Encierro y libertad en pandemia. Reflexiones que se desplazan

La experiencia de este encierro la hemos vivido como claustrofobia. Una experiencia que, mirada históricamente, la sufrieron distintos colectivos considerados más objetos que sujetos. Bien lo saben las mujeres. Caminar a voluntad. Libertad libre. Sin rumbo. Cuanto valor tiene cuando no se tiene. ¿Es apagar la cámara del computador el último refugio de nuestra libertad?

Por Alejandra Araya Espinoza

Escucho atentamente las reacciones y comentarios de mi círculo cercano, familiar y de amistad en esta cuarentena. Retengo esas conversaciones porque nos muestran la estrecha relación o el nudo que ata a los imaginarios con los hábitos cotidianos, que son también los míos. Un hábito llega a serlo cuando ya no pensamos en si es adecuado hacer algo o no, lo hacemos porque lo hemos incorporado por su carácter de norma que nos trae algún beneficio, como lavarnos los dientes con una herramienta adecuada para ello y un producto cuya aplicación permite concretar el bien: limpiar, higienizar o embellecer. Introducir el hábito es un proceso histórico, cambiar los hábitos también; es tiempo, es repetición. Es solo cuando ese hábito queda en suspenso, en entredicho, o se cuestiona, que nos damos cuenta de que lo teníamos internalizado a tal punto que no pensábamos en él o no lo veíamos. O nos damos cuenta de que no lo teníamos. Cuando hablamos de la libertad, seguramente —y también lo pienso como sujeta que adhiere a algunos principios de la modernidad occidental— nos causaría una cierta reticencia pensar en ella como un hábito. Si puedo salir o no de mi casa, caminar con o sin permiso, quién puede impedírmelo y quién no, o con qué objetivo, quisiéramos pensar que son decisiones propias y en primer lugar el ejercicio de un derecho humano, inalienable.

(Quizás la palabra se siente —mientras se leen estas líneas— como un pulso, un deseo irresistible de…). En el tiempo que nos toca vivir, habitamos un territorio en el que —por Estado de Excepción Constitucional de Catástrofe y por efecto del toque de queda y las cuarentenas obligatorias— se ha suspendido el ejercicio de la libertad entendida como libre desplazamiento, pero quizás se ha suspendido algo más que eso.

En la primera cuarentena total para Santiago, una niña de ocho años reflexionó: «ahora entiendo lo que es estar presa». Pero esa misma niña había entendido mucho antes que, respecto de otras personas llamadas adultas, ella no podía disponer de sí misma para entrar o salir de su casa, o para diseñar algunos momentos del día, o para hacer el uso de la palabra. Otras mujeres que habían nacido a lo largo del siglo XX podían ejercer autoridad solo en un espacio que se ha llamado casa y en ese lugar que se ha asociado a lo doméstico y al cuidado de otras personas. Pero al cruzar la puerta, parece que dicha autoridad no era suficiente para ejercer su propia libertad. O quizás que, de un modo cruel, ese simple desplazamiento a voluntad por un espacio llamado público, las hiciera más un objeto que una sujeto de derechos y que su acción se entendiera como un uso errado de la libertad, un libertinaje. Como muchos feminismos han dicho, las mujeres siempre han vivido con toque de queda.

En 1886, un 25 de diciembre, una joven mujer llamada Eloísa Díaz defendía su memoria para graduarse como la primera mujer médica de América del Sur, y le dijo al “tribunal”: “vedado estaba a la mujer chilena franquear el umbral sagrado del augusto templo de las ciencias. Pero los tiempos cambian… Una barrera estaba franqueada, quedaba aun otra que salvar que no era menos penosa, menester era obtener el pase de la sociedad para que la niña pudiese salir del hogar y llegar, sino con satisfacción manifiesta suya, al menos sin su reprobación, al santuario de las letras y de las ciencias para volar a él sin que se la mirase a su vuelta con recelo y de reojo”. ¿La incomodidad que generó su presencia en un territorio para hombres definió su tema de memoria? ¿O fue un gesto de libertad, en tanto insolencia pensada, el que Eloísa les hablara sobre un tabú: la menstruación?

Si la libertad es también la experiencia de un cuerpo que se desplaza, dicha condición nos hace iguales a cualquier otra especie animal, y también determina que tan libres e iguales son las personas con dificultades para moverse de forma autónoma (en una silla de ruedas o como anciano). Las personas esclavizadas, en el derecho civil de tradición romana, ocupaban un lugar en el patrimonio económico en la misma calidad que el ganado animal pues eran semovientes: se movían por sí mismos. No aplicaba para ellas la categoría de “persona”. Existen movimientos en defensa de la vida animal que demandan extender dicha categoría a todo ser viviente. Un día de estos, al hacer uso de un permiso temporal individual de desplazamiento general de dos horas y caminando por un parque experimenté la paradoja de sentir que un perro tenía más derechos que una niña (me pidieron que me retirara por detenerme allí con una de ella de la mano). Una señora me dice —frente a una frase de disgusto que se arrancó de mis labios— “si tiene derecho (su perro) a hacer caquita”. Y pensé, quizás tiene más derecho a rebelarse contra la domesticación.

Vivimos una pandemia que protagoniza un virus sin patrón de comportamiento, que ejerce una libertad aleatoria que nos desplaza por un territorio incierto y agobiantemente real. Confinamiento/desconfinamiento. La experiencia de este encierro actual también la hemos vivido como claustrofobia. Las monjas, a las que asociamos con la palabra claustro, hasta el siglo XIX (cuando aparecen las órdenes de vida activa para mujeres) debían sumar a los votos de pobreza, obediencia y castidad, el de clausura. Un voto con sesgo de género, fundamentado en que la mujer lo era por tener un cuerpo cuya sensualidad se extendía por toda la piel. Era mejor cubrirlo, aprisionarlo, ajustarlo y, en el caso de las monjas, que muriera al mundo. Para algunas, esta opción, sin embargo, liberaba pues quitaba ese cuerpo del mercado de los intercambios matrimoniales-sexuales, y les permitía autogobernarse, dedicar tiempo a otras cosas, administrar bienes y gobernar sobre otras.

Alejandra Araya.

Caminar a voluntad. Libertad libre. Sin rumbo. Cuanto valor tiene cuando no se tiene. Pero también es cierto que, teniendo dicha libertad, no la ejercemos lo suficiente y no la situamos. ¿Libertad para ir a comprar, ese es el máximo de la libertad que se desea? Muchos se han desplazado a lugares no citadinos para volver a sentir en el cuerpo la experiencia de la libertad. Pero solo algunos pueden ejercerla e invaden los espacios de otros con sus privilegios. Y los automóviles, que ni siquiera se mueven por sí mismos, parecen tener más derechos que la especie humana pues ante cualquier obstáculo en su camino se protege su derecho a desplazarse con el uso de grandes recursos colectivos que sostienen a los aparatos de Estado que hacen funcionar semáforos y despejar las calles. Esos mismos aparatos de Estado pueden llegar a decir que la libertad no es libre para expresarse y disponer de cuerpos armados para sofocarnos o enceguecernos (literal). El proyecto de ley anti-capucha nos habló de nuestra profunda tradición autoritaria y colonial de control social. Existieron bandos de buen gobierno durante los siglos XVII y XVIII que prohibieron los velos en los rostros de las mujeres (peligro de travestir la identidad de género y de clase), lo que se extendió a las mantillas y rebozos (sobre esto, un clásico y maravilloso libro es Velos antiguos i modernos en los rostros de las mugeres sus conueniençias i daños : ilustración de la Real Premática de las tapadas…). También, si dictaron prohibiciones al embozamiento (cubrirse la cara hasta los ojos) masculino, en particular de noche, las reuniones de más de tres y la vagamundería —eso de andar libre de lazos de dependencia por el mundo (solo para hombres)— se hizo sinónimo de ociosidad y peligro. (Estos han sido por años mis temas de investigación, disponibles aquí y en el libro Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile colonial).

Pero esa historia parece reírse de sí misma con el actual uso obligatorio de la mascarilla facial en espacios públicos y en lugares cerrados con afluencia de muchos. Al mismo tiempo, el uso de algoritmos de reconocimiento facial para control de seguridad y vigilancia en diversos regímenes “liberales” como el de Estados Unidos o comunistas como el de China, nos recuerdan que el hábito de mirarse al espejo no es igual a mirar a una cámara y que lo que vemos quizás es mucho más un reflejo de nuestros prejuicios sociales que de nuestra individualidad. La investigadora en tecnología del MIT Joy Buolamwini, que detectó el sesgo racial en dichos algoritmos, se transformó en activista de derechos civiles pues, para ella, el rostro puede ser, y cito una frase de la película Prejuicio cifrado de Shalini Kantayya, el último refugio de nuestra intimidad. Y quizás de nuestra libertad: apagar o encender la cámara de tu computadora personal.

El agua en el Chile que viene

Parece existir consenso en que hay que modificar el Código de Aguas, no solo para corregir las incongruencias que existen entre este cuerpo legal y la Constitución, sino también para considerar aspectos como el cuidado de glaciares, los efectos del cambio climático y varios ámbitos que van más allá del uso agrícola, como la minería, la producción industrial, la prestación de servicios públicos y otras materias relativas a la contaminación por efectos del uso indiscriminado de agroquímicos y de fertilizantes.

Por Roberto Neira

El agua cumple tres roles esenciales para la sostenibilidad del desarrollo planetario: permite y asegura la vida y la salud de las personas, permite la sostenibilidad del desarrollo económico y asegura la sustentación de los distintos ecosistemas mundiales. A pesar de este papel insustituible para la vida en el planeta, se está convirtiendo en un recurso cada día más escaso y susceptible de recibir contaminación, tal como lo hacen el suelo y el aire.

Esta escasez se hace más patente si consideramos que el agua dulce solo representa el 3% del agua existente en el planeta y que solo el 0,6% está disponible para uso humano. Basta con señalar que cada persona requiere diariamente de dos a cinco litros de agua para beber, y de 3.000 a 5.000 litros para producir los alimentos que consume.

Solo en el último medio siglo el agua ha sido considerada como un recurso escaso para la humanidad, lo que ha ocurrido en la medida en que su consumo ha ido creciendo a ritmos insostenibles en relación con la real disponibilidad, provocando un deterioro creciente de las cuencas hidrográficas del mundo. A ello se ha sumado el efecto del cambio climático, el cual está aumentando los períodos de sequía, concentrando la distribución anual de las precipitaciones y generando eventos meteorológicos extremos y catástrofes naturales, que no eran frecuentes, por lo menos, desde que se tiene registros climáticos.

Ilustración: Fabián Rivas

A nivel global, la agricultura es el sector que más agua dulce demanda —cerca del 80% del total—, y empieza a enfrentar serios problemas para su crecimiento sostenible. Chile no está ajeno a esta situación, donde la agricultura es uno de los sectores más afectados. Un informe publicado en agosto de 2019 por el Instituto de Recursos Mundiales —organización no gubernamental con sede en Estados Unidos, dedicada a investigar la administración sostenible de los recursos naturales—​, señala que Chile se sitúa en el lugar 18 entre 164 países que poseen un alto nivel de estrés hídrico en su agricultura, siendo el único país latinoamericano que está en esta condición.  Alrededor de un tercio de los cultivos de riego enfrentan estrés hídrico alto. Dado que el agua de riego generalmente proviene de las mismas fuentes que se utilizan para los hogares y para los servicios de energía, minería y otros, en un escenario de bajo suministro y de alta demanda, surge una brutal competencia por el agua, especialmente cuando su gestión es deficiente.

En Chile, hay un acoplamiento claro entre el crecimiento y desarrollo con el uso del agua. En los últimos 30 años, el producto creció más de tres veces, estimándose que aproximadamente el 60% del PIB, especialmente el sector exportador, depende del agua. Estudios realizados por nuestros académicos durante más de 30 años señalan que el fenómeno de disminución de precipitaciones y aumento de temperaturas, que se manifiesta en gran parte de Chile producto del cambio climático, agudizará el problema. Por ello, una de las tareas fundamentales que enfrenta el Estado chileno actualmente es definir una Política Nacional de Recursos Hídricos, que permita optimizar el uso del recurso para minimizar los déficits.

Esta tarea, sin embargo, es compleja y requiere de las mejores capacidades técnicas y de acuerdos políticos basados en una mirada de largo plazo y que tome en cuenta la historia. Una de las cuestiones mas importantes es que el Derecho de Aprovechamiento de Aguas es un derecho que otorga al titular el uso, goce y disposición de las aguas. Es interesante hacer notar que los Códigos de Agua de Chile, de 1951, 1967 y 1981 han definido al agua como un bien nacional de uso público.

Hoy estamos en plena discusión para reformar el Código de Aguas vigente, pero esta discusión deberá hacerse a la luz de la nueva Constitución Política del Estado, ya que ella deberá contener modificaciones importantes que posibiliten cambiar el Código de Aguas. Ello, porque que la actual Constitución señala que “Los derechos de los particulares sobre las aguas, reconocidos o constituidos en conformidad a la ley, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos”. Esta disposición está en abierta contradicción con lo señalado precedentemente, ya que el Código de Aguas señala que el agua es un bien nacional de uso público.

Las reformas que requiere el Código de Aguas deben propender a priorizar el consumo humano, preservar el patrimonio ambiental del país y aumentar las potestades del Estado para controlar el cumplimiento de las normativas. Una de las limitaciones principales del actual sistema es que la gestión del agua no está integrada a nivel de cuencas, y las capacidades de gestión del recurso resultan muy asimétricas a lo largo del país. En este escenario, se dificulta hacer frente a la progresiva competencia por el agua, a la creciente contaminación de sus fuentes y, en general, la creciente demanda sobre los recursos hídricos.

 El actual Código de Aguas no facilita la gestión adecuada del agua, ya que considera que el agua es un bien económico, pero el único instrumento económico que consagra es el del mercado del agua. No hay ni cobros por su uso, ni impuestos específicamente vinculados al agua, ni pagos por descargas de aguas servidas. En general, puede decirse que existe una gratuidad en la mantención o tenencia del recurso, en su uso y en la generación de efectos externos. De acuerdo con el actual Código, se otorgan a particulares Derechos de Aprovechamiento perpetuos, además, tanto los derechos concedidos por el Estado como los reconocidos por este gozan de una amplia y fuerte protección y están amparados, como ya se ha dicho, por las garantías constitucionales relativas a los Derechos de Propiedad. Este es un caso único en los países de la región y constituye una limitación seria para hacer modificaciones al Código de Aguas, el cual consagra, además, una total y permanente libertad para su uso, pudiendo los titulares de los derechos destinarlos a las finalidades que deseen; transferirlos en forma separada de la tierra para utilizarlos en cualquier otro sitio y uso; y, comercializarlos a través de negociaciones típicas de mercado, como venderlos, arrendarlos o hipotecarlos.

Parece existir en el país concordancia en que hay que modificar el Código de Aguas, no solo para corregir las incongruencias ya señaladas entre este cuerpo legal y la Constitución, sino también para considerar aspectos que no están incluidos, como el cuidado de glaciares, los efectos del cambio climático y varios ámbitos que van más allá del uso agrícola, como son el uso del agua para la minería, producción industrial, la prestación de servicios públicos (agua potable, por ejemplo), la disposición de las aguas servidas y otras materias relativas a la contaminación por efectos del uso indiscriminado de agroquímicos y de fertilizantes.

Por ultimo, el Código de Aguas debe hacer que el Estado asuma un rol mucho más preponderante en la fijación de políticas publicas inclusivas, coherentes y que estimulen la inversión privada. Para ello se requiere elaborar un plan de desarrollo de largo plazo y que garantice la equidad en la distribución del agua, priorice su uso, dote al Estado de herramientas de diagnóstico y control que estimulen el uso de nuevas fuentes de agua —como la desalinización— y que incentive la investigación agrícola para desarrollar técnicas más eficientes de riego, plantas más resistentes a la sequía y sistemas de cultivo menos dependientes de los avatares climáticos.

Una parte importante de la crisis hídrica que está viviendo la agricultura chilena deriva de la falta de inversión en infraestructura de riego. Los 35 embalses regulatorios existentes en el país, que han sido construidos por el Estado en casi su totalidad, solo regulan el 30% de las aguas disponibles para riego en el país.

«La mirada incendiada»: ¿Quién tiene el copyright de la memoria?

La polémica suscitada a partir del estreno de la nueva película de la directora Tatiana Gaviola —inspirada en la figura de Rodrigo Rojas de Negri y su trágico final a manos de agentes del Estado, en 1986— invita a preguntarnos sobre las siempre tensas relaciones entre la ficción y la historia, la libertad creativa de las y los cineastas y la responsabilidad que conlleva representar temas vinculados a la memoria personal de una familia y a la memoria histórica de un país.

Por Antonella Estévez

Desde sus inicios, el cine ha tenido interés por poner en pantalla relatos que vienen del espacio histórico para ficcionarlos y volverlos atractivos al formato cinematográfico. Entre las películas producidas durante las primeras décadas del cine figuran varias basadas en la vida de reconocidos personajes públicos; incluso algunas de las mayores joyas del cine mudo son cintas que, hoy consideraríamos, se enmarcan dentro del género histórico, como El acorazado Potemkin, de Sergei Eisenstein (1925), Napoleón, de Abel Gance (1927) o la polémica El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith (1915).

Ese interés por convertir en cine hechos de la vida real se transformó en una tradición fructífera que tiene expresiones múltiples y diversas hasta el día de hoy, dando a conocer masivamente sucesos escogidos desde el punto de vista particular del equipo de realizadores que construyen esa narración. Este ejercicio cinematográfico de relatar el pasado se encuentra en tensión con el relato histórico, que como bien se sabe, también es un constructo narrativo. Con toda la rigurosidad que le caracteriza como ciencia social, y confiando en la experticia de los historiadores e historiadoras para acceder y dar a conocer el pasado de la manera más cercana posible a los hechos, la historia también es una construcción, ya que el pasado se nos escapa en toda su complejidad.

Como señala el teórico español Vicente Sanchez-Biosca, “la historia no son los hechos acontecidos en el pasado; es un discurso (en realidad, un conjunto casi infinito de discursos) que trata(n) de explicarlos, conectarlos inscribiéndolos en cadenas casuales que otorgan sentido”. Entonces, cualquier discurso histórico se traza desde el presente y se enmarca dentro de las posibilidades de comprensión que tiene ese presente cultural, el que define la mirada de investigadores e investigadoras respecto al pasado. Así, la noción que tenemos de éste es una que bebe de diversas fuentes, que se complementan o que se oponen, lo que genera múltiples miradas posibles.

Imagen de «La mirada incendiada» – Crédito: Ocoa Films

Ya a mediados de los años 70, el recién fallecido historiador francés Marc Ferro propone que el relato cinematográfico es parte fundamental de la construcción de imaginarios y que, por lo tanto, se le debe considerar también histórico: “¿La hipótesis? Que el film, imagen o no de la realidad, documento o ficción, intriga auténtica o pura invención es Historia. ¿El postulado? Que lo no ocurrido, las creencias, las intenciones, el imaginario del hombre son tan Historia como la Historia”, escribe en el libro Cine e Historia (1980). Una idea similar plantea Pierre Sorlin, otro de los grandes teóricos de la díada cine-historia, quien señala: “La pantalla revela al mundo no como es, evidentemente, sino como se lo comprende en una época determinada”.

Siguiendo ese hilo de pensamiento, toda obra cinematográfica es histórica —no solo las que se basan en hechos del pasado— si consideramos que su existencia está condicionada por las posibilidades tecnológicas y discursivas del momento de su creación; de la misma forma en que toda obra cultural es contextual, emana de una cultura específica y, por lo tanto, está definida por las ideologías y las intenciones —implícitas o explícitas— de sus realizadores al momento de su desarrollo.

Cuando hablamos de películas inspiradas en hechos del pasado, específicamente, podríamos decir que conllevan un doble discurso histórico, ya que son producidas en un contexto determinado —que define sus posibilidades materiales y discursivas— y porque desarrollan operaciones de enunciación de un discurso histórico que nos remite al pasado desde una mirada “contemporánea”. De hecho, y ya acercándonos a la película que nos convoca, una de las cosas que la cineasta Tatiana Gaviola ha dicho respecto a La mirada incendiada es que el relato central de esta película —el asesinato del joven fotógrafo Rodigo Rojas De Negri— hoy adquiere un nuevo nivel de significado ante las recientes vulneraciones a los derechos humanos por parte de las fuerzas del Estado durante el estallido social, con casos como los de Fabiola Campillai y Gustavo Gatica. Es este presente desde el que se lee la película el que determina la lectura que podamos hacer del hecho histórico que nos propone.

Dicho lo anterior, entendemos el cine histórico como ese género cinematográfico que gira en torno a la narración de uno o varios hechos históricos reales. Al ser un ejercicio creativo, posee cierta pretensión de historicidad, pero normalmente incluye muchas licencias creativas para hacer más atractiva la historia al público contemporáneo a la producción. A lo largo de los más de 130 años de cine, hacer películas basadas en hechos conocidos o notables del pasado ha sido una herramienta ideológica eficiente para decir desde el pasado cosas hacia el presente, y muchas veces también, ha sido utilizado como método de propaganda.

Y aquí es donde aparece la responsabilidad ética de los cineastas y lo que ha estado en discusión respecto a La mirada incenciada. Personalmente, creo que cualquier creador o creadora tiene la absoluta libertad de contar la historia que quiera, como quiera, pero que eso tiene costos que se deben considerar y asumir. Pensemos en dos ejemplos del cine chileno reciente: en No (2012), de Pablo Larraín, la película sostiene la tesis de que fueron los publicistas de la campaña del No los verdaderos artífices de la victoria en el plebiscito de 1989, dejando fuera de la narración toda la potencia del movimiento social que impulsó a la población a votar para sacar a Pinochet.

Imagen de «La mirada incendiada» – Crédito: Ocoa Films

Esta cinta logró gran connotación internacional, y hay personas fuera de Chile y jóvenes en nuestro país que están convencidos de que las cosas fueron tal como las cuenta Larraín, porque no tienen otros antecedentes. Por otro lado, está Violeta se fue a los cielos, de Andrés Wood (2011), filme basado en el libro de Ángel Parra y que se enfrentó a la mirada que otra de las hijas de Violeta tenía sobre su madre. Recuerdo haber entrevistado a Wood en la época del estreno, y frente a esta situación, señaló que no pretendía haber construido el discurso último sobre esta gran artista nacional, que la Violeta de su película era “su” Violeta y que podía haber tantas miradas sobre ella como personas que la conocieron o que han seguido su arte. En ambos casos, me parece que los realizadores tienen la libertad de tomar hechos históricos y construir a partir de ellos relatos que les parezcan atractivos de contar, pero no podemos negar que hay una responsabilidad en lo que escogen mostrar y dejar fuera, ya que el cine, más que ningún otro relato contemporáneo, tiene el poder de instalarse como recuerdo en la subjetividad de la audiencia, como lo plantea Pilar Aguilar.

La mirada incenciada se centra en un hecho dramático de la dictadura. El denominado “Caso quemados” se transformó en un símbolo de la brutalidad policial y las violaciones a los derechos humanos de ese período, por lo que, al acercarse a la figura de Rodrigo Rojas de Negri, la realizadora se estaba enfrentando a un nombre que está acompañado de un imaginario específico en parte importante de la población chilena. De ahí que las decisiones narrativas que tomó a la hora de contar esta historia colisionan con la imagen que ya está instalada en nosotros.

Existe una tensión entre los relatos respecto de la participación de la familia en el proceso de la película. Gaviola dijo en una entrevista dada a El Mostrador que ella le escribió a Verónica De Negri cuando comenzó a trabajar la película y que fue la madre de Rodrigo quien no quiso hablar con ella. Por otra parte, Veronica De Negri ha señalado que no había sido consultada ni había tenido ningún tipo de participación en la película, como afirmó en La voz de los que sobran. La cineasta, luego, señaló en Radio Universidad de Chile que “la película fue realizada a partir de una investigación en la que se contemplaron antecedentes del contexto y entrevistas a familiares del joven fotógrafo”, mientras que Veronica de Negri insistió en La voz de los que sobran —y luego de un proceso que incluyó abogados para poder ver la película antes del estreno— que la producción había ignorado la visión de la familia y que la cinta “es una burla al máximo de la memoria histórica, no solo a la familia, sino que a todos los muertos en dictadura”.

Esta polémica es relevante porque influye tanto en el sentido que cada cual le dará a la existencia de esta película, como en la recepción que se tenga de ella. Gaviola escogió inspirarse en la figura de Rodrigo para contar una historia intimista, centrada en los vínculos familiares e instalando la narración en el contexto de una clase media desde la que el protagonista va descubriendo los horrores de la dictadura. La mirada incenciada le da mucho espacio a las relaciones entre los personajes secundarios para crear una idea de lo cotidiano de esos años, ficcionando este mundo desde una voz en off imaginaria de Carmen Gloria Quintana, sobreviviente del atentado, y quien habría colaborado con Gaviola en el desarrollo de la película. A pesar de que hay un par de escenas al respecto, en la película hay poco espacio para comprender la pasión de Rojas por la fotografía y su interés en el rol político del registro. Tampoco hay una construcción sostenida de la movilización social y la represión, por lo que la escena del asesinato resulta especialmente impactante no solo por lo que muestra, sino porque sale de tono con respecto a lo que se venía contando.

A pesar de que existe el prejuicio de que el cine chileno ha hablado constantemente sobre la dictadura y sus secuelas, según una investigación del portal web cinechile.cl solo el 14% de las películas —de ficción o documental— de los últimos 20 años han tocado este tema. Mientras no tengamos un Estado que se haga cargo de manera seria de impartir justicia, el arte ha tomado un papel fundamental para, por lo menos, hacer memoria y ayudarnos a recordar a las víctimas y reflexionar sobre lo que somos y cómo llegamos hasta acá. En este sentido —e insistiendo que la libertad creativa es un valor—, me parece que, frente a ese rol tan importante en un país herido, las y los creadore/as deben asumir la responsabilidad que tienen en la construcción de relatos y la generación de memoria. Como dice Chimamanda Ngozi Adiche: “Las historias también se definen por la manera en que se cuentan, quién las cuenta, cuándo las cuenta, cuántas se cuentan (…). Todo ello en realidad depende del poder. Poder es la capacidad no solo de contar la historia de otra persona, sino de convertirla en la historia definitiva de dicha persona”.

Instituto Nacional: Lo que no cambia se detiene y muere

Labor omnia vincit, el trabajo todo lo vence, es el lema del Instituto Nacional. Pero el trabajo no puede vencerlo todo. No vence el odio a los pobres, a los mapuche, a les LGBTIQ+, a los mediocres, a los normales. Porque ser un institutano no era ser normal, éramos una élite que debía guiar al país. Una élite sin mujeres. El institutano tenía que ser macho, líder, valiente, bueno para los combos. Por suerte, la mayoría no lo fuimos. Con la llegada de niñas, todo será distinto. Para hacer su propio Instituto, tendrán que destruir el que vivimos nosotros. 

Por Juan Manuel Silva

Hay mucho instinto en el hábito y mucho hábito en el instinto. Somos solo animales o no tan solo animales. De algo así habla la extraordinaria nueva novela de Cristian Geisse, Sapolsky, que indaga en los principales problemas humanos mediante el comportamiento de los simios. Lo menciono porque esta novela trata de la oscura cárcel de los atavismos. Y cuando pienso en atavismo, vienen a mi cabeza los años del Instituto Nacional; el mismo que ahora se hincha con el eco de su rotunda vejez, en la calle Arturo Prat número 33, y ha dejado de ser, por fin, un colegio exclusivamente de hombres.

Vengo de una gris generación de personas que vivió su niñez entre lo que debió y pudo y lo que puede y deberá ser; en ese momento y antes incluso muchos quisieron que fuera mixto, aunque algunos apoderados e inspectores hablaran de que el Instituto se transformaría en una maternidad, en un caos.

Algunos logramos la mezcla, pero siempre fuera del liceo. Y aunque no estuviéramos todo el día metidos ahí, entre 1995 y el 2000 toda mi vida giró en torno a ese edificio. Nos juntábamos a leer, conversar, escuchar música o a pasar el rato en esos largos pasillos que al principio nos parecieron de terror, luego nos aburrieron y, al menos para mí, terminaron siendo parte de la tibia materia del inconsciente.

Queríamos que la educación fuera un derecho, entre otras tantas garantías inalienables. Marchamos, desde luego, pero nunca se nos pasó por la cabeza que pudiese ser gratuita. Evidente, era lo justo, pero este país recién estaba saliendo del hoyo y quizás por cuánto tiempo no sería posible. Queríamos mezclarnos para entender qué cosa había pasado con las compañeritas con las que jugábamos en la básica. Por qué hacían otras cosas, se vestían distinto y pensaban de manera tan diferente. De haber podido imaginar una realidad distinta, hubiésemos protestado desde el día uno por esto. Pero no fue así.

Si el gran objetivo de los liceos es que la mayor cantidad de alumnos entre a la universidad, ni lo creativo ni lo colectivo tienen espacio en esta búsqueda, la que, por cierto, está cifrada en la violencia y el control, formas y mecanismos obsoletos que hablan de una sociedad estratificada y sin diálogo que ha comenzado a desmoronarse. Pero quedaban política y poesía. Eran los muchachos que viajaban por toda la ciudad para aprender, para conocer a otros chiquillos, para jugar, para pelusear. Éramos una manada de simios, ciertamente, iguales al resto, salvo en la voluntad de ser distintos, sin saber muy bien por qué. Lo bueno es que todo cambia, y luego de unos años dejamos de refugiarnos en la tristeza y los atardeceres, para concentrarnos en la fraternidad y las mañanas.

El padre de uno de mis más queridos amigos de la adolescencia, genial y respetado científico institutano, dijo algo así como que lo único que había aprendido en el liceo fue a mentir. Todos eran estúpidos salvo nosotros. Por eso que nos hayan enseñado a mentir era tan terrible. Porque la idea era que fuésemos portadores o estafetas de la verdad. Y así como había algunos que nos aleonaban para salir campeones de la vida y casarnos con mujeres rubias, también había otros que nos quisieron sin más, porque compartimos un espacio por un tiempo dado, con respeto, empatía y, naturalmente, resignación. La real excepción del Instituto Nacional eran sus profesores, que llevaron generaciones de las más duras carestías a la seguridad y la opulencia.

Asistíamos a los cursos, jugábamos a la pelota, íbamos a paseos, pero a la hora de los quiubo, el que le ponía el nombre a la prueba era cada uno de los muchachos que fuimos. Aun así, todo lo más importante, lo más hermoso y lo más vil lo vi durante esos años en el Instituto Nacional, un universo en miniatura, con su irracional fuerza, en el que siempre estuvo el colectivo. Por eso, no sé si valió la pena el esfuerzo que hicieron en uniformarnos, siendo que lo excepcional era justamente la diferencia, lo raro era que tanta gente distinta conviviera día a día, por años. Esto, además, tiene algo de secta, por supuesto, y esa idea está marcada por la excepcionalidad de su creación en el país que lo acogería como símbolo bajo un lema: Labor omnia vincit, el trabajo todo lo vence.

Pero el trabajo no puede vencerlo todo. No vence el odio a los pobres, a los mapuche, a les LGBTIQ+, a los fracasados, a los mediocres, a los normales. Porque ser un alumno del Instituto Nacional no era ser normal, éramos una élite que debía guiar al país a su futuro laico, igualitario y científico. Hijos excepcionales de padres normales, o, más bien, padres normales que buscaban la excepción en sus hijos. Una élite sin mujeres, donde la matemática, la ciencia y la literatura no existía para agradar a las madres, donde ser mamón era una señal de envilecimiento por modorra e infantilismo tardío. No, el institutano tenía que ser macho, líder, valiente, bueno para los combos. Un cowboy. Por suerte, la mayoría no lo fuimos. Por suerte, la mayoría terminamos aceptando que está bien ser normales, mediocres; que tampoco es la gran cosa el éxito. Somos solo simios, aunque no tan solo.

Entré al Instituto Nacional en 1995, el mismo año en que fue publicado el libro de cuentos Primer tiempo, de Carlos Cerda. En dos de estas ficciones los espacios predominantes son el Instituto Nacional y el centro de Santiago. En “Iniciación” y “El Führer”, el autor trabaja dos temas fundamentales para la vida de los jóvenes de cualquier edad: las primeras veces y el control, representados, respectivamente, por Lorena y Mario —una estudiante del Liceo 1 y un alumno del Instituto Nacional— y el Führer —un estudiante universitario, que por una decepción amorosa y posterior colapso se transforma en el inspector más brutal del liceo—. Esta fascinación no es nueva y ha sido desarrollada con maestría por Alejandro Zambra, Antonio Skármeta y José Leandro Urbina, entre otros escritores institutanos.

“Iniciación” habla, entre otras cosas, de los primeros amores, como si el enamoramiento fuera el motor del cuento, pero también su condena, porque Lorena solo existe como sujeto que espera y ansía encontrar la completitud en Mario. Este cuento tiene pasajes extraordinarios que podrían haber ocurrido en 2006, en 2011 o en 2019, de brutalidad policial, de desprecio ciudadano por la manifestación y, por sobre todo, de conjura, de la organización secreta de los estudiantes. Aun así, este cuento incluye una lección de mansplaining que representa fabulosamente el espíritu institutano:

 ¿No leyeron Sub terra? ¿No? Y Lorena, lo conozco de nombre, y Mario, tienes que leerlo, nosotros lo leíamos en clases ¿ustedes no? No. La profesora de castellano dijo que no era lectura para señoritas, y Mario y Fernando se ríen, claro, ese era el problema, en el Instituto se había leído, pero no en todos los cursos, ellos tenían la suerte de tener castellano con Juan Godoy, ¿lo conocía? ¿No? Un escritor macanudo, que muestra la vida como es, dice Mario categórico, y Lorena piensa él sabe la vida cómo es.

“La vida como es” ya cayó. Lo curioso es que el fragmento es tan preciso que podría incluso funcionar como antídoto a tales vicios, si se pudiese prescribir la literatura como si fuera una droga. Pero no, querido Derrida, este pharmakon no puede prescribirse, es voluntario y gozoso. Como ese año 1995, cuando también disfrutamos de ver jugar a la muchacha más extraordinaria para la pelota en la calle Quirihue: “Maradona”, como le decía mi papá. Irrealidades o, quizás, raptos de la imaginación para conectarnos con el futuro. Esos partidos que le vimos cobrarían sentido quince años después, cuando comencé a jugar fútbol mixto. ¿Cómo hubiera sido la selección mixta del liceo en tenis de mesa, fútbol o atletismo? Mucho más entretenida que lo que vivimos, de seguro.

Lo que no cambia se detiene y muere. Hay mucho instinto en el hábito y mucho hábito en el instinto. Por eso cambiamos y la juventud es siempre distinta y parecida, con sus contradicciones y deslumbramientos, porque tenemos que cambiar, porque podemos cambiar y lo están haciendo, muchaches, ahora que ese espacio tan cargado de historia —es decir, de dolor y de esperanza— es suyo. Lo que más me emociona es que todo será distinto a lo que vivimos nosotros y tantas generaciones de institutanos, y que para hacer su propio instituto tendrán que destruir el que vivimos nosotros.

Palabra de Estudiante. Oportunidades y desafíos para la construcción comunitaria

«¿Cuáles son las estructuras que impiden atender los malestares sociales? El sistema neoliberal, una idea que parece ser el nuevo consenso en la izquierda (…). No obstante, esto no significa que no debamos aprovechar la oportunidad enorme que tenemos de repensar el funcionamiento de la democracia y el de la participación efectiva», escribe Noam Vilches, delegade de bienestar de la FECh.

Por Noam Vilches Rosales

La crisis de representatividad no tiene que ver únicamente con quienes ostentan cargos de representación en las diversas esferas de la política; el problema es mucho más estructural. Quienes creyeron lo contrario, es decir, quienes plantearon que el cambio que se requería era de las personas que componen la clase política, vieron respuestas en crear nuevos partidos y conglomerados con ideales no tan dispersos, pero con supuestos nuevos horizontes y compromisos. Ya no es novedoso dar cuenta de que esta nueva clase política no logró escapar a la crisis que le dio vida y justificación para existir.

Siguiendo la misma línea, una cantidad no menor de independientes se autoproclaman como quienes pueden traer la solución a este problema, ya que, al parecer, es suficiente no tener un partido político al que rendirle cuentas para lograr hacer bien las cosas. Sin duda, esto último es ignorar que el rango de independientes va desde los partidarios de la lista de la UDI hasta quienes se apuntan con La Lista del Pueblo. Pero la respuesta parece más bien tener su origen en uno de los pocos consensos que pareció tener la izquierda luego de las masivas protestas y presiones: el de crear una nueva Constitución, pues ahí parece residir lo que ha impedido los cambios estructurales. De tal modo, lo que se le ha reclamado a la clase política no puede ser resuelto con un mero cambio de personal.

¿Cuáles son las mencionadas estructuras que impiden atender los malestares sociales? El sistema neoliberal, una idea que parece ser el nuevo consenso en la izquierda; un consenso que no debemos soltar, pero ¿es el único? Si lo es, sin duda nos permitirá instalar algunos mínimos bastante significativos, pero esto no significa que no debamos aprovechar la oportunidad enorme que tenemos de repensar otros nudos, como el funcionamiento de la democracia, también el de la participación efectiva, y la necesidad de su extensión a todas las áreas y no solo al voto por representantes.

No quiero aquí desarrollar argumentos contra la democracia representativa y afirmar que la democracia directa nos dará mejores resultados por saltarse el sistema partidista, puesto que ello sería fingir que no sabemos los altos índices de violencia que hay hacia las personas racializadas, inmigrantes, integrantes de la comunidad LGBTIQ+ y un triste y largo etcétera. Un proyecto así fácilmente podría traducirse en un país con aun menos derechos para quienes sufren marginación en nuestra sociedad. Pero lo anterior no significa dejar las cosas como están, significa repensar estrategias y aprovechar esta ventana de oportunidad.

Crédito: Alejandra Fuenzalida

Esta última idea no debe tomarse a la ligera, no solo por el 21% de adherentes al Rechazo, sino también porque este puede ser un momento para trazar márgenes que permitan replantearnos cuáles serán los pilares que ayudarán a la democracia a levantarse de esta crisis y responder de manera efectiva a las demandas sociales de los diversos grupos que componen esta comunidad. Se requiere paridad y escaños reservados para afrontar las demandas de las movilizaciones más grandes de los últimos años, pues sabemos que el machismo y el racismo siguen al pie del cañón, y por lo mismo, las comunidades deben tener un rol protagónico, tal y como lo hicieron en los cabildos y asambleas. Es necesario también que tengan apertura hacia los problemas que afectan a otras comunidades y, desde allí, co-construir desde la empatía de quienes se ven al margen, pero que quieren convertir ese margen en una enorme franja que permita una mejor convivencia a partir de una cosmovisión comunitaria.

Las promesas del mejor vivir del liberalismo triunfante y su intrínseco individualismo no erradicaron los crímenes de odio ni los femicidios, aunque tampoco tenemos buenos referentes de un mejor vivir desde la cosmovisión revolucionaria cubana, donde la homosexualidad fue sinónimo de desprecio y de una moral que no podía ostentar un verdadero militar comunista. Cuando Lemebel escribió “Si algún día hacen una revolución que incluya a las locas, avísame. Ahí voy a estar yo en primera fila”, debió imaginarse que esa revolución, que ese cielito rojo que le permitirá volar a quienes nacen con una alita rota —como escribió en  “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)”—no hay que esperarla, hay que construirla con mujeres como Gladys Marín, quienes hablan por su diferencia sin pretenderla ley ni orden, sino una razón de respeto, un horizonte de construcción.

Creo que desde la vereda estudiantil no podemos ser menos. El congreso refundacional de la FECh debe tener paridad y escaños reservados que le permitan a sus estudiantes hablar desde su diferencia, construir comunidad desde allí y aportar con ello a construir una Federación que pueda, con la misma fuerza que gritó educación gratuita y de calidad, exigir educación sexual integral, una educación no colonialista, sin negacionismo, multicultural, con enfoque sustentable y no capacitista, entre tantos otros sesgos que hoy nuestro sistema educativo reafirma y de los que no nos hemos hecho cargo.

Estas ventanas de oportunidad, situadas en contextos difíciles y que agudizan nuestro malestar general, son un desafío de reinvención. Se habla bastante de los cambios que debieron tener muchos trabajos, y aunque esperamos que la mayoría de las cosas vuelvan a ser presenciales, sin duda algunas apuestas de la virtualidad se anuncian como cambios que llegaron para quedarse. Pero no solo el mercado y el trabajo han tenido que generar cambios, son todos los aspectos de la vida los que se han visto enfrentados a este nuevo y en muchos casos indeseado estilo de vida. En varios de esos ámbitos se podrían adoptar ciertos hábitos virtuales, como son las juntas entre amistades, el estudio grupal, y por qué no, la organización política, comunitaria y social. La izquierda no puede solo alimentar sus apuestas desde el pasado, debe replantearse como alternativa al futuro, con herramientas y saberes que no se le antepongan, sino que lo construyan.

La tecnología hace ya bastante que transformó la comunicación, y las redes sociales aparecen como un nuevo espacio público de debate, quizás el más usado a causa de la protección propia de la pantalla, pero dado el contexto no solo nos ha tocado usarlas para dar opinión, sino que hemos adaptado la tecnología a nuestras propias necesidades políticas y las convertimos en espacios deliberativos. En esas plataformas no solo realzamos nuestra individualidad, sino que le hemos dado espacio a la colectividad, entendiéndolas como una sala que nos invita a escucharnos, dialogar, pensarnos y decidirnos en conjunto. Sabemos que esta enorme crisis no se detendrá pronto, pero la democracia y nuestras necesidades no pueden esperar tanto tampoco. Si esta crisis nos obliga a decidir los grandes cambios legislativos y estructurales de manera virtual, espero que tengamos apuestas a la altura de lo que nos exija la contingencia.

Apropiaciones

Las publicidades de bancos o de empresas del retail que circularon por el 8M, y que buscaban adueñarse del pulso contrahegemónico de la nueva ola feminista, recuerdan el gesto repetitivo de un capitalismo voraz que, tal como lo ha hecho con los movimientos afrodescendientes, indígenas o de las disidencias sexuales, rentabiliza el deseo de sectores progresistas de la sociedad de consumir imágenes y artefactos que simbolicen el espíritu de rebeldía de una época.

Por Claudia Zapata Silva

En 1994, Angela Davis publicó el ensayo Imágenes afro: política, moda y nostalgia, donde reflexiona sobre la desazón que le producían las constantes referencias a su figura en el mundo de la moda. La paciencia de la reconocida activista feminista y antirracista se acabó definitivamente cuando la revista Vibe recreó en marzo de ese año las fotos de su detención por parte del FBI: “Este es el ejemplo más flagrante de cómo la historia concreta de mi causa judicial ha sido vaciada de todo contenido para usarla como fondo mercantilizado de anuncios publicitarios. La forma en que ese documento gráfico sirvió de pretexto histórico para perseguir en algo parecido a un reino del terror a incontables jóvenes negras queda borrado a todos los efectos al utilizarlo como un accesorio para vender ropa y promocionar la nostalgia por la moda de los años 1970”.

Recordé este texto durante los días previos a la conmemoración del 8 de marzo —el Día Internacional de la Mujer—, mientras presenciaba la embestida comercial de bancos, compañías de celulares y empresas del retail, que atiborraron los medios de comunicación con una publicidad que mostraba mujeres resueltas, empoderadas y, por supuesto, con capacidad adquisitiva para comprar los productos que, nos dice esa misma publicidad, representan el espíritu de las mujeres inconformes con la supremacía masculina. La cita de Angela Davis muestra que nada de esto es nuevo, sino más bien un gesto repetitivo de un capitalismo voraz, que construye con rapidez nichos de mercado que le permiten rentabilizar el deseo de sectores progresistas de la sociedad, dispuestos a consumir imágenes y artefactos que simbolicen el espíritu de rebeldía de una época; en este caso, la rebeldía feminista.

Banalización, despolitización y apropiación son palabras que se atropellan en cualquier intento de análisis frente a este despliegue comercial, cuyas ganancias engrosan las arcas de la élite económica que usufructúa de la jerarquía de géneros a la hora de pagar salarios. Más allá de esta constatación obvia, el fenómeno puede entenderse también como uno de los resultados contradictorios de esta oleada feminista, exitosa en cuanto a masividad y visibilidad de su lucha.

Angela Davis en su paso por la Universidad de Chile, en 2016. Crédito: Felipe PoGa

Pero la cosa no se queda allí, porque la mercantilización no es la única forma de apropiación y oportunismo que hemos tenido que presenciar. Otro hecho perturbador, permanentemente denunciado por las activistas, es la existencia de hombres incapaces de contener su afán de protagonismo, que van desde los “aliados” que sobreactúan su solidaridad en las manifestaciones callejeras, hasta los personeros públicos de distinto pelaje político que, sin reflexionar ni enterarse de nada, se suman al 8M con la fatídica frase: “nuestras mujeres”.

Resultados torcidos —qué duda cabe—, pero previsibles si consideramos el desarrollo que han tenido otros movimientos de sectores excluidos a lo largo de su historia, en la que han debido enfrentar fenómenos similares como efecto no deseado de su protagonismo. Así ha ocurrido con los movimientos afrodescendientes —como señala Davis—, indígenas o de las disidencias sexuales, frente a diversas formas de apropiación e intentos de cooptación que los desafían a mantener a flote el pulso contrahegemónico de luchas que, dada la profundidad de sus cuestionamientos e interpelaciones, jamás podrían ser cómodos para el orden social que confrontan. De hecho, buena parte de la trayectoria de esos movimientos ha consistido en esquivar, a veces con éxito y otras veces sin el, esas presiones que provienen de las élites dominantes y de otros sectores sociales que depositan en estas causas y en sus protagonistas expectativas que fácilmente se traducen en formas de consumo. En América Latina los movimientos indígenas conocen esto de sobra. Saben que ese riesgo no viene solo de los poderes económicos, y que los impulsos de mercantilización tienen asidero en el deseo de consumo que se genera entre distintos sectores de la propia sociedad de la cual surgen.

El deseo de otredad cultural y el deseo de insurgencia está en la base de la constitución de estos mercados de lo diverso y de lo rebelde, que a su vez inducen al hábito tendiendo así a crear más y más consumidores. No pretendo con esto homologar la apropiación del mercado con el deseo que moviliza la solidaridad de muchas y muchos, pero no podemos obviar que ese deseo puede llegar a relacionarse con la dinámica de un capitalismo que todo lo devora, incluidas las buenas intenciones, a las que también ofrece productos ad hoc. Y saco a colación al movimiento indígena porque no solo las manifestaciones feministas deben soportar hordas de hombres ávidos de protagonismo, pues por años hemos visto que en las marchas del 12 de octubre, y en todo acto cultural y político, pululan los que también roban cámaras con sus performances exageradas, que van desde el “nuestros pueblos originarios” hasta la imitación poco pudorosa.

A esto se ha llamado apropiación cultural, una materia de debate en los movimientos de sectores racializados desde hace mucho tiempo, discusión en la que se reconoce la dificultad que implica encarar (o aguantar) a quienes creen estar colaborando con su causa de esta manera. Esa dificultad se acrecienta en una época de consumo de teorías que levantan la bandera de las identidades nómadas y fluidas, dogmas posmodernos que alimentan prácticas descuidadas, que pasan por alto las trayectorias históricas y las condiciones materiales de estas subalternidades, condiciones que como bien dijera Marx, no se han elegido. Pues en efecto, por lo general no se elige ser pobre, ni racializado, ni expropiado, ni humillado (tampoco la condición transgénero, por si alguien piensa que mi argumento se dirige hacia allá) y eso es lo que marca la diferencia entre solidaridad y participación en una lucha, con la apropiación cultural y/o política de estas.

Crédito: Felipe PoGa

Estas prácticas sustentadas en la imitación, en el consumo y en la reproducción de estereotipos, que suele incluir la manipulación de biografías (o derechamente su invención), omiten convenientemente su posición en la sociedad —generalmente acomodada o muy acomodada—, que es finalmente la que permite elegirlo todo; incluso ser subalternos y abandonar dicha condición en el momento y lugar que también se elija. Eso se llama privilegio de clase, y poco importa si las mencionadas teorías de la performatividad consideran que esa lectura se encuentra pasada de moda. Un ejemplo clásico es la moda new age entre sectores privilegiados (o “cuico-progre-jipi”, para decirlo en chileno), muy dada a mimetizarse con las culturas indígenas que asume superiores, o al menos con su idea de lo que supuestamente serían esas culturas (hasta se cuentan casos de intelectuales a los que esta postura les ha permitido acceder a la cotizada condición de “sabios”). Algunos de ellos asumen una opción más activista, apoyando las luchas indígenas del presente y desfilando con toda suerte de pirotecnia nativista por sus espacios.

Tampoco podría suscribir la idea de que sólo una cultura puede usar aquello que ha inventado, eso es insostenible además de ahistórico, pero el hecho de que los intercambios estén marcados por tantas jerarquías y que por lo mismo solo algunos estén habilitados para hacerlo libremente, son cuestiones que no deberían pasar desapercibidas. En una teorización fina de la interseccionalidad implicada en estas tramas de dominio, bell hooks —otra autora imprescindible del black feminism— sostiene: “(…) desde la perspectiva del patriarcado capitalista de la supremacía blanca, la esperanza es que los deseos de lo ‘primitivo’ o las fantasías sobre el Otro puedan explotarse continuamente, y que tal explotación ocurra de una manera que reinscriba y mantenga el statu quo”.

Es tentador responsabilizar únicamente a los poderes económicos y sentir que los impulsos de apropiación que de allí emanan se encuentran lejos de quienes se reconocen sensibles a las demandas de sectores históricamente subordinados. Pero es importante advertir que el problema de la apropiación es más heterogéneo y cercano, lo que tiene una significancia profunda, porque todas las formas de apropiación en algún punto se relacionan, implicando riesgos para estos movimientos. Uno de esos riesgos es el de ser reducidos a símbolos vaciados de su contenido transgresor, como ese peinado “de moda” en el caso de las activistas afroamericanas, y que denuncia con justificada indignación Angela Davis. Intentos por “devorar al otro”, como dice hooks, en los que el mercado no es el único protagonista.

Las palabras y las fosas. Una nota sobre la funa reciente a Foucault

En Mi diccionario del bullshit, el último libro de Guy Sorman, conocido intelectual francés de derecha, se acusa al autor de Vigilar y castigar de haber cometido, supuestamente, actos de pedofilia. El truco de Sorman es conocido: consiste en engrosar un escándalo haciendo uso de las síntesis temporales con las que trabajan habitualmente los medios, de forma que el veneno quede flotando en la corriente revuelta de las redes y el linchamiento colectivo.

Por Federico Galende

Nuestra época es de frases cortas, flechazos que condensan en pocas palabras una parte de la polución colectiva y denuncias vertidas en resumideros que se propagan a toda velocidad por las redes sociales. Todo esto reemplazó hace tiempo a los debates de ideas y las formas dramáticas con que se pesaban antes los grandes dilemas del pensamiento. Ahora le tocó a Foucault; se lo funó semanas atrás en las redes sociales y algunos medios aprovecharon la ocasión para situar el reciente libro de un intelectual de derecha al centro de una discusión sobre la compleja herencia del humanismo. Se trata del Mi diccionario del bullshit, de Guy Sorman, en uno de cuyos apartados finales, el de la Pedofilia, se rememora la carta que en 1977 Foucault (filósofo al que debemos nada menos que uno de los legados críticos más contundentes del siglo XX) firmó junto a otras y otros intelectuales: Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Louis Aragon, Gilles Deleuze, Roland Barthes, etcétera.

La carta en cuestión apuntaba a modificar la edad legal de consentimiento de menores para las relaciones sexuales, y por supuesto que ni Sorman ni los medios que lo promocionaron (en la entrevista que le hizo cinco días atrás Clarín, el autor se despacha entre muchos otros a Barthes y a Deleuze, quienes con Fragmentos de un discurso amoroso o El abecedario trazaron en el pasado alfabetos bastante más consistentes que los de este nuevo diccionario de lugares comunes) se tomaron el trabajo de recordar el contexto en que aquella carta fue firmada: el de las luchas de los movimientos feministas, juveniles y homosexuales por volver un poco menos retrógrada la sociedad de su tiempo. Tampoco explican, por ejemplo, que la edad legal para consentir relaciones sexuales en aquella época discriminaba entre heterosexuales y homosexuales, fijando respectivamente en 18 y 21 años la edad para consentir el vínculo.

Stencil de Michel Foucault. Crédito: kong niffe.

El truco de Sorman es conocido: consiste en engrosar un escándalo haciendo uso de las síntesis temporales con las que trabajan habitualmente los medios, de forma que el veneno quede flotando en la corriente revuelta de las redes y el linchamiento colectivo. Para encender la mecha, al autor del diccionario le bastó con anudar la firma de aquella carta con los hipotéticos merodeos de Foucault en 1969 por una plaza tunesina llena de adolescentes árabes. Se supone que estos le prestaban servicios sexuales en el cementerio de Sidi Bou Saïd. No sabemos cómo vio eso, ¿o acaso siguió al autor de Las palabras y las cosas por vericuetos de bóvedas nocturnas sobre las que se recostaba con mancebos indefensos? Irrita que nada sea más fácil por estos días que anudar en una misma puntada la requisitoria contra alguien que no tiene cómo defenderse (los hechos a los que refiere el libro ocurrieron hace más de cincuenta años) con las nuevas tecnologías de las redes sociales, donde la materia viva es devorada por el canibalismo anónimo de los fogonazos virales.

El autor del diccionario finge asombro por el efecto que ha causado su libro, uno que —según dice— “se inscribe en una trayectoria mía muy antigua de distinguir la verdad de la mentira”. ¡Vaya proyecto! Aunque si consideramos la última columna de Edgardo Castro (de quien no se podría decir que no estudió al filósofo francés de manera acuciosa), la distinción está llena de imprecisiones, pues Foucault dejó Túnez en 1968: en 1969 ya no residía en Sidi Bou Saïd, de donde se marchó tras la persecución de las autoridades locales por su participación activa en los movimientos estudiantiles. Los pocos testigos que quedan de aquella época, y a quienes nadie entrevistó, señalan según Castro que el filósofo sí coqueteaba con jóvenes, solo que estos eran muchachos de entre 17 y 18 años.

En fin, puede ser cierto o no, así como puede que Foucault haya sido un pedófilo. No corresponde a los propósitos de esta nota defenderlo o ponerle una lápida conclusiva, sino tocar el tema de la asequibilidad con que los antiguos expedientes de la reflexión crítica empiezan a ceder terreno a operaciones que cruzan el meme con el emoticón a la hora de fomentar la opinología furiosa y el sálvese quien pueda. Hoy más que nunca se puede tirar por la borda cualquier forma de pensamiento contestatario pegoteando un texto alarmante bajo la foto de un rostro sumariado. Es peligroso, sobre todo porque lo que resulta de esto es un mundo en el que las esperanzas se cierran sobre anhelos cada vez más individualistas, que parecen haber destrozado definitivamente los tejidos solidarios y los intercambios colectivos de ideas sobre los que estas esperanzas se fundaban. Si se trata de una nueva fe vulgar, es precisamente porque carece de los cimientos de la caridad.

Así, Sorman puede traer al presente la instantánea de chicos abusados por filósofos tachados de libertinos o de indecentes, dejando de lado las luchas que sus mismas filosofías emprendieron contra la crueldad de un sistema que, como el neoliberal, captado y despiezado minuciosa y tempranamente por el propio Foucacult, produce chicos como esos todos los días, en series que se ramifican por el planeta y desgarran el corazón. Curiosamente, es el sistema que Sorman suscribe y que, acompañado de una afinada orquestación de derecha, con sus conocidos carnavales de hipocresía y sus certeras tramas recónditas, simula bajo la mantilla del moralista intachable que traza prontuarios con los escupitajos del inquisidor impune. Perturba que no se note, y que el MeToo, cuyas causas no hace falta decir que son totalmente justas, decepcione a ratos derrapando con la reacción ciega de algoritmos mal programados.

Esos algoritmos, abandonados en telarañas de éticas mecanizadas, pasan por alto el hecho de que Sorman no está solo en esta cruzada; lo acompañan el Banco Mundial, el FMI y una élite financiera (a ellos sí podemos aplicar el epíteto de “casta blanca”) que hace tiempo quiere liquidar lo que queda de la tradición crítica en nuestras universidades para instalar un preparado que conjuga la jerga ingenieril de la innovación con la erudición incauta de un sistema profesoral que, como ocurre en la academia norteamericana, no sueña ya con cambiar el mundo, sino al director del departamento de lenguas comparadas.

No he sido jamás un defensor, y cualquiera que me haya leído lo sabe, de las reliquias iluministas heredadas de la revolución burguesa y la odiosa sapiencia milenaria del colonialismo europeo (la palabra intelectual me interesa desapropiada, como una acción colectiva y sin nombres propios que la acaparen), pero de ahí a aprobar que el botón del se cancela/no se cancela lo maneje una derecha que tiene la bajeza de emplear el MeToo para defenestrar a filósofos que, como Foucault, lucharon por la sublevación palestina, unieron el pensamiento universitario a la intervención pública y escribieron obras monumentales sobre los desquicios del capitalismo, hay más de un paso. Hiere ver que los debates de ideas han alcanzado en la actualidad estos niveles tan pedregosos.    

El círculo de la empatía

Vivimos tiempos huérfanos de ideas y proyectos de cambio sistémico, piensa Bernardo Subercaseaux. No se asoman otros modelos de sociedad en el horizonte. Pero lo que sí estamos presenciando, dice, «es una considerable y permanente ampliación del círculo de la empatía». En Chile y el mundo, la creciente empatía entre sujetos antes excluidos produce importantes cambios culturales y conduce la conquista de nuevos derechos.

Por Bernardo Subercaseaux

A veces, no nos percatamos ni valoramos lo que ha estado ocurriendo en las últimas décadas. Se trata de un fenómeno que no figura como tal en las noticias pero que tiene hondas repercusiones en la cultura e incluso en la vida cotidiana. Me refiero a la ampliación del círculo de la empatía. Empatía significa la identificación afectiva y mental de un sujeto con el estado de ánimo y condición de otro, sean sujetos individuales o colectivos. La ampliación del círculo de la empatía implica más que la mera solidaridad o que una actitud puramente pasiva. Se trata de un fenómeno complejo, en que inciden aspectos emocionales, cognitivos, ideológicos y políticos. Un fenómeno que, a partir de experiencias personales, suele darse en un plano individual, pero luego pasa a un plano colectivo, y se expresa en un movimiento social y político, incidiendo en las costumbres, en los valores y en la cultura, también en la legislación y en el Estado. Un fenómeno que se da a nivel micro, pero también a nivel macro y global.  Un fenómeno que a la larga impregna todos los niveles de la sociedad, incluso a sectores que suelen oponerse a esa ampliación. Opera, por decirlo así, gramscianamente.

A fines del siglo XVIII Humboldt, el naturalista, recorriendo Venezuela, presenció en Cumaná un mercado de esclavos, experiencia que lo convirtió en un ferviente abolicionista en sus publicaciones, y en sus diálogos con Simón Bolívar y con el presidente Jefferson —este último, a pesar de sus ideas avanzadas, tenía en sus plantaciones de Monticello (sí, el mismo nombre que el casino de Santiago) más de 200 esclavos—. Bolívar, cumpliendo con el apoyo que le entregó Haití, decretó en 1816 la abolición de la esclavitud. Chile la limitó en el gobierno de José Miguel Carrera, para abolirla en 1823. La guerra de secesión en Estados Unidos (1861-1865) tuvo su centro en la controversia por la esclavitud. El abolicionismo fue en el siglo XIX un movimiento social y político que alimentó novelas antiesclavistas (como Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda) y también a un movimiento pro independencia de Cuba, colonia de España que solo abolió la esclavitud en 1886. En la ampliación del círculo de la empatía hacia los esclavos incidió —con todas sus contradicciones— la revolución francesa (recuérdese El siglo de las luces, de Alejo Carpentier). La ampliación del círculo de la empatía hacia los afrodescendientes se hace todavía patente en Estados Unidos, en movimientos como Black Lives Matter (las vidas negras importan) y en algunos sucesos recientes vinculados al abuso policial.

Manifestantes frente a La Moneda. Foto: Felipe PoGa.

En el siglo XX, sobre todo hasta la década del 60, la ampliación del círculo de la empatía se dio al amparo del pensamiento socialista y del marxismo en todas sus vertientes. Tuvo como agente a los partidos políticos que ampliaron el círculo de la empatía hacia los trabajadores y asalariados (como clase), ampliación que alimentó una variada y fecunda producción artística. Cabe señalar que, en la Unión Soviética, país que desempeño un rol en este proceso, hay hechos que muestran el riesgo cuando la ampliación del círculo de la empatía se torna rígida e intransigente, vale decir, no empática. Ocurrió, entre otros, con el gran poeta ruso Maiakovski, poeta vanguardista y adalid del cambio en los primeros años de la revolución, pero que, luego de la muerte de Lenin, fue fustigado insistentemente por la RAPP (Asociación de Escritores Proletarios) debido a que su estética no se ajustaba a las propuestas del realismo proletario.

En las últimas décadas, la ampliación del círculo de la empatía ha corrido por otro carril, incluso a contrapelo de los partidos políticos y sus ideologías (piénsese en la obra de Julieta Kirwood y de Álvaro García Linera). Lo nuevo ha sido en estas décadas que la ampliación del círculo de la empatía se ha gestado en la sociedad civil, de la mano de los movimientos sociales, conjugándose con ideas y movimientos internacionales (de occidente). Estamos pensando en la ampliación del círculo de la empatía hacia dimensiones de género (mujeres, homosexuales, bisexuales, lesbianas, transgénero), étnicas, hacia la naturaleza, los animales, la tercera edad, las personas con discapacidad y los migrantes. Si bien el feminismo y la lucha por los derechos sociales y políticos de las mujeres tienen una larga historia, nunca como en estas últimas décadas se había ampliado la empatía hacia las mujeres en todos los niveles de la sociedad y de modo transversal, incluso en la publicidad de marcas y tiendas como Ripley. Piénsese lo que ha sido la performance del colectivo LasTesis y su difusión e imitación a nivel mundial. Con respecto a la homosexualidad, serlo hace cincuenta años era un drama; salir públicamente, una odisea; hoy, ni lo uno ni lo otro. Hace medio siglo Pedro Lemebel jamás podría haber escrito una columna con el título de «Ojo de loca no se equivoca».  Hoy tenemos la Ley Zamudio, en parte gracias al Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (con presencia en casi todas las regiones del país) y a la ampliación del círculo de la empatía a nivel nacional e internacional. Lo mismo va ocurriendo con respecto a lo que engloba la sigla LGBT. Hay que recordar lo que sucedió con Daniela Vega y la película Una mujer fantástica (2017).

Por cierto, la ampliación del círculo de la empatía se da en un contexto de hegemonía y contrahegemonía, pero no cabe duda que el resultado en las últimas décadas ha sido de avances en una batalla que ha sido fundamentalmente cultural. En la dimensión étnica, la empatía con los pueblos originarios, particularmente con el pueblo mapuche, es bastante generalizada, sobre todo entre los jóvenes. Para el último 18 de septiembre en varios domicilios flameaba la bandera mapuche, sola o al lado de la chilena. Expresiones artísticas como la poesía mapuche, desde el purismo de Elicura Chihuailaf hasta la estética champurriada de David Aniñir o de Daniela Catrileo, ocupan un lugar privilegiado en la escena poética nacional. En pugna con resabios nacionalistas respecto a los migrantes hay un movimiento de empatía, sobre todo hacia los haitianos, los más vulnerables. Con respecto a la tercera edad, los discapacitados y los niños, son considerados sujetos de derechos que deben ser defendidos por la sociedad y por el Estado, incluso legislativamente. Con respecto a la naturaleza, la conciencia y el movimiento ecologista son una manifestación de la ampliación del círculo de la empatía hacia la madre tierra; se habla incluso de los derechos de la naturaleza y de una relación equilibrada entre humanos y medioambiente. Pero lo más sorprendente en las últimas décadas es que el círculo de la empatía se haya ampliado hacia los animales, hacia los perros, los gatos, las vacas, hacia los cisnes de cuello negro y a todo tipo de animales. El presidente Arturo Alessandri tuvo un perro que se exhibe hasta hoy embalsamado en el Museo Histórico Nacional, y que al parecer era para él más importante que sus hijos. Freud, en una entrevista, señaló que se entendía mejor con su perro que con los seres humanos, pero se trata en ambos casos de una empatía individual y no social. Hoy en Chile hay miles de adherentes al movimiento animalista y numerosas agrupaciones que defienden los derechos de los animales. Es una causa transversal. Ahí está el veganismo, que busca excluir todas las formas de explotación y crueldad hacia los animales por comida, vestimenta o cualquier otro propósito. Ahí está la llamada Ley Cholito. Todo lo que hemos señalado está presente de alguna manera en las proclamas de la mayoría de los candidatos a constituyentes. En la actualidad, en términos de un cambio de sistema, se percibe cierta orfandad de ideas y de proyectos; tampoco se vislumbra en el horizonte algún modelo, lo único que estamos presenciando es una considerable y permanente ampliación del círculo de la empatía, a nivel nacional y global.

Regresando a un nivel micro, en nuestra Universidad de Chile se han instaurado algunas cátedras relativas a las empatías que hemos perfilado, pero también subsisten en este plano desafíos: resulta necesario que se amplié el círculo de la empatía al interior de la institución, y que las grandes o poderosas ($) facultades se pongan mental y afectivamente en el lugar de las más pequeñas, abandonando de una vez por todas el espíritu de feudos insolidarios.

Grínor Rojo: ¿Hay esperanzas para la razón sin lugar para la cultura?

Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Por Grínor Rojo

En una conferencia para un congreso sobre “Restauración conservadora y nuevas resistencias en Latinoamérica”, que tuvo lugar en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016, el intelectual boliviano Álvaro García Linera, todavía en aquel entonces vicepresidente de su país y quien sin duda es una de las inteligencias más perspicaces en la izquierda latinoamericana de hoy, reconoció que “las fuerzas conservadoras han asumido en el último año el control de varios gobiernos del continente. Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto ‘fin de ciclo’ que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos progresistas en el continente”. De parte del vicepresidente García Linera, esa era una suerte de autocrítica, y en ella un lugar destacado lo ocupaba su reproche al escaso interés del izquierdismo por la función de la cultura, no obstante ser esta el “escenario primordial de todas las luchas, incluidas las económicas”, pues los “los significantes y representaciones simbólicas son los ‘ladrillos’ sociales con que se constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la familiar, etcétera”. Su conclusión:

“el mundo cultural, el sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha, labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no sólo tiene la ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona, sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales, redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas de constitución de sentido común contemporáneas”.

Yo no puedo menos que manifestar mi acuerdo con él. Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Grínor Rojo. Ilustración de Fabián Rivas.

Si esto es así, si como yo pienso no existe un “orden natural” del universo cuya perfección la ciencia tendría que mapear o, peor aún, en el que tenemos que creer —peor aún, en este caso, porque no poseemos constancia alguna de la entidad del objeto de nuestras creencias—, sólo nos queda disponible nuestra razón. Quiero decir con esto que la verdad no es una estación de llegada, sino un paradero más en el viaje interminable de nuestra razón y que, siendo esta un patrimonio común de la especie, las diferentes culturas, que son las diferentes interpretaciones de lo verdadero a cuyo servicio se habrá puesto la razón, necesitan confrontarse, pero no para hallar así el calce exacto del intellectus (es decir el universal inexistente) con la res (la cosa inaccesible como lo que es), menos todavía para dialogar y zurcir soluciones de consenso, sino para acceder al máximo de verdad al que podemos aspirar los seres humanos de una cierta época para resolver nuestros problemas. Por ejemplo, la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro como adversario e incluso como un enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas son problemas reales y acuciantes en el Chile de hoy y nadie que esté en su sano juicio osaría a negarlo. ¿Por qué entonces no aplicamos el mismo criterio que tenemos para distinguir tales obstáculos, para removerlos y reemplazarlos en el articulado fresco y sano del texto de una nueva carta fundacional?

Por eso, porque yo siento que la razón es un patrimonio de la especie, disponible para todos quienes la integramos, pero que se actualiza de maneras distintas en tiempos y espacios distintos, yo someto mi verdad a la inteligencia de mis pares. No para inculcarles qué y cómo deberían pensar sino para poner mi cultura al lado de la suya. Y para que, al fin, habiéndose concluido ese cotejo, el argumento que prevalezca sea el más sólido y persuasivo, el que se habrá demostrado capaz de conducirnos hacia un ver y un actuar mejor.

En la historia de la izquierda latinoamericana (y, quizás, en la historia de la izquierda mundial), yo pienso que hay tres posturas básicas respecto del significado y valor de la cultura. La primera y peor no difiere de la de la clase en el poder: la cultura es la quinta rueda del carro, es un ornamento para exhibir sobre la mesa del living room o, esta vez en el discurso más condescendiente dentro de ese mismo repertorio, es algo que está ahí para el recreo sensorial e intelectual de la humanidad en la hora de sus “esparcimientos”. La cultura no produce saber, no nos protege de nada, no cambia nada. Su esencia es la de un juego inofensivo, excepto por la cuota de disfrute que algunos pueden derivar de ella. No es casual entonces que lo que hace medio siglo Guy Debord llamó la cultura de la “sociedad del espectáculo” sea un ingrediente infaltable en el menú de la política contemporánea y que un payaso como Donald Trump sea al respecto un maestro de maestros.

Que la clase en el poder privilegie esta idea de la cultura tampoco es raro, por supuesto. Para esa clase, las cosas están bien como están y, si bien es cierto que a veces acepta y hasta promueve el cultivo de la imaginación y el pensamiento de un nivel un poco más alto, lo que acepta y promueve no es la producción de lo nuevo y transformador sino la reproducción y (en el mejor de los casos) la innovación de lo que ya existe y es estructuralmente inamovible. Que la izquierda se pliegue, aunque sea sólo a ratos, a una perspectiva como esta a mí me parece contradictorio.

La segunda perspectiva es coincidente con el dictamen según el cual la cultura importa, en la medida en que aquí se la considera como uno más entre los espacios que constituyen el todo social. Es el piso de arriba en el famoso edificio de Marx. Quienes la hacen suya, sin embargo, no suelen profundizar en el por qué la cultura es importante excepto cuando sugieren que es una de las dimensiones del quehacer humano, a la que, como lo hace o va a hacerlo con las demás —las dimensiones política, económica y social—, la voluntad progresista se compromete a darle un tratamiento tan generoso como el que les da a las otras. En 1970, en el Programa básico de gobierno de la Unidad Popular esto se expresaba hablando del “derecho” del pueblo chileno a una “nueva cultura”, en la que los contenidos principales eran la “consideración del trabajo humano como el más alto valor”, la “voluntad de afirmación e independencia nacional” y la conformación de una “visión crítica de la sociedad”.

Todo lo cual estaba muy bien, aunque los tres “deberes” que ahí se anotan puedan ser reemplazados por o complementados con otros, e incluso cuando de eso de la cultura como un “derecho” uno infiere una oposición un tanto sospechosa entre ausencia y presencia. En un marco teórico como ese, que es el de la conquista de algo de lo cual se carece, se subentiende que son los “cultos”, los que “poseen la cultura”, quienes deben “llevársela” a los que no la poseen, para que estos la empleen en beneficio propio y de los demás y eventualmente se tornen en propietarios de una “cultura popular” (como si no existiera en ellos de antemano).

Pero, como quiera que sea, esa perspectiva daba cuenta de las buenas intenciones de un sector social que era distinto a la clase en el poder, que entendía que un pueblo culto era indispensable para la misión transformadora que la UP se proponía y que, por lo tanto, no participaba ni del conformismo ni de la banalidad.

Pero el ítem cultura estaba perdido por allá en las últimas páginas del programa de la UP, casi como cayéndose del texto. De hecho, ocupaba unas veinte líneas rápidas antes de navegar hacia el puerto, presumiblemente más seguro, de la educación. La cultura era importante, se decía, pero el lector del programa podía darse cuenta de que no era lo más importante. Y, cuando importaba, era porque se estaba pensando en una cultura pertrechada con unos deberes muy precisos, que eran comprensibles por cualquiera, que nadie intentaría cuestionar. Era esa una cultura con obligaciones pedagógicas concretas, y debía limitarse a cumplirlas.

Y esto me lleva a la tercera perspectiva, la de García Linera y la mía. García Linera reconoce la importancia “primordial” de la cultura y afirma que la derecha anda con la suya en el cuerpo, que esta forma parte de su ADN, y que cuenta además con un poderosísimo aparato para convertirla en materia de “sentido común” y para de ese modo difundirla y hacer que el resto de los ciudadanos participe de ella (a través de los medios de comunicación, universidades, etcétera. En otra parte, yo he escrito que la derecha contemporánea apoya su dominio cada vez menos en el ejercicio de la fuerza bruta y cada vez más en lo que Pierre Bourdieu caracterizó como “violencia simbólica”).

Ahora bien, estando yo de acuerdo con García Linera, debo observarle que todos (y todas), y no sólo los/las de la derecha, andamos con nuestra cultura en el cuerpo. Que no existe un ser humano que esté desprovisto de ella, que el instrumento transversal y más útil mediante el que esa cultura se moviliza es nuestra razón y que esa razón puede y debe entrar en un debate de verdades con la razón de los otros. Si nos encontramos con que los resultados de ese debate se corresponden bien con lo que los tiempos demandan, si al cotejar lo que nosotros pensamos con lo que piensan nuestros pares conseguimos que de ello emerja una idea del mundo preferible a la que actualmente nos rige, le habremos dado un palo al gato.

Y eso significa que la cultura no es un ornamento, pero que tampoco es una más entre las varias dimensiones del quehacer humano —como la economía, la política o el orden societario—, sino que ninguna de esas dimensiones (o de otras, la de la ciencia sin ir más lejos) es visible, ni menos aún comprensible, sin su intervención. La cultura es más que ellas o mejor dicho las precede, porque es la que define, clasifica y deslinda, es la que les pone sus nombres a los seres y las cosas, la que orienta en definitiva nuestras acciones. La cultura es el sistema simbólico sin el cual seríamos como los ciegos de la novela de Saramago, esos que se imaginaban estar viendo cosas que en realidad no veían. Por su parte, la razón es el vehículo para procesarla, exponerla y defenderla, el que nos permite construirnos y reconstruirnos día tras día con el fin de percibirnos a nosotros mismos y de infundirle sentido a una exterioridad que no lo tiene por sí sola.

Finalmente, en mi opinión nuestra convención constitucional (¿por qué ese miedo estreñido a nombrarla por su nombre verdadero y a hablar de una vez por todas de asamblea constituyente?), esa que los chilenos tenemos ahora ad portas, debiera ser un lugar donde esto que acabo de escribir se tomara en serio. Yo la veo, por lo tanto, como una asamblea que tiene que empezar reconociéndose a sí misma como el locus de un cruce de culturas, como un campo para la coexistencia pero también para la disputa, dentro del cual las que se miden son las verdades respectivas, argumentadas siempre en su mérito, con independencia, sin la intromisión de intereses y poderes espurios. Que haya cultura en la asamblea constituyente no significa entonces que los teatristas van a ir ahí a darles sus obras a los asambleístas, ni los poetas a asestarles sus poemas, ni los pintores a colgar sus cuadros en el recinto escogido (lo que por lo demás podría hacerles harto bien), sino que significa que ese es el sitio por excelencia donde los chilenos debiéramos encontrarnos todos con todos (estemos o no presentes in corpore) y donde lo que ha de primar es el ejercicio del discernimiento, en unas discusiones donde tendrán que exponerse y lidiar razones múltiples y heterogéneas, sin miedo de las diferencias, a veces con dureza, pero sin excomulgarse las unas a otras (no es equivalente la dureza intelectual a la agresión de palabra o peor), sino enriqueciéndose a través del contacto.

Quizás de esa manera es como van a lograr pensarse y escribirse los artículos principales del texto fundacional de otro Chile, en el que la sinrazón de la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro adversario o enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas (malas, pero no se han inventado hasta ahora unas que sean superiores) no tengan la oportunidad de volver a empoderarse. Y el orden social que de ahí emerja tampoco va a ser un orden eterno, durará hasta que otros ciudadanos, con otras razones, ojalá mejores que las nuestras, manifiesten su descontento y decidan que de nuevo ha sonado la campana del cambio.

Menos poncho y más LasTesis

Profesar ideas progresistas no extirpa el clasismo cultural. Progresismo y clasismo anidan en distintas esferas: el primero, en tanto ideas e imaginarios, en la razón; el segundo, como práctica cotidiana, en las costumbres, los gustos y el trato.

Por Miguel E. Morales

1. Reaccionarismo y fascismo son amantes bandidos. Adúlteros incestuosos, su romance germina en un match malherido: la desazón irracional ante las transformaciones sociales. Desde Hitler lector de Spengler a Donald Trump, o Alberto Edwards y su elegía a la aristocracia del ayer hasta Jaime Eyzaguirre –gurú de la intelligentsia golpista–, el diagnóstico es similar: un presente de decadencia tras haber sido increíblemente excepcionales. La degeneración, siempre, es culpa de los cambios culturales traídos por una —¿cómo se dice?— invasión alienígena: el contacto con lo nuevo, con lo foráneo, con lo diverso o con lo popular; otras culturas, otras economías, otros grupos históricamente excluidos. Migración, globalización y democratización son, para los conservadores, los ovnis de la decadencia.

Miguel Enrique Morales.

2. La cultura, las artes, incluso la academia, no son inmunes a la nostalgia conservadora. Aunque sus participantes enarbolen ideas progresistas, un pesimismo los acosa: la decadencia o pauperización de la cultura. En su caso no se trata, necesariamente, de fascismo o de reaccionarismo. Es, más bien, otra actitud, propia de sociedades cuyos procesos de modernización, en vez de subvertir, profundizaron la segregación de clases: el elitismo cultural e intelectual. Sus expresiones son diversas. A veces fragosas de columbrar y de calibrar. Acudamos a ejemplos.

3. ¿Qué une a Julio Cortázar con Quilapayún, o a José María Arguedas con la banda británica Jamiroquai? El clasismo y el elitismo cultural a los primeros, la imputación de simplismo artístico a los últimos.

En 1969, desde París, Cortázar refutó el reproche del peruano a su cosmopolitismo. Cortázar, universalista en sus tópicos, desdeñó el énfasis en lo “autóctono” reclamado por Arguedas, quien aprendió el quechua antes que el español: “Tú estás tocando una quena en Perú mientras yo dirijo una orquesta en París”. Certera y artera metonimia cortazariana: no hay orquesta con “las cinco notas de una quena”. Poco después, Arguedas, por años deprimido, se pegó un tiro. Son los días de Cortázar atrincherado en la defensa de la revolución cubana contra los embates imperialistas.

A medio siglo del desaire, la quena simboliza lo docto al lado de la simplista música electrónica. Quilapayún, exiliados en Francia durante la dictadura, compusieron con las “cinco notas” acordes dignos de filarmónica: la Cantata de Santa María en 1969. Pero en 2018, con el fervor por Jamiroquai en el Festival de Viña, los arguedianos Quilapayún vivieron su minuto cortazariano: “Jamiroquai toca media hora repitiendo incansablemente dos acordes… además nuestros ponchos son infinitamente más elegantes y de buen gusto que su vestimenta de payaso”.

4. Profesar ideas progresistas no extirpa el clasismo cultural. Progresismo y clasismo anidan en distintas esferas: el primero, en tanto ideas e imaginarios, en la razón; el segundo, como práctica cotidiana, en las costumbres, los gustos y el trato.

Alberto Mayol, teórico del fracaso del modelo chileno, no quiso ser menos. Invitado a una partida de videojuegos online (experiencia simbólica y punto de encuentro fugaz en la era digital), el profeta del derrumbe desistió tajante: “Creo en la gente seria que dedica su tiempo a las más elevadas expresiones de la naturaleza. Eso no incluye los juegos”. ¿Qué son esas “más elevadas expresiones”? Supongo que la alta cultura: arte de museo, literatura para iniciados, música docta, cine arte. Las otras formas culturales son, por tanto, bajas, poco “serias”. Y “alienadas”, propias de una sociedad consumista, donde las modalidades letradas de la cultura, ante la destrucción de la escuela pública, devinieron un privilegio de clase.

5. Mínimos intransables en la formalización jurídica del nuevo pacto: el acceso democrático a los bienes culturales, el fomento de diversas expresiones artísticas (altas, masivas, populares, indígenas), el derecho efectivo a una educación gratuita, no sexista y de calidad. Es la escuela donde se adquieren las herramientas simbólicas para la participación crítica y cultural en la sociedad. La educación debe igualar, no distanciar a ricos de pobres desde la niñez, como ocurre hoy. Sólo entonces las distintas modalidades de la cultura serán posibles para cualquiera. Sólo entonces cultivar formas sofisticadas, masivas o populares será una opción democrática, no una herencia de clase —en el caso de la alta cultura­­— o una apropiación creativa del escaso repertorio disponible.

6. El cambio de nuestras costumbres y prejuicios no vendrá de la ley. Eso es más profundo. Social y cultural, en sentido amplio: los modos de dotar de sentido nuestro entorno y de relacionarnos con el otro. De entrada, abandonar el elitismo cultural. Cierto, existen obras cuyo mayor rigor estético y reflexivo ramifica el debate de ideas y las experiencias sensoriales. Pero en términos políticos —no en tanto ideología sino como vínculo con la sociedad y la comunidad—, los diversos medios artísticos son igual de válidos. Es preferible una conciencia de las posibilidades (la imagen es de Lorena Amaro) ante los nuevos medios, en lugar de parapetarse en el conservadurismo que jerarquiza y proscribe según si una obra reproduce los elevados estándares de la cultura.

7. Una hipótesis para los que enjuician desde las alturas: la manida incapacidad de comprender lo que se lee en la sociedad actual es, de hecho, simétricamente proporcional a la incapacidad que tuvo buena parte de la literatura y otras formas de la alta cultura para leer la sociedad actual. De aquí, es lógico que nuestras élites políticas y culturales no lo vieran venir. Les hubiera bastado con prender la tele y sintonizar no sólo Los 80 sino también El reemplazante en 2012, o en 1999 alternar a Quilapayún y sus ponchos elegantes con Rezonancia y sus líricas piantes.

¿Expresiones poco elevadas? ¿Lenguajes no letrados? Entonces pudieron leer, entre otros, a Arelis Uribe, David Aniñir, Juan Carreño, Daniela Catrileo, Romina Reyes. Además de atisbar el rumor de su sociedad en textos donde se filtran “excedentes antihegemónicos” (Patricia Espinosa), se habrían alfabetizado en lenguas no enseñadas en aulas.

8. Previo al 18-O, los excluidos de la triunfante alegría transicional ya recurrían a modalidades ajenas al arte de salón para expresarse, sin mediación de sabios redentores. Series de TV, hip-hop, punk rock, música popular y de masas, afiches, grafitis y performances callejeras también son prácticas culturales. Y fueron, sin duda, las más atentas a la precipitación neoliberal de la vida cotidiana. En ellas susurraban las alteridades que en 2019 irrumpieron. Ni big bang ni desborde: fue nuestra ignorancia de élite hacia formas no sofisticadas del arte, que con palabras propias nombraron la crisis del modelo.

A los profetas elitistas se les escurre esto. Quizás por eso su pueblo no descifró el idioma en que se lo vino a redimir.

9. Había una vez en que el arte era temido. El miedo no emanaba de alguna militancia homicida, sino de sus huidizos dominios inmateriales: el lenguaje, las imágenes, los sonidos. El caso insigne data de hace 2.500 años. Enamorado de la poesía, Platón sentencia: hay que expulsar a los poetas de la república. Las bellas letras diseminan una semilla nociva para el orden: su énfasis en el dolor de los héroes por sobre sus hazañas, o la representación insolente de los dioses y los gobernantes, socava la deferencia de los gobernados. Es la potencia subversiva del arte. Expande las imágenes de lo posible. Sus obras recuperan lo proscrito por el lenguaje hegemónico. Desajustan el consenso discursivo del poder. Emancipan.

Ninguna tiranía ignora esta lección. Lo sabemos en Chile.

10. En el nuevo pacto, la cultura necesita inocularse contra la autocomplacencia. Una sociedad construida sobre cimientos igualitarios no es un edén infalible. Junto con desafiar el clasismo cultural, el arte debe incomodar al poder. De lo contrario, será estridente, laureado, pero inerte, funcional a un nuevo statu quo. Menos poncho y más LasTesis: modalidades de la cultura y el intelecto que, con ingenio mordaz, remezcan hasta desconcertar. Como a Carabineros, que se querelló por atentado a la autoridad contra una performance feminista de LasTesis sobre su represión mutiladora.

El platonismo policial, huelga recordar, no es privativo de uniformados. Lo vivió Lemebel: “Mi hombría no la recibí del partido/ porque me rechazaron con risitas/ muchas veces”.

11. Asistí a una clase de alguien que, entre ponchos y arpilleras, vocifera su ser popular. Nos predicó la fidelidad a nuestros orígenes. Aún recuerdo su ejemplo: “Yo soy tan popular que, si me invitas a un restorán elegante o a comer sopaipillas, escojo el carrito, porque soy popular, y eso es lo que trato de investigar”. La sola libertad de elegir la sopaipilla como si fuera una experiencia gastronómica es esnob, fetichista y mercantil, no popular. Pero, en cualquier caso, en el nuevo pacto también debemos desmantelar esta otra faz del clasismo cultural: el abajismo. Sobre todo si académicos y creadores “populares” reiteran el espíritu de fronda cuando tienen la oportunidad de tratar como igual a los desfavorecidos. No es democrático reservar espacios a sus amigos personales mientras bloquean a los meritorios alienígenas de origen popular, cual centinelas herederos de un orden refractario a la pluralidad de estas y estos invasores. Se puede impostar lo popular y ser elitista, reaccionario y conservador. ¿Acaso nunca se toparon en el carro de sopaipillas con La Cuarta, el diario popular?