Una inesperada coincidencia convirtió a la capital en escenario de eventos dedicados a la llamada música clásica. Fuese en un galpón o en un teatro, los santiaguinos llenaron salas para escuchar obras de compositores como Beethoven, Bach, Mahler y Strauss; una prueba de que los clásicos pueden “habitar cualquier lugar y seducir a cualquier tipo de público”.
Por Cristóbal Chávez | Foto: ED.cl
La celebrada participación del tenor italiano Andrea Bocelli en el Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar 2024 convenció al público, a la prensa y a la crítica de que la música de tradición escrita —docta, clásica, culta o el adjetivo que prefieran— puede habitar en un espacio popular, fuera de la pompa de un teatro; puede ser transmitida por televisión abierta y pública con éxito e, incluso, puede ser de gusto masivo.
Durante el pasado mes de abril, esta premisa se nutrió con un variopinto de eventos que tuvieron a la música clásica como punto de encuentro, de celebración y de ensoñación en salones y teatros tradicionales, pero también en espacios poco convencionales como un galpón en el barrio Matta Sur, en la comuna de Santiago.
En una bodega de techumbre alta y vigas metálicas, en la calle Santa Elena, a pasos del metro Ñuble, se celebró el 20 de abril la segunda versión del proyecto Clásica no Convencional (CNC), un ciclo que arrancó este año impulsado por el Solístico de Santiago y que busca que batutas y contrapuntos colonicen espacios inusuales. Para esta versión, las entradas gratuitas disponibles el día antes de la función se agotaron en cuatro minutos.
El pianista Alejandro Reyes interpretó desde un segundo piso, frente a una multitud boquiabierta, Tocatta y fuga en re menor de Johann Sebastian Bach (1685-1750). Su órgano transportó a los asistentes a una catedral barroca y atronó desde las sillas hasta las almas con las insignes notas de esta pieza. El galpón, que antiguamente funcionó como una fábrica y, luego, como centro de abastecimiento, posee una acústica similar a las iglesias europeas, por sus amplios espacios, y comparten la gélida sensación térmica atenuada por el calor de la música.
Reyes también ejecutó Apparition de l’église éternelle del francés Olivier Messiaen (1908-1992), otra pieza por excelencia para órgano. El maestro de ceremonia fue el director chileno Paolo Bortolameolli quien, con zapatillas y un atuendo más relajado comparado al que nos tiene acostumbrados cuando dirige en los teatros más importantes del mundo, explicó desde la fenomenología de los instrumentos hasta las historias tras las obras musicales. Su estilo está cada día más cerca del rol pedagógico que caracterizó al compositor, pianista y director estadounidense Leonard Bernstein (1918-1990); el chileno hasta tuvo tiempo para preguntarle al público cuestiones como qué es un concierto.
En el primer piso, en una tarima rodeada por los asistentes, se interpretaron otras piezas de Messiaen, Bach y el italiano Tomaso Albinoni (1671-1751), estas últimas acompañadas por la virtuosa orquesta Solístico de Santiago, conducida por Bortolameolli. Cada nota, sus pausas, intensidad y velocidad interactuaba con un diseño de iluminación proyectado, que cambiaba de colores y formas evocando un prisma. Estuvieron presentes en todo el concierto, iluminaron el oscuro galpón de la noche santiaguina y transformaron el recital en una experiencia multisensorial.
Se trató de una experiencia única e inolvidable con la música clásica como protagonista y motor de los chiflidos y estruendosos aplausos, que se superponían con las copas levantadas por los emocionados asistentes, con los que celebraron el cierre de esta segunda versión de “Clásica no convencional”. Por unas horas, el barrio Matta Sur, usualmente estigmatizado en los medios de comunicación, fue desintoxicado de la crónica roja por compases y solos de violín.
Unos días después, el 26 y 27 de abril, Santiago vivió un festival involuntario de música clásica. La Orquesta Sinfónica Nacional de Chile cerró su Ciclo de Grandes Quintas con la compleja Quinta Sinfonía de Gustav Mahler (1860-1911). La batuta estuvo a cargo del maestro venezolano Rodolfo Saglimbeni, un profundo conocedor de la obra del austro-bohemio y director titular de esta orquesta. Saglimbeni, afable y generoso con su conocimiento, trabaja con las partituras más fidedignas de las sinfonías de Mahler. Cuando dirigía en Venezuela, le pidieron ser el asistente del excéntrico multimillonario estadounidense Gilbert Kaplan, quien no sabía absolutamente nada de teoría musical, pero estaba obsesionado con la Segunda Sinfonía de Mahler, lo que lo empujó a pagarle a profesores para que le enseñaran a dirigir esta obra. Tras sus primeros éxitos como conductor, se transformó en el fetiche de las orquestas. En Venezuela, Saglimbeni fue su asistente para que dirigiera esta sinfonía, conocida también como Resurrección. En agradecimiento, el empresario norteamericano le dio una copia de la partitura original, que compró con su fortuna.
Estas partituras desnudan la obsesión de Mahler para definir cómo se deben interpretar sus sinfonías. En la Quinta, le recuerda al director y a la orquesta reiteradas veces que no deben correr. ¡No corra!, repite en el texto para que no aceleren. Y con esa alma, Saglimbeni la condujo los últimos días de abril en el Teatro de la Universidad de Chile, probablemente uno de los lugares con mejor acústica de Santiago y sin puntos ciegos; ideal para ver con detalle los pizzicatos de los violines o el sutil toque de gong. Quizá el público no sepa el nombre de esta sinfonía, pero puede que identifique sus compases gracias a sus apariciones en la cultura popular. En la exitosa serie argentina Okupas (2000), el protagonista le pide a un grupo de músicos que la toquen en un baño, mientras que el adagietto de esta sinfonía logró fama mundial gracias a sus reiteradas apariciones en Muerte en Venecia (1971), la película de Luchino Visconti. Este filme, junto a otros episodios históricos, como su interpretación por Bernstein en el funeral de Robert Kennedy, han hecho que se le asocie a la muerte. Sin embargo, es una declaración a la vida, a la pasión, al éxtasis, al amor. Así fue interpretada por la Orquesta Sinfónica, que recibió estruendosos aplausos y vítores, entre ellos del mismo Bortolameolli, quien se encontraba entre la audiencia. Esta sinfonía fue antecedida por el osado arreglo de Mahler a la conocidísima Aria de la suiter n° 3 de Bach, también interpretada con majestuosidad. Ambos días, el público repletó el recinto, ubicado frente a la Plaza Italia, en Santiago.
“El gusto por Mahler no se puede separar del gusto por Richard Strauss. Encuentro cruel que la Sinfónica y la Filarmónica le dediquen programas a uno y al otro el mismo fin de semana. Necesitamos bilocación”, se quejaba en Instagram un ofuscado melómano. Esos mismos dos días, la Orquesta Filarmónica de Santiago ejecutó el programa Viaje a los Alpes que contempló el Concierto para piano n.° 1 de Johannes Brahms (1833-1897) y Una sinfonía alpina de Richard Strauss (1825-1899), conducidas por el director residente Pedro-Pablo Prudencio en el Teatro Municipal de Santiago. La última pieza, un bellísimo poema sinfónico, emula escenas: la noche, el amanecer, llegar a la cima, el viento y los truenos con diversos instrumentos y objetos —una lata es parte de una máquina de truenos y otro aparato, construido con una gran tela, gira para imitar vientos—. Un espectáculo deslumbrante que se alzó como otro éxito rotundo de este involuntario festival de música clásica en la capital chilena.
Y si no fuera suficiente, el 26 de abril la Orquesta de Cámara de Chile interpretó, entre otras piezas, la Séptima Sinfonía de Beethoven en el Teatro California en la comuna de Ñuñoa.
No importa si el escenario es un pomposo teatro o un ajado galpón, la música clásica puede habitar cualquier lugar y seducir a cualquier tipo de público. Solo se requieren intérpretes, asistentes y pasión, una receta que Santiago cocinó a fuego lento durante los últimos días de abril; una ciudad clásica, masiva y no convencional.