«En este número de Palabra Pública nos propusimos ampliar el tema constitucional hacia una discusión de época: el texto de la nueva Constitución, y el debate que trajo consigo, esconden los deseos, las inquietudes, los miedos y las esperanzas que mueven al Chile de estos tiempos. Son el reflejo de un país soñado, con los discursos que nos acompañarán en las próximas décadas», escribe la vicerrectora Pilar Barba en sus primeras palabras como directora editorial de nuestra revista.
Por Pilar Barba
Sin duda este será un año que no olvidaremos. Me dirijo a ustedes por primera vez como directora editorial de este medio y como parte del equipo de la rectora Rosa Devés, primera mujer en lograr la rectoría de la Universidad de Chile. Este hito tiene un espacio en este número con una entrevista, donde la rectora nos habla, entre otros temas, sobre el compromiso de la universidad con la cultura en un sentido amplio.
Será también el año del plebiscito, un momento de decisiones trascendentales para el futuro del país, ante el cual, cuidando el mandato de la Contraloría General de la República de “desempeñarse con la más estricta imparcialidad”, la Universidad de Chile ha puesto todos sus recursos para permitir que la ciudadanía tenga acceso a una información que le permita reflexionar y tomar decisiones responsablemente.
En este número de Palabra Pública nos propusimos ampliar el tema constitucional hacia una discusión de época: el texto de la nueva Constitución, y el debate que trajo consigo, esconden los deseos, las inquietudes, los miedos y las esperanzas que mueven al Chile de estos tiempos. Son el reflejo de un país soñado, con los discursos que nos acompañarán en las próximas décadas. Imaginemos por un momento como serán leídas y juzgadas nuestras opciones en el futuro.
Sean cuales sean nuestras opiniones, el proceso constitucional marca un punto de inflexión en la historia del Chile contemporáneo. En su ensayo El faro y la herida, publicado en este número, Alejandra Costamagna advierte que estaríamos frente al fin de una retórica funcional al Chile de la transición —un país de consensos, una sociedad culturalmente homogénea—, pero que ya no serviría para explicar nuestro presente. “El lenguaje es la casa que nos hospeda y nos define como seres humanos”, dice también la poeta Elvira Hernández, y como toda casa, su estructura no es inmune al paso del tiempo: sus materiales, de un modo u otro, se desgastan, y cada cierto tiempo necesitamos repararla, ampliarla, o incluso reconstruirla.
Este año se cumplen también tres décadas de una de las estrategias de promoción de la imagen-país de los años noventa: el iceberg que Chile presentó en la Exposición Universal de Sevilla en 1992. Hoy, ese hito del retorno a la democracia puede parecer insólito, no solo por el impacto medioambiental o la grandilocuencia del gesto, sino también por el discurso que lo sostenía: “Aquí no hay problemas étnicos, no tenemos una gran tradición precolombina. Chile es un país nuevo”, dijo entonces Fernando Léniz, comisario del pabellón chileno. Sin duda que el país de hoy ya no calza con esa imagen, pero no está demás tener en mente lo que dice Luis Poirot en estas páginas: Chile, a ratos, suele ser un país desmemoriado. Y para leer el iceberg desde el presente, no podemos omitir el pasado: se trataba de un Chile que, tras 17 años de dictadura, intentaba desesperadamente existir en el escenario internacional.
Menciono este ejemplo porque ilustra uno de los peligros a los que nos enfrentamos en estos tiempos: el presentismo, es decir, el afán por olvidar que siempre hay una historia que nos antecede; la tendencia a ignorar que todo hecho histórico o cultural se inscribe en un tiempo y un contexto específico.
El presentismo, de una u otra forma, se ha manifestado en el debate en torno al proceso constituyente: la nueva Constitución, se ha dicho, sería “la salida a la crisis social” que se inició con el estallido. Pero como toda crisis, no surgió de la nada: sus raíces se extienden en el tiempo, como nos lo recuerdan varios autores en este número.
No es casual que hoy volvamos —ya sea para Aprobar o Rechazar— al concepto de la “casa común”: tal como nos recuerda el iceberg de Sevilla, cada época —y cada sociedad— necesita imágenes en las que reflejarse. Lo dice la escritora Gabriela Wiener: desde que los conquistadores europeos llegaron a América Latina y nos cambiaron el oro por espejos, no hemos dejado de mirarnos en ellos. Y aquí estamos, 530 años más tarde, preguntándonos, una vez más, quiénes somos y quiénes queremos ser.