La cronista y guionista argentina, una de las principales voces del periodismo latinoamericano, viene a Chile para participar en ¡Paren las prensas! Primeras Jornadas Periodísticas de la Facultad de Comunicación e Imagen (FCEI), las que se realizarán el 21 y 22 de noviembre en Campus Juan Gómez Millas de la Universidad de Chile. En esta entrevista habla sobre sus procesos de investigación y escritura, y recuerda los tiempos en que se podía ser periodista freelance y vivir de eso. “Pasé por una crisis al momento de dar talleres [de periodismo], porque es muy difícil enseñar y transmitir a un alumnado una serie de herramientas y que después ellos no tengan dónde aplicarlas”, dice, en referencia a estos tiempos donde hay cada vez menos medios de comunicación.
Por Ximena Póo
“No se le notaba. La última vez que Silvina cayó presa —el 5 de mayo pasado— estaba en la cama con su novio, embarazada y desnuda, pero no se le notaba. La brigada bonaerense la encontró a quince cuadras de la Villa Hidalgo, en el partido de San Martín, en una casa chica de cemento blanqueado, jardín reseco en la entrada y una segunda construcción al fondo. Silvina estaba encerrada en un cuarto con Jorge, uno de sus novios, cogiendo bajo el aire de un ventilador de techo. La brigada entró en el cuarto con modales bonaerenses y la sacó a patadas…”. Así comienza la periodista argentina Josefina Licitra (La Plata, 1975) su extensa crónica Pollita en fuga (Rolling Stone, 2004), un texto infaltable en las aulas de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, que por estos días la recibe como invitada especial en ¡Paren las prensas! Primeras Jornadas Periodísticas de la Facultad de Comunicación e Imagen (FCEI), que se realizarán el 21 y 22 de noviembre en Campus Juan Gómez Millas y se transmitirán por las redes de la FCEI.
En cada historia que ella ha escrito “lo que ves es un país, una época y eventualmente un continente, ¿no?”. Así comenzamos a dialogar durante cerca de dos horas sobre la crónica y la entrevista, los guiones, el feminismo, la vida y sus tránsitos entre libros como Los imprudentes. Historias de la adolescencia gay lésbica en Argentina (2007, Tusquets), Los otros. Una historia del conurbano bonaerense (2011, Debate) y El agua mala. Crónica de Epecuén y las casas hundidas (2014, Aguilar). En el año 2004 ganó el premio a mejor texto de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, dirigida entonces por Gabriel García Márquez. Pollita en fuga era el título de la historia de una secuestradora express de 15 años, el título de una historia que no es sino la de una América Latina escrita en todas nuestras esquinas.
¿Cómo ha sido tu forma de abordar las historias? Porque, a mi juicio, tiene mucho que ver con ese andar tuyo buscando la historia, apreciando la escucha, la vida en la calle, en el barrio; prestando mucha atención sobre todo a las mujeres, a lo que pasa en sus vidas, aspectos que siempre relacionas con factores estructurales, políticos, sociales, que es lo que tienen las buenas crónicas, ¿no? Vas fijando una construcción subjetiva y estructural. Si hicieras un documental de tu vida, ¿qué mirarías ahí, en ese andar?
—A ver primero, estudié periodismo en una escuela terciaria. Dejé por la mitad tres carreras universitarias: estudié comunicación, que me aburrió un poco pronto, después pasé a ciencias políticas, donde estuve tres años, y después a letras, y en paralelo hice una tecnicatura de tres años en una escuela de periodismo llamada TEA, Taller Escuela Agencia, que en ese momento era un espacio que tenía una orientación más práctica de lo que es el oficio periodístico que la Universidad de Buenos Aires, que tenía una orientación más teórica y se analizaba más el sistema de medios de comunicación y de producción de información desde un punto de vista mucho más académico. En TEA no, era práctica y escribir, teníamos docentes que eran periodistas, que editaban en revistas, que escribían en diarios, entonces en segundo año un docente mío me llevó a trabajar con él al diario Clarín, a algo muy chiquito, donde había que preguntarle a una figura conocida, una celebridad, sobre su viaje favorito y ellos me lo contaban y yo escribía ese viaje como si lo hubieran escrito ellos. Fue algo muy pequeño y vino acompañado por una segunda propuesta, también de este profesor, de escribir en una revista de una tarjeta de crédito que ya no existe más, Dinner.
Dinner, sí me acuerdo. Tenía mucha narrativa.
—Sí, exacto, y ese es el primer paso que podría identificar más afín con la crónica. Esa revista la dirigía un escritor que se llama Eduardo Belgrano Rawson, y él ya tenía una intención de abordaje literario del periodismo. Entonces, este profesor, Luis Gruss, a quien quise mucho y a quien le debo mucho, me llevó. Fui con él a trabajar en esta revista y ahí me permitían hacer algún despliegue de algo que a mí me salía más de modo intuitivo, que era un abordaje más literario del material periodístico con todos los riesgos que eso incluye, porque yo tenía 19 años y tampoco es que había un manejo muy preciso del ingreso de la literatura en un texto, con lo cual eran textos bastante sobregirados de modos literarios. Hoy los limpiaría. Pero entré de esa manera, y después hice un taller de edición dirigido por Jorge Lanata, y en ese momento Jorge era el director de la revista Veintitrés, que fue una revista muy de quiebre dentro del mundo periodístico. Jorge Lanata había fundado Página 12 en la posdictadura, era una persona de vanguardia dentro del periodismo y yo lo admiraba mucho. Y fui a hacer ese taller, y ahí aproveché para presentar ideas para Veintitrés y me tomaron. Eso puede ser interesante para los alumnos: no fui con una o dos ideas, sino con más de 20, fue como una cosa medio de periodista serial: tiré, tiré y me tomaron una y con esa idea avancé y después empecé a publicar más y en algún momento publicaba hasta tres textos por edición, lo cual era agotador, porque no había mucho margen para decidir qué es lo que quería hacer.
Entre el vértigo, la velocidad y la necesidad de parar para profundizar; es algo que sucede mucho entre quienes estamos en esto.
—Trabajaba a mucha velocidad y ahí fue cuando, en un intento por buscar un espacio donde pudiera desarrollar con más tiempo lo que me interesaba, terminé acordando con Rolling Stone hacer el reportaje sobre Silvina, que era una secuestradora de 15 años, que terminó siendo un reportaje premiado y con mucha circulación. Esa búsqueda tenía que ver con hacerme un lugar y con apostar por ganarme la vida con un periodismo más afín a lo que me gustaba hacer. Este reportaje funcionó como bisagra, en el sentido de que a partir de él, pude empezar a vivir publicando más reportajes de largo aliento y haciendo talleres y enseñando un poco ese método.
Y comienzas a vivir de la crónica y a andar en ese registro más acabado de las historias.
—Sí, a los 29, o sea diez años después, ya pude empezar a vivir de la crónica que yo quería hacer. Yo no sabía que existía la crónica como un subgénero dentro del periodismo, me enteré después de publicado Pollita en fuga. Ese texto lo pude hacer porque tuve un mentor que me ayudó mucho, Víctor Hugo Ghitta, que era el director de la revista Rolling Stone y que tenía una idea mucho más acabada de lo que era el nuevo periodismo nacido en Estados Unidos en los 60 con la aparición de Truman Capote, de Norman Mailer. Él me dijo, al momento de sentarme a escribir, “no tengas miedo de recrear escenas, de recrear diálogos”. Entonces, siguiendo su marca, me animé a hacer cosas que de otra forma no hubiera hecho, y recién después de que el texto tuviera circulación comencé a leer a los que terminaron siendo mis maestros a distancia.
La narrativa, de ficción o no, ha tenido presiones importantes sobre todo para las escritoras mujeres, porque el mundo editorial, salvo en el último tiempo, ha estado marcado por cofradías masculinas o masculinizadas. El boom de los años 60 estuvo dominado por hombres. Hay voces de mujeres, muy valiosas en el siglo XX para la crónica y el ensayo, pero no ha sido fácil. Ahí se instalaría tu voz, donde se relatan realidades en las que también se marca esa mirada de la mujer y el feminismo para contar las historias. ¿Cómo ha sido para ti este tema? ¿O no ha sido tema?
—No fue un tema central, porque traté de no poner mucha energía en eso que podía resultarme angustiante, pero de todas maneras fue insoslayable. Yo tuve un hijo a los 30 años, y para ese momento acababa de publicar un segundo libro y recuerdo ir a congresos… O sea, había ganado el Premio Nuevo Periodismo y, por lo tanto, estaba en el circuito en que te invitan a dar charlas y a participar de eventos en otros países, y durante bastante tiempo en esos lugares me preguntaban por mi hijo y no por mi libro. No hay nada que yo ame más en el mundo que mi hijo, pero no era mi terreno personal el que debía aparecer en los congresos; yo tenía otro contenido para ofrecer en el espacio público por fuera de mi maternidad y resultaba un poco descolocante, era información que no se sabía administrar.
Lo veo en el abordaje, por ejemplo, de Pollita en fuga o en el libro 38 estrellas (Planeta, 2018), donde tu forma de contar a esas mujeres es desde la dignidad, no desde este lugar superior que impone “voy a escribir sobre ti”. Y se agradece ese diálogo horizontal que has tenido en todas tus crónicas. ¿Cómo se trabaja esa horizontalidad sin perder de vista los ejes y los tonos de la historia?
—Me parece que a mí no me funciona abordar un tema desde arriba o con cierta superioridad moral. Cuando leo un material de alguien que escribe con cierta superioridad no me dan ganas de seguir leyendo. En inferioridad de condiciones tampoco, porque quiere decir que el entrevistado está manejando la dinámica, o sea que tampoco funciona. Creo mucho en la mirada horizontal porque es una mirada más empática, permite entender sin disculpar, sin perdonar, pero permite entender el punto de vista del otro. Uno tiene que estar cerca para poder entender, pero no tan cerca para quedar tomado por la narrativa que el entrevistado quiere imponer. Y eso, ese juego de distancias, se puede administrar bien solamente si uno está, me parece, en un lugar de paridad. Y en cuanto a la selección de los temas, no es que a mí me guste en especial escribir sobre temas de mujeres; sí me interesa escribir algo que está subnarrado, sea lo que sea, y da la casualidad que el universo femenino está subnarrado. No es un punto de vista militante, porque creo que ese punto de vista, en temas de género o en la cuestión que sea, solo sirve para conectar con los que ya están militando, y lo que uno quiere es convencer a gente nueva o acercar a gente nueva a un universo de ideas que no le eran tan cercanas hasta ese momento. Eso solo lo puedes hacer sin asumir puntos de vista panfletarios o de militancias sobre un tema.
Pero hay un soporte de convicciones que siempre nos hace elegir. ¿Cómo ha sido tu paso por tantas revistas después de las primeras de los 90 y comienzos de los 2000? Pienso en Piauí (Brasil), Etiqueta Negra (Perú), Anfibia(Argentina), El País (España), Gatopardo (México), El Mercurio (Chile), Brando (Argentina), Newsweek (Estados Unidos), El Malpensante (Colombia) y en otras publicaciones. ¿Cómo ha sido transitar y mantener esa independencia de firma al mismo tiempo?
—Como siempre me formé como freelancer [periodista independiente], me resultó natural colaborar con distintos medios. Formo parte de una generación que ya se estaba despidiendo del empleo fijo, con un sueldo a fin de mes. Yo entré directamente en un formato que era de freelancer, siempre colaboré con muchos medios a la vez, lo que también es muy extenuante, porque si no publicas no cobras, entonces la primera gran conquista es poder empezar a cobrar contra entrega y no contra publicación, que es cobrar más allá de que lo publiquen pronto o tarde. Una va asumiendo distintos trucos de trabajo después de mucho tiempo de no pasarla muy bien por estar segmentada en una infinidad de medios. Por ejemplo, para Cosmopolitan había que pensar un tipo de nota que era muy fácil de hacer, bastante tonta, pero el sistema de pago era muy inmediato. Pero también escribía en revistas más culturales que tal vez tenían un sistema de pago pésimo, pero a mí me servía porque construía capital simbólico. Así fui pasando por un montón de medios, hasta llegar a lugares donde siguen publicando crónica y donde mi experiencia fue inmejorable. La Piauí fue durante muchos años el equivalente de The New Yorker en América Latina, poco conocida porque como está en portugués no tiene la difusión que tienen otros medios, pero fue una revista que apostó como ninguna otra a contenidos de calidad, con tiempo de trabajo, con un presupuesto acorde. Porque ese es otro tema: hay muchas revistas, incluso hoy en día, que siguen pidiendo textos de calidad, pero al momento de pagar, pagan una miseria, por lo tanto están pidiendo trabajos subvencionados por el propio autor.
Ese mundo que cuentas apenas existe…
— En ese momento, cuando publiqué en Piauí, en Etiqueta Negra, en Gatopardo, siento que agarré el último vagón de un tren que se estaba yendo, porque después esas revistas terminaron cerrándose o reconfigurándose fuertemente en lo digital, así que en ese punto sí soy más afortunada. Sí me pasó que en los últimos años no estoy haciendo talleres, y no solo porque tenga mucho trabajo en el mundo audiovisual. Pasé por una crisis al momento de dar los talleres, porque es muy difícil enseñar y transmitir a un alumnado una serie de herramientas y que después ellos no tengan dónde aplicarlas. Decirles “hagan esto y esto y destinen tiempo, carga emocional, resignen cosas, apuesten”, y después, ¿dónde publican su trabajo? Creo que el único lugar fuerte que queda son las editoriales, los libros. Pero antes había más, aparte de los libros había otro abanico de posibilidades. La publicación de libros está en un momento muy interesante.
— El agua mala. Crónica de Epecuén y las casas hundidas, y en Los otros: una historia del conurbano bonaerense son libros en los que te metes en asuntos que dan cuenta de las mezquindades de la humanidad. En El agua mala, por ejemplo, las imágenes contadas son abrumadoras, como la de los ataúdes flotando. ¿Cómo llegaste a esa historia?
—Estaba haciendo una crónica para Orsai, que es una revista que edité durante muchos años, que está en pausa, pero en cualquier momento vuelve a salir. Estaba haciendo una crónica sobre un arquitecto argentino muy extravagante de la primera mitad del siglo XX que se llamaba Francisco Salamone y que había llenado los pueblos más chiquitos con unas obras públicas, monumentalistas, de un porte descomunal. Entonces, siguiendo el trayecto de este arquitecto, llegué a un pueblo donde había un Cristo hecho por él, que era Carhué [ubicado en el suroeste de la provincia de Buenos Aires]. Sobre élo trata El agua mala, un pueblo que se hundió, que quedó tapado por el agua en 1985 luego de una inundación, y que estuvo décadas bajo nueve metros de agua. El libro cuenta esa inundación. Llegué ahí por casualidad, fui a hacer una entrevista vinculada a este arquitecto y me llamó la atención pasar por este pueblo arrasado por la inundación y ver que era un espacio casi de porte cinematográfico. Algunos videos de grupos musicales se habían filmado ahí y se usaba el lugar como locación para películas. Más allá de esas imágenes no había nada escrito, no se conocía demasiado. ¿Qué había pasado? Y sobre todo, ¿por qué había pasado?
Otra historia subnarrada que había que contar fue la de 38 estrellas, el libro sobre la fuga de 38 tupamaras de una cárcel de mujeres en Uruguay, el 30 de junio de 1971 durante la Operación Estrella en la que participó Lucía Topolansky, compañera de Pepe Mujica.
—No había información sobre eso, y entonces ahí había un hilo del que se podía tirar. Fui con esa propuesta a Piauí, les gustó e hice un primer acercamiento a la historia para ser publicada. Había un montón de material posible de extenderse a través de la investigación, y ahí surgió el libro.
¿Cómo fue trabajar esa investigación, que para mí es una película? ¿Cómo fue llegar a ellas, que quisieran hablar después de tantos años? Me imagino que tuviste muchas entrevistas largas para que quisieran hablar. No pasa lo mismo con los hombres que han sido militantes guerrilleros. Las mujeres muchas veces no cuentan, no quieren contar. ¿Cómo fue la apertura a ese tipo de hechos? ¿Cómo fue el abordaje en 38 estrellas y en Los otros?
—Fueron dos procedimientos distintos. En el caso de Los otros, que es anterior a 38 estrellas, había empezado como un libro por encargo. Me habían pedido en Penguin Random House un libro que contara el conurbano bonaerense y yo acepté sin saber bien cómo lo iba a contar y qué iba a contar, y después me di cuenta de que el conurbano era inmenso, que tenía que encontrar una historia. El primer paso era entender que no se podía contar todo. En esa época había un programa de televisión que se llamaba Policías en acción y hablé con los productores para que me dejaran ir con ellos en el patrullero a dar vueltas por el conurbano para ver por dónde empezar. Existe el primer cordón, el segundo cordón, el tercer cordón. La Plata es un país aparte. Recién ahí, después de muchas vueltas, di con una historia que yo quería contar y que es la fractura social dentro del conurbano: cómo la gente pobre debe convivir al lado de gente indigente, o sea, la fragmentación social no es entre ricos y pobres, sino que entre pobres e indigentes, que es casi una marca del conurbano. Ahí, encontrando una historia en concreto, es que empecé a trabajar el libro ya sectorizando esa historia con ciertos protagonistas; había un muerto de por medio y la trama tenía un conflicto bastante visible. Este país es un desastre desde que tengo memoria.
Esa fractura es la misma en toda América Latina. ¿Y en el caso de 38 estrellas?
—Fui a hacer un perfil de Pepe Mujica a Uruguay. Entrevisté a Lucía Topolansky (1944), que es la pareja de Pepe Mujica, una legisladora importante, una mujer de larga trayectoria política, que en ese momento era lo más parecido a una primera dama, porque en Uruguay no existe esa figura. Entrevistándola sobre Pepe, Lucía me contó muy al pasar que había participado en una fuga, pero no se detuvo en eso. Terminada la entrevista, me puse a buscar un poco de material y no encontré nada, y ahí surgió la pregunta: ¿por qué no había tanta información sobre esa fuga? Sobre todo teniendo en cuenta que había sido una fuga multitudinaria, liderada por una mujer que terminó siendo presidenta del Senado y vicepresidenta de un país. Lucía tenía un montón de pergaminos empalmados con una fuga carcelaria y, sin embargo, no había nada y ahí estaba yo tratando de entender. Hablé con algunos exmilitantes tupamaros y la respuesta que me dieron es la que mencionaste tú antes: que no se dijo nada porque a las mujeres les cuesta más hablar, y un varón tiene mucho más facilitado el mecanismo por el que cuenta sus proezas, les pones play y hablan solos. Entendí que nadie se había tomado la molestia de preguntarle a las mujeres sobre su pasado. Y ese silencio tenía que ver quizás con cierto pudor, pero también con que a nadie le interesó saber bien qué había pasado con ellas.
El fuego del rock
Josefina Licitra escribe de un modo audiovisual y, por lo mismo, transitar hacia los guiones cinematográficos desde la crónica no fue un camino complejo. Entre otros textos, escribió los guiones para la serie La hija de Dios, sobre Dalma, la hija de Diego Armando Maradona (HBO) y los primeros guiones de la serie María Soledad: el fin del silencio (Netflix), sobre un feminicidio en Argentina de la década del 90. Todo eso y más hasta que llegó Cromañón, la primera serie en la que ha estado a cargo como guionista. Se trata de una serie que cuenta la tragedia del incendio en el que murieron 194 jóvenes amantes del rock en La República de Cromañón, una sala que se convirtió en un infierno el 30 de diciembre de 2004.
Cromañón es una historia llena de durezas, negligencias del Estado, injusticias que reviven constantemente, porque aún no llega del todo la justicia. ¿Cómo fue trabajar la escritura de la serie?
—Siempre pensé las historias en términos muy visuales, no por idea mía, sino que hay toda una corriente. Me acuerdo que en el taller de Gay Talese él daba tips de escritura de crónica y ahí contaba que él armaba la estructura de sus textos como un storyboard. De hecho, dibujaba las escenas y las pegaba en un corcho y miraba la historia en términos de escenas, porque en la unidad de relato de una crónica no es tanto el dato, sino la escena. Entonces siempre trabajé pensando en la escena como unidad estructurante de las historias, y no porque suene pomposo no deja de ser cierto: si no me puedo imaginar la historia, no la puedo escribir. Lo que ocurrió luego de que salió 38 estrellas es que se contactaron conmigo muchas productoras que estaban interesadas en adaptar audiovisualmente el libro, y me di cuenta de que estaba dispuesta a vender los derechos si me dejaban hacer a mí el guion; lo veía como una oportunidad para aprender a hacer guiones. Acepté un trabajo muy abajo en la cadena de producción. En el ecosistema del mundo audiovisual, el escalafón más bajo de todos es el trabajo de dialoguista en una tira televisiva. Fue como hacer una especie de servicio militar en el campo audiovisual, fue un horror, pero me sirvió.
¿Qué ha pasado contigo y Cromañón? ¿Cómo fue trabajar con esa historia?
—Fue una historia muy trágica que marcó un antes y un después, incluso en la escena del rock argentino, porque antes podías ir a escuchar bandas a lugares que no cumplían criterios de seguridad mínimo, cosas que eran un peligro, pero eso venía asociado a mucha libertad. Post Cromañón, hubo un periodo largo en que no había dónde ir a escuchar a las bandas, a bailar, porque estaba muy regulado. La serie se trabajó con mucha responsabilidad. Había una pata periodística que asumió Pablo Plotkin, que fue director de la revista Rolling Stone durante diez años e incorporó las entrevistas dentro de la producción de la historia. Hubo entrevistas a sobrevivientes, hablamos mucho, nos juntamos mucho con ellos, tratamos de estar siempre en un nivel de mucho respeto. Los personajes que tú creas mutan con las actuaciones y en el audiovisual el ejercicio de desprendimiento es altísimo, y si uno no aprende a desprenderse, la pasa muy mal, no lo puede hacer.
Y para cerrar, ¿cómo ves el “guion” actual de Argentina, con Javier Milei gobernando? ¿Ves espacio para un giro hacia la esperanza?
—Siento que somos un país totalmente polarizado, pendular; es como que siempre se está de un lado o del otro, lo que genera una forma de vida insoportable. Venimos de años con gobiernos malísimos y supercorruptos y sin autocrítica respecto de qué se hizo mal. Y lo único que se logra cuando no hay autocrítica es el “todo vale” para quienes están en el poder. Para mí eso fue el kirchenrismo, y luego viene un salvaje a decir que es el único que puede erradicar lo que había antes y nos atraviesa con otro tipo de lanzas. Para mí es el mismo problema con otro color. Lo que espero, lo que necesito, lo que deseo es que en algún momento, el progresismo del que me siento heredera tenga una mirada seria y autocrítica, porque si no la derecha va a seguir ganando y así no hay manera de salir de gobiernos peligrosos.