La actriz más longeva de Chile, que ha participado en más de 100 montajes a lo largo de su carrera, dice no tener deudas con la vida ni sentir que la vida las tenga con ella. A sus 95 años y a punto de participar en el re-estreno de Pobre Inés sentada ahí, de Alejandro Sieveking, Bélgica Castro recuerda con nostalgia la ética de un Teatro Experimental en que todo tenía que salir perfecto, pues el respeto al espectador estaba antes que todo.
Por Ximena Póo | Fotografías: Alejandra Fuenzalida
“¿Sientes vértigo? Es que no a todos les gusta ver desde aquí; mira, mira hacia abajo, ¿lo sientes?”. Bélgica Castro se asoma a su balcón, el mismo que por décadas le da los respiros para seguir actuando con la rigurosidad asumida desde el primer día. Desde este balcón, el Cerro Santa Lucía y la Alameda de reojo permiten imaginar cómo se fue construyendo la República y cómo también se fue destruyendo. Desde aquí ella sintió el espanto, mientras bombardeaban La Moneda y salió con destino a Costa Rica, por más de una década. Asomada a este espacio, pequeño, pero con un cerro inventado por jardín, recobraría la esperanza.
En su departamento, donde comparte una vida larga de sesenta años con Alejandro Sieveking, todo es teatro y cada cosa se transforma en un artefacto dispuesto en función de una escena que ya cumple 95 años, la edad de Bélgica, fundadora del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, que este año celebra 75 de vanguardia mientras busca reposicionar su historia y plantear su futuro al profundizar su posición crítica como Teatro Nacional Chileno.
Caballos de madera, gallinas de loza, pinturas y grabados, cristos sin cruces, giran en este espacio donde Bélgica recuerda su infancia en Temuco, sus estudios en el Instituto Pedagógico y cómo nunca llegó a hacer una clase de castellano porque el teatro de Pedro de la Barra la capturó para siempre. Vive sola con Alejandro y un gato, Alyosha Karamazov, que discrimina, dice ella, a quienes saben de gatos y a quienes no.
Bélgica ríe y mucho. Ya no tiene deudas con la vida y la vida no las tiene con ella. Hija de anarquistas españoles, mantiene intacta la vitalidad de los 20 años. No basta que ella lo diga, se nota y más a pocos días del re-estreno de un montaje escrito por Alejandro, Pobre Inés sentada ahí. La vida, bien lo saben ellos, es comedia y tragedia, todo en el mismo continente de horas que persigue el día. Lo saben porque hace poco han despedido a un amigo, el dramaturgo Juan Radrigán, homenajeado en octubre, con aplausos y conjuros.
“Pedro de la Barra era mi maestro y él, una persona muy seria, siempre nos decía que había que hacer lo mejor, todo perfecto, perfecto, porque el respeto al público estaba primero que todo. Nosotros sabíamos que era necesario hacerlo porque al salir del teatro la gente se llevaba algo, eran mejores que antes”, recuerda sobre los inicios del Teatro Experimental (que estrena su primera obra el 22 de junio de 1941).
Mario Cánepa recogió en su obra Historia de los teatros universitarios la visión que el mismo Pedro de la Barra, primer director del Teatro Experimental, buscaba transmitir: “El espectáculo teatral no es obra de uno como en la poesía o la novela. Intervienen directores, actores, autores, escenógrafos, electricistas, etc., también participa el público como materia importantísima. ¿Tenemos nosotros estos elementos? La respuesta sería están, existen, pero en potencia. Formémoslos, pero no haciendo trabajar mecánicamente a los aficionados en obras grotescas e insubstanciales que no estimulan la sensibilidad ni dejan enseñanza alguna. Se necesita gente nueva que recupere esta generación e inspirarla en valores de alta calidad estético-moral. Es preciso promover un sentimiento amplio y serio que no quede en el autor o el actor, sino que abarque los múltiples problemas del teatro”.
En el teatro-escuela experimentaban con autores de la talla de Stanislawsky, Piscator, Antoine y Copeau. Rescataban clásicos y la dramaturgia chilena, y los instalaban en medio de una sociedad que también experimentaba cambios. Junto a Bélgica, hace 75 años sus fundadores fueron, entre otros, Eloísa Alarcón, Chela Álvarez, José Angulo, María Cánepa, Abelardo Clariana, Héctor y Santiago del Campo, Edmundo de la Parra, Gustavo Erazo, Fanny Fischer, Enrique Gajardo, Héctor González, Kerry Keller, Hilda Larrondo, Luis H. Leiva, Jorge Lillo, María Maluenda, Coca Melnick, Moisés Miranda, José Ricardo Morales, Inés Navarrete, Óscar Navarro, Flora Núñez, Pedro Orthus, Oscar Oyarzo, Roberto Parada, Domingo Piga, Oreste Plath, Héctor Rogers, Agustín Siré, Rubén Sotoconil, Domingo Tessier y Aminta Torres.
“A una no le pagaban y sólo lo hicieron luego de tres años de trabajo, pero yo estaba fascinaba con el teatro, que antes de De La Barra no había hecho nunca. Yo aprendí a actuar con él y después me casé con Alejandro. Hacer teatro significaba aprenderse cosas de memoria y decirlas, y yo estaba tan contenta. Una se sentía muy comprometida, porque una, nos decía él, estaba mejorando a la que gente que nos veía. Y hasta el día de hoy lo único que hago es eso, teatro”, dice Bélgica, porque, agrega, “una tiene que tener consciencia de lo que significaba la obra para el público”.
Ella, con ese nombre único, ha sido marcada por el respeto a la dignidad de la condición humana. “Yo soy una persona de izquierda y teníamos que ser perfectos porque éramos corresponsables de quienes estaban mirando, y yo sigo igual, como siempre. A mí me hizo bien leer mucho desde niña, con dos hermanas más y un hermano. Mi papá le puso Floreal porque había nacido en primavera; yo crecí respetando a los pobres y rodeada de libros”, recuerda, y ambas nos quedamos mirando el caballo en el papel de Delia del Carril, la Hormiguita, que parece moverse en esta casa suspendida entre lo que fue y lo que viene.
“El golpe fue espantoso y nos fuimos. Pero nos fuimos paulatinamente, porque antes de Costa Rica pasamos por varios países. Allá fundamos el Teatro del Ángel. Fue una experiencia muy buena, porque para empezar no había ejército y eso me daba una gran felicidad. Pero decidimos volver porque este es nuestro país. Cada vez que volví la gente me abrazaba en la calle; es gente muy cariñosa y que recuerda”. Se hubiesen quedado en Centroamérica, pero ella decidió, atea por formación y convicción, creer en Chile. Y no volvieron a irse.
Respetar las palabras
Los clásicos españoles, especialmente La Casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, la siguen conquistando, pero también Antón Chejov. No le gusta la televisión, la encuentra “demasiado fácil”, y por eso nunca aceptó un papel para la pantalla chica, pero sí para la grande y bajo la dirección de Sebastián Silva actuó en La vida me mata (2007) y Gatos viejos (2010), donde Silva trabajó con Pedro Peirano, periodista egresado de la U. de Chile.
Le gustó el cine y que esta última película se filmara en su casa. A cada uno de los visitantes cinematográficos los hacía probar el vértigo del balcón y la buena conversación junto al ritual del café. “Donde voy tengo una cosa de directora en la cabeza; no escribo, pero me gusta que los directores respeten lo escrito por el dramaturgo y que todos respetemos al público”, reconoce Bélgica, Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales (1995), cuando reflexiona sobre su condición de trabajadora cultural.
Aquí es cuando las miles de imágenes que ella y Alejandro atesoran del teatro chileno comienzan a girar en medio de esa mezcla virtuosa que logra arte, sociedad, política. Una mezcla que no aturde, sino que más bien construye lucidez. Esas fotografías, como la de Bélgica con Salvador Allende captada mientras él era candidato a la presidencia, despuntan entre libros y colecciones que pueblan cada recorte del tiempo.
“Hasta que nos alcance la vida”, dice Alejandro antes de despedirnos. Y Bélgica ríe más fuerte con ojos y boca, porque alcanzará para mucho más, más obras, más vértigos negados, para más gatos y más Alamedas que, de reojo, desde aquí se puedan ver cubiertas de marchas ciudadanas. Porque, insiste Bélgica y miramos con ella, “desde mi balcón veo caminar a Chile”.