se anticiparon, que hicieron el trabajo para que llegáramos nosotras. Tuve una vida particular en ese sentido, soy muy consciente de que no represento el común, y eso posiblemente tiene mucho que ver con que yo esté aquí hoy. Sé que no era igual en todas partes, porque había departamentos en la misma facultad donde la situación era distinta. La carrera científica es de mucho esfuerzo y sacrificio a nivel familiar, sin duda. En el espacio laboral, no había desigualdades fuertes, pero cuando se considera la vida integralmente sí, porque la ciencia es una carrera de una entrega muy intensa y esto es difícil de abordar cuando se tiene hijos y familia. Y ahí, sin la ayuda y el sacrificio de otras mujeres, de la madre, de las trabajadoras del hogar, no habría sido posible el desarrollo que tuvo mi carrera. 

Dentro de la universidad le tocó vivir la Reforma Universitaria, el tiempo de la Unidad Popular, el golpe, la dictadura, el retorno a la democracia. ¿Cómo han impactado estos distintos momentos históricos en su forma de concebir la universidad pública? 

—Han sido esenciales. Uno crece y se desarrolla constantemente en la universidad, el aprendizaje es permanente. Yo viví estos 50 años en la Universidad de Chile. Ingresé como estudiante durante la reforma, entonces no solo se entraba a esta institución que representaba un mundo complejo y diverso, sino también a un espacio que se estaba cuestionando para alcanzar una mayor democracia universitaria. Estaban pasando cosas parecidas a las de hoy al interior de una universidad que se debe a la sociedad. Uno venía con un compromiso con el estudio principalmente, y cuando te incorporabas, te empezabas a dar cuenta de que serías parte de una serie de cambios, de algo mucho mayor. Esta voluntad de cambio estaba impulsada en gran parte por los estudiantes y  los académicos jóvenes. A poco andar, cuando la reforma se estaba estableciendo, vino el golpe, la gran tragedia nacional. 

¿Cómo fue vivirlo en la universidad? 

—Al ser la Facultad de Química y Farmacia más pequeña y de corte científico, el efecto no fue tan dramático como en las Humanidades y las Ciencias Sociales. Pero fue un choque terrible pasar de estar en una universidad que era de Chile a una universidad intervenida. El año 74 me fui al extranjero a hacer mi doctorado y posdoctorado, y volví a fines de 1980 como académica a vivir con mucha intensidad la recuperación de la democracia. Esto marcó mucho mi compromiso con la institución y con el país, porque la Universidad de Chile jugó un rol muy importante en la recuperación de la democracia, no solo la nacional sino también interna, porque todas las autoridades eran hasta entonces designadas. Es difícil para las generaciones más jóvenes entender lo que vivimos con autoridades que eran no-autoridades, como los rectores delegados, los decanos designados. Aprendimos a convivir con reglas propias, sin establecer vínculos con la autoridad, porque no la reconocíamos. Somos una generación que creció con una valoración muy fuerte por la autonomía universitaria.

¿Cómo cree que esa experiencia influirá en su rectorado? Especialmente en la relación con los jóvenes. 

—Creo profundamente en el valor de la comunidad, la universidad se debe a ella. Un trabajo importante que tenemos que hacer es fortalecer los vínculos con las generaciones más jóvenes y hacernos cargo de la formación que requieren en el mundo de hoy. Una formación que les haga sentido, que no disocie el compromiso político con el aprendizaje de una disciplina, sino que logre integrar ambas cosas. Eso implica una forma distinta de enseñar, un espacio de enseñanza-aprendizaje diferente, más situado en los contextos reales. Implica abrir la universidad a la sociedad, no solamente en el discurso, sino que en la interacción real. Esto requiere de muchos cambios que son esenciales para que la educación nos prepare para un futuro incierto y complejo. 

¿Qué le sorprende de las nuevas generaciones?

—Tengo mucha admiración por ellas. Si vemos los cambios que están ocurriendo en el país, las y los jóvenes, en general, y los universitarios, en particular, han cumplido roles muy importantes impulsando procesos con alto impacto social y político. Esto no es algo generalizado en el resto del mundo. La generación que hoy dirige el país estaba hace muy poco en la dirigencia estudiantil en la Universidad de Chile. Sin embargo, por lo mismo y con mucha honestidad, me preocupa que se debilite la organización estudiantil en la universidad. Debemos apoyar a las organizaciones que hoy desarrollan distintos proyectos, conocerlas, comprender sus anhelos y preocupaciones, establecer vínculos, relacionarnos más profundamente con los y las jóvenes, con nuestras y nuestros estudiantes. A ellas y ellos nos debemos, les necesitamos, les necesita el país y la universidad. 

Inclusión y diversidad

Rosa Devés no solo ha sido testigo y protagonista del último medio siglo en la historia universitaria, ocupando cargos clave como la Prorrectoría, la Vicerrectoría de Asuntos Académicos, la primera dirección del Programa de Doctorado en Ciencias Biomédicas y la subdirección del Instituto de Ciencias Biomédicas. También ha sido pionera en temas como la inclusión y equidad en el ingreso en la educación superior, ámbito al que le ha dedicado los últimos ocho años, siendo uno de sus mayores logros la creación del Sistema de Ingreso Prioritario de Equidad Educativa (SIPEE), una vía especial de acceso de estudiantes del sistema escolar público a la Universidad de Chile. 

En paralelo, una de sus grandes preocupaciones ha sido fomentar un cambio de paradigma en la enseñanza de las ciencias en las aulas, lo que la llevó no solo a participar en la reforma curricular de 1996-2002, sino también a fundar junto a Jorge Allende el Programa de Educación en Ciencias basada en la Indagación (ECBI) para la Enseñanza Básica. Detrás de esta inquietud, está la idea de dejar de ver la ciencia como un mundo lejano e inalcanzable habitado por personas de bata blanca, sino de entenderla como una forma de acercarse al mundo y hacerse preguntas, es decir, como una forma de pensar y no como el resultado de un experimento en un laboratorio.

—Una escuela fundamental en este ámbito ha sido la experiencia de trabajar en la innovación de la educación en ciencias a nivel escolar. Mi aproximación se inicia el año 2000, cuando tuve la oportunidad de colaborar con el Ministerio de Educación en el primer currículum posdictadura. Luego, en 2003, iniciamos el ECBI, un proyecto que ha marcado fuertemente mi vida, orientado a innovar la educación en ciencia a nivel escolar, de manera que la ciencia se aprenda a través de la indagación, del descubrimiento; no desde un libro. Científicos y profesores hemos trabajado juntos, orientados por el objetivo de que la actividad científica prepare para ejercer una ciudadanía responsable, ya que la ciencia, junto con la comprensión, nos entrega habilidades y actitudes esenciales en la vida. Los niños son universalmente curiosos, y esa fuerza debe aprovecharse para el aprendizaje de la ciencia. La actividad científica es una escuela de convivencia. 

¿En qué sentido?

—Porque hacemos una pregunta en colectivo, la depuramos, planteamos una forma en que vamos a buscar una respuesta y generamos información. En el momento en que tienes una explicación científica, la pones en discusión, y a partir de eso surgen nuevas preguntas. Hay una relación de honestidad con el dato, de respeto con el otro, de discusión en base a evidencia, que es muy formativa para la vida y tiene un profundo contenido humanista. Este programa sigue siendo muy influyente, y se ha expandido a lo largo de Chile.

Un cambio de paradigma que usted ha impulsado al interior de la universidad han sido los programas de inclusión. Hoy hay mucha más diversidad en las aulas.

—Las diversidades siempre han estado en la universidad, pero hemos sido muy ciegos a ellas. No todos los jóvenes eran iguales ni venían con la misma formación, pero queríamos creer que era así. Había incluso un cierto prejuicio al decir que por ser una universidad pública, basta poner un pie acá para que todos seamos iguales, sin considerar que las preparaciones académicas eran diferentes, que algunos jóvenes se demoran dos horas en llegar a clases y otros 15 minutos, y que quien se demora dos horas venía con frío y otros no. Lo que han hecho los programas de inclusión no es solo abrir la puerta a miles de jóvenes que antes estaban excluidos, sino también, nos ha hecho más conscientes de que debemos preocuparnos de atender las diferencias. Con ellos la Universidad ha asumido de manera más seria su responsabilidad, y de ahí surgen los sistemas de acompañamiento y apoyo que han sido muy transformadores. Poner la diversidad al centro, como valor de la Universidad de Chile, también tensiona la forma en que entendemos la educación, y por eso nuestro modelo educativo y nuestro plan de desarrollo institucional han ido cambiando. 

¿Qué lugar tendrá la cultura en su rectorado?

—Estamos comprometidas en que tenga un lugar central, tanto aquella que tradicionalmente la Universidad de Chile ha resguardado y desarrollado para el país, como las nuevas formas de expresión cultural. Vicuña Mackenna 20 será un motor de cambio, porque por fin se dotará al Centro de Extensión Artístico y Cultural de la casa que vienen esperando hace 80 años, en un lugar tan emblemático de Santiago, además, que hay que recuperar. También está Carén, donde habrá una integración de saberes entre las ciencias y las humanidades, y, por supuesto, está la Facultad de Artes, un espacio académico que admiro mucho y que requiere de nuestro apoyo. Igualmente estamos comprometidas con la instalación de la Plataforma Cultural del Campus Juan Gómez Millas y el importante vínculo con el entorno que se va a generar desde ahí.

Volviendo al inicio de esta entrevista, ¿qué cree que le dio la educación pública cuando era estudiante y qué cree que necesitamos recuperar de ese modelo?

—Me permitió entrar a Chile. Venía de la educación privada, y al incorporarme a la educación pública en la Universidad de Chile sentí que entraba al país realmente; sentí que iba al encuentro de otros y otras en las mismas circunstancias y con un objetivo común. Eso es lo que me dio, y lo que soy, desde el punto de vista intelectual y científico, se lo debo a esta Universidad; soy producto de ella. Hoy estamos en un momento crucial para recuperar y fortalecer esos valores. Es lo que hemos promovido desde las universidades estatales en general: la comprensión de la educación pública como un sistema, que incluye todos los niveles de la educación y se hace cargo del derecho a la educación a lo largo de la vida. Es decir, la educación pública como una forma de habitar el país.

Un museo de fronteras

En sus 75 años de vida, el MAC se ha convertido en un espacio esencial de las artes en Chile, un lugar de resguardo del patrimonio material e inmaterial, pero también de la exploración y experimentación propias de la práctica artística. Daniel Cruz, actual director del museo —pilar histórico de la política cultural de la Universidad de Chile y hogar de obras de Roberto Matta, Nemesio Antúnez, Matilde Pérez o José Balmes—, reflexiona sobre la importancia de esta institución, que desde sus comienzos ha buscado poner “en crisis las narrativas hegemónicas y los textos estancos”.

Por Daniel Cruz Valenzuela

Hace unas semanas tuve una conversación con Guillermo Núñez, Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 y director del Museo de Arte Contemporáneo en los años 1970 y 1971. Hemos compartido bastante en este último tiempo, lo que me ha permitido observar y comprender con mayor claridad el espacio que hoy habito, como también la propia obra y sentir de un artista generoso, constante, riguroso y sensible. Una conversación que, espero, no tenga prontitud en concluir por su riqueza y franqueza, y que ha incluido el recorrido por diversos conceptos y hechos que me han permitido comprender el rol que el MAC tiene improntado. Y también de cómo en el pasado el campo cultural era un asunto de Estado, en tanto que los artistas movilizaban aspectos de gran sentido social. 

A inicios de los setenta, y en el contexto de un MAC situado en el “Partenón” de la Quinta Normal, Guillermo Núñez, a la cabeza de la institución, observó que existía un grupo de personas que no ingresaban al museo. La distancia estaba dada por un reluciente piso, encerado y abrillantado, que alejaba a los descalzos que eran habituales en la época. Ante esto, Núñez instruyó no abrillantar el piso, acción que permitió un acercamiento de los descalzos de la Quinta a las obras expuestas. Un relato afectivo y concreto, el cual evidencia el lugar de observadores/actores de nuestro espacio/tiempo. 

¿Es posible alejarnos de esta impronta? 

El Museo de Arte Contemporáneo cumple a mediados de agosto 75 años, surcando un recorrido sobre nuestro acontecer cultural y patrimonial, que nos recuerda el foco de interés nacional que fue proyectado desde sus inicios, y su inédito carácter como el primer museo latinoamericano de arte contemporáneo. Al releer las palabras del discurso de inauguración del MAC, expuestas por el rector Juvenal Hernández en 1947, se constata una premisa que funda el acto de apertura en el estímulo de las artes para propender a su desarrollo como una preocupación constante de la Universidad de Chile. Esto se sustenta en que las artes han demostrado ser parte constituyente de la vida republicana. Se trata de una declaración cuyo eco hoy resuena con pertinencia en un momento en que estamos mirándonos y repensando el acuerdo ciudadano sobre el cual queremos proyectarnos como país. 

Edificio Partenón

Hoy el MAC se propone ser un espacio público e inclusivo —tangible y en línea— que busca promover la diversidad de miradas, donde convergen la tradición y lo experimental. Un lugar de resguardo del patrimonio, material e inmaterial de una nación, como también de la incuestionable proyección de la exploración y experimentación que surge de la práctica artística. Comprendiendo y expandiendo su compromiso de ser un espacio bisagra, un lugar articulador, de gran interés extensional de la labor universitaria, como también del encuentro con audiencias y públicos diversos que buscan conectarse con un hacer que en muchas ocasiones sugiere un lugar de especulación de sentidos. Un espacio que conversa con el acontecer epocal, poniendo en crisis las narrativas hegemónicas y los textos estancos, difuminando los bordes fronterizos del conocimiento desde un pensamiento sensible. 

Esto nos lleva a preguntarnos sobre la requerida conversación hacia el interior de la universidad, sin olvidar el rol de referente ante la comunidad cultural del país y la región. Un doble diálogo que intersecta al quehacer del MAC, ya que al señalar que somos un museo universitario estamos imprimiendo una condición de vínculo estrecho con la generación de nuevo conocimiento, creativo y crítico, el cual debe tener una correspondencia con diversas disciplinas que componen nuestro acervo histórico e intelectual. Pensar lo que no ha sido dicho, y nombrar lo que ha sido olvidado. Esto requiere diversas estrategias convocantes, aceleradores de sentidos que deben ser proyectados hacia el interior de nuestra matriz universitaria, para permitir una inscripción más allá del campo cultural. 

Edificio Partenón

Un enfoque es fortalecer el diálogo sur-sur, que nos moviliza a reconocernos en una acción de orden identitaria, con el lenguaje y sus sonoridades como soporte de particularidades; los Andes como columna vertebral de diversidades y de nuestras urgencias como espacio de encuentro colectivo. De esta forma, al reforzar nuestro compromiso con el desarrollo del conocimiento universal, estamos actualizando nuestra condición de contemporaneidad, para exigirnos un salto al vacío sobre lo que no conocemos, sobre lo que debemos explorar en base a una hoja de ruta que se sustente en la misión universitaria que acoge a las prácticas tradicionales, como también a las inéditas y emergentes. Así, nuestro museo será reflejo de un lugar de constantes enigmas, de experiencias que se solapan con las diversas inscripciones disciplinares, interdisciplinares, y si queremos arriesgarnos, indisciplinares. Para reforzar su papel fronterizo, proponiendo espacios interconectados, donde la convergencia no deviene aplanamiento o colapso de planos de sentido, sino más bien un lugar de lo no ilustrado, de lo que debemos construir de manera colectiva, un asunto que podría pensarse ajeno a la tradición, pero no lo es. Justamente, de la premisa universitaria se refuerza nuestro rol de interés nacional, el cual ha transitado por los diversos derroteros, explícita o implícitamente, con el Estado, con las comunidades culturales, con los y las artistas. 

Es requerido seguir fomentando una actividad transversal, amplia, diversa y expresiva, para cumplir nuestro papel frente al país y que hoy toma total actualidad en el momento de reinscripción de miradas con el cual estamos conviviendo. Un rol que, a la vez, ha sido parte de cómo la Universidad de Chile ha entendido un enfoque de correspondencia con las necesidades de un Estado-nación que nos compromete éticamente. 

Inauguración 1947

Son 75 años que han cruzado nuestra historia cultural y política, por lo que el MAC ha sido un testigo ineludible de las derrotas y futuros posibles que hemos construido y que queremos construir, como universidad y también como país. No hemos estado ajenos al acontecer de nuestro Chile, como tampoco a la confrontación de sentidos de lo que denominamos cultura, patrimonio y contemporaneidad. Reflejo de esto es nuestro acervo de obras. Más de 3 mil 200 obras forman parte del repertorio que nos conecta con nuestra identidad cultural.

Nuestro rol universitario debe tener un correlato con estos tiempos, para subsanar las fisuras que emergen en una sociedad que requiere que estemos comprometidos en compartir y conectar a las personas con las diversas expresiones de las artes, del conocimiento expandido; para proyectar ideas, pensamientos y acciones que se sustenten en el respeto y la generosidad. Quizás la paradoja está en que hemos abrillantado demasiado el piso. Y frente a ese piso reluciente, lo que requiere un espacio universitario como el MAC es corregir el punto de vista, para que en el cambio de la radial de observación abordemos los enigmas de nuestro tiempo con un sentido colectivo y con una fuerte proyección externa, para que uno de los espacios extensionales por excelencia de la Universidad de Chile sea reflejo de una nación que se reconstruye.

Ley Adriana: Por el fin de la violencia obstétrica

Maltrato verbal, intervenciones no recomendadas e incluso violencia psicológica son algunas de las experiencias que han vivido muchas mujeres durante el preparto, el parto y el posparto. Hoy, la violencia obstétrica se traduce, entre otras cosas, en la “medicalización y patologización de procesos naturales, un trato deshumanizador, y la negación de la autonomía de las mujeres para decidir sobre sus cuerpos y su sexualidad”, escribe Marcela Ferrer-Lues, académica, socióloga especialista en salud pública y género. De aquí la importancia y urgencia de la aprobación de la Ley Adriana, que busca proteger a mujeres, personas gestantes, recién nacidos y parejas.

Por Marcela Ferrer-Lues

El momento del parto ha sido históricamente celebrado. Se suma un nuevo integrante a la familia, lo que hace posible la trascendencia que buscamos como seres mortales. Decimos que llega “con la marraqueta bajo el brazo”, aludiendo a la prosperidad que trae consigo. En las sociedades agrarias, significaba otro trabajador que en pocos años aportaría a la economía familiar, más aun si era varón. También decimos que “todo niño es una bendición”, buscando omitir las circunstancias que llevaron a ese nacimiento, especialmente si se trató de un embarazo no deseado o no buscado. A fin de cuentas, todo parto es la celebración de la vida misma, la demostración de que somos capaces de perpetuarnos como sujetos y especie.

Las circunstancias que acompañan a los embarazos y partos no son siempre, sin embargo, eventos afortunados. Algunos embarazos se producen por violencia sexual, tema sobre el cual la sociedad chilena avanzó hace pocos años, al despenalizar la interrupción voluntaria de los embarazos resultantes de una violación. En el caso del parto, en mayo recién pasado la Cámara de Diputados aprobó el proyecto conocido como “Ley Adriana”. Se inspira en el caso de Adriana Palacios, quien con 19 años dio a luz a su hija sin vida en el Hospital de Iquique, en 2017. Durante más de dos semanas, Adriana sintió que necesitaba atención y la solicitó reiteradas veces, sin ser escuchada ni considerada por el personal de salud, que argumentó inexistencia de signos clínicos que justificaran su hospitalización. La joven fue devuelta a su casa en varias ocasiones, en una cadena de actos negligentes que culminaron en una cesárea de emergencia, producida después de intentar sin éxito un parto vaginal.

En lugar de vivir un momento de celebración y alegría, la joven fue objeto de múltiples maltratos, como también de violencia física y psicológica, que le dejaron profundas secuelas. La iniciativa legal inspirada en el caso busca que ninguna mujer pase por lo que ella vivió.

Las circunstancias que derivaron en la muerte de su hija están lejos de ser excepcionales. Los partos, en su gran mayoría, se califican como “exitosos”, pues concluyen con la madre y su hija o hijo en buenas condiciones físicas. Sin embargo, se sabe que durante el parto un número importante de mujeres sufre diversos tipos de maltrato verbal, tales como represión a las expresiones de dolor, amenazas, uso de lenguaje grosero, sarcástico o humillante (“¿no te gustó abrir las piernas?”). Además, existe una amplia utilización de intervenciones no recomendadas, tales como episiotomías sistemáticas, maniobra de Kristeller, cesáreas sin justificación, rotura de la membrana, monitoreo fetal constante, uso de oxitocina sintética para producir y acelerar las contracciones uterinas, tactos vaginales reiterados, entre otras.

El problema radica en que estas intervenciones se aplican de manera rutinaria, sin discriminar su necesidad, y sin el consentimiento libre e informado de las mujeres. Todo esto ocurre principalmente en establecimientos públicos, pero también privados. A punto de convertirse en ley, la “Ley Adriana” será la primera iniciativa en Chile que reconoce oficialmente la violencia obstétrica, fenómeno que existe desde que el parto dejó de ser territorio de parteras y pasó a ser atendido en hospitales por profesionales especializados, lo que comenzó a instalarse con la expansión de la biomedicina en el siglo XIX.

Un reconocimiento necesario, pero tardío

Consolidada en Chile durante el siglo XX, la atención hospitalaria permitió que el parto dejara de ser un evento riesgoso, contribuyendo a disminuir la mortalidad materna e infantil. No obstante, instaló también un conjunto de prácticas que implican la apropiación del cuerpo y de los procesos reproductivos de las mujeres por parte del personal de salud. El resultado ha sido la medicalización y patologización de procesos naturales, un trato deshumanizador, y la negación de la autonomía de las mujeres para decidir sobre sus cuerpos y su sexualidad. Se trata, en definitiva, de un viejo problema presente en todo el mundo, que solo recientemente ha sido reconocido.

Por ejemplo, el 13 de julio de este año el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer de las Naciones Unidas publicó una resolución calificando como violencia obstétrica una denuncia presentada en contra del Estado español. Por ello, recomendó a ese Estado indemnizar a la víctima para reparar los daños físicos y psicológicos, y también implementar intervenciones en el sistema de salud y judicial orientadas a respetar la autonomía de las mujeres y su capacidad para tomar decisiones informadas sobre su salud reproductiva. Se trata de la segunda vez que Naciones Unidas advierte al Estado español de un caso de violencia obstétrica, la primera en 2020.

La Ley Adriana se orienta a erradicar la violencia obstétrica mediante acciones en línea con estas recomendaciones. Se trata, a todas luces, de un avance en los derechos de las mujeres y las personas gestantes, como también de la sociedad chilena en su conjunto. Sin embargo, considerando que la violencia obstétrica comprende prácticas de larga data realizadas en todo el mundo, resulta inevitable preguntarse por qué hemos tardado tanto en reconocer e intervenir sobre estas prácticas y por qué, en pleno siglo XXI, continúan realizándose.

Contra el paternalismo médico

Como todo fenómeno social, la violencia obstétrica y su invisibilización se explican por múltiples razones. La maternidad se ha construido por siglos como el ideal de realización de las mujeres, constituyéndose en el mandato que desde pequeñas define sus proyectos de vida. Las mujeres que deciden no ser madres, tan legítimo como decidir serlo, son vistas como mujeres incompletas. Las bondades de la maternidad son enfatizadas, mientras se ocultan todas las dificultades, costos y dolores que conlleva, siendo a lo más asumidas como un sacrificio necesario sobre el cual apenas hablamos.

Solemos decir que la vida cambia con la maternidad, pero no hablamos de lo que significa el parto, de la situación que enfrentaremos y las opciones que tenemos. A fin de cuentas, al final del embarazo el parto será inevitable. Más vale asumir y entregarse, recordando lo que escuchamos tantas veces desde niñas: “parirás a tus hijos con dolor”. Esto afecta a todas las mujeres, pero principalmente a las más pobres, que cuentan con menos educación y recursos para acceder a información de calidad, y con escaso margen para dialogar y acordar con su médico tratante. Terreno fértil para el paternalismo médico, instalado en nuestro sistema de salud desde sus orígenes y reforzado por la hegemonía de la biomedicina, que releva a un segundo plano los aspectos sociales, psicológicos y culturales.

La Ley Adriana vendrá también a reforzar los procesos de autonomía para la toma de decisiones libres e informadas, sumándose a iniciativas como la ley de deberes y derechos de las personas en salud, que poco a poco van permitiendo cambiar subjetividades y prácticas.

Por último, no debiera sorprender que una parte importante de las mujeres que hemos vivido un parto nos estemos enterando desde hace poco que fuimos objeto de distintos grados de violencia obstétrica. Se trata de una de las violencias más naturalizadas, que afortunadamente comenzamos a visibilizar. Informar a las personas sobre sus derechos en atención en salud, especialmente a las más jóvenes, e introducir perspectiva de género y derechos humanos como materia obligatoria de los currículos de las carreras de la salud, son pasos imprescindibles. Con ello, avanzaremos en generar el cambio institucional y cultural para que esta violencia no siga replicándose cotidianamente en nuestro país.

Nuestra imagen proyectada al futuro

«En este número de Palabra Pública nos propusimos ampliar el tema constitucional hacia una discusión de época: el texto de la nueva Constitución, y el debate que trajo consigo, esconden los deseos, las inquietudes, los miedos y las esperanzas que mueven al Chile de estos tiempos. Son el reflejo de un país soñado, con los discursos que nos acompañarán en las próximas décadas», escribe la vicerrectora Pilar Barba en sus primeras palabras como directora editorial de nuestra revista.[…]

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