Bélgica Castro, actriz fundadora del Teatro Experimental de la U. de Chile: “Desde mi balcón veo caminar a Chile”

La actriz más longeva de Chile, que ha participado en más de 100 montajes a lo largo de su carrera, dice no tener deudas con la vida ni sentir que la vida las tenga con ella. A sus 95 años y a punto de participar en el re-estreno de Pobre Inés sentada ahí, de Alejandro Sieveking, Bélgica Castro recuerda con nostalgia la ética de un Teatro Experimental en que todo tenía que salir perfecto, pues el respeto al espectador estaba antes que todo.

Por Ximena Póo | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

“¿Sientes vértigo? Es que no a todos les gusta ver desde aquí; mira, mira hacia abajo, ¿lo sientes?”. Bélgica Castro se asoma a su balcón, el mismo que por décadas le da los respiros para seguir actuando con la rigurosidad asumida desde el primer día. Desde este balcón, el Cerro Santa Lucía y la Alameda de reojo permiten imaginar cómo se fue construyendo la República y cómo también se fue destruyendo. Desde aquí ella sintió el espanto, mientras bombardeaban La Moneda y salió con destino a Costa Rica, por más de una década. Asomada a este espacio, pequeño, pero con un cerro inventado por jardín, recobraría la esperanza.

En su departamento, donde comparte una vida larga de sesenta años con Alejandro Sieveking, todo es teatro y cada cosa se transforma en un artefacto dispuesto en función de una escena que ya cumple 95 años, la edad de Bélgica, fundadora del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, que este año celebra 75 de vanguardia mientras busca reposicionar su historia y plantear su futuro al profundizar su posición crítica como Teatro Nacional Chileno.

Caballos de madera, gallinas de loza, pinturas y grabados, cristos sin cruces, giran en este espacio donde Bélgica recuerda su infancia en Temuco, sus estudios en el Instituto Pedagógico y cómo nunca llegó a hacer una clase de castellano porque el teatro de Pedro de la Barra la capturó para siempre. Vive sola con Alejandro y un gato, Alyosha Karamazov, que discrimina, dice ella, a quienes saben de gatos y a quienes no.

Bélgica ríe y mucho. Ya no tiene deudas con la vida y la vida no las tiene con ella. Hija de anarquistas españoles, mantiene intacta la vitalidad de los 20 años. No basta que ella lo diga, se nota y más a pocos días del re-estreno de un montaje escrito por Alejandro, Pobre Inés sentada ahí. La vida, bien lo saben ellos, es comedia y tragedia, todo en el mismo continente de horas que persigue el día. Lo saben porque hace poco han despedido a un amigo, el dramaturgo Juan Radrigán, homenajeado en octubre, con aplausos y conjuros.

“Pedro de la Barra era mi maestro y él, una persona muy seria, siempre nos decía que había que hacer lo mejor, todo perfecto, perfecto, porque el respeto al público estaba primero que todo. Nosotros sabíamos que era necesario hacerlo porque al salir del teatro la gente se llevaba algo, eran mejores que antes”, recuerda sobre los inicios del Teatro Experimental (que estrena su primera obra el 22 de junio de 1941).

Mario Cánepa recogió en su obra Historia de los teatros universitarios la visión que el mismo Pedro de la Barra, primer director del Teatro Experimental, buscaba transmitir: “El espectáculo teatral no es obra de uno como en la poesía o la novela. Intervienen directores, actores, autores, escenógrafos, electricistas, etc., también participa el público como materia importantísima. ¿Tenemos nosotros estos elementos? La respuesta sería están, existen, pero en potencia. Formémoslos, pero no haciendo trabajar mecánicamente a los aficionados en obras grotescas e insubstanciales que no estimulan la sensibilidad ni dejan enseñanza alguna. Se necesita gente nueva que recupere esta generación e inspirarla en valores de alta calidad estético-moral. Es preciso promover un sentimiento amplio y serio que no quede en el autor o el actor, sino que abarque los múltiples problemas del teatro”.

En el teatro-escuela experimentaban con autores de la talla de Stanislawsky, Piscator, Antoine y Copeau. Rescataban clásicos y la dramaturgia chilena, y los instalaban en medio de una sociedad que también experimentaba cambios. Junto a Bélgica, hace 75 años sus fundadores fueron, entre otros, Eloísa Alarcón, Chela Álvarez, José Angulo, María Cánepa, Abelardo Clariana, Héctor y Santiago del Campo, Edmundo de la Parra, Gustavo Erazo, Fanny Fischer, Enrique Gajardo, Héctor González, Kerry Keller, Hilda Larrondo, Luis H. Leiva, Jorge Lillo, María Maluenda, Coca Melnick, Moisés Miranda, José Ricardo Morales, Inés Navarrete, Óscar Navarro, Flora Núñez, Pedro Orthus, Oscar Oyarzo, Roberto Parada, Domingo Piga, Oreste Plath, Héctor Rogers, Agustín Siré, Rubén Sotoconil, Domingo Tessier y Aminta Torres.

“A una no le pagaban y sólo lo hicieron luego de tres años de trabajo, pero yo estaba fascinaba con el teatro, que antes de De La Barra no había hecho nunca. Yo aprendí a actuar con él y después me casé con Alejandro. Hacer teatro significaba aprenderse cosas de memoria y decirlas, y yo estaba tan contenta. Una se sentía muy comprometida, porque una, nos decía él, estaba mejorando a la que gente que nos veía. Y hasta el día de hoy lo único que hago es eso, teatro”, dice Bélgica, porque, agrega, “una tiene que tener consciencia de lo que significaba la obra para el público”.

Ella, con ese nombre único, ha sido marcada por el respeto a la dignidad de la condición humana. “Yo soy una persona de izquierda y teníamos que ser perfectos porque éramos corresponsables de quienes estaban mirando, y yo sigo igual, como siempre. A mí me hizo bien leer mucho desde niña, con dos hermanas más y un hermano. Mi papá le puso Floreal porque había nacido en primavera; yo crecí respetando a los pobres y rodeada de libros”, recuerda, y ambas nos quedamos mirando el caballo en el papel de Delia del Carril, la Hormiguita, que parece moverse en esta casa suspendida entre lo que fue y lo que viene.

“El golpe fue espantoso y nos fuimos. Pero nos fuimos paulatinamente, porque antes de Costa Rica pasamos por varios países. Allá fundamos el Teatro del Ángel. Fue una experiencia muy buena, porque para empezar no había ejército y eso me daba una gran felicidad. Pero decidimos volver porque este es nuestro país. Cada vez que volví la gente me abrazaba en la calle; es gente muy cariñosa y que recuerda”. Se hubiesen quedado en Centroamérica, pero ella decidió, atea por formación y convicción, creer en Chile. Y no volvieron a irse.

Respetar las palabras

Los clásicos españoles, especialmente La Casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, la siguen conquistando, pero también Antón Chejov. No le gusta la televisión, la encuentra “demasiado fácil”, y por eso nunca aceptó un papel para la pantalla chica, pero sí para la grande y bajo la dirección de Sebastián Silva actuó en La vida me mata (2007) y Gatos viejos (2010), donde Silva trabajó con Pedro Peirano, periodista egresado de la U. de Chile.

Le gustó el cine y que esta última película se filmara en su casa. A cada uno de los visitantes cinematográficos los hacía probar el vértigo del balcón y la buena conversación junto al ritual del café. “Donde voy tengo una cosa de directora en la cabeza; no escribo, pero me gusta que los directores respeten lo escrito por el dramaturgo y que todos respetemos al público”, reconoce Bélgica, Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales (1995), cuando reflexiona sobre su condición de trabajadora cultural.

Aquí es cuando las miles de imágenes que ella y Alejandro atesoran del teatro chileno comienzan a girar en medio de esa mezcla virtuosa que logra arte, sociedad, política. Una mezcla que no aturde, sino que más bien construye lucidez. Esas fotografías, como la de Bélgica con Salvador Allende captada mientras él era candidato a la presidencia, despuntan entre libros y colecciones que pueblan cada recorte del tiempo.

“Hasta que nos alcance la vida”, dice Alejandro antes de despedirnos. Y Bélgica ríe más fuerte con ojos y boca, porque alcanzará para mucho más, más obras, más vértigos negados, para más gatos y más Alamedas que, de reojo, desde aquí se puedan ver cubiertas de marchas ciudadanas. Porque, insiste Bélgica y miramos con ella, “desde mi balcón veo caminar a Chile”.

Leonor Arfuch: El infortunio de ser común

La representación identitaria en los medios de comunicación y los márgenes dentro de los que se mueve el comportamiento social son sólo algunos de los temas que aborda la destacada investigadora en esta entrevista realizada por el académico del ICEI Carlos Ossa, durante la realización del Seminario Internacional “Imágenes políticas: sujetos, territorios y relatos”, que tuvo lugar en Chile a finales de septiembre.

Por Carlos Ossa
“En medio de los vertiginosos procesos de globalización de los mercados, en el seno de una sociedad altamente mediatizada, fascinada por la incitación a la visibilidad y por el imperio de las celebridades, se percibe un desplazamiento de aquella subjetividad ‘interiorizada’ hacia nuevas formas de autoconstrucción”.
Paula Sibila, La Intimidad como espectáculo (2009).

Las crisis políticas son momentos de ruptura entre comunicación y sociedad, instantes en que la lengua del poder, ensimismada en su codicia, se vuelve extraña a las demandas cotidianas. Es una lengua que habita en la comodidad de lo mediático, donde puede hablar de sí misma, nadie la interrumpe o cuestiona, fluye sin accidentes repitiendo las virtudes del orden y justificando las violencias del control. De esta manera el texto de la realidad, construido en la planicie de la información, es idéntico a las visiones establecidas por los especialistas, los consejeros, los informantes y los policías. Sin embargo, existen narrativas e imaginarios que circulan transversalmente, buscando instalar otros significantes de verosímil antagónico. Leer la heterogeneidad del discurso social contemporáneo, caracterizar sus giros, ambigüedades, multiplicidad y sentido son ejercicios fundamentales para comprender ¿cómo? nuestro presente vacila entre la vacuidad, la emoción y el deseo de cambio.

Leonor Arfuch, Profesora Titular de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y especialista en teorías del discurso y crítica cultural, es la investigadora argentina más incisiva en el trabajo de traducción cultural y política de las narratividades actuales marcadas por la fragmentación y la cronotopía. “Curiosamente –escribe en su texto Cronotopías de la Intimidad- nuestra época, tan atenaceada por el movimiento, la velocidad, la fluctuación identitaria, la ‘desterritorialización’, por la innovación sin pausa de las tecnologías de la comunicación y, por ende, las cambiantes formas de estar en el mundo respecto de la ubicuidad, la conectividad, el registro, la memoria (…) parece cada vez más convocada por los viejos anclajes cronotópicos” (espacios íntimos, pequeños, intrascendentes, unidos a emociones donde la línea de tiempo estalla para recibir distintas huellas, imágenes y afectos).

Es un momento de intensos cruces, métodos y lenguajes que buscan ampliar la interpretación de la realidad y liberarla de esa continua escena de peligro, indefensión y carencia que se trasmite cada mañana. Un diálogo sobre estos tópicos y sus derivas es la entrevista realizada a Leonor Arfuch.

¿Cuáles podrían ser algunos ejes explicativos de la relación entre orden y cultura en el contexto neoliberal?

—Yo creo que hay distintos y varios niveles, sin embargo el contexto neoliberal ha subsumido todo. Presta, por un lado, gran atención a la cultura, pues están en una batalla cultural que tiene que ver con los medios y su posesión. Sobre todo el rol de los mismos en la política, donde tienen cada vez mayor influencia. ¿Te acuerdas cuando se decía que era el cuarto poder? Hoy por hoy es casi el primero. A su vez, a la cultura se le da un cierto lugar cuando se articula con lo político, pero el énfasis o el impulso a su desarrollo es y no es. Leyes de mecenazgo que no se cumplen y mercados que definen los productos. Asimismo, las culturas están desmerecidas a pesar de la fuerte presencia de museos, festivales y bienales, ya que lo digital genera desventajas.

En todo caso hay un aspecto notorio en las prácticas simbólicas recientes: lo biográfico se vincula más con la violencia y el discurso comunicacional lo privilegia sin distinciones.

—Los medios se apropian de las “biografías” de las víctimas, las ponen en escena junto con la de los victimarios de una manera muy parcial, acentuando los aspectos traumáticos y conflictivos. Entonces, el estatuto de la víctima se integra al espacio biográfico, en la medida que la violencia de las sociedades contemporáneas se expande. Esa forma del testimonio que acompañó nuestras postdictaduras ahora es del orden de lo cotidiano y además buscado por los medios. Un solo ejemplo, eso de impulsar la “justicia” por propia mano resurge con cada gobierno de derecha que no encuentra otra manera de atender la cuestión de la violencia, sino usando más represión. Cuando el ministro de Hacienda de Argentina trata de ñoquis a los trabajadores, sólo está justificando la violencia del Estado.

Leonor Arfuch. Crédito: Diego Manzano

¿El régimen de la memoria centrado en la violencia política ahora se ha trasladado a la vida cotidiana?

—Sí. Primero decir –teóricamente– que la memoria es siempre presente y se articula en el mismo. De pronto un relato memorial de tiempo pasado, ocurre de otro modo, porque es crear de nuevo su interpretación. Los discursos de memoria se están entramando de forma diferente debido a que estamos hablando de víctimas de la democracia. Pilar Calveiro en su libro Violencias de Estado marca cómo se reitera una práctica que en el aparato policial, penitenciario y en las fuerzas represivas queda asociado con la animadversión por lo social y que brota en cualquier circunstancia.

¿Eso se relaciona con los cambios de representación identitaria donde el racismo que nadie comparte justifica el clasismo que siempre ha parecido inevitable?

—Totalmente. Los enunciados que acabamos de dar de ejemplo no son racistas, son clasistas. En todo caso es una cobertura de lo mismo, destinada a acentuar las diferencias. Nadie encubre, en este nivel, lo que piensa, pero poner eso en el discurso público atenta contra la ética del discurso. ¿Qué hacemos nosotros con eso? Esta escalada de la violencia, de las emociones que conspiran contra la racionalidad y/o la argumentación plantean problemas ¿qué hacemos con eso?

Los modelos educativos también aportan a estas visiones por su segregación, acceso y contenidos. La educación no sería un filtro contenedor, más bien estimularía la desigualdad.

—El problema está en la formación primaria y secundaria, ahí no se logró dar un salto cualitativo. En los doce años del kirchnerismo se avanzó en infraestructura, pero en los planes y programas hay muchísimo por hacer. Lo medular es la predominancia de un giro emocional que funciona al modo de una estética.

La exclusión deseada

Existe una serie, abierta y en constante producción, de formas de escenificar las rutinas del yo. Una variada oferta de tácticas de autoconocimiento destinadas a garantizar el equilibrio y la emocionalidad correcta. Pero también una exhibición de los cuerpos unida a glorificar al individuo propietario. Leonor Arfuch escribe en el libro Pensar este tiempo: “(…) el umbral de la intimidad mediática fue cruzado de modo innovador hace ya más de una década por el reality show, que introdujo el protagonismo ‘en vivo’ de los seres comunes, desde la actuación que pretendía recrear la propia peripecia ocurrida ‘en la vida real’ baja cámara –difuminando así la frontera entre testimonio y ficción– (…)”. Es una manera de acentuar la validez de realidad de las cosas personales ante la desventura e incertidumbre de lo colectivo.

Es un disciplinamiento de la subjetividad orientado a concentrar los intereses en la personificación y sus detalles. En suma, una economía de la intimidad que traslada sus operaciones desde el plano personal al político. Habría un ritmo vital, propio de nuestra época, preocupado de consumir a la mayor brevedad un número indeterminado de experiencias, unidas a las metáforas del cambio y la autorrealización que se tornan esquivas o confrontativas con las prácticas de lo social. Una especie de ideología de la superficie se instala en la totalidad del sistema comunicativo y promueve estereotipos de existencia basados en orientación profesional.

¿Cómo funciona?

—En principio tiene un énfasis en todo el registro de la autoayuda y la pregnancia, que fue tomando en estos últimos 20 años, de la mano de gurúes. Se trata de la promesa de manejar las emociones, suplir las carencias y tener una vida. Hay una cultura empresarial que también utiliza estas estrategias, a veces con verdaderos filósofos, para diseñar relaciones. Yo creo que son nuevas formas de ejercer el biopoder. Y los medios, en la medida que estimulan las pasiones, las emociones y los afectos, hacen del miedo un denominador común. Hay mecanismos mediáticos muy terribles, como la repetición. Eso de reiterar una escena dramática muchas veces es mostrar muchas acciones violentas, amplificando su presencia.

¿La repetición no intentaría sugerir que el comportamiento de la sociedad debe ser igual al del Estado. En todos los casos los ciudadanos deberían actuar dando prioridad a la represión y el castigo?

—Sí. En todo caso, también está la dimensión opuesta: la felicidad. El discurso de campaña de Macri es un ejemplo clarísimo del giro emocional de la política. Fue una campaña donde no se dijo –absolutamente– nada, se hicieron falsas promesas que se tiran al aire, pero nada sustantivo, programático o ideológico. Pensemos en el mecanismo de identificación de las clases populares vinculado con los modelos de éxito empresarial y vida feliz, como una imagen del político actual que cala en las subjetividades. Así, el propio lugar social no se estima al estar lejos de un ideal. Todo el mundo se siente clase media y eso se relaciona con la identificación imaginaria de ser otro, evitar ser igualado con el pueblo que representa lo no exitoso.

¿Será que la derecha convirtió su texto ideológico en un estilo de vida?

—Teóricamente hay una invisibilidad de las clases y una exacerbación de la violencia y las diferencias. Cuando aparecieron los reality shows surgió, de pronto, el infortunio de ser común, puesto ahí en el candelero, y estos programas fomentan un tipo de modelo asocial con protagonistas que vencen por su oportunismo, por su viveza. ¿Por qué logran tanta audiencia? ¿Te acuerdas de la “gala de exclusión” en Gran Hermano? Ese significante es fuertísimo. Dice: ¿a quién se excluye ahora? Es una forma de separarnos, sobre todo de los indeseables y ponerlos cada vez más lejos.

Francisco Casas: «Yo ya me vestí de mujer y hoy eso no tiene ningún sentido»

De visita en Chile a propósito del X° encuentro “eX-céntrico: disidencias, soberanías, performance”, el connotado artista, fundador junto a Pedro Lemebel de Las Yeguas del Apocalipsis, habla sobre sus proyectos actuales y la necesidad de encontrar nuevas formas de increpar al poder desde el arte.

Por Ximena Póo | Fotografías: Felipe Poga

Montados sobre una yegua aparecen Francisco Casas y Pedro Lemebel (1952- 2015) por Las Encinas. Es 1988 y la Universidad de Chile, intervenida por la dictadura, insistía en sus resistencias y también en sus retiradas. Hoy, a casi tres décadas de ese día, quienes los vieron llegar o aquellos que tuvimos noticias de esa performance no podemos olvidar e imaginamos. Imaginamos aún desde las explanadas de la resistencia y también desde las puertas cerradas de las retiradas. Acción y política, artes visuales, cuerpos y deslindes de una historia larga y un relato corto es lo que hoy Francisco Casas nos vino a recordar, cuando se remece la memoria.

En los extramuros del X° encuentro “eX-céntrico: disidencias, soberanías, performance” –organizado entre el 17 y 23 de julio por el Instituto Hemisférico de Performance y Política de la U. de Nueva York, fundado por Diana Taylor, la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones y el Departamento de Teatro de la Facultad de Artes de la U. de Chile, en colaboración con el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes–, Casas expuso en la galería Metales Pesados Visual lo que es hoy: su travestismo del siglo XXI.

Su cuerpo estuvo ahí, en calle Merced, conversando con amigos y con poca prensa, pero también estuvo en las pantallas que cuelgan de las paredes blancas de este espacio ubicado en un territorio de moda, en pleno barrio Lastarria. En esas pantallas, “Pancho” Casas –el mismo que en 1987 fundó, junto a Lemebel, el colectivo Las Yeguas del Apocalipsis– se conectaba con el agua mostrando su última performance, Ese’eja (2011), resultado de una residencia en el Amazonas peruano, donde hizo un viaje en balsa por el río Tambopata con una cámara Bolez de 16 mm. Navegó desde los glaciares de Puno hasta el río Madre de Dios, rodeado por los bosques donde el grupo Ese’eja alguna vez construyó su vida.

“Pancho” Casas vive y trabaja en Lima, Perú, desde 2013. Y no extraña nada de Chile, o por lo menos se empeña en que todos lo crean. Su biografía académica y artística es extensa, sujeta a vacíos y demandas por coherencias. Estudió Literatura en la Universidad Arcis entre 1984 y 1987, y realizó una maestría en Literatura y Psicoanálisis en la Universidad de Chile en 1988. Su nombre remite a vestidos largos, tragedia en los ‘70 y ‘80, opulencia en los ‘90, mundos felices, contradictorios, bizarros, combatientes, amorosos, a luchas de subjetividades y egos. Su nombre remite a mundos críticos, lumpéricos, obreros, burgueses. Su nombre es un continente que nos conecta con un Chile que aún, aunque cueste creerlo, muchos no quieren ver por conservadurismos obscenos o bien porque el ruido del arte convertido en moda no deja oír (ni ver). Los mismos que, es probable, no quieran tocar a esta América Latina de fronteras difusas y tercermundistas que autores como él nos lanzan a la cara.

Casas, autor de Sodoma Mía (poesía, Editorial Cuarto Propio, 1991), Yo, yegua (novela, Editorial Seix Barral, 2004), Romance de la inmaculada llanura (poesía, Editorial Cuarto Propio, 2008), Romance del arcano sin nombre (poesía, Chancacazo, 2010) y Partitura (novela, Chancacazo, 2014), camina por Lima, por su Barranco literario, libre. Y se empeña en decirlo al reconocer la densidad cultural de Perú, donde ha sido profesor de crítica cultural en la Escuela de Arte Corriente Alterna en Lima y hoy curador de la galería de arte Ginsberg (así de beat). Le gusta recordar que ha sido invitado como artista, escritor y conferencista a la Universidad de Berkeley, la Universidad de Chile, la Universidad de Nueva York, la Universidad Autónoma de México, el Centro Wilfredo Lam de La Habana, el Instituto Latinoamericano de Cultura (ILA) de Roma, el Museo Reina Sofía, Madrid, y recientemente al Museo MALI de Lima y a la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Francisco Casas. Fotografía: Felipe PoGa.

Y le gusta recordar que “cuando con Pedro Lemebel pensamos la performance Refundación de la Universidad de Chile decidimos entrar a la Facultad de Artes, en Las Encinas, montados sobre una yegua que se llamaba ‘Parecía’, que era como Rocinante de El Quijote”. Y hoy recuerda así para esta Universidad crítica, compleja, política.

“Parecía” (así se llamaba) era una “yegua carretonera que la habíamos rentado en una feria de Peñalolén. Apenas podía caminar esta yegua y a Pedro le costó mucho subir porque les tenía miedo a los caballos. Pensamos esta entrada no solamente por la dictadura y los campus tomados por los militares; estaba Federici de Rector. La Facultad de Artes existía a duras penas con toda la censura que había”. Así, montados desnudos y abrazados, decidieron que en este acto la Universidad se refundaría desde un lugar que los interpelaba, un lugar simbólico y material por donde entrara la clase obrera homosexual.

La disrupción se producía entonces al interior de los puntos neurálgicos de un espacio de Educación Superior donde la discriminación a la homosexualidad no daba tregua en medio de la represión política. Además, cuenta mientras en el Parque Forestal el invierno convoca nostalgias, “esta censura –también universitaria– había aumentado mucho más cuando llega el Sida a Chile”.

Casas, atropellando análisis y praxis, recuerda que “en ese instante decidimos refundar la Universidad de Chile, inventar otra forma de Universidad de Chile a la manera de Pedro de Valdivia cuando entra a Santiago. Entonces era como sexualizar también la figura de ‘Don’ Pedro de Valdivia arriba de un caballo. Además, desde otro lugar más lejano, que era tema de risa y conversaciones, se construyó una metáfora que aludía a Lady Godiva, esta mujer a la que la obligan a pasear desnuda por las calles del pueblo para luego morir apedreada luego de que le han inventado mentiras sobre su vida”.

Esa performance señera, antecedida y seguida por decenas de otras, densificaría la alianza que él y Lemebel tenían con el feminismo, la resistencia frente a la dictadura y la deconstrucción del patriarcado al transgredir la figura icónica de Pedro de Valdivia representada en “esta estatua horrenda que está en la Plaza de Armas; una estatua que no está en un pedestal, está sobre el piso, y por tanto es más amenazante que si estuviera arriba. Y, curiosamente, esta estatua se ubica en la misma esquina donde durante la época colonial estuvo la horca, donde se hacían los juicios públicos, lo que no deja de ser interesante”.

Pedro de Valdivia todavía está entrando a la ciudad, insiste al pensar en la colonia. “Mirando esta estatua (en Plaza de Armas), dijimos con Pedro: ‘hay que refundar la Universidad de Chile, pero vamos a tomar ese modelo’. Esto rara vez lo había dicho, es raro, pero ahora que recuerdo, con Pedro solíamos pasar mucho tiempo sentados en la Plaza de Armas y no dejábamos de mirar y mirar”.

En mayo, de paso en Chile, “Pancho” Casas volvió a sentarse en alguna banca de este espacio que los alcaldes y alcaldesas de turno suelen intervenir y que se ha peruanizado, dominicanizado, colombianizado para buena ventura de una parte del país que puja por construirse en y desde las diferencias. “Al volver experimenté un impacto visual, mi recorrido por la Plaza de Armas fue ahora realmente increíble”, dice, e imagina que “Chile cree que eso no le está pasando”.

El giro travesti

Cruzando el estereotipo, Casas se internó en el Amazonas para la performance Ese’eja y sus estrategias de transformación giraron. “Pedro Lemebel y yo trabajamos el travestismo como una forma de enfrentarse a los poderes”, como cuando, durante la proclamación de Patricio Aylwin como candidato a la presidencia de Chile para encabezar la transición, desplegaron el lienzo “Homosexuales por el cambio”, “una forma violenta en ese tiempo de visualizar un cuerpo que estaba oculto”. Era una forma de manifiesto en una época que requería esa habla. Pero el travestismo, dice, “hay que llevarlo a otros lugares” y se fundamenta en la tesis de la simulación que hay, por ejemplo, en Ensayos Generales sobre el Barroco, de Severo Sarduy.

“El travestismo va ahora en otros cuerpos, cuerpos menos garantizados, como el de los indígenas o en las migraciones; me preocupan los temas ecológicos, que son temas políticos, críticos”. En ese contexto, esta performance se conecta con el hecho de que grandes territorios del Amazonas están siendo devastados por la minería formal e informal. “Toda la minería informal, ilegal, financiada por las grandes mineras, está devastando, por los relaves, la selva entera; es lo mismo que pasa en Chile. Yo llamo un poco la atención sobre eso y su impacto en la contaminación del agua, las especies nativas y los humanos que van desapareciendo. Para eso yo me relacioné con tribus no contactadas. Tuvimos que pedir muchos permisos para ir a ese viaje. A medida que vas bajando ves el río contaminado entero y ves lo que pasa con sus habitantes”.

Por eso quiso travestirse en esos cuerpos, como el del indio yanomani, de Juan Downey, que da vuelta la cámara y por eso sigue travistiéndose, pero esta vez desde ese lugar. “Yo doy vuelta la cámara; yo ya me vestí de mujer y hoy eso no tiene ningún sentido, porque hay que hacerse la pregunta sobre de qué tipo de mujer te estás vistiendo, de la tonta, la de clase alta, la llena de joyas, la explotadora del mismo hecho de ser mujer que traiciona su propia femineidad, la burguesa detestable. Entonces el travesti ocupa ese lugar común y es hora de cuestionarlo. Yo doy un poco vuelta la tuerca y mi travestismo es hacia atrás, atrás, atrás”. Tan atrás como pudo llevarlo la ayahuasca al finalizar el viaje en la balsa río abajo.

¿Por qué nadie se viste de Aretha Franklin?”, se pregunta mientras sigue reflexionando sobre ese travestismo de mujer que hoy, y tal vez por ahora, ha dejado de lado al poner a la intemperie las categorías sobre clase y género naturalizadas por el neoliberalismo.

En Perú, relata, “no hay discriminación hacia los chilenos; amo la cultura peruana, a la poeta peruana Blanca Varela, amo todo. Chile reniega de la densidad cultural que existe en Perú”. Renegar es no querer enfrentar para encontrar. Así es como surge la alianza con Blas Isasi y entran al Pacífico con las letras rojas estampadas, sangrantes, en sus torsos desnudos: Roto y Cholo entran al mar en 2014. Y sobre ellos escribe la buena amiga de Casas, Diamela Eltit, bajo el título Las otras pa-t-rias.

Fotografía: Felipe PoGa

La censura no existe, mi amor

“Es imposible que haya censura”, dice y suelta una carcajada que antecede a la mirada fija, al desaliento de tanto caminar. La censura, piensa en medio del ambiente afrancesado que se levanta como coquetería chic frente al Museo de Bellas Artes, “se puede inventar para vender y hacer escándalo, pero la censura no existe porque no le interesa al sistema. En nuestra época, en los ‘70 y ‘80, había una censura que era peligro de vida. Ya lo vivimos”.

Y es que, concordamos, “uno de los grandes triunfos del neoliberalismo es que el otro ya no interesa y, por lo tanto, no hay censura; si alguien dice que ha sido censurado es que hubo una mala negociación de su parte porque no entendió el mercado. Es decir, negoció mal la edición, la exhibición. A nadie le interesa censurar porque hay otras formas de anular mucho más brutales. La censura no existe, mi amor”. No existe, sentencia, porque “te dicen ‘usted haga lo que quiera mientras llene bien el formulario’, y eso es lo que hacen muy bien los fondos de cultura, que lo han entendido así; el sistema lo ha entendido muy bien”.

El primer acto de censura en democracia que existió en Chile fue, recuerda, a Las Yeguas del Apocalipsis, y eso lo registró Carmen Luz Parot en “Censurados. Cuando se proclama a Aylwin en el Teatro Cariola, en 1989, está toda la prensa internacional y nacional, una sola fotografía se pudo rescatar, pero nada más. No hay nada más que eso”. Pedro y Francisco no estaban invitados a ese encuentro, pero ahí llegaron, con pluma, tacones y lienzo. “Cuando Ricardo Lagos va pasando, yo lo agarro y Pedro Lemebel lo besa en la boca. Todos los flashes se dispararon, pero no hay ninguna fotografía de eso”.

El ejercicio del poder tiene sus códigos y él se pasea por ellos con y sin disfraz. “Guarda el vestido de novia”, le dijo alguna vez la Presidenta Michelle Bachelet, cuando “ni la izquierda quiso dar apoyo al matrimonio homosexual”. “He tenido la oportunidad de entrar a instancias de poder a pesar de mí mismo”, dice quien tampoco deja de lado a los amigos, aunque les estampe mensajes desatados: “Ahora Carmen Berenguer se enojó conmigo porque no la quise apoyar con una carta para el Premio Nacional de Literatura; es que no apoyo a nadie, porque no creo en ese premio”. Cuando viaja aprovecha de ver a Carmen, la “tercera Yegua”, y a Diamela Eltit y Nelly Richard, a Sergio Parra y a Adolfo Bimer, un artista joven “que es como un hijo”, pero no visita a muchos más.

Chile sueña con su canal cultural

Ha pasado más de un año desde el anuncio de la creación de un canal de televisión cultural y educativo para nuestro país. A pesar de que su implementación ya se está discutiendo en el Congreso, no hay muchas certezas sobre sus contenidos, formas y líneas editoriales, lo que ha levantado dudas y suspicacias, pero también ha dado espacio a expectativas e ilusiones.

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