Cuidado y protección de la niñez en tiempos de pandemia

La situación de emergencia inevitablemente impactará en las tareas asociadas a la crianza y el cuidado infantil debido a la sobrecarga que hoy están experimentado madres, padres y otros cuidadores que deben sostener la vida conviviendo con la fragilidad y la incertidumbre.

Por Camilo Morales

El lugar de la niñez en Chile históricamente ha estado tensionado por las dificultades de la sociedad y las instituciones para garantizar los derechos y reconocer, particularmente, el carácter ciudadano y político de niños, niñas y adolescentes. El contexto de crisis sanitaria no es la excepción y se constituye como una situación que puede profundizar aún más las condiciones de invisibilización de niños, niñas y adolescentes en un momento histórico de gran vulnerabilidad e incertidumbre.

¿Cómo están siendo considerados los derechos de niños, niñas y adolescentes en esta crisis? ¿En qué medida la situación de confinamiento pone en riesgo el cuidado y la protección de los derechos de la infancia? Ambas preguntas son necesarias de responder en el marco de un estado de emergencia que no sólo establece restricciones significativas a la vida cotidiana de la población infanto-juvenil, sino que también configura un escenario que tendrá severos impactos económicos, sociales, emocionales, sanitarios y educativos en el mediano y largo plazo.

Niños y jóvenes están seriamente amenazados por la envergadura de una pandemia que devela la fragilidad de un sistema que, como ya ha señalado el Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas, no cumple con los objetivos de cuidar, proteger y garantizar derechos fundamentales. Pero tampoco los considera como actores relevantes en los procesos sociales e institucionales que afectan directamente sus vidas. Estos antecedentes son críticos en un momento donde las brechas preexistentes pueden aumentar e impactar gravemente en esta población que siempre ha tenido barreras para expresar y visibilizar sus demandas. 

Pensar el lugar de la niñez y los efectos derivados de esta crisis, como las experiencias de encierro y confinamiento, constituyen elementos prioritarios que deben ser considerados en la elaboración de medidas y políticas que no estén limitadas, exclusivamente, a prevenir y controlar la propagación del virus, sino que incorporen una perspectiva que reconozca las necesidades y los derechos de la infancia y la juventud que hoy se encuentran en riesgo como consecuencia de una recesión económica en ciernes. 

La pandemia no es sólo una amenaza para la salud pública o para la vida biológica, también lo es para la subjetividad, la vida en comunidad y los vínculos. En sólo semanas hemos experimentado la perturbación completa de nuestra vida cotidiana y la brutal constatación de las desigualdades sociales, económicas, educacionales y de género para el ejercicio del cuidado y la protección de la infancia. 

Muchas familias con niños carecen de los recursos para protegerse a sí mismas y cuidar de otros: enfrentan incompatibilidad para implementar teletrabajo desde el hogar; carencia de ingresos; condiciones habitacionales de hacinamiento; pérdida de empleo, etc. La situación de emergencia inevitablemente impactará en las tareas asociadas a la crianza y el cuidado infantil debido a la sobrecarga que hoy están experimentado madres, padres y otros cuidadores que deben sostener la vida conviviendo con la fragilidad y la incertidumbre. 

Por otro lado, el cierre de jardines infantiles, escuelas y colegios, así como las prohibiciones para hacer uso de plazas y parques no sólo afectan el derecho al acceso a la educación, al movimiento, al juego o a la recreación. También dan cuenta de un fenómeno inédito para nuestra sociedad, como es la situación del abandono masivo de niños, niñas y adolescentes de los espacios públicos y su repliegue forzado para confinarse al interior de la familia. 

Situación paradójica si miramos los últimos meses, a partir del estallido social, donde la apropiación de los espacios públicos, particularmente por parte del mundo estudiantil adolescente, permitieron un sinfín de nuevos significados y expresiones que dejaron huellas en distintos rincones de la ciudad a través de iniciativas colectivas que generaron un importante sentido de pertenencia. 

Hoy en día, el panorama es radicalmente distinto, las medidas de cuarentenas obligatorias y voluntarias han tenido como efecto que niños, niñas y adolescentes dejen de participar de los espacios públicos y tengan más dificultades para mantenerse vinculados a otras instancias sociales e institucionales. Las posibilidades para expresarse y dar cuenta de sus experiencias se reducen drásticamente cuando sólo son considerados como receptores pasivos de medidas que los afectan en su autonomía, desarrollo y bienestar, como es la situación del cierre de colegios y escuelas. 

Por lo mismo, resulta relevante en este escenario repensar el rol de las instituciones encargadas de la educación y la protección de la niñez a través de la implementación de dispositivos que permitan promover los vínculos, el intercambio de experiencias y el encuentro con otros. Se trata, en definitiva, de hacer presencia y facilitar la generación de espacios colectivos que sostengan y apoyen a los niños y jóvenes que ven afectada la continuidad de aquellas relaciones que son significativas.

Por otra parte, el confinamiento impone una nueva cotidianidad que se caracteriza por la superposición del trabajo, los estudios, la crianza y la vida familiar en una continuidad abrumadora que puede dificultar la diferenciación de roles, tareas y espacios al interior del hogar. Lejos de las idealizaciones sobre trabajar y estudiar desde la casa, estas experiencias han sido fuente de agobio y sufrimiento para niños y familias que no tienen condiciones que les permitan enfrentar las exigencias y el ritmo de esta nueva forma de “normalidad”.

“Es imprescindible recordar que pese a las resistencias históricas para reconocer y legitimar su capacidad de agencia, los niños, niñas y adolescentes son sujetos de derechos, actores sociales y miembros activos de la comunidad”.

Lamentablemente, nuestro sistema alimenta la idealización de estas nuevas condiciones de vida, invisibilizando las dificultades y el malestar circunscrito al ejercicio del cuidado infantil, que sin soportes y apoyos concretos se ha transformado en un esfuerzo individual y privado, cuyo único acompañamiento han sido principalmente las orientaciones y consejos de los especialistas que, al día de hoy, pueden entregar alivio a una parte de la población, pero que en el largo plazo no serán suficientes dada la fragilidad a la que estamos expuestos en nuestras actuales condiciones de vida.

Resguardar los derechos de la niñez, entonces, requiere de una comprensión del cuidado más allá de la esfera de la responsabilidad parental y la crianza individual. En tiempos donde los vínculos sufren por la discontinuidad y el distanciamiento social, es fundamental construir espacios de cuidado que operen de forma colaborativa y colectiva. 

A su vez, en un contexto de emergencia sanitaria, no es posible sostener la protección de los derechos de la infancia sin la participación de la sociedad y el Estado a través del desarrollo e implementación de políticas que consideren las necesidades y las perspectivas de niños, niñas y adolescentes. Es indispensable incorporar una visión del cuidado donde deben articularse elementos económicos, laborales, habitacionales y perspectiva de género para una comprensión lo suficientemente amplia del cuidado y la proteción de la niñez que no reproduzca las desigualdades que ya todos conocemos. 

Es imprescindible recordar que pese a las resistencias históricas para reconocer y legitimar su capacidad de agencia, los niños, niñas y adolescentes son sujetos de derechos, actores sociales y miembros activos de la comunidad. Este tiempo de crisis es también una oportunidad para implementar medidas que consideren sus voces, puntos de vista y sus experiencias personales y colectivas.

¿Cómo habitar en una tierra herida?

Tengo una especie de pensamiento vinculado a que muchas cosas terribles han pasado en la historia de la humanidad, a que esto no es lo peor, a que estas cosas pasan. Pasan para recordarnos como humanidad completa que hay dolor en esta tierra herida. Que hubo dolor. Que está habiendo dolor. Que habrá dolor. Que venir a la vida es venir a la muerte.

Por Ana Harcha Cortés.

Pienso en Chernóbil.

Pienso en la vida antes y después de Chernóbil.

Pienso en que nunca he estado en Chernóbil.

Pienso en mi memoria cuando explotó Chernóbil.

1986. Pitrufkén. Sur de Chile. Chernóbil es la imagen de una enorme nube de humo en la televisión marca Dayco. Chernóbil es una explosión nuclear en el país de los malos –según el relato hegemónico dominante por estos lares–, la Unión Soviética. Chernóbil son babushkas llorando. Chernóbil, después de la explosión, es una zona prohibida. Chernóbil, después de la explosión, es una zona radioactiva. Se descontaminará en 100.000 años. La nube radioactiva se expande por todo el planeta. Hay muertos. Habrá más muertos. Muchos enfermarán de cáncer sin límite de edad o condición social. Nacerán niños y niñas deformes. Bebés monstruos. Con bocas gigantes, sin ojos, con apenas retazos de orejas. Niños y niñas erizos de Chernóbil. Niños y niñas luciérnagas, cuyos cuerpos se iluminarán, fosforescentes, por las noches. Yo tengo 10 años y alucino con estos posibles seres humanos. Me fascinan y me aterran. Mi cuerpo no es demasiado deforme por afuera, pero tengo la certeza de que esa falsa normalidad durará unos pocos años, porque me percibo deforme, monstruosa, erizo, luciérnaga, rara. Chernóbil. El mundo cambió después de Chernóbil. No se puede afirmar que fue mejor, pero no fue el mismo. El guion del mundo cambió después de Chernóbil.

Pensar en el presente no está resultando un ejercicio nítido y fácil.

Pensar en el presente sobre lo que nos está pasando.

Mascarillas abandonadas tras el desastre de Chernóbil.

A veces la infodemia acompaña los sucesos del fenómeno de la pandemia más que la misma pandemia. Me sirve y no me sirve leer a otros sobre lo que está pasando, para escribir, proponer algo sobre qué reflexionar. Análisis, comentarios emergentes en un día, se transforman en ingenuidades montañosas a la semana siguiente. Mi cuerpo se resiste a hablar del presente, entonces. No sé lo que está pasando. No sabemos. Quizás, efectivamente, muchas veces no sabemos lo que está pasando, pero nos ayuda la ilusión de que sí sabemos. Quizás, una de las cuestiones que emerge más evidentemente como común es la sensación de incertidumbre. La activación en diversos planos de la vida –o, de plano, en la vida entera– del principio de incertidumbre, de que el cambio de un solo factor producirá resultados inesperados. 

Quizás, y aquí otro error permanente, esto siempre está, pero hemos constituido un sistema de percepciones que se ha encargado de negarlo, estimulando la sensación/idea de que sí podemos planificar proyectos, el futuro, nuestras vidas. No estaba en mis planes escribir sobre una pandemia, pero aquí estoy, intentando tejer algo de aquello que consigo aún concebir como perenne en la configuración de sentido del habitar en el mundo, con algo de la pandemia sin que el gran tema sea la pandemia. Yo no sé mucho (por no decir nada) de pandemias. Es la primera vez en la vida que pienso en ello y sólo porque estamos viviéndolo. Posiblemente, cuando esta situación de excepción pase –porque me aferro a ello–, mi reflexión no sean las pandemias –ya existe y continuará existiendo gente que se dedique seriamente a pensar específicamente en ello–, sino aquellas cosas perennes que en este momento de pandemia emergen también como los lugares situados, desde los que sí siento algo más de tranquilidad para hablar. La sensación permanente que tengo es que en estos últimos meses las cosas se están transformando y están cambiando hacia algo que ninguno de nosotros puede predecir. Esto no excluye que sí podamos imaginar, desear o trabajar porque esa transformación se parezca a algo de lo que somos capaces de formar parte activando nuestras respons-habilities (Haraway), que sería algo así como responder con nuestras habilidades.

I. Comprender mejor la vida de un hámster

Bajo al espacio común de mi edificio a moverme un poco. Pertenezco a ese pequeño grupo de personas que, en esta circunstancia, en este país del Tercer Mundo, puede darse el lujo de trabajar desde casa a través de un computador durante ocho, nueve o más horas diarias. Descubrimos que el teletrabajo es adictivo. Si no para uno mismo a este lado de la pantalla, para alguna otredad al otro lado de la pantalla; entonces comienza un ciclo que se retroalimenta entre los lados de la pantalla. Para algunas tareas, el teletrabajo es muy efectivo. Para otras, un fracaso radical. Pero consigue disciplinarnos como no sabíamos que podíamos hacerlo en un escritorio, frente a un computador. Es bio-psico-hormono político el ejercicio de este poder. Está transformando condiciones y conciencias sobre nuestra relación con el trabajo a nivel personal, pero, evidentemente, también a nivel sistémico. La paranoia de ser parte de un macabro experimento se apodera de mis pensamientos. Qué útil a ciertos poderes cada cuerpo individualizado frente a una pantalla, intentando conexiones virtuales. Dispuestos a entregar todos los datos almacenados en nuestros segundos cerebros –los computadores– con tal de poder establecer una comunicación, una reunión.

Bajo al espacio común de mi edificio a moverme un poco. Necesito salir de estos pensamientos. Necesito sentir que mis ojos no se están atrofiando mirando un cuadrado de 17×30 centímetros todo el día. Necesito elevar mis ojos al cielo. Ejercitar el músculo del ojo que mira más allá, al infinito. Me recuerdo que el infinito existe. Después camino, troto, corro de un lado a otro del pequeño patio de concreto. Alterno detenciones a mirar al cielo con este ejercicio de trotar-correr en el pequeño patio de concreto. De un lado a otro. Pienso en un hámster doméstico. Pienso en todas las veces en que pensé que no entendía para qué daban vueltas en una rueda que no los transportaba a ninguna parte. Siento que mi vida se parece a la vida de un hámster y entiendo por qué se meten a la rueda a dar vueltas en el mismo lugar, sin desplazarse. Ambos somos mamíferos. Ambos somos animales. Ambos necesitamos movernos, activar el movimiento en nuestros cuerpos para sentir que estos actúan en toda su potencia. Aunque estemos encerrados. Pienso entonces en el movimiento como forma de supervivencia y de resistencia. Pienso en el movimiento como un campo de batalla. Pienso en que quiero tocarlo todo, mirarlo todo, sentirlo todo, contactarme con todo, con todos los sentidos y naturalezas de lo vivo y lo no vivo. Me posee un éxtasis de materialidad y movimiento. 

Recuerdo. Recuerdo los meses precedentes, embriagados de colectividad, en las calles. Conversando, discutiendo, asambleístas, marchantes, danzantes, protestando, actuando, performativizando, resignificando, caceroleando, proponiendo un deseo de país desde un movimiento político social extraordinario que realizó gestos colectivos extraordinarios. Que en estos momentos está contenido y reprimido en casas, departamentos y cárceles. Subrayo: contenido, reprimido; no detenido. Tengo el privilegio también de participar de la transformación de sus modos de acción y relación. La revuelta tiene en el horizonte la recuperación de la plaza. La recuperación de lo público. La defensa de lo público. No sabemos cuándo eso volverá a pasar ni exactamente cómo. Pero sí sabemos que lo podemos desear. Organizar. Nada de lo que está sucediendo es ajeno a las demandas previamente instaladas. Al revés, la peste actúa como un ratificador de las exigencias de una masa, de un pueblo, de una pobla que lleva muchos años viviendo y sobreviviendo en zonas de exclusión. Anhelo ese horizonte con más fuerza que antes y al mismo tiempo intuyo el despliegue de una enorme política de represión sobre los cuerpos colectivizados. Carne y cañón, carne y perdigones, carne y rejas, carne y cámara, carne y chips, carne y control. Corro otra vez de un lado a otro del patio. Estoy experta en su dimensión. Puedo trotar a lo largo, hacia atrás, en reversa, sin mirar y sin chocar. Mide siete árboles medianos; dos ventanales; seis bancas; ocho Anas Harcha extendidas en el suelo; 30 bicicletas estacionadas; aire; luz. Quiero que nos gobierne el sentido del tacto, el sentido del contacto. Al patio común entra una vecina con su perro. Nuestros cuerpos se sorprenden del encuentro, se ponen en alerta, y una vez hemos comprobado que estamos lo suficientemente lejos, nos saludamos con los ojos que asoman sobre nuestras respectivas mascarillas.

Performance callejera en barrio Lastarria, durante los meses de estallido social. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

Una cosa es lo que se desea, otra cosa es lo que sucederá.

La incertidumbre otra vez, recordándonos que no podemos pretender tener el control. Las cosas suceden con, en relación a: un bichito, un virus, una vecina, un gobierno, un espacio, un territorio, una ciudad. Una zona. El espacio no mide de un modo fijo, se mide respecto del acuerdo que se establece para su habitación. Se expande y se contrae según una necesidad, según un ejercicio del poder, del biopoder; hoy, del bichopoder. La vida está en movimiento. Por eso el hámster corre en su jaula, dentro de su rueda. Si habitamos con los reinos de mineralia, vegetalia o animalia, estamos en peligro de vida. De movimiento, de diálogo, de incertidumbre respecto de alguna de las formas de manifestación de estos reinos. Dejo una vez más de tener certezas. Elijo una pregunta: ¿cómo será la vida en esta tierra herida?

II. Las zonas prohibidas

Otra vez no sé en qué es más importante pensar. Vuelvo a Chernóbil. Estoy enferma. Medio loca. Siento una especie de inexplicable extraño alivio al ver documentales sobre Chernóbil. Similar a lo que comentaba la escritora Mariana Enríquez en su columna para Página/12, en Argentina. Una especie de pensamiento vinculado a que muchas cosas terribles han pasado en la historia de la humanidad, a que esto no es lo peor, a que estas cosas pasan. Pasan para recordarnos como humanidad completa que hay dolor en esta tierra herida. Que hubo dolor. Que está habiendo dolor. Que habrá dolor. Que venir a la vida es venir a la muerte. Somos finitos, vulnerables, decadentes, mortales, cuestión de la que somos conscientes en ciertos momentos de nuestra experiencia singular de vida, pero de lo que ahora estamos siendo conscientes de forma colectiva, planetaria. 

Nos sucederán cuestiones extraordinarias como generación y habrá sobrevivientes. Maremotos de restablecimiento de equilibrios entre todas las fuerzas de estar aquí. Cuando era pequeña, 1986, 10 años, Pitrufkén, identificaba tres miedos colectivos fundamentales: el miedo al terrorismo de Estado; el miedo a una guerra nuclear (la imagen de una mano con el poder de apretar un botón y hacer desaparecer a la mitad del mundo); el miedo a la invasión extraterrestre. El primer miedo ha vuelto a emerger, el tercer miedo sólo parece pervivir en la esposa de nuestro actual presidente, y el segundo comenzó a desmoronarse con la explosión de Chernóbil. No se puede decir que el mundo fue mejor después de Chernóbil, pero sí se puede decir que no fue el mismo. La Guerra Fría cambió de rumbo. En una parte de nuestro relato de Tercer Mundo falsamente occidental comenzamos a sentirnos más tranquilos. Chernóbil fue declarado zona prohibida en un radio de aproximadamente 30 kilómetros a la redonda. En mi obsesión insomne con esta tragedia que cambió al mundo, leo que Alla Ivanivna, una mujer que en 2014 tiene 87 años, nunca salió de esa zona, negándose a irse de su pequeña casa porque ahí estaba su vida, sus memorias, sus afectos, porque no tenía adónde más ir. Alla Ivanivna ha vivido un tercio de su vida en la zona de exclusión. En la zona radioactiva. Entonces, en este viaje de insomnio, de búsqueda de sosiego en una tragedia distanciada, pienso en todas las Alla Ivanivna de nuestra tragedia social y sanitaria. Todos aquellos que pandemia o no mediante, viven en una zona de exclusión. Así, Chernóbil se cono-sur-iza, se chileniza, se santiaguiniza, se convierte en Chernóbil-San Pablo; Chernóbil-Plaza Yungay; Chernóbil-Cárcel de Puente Alto; Chernóbil-metro y micros de esta ciudad herida. Territorios-cuerpos para los cuales la inminencia de la muerte se manifiesta nítidamente, cada día, en hambre y otras formas de violencia como racismo, machismo, sexismo, clasismo, homofobia, pobrezafobia –aporofobia–, explotación, extractivismo, precariedad laboral extrema, tala indiscriminada, salmoneras contaminantes, sequía. 

Me permito otorgarnos el desafío de habitar este presente, radicalizando aquello que sí queremos vivir. En esa idea de retorno de la normalidad que se indica, ¿cómo nos encontraremos otra vez en la plaza? ¿Cómo se hará danza, teatro, performance? ¿Vamos a querer seguir produciendo en las condiciones preexistentes? ¿Vamos a contar las mismas historias tal y como las contamos hasta ahora?

La situación actual desnuda estas zonas de exclusión perennes, cuya ilusión general de no existencia sólo se sostenía en el relato de la imposibilidad de detener de toda la gran estructura. Como grababa un rayado durante la revuelta en las calles: “Antes estábamos bien, pero era mentira. Ahora estamos mal, pero es verdad”. Chile, como laboratorio de las más radicales políticas neoliberales, ha implicado e implica la permanente ejecución de necropolíticas (Mbembe) donde sin armas se ha ido eliminando a los excluidos a través de la negación de derechos sociales fundamentales (salud, educación, vivienda, pensiones, medio ambiente). Negación que saca de juego, silenciosa y cotidianamente, a cada cuerpo que se vuelve improductivo para un Estado controlado por holdings y conglomerados comerciales que privatizan estos derechos, convirtiéndolos en bienes de consumo a los que se accede –o no– y hacen girar –o no– la rueda del consumo, la deuda y el mercado. En este sistema, los cuerpos que habitan no son masacrados de forma evidente, sino que se los deja morir en vida o se intenta convencerlos de que la sobrevivencia es el supremo estado de experiencia vital al que se puede aspirar. Una sociedad criminal. Una sociedad medio caníbal.

Zonas de exclusión. Vidas para el sacrificio. Esto no sólo pertenece a Chernóbil. Esto es mi barrio. Alla Ivanivna, camina por la vereda que veo a través de mi pequeño balcón. Alla Ivanivna vende ajos a mil en una manta en San Pablo para pagar la comida y techo del día. Alla Ivanivna, que no tiene dónde más ir, duerme en la plaza que está a una cuadra, en un colchón húmedo, bajo una carpa de frazadas. Esto pertenece a nuestro territorio. Chernóbil es Petorca. Chernóbil es Tirúa. Chernóbil es Puerto Williams.

Mi mente vuelve al mitote de pensamientos. Elijo otra pregunta: ¿Para qué queremos seguir viviendo?

III. Hay (otra) vida en Chernóbil

Quisiera que el humus contara la historia de todo lo humano y lo no humano.

¿Cómo hablarían de nosotros las piedras, los océanos, un átomo de un reactor nuclear, una matita de toronjil, un ceibo, los zorzales urbanos, una orquesta de jabalíes, el propio bicho? ¿Cómo sería la historia de esta pandemia narrada por el virus? (directamente por el virus, no por un humano haciéndose pasar por el virus). ¿Cuál sería su lenguaje?

Escribo desde el lugar situado de asumirme como una trabajadora de las artes. Por ende, asumo que lo que hago propone una relación con el mundo desde la práctica de la generación de un lenguaje, conocimiento y saberes ligados a la experiencia estética. En mi caso, fundamentalmente, ligados a las artes escénicas y también al ejercicio de la escritura. Sigo sin saber cómo se resolverá todo este estado de las cosas o hacia dónde exactamente nos conducirá. No imagino que sea fácil e intuyo que una serie de propuestas inimaginables, hasta ahora, emergerán. Tanto de aquellas que trabajan a favor de la diversidad de la manifestación de la vida como de aquellas que circunscribo a los poderes mortíferos de esta existencia terrícola. Con todo, me parece fundamental insistir en las cuestiones que he planteado en este texto. Hoy mismo, a pesar de que me invaden profundas dudas sobre para qué sirve lo que hacemos los artistas en este contexto de crisis, reconozco al mismo tiempo que este es un ejercicio a través del cual he aprendido a establecer una relación con la tierra y con sus sangrantes heridas, como muchas otras personas, a lo largo de los siglos, dedicadas a estos haceres y oficios. Por tanto, me permito otorgarle el beneficio de su inútil necesidad como parte de la experiencia vital. Luego, al mismo tiempo, me permito otorgarnos el desafío de habitar este presente, radicalizando aquello que sí queremos vivir. En esa idea de retorno de la normalidad que se indica, ¿cómo nos encontraremos otra vez en la plaza? ¿Cómo se hará danza, teatro, performance? ¿Vamos a querer seguir produciendo en las condiciones preexistentes? ¿Vamos a contar las mismas historias tal y como las contamos hasta ahora? ¿Cuáles serán nuestras prioridades de relación? ¿Cómo se radicalizarán, profundizarán o expandirán nuestras preguntas de lenguaje? ¿Cómo nuestra acción performativa, si aún seguimos creyendo en ella, activará mundos multiespecies a partir de su potencia material y las relaciones que establecemos entre los cuerpos, los espacios y las cosas? 

Vista de la abandonada ciudad de Prypiat, al norte de Ukrania, donde en 1986 explotó el reactor de la planta nuclear Chernóbil.

Me gustan propuestas que vienen desde hace un tiempo ya, como la de la bióloga feminista Donna Haraway para seguir con el problema; me gusta la potencia imprevisible contenida en la capacidad de responder con nuestras habilidades, desde lugares situados, pero al mismo tiempo comprendiendo la imposibilidad de tener una respuesta definitiva sobre las cosas; me gusta la potencia política de actuar simpoiéticamente (con aliados situados en potencias compatibles); me gusta la idea de imaginar utopías posibles –y ya no distopías, para eso la estamos viviendo– en donde podamos generar hábitats vitales para una existencia en redes de parentesco que cuiden lo vivo, más allá de lo humano, y en donde comprendamos que somos, permanentemente, con.

Mi obsesión actual con Chernóbil comenzó cuando vi unas fotografías de lobos habitando y jugando dentro de la zona de exclusión. Luego vi fotografías de alces, nutrias, jabalíes. Luego de plantas y árboles. Seres vivos que se han transformado y regenerado en una nueva vida, en ese espacio radioactivo, al no estar compelidos por las presiones humanas. Presiones crueles que hemos ejercido como humanos con todo lo que no es lo humano –animales, territorios, minerales, organismos microscópicos, vegetales, elementos–, y también con nuestra propia especie, sobrevalorándonos exageradamente al tiempo que haciéndonos los mayores daños.

Me gustan las visiones de mundo de los pueblos indígenas que comparten el factor común de entenderse en relación a todo lo que les rodea, como especies en igualdad de derecho a existencia. De reconocimiento a presencia.

Me gusta pensar que podemos insistir en mundos más atentos al cuidado de las vidas que ya existen, que ya estamos acá. 

Me gusta pensar que lo anterior implica pensar, también colectivamente, en la pertinencia de la continuidad de la reproducción sin pausa de nuestra propia especie. 

Ya hay tanto que cuidar.

Chernóbil es la memoria de un desastre que cambió una de las grandes narrativas del mundo, del siglo XX. ¿Qué narrativa cambiará esta crisis y cómo participaremos de ello? ¿Para quiénes queremos la vida?
Hoy, hay (otra) vida en Chernóbil.
Yo me maravillo y aferro a esa terrícola inteligencia vital.

Amigos y amigas imaginarias acompañantes de esta escritura:
Mariana Enríquez, La ansiedad ¿Hay que opinar sobre la pandemia?
Donna Haraway, Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno
Achille Mbembe, Necropolíticas
Silvia Rivera Cusicanqui, Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos para un presente en crisis

Comunicación alternativa y popular: la importancia de multiplicar los relatos

La llamada “crisis informativa” en que nos ha situado la pandemia y el aislamiento social debería suponer una oportunidad para las grandes industrias de la comunicación periodística de poder posicionar su labor informativa y educativa por sobre el bochorno que ha significado su tendenciosa cobertura del reciente estallido social. Sin embargo, los medios han demostrado no estar a la altura y por eso y muchas otras razones se fortalece una escena alternativa, mayor y más diversa, que da cuenta de audiencias no menores que no se ven representadas en los grandes medios, ni sus voces ni sus imágenes ni sus vivencias.

Por Juan Enrique Ortega

Pensar hoy los procesos comunicativos que se producen desde el sector social conlleva analizar un complejo número de variables que superan ampliamente el llamado periodismo ciudadano o periodismo popular como concepto. Las diversas estrategias de libre apropiación que se hace de las técnicas y usos de la comunicación desde múltiples colectivos, organizaciones y movimientos desafían incluso los formatos mediáticos para reelaborar y adaptar la herramienta en defensa del derecho a la comunicación.

“El neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática”, dice Wendy Brown.

La industria de la comunicación junto, a sus estructuras de poder y producción de sentido social, enfrenta profundas transformaciones, no sólo por la vertiginosa revolución tecnológica que habitamos y que afecta a los medios, modificando las bases y los objetivos modernos de estas plataformas de comunicación, sino también por la profunda hibridación de formatos, estilos y géneros que afecta al periodismo también, como una parte importante de la reproducción de los relatos cotidianos de una sociedad.

En la cancha de los medios comunitarios, populares y la construcción mediática alternativa, es aún más frenético este momento de mutaciones y redefiniciones, porque dicha escena tiene una necesidad mayor de permear audiencias incidiendo en la opinión pública, una urgencia por resignificar los discursos oficiales y poder instalar nuevas visiones de país, territorio y comunidad, conceptos que hoy no existen en los flujos comerciales de información. Chile es un caso único por la ausencia paradigmática de debates relacionados con la comunicación, lo que incide en lo diverso, espontáneo y rizomático de los ejercicios y formatos de apropiación comunicativa.

La llamada “crisis informativa” en que nos ha situado el momento de pandemia y aislamiento social debería suponer una oportunidad para las grandes industrias de la comunicación periodística de poder posicionar su labor informativa y educativa por sobre el bochorno general que ha significado su tendenciosa cobertura del reciente estallido social. Cómo no reconocer este momento histórico para reposicionar una cobertura que contextualice, analice, informe y eduque acorde a la crisis de relato civilizatorio que estamos viviendo. Cómo no soñar con medios que reflejen los diálogos necesarios para una sociedad, donde se proyecte el nivel de debates que debemos abordar.

Lamentablemente, la oferta ha sido una confirmación de lo que ya es vox populi en nuestro país: coberturas sesgadas centradas en el Estado como actor principal de la pauta. Medios esclavos de cifras que ni siquiera cuestionan, que sobreviven encadenados al morbo de la discriminación por género, raza, condición social y tantas dimensiones de vulnerabilidad. 

El Covid-19 no sólo está demostrando la ineptitud de la clase dirigente para enfrentar la situación, sino también el silencio cómplice de un gran grupo de medios que se pone al servicio del reporteo simplista y la mediocridad informativa. Los medios de comunicación no han demostrado estar a la altura de los lineamientos éticos mínimos en un contexto de pandemia y, más aún, afirman su servil rol al sector dominante de turno. El levantamiento popular iniciado en octubre y que se prolonga este año, reafirmó que la industria mediática nacional no cumple su rol de informar de forma pluralista ni representa los intereses de la diversidad de sectores de la sociedad chilena. 

Hoy más que nunca hay, desde la ciudadanía, una explosión de voces, de preguntas, de debates negados por años y de exigencias a actores importantes de la sociedad. Si dicho flujo discursivo no encuentra cabida en las editorialidades empresariales lo hará en diversos canales que hoy construyen las propias comunidades excluidas. Las esferas de comunicación alternativa hoy están bullantes por esa y muchas razones. 

Otra comunicación

En Chile, el movimiento de comunicación popular alternativa no es nuevo, existen desde al menos cuatro décadas iniciativas mediáticas y no mediáticas que desde la experimentación han abierto canales de expresión popular por donde se cuelan las voces de hombres y mujeres, niños y niñas, con mensajes reales de las vivencias populares. La radio comunitaria, la televisión popular, los medios y espacios de comunicación de pueblos originarios, redes feministas, migrantes, territoriales, socioambientales y de diversos sectores pueblan hoy la oferta mediática alternativa. 

Sin duda, hoy, gracias al avance del acceso a internet y múltiples herramientas de grabación, producción audiovisual, transmisión y circulación masiva de mensajes, la parrilla desde la escena alternativa es mayor y más diversa, lo que da cuenta de audiencias no menores que no se ven representadas en los grandes medios, ni sus voces ni sus imágenes ni sus vivencias.

La ausencia y debilidad de medios públicos, que han sido fundamentales en las democracias modernas del mundo, nos tiene sobreviviendo a merced del mercado de las comunicaciones, de la dictadura de los formatos, discursos e intereses que estas grandes fábricas de sentido común instalan sobre nuestra cotidianidad. No es una tarea fácil y no todos y todas somos conscientes de su envergadura.

Contar, por lo tanto, con medios alternativos fuertes es una necesidad profunda de la sociedad global, necesidad que abarca la urgencia por legislar con enfoque de derecho sobre el acceso a las frecuencias y los monopolios mediáticos y construir opiniones públicas locales que fortalezcan el debate en los territorios, descentralizando la visión de país que hoy vemos repetida de norte a sur.

En tiempos de Covid-19, los medios y plataformas alternativas, comunitarias y populares son las que están denunciando la realidad de territorios que hoy no tienen cómo lavarse las manos pues la sequía y el saqueo los ha dejado sin agua. Tienen un tratamiento de la información más ético, responsable y solidario que lo que podemos encontrar en los medios de comunicación tradicionales.  

La sociedad civil hoy se apropia de las comunicaciones no pensando en fundar medios ni levantar estructuras verticales, sino que se articula en roles funcionales a la concreción de objetivos comunicacionales particulares y generales. La mayoría de esos esfuerzos se divide en lógicas productivas (registro y producción de mensajes desde esferas alternativas, con actores sociales comunitarios y en códigos coloquiales) y lógicas circulatorias donde lo principal es participar de un ejercicio viralizatorio de mensajes, imágenes y formatos virtuales que participan de la guerrilla diaria de la información. En cada uno de estos esfuerzos hay una constatación básica: los medios de comunicación no “nos” reflejan, no dan cuenta de voces que deberían estar.

Rol de la comunicación alternativa en tiempos de infodemia

Aun cuando la tradición de la comunicación alternativa en Chile ha tenido un desarrollo mayor en los formatos mediáticos, radio, TV y prensa, desde hace más de una década el desarrollo de experiencias de comunicación se asocia mucho más a colectivos fotográficos, equipos audiovisuales y grandes “centrales” de publicación en plataformas de redes sociales. Formatos como el diseño, la ilustración y la gráfica mixta son los que hoy recorren millones de teléfonos al día.

Los nuevos formatos de la comunicación hoy muchas veces eluden el escenario de “los medios” y establecen identidades y referencias desde la virtualidad, ya no desde un territorio específico o una comunidad. Se trata de transmisiones y programas que se emiten desde espacios cotidianos no lujosos y que están cumpliendo un rol educativo y liberador de muchas audiencias. 

Las diversas faunas que hoy habitan y conviven en la esfera comunicacional alternativa participan de ejercicios de producción espontánea de formatos periodísticos hechos desde la contrahegemonía temática, de fuentes y de estilos, y construyen estrategias de circulación y masificación de mensajes, imágenes y videos. En cada una de estas apuestas se deconstruye una realidad mediática y se crea relato social con autonomía.

En tiempos de Covid-19, los medios y plataformas alternativas, comunitarias y populares son las que están denunciando la realidad de territorios que hoy no tienen cómo lavarse las manos pues la sequía y el saqueo los ha dejado sin agua; son los espacios donde las comunidades migrantes intercambian estrategias para sobrevivir al racismo y discriminación que se instala desde las grandes esferas; son los espacios donde millones de mujeres intercambian estrategias para prevenir, disminuir y denunciar la violencia patriarcal en tiempos de encierro; donde se educa a los trabajadores en derechos básicos ante la crisis económica que se avecina.

Los movimientos sociales y organizaciones territoriales que desde hace décadas vienen entregando discursividades, testimonios y consignas desde la experiencia profunda del neoliberalismo, usan hoy los espacios comunicacionales para dialogar y proponer un tratamiento de la información en tiempos de pandemia, uno mucho más ético, responsable y solidario que lo que podemos encontrar en los medios de comunicación tradicionales.  

Los medios alternativos nos muestran la crisis en la salud primaria de localidades en regiones, enfrentan y desenmascaran falsos discursos de autoridades, organizan e informan de cadenas de ayuda y visibilizan la autogestión popular de la salud, la educación y la sobrevivencia en crisis económica. Son las radios populares las que conmemoran los seis meses de la revuelta social, los núcleos audiovisuales independientes los que nos muestran cómo las propias comunidades sanitizan las calles, cómo el Estado, que dejó de estar, ha sido reemplazado precariamente pero con dignidad, por estrategias solidarias y colectivas.

Sin embargo, no basta con tener y sostener espacios de denuncia transversal, sino que es necesario apostar también a la construcción de nuevos espacios de interacción y reinterpretación de los discursos oficiales, con incidencia indirecta pero real en la esfera social cotidiana, ya sea de la mano de la convergencia del meme, la ilustración, el diseño, el podcast y la producción audiovisual.

La esfera comunicacional alternativa hoy es un amplio espacio de interacción espontánea a través del que se ejercen nuevas estrategias discursivas, donde se pone en vitrina a nuevos sujetos sociales y se reproducen nuevas formas de ser en el mundo. Son las voces vivas de una ciudadanía que bulle bajo la opinión pública convencional, relatos de resistencia al modelo que se multiplican y resginifican a alta velocidad.

En tiempos de crisis social y de pandemia sanitaria-informativa, a la comunicación comunitaria, alternativa y popular no le corresponde ni imitar ni adaptar los formatos comerciales, tampoco esforzarse por llenar los vacíos de los medios públicos ausentes en Chile. A las voces, relatos y medios de la esfera social les corresponde subvertir los discursos oficiales, poner en duda y debatir colectivamente con las audiencias prosumidoras sobre horizontes políticos, culturales y también sanitarios, reformulando los sentidos de la comunicación, del periodismo y de la construcción de realidad. La comunicación comunitaria es el síntoma de un pueblo que reflexiona, dialoga y se hace preguntas sobre la realidad.

Hoy es un deber colectivo sumar voces al debate y participar ya sea de la producción, circulación o resemantización de la información. La necesidad de expresar, dialogar y articular voces es demasiado profunda para dejarle la pega a los medios tradicionales.

Avisa cuando llegues: la calle como escenario de guerra

El libro compilado por la escritoras Alejandra Costamagna y Carolina Melys reúne un conjunto de veinticinco narradoras, dramaturgas, cantoras, cineastas, ilustradoras y poetas que, desde diversos géneros literarios, elaboraron textos inéditos, que se caracterizan por la experimentación con el lenguaje, el predominio de las voces en primera persona complejizadas en una discursividad consciente de las tensiones de género, las atmósferas opresivas y, por sobre todo, una actitud guerrera de las protagonistas.

Por Patricia Espinosa
Avisa cuando llegues, editorial Bifurcaciones, $12.500 en librerías.

“Avisa cuando llegues” es una frase comúnmente dirigida a las mujeres que nos habla del temor y la incerteza de arribar a un destino seguro. La realidad es que el simple hecho de desplazarse por el espacio público ya es un peligro porque, como sabemos demasiado bien, la calle es un territorio peligroso para las mujeres. “Avisa cuando llegues” es ese cotidiano informe con el que decimos que llegamos sin daño, que logramos, por esta vez, escamotear la violencia sobre nuestros cuerpos, porque la calle es para las mujeres una zona de guerra y su cuerpo un botín para el patriarcado. 

Avisa cuando llegues (Talca, Editorial Bifurcaciones, 2019) es también un libro compilado por la escritoras Alejandra Costamagna y Carolina Melys quienes han reunido un conjunto de veinticinco narradoras, dramaturgas, cantoras, cineastas, ilustradoras y poetas que, desde diversos géneros literarios, elaboraron textos inéditos, en su mayoría, en torno a la mujer y la violencia. La curatoría es impecable, no solo porque permite dar cuenta de un espectro amplísimo de autoras de diversas edades y estilos, sino por la gran calidad de sus escrituras. 

El volumen se caracteriza por la experimentación con el lenguaje, el predominio de las voces en primera persona complejizadas en una discursividad consciente de las tensiones de género, las atmósferas opresivas y, por sobre todo, una actitud guerrera de las protagonistas. Este último aspecto me parece destacable, estamos frente a voces de mujeres que no se dan por vencidas aunque estén situadas en contextos donde en apariencias no hay salida. 

La escritora Alia Trabucco participa con el relato Go home.

Así, pegadas a lo real, a la materialidad de los cuerpos, surgen estas escrituras ancladas en una política de confrontación a la violencia. Esto implica una subjetividad en resistencia, que no evita el peligro, que no se enclaustra ni quiere abandonar el espacio para público. Es recurrente en estas narraciones que el momento mismo de la agresión física aparece en contadas ocasiones; los relatos tienden a ocurrir en el momento previo o el posterior, cuando el daño se ha  concretado.

Aun cuando resulta difícil entre tanto relato destacable, mencionaré solo nombres y textos a modo de una pequeña ruta de lectura. Alia Trabucco y su crónica Go home nos aproxima a la represión policial que vive una mujer francesa-musulmana por su cabeza cubierta por un pañuelo. La segregación religiosa pega fuerte en este relato. La exclusión, esta vez por el hecho de ser mujer, se advierte en el relato de Mónica Drouilly. Insert Coin se centra en la relación de dos hermanos diestros en un videojuego; particularmente la chica. Es, a fin de cuentas, su talento, aquello que la condena y que resulta imperdonable para su hermano y el grupo de chicos del barrio que la agrede. 

En un estilo más directo, incluso rudo, se encuentra el relato de Marcela Trujillo, Época punk. Nuevamente una mujer sola, de noche, esta vez violada en un parque en pleno centro de la ciudad. El temor resulta inamovible en cada una de estas protagonistas. Así también podemos verlo en la narración de Carmen García, Llamada imaginaria donde una mujer aterrorizada por el acoso sexual de un taxista genera diversas tácticas de defensa para demostrar al hombre que no está sola. 

Daniela Catrileo sorprende con e texto Kutral sobre su infancia sobreprotegida.

La marginación y la soledad son dos términos que se reiteran en estas historias. Daniela Catrileo sorprende con un texto narrativo titulado Kutral. La narradora aborda su infancia sobreprotegida y el aprendizaje de códigos de sobrevivencia urbana en paralelo a la búsqueda de la emancipación. La calle es también el tema privilegiado por la gran poeta, Elvira Hernández, quien elabora en esta ocasión un ensayo: No nos falta calle es una reflexión sobre la condición subalterna de la mujer en diversos periodos de nuestra historia. Su relato es intercalado con recuerdos autobiográficos donde, tal como en el texto de Catrileo, las niñas eran resguardadas en el espacio doméstico ante los peligros del espacio público. La educación sexista, al igual que la inserción de la mujer en el trabajo, sometida a inequidades de salario, son algunos de los temas que aborda Hernández mediante un estilo cercano, vigoroso, como un gran llamado de alerta a generar cambios en las mujeres. 

Dentro de los textos más originales se encuentran los de Lina Meruane y Verónica Jiménez. El primero es una ficción-crónica notable. A partir de un diálogo de mujeres surge la cita a Camille Paglia, feminista estadounidense de derecha, quien asevera que el costo de salir de casa es la violación y que las mujeres tendrán que asumirlo como un peaje. Este juicio macabro da lugar a una discusión con dos posiciones contrapuestas: responsabilizar a las mujeres de sus propias violaciones o asumir una política de exigencia a “no ser violada ni agredida ni abusada cuando vamos solas”. Jiménez, por su parte, una de las voces más importantes de la poesía chilena, se orienta a reconstruir la enigmática figura de la gran Rosa Araneda, poeta de fines del siglo XIX, quien a través de su escritura desafió sin resquemores los cánones machistas de la época. La prosa de Jiménez conjuga fineza con una mirada ruda excepcional. 

La poeta Elvira Hernández contribuye con un ensayo titulado Nos nos falte calle.

La lectura de este excelente libro permite identificar desde donde están escribiendo las mujeres chilenas hoy. Para mí, escriben desde el lugar de la denuncia a la violencia de género, a la guerra material y simbólica que el patriarcado y el neoliberalismo despliegan contra la mujer emancipada o en vías de emancipación. Estas voces se alzan generando una denuncia y múltiples prácticas de resistencia a la violencia que intenta devolverlas al espacio doméstico. Estamos, nada más y nada menos, que ante la plenitud de una política de segregación que sin duda estas escrituras rechazan, demostrando que la única batalla perdida es aquella que no se da…y las mujeres la estamos dando. Desde todo punto de vista, un libro imprescindible.

No es la primera vez: la esperanza en tiempos de pandemia

Hagamos memoria. A comienzos del siglo XX, Chile tenía una de las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades como el tifus, el cólera y la viruela hacía estragos en la población. No fue únicamente los que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia” lo que ayudó a salvar la crisis; el horror fue abordado también por políticas públicas y una mayor intervención del Estado. La fórmula parece ser la única que podría volver a salvarnos hoy del Covid-19.

Por Azun Candina Polomer
La historiadora y académica Azun Candina. Crédito de foto: Felipe Poga.

Sin ser personal de salud ni recolectores de basura, y tampoco trabajadoras de mercados y almacenes, algunos intelectuales giran alrededor de su encierro computarizado y últimamente se han dedicado a tareas como predecir el fin del capitalismo o su fortalecimiento, o a repetirnos —versión pandemia— lo que ya sabíamos: el mundo es una colmena, y lo que  afecta a unos, termina llegando a todos. Más que a la empresa nostradámica de la predicción, me interesa en estas líneas referirme a lo que sí parece un fenómeno claro: las catástrofes son el recordatorio agudo de las carencias de lo cotidiano y lo normal, y tal vez su único lado bueno es que pueden ayudarnos a no convertirnos en o a no seguir siendo un presente que deviene en el futuro indeseado de un pasado. 

A comienzos del siglo XX, Chile era uno de los países con las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades infecciosas y epidémicas como el tifus, el cólera y la viruela, entre otras, hacían estragos en la población. Si esa situación paulatinamente cambió a lo largo del siglo, no fue únicamente por eso que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia”. En términos de salud pública, esos avances significan muy poco cuando están disponibles solamente para una minoría que puede pagarlos, y cuando las condiciones de vida de la mayoría —que involucran vivienda, agua potable y otros servicios— son lamentables. El horror de un pueblo chileno permanentemente enfermo y cuyos niños morían en las cunas,se superó porque ese mismo horror fue abordado con políticas públicas que, como estudió en profundidad la historiadora María Angélica Illanes, a quien cito, se avanzó hacia “una mayor responsabilidad organizativa frente a la caridad asistencial”; es decir, una verdadera política de salud fiscalizada por el Estado.

«Las catástrofes son el recordatorio agudo de las carencias de lo cotidiano y lo normal, y tal vez su único lado bueno es que pueden ayudarnos a no convertirnos en o a no seguir siendo un presente que deviene en el futuro indeseado de un pasado». 

 Los médicos, como voz profesional autorizada y como gremio, tuvieron un papel central en esa instalación que salvó miles de vidas. Sus organizaciones profesionales —como el Sindicato de Médicos de Chile (1924), la Asociación Médica de Chile (1931) y finalmente el Colegio Médico de Chile (1948)— se pronunciaron y trabajaron a favor de una medicina de amplia cobertura y financiada por el Estado. En 1952, finalmente, se creó el Servicio Nacional de Salud (SNS), organismo centralizado que asumió las obligaciones y funciones de las anteriores instituciones de salud pública existentes en el país. Fueron parte de este esfuerzo, también, las asistentes sociales (visitadoras, en la época) que caminaban por los barrios viendo la pobreza y el desamparo y elaboraban los informes que apoyaban la toma de estas medidas; las profesoras primarias que enseñaban a los niños a lavarse las manos (sí, como ahora), y los cientos de enfermeras, paramédicos y funcionarios del Estado que participaron en las campañas de vacunación masiva y obligatoria o de educación para evitar los contagios en la vida cotidiana, por dar sólo algunos ejemplos.

Valga insistir, entonces, en que no fueron sólo los avances científicos y médicos, sino también los esfuerzos de sucesivos gobiernos, asociaciones profesionales, maestros, activistas y funcionarios  fiscales, los que hicieron que esos avances llegaran, no a todos ,por cierto, pero sí a grupos cada vez más amplios de la población. El Covid-19, a pesar de su técnico nombre, evoca esas historias del monstruo milenario que de pronto se liberó desde una grieta olvidada del pasado, rompió el sortilegio que lo mantenía prisionero e invadió el presente. Trae así de regreso ese pasado que ninguno de nosotros vivió: el de una humanidad que debía luchar, una y otra vez, contra las enfermedades epidémicas y sin cura. Fueron los avances de la medicina y fueron los gobiernos, Estados y sociedades que actuaron desde la comunidad y la solidaridad los que cambiaron el rostro del dolor. Porque sí, se puede cambiar: como escribió la historiadora Arlette Farge en Lugares para la Historia, “el sufrimiento triza tanto como une, pero, desde luego, es la recepción que se le organiza a ese sufrimiento lo que lo torna sórdido o generador de movimientos”. Ojalá estemos a la altura.

Crisis… ¿sanitaria? ¿Qué es lo que verdaderamente está en crisis?

Por Sonia Pérez

Detengámonos en esta experiencia: de un día para otro, nuestra movilidad espacial se ve reducida; palpamos la amenaza de una afección física e incluso la muerte de algún familiar, propia o de algún conocido; el trabajo de los pequeños emprendedores y productores es amenazado en su continuidad; la televisión nos bombardea con información atemorizante; no sabemos lo que pasará en una semana más ni al día siguiente; las informaciones oficiales son cambiantes y confusas; se activan las redes sociales con mensajes cuya fuente no conocemos; tenemos que preocuparnos de cómo ajustar nuestras modalidades de trabajo para no perder ingresos económicos; las escuelas dejan de funcionar; el futuro es incierto y no se sabe cuándo se retornará a la normalidad; y nos enfrentamos a priorizar qué es lo verdaderamente importante para sustentar nuestra vida cotidiana ante tanto cambio.

¿Coronavirus?

Sí y no, porque este escenario puede perfectamente relatar lo que ha experimentado Chile en alguno de los frecuentes desastres socionaturales de su historia reciente o incluso durante lo vivido después del 18 de octubre de 2019.

La académica y doctora en Psicología Social, Sonia Pérez. Crédito: Alejandra Fuenzalida.

Lo que está sucediendo con el Covid-19 hoy es, sin duda, una situación histórica a nivel mundial por su magnitud imprevista y sus múltiples impactos, pero en nuestro país no es la primera vez que nos enfrentamos a tanta vulnerabilidad. Cualquier medida que tomemos como país debe entonces considerar las particulares características de nuestro sistema social y nuestra cultura. En Chile, la brutal desigualdad en la que se anidan los problemas sociales –y ahora sanitarios– nos ha enseñado, con dureza, cuatro cosas:

1. Que las catástrofes no afectan a toda la población por igual. La experiencia actual de la cuarentena devela sendas diferencias con las que hemos convivido –y hasta hemos naturalizado– por muchas décadas. Mientras unos pueden cuidarse quedándose en casa, otros deben aún asistir a sus puestos de trabajo, exponiéndose al contagio. Mientras unos pueden cambiar su trabajo a modalidad remota, otros no tienen acceso a Internet ni a computadores. Mientras algunos han podido pagar seguros de salud, otros están indocumentados y en completa indefensión. Mientras algunos mantienen su salario, otros son desempleados o pierden la fuente de ingresos por la que se han esforzado durante largo tiempo. Mientras algunos encuentran en la cuarentena la posibilidad de usar el tiempo de manera creativa y laboriosa, otros ven agudizados sus conflictos relacionales y terminan expuestos a mayor violencia y maltrato. Mientras algunos pueden contar con redes de apoyo para abastecimiento y distribución de labores domésticas y productivas, otros concentran multifunciones en tiempos y espacios reducidos. Mientras algunos pueden refugiarse en propiedades con áreas verdes, otros deben encerrarse en sectores históricamente contaminados. Mientras algunos acceden a cumplir penas en sus casas, otros son aislados en insalubres y hacinadas cárceles. Mientras algunos se acompañan con las redes sociales, otros están aislados digitalmente. Mientras algunos pueden lavarse las manos frecuentemente, otros no tienen acceso a agua potable en sus hogares. Mientras para unos el acceso a la atención médica puede resolverse de manera privada, otros saben con angustia que no serán atendidos en caso de necesidad. Mientras algunos pueden seguir financiando la continuidad de tratamientos y espacios de contención psicológica, para otros el desgaste emocional abruma. Peor aún: mientras algunos disfrutan de todas estas primeras condiciones, otros se encuentran viviendo, a la vez, todas las segundas. La crisis de equidad y justicia está estructuralmente a la base de la crisis sanitaria. No se puede enfrentar una si se mantiene la otra.

2. Que las emergencias se vuelven desastrosas cuando no somos capaces de reducir los riesgos de manera integral. Las políticas sociales, de educación, de trabajo, de habitabilidad, económicas y de salud, siguen estando desarticuladas, entre sí y en relación con los territorios que pretenden beneficiar. La emergencia produce una crisis multidimensional que las personas no pueden resolver dimensión por dimensión de vida de manera secuenciada, por lo que la desarticulación de planes y programas es mucho más que un problema de gestión: es un problema de participación y validación de las necesidades que enfrentan las comunidades. En Chile, las personas están en riesgo de manera crónica y superpuesta: riesgo a perder el trabajo, a tener un trabajo precario e inseguro, a no tener una vida sustentable, a no contar con educación de calidad, a no ser atendidas como corresponde cuando se requiere de asistencia física o psicológica, a no poder cuidar como merecen a sus niños/as o abuelos/as, a ser discriminadas por discapacidades, a ser excluidas por su origen. Cuando todo se da al mismo tiempo, las personas terminan por priorizar la resolución de un problema, sabiendo angustiosamente que con ello profundizan los otros. Un sistema social garante del buen vivir no puede dejar tal responsabilidad a cada persona. La crisis política de desarticulación e insuficiente articulación con las comunidades sólo se puede enfrentar con soluciones colectivas y participativas, presentes en todos los territorios, integradas, que no prioricen las necesidades macroeconómicas por sobre las demás, sino que validen las estrategias y propuestas que las comunidades conscientes han levantado a partir de sus propias experiencias y proyecciones.

“Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida”.

3. Que la desconfianza incrementa el miedo y el control social. La ambigüedad y falta de claridad de una política de protección, junto a la percepción de abusos e injusticias, ponen en crisis la confianza y sentido de pertenencia a un sistema social. El miedo a enfermar puede ser tan grande en Chile como el miedo a no ser protegido cuando ello ocurra. Al mismo tiempo, la incertidumbre respecto al límite temporal que tendrá la emergencia convive con lo incierto que resulta el futuro del país en un proceso constituyente o el lugar social que ocuparemos en la sociedad que se construya. Estos miedos se sustentan en la desconfianza de las personas respecto a las instituciones, instalada ya por décadas en el seno de nuestra experiencia social. En dirección complementaria, la desconfianza amenaza con crecer entre las mismas personas, lamentablemente, a raíz del persistente disciplinamiento que han desplegado los medios de comunicación, desde donde se nos ha enseñado a temer al vecino. El saqueador de supermercados de octubre es presentado ahora como el acaparador en cuarentena en los mismos supermercados; el evasor, el violento callejero, es evocado hoy en el inconsciente como un portador del virus que camina por las calles. En ambos, la indisciplina es motivo de desconfianza, por tanto, fuente de miedo y, en consecuencia, una amenaza que debe ser controlada. El control del contagio ha perdido importancia en servicio del control social, lo que claramente no contribuye al sentido de tejido social que es tan relevante construir en estos momentos. Reconstruir las confianzas sociales que sustenten el desarrollo social y humano es una tarea de validación y reconocimiento de las capacidades sociales que se han puesto en juego tanto para hacer frente a esta amenaza sanitaria como a otras, de otro tipo, que se han vivido previamente. La crisis de confianza no puede abordarse sólo a través del control social, sino que debe considerarse, además, la protección, lo que implica, entre otras cosas, la regulación de abusos laborales y la especulación de los precios en bienes y servicios, por mencionar algunos. 

4. Que la vulnerabilidad es mayor cuanto más individualismo hay en el sistema social. La experiencia subjetiva de vulnerabilidad impacta incluso psicológicamente cuando seguimos pensando, casi de manera automática, que los problemas se resuelven a través del esfuerzo individual. Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva y el mérito con que se gana un beneficio, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida. Aprendimos a sentirnos vulnerables no cuando somos vulnerados en nuestros derechos, sino cuando no somos capaces de aguantar la vida que nos tocó. Por fortuna, hay unos pocos momentos en la historia, como el que estamos viviendo en cuarentena, que nos enseñan que la vulnerabilidad no podemos enfrentarla solos. Tal vez esta sea la crisis más beneficiosa: la crisis del individualismo atraviesa el cuerpo, las creencias y las prácticas, reportándonos a la necesidad de una conexión que vaya más allá de la competencia, a una subjetividad en donde reconocernos como seres “socio-naturales” en un lugar común. Hoy hasta el individualismo siente miedo de quedar solo.

En suma, la situación de Chile ante el virus no presenta los mismos desafíos que en otros países, pues no es un problema exclusivamente sanitario. Se requiere una plataforma de estrategias integradas a nivel social y económico que garantice la supresión de las desigualdades en la exposición a la amenaza sanitaria, que distribuya equitativamente las herramientas de prevención y protección, y que sea garante de los derechos humanos.

El modelo de sociedad, tal como lo hemos venido experimentando, con pilares de inequidad, injusticia, desarticulación, desconfianza, miedo, vulnerabilidades, individualismo, muestra su crisis ante la emergencia sanitaria del Covid-19, un virus que vino a interpelar con fuerza la sustentabilidad y la dignidad con que lo enfrentamos. El virus podrá ser controlado, pero luego de su paso nuestra sociedad ya no puede –ni debe– ser la misma de antes.

Filosofía en emergencia: sólo un punto de partida

Desde que se produjera la expansión del virus Covid-19 a nivel planetario, las reflexiones filosóficas en torno a sus alcances sociales y políticos no tardaron en llegar. Pensadores como el esloveno Slavoj Žižek, el coreano Byung-Chul Han o la estadounidense Judith Butler han dado ya sus primeras impresiones acerca de la pandemia. Sin embargo, la Doctora en Filosofía Política de la U. de Chile, María José López, insta a mirar con cautela estas deliberaciones.

Por María José López Merino

El asombro por lo ocurrido con esta crisis sanitaria mundial ha sido casi tan enorme como el universo de reflexiones y tesis acerca de su significado, causas, consecuencias. Reflexiones que han poblado los diarios y los medios digitales, que, sumadas a un tiempo nacido del encierro en el que hemos tenido días para leer estas ideas, han amplificado su efecto. Pienso, modestamente, que antes de las tesis y los diagnósticos un poco acalorados que declaran desde la muerte de la China comunista hasta la muerte del capitalismo o la llegada de un nuevo holocausto del siglo XXI, es necesario recordar eso que decía Hannah Arendt: la compresión previa, que busca domesticar el acontecimiento histórico nuevo, no es nunca toda la comprensión, sino sólo el punto de partida.

La académica y doctora en Filosofía Política, María José López. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

En el caso de los filósofos y pensadores de la cultura, hay esfuerzos disímiles que vale la pena mirar. Algunos de ellos se reúnen en Sopa de Wuhan (2020), compilación en la que encuentran lugar algunas impresiones, de distinta densidad y alcance, de autores como Slavoj Žižek, Byung Chul-Han,  Judith Butler y David Harvey, entre otros.

Me impresiona el libro por la prontitud de las tesis, la seguridad de los diagnósticos, la radicalidad de las lecturas y conclusiones que sacan. No me siento muy cercana a esta filosofía comentarista inmediata de la actualidad. Cuando la filosofía observa de reojo, con una mirada más lenta que le da cierta desactualidad, encuentra su mayor realismo. 

En esta premura del diagnóstico, el artículo más impresionante es el de Giorgio Agamben, bastante comentado por lo demás, en el que pone en duda la existencia de una real epidemia de proporciones anormales en Italia, y propone la tesis de que para los gobiernos mundiales, “habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas (las restricciones a la libertad y las formas de control) más allá de todos los límites”. Este parece un ejemplo paradigmático de lo que Arendt llamó alguna vez el exceso de teoría, que está en la base de cualquier ideología. Allí donde la realidad no coincide con el marco de ideas previas con las que se la quiere leer –en este caso, “biopolítica”–, es la realidad la que se modifica o se relee para hacerla coincidir, incluso al precio de falsearla.

Otro lugar común que confunde, que viene más bien de la política que de la filosofía, es la metáfora de la guerra. Como dijo Humberto Maturana (La Tercera, 10, 4, 2020) hace pocos días, aquí no hay ninguna guerra contra un virus, porque el virus no es un enemigo ni una entidad inteligente que combatir, de hecho, hay dudas de que esté vivo. Más bien hay un acontecimiento que no pudimos prever y que nos revela una forma de vida y de organización social que sin duda nos pone en peligro.

El filósofo Slajov Žižek afirmó que el Coronavirus es un ataque mortal al capitalismo.

Otra forma de apresuramiento distinta es la que asume Žižek, el filósofo esloveno. Con una grandilocuencia que no es nueva en él, afirma que el Coronavirus es algo así como el ataque mortal al sistema capitalista. Ya nos gustaría a muchos que un virus pudiera hacer algo así. Lo que más bien ha mostrado esta pandemia es la crudeza de un sistema de libre mercado radical, en el que producto de la especulación suben los precios, se despiden masivamente a trabajadores sin respeto por sus derechos laborales, los insumos de salud se vuelven un nuevo campo de ganancias para quienes aprovechan la oportunidad y la salud privada sigue abrazando un negocio lucrativo mientras la salud pública, con enormes dificultades e inequidades, asume gran parte del peso de esta crisis. Llama luego Žižek, con su acostumbrado entusiasmo, a un nuevo comunismo global que reordene el campo de la economía. 

El problema es que nuestras legítimas aspiraciones de transformación emancipadora pueden impedir que veamos la realidad sobre todo, que olvidemos algo que Chul Han advierte a mi juicio con mucho tino en el artículo que incluye en el mismo libro: “El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución”. Es más, aclara, ojalá luego del virus venga la revolución humana, una que tenemos que hacer nosotros. 

Está claro que la pandemia hace reflotar idearios políticos y morales que en las últimas décadas se han visto fuertemente cuestionados por el avance de un capitalismo neoliberal sin contrapeso, especialmente en nuestro país. En este sentido, ideas como la necesidad de una salud pública, de un Estado fuerte, de unas regulaciones globales a los intereses privados, vuelven a adquirir una vigencia normativa importante. En esta misma línea, se pregunta el artículo de Butler:

El coreano Byung-Chul Han aseguró que ningún virus era capaz de hacer una revolución.

“¿Imagina que la mayoría de la gente piensa que es el mercado el que debería decidir cómo se desarrolla y distribuye la vacuna? ¿Es incluso posible dentro de su mundo insistir en un problema de salud mundial que debería trascender en este momento la racionalidad del mercado?”. 

Así como Butler, impactados por esta crisis, hoy nos vemos en la necesidad de formular la pregunta por la validez de la desigual seguridad que viven los ciudadanos, cuestión que redunda en la recuperación de la discusión sobre los derechos sociales y la necesidad de un Estado fuerte que sea capaz de proteger, pero también de escuchar a sus ciudadanos. 

Estas tremendas desigualdades hoy determinan a quién se va a diagnosticar, tratar a tiempo y adecuadamente, y a quién no, y se expresan en diferencias entre países (Ecuador y Alemania, por ejemplo) y en otras al interior de cada nación.  Concretamente: ¿qué pasará en Chile cuando las camas de cuidados intensivos o los medios para soporte vital no den abasto? Es lo mismo que se preguntan insistentemente distintos expertos. 

“Un aspecto positivo es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible”. 

En este sentido, si bien la pandemia no derroca ningún sistema económico ni político por sí misma, sí pone en evidencia la radiografía de la desigualdad planetaria. En su alcance político, este desnudamiento de una realidad que ya estaba antes del virus puede despertar conciencias y aunar deseos de una ciudadanía planetaria, lo que Butler llama “un deseo colectivo de igualdad radical”.

En la misma línea, del carácter revelador y no transformador de esta pandemia, se instala Harvey, quien considera que todas las formas de discriminación, “maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberal”, se hacen evidentes con estas crisis. En este sentido “el Covid-19 exhibe todas las características de una pandemia de clase, género y raza”.

Un aspecto positivo, sin embargo, es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible. 

Pero esta revalorización de la ciencia no deja de hacer evidente que la crisis no se supera sólo con ciencia, con tecnología y saber de punta. Es evidente que la manera en que la superaremos tiene que ver sobre todo con la acción políticas de los Estados y, más incluso, de la asociación de los Estados para instaurar soluciones que sean razonables y justas. En esto me quedo con las palabras de Markus Gabriel, también en la Sopa de Wuhan: “Cuando pase la pandemia viral necesitaremos una pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos. Vivimos y seguiremos viviendo en la tierra; somos y seguiremos siendo mortales y frágiles. Convirtámonos, por tanto, en ciudadanos del mundo, en cosmopolitas de una pandemia metafísica. Cualquier otra actitud nos exterminará y ningún virólogo nos podrá salvar”. 

Judith Butler, quien estuvo en julio pasado invitada por la U.de Chile, dice que frente a la crisis del virus, se podría despertar una conciencia y un «deseo colectivo de igualdad radical». Crédito de foto: Felipe Poga.

Es interesante ver resurgir la vieja idea del cosmopolitismo ahora sobre bases nuevas: las de una democracia global y con justicia real para todos (como diría Van Parijis), que no nacerá espontáneamente. Serán necesarias la organización ciudadana y la activación de ese mundo en común, que presione a los gobiernos y a las organizaciones mundiales para la obtención de cambios reales. Volviendo a Butler y Harvey, hay un proyecto político y económico de transformación que deberíamos construir en conjunto. Para ello se requieren gobiernos con altura de miras, pero también ciudadanos con voluntad y con capacidad de acción política para impulsar los cambios que garanticen mayores niveles de justicia para nuestras democracias. 

La filosofía puede ayudar en esto a la hora de repensar y reexaminar nuestras formas de vida, las injusticias en las que vivimos y naturalizamos. Hay mucho que pensar y mucho que construir políticamente después de esta crisis para reconducir nuestro proyecto político hacia una democracia verdadera en la que todos tengamos espacio.

Tiempos de crisis: ¿Cómo afecta la in/movilidad la vida en ciudad?

“El mundo político, empresarial y académico no ha sabido entender cómo la ciudadanía habita los territorios, algo que se volvió evidente en la crisis social que comenzó en Chile a partir del 18 de octubre. Tampoco estamos entendiendo las dificultades que enfrentan, en lo cotidiano, la mayoría de los habitantes”.

Por Paola Jirón

Esta pandemia global revela lo fundamental que resulta hoy la movilidad en todos los aspectos del mundo social, en múltiples escalas, con diversas relaciones y dimensiones, y al mismo tiempo enciende la alerta sobre los efectos impredecibles que su restricción implica en términos de desigualdades. Esto no sólo se refiere a lo esencial de la movilidad con relación al uso del espacio público y el transporte –que muchos hemos tenido que abandonar–, sino que también a comprender que, pese a que nos quedemos quietos, muchas otras cosas se siguen moviendo, lo que permite que muchos nos mantengamos fijos. Esta es parte de la importancia de los territorios relacionales y móviles en el nivel macro de la vida cotidiana.

Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

El territorio relacional va mas allá de entender a la ciudad meramente como contenedora, como un lugar donde sucede la vida, como un espacio visto desde arriba que podemos controlar o definir cómo se va a comportar. Entender el territorio relacional implica reconocer que este nos impacta así como nosotros lo impactamos con nuestras prácticas y que lo que sucede en un lugar tiene impactos en otro, aunque sea lejano y a veces imperceptible. También implica entender que no es igual para todos y que diversas personas lo viven de manera distinta según sus múltiples identidades. Y, sobre todo, es comprender que el territorio es dinámico. Es decir, que los territorios no son fijos, ya que quienes los habitamos, humanos y no humanos, los vivimos en constante movimiento.

En esta línea, la movilidad o, más precisamente, las movilidades, pueden ayudar a comprender la importancia del territorio en la crisis actual. La movilidad no se refiere sólo a la manera en que las personas, sus cuerpos, las cosas –incluidos los virus– y las enfermedades se mueven, sino que también a cómo se encuentran interrelacionadas y son interdependientes con la movilidad –virtual, imaginativa y comunicativa de recursos, ideas, conocimiento, dinero, trámites, pedidos– todos los otros movimientos que nos permiten desplazarnos en el mundo actual. En concreto: ¡todo se mueve! Y, al mismo tiempo, estas movilidades también se encuentran inexorablemente vinculadas a múltiples formas de inmovilidad.

Esto quiere decir que para que yo pueda funcionar desde mi casa, otros se siguen moviendo, incluidas aquellas personas que retiran la basura, realizan repartos a domicilio, manejan buses, son funcionarios públicos o profesionales de la salud y, también, los bancos que siguen circulando dinero, los medios de comunicación que siguen transmitiendo imágenes o los miles de mensajes que continúan circulando por las redes sociales para mantener la cercanía social pese al distanciamiento físico. En otros términos, aquellas personas que podemos permanecer fijas en estos momentos somos las privilegiadas, tenemos el lujo de poder mantenernos en casa.

Es precisamente este privilegio de inmovilidad el que nos ha develado la fragilidad, precariedad y desigualdad del sistema en el que vivimos hoy, ya que la salud, el comercio, los cuidados, el transporte y el empleo son demasiado frágiles, lo que hace que en menos de una semana millones de personas hayan quedado sin remuneración y a merced de sistemas que no dan abasto. La precariedad se expresa en las formas de vivir, donde los más pobres tienen que seguir funcionando, arriesgando su salud y la de los demás; muchas mujeres tienen que dedicarse al cuidado de los niños y enfermos y, además, seguir trabajando; muchos adultos mayores, que ya se encontraban solos, tienen que aislarse aún más para no morir; incluso algunas mujeres deben permanecer encerradas con sus posibles victimarios. 

«Para que yo pueda funcionar desde mi casa, otros se siguen moviendo. En otros términos, aquellas personas que podemos permanecer fijas en estos momentos somos las privilegiadas, tenemos el lujo de poder mantenernos en casa»

Se habla de aislamiento, pero la reclusión no es posible para todos. Dejar en cuarentena a algunos para que no continúe el esparcimiento del virus se presenta como la única solución. Sin embargo, esta mirada fija del territorio no concuerda con la dinámica móvil del virus y de las personas que lo portan. En otras palabras, es difícil pensar que dejando a algunos pocos inmóviles en sus casas vamos a controlar el contagio, ya que el resto de la población se sigue moviendo. Esta es precisamente una forma en que los fijos pueden permanecer en sus privilegios. Sin embargo, este privilegio de la inmovilidad durará muy poco porque el territorio se mueve, porque todo se mueve.

Al ser interdependientes, cada vez que solicitamos un delivery, que pasan a retirarnos la basura, que los conserjes de edificios llegan a trabajar o que alguien cruza la zona de cuarentena, las probabilidades de que el virus circule aumentan. La preocupación en estos momentos es que aquellos que están en estas zonas no salgan, pero quienes están guardados también pueden contagiar a los que están fuera sólo por la interdependencia de la movilidad. 

Esta crisis devela grandes desigualdades territoriales no únicamente por la falta de atención a los campamentos sin agua, la mala dotación de servicios de salud y otras infraestructuras en áreas más pobres de la ciudad, sino que, principalmente, por no contemplar que el territorio se mueve a medida que las personas se mueven y que, entonces, muchas personas están obligadas a moverse para subsistir. Esto significa que muchos tienen que salir a trabajar en auto, bici, caminando o en transporte público, y que muchos también tienen que hacer trámites, ir al médico, sacar licencias, permisos, cobrar cheques o seguir tratamientos. 

Se habla de formas de controlar el territorio desde la inteligencia territorial, es decir, a partir de sistemas tecnológicos inteligentes. Y sería muy útil contar con dicha información, sin embargo, por mucho que existan los softwares y capacidad técnica de manejar grandes bases de datos inteligentes –que permitan hacer proyecciones, modelar el futuro y controlar a la población–, nuestros datos y formas de enfrentar la crisis son precarias, particularmente cuando no existe claridad respecto a cómo manejar dicha crisis. Hemos visto que no sabemos cómo pararnos en una fila para comprar en el supermercado manteniendo la distancia; cómo los lugares donde es necesario hacer trámites no cuentan con los implementos de seguridad para sus empleados y menos para los clientes; y cómo los centros médicos que debieran hacerlo, no cumplen los protocolos. No se trata de que los datos no sean fidedignos, sino que son incompletos. Existe mucha información difícil de obtener de los sistemas de grandes datos que resultan cruciales al momento de tomar decisiones, más allá de controlar y saber dónde están las personas a cada momento. 

La académica e investigadora, Paola Jirón.

Esto significa que los habitantes de la ciudad llevamos en nuestros cuerpos un tipo de inteligencia que nos permite enfrentar esta crisis de otra manera o de formas complementarias. Pero el mundo político, empresarial y académico no ha sabido aprovechar dichos saberes ni entender cómo la ciudadanía habita los territorios, algo que se volvió evidente en la crisis social que comenzó en Chile a partir del 18 de octubre. Tampoco estamos entendiendo las dificultades que enfrentan, en lo cotidiano, la mayoría de los habitantes. Débilmente comprendemos la diversidad de experiencias de este habitar, pues no todos habitamos de manera similar. Las decisiones de la vida cotidiana se toman considerando muchas dimensiones con las que vivimos todos los días, y aún no comprendemos cómo las materialidades, los objetos, el espacio generan e inhiben posibilidades para las personas. 

La forma en que expertos de distintas disciplinas descomponen su especialidad, fragmentan el territorio como forma de comprender la ciudad y la intervienen con sistemas e infraestructuras aisladas entre sí da cuenta de la exigua comprensión que existe respecto a cómo vivimos desde esta forma parcial y sectorial de pensar e intervenir, la que fragmenta aún más la vida de las personas y, por ende, las precariza. 

Que Chile se sorprendiera con una crisis que no veía venir nos develó la poca conexión que existe entre las disciplinas que mantienen fragmentados su análisis y aplicación a políticas públicas. La inteligencia territorial debiese ir más allá de contar con datos macro sobre cómo se comportan de manera agregada los individuos. Es fundamental contar con la inteligencia situada, proveniente de lo/as mismos habitantes para enfrentar esta crisis. No es que el conocimiento de los expertos no sirva, sino que es incompleto y requiere complementarse y mediar con muchos otros conocimientos. Y eso es urgente hoy: reconocer el habitar y en particular el conocimiento habitado.

Este conocimiento nos muestra fragilidad y precariedad en nuestro habitar y, a la vez, nos devela otras formas de vivir entre nosotros y nos demuestra altos niveles de colaboración, solidaridad, preocupación por el prójimo; ingenio y astucia para enfrentar la crisis; formas alternativas y creativas de movimiento que nos permitirán salir mejor de esto. De estos saberes podemos aprender tanto en tiempos de crisis como en los momentos en que tengamos que retomar la vida, que definitivamente será distinta. Y la manera de pensar las ciudades debe empezar a comprender estas formas móviles en que se habitan los territorios, no sólo para algunos privilegiados, sino que para todos.

Pandemia y violencia contra las mujeres

“Resulta fundamental reflexionar sobre cómo todas las formas de violencia que sufrimos las mujeres se trasladan al espacio doméstico, en tanto la cuarentena determina la reunión en un solo lugar de todos los roles que ejercemos las mujeres en una sociedad patriarcal, capitalista y colonial como la nuestra”

Por Silvana Del Valle Bustos

Durante los últimos días hemos asistido a una creciente preocupación por el potencial aumento de la violencia doméstica ante la necesidad de implementar medidas de distanciamiento social para reducir el contagio por el Covid-19. Entre ellas, la cuarentena, que implica el encierro en el espacio doméstico por tiempos que mujeres y niñas no experimentábamos de manera masiva por décadas, enciende las alertas en tanto se identifica el hogar como el lugar en que más se produce violencia contra nosotras. Sin embargo, estar en cuarentena y con toque de queda no sólo nos pone en mayor riesgo de violencia doméstica, sino que implica vivir una síntesis de la violencia estructural que el actual modelo capitalista, patriarcal y colonial ejerce sobre las mujeres. 

En Chile, el rol subsidiario del Estado neoliberal, que deja incluso la satisfacción de las necesidades más básicas a los dueños del mercado, desató una profunda crisis sociopolítica, la que se ha manifestado durante los ya cinco meses de revuelta popular. Las desigualdades e injusticias del modelo, que se hicieron ineludibles desde el 18 de octubre de 2019, hoy se evidencian de forma extrema, siendo la crisis sanitaria una amenaza mayor para los sectores más explotados: quienes deben sobrevivir su vejez con pensiones de miseria, quienes subsisten con trabajos precarios e informales o quienes asumen las tareas de cuidado y reproducción de la vida a diario, entre otros. En todos estos casos se trata, nuevamente, en mayor medida de mujeres.

Crédito: Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres

La crisis social que estalló en octubre y la crisis sanitaria que nos afecta actualmente han dejado claro que el problema no radica únicamente en la incapacidad del gobierno de Sebastián Piñera ni en su desidia para establecer las medidas mínimas que nos permitan avanzar hacia una mayor equidad y justicia social, sino también en un amplio sector político-económico, parte y sustento del sistema imperante que produce y reproduce la desigualdad. Hoy, el modelo históricamente impuesto con sangre por quienes gobiernan ha mostrado descarnadamente los intereses que defiende, priorizando las ganancias de las empresas por sobre la salud de todas y todos. 

Así, no resulta casual la negativa inicial a cerrar centros comerciales y grandes empresas; la implementación de cuarentenas parciales que exigen a trabajadores y trabajadoras seguir trasladándose y motivan al hacinamiento para el pago de cuentas o provisión de alimentos; la falta de control de precios sobre insumos médicos básicos; el silencio ante el reclamo de comunidades privadas de acceso al agua en tiempos donde la higiene es esencial; la desprotección a trabajadoras/es, quienes deben negociar individualmente su aislamiento con las grandes empresas, respaldadas además por la Dirección del Trabajo al permitir despidos masivos sin indemnización; la falta de alternativas para trabajadores/as informales, independientes y con contratos a honorarios, mientras se ofrecen subsidios y contrataciones a los grandes conglomerados; la falta de un plan de contingencia que pueda suplir la necesidad de cuidados de niñas, niños y niñes ante el necesario cierre de las escuelas; la ausencia de medidas económicas que permitan disminuir el endeudamiento o acceder a servicios básicos como agua, techo y alimentación. En suma, medidas tardías en que el Estado subsidia al empresariado y que incluso nos exponen aún más al contagio del Covid-19, y que nos demuestran, nuevamente, cómo el neoliberalismo se contrapone a los intereses de la gran mayoría de las personas.

Es más, ante estos cuestionamientos, que son parte de las demandas que explotaron el 18 de octubre, el gobierno de Piñera, tal como viene haciendo durante todos estos meses de revuelta social, declara Estado de Catástrofe e impone la militarización del territorio, ofreciendo más represión, sanciones y cárcel a quienes no acaten las escasas y tardías medidas propuestas por sus ministros.  

Consecuentemente, ninguna de tales medidas considera, pese a que ya se venía advirtiendo por el movimiento feminista a raíz de la experiencia asiática y europea, el particular impacto que el confinamiento doméstico tiene en la vida de las mujeres. Los mayores niveles de violencia física y psicológica reportados en varios países trajeron consigo como única reacción del gobierno el incremento de la actividad del número telefónico del Ministerio de la Mujer y Equidad de Género, el que continúa identificando el problema de la violencia contra las mujeres únicamente con la violencia intrafamiliar y, específicamente, la violencia íntima de pareja. Pero esta medida no sólo mantiene el estilo tecnócrata del ministerio, el que se ha denunciado por años a raíz de la precariedad laboral en que se encuentran sumidas sus trabajadoras y trabajadores, o los escasos recursos destinados a casas de acogida y planes educacionales efectivos, entre otros, sino que además demuestra el desconocimiento de otras formas de violencia que se ven incrementadas con la cuarentena.

«Ya que, mientras dure la cuarentena, mujeres y niñas se ven obligadas a ocupar el mismo espacio durante todo el día no sólo con esposos o parejas maltratadoras, sino también con padres, padrastros, hermanos, hijos, sobrinos, tíos y abuelos agresores sexuales, preguntarse sobre nuestra sobrevivencia resulta indispensable»

En este sentido, resulta fundamental reflexionar sobre cómo todas las formas de violencia que sufrimos las mujeres se trasladan al espacio doméstico, en tanto la cuarentena determina la reunión en un solo lugar de todos los roles que ejercemos las mujeres en una sociedad patriarcal, capitalista y colonial como la nuestra. Al menor salario en el trabajo remunerado y al mayor acoso que vivimos las mujeres en dicho espacio, se suma el hecho de que históricamente se nos ha impuesto hacernos cargo de las labores domésticas y el cuidado de niños, niñas, enfermas/os y ancianas/os. ¿Cómo llevarán el estrés y hacinamiento las mujeres que retornan a sus hogares desde los trabajos para seguir trabajando en los cuidados de otros y otras? ¿Cómo podrán sobrevivir las migrantes que no están hoy ejerciendo el trabajo informal con que alimentaban a sus familias, las profesionales jóvenes que no pueden hoy prestar servicios a honorarios, las mujeres que no tienen un hogar, las privadas de libertad, las trabajadoras de casa particular obligadas a trasladarse hacinadas en la locomoción colectiva a los barrios donde se inició el contagio, las feriantes o almaceneras cuyos puestos han debido cerrar? 

Crédito: Amanda Aravena

Si a esto sumamos que, mientras dure la cuarentena, mujeres y niñas se ven obligadas a ocupar el mismo espacio durante todo el día no sólo con esposos o parejas maltratadoras, sino también con padres, padrastros, hermanos, hijos, sobrinos, tíos y abuelos agresores sexuales, preguntarse sobre nuestra sobrevivencia resulta indispensable. Sobre todo con un Estado que, como hemos denunciado por décadas, además de no cumplir su obligación de prevenir, investigar y sancionar la violencia contra las mujeres, también nos persigue y agrede mediante las fuerzas policiales y militares, tal como se ha constatado en todas las movilizaciones sociales y estados de excepción.

En definitiva, el necesario confinamiento para prevenir la pandemia se transforma en un catalizador de todas las formas de violencia que vivimos las mujeres, debido a que la estructura social neoliberal, patriarcal y colonial no genera paliativo alguno para la situación, sino que más bien se apoya en la responsabilidad de las mujeres en el cumplimiento de sus roles asignados. En este juego, la posición del Estado es la de guardián de la mantención de tales roles, por lo que no debemos confundir la reacción de gobernantes neoliberales ampliando la posibilidad de intervención estatal con la renuncia al control neoliberal de nuestras vidas. Es más, Donald Trump ya expresamente ha dicho que el propósito de la intervención gubernamental “no es debilitar al libre mercado, sino preservarlo”. La actual crisis, entonces, devela en la vida de las mujeres una cuestión que el estallido social ya venía expresando: el fracaso de este modelo, cuyo centro es el beneficio de unos pocos a costa de la vida de la mayoría. En este contexto, no obstante, ante la negligencia e inoperancia de quienes nos gobiernan, un aprendizaje histórico de otros tiempos de crisis es que la construcción de organización territorial y comunitaria es una herramienta basada en la solidaridad y expresiva de la dignidad de las personas en situaciones críticas a través de la generación de redes de apoyo, estrategias de cuidado colectivo y alternativas de economía comunitaria, entre muchas otras.

Quedarse en casa es una de las medidas necesarias y efectivas para paliar los riesgos de la Pandemia, y aunque implica aumentar el riesgo de violencia para las mujeres y niñas, nos otorga la oportunidad de reafirmar que el retorno al hogar no puede significar relegar nuevamente este espacio a lo privado y personal, sino que es imprescindible su politización. Y es esta politización, en que la participación activa de las mujeres resulta un requisito intransable, la que permitirá la construcción de una nueva forma de vida, ya no basada en la explotación de las personas y depredación de la naturaleza, sino en la justicia y la dignidad.

Inmunológicamente comprometidos

«Está muriendo mucha gente y va a morir mucha más afectada por este virus ante el que carecemos de inmunidad; van a morir sobre todo quienes tienen sistemas inmunitarios comprometidos y eso a veces se sabe de antemano pero a veces no. En cualquier caso, una enfermedad nunca le toca a un individuo, le toca a toda la sociedad. La respuesta debe ser social: todos los cuerpos deben importar lo mismo».

Por Lina Meruane

El virus muta, 
nosotros también debemos mutar.
Paul B Preciado

i. Son tiempos de contingencia viral y se nos impone mutar a una existencia en el encierro. 

ii. Al principio, cuando el virus todavía parecía un dato lejano y ajeno, el confinamiento sólo lo reclamaban los especialistas en epidemia. Muy a regañadientes, más preocupados por la salud de la economía que la de los ciudadanos, y con una lentitud letal, se fueron sumando los mandatarios del mundo. Confundidos ante mandatos contradictorios, hubo algunos que de inmediato nos recluimos y hubo otros que siguieron libremente por las calles y los parques, por las oficinas, los bares y restaurantes y las peluquerías, por el metro, por la noche y la madrugada y las marchas, por la vida misma, desconfiando de la alarma general.

Lina Meruane es docente en la Universidad de Nueva York y autora, entre otros libros, del ensayo Viajes Virales.

iii. Se levantaron muchas voces, entre ellas las de los filósofos públicos del norte. Y entre ellos hubo quienes insistieron en que se trataba de un aislamiento que no guardaba proporción con el peligro de una gripe que era como cualquier otra gripe. Eso decían pensadores como Giorgio Agamben: que todo esto no era más que una estrategia autoritaria para poner en práctica mecanismos de vigilancia y de control-a-distancia y prohibiciones de circulación y de reunión resguardadas por las fuerzas del orden que tan bien conocemos en el sur del planeta.

iv. No es, entonces, que esos filósofos hablaran sin motivo sobre el oportunismo viral del poder. Nos lo recordó el presidente chileno al desafiar su propia cuarentena para ir a tomarse una foto en la Plaza de la Dignidad, sentado a los pies de Baquedano, satisfecho y sonriente porque al fin había recuperado el centro de la ciudad que por mucho tiempo fue de la gente.

v. Y no era solo ese mandatario arrogante quien desobedecía sus propias leyes; esa ha sido la tendencia en otros puntos del planeta, aprovechar este momento para suspender garantías ciudadanas e impedir el despliegue de la población por el espacio ahora demarcado como zona cero del contagio. 

vi. Pero dejando a los nefastos presidentes de lado, ¿qué hacer ante la realidad de un contagio exponencial y de una mortandad que cunde por todas las ciudades del mundo? ¿Qué hacer ante un mal desconocido, un virus respiratorio altamente infeccioso para el que no existe todavía tratamiento ni vacuna ni hospitales preparadas para emergencias colectivas?

vii. Nuestros cuerpos son lo único que tenemos. Si tememos por nuestras vidas es porque nuestras sociedades han privilegiado medidas de austeridad para unos y de rentabilidad para otros y se hallan incapacitadas para enfrentar una crisis viral y vital que viene a coronar todos los pánicos epidémicos anteriores. La gripe aviar y el viral síndrome respiratorio agudo grave de hace algunos años. La influenza provocada por un virus porcina que dejó 25 millones de muertos hace un siglo. Las bubónicas pestes medievales, sus enfermos agonizantes encerrados a la fuerza, sus 80 millones de muertos.

Paseo Ahumada, Santiago, marzo de 2020. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

viii. Mutatis mutando, este nuevo virus me recuerda (porque lo conozco bien, porque escribí un libro sobre él) a otro que aún se replica entre nosotros: el de la inmunodeficiencia humana. Me lo recuerda porque, guardando las distancias, el vih era otro virus viajero: se hacía transportar en la sangre y en el semen y entre sus múltiples males mortales se cuentan la neumonía y la tuberculosis. El volátil covid vive en las vías respiratorias y salta aeróbicamente desde los pechos congestionados y desde las conversaciones y se mantiene en suspenso en el aire y en las superficies esperando su ocasión. 

ix. En esa epidemia que ya cumple cuatro décadas también hubo pensadores (como Michel Foucault, que murió de sida) que conociendo la deriva de la represión sexual negaron el peligro del virus y previnieron a quienes quisieran escucharlos que el miedo era un mecanismo de coerción y había que resistirlo. Porque hubo líderes homófobos que, aprovechando la trágica circunstancia, se cruzaron de brazos y condenaron la libertad del contacto y del coito mientras celebraban la libertad del consumo y de los mercados desregulados. Esos líderes se lavaron sus manos genocidas y dejaron a la comunidad de enfermos desasistida porque, desde una lectura moralista (propia del capitalismo heteronormativo) todos ellos eran unos “degenerados” que merecían morir, y porque desde una lectura individualista (propia del capitalismo salvaje) quienes se habían enfermado por sus “malas prácticas” debían sufrir las consecuencias sin generarle gastos a los inocentes, los meritorios, los productivos ciudadanos ejemplares del Estado neoliberal. 

x. Desde la lógica neoliberal, los cuerpos enfermos, los cuerpos contagiosos, los cuerpos (inmuno)deprimidos eran desechables. 

xi. Ante la radical falta de insumos en hospitales desbaratados por el salvaje sistema capitalista, los infradotados hospitales italianos y españoles han tenido que elegir a quienes tratar y a quienes dejar morir. 

xii. Estamos viendo que la vida tiene un valor relativo.

xiii. Está muriendo mucha gente y va a morir mucha más afectada por este virus ante el que carecemos de inmunidad; van a morir sobre todo quienes tienen sistemas inmunitarios comprometidos y eso a veces se sabe de antemano pero a veces no. En cualquier caso, una enfermedad nunca le toca a un individuo, le toca a toda la sociedad. La respuesta debe ser social: todos los cuerpos deben importar lo mismo.

xiv. Sobrevivir como individuos y como comunidades (y como especie) exige que por una vez nos paremos a pensar: toda crisis exige reflexión.

xv. Es esa pausa la que me hace regresar a aquellos filósofos del poder centrados exclusivamente en la protección de las libertades (como Agamben, como Foucault) y plantearme si no habrán caído inadvertidamente en una peligrosa alianza con los presidentes y ministros y políticos negacionistas que rechazan la cuarentena porque nos llevará a una recesión económica de proporciones.

xvi. Ya estamos en una profunda crisis económica que debe ayudarnos a replantear la economía de austeridad y forzar a los gobiernos a inyectarle a la población una dosis keynesiana de fondos, como lo han hecho antes para salvar a la banca del colapso.

xvii. La voz que me interpela es la del teórico africano Achille Mbembe quien, en vez de negar la contingencia viral, advierte que los estados neoliberales son necroliberales, es decir, que su gestión no está puesta en la mantención de la vida sino en la muerte como solución.

xviii. Sobrevivir debe entenderse entonces como un modo de resistencia política ante la gestión de la muerte por acción o por omisión. Sobrevivir debe convertirse en una oportunidad (lo propone la pensadora feminista Judith Butler) para nuevas prácticas de “autogobierno” vitalista que desmonten la operatoria necropolítica. Este es, sugiere nuestra filósofa de la ética, el tiempo de “fortalecer los ideales de la solidaridad social”, el espacio para una intensa activación de lo político. Es el momento en que la polis se une para resolver la crisis colectiva y se impone mutar de actitud y de entender que el cuidado propio es el cuidado del otro: elegir distanciarnos y cerrar la puerta de nuestras casas –si tenemos la fortuna de tener una casa, una puerta que cerrar, si tenemos la suerte de no vivir al día es tomar conciencia del cuidado de la vida en común. 

xix. Porque mientras nosotros cuidamos-cuidándonos, hay otros que ponen sus cuerpos para cuidar-cuidando: ahí están los trabajadores de la salud y las doctoras y los estudiantes de medicina o de enfermería y las voluntarias jóvenes o jubiladas a los que en tantas ciudades del mundo se les aplaude cuando empieza a caer el sol. Ellos están arriesgando su salud para salvar la preciada salud de los demás, para asegurar el buen cuidado de los descuidados cuerpos de nuestras comunidades, los cuerpos inmunológicamente comprometidos de esos otros que podemos llegar a ser nosotros mismos.