En un mundo marcado por conflictos y guerras, en el que llegan al poder líderes polarizantes, abogar por el diálogo es ir en contra de la corriente. Lo que ha ocurrido en el mundo académico e intelectual tras el 7 de octubre es una prueba: conversar con quien no piensa como uno se volvió un acto de valentía. Alfredo Zamudio, director de la misión en Chile del Centro Nansen para la Paz y el Diálogo, lleva años diciéndolo: en medio de prejuicios y sospechas, escuchar —y estar dispuesto a cambiar de opinión— es un acto disruptivo.
Por Equipo Palabra Pública | Foto principal: Centro Nasen
Casi un año después del 7 de octubre, ese día fatídico en que Medio Oriente volvió a mancharse de sangre, la revista francesa Le Nouvel Obs sentó frente a frente a dos intelectuales de ideas radicalmente opuestas: Eva Illouz, socióloga franco-israelí reconocida por sus análisis sobre el papel de las emociones en el capitalismo, y Didier Fassin, antropólogo francés de renombre mundial y defensor de la causa palestina. La idea consistía en ver si era posible un diálogo, pero mientras avanzaba la conversación, no había forma de hacerlos encontrar puntos en común, ni siquiera en las palabras usadas por cada uno —pogrom, genocidio, antisemitismo, colonialismo—. El experimento partía, de hecho, por ahí: ¿cuáles creen que son las razones de este estrechamiento del campo discursivo? —preguntaba la periodista—, ¿cómo se explica esta parálisis que se da en las discusiones al interior del mundo intelectual?
El texto, titulado “Israel-Gaza: ¿Un diálogo imposible?”, es un buen ejemplo de lo que ocurre en casos en que la historia pesa demasiado al momento de intentar tender puentes entre dos o más partes que llevan décadas, e incluso siglos, considerándose “enemigos”. Es lo que ocurrió en los Balcanes, lo que pasa hoy entre Rusia y Ucrania, o lo que vemos también en el sur de Chile con el llamado conflicto mapuche, por mencionar algunos ejemplos. Y es con este tipo de casos que trabaja el Centro Nansen para la Paz y el Diálogo, un organismo noruego que, desde 2010, se dedica a fomentar el diálogo y la reconciliación en comunidades divididas étnica, cultural, política y socialmente a través de cursos, talleres y otras herramientas pedagógicas impartidas tanto en Noruega como en el resto del mundo.
—Los conflictos prolongados son más que lo que vemos; también hay mucho que no entendemos ni escuchamos. Parte de los problemas es la facilidad que tenemos de construir la otredad, de darle características a los demás basadas en nuestros propios prejuicios, miedos y memorias —explica Alfredo Zamudio (Arica, 1960), director de la misión en Chile del Centro Nansen, quien luego de trabajar con comunidades en conflicto en Sudán, Colombia, Timor Oriental y Bosnia, regresó a su país natal, en octubre de 2019, para liderar iniciativas de diálogo con el apoyo del gobierno de Noruega. Fue invitado por Sebastián Piñera poco después del estallido, y luego por el presidente Gabriel Boric, lo que ha desembocado en más de 140 talleres de diálogo en Chile, realizados de forma gratuita en colaboración con universidades, autoridades y organismos de la sociedad civil.
Uno de los focos del Centro Nansen acá ha sido aportar a la reconstrucción de las relaciones con el pueblo mapuche, lo que se ha impulsado a través de talleres de diálogo en La Araucanía, en los que han participado más de mil personas, y en los que las universidades de la zona han tenido un papel esencial. Zamudio, que partió al exilio a Noruega en 1976 junto a su padre, sabe por experiencia propia lo difícil que puede ser crear espacios de comunicación en contextos marcados por el odio y la violencia, pero en sus años de trabajo ha comprobado que no es una empresa imposible. Para los 50 años del golpe de Estado, afirmó que una parte de los problemas que existen en Chile tienen que ver con que nos ha costado mucho conversar con quienes discrepamos. Al parecer, ni quienes vivieron la época ni las nuevas generaciones que han heredado la historia saben aún cómo lidiar con ella.
—¿Cómo transformar esas burbujas hereditarias en espacios de escucha? Podría contar muchas historias —dice Zamudio desde Noruega—. Hace poco recordé a unos jóvenes croatas que conocí en Zagreb, a finales de la guerra de los Balcanes. Eran voluntarios que formaban parte de lo que llamaban la “Campaña antiguerra”, si mal no recuerdo. Nos contaban que cruzaban la tierra de nadie, la línea de fuego, para ayudar a ancianos serbios en el territorio enemigo, llevándoles agua y leña. Esto ocurrió cuando hubo la gran ofensiva de Krajina. Quedé muy impresionado con esa historia porque yo pasé por esa zona y vi la desolación y la tristeza profunda en las víctimas de ambos lados. ¿Qué quiero decir con esta historia? Que incluso en tiempos de desconfianza, hay luces para construir un futuro diferente. Crear espacios de escucha, por pequeños que sean, es un acto de generosidad que abre ventanas hacia el entendimiento y que las personas reconozcan sus propias emociones.
Un diálogo supone que hay dos o más hablantes dispuestos a expresar ideas, posturas. ¿Qué sucede cuando una de las partes ha vivido un trauma que le impide comunicar su experiencia?
—Es importante aceptar que las cosas toman tiempo. Diálogo es una forma de comunicación que ofrece el tiempo y el espacio para que las personas puedan traer la complejidad de sus respectivas realidades. No es lo mismo que negociación. Además, no todos dicen las cosas como queremos que las digan, ni en el orden que queremos que lo hagan. Un diálogo no puede reemplazar un proceso de sanación o terapia. Son espacios diferentes. En una terapia, hay una asimetría definida y aceptada, donde una persona necesita hablar y alguien escucha y guía. Mientras que en un espacio de diálogo, hay una posibilidad de encontrarse con pares, aunque también puede haber una asimetría de poderes e influencias. El trauma personal afecta profundamente la capacidad de expresarse porque toca las heridas más personales de cada uno. Mientras que los traumas colectivos, como los vividos por comunidades enteras, pueden crear una sensación de pérdida compartida, que vive en la memoria de esa comunidad. Estos procesos requieren tiempo, respeto y, a menudo, nuevas experiencias para darle nombre y un espacio al dolor y lo difícil. Por eso, el diálogo, sin ser terapia, puede abrir un puente hacia la sanación colectiva, al permitir que surjan voces que no hemos escuchado y que traen realidades distintas. Pienso que son muchos los países que tienen estos traumas colectivos, como incendios subterráneos que causan muchos problemas, pero que no podemos ver a primera vista por qué pasan ciertas cosas.
La voluntad de escucha parece ser algo cada vez más ajeno, más aún cuando alguien piensa de forma opuesta a uno. ¿Cuán importante cree que es escuchar incluso a quienes consideramos “monstruos”?
—Primero, habría que definir qué significa la palabra monstruo para ti. Una monstruosidad puede ser no respetar ciertos límites de conducta con el propósito de ganar más dinero. Otra forma puede ser actuar de una manera que lleve al conflicto, sin considerar el costo de vidas humanas. Cada acto de opresión es una decisión consciente de alguien que usa su poder para oprimir o reprimir a otra persona. Escuchar no es justificar ni perdonar. Es reconocer que detrás de toda postura, incluso la más radical, hay una historia y una memoria. En Chile hemos escuchado a personas que expresan rabia, desesperanza y abandono. Emociones como estas no son monstruosas, son humanas y parte de la evidencia de que tenemos problemas muy profundos que no nos hemos dado el tiempo de escuchar. ¿Cómo creer en la esperanza en estos casos? Escuchando atentamente, incluso a quienes están al otro lado de la brecha que nos divide. Esto nos permite entender cuán cerca o cuán lejos estamos de construir un futuro compartido. Reconocer la distancia entre nosotros no solo nos permite medir el camino, sino también celebrar los avances cuando nos acercamos.
Hoy hay una facilidad inaudita para “funar”, incluso, sin darse el tiempo de escuchar a la contraparte. ¿Qué diagnóstico hace de estos tiempos?
—Tal vez antes nos escuchábamos de otra forma, pero también existía la cacería de brujas, la xenofobia y el rechazo a lo diferente. Creo que las redes sociales tienen una función importante, que aunque no nos guste, reemplaza en parte la interacción humana. El desafío es cómo enriquecer esa interacción digital para ayudarnos a salir de nuestras burbujas, físicas o digitales, y conocer ideas y formas de vivir que no conocemos. Esta es una conversación que nuestro país necesita, no para mañana sino para hoy mismo. Este archipiélago de diferencias puede conectarse y convertirse en una biblioteca de diferencias y de colaboración. El diálogo puede transformar los rincones más inaccesibles de la desconfianza.
Las redes sociales fomentan más los gritos y las peleas que la conversación. ¿Cree que esta cultura digital ha afectado la convivencia?
—Las redes sociales son como tribus emocionales: buscan conexión, pero a menudo refuerzan las verdades propias. En un mundo donde todo parece acelerado, necesitamos recuperar el valor de la conversación cara a cara. Las redes no son el problema en sí mismas, pero han reducido los espacios para el diálogo, donde aprender es mucho más importante que responder ante todo lo que se dice. No hay que tenerle susto a la diferencia. Pero sí hay que temer a las sombras de la indiferencia, porque ahí habitan las desconfianzas.
Estar dispuesto a cambiar de opinión es quizás uno de los actos más radicales, en tiempos marcados por la rigidez y una tendencia a sentirse “superior” moralmente, tanto a un lado como al otro del espectro político. ¿Qué debería ocurrir en los colegios y en las universidades para fomentar un espíritu de debate?
—Una posible pista es: ¿qué sucedería si todos los colegios de Chile implementaran actividades de diálogo con el apoyo de universidades y otras instituciones? Lo peor que puede pasar es sembrar una semilla para que las próximas generaciones cuiden la democracia. Lo mejor es transformar los problemas de hoy y prepararnos para los que vienen. Crear espacios de diálogo es extender la mano y construir con otros. Estas actividades podrían incluir proyectos colaborativos entre estudiantes y comunidades, e incorporar el diálogo de forma transversal en la pedagogía. Un ejemplo práctico es el trabajo con las universidades en La Araucanía, donde más de mil 200 personas han participado en talleres de diálogo. En ellos hemos escuchado muchas emociones, anhelos, lágrimas y la constante pregunta: “¿por qué no nos han escuchado?”. Esto muestra la necesidad urgente de iniciativas que promuevan el diálogo como herramienta cotidiana en nuestras instituciones educativas, porque son un espejo de la sociedad.
Vemos cómo llegan al poder políticos que se jactan de ser “firmes”, confrontacionales. ¿Cómo se explica que votemos por quienes nos polarizan en vez de buscar consensos?
—Yo no sé si hay líderes polarizantes como parte de su identidad y ser, pero sí hay personas que llegan al poder con un lenguaje de miedo y rabia que les sirve porque los escuchan. Es más fácil seguir a alguien que promete certezas absolutas que a alguien que invita a la reflexión. El desafío es construir una sociedad donde no elijamos desde el miedo, sino desde una esperanza compartida.
La socióloga Kathya Araujo afirma que ha habido una pérdida de sociabilidad en Chile, y señala que una de las razones de su empobrecimiento tiene que ver con una distancia entre las generaciones. ¿Cuál es la importancia del diálogo intergeneracional?
—El diálogo entre generaciones conecta la experiencia del pasado con los desafíos del presente y las esperanzas del futuro. En mapudungun existe la palabra nütram, que en breve significa diálogo, y culturalmente describe una buena conversación sobre lo que hubo, lo que hay y lo que puede ser. Una sociedad más resiliente se construye con todos, incluyendo a quienes piensan diferente, y el diálogo intergeneracional es vital para compartir aprendizajes y construir nuevas memorias.
La misión chilena del Centro Nansen estará en el país hasta fines de 2025. ¿Qué objetivos esperan conseguir?
—Es muy importante recordar que la confianza se construye con voluntad, humildad y tiempo. Nosotros somos solo un pequeño aporte. Sabemos que Chile tiene instituciones y capacidades para construir una sociedad más dialogante, con pensamiento crítico y resiliencia democrática. Creo que un gran logro sería que el diálogo sea parte del currículum escolar. Si solo una escuela ve el diálogo como una herramienta cotidiana que se puede aprender y practicar, habremos contribuido a un futuro más colaborativo y resiliente. Crear espacios de escucha es creer en esa esperanza.