Juan Radrigán: Un pequeño redoble para un hombre grande

Por Roberto Aceituno

El deceso de Juan Radrigán, uno de los mayores dramaturgos chilenos contemporáneos, enluta a la cultura de nuestro país. Sus cercanos, así como un gran número de personas del mundo teatral chileno, despidieron su cuerpo en el Teatro Nacional Antonio Varas de la Universidad de Chile, institución que no puede quedar ajena al reconocimiento de su obra y de su legado, porque representa el valor –en todos los sentidos del término– de una producción que hace testimonio de la voz múltiple de nuestro pueblo.

Juan Radrigán representa el trabajo noble y comprometido de una obra que deja huella por el valor singular de un arte vivo, crítico y que traduce con su escritura lo que podemos imaginar, pero que no podemos decir; por su trabajo de transmisión del que directores, actores y actrices, y diseñadores seguirán haciendo relevo. Para todos nosotros. Para Chile y su cultura.

La obra de Juan Radrigán no es solamente –lo que ya es mucho– la expresión mayor de un espíritu crítico, cercano a la vida y al habla de nuestro pueblo, a la tragedia cotidiana de hombres y mujeres que aparentemente no tienen voz –porque ha sido secuestrada por el poder y la exclusión– , pero cuyas voces no mueren cuando alguien, un hombre lúcido y vivo, puede subirlas al escenario de la cultura chilena en las tablas del drama, del amor, de la decepción y de la esperanza. Es ahí donde no mueren, aun con su dolor y su fracaso, las palabras de quienes su voz ha quedado aparentemente enmudecida.

No es sólo eso. Es también el signo vivo de un arte, de una escritura cuya poesía próxima y profunda nos permite saber que nada está perdido del todo, porque es también belleza de un mundo que no quiere morir.

Habría tanto que decir de su obra múltiple. De cada una de sus obras de teatro, de su violenta poesía. Son tantas que estas breves notas sólo las tocan desde lejos. Baste recordar dos, que saltan a mi memoria. Con Hechos consumados, el amor, la amistad, la tristeza de seres bellos pero avasallados por esa ciudad de exclusión y desamparo, se vuelve también el testimonio de una verdadera resistencia, aun cuando el desenlace de la tragedia nos enfrente a la verdad de hombres y mujeres que se resisten a aceptar que otros, tal vez nosotros mismos, hayamos podido consumar tan trágico destino. Con Las brutas, otra complicidad, fraterna y femenina, nos permite ver cómo se anuda la humanidad de tres mujeres de seca cordillera con el paisaje pétreo y la verdad animal de un continente extremo y profundo. El deseo no deja de estar presente en este espacio elemental, aun cuando no tenga más destino que el sacrificio, sin más testigos que el cielo y las montañas de Chile.

Por cierto que el teatro de Juan Radrigán es un teatro político. ¿Qué verdadera dramaturgia no es política si consideramos que habla del tiempo que nos ha tocado vivir? Son múltiples sus referencias al poder inhumano que nuestro tiempo ha conocido tanto: la dictadura, las desapariciones, la pobreza, la banalidad arrogante y cruel de los personajes insanos que pueblan este continente-Chile. Pero no es político si viéramos únicamente en la política la básica violencia de los intereses sin valor ni cultura. Más que representar, Radrigán presenta simplemente –y en esa violenta simplicidad recae su escritura valiente– el valor de las vidas que se resisten a caer en el juego de las oscuras componendas y del cálculo duro y cruel. Pienso que Radrigán no ha querido demostrar ni proclamar nada. Sólo –y es mucho– mostrar que la voz puede ser poesía, pero también grito y resistencia.

al vez los hombres y mujeres que Radrigán pone en escena son políticos en la medida que sostienen una palabra clara, enfrentada desde su cotidiana resistencia al poder en un mundo y una época cruel. Su habla franca inscribe para nosotros y para ellos mismos la fuerza de una ética sin pretensión de moralizar ni victimizar nada. La ética simple y decisiva de decir lo que hay que decir, en un mundo que tiende a silenciar la vida para destacar la banal arrogancia del poder.

Actores, actrices, directores, dramaturgos y diseñadores podrán hacer testimonio mejor que yo de esta obra y su transmisión. Por mi parte, sólo he querido dejar un breve homenaje desde la Universidad de Chile a un hombre infaltable.

Preparando estas notas insuficientes –porque mi conocimiento de Juan Radrigán se reduce a la admiración de su obra– pregunté a dos amigos que lo conocieron bien, porque dirigieron piezas suyas, actuaron en ellas y además fueron docentes de Teatro en nuestra Universidad, qué ha quedado para ellos de su cercanía a este creador infatigable. Alfredo Castro y Rodrigo Pérez compartieron lo que yo puedo imaginar sin haberlo vivido directamente: Radrigán fue un hombre valiente, aun haciendo testimonio de la falta de coraje que abunda en nuestro mundo, cercano no sólo a las voces populares, sino a todos aquellos que compartieron su feliz aventura en el teatro chileno. Ambos hacen testimonio del testimonio que Juan Radrigán hizo de un Chile donde convive la crueldad y la exclusión con las voces de un pueblo y de un teatro vivo, aún.

Si hay tantos que lloraron su partida es tal vez porque se va con él la posibilidad de encontrar en un creador la voz que, para muchos de nosotros, dice lo que no podemos decir.

“Cuando hablamos sobre qué sistema de Educación Superior queremos, estamos pensando en qué sociedad queremos”

Por Manuel Antonio Garretón

Cuando abordamos la pregunta sobre qué Educación Superior queremos, hay que considerar que éste, es decir, el sistema de instituciones encargado de producir y reproducir el conocimiento; desarrollar la creación artística; desarrollar cultura en un nivel superior; formar profesionales, técnicos y académicos de la mayor calidad, debe siempre estar relacionado con un proyecto de sociedad.

A mi juicio este es un punto clave: entender que cuando hablamos sobre qué sistema de Educación Superior queremos, estamos pensando en qué sociedad queremos a partir de ciertas determinantes estructurales. No es lo mismo pensar un sistema de Educación Superior en una sociedad de un 60% de población agraria o campesina, o una sociedad industrial, o en una sociedad llamada del conocimiento.

Si uno se pregunta a qué tipo de sociedad aspiramos, más allá de las ideologías particulares, lo que queremos es una sociedad igualitaria, democrática, en que se constituyan actores sociales fuertes y en que el Estado tenga un rol dirigente, pero controlado por esa sociedad. Y ese es un marco de determinantes estructurales distinto al dictatorial que originó el sistema actual.

A partir de ello, frente a la pregunta precisa de qué hacer con el sistema de Educación Superior que hoy tenemos, hay básicamente tres grandes respuestas. Una, la propuesta por los sectores dirigentes del modelo actual, que plantean que “esto hay que mantenerlo”. La segunda respuesta es la reforma: “aquí hay que mejorar o reformar ciertas estructuras y, sobre todo, someter un sistema básicamente desregulado a mayores regulaciones”. La tercera propuesta es la que sostenemos en esta Universidad, que recuerda a la frase de Giorgio Jackson que después se hizo vox populi y sentido común: “no queremos mejorar el modelo, queremos cambiarlo”.

Si mantenemos los actuales principios en que se basa la estructura y funcionamiento de la Educación Superior, aunque se mejore la calidad, estaremos consolidando un modelo construido para una sociedad de desigualdad y no democrática. Y ése es el punto fundamental para juzgar, por ejemplo, temas como el de la gratuidad; usted puede dar gratuidad a todos y mantener el sistema actual, a través de la consagración de un derecho que puede olvidar que la educación no es sólo un derecho de las personas, sino una función de la sociedad, y esa función y tarea las debe garantizar el Estado.

Ello significa que el núcleo básico de la reforma de la Educación Superior es pasar de un sistema básicamente privado, basado en el mercado y en la competencia entre individuos e instituciones, a uno básicamente público. No se trata de consagrar la provisión mixta que hoy no existe en muchos campos de la Educación Superior, sino que junto a ello debe consagrarse el predominio de las instituciones estatales con un espacio regulado para las instituciones privadas.

Quisiera enunciar, sin poder fundamentar por razones de espacio, algunas conclusiones que se derivan de este núcleo básico de la reforma y que suponen un proceso gradual, pero con un claro horizonte en el mediano plazo.

En primer lugar debe aumentarse la oferta estatal en todos los niveles de la Educación Superior para hacerla predominante, ya sea expandiendo la matrícula, generando nuevas instituciones o adquiriendo privadas.

En segundo lugar hay que reformular las relaciones que estas instituciones tienen con el Estado, para facilitar en el marco de la autonomía de aquellas su contribución al desarrollo integral del país, lo que significa algo más que su fortalecimiento. Ello supone una institucionalidad y un sistema de coordinación entre éstas.

En tercer lugar, el aporte del Estado debe centrarse en el financiamiento basal de las instituciones estatales, y excepcionalmente contribuir con instituciones públicas no estatales cuya autonomía de cualquier poder, democracia interna y dirección de sus comunidades y calidad estén consagrados por ley, como ocurre con varias de las llamadas universidades tradicionales no estatales.

En cuarto lugar, en términos estrictos, sólo debe haber gratuidad universal para las instituciones estatales y, subsidiariamente, mientras no se llegue a un sistema de predominio de las universidades y de las instituciones estatales en que se asegure el ingreso a todos quienes quieran ingresar a ellas, el Estado puede financiar la gratuidad de la educación de los sectores vulnerables en las instituciones privadas. Asegurar la gratuidad universal permanente desde ahora en todas las instituciones privadas de la Educación Superior, sin el aumento sustancial de la oferta estatal, significa consolidar definitivamente el modelo heredado de la dictadura.

En quinto lugar, y haciéndome cargo de algunos planteamientos hechos en la Cámara de Diputados, hay que eliminar del sistema de Educación Superior cualquier idea de competencia entre universidades. Esto no es un mercado y no corresponde que las universidades públicas compitan con las universidades privadas, porque son proyectos de naturaleza diferente. Ello tiene al menos dos consecuencias. La primera refiere a la acreditación, en el sentido que no puede aplicarse el mismo sistema de acreditación en cualquier nivel a las instituciones públicas que a las privadas o a las universidades públicas. La segunda es que debe limitarse drásticamente la publicidad comercial de las universidades.

“Creo que habría que construir un horizonte próximo y nítido para crear un sistema de Educación Superior estatal”

Por Raúl Atria

Agradezco la invitación que se me ha hecho para tocar un tema de incalculable trascendencia, como es la Educación Superior estatal. Creo que, de alguna forma, se ha ido legitimando la idea del trato preferente que las universidades estatales deberían recibir de parte del Estado. Esta idea está en el centro de cualquier debate que queramos tener sobre una reforma a la Educación Superior en el país. ¿Por qué es tan central este tema? Simplemente porque las universidades estatales, que solían constituir el eje principal de la Educación Superior chilena hace unas décadas, fueron marginalizadas en el sistema desde 1981.

Creo que la Universidad de Chile está exigida a tener una voz protagónica en este tema. Quién, si no la Universidad de Chile, puede incursionar con plena legitimidad en un tema como lo es la Educación Superior estatal. De modo que esta conversación que estamos teniendo hoy día, a mi juicio, tiene una particular relevancia. Una primera cuestión de este enfoque está referida al concepto de universidad estatal en general y yo creo que para eso hay que resaltar algunas especificidades de la universidad estatal desde la cultura académica de América Latina.

Voy a tratar de esbozar un modelo conceptual de la universidad estatal desde el cual se podría decir que estas instituciones se caracterizarían por algunos rasgos fundamentales, como los siguientes.

Primero, son instituciones de derecho público. Y el derecho público es el asiento normativo del interés general de la sociedad. Cuando decimos que éstas son instituciones de este tipo, aludimos tanto a la condición jurisdiccional de su creación y de estatuto legal, como algunos contenidos propios de dicho estatuto. Desde esa perspectiva se trata a las instituciones que están explícitamente al servicio de los intereses generales de la colectividad.

Segundo, son instituciones que poseen una normativa que asume una vocación hacia el logro de la calidad. A veces esta vocación se designa como excelencia, idea que suscita algunas dudas por el elitismo implícito que ella conlleva, pero creo que sigue siendo válido que las universidades estatales no pueden renunciar a su compromiso explícito con la calidad.

En tercer lugar, son beneficiarias de una asignación de recursos públicos suficientes para asegurar el funcionamiento de la institución a través de políticas e instrumentos de financiamiento estatal. Donde sea que se observe el quehacer de las universidades estatales en el mundo, está presente el rasgo de que estas instituciones cuentan con recursos públicos recurrentes que les permiten su funcionamiento regular.

Gozan del reconocimiento del pluralismo político e ideológico como atributo fundamental de su misión institucional, con la consecuente apertura a todos los debates que se dan en el espacio público. Todos los debates. En esa perspectiva, asumen un compromiso con el afianzamiento de la cultura y el desarrollo nacional, rasgo que es preciso notar como una especificidad latinoamericana. Esto es particularmente nítido en instituciones estatales de América Latina, pero no es tan explícito en instituciones estatales de otras latitudes.

Finalmente, y no por ello menos importante, se les reconoce autonomía en cuanto a sus estructuras académicas y formas de gobierno, lo que se traduce en capacidad de regulación interna que ello supone, incluyendo formas de participación estamental. Creo que este es un tema particularmente, pero no exclusivamente, relevante en el contexto latinoamericano desde el Movimiento de Córdoba de 1918. Estas instituciones gozan de reconocimiento y autonomía para el uso y administración de todos sus recursos, con sujeción a algún proceso de contraloría fiscal, en el caso de los recursos que le son transferidos del Estado.

A partir de ese conjunto de rasgos básicos se puede reconocer sin ambigüedad lo que es una institución estatal de Educación Superior. Por tanto, para establecer una diferenciación clara de las universidades estatales respecto del resto de las instituciones que integran el sistema, hay que tener, de alguna manera, una regulación apropiada para ellas. Una de las maneras de marcar esa diferencia sería que hubiera una Ley de Educación Superior estatal y otro cuerpo legislativo para las otras instituciones. Creo que eso marcaría una señal clara de que son instituciones distintas y que por lo tanto tienen que tener un trato distinto. Ese marco legislativo apropiado debiera sustentarse en un horizonte próximo para elaborar un sistema de Educación Superior estatal.

Quisiera terminar subrayando dos ejes importantes para avanzar en esa dirección y no perder de vista adónde queremos llegar. Queremos llegar a un sistema estatal que tenga, a mi juicio, una transición firme, no sé en qué plazo, pero firme hacia el logro de un financiamiento basal asegurado y apropiado para las instituciones integrantes del sistema y hacia la construcción de un sistema funcionalmente diferenciado entre un subsistema de universidades y otro de instituciones de carácter técnico profesional. La especificidad y la articulación de este segundo subsistema deben ser un tema clave en la construcción del sistema de Educación Superior estatal.

“Hay que dotar a las universidades estatales de autonomía en su financiamiento y en su forma de gobierno”

Para cambiar las cosas es necesario realizar reformas estructurales profundas que modifiquen sustancialmente el tipo de financiamiento, que aseguren la regulación y se fiscalice, ya que si se perpetúa la situación actual se seguirán agudizando los innumerables problemas. No se contribuirá al desarrollo del país ni nadie asegura educación de calidad.

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Estado y universidad: de indolente a irresponsable

Es difícil pensar en funciones que deban ser asumidas más responsablemente que aquellas que le son encomendadas a la universidad. Destacan la formación profesional de los jóvenes, la investigación científica e innovación, la conservación del acervo cultural. En el caso de Chile resulta aún más difícil comprender que sea el Estado quien se desentienda de esas responsabilidades y se instale él mismo en ese paraíso de fácil acceso al cual, para ingresar, basta con ignorar la realidad. Cómodamente se asume que sólo se necesita la propia convicción de que todo está bien.

Las críticas fundadas que en todo el mundo han expuesto las universidades a un modelo que amenaza sus valores definitorios, así como el descontento airado del movimiento estudiantil, por muchos años no han constituido evidencia relevante para cuestionar ese modelo.

Recientemente, el Estado chileno tuvo que darse por enterado de que una corporación privada extranjera habría lucrado en nuestro país. Esto ocurrió no como resultado de una investigación propia; el Estado chileno no parecía preocupado de inquirir nada. La pregunta ¿usted lucra en Chile? no fue formulada por nosotros, sino por el país de origen de esa corporación.

La corporación privada en cuestión ha crecido desde el año 2005 a la fecha de 57 a 175 mil estudiantes. Esto le ha significado no sólo triplicar su matrícula, sino que superar a la totalidad del sistema universitario estatal que, con sus 167 mil estudiantes, prácticamente no mostró variación.

Es llamativo que estas cuestiones referidas a modelos de negocio y a matrícula, las que se arrastran por tanto tiempo y que son tan evidentes, hayan sido ignoradas por el Estado chileno. Éste -si se me permite la ironía- tampoco optó por imitar a estas instituciones que habían sido productivas en aumentar matrícula, u ofrecer alternativas aún más exitosas para competir en el mercado. No dijo “lo que estas privadas han hecho con tanto éxito lo haremos nosotros en nuestras universidades estatales para expandir la matrícula”. Tampoco dijo “haremos otra cosa, cuyo resultado será aumentar significativamente la matrícula”. ¿Por qué? Quizás porque no le interesaba que sus propias universidades crecieran. O quizás por otra razón, infinitamente más preocupante, a saber: porque no las consideraba “nuestras” universidades.

Tampoco el Estado mostró gran interés por conocer la calidad de la educación resultante de la expansión de la matrícula. La educación por la cual se ilusionaban y se endeudaban “nuestros” jóvenes. A estos jóvenes nuestros, pareciera que el Estado les cumpliera de sobra con facilitar los créditos para que estudien. Allá ellos qué carrera, qué universidad eligen. El Estado no se hace responsable de nada, se desentiende de lo que a esos estudiantes les ocurra. Eso no podría hacerlo si asumiera la responsabilidad de sus universidades estatales. Por ejemplo, las vacantes que ofrecen sus propias universidades debieran responder a las necesidades reales y resultar coherentes con el desarrollo regional y nacional.

Más allá de cuánto financiamiento cada cual puede conseguir hoy en el contexto de las discusiones presupuestarias o intentar asegurar para el futuro en la nueva ley de Educación Superior, el tema más importante parece ser otro. Lo que hoy debe decidirse es si el Estado va a empezar a comprometerse de verdad con “nuestras” universidades y si se va a proponer garantizar el derecho a una educación de calidad a “nuestros” jóvenes.

La cuestión de fondo es si podremos reencontrarnos en una idea de bien común, de cohesión social, si hay tareas que afectan a ese ámbito público que comprende áreas como educación, salud, derecho, tecnologías, cultura, entre otras, en las cuales las universidades del Estado están llamadas a jugar un rol primordial. Finalmente, establecer si hay voluntad de concebir un gran proyecto conjunto en el cual las universidades del Estado han de reencontrar la razón de ser que siempre fundamentó su existencia en cuanto tales, en cuanto planteles públicos.

Cuestión de autonomía

Por Faride Zerán

En el marco del intenso debate sobre el proyecto de ley de Reforma a la Educación Superior, ya en discusión en el Congreso, se produjeron varios hechos que contribuyeron a avivar la controversia y las suspicacias en torno a la naturaleza de dicha reforma en dos frentes; tanto en relación al fortalecimiento de un sistema de universidades estatales como a la necesaria autonomía e independencia de dichas casas de estudios frente al poder político o gobiernos de turno, cuestión que desde los tiempos de Federici no había sido un tema relevante.

Uno de ellos, acaso el principal por el impacto mediático y el rechazo transversal que provocó, fue la intempestiva petición de renuncia a la ex Rectora de la Universidad de Aysén, Roxana Pey, a casi un año de haber sido nombrada para estructurar y poner en marcha el proyecto de una de las dos universidades regionales del Estado que la Presidenta de la República había comprometido.

“No es posible que el gobierno de turno le solicite la renuncia ni al rector ni a ningún académico de una universidad pública”, señaló el Cuech en una declaración emitida el 28 de julio y dada a conocer por el Rector Ennio Vivaldi, quien además reiteró su apoyo a Pey y el respeto a la autonomía universitaria. Todo esto, mientras rectores del Cruch, el Senado Universitario y personalidades del mundo de la cultura y la educación condenaban este acto que, como lo explicitaran en una carta abierta cerca de dos mil académicos, “desnuda claramente el sesgo ideológico del Ministerio, orientado a favorecer a las grandes corporaciones educacionales y sus políticas neoliberales de privatización, toda vez que la rectora Pey –en conjunto con los rectores el Cuech– ha sido coherente en exigir una universidad estatal y pública para Chile que no obedezca a las lógicas corporativas–financieras”.

De cualquier forma, pese a la falta de prolijidad del hecho, sustentado en argumentos poco convincentes, y al desdén hacia la opinión del mundo académico, el Gobierno, a través del Ministerio de Educación, no dio pie atrás en su decisión, mientras se ponía el foco en otra controversial propuesta de dicha cartera.

Paralelamente al proceso de renuncia de la ex Rectora Pey se conocía la propuesta gubernamental contenida en la ley de Reforma a la Educación Superior, que sugiere un directorio con cuatro representantes del Estado, sumados a los cuatro de la comunidad universitaria más el rector, asumiendo que esta adición no afecta la autonomía ni independencia porque los primeros serían representantes del “Estado”, no del gobierno. Un argumento que nos remite al lamentable cuoteo de TVN, donde la diversidad o pluralismo de su directorio –nombrado por el Presidente de la República y ratificado por el Senado– se aloja en los partidos políticos ahí representados, y cuya defensa de una “televisión pública” ha tenido como correlato alianzas entre los miembros de las coaliciones políticas para defender no una mirada de país, sino aquella más bien acotada que tiene que ver con los intereses partidarios y el juego de oposición-gobierno que en general hegemoniza las reuniones de los directorios.

Estos antecedentes, más la poca empatía exhibida por el Gobierno ante propuestas concretas de autoridades de la U. de Chile y del propio Cuech, que permitan fortalecer –y no perjudicar- a las universidades del Estado, por ejemplo a través del aumento de su matrícula, hacen pensar que hoy está en riesgo no sólo la autonomía de las universidades del Estado, sino su futuro, en tanto las señales hasta hoy han sido erráticas o simplemente confusas.

Pensiones: la importancia de invertir bien

Un sistema de previsión debe ser fuertemente solidario para que los ingresos de los jubilados no sean un simple reflejo de las desigualdades del mundo laboral, incluyendo un importante componente de reparto: la única forma de mejorar las bajas pensiones actuales. Pero tal solidaridad inter e intrageneracional no nos obliga a un esquema donde cada peso que entra desde la población activa se gaste en la población ya jubilada.

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Reconstruyendo el sistema público de reparto en Chile

«Al tratar de explicar por qué las AFP causan un enorme descontento en la sociedad chilena, lo primero que uno debería indicar es que el actual sistema es injusto con sus afiliados porque no es capaz de proveer a la mayoría las pensiones necesarias para sobrevivir durante la tercera edad. Una gran parte de la población viviría en un estado de extrema pobreza si en 2008 no se hubiera establecido un sistema de subsidio otorgado por el Estado, que incluye el que se entrega a las pensiones pagadas por las AFP.»

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La importancia de un canal cultural y educativo (de verdad)

Por Pablo Perelman

A los directores y guionistas del cine nacional el anuncio presidencial de la creación de un Canal Público Cultural y Educativo (CCE) nos llenó de entusiasmo: por fin un gobierno comprendía la dimensión cultural de la TV y su enorme potencial para apoyar una educación de calidad.

A nivel popular no hay otro medio, ni siquiera el aula o la familia, que supere a la TV (por comercial y liviana que sea) a la hora de dotarnos de “un contexto coordinado de valores, creencias, conceptos y simbolizaciones”, como dice Sartori. Si a esto agregamos su capacidad de informar y formar opinión es fácil imaginar las posibilidades que tendría si su finalidad fuera directa y honradamente “cultural y educativa” en vez de solapadamente “comercial”.

Dirigida a un público carenciado culturalmente, le permitiría a éste acceder a materiales y herramientas para progresar en ese plano, complementando su educación formal.

Dirigida a un público infantil, daría contenidos adecuados que no se encuentran en ningún canal de TV abierta.

Basando su programación en producción nacional de calidad, rentabilizaría el patrimonio cultural creado por intelectuales, artistas, científicos y educadores chilenos de todos los tiempos.

Liberada de la presión comercial, sus logros culturales y educativos no se medirían con criterios de masividad tipo rating, sino a través de estudios cualitativos de audiencia.

Ésta era la expectativa de los cineastas.

Pero luego de un año de secretismo e incertidumbre respecto del modelo a implementar, el Gobierno propone una Indicación Sustitutiva a la Ley de TVN donde incluye al CCE como filial, dependiente de su directorio y de su administración.

Tal dependencia nos provoca la mayor desconfianza.

TVN, junto al resto de la televisión abierta, hace (y seguirá haciendo, ya que la Indicación Sustitutiva mantiene la exigencia de autofinanciamiento) un tipo de televisión cuyo fin es atraer y conservar audiencias medibles en rating que permitan captar la mayor y más cara publicidad posible. Esa fórmula implica una ideología y una forma de hacer televisión ad hoc. Define un punto de vista concreto.

La Indicación Sustitutiva dice que el punto de vista desde el cual se definirán los fines, la programación y la forma de evaluar calidad e impacto del CCE será igual a TVN, ya que su directorio y gobernanza en general dependerán completamente de dicha estación. Es como si, al nacer, el Metro de Santiago hubiera dependido de los Ferrocarriles del Estado.

Sólo un directorio autónomo del gobierno y de TVN, representativo del mundo de la cultura, la ciencia y la educación, estará en condiciones de exigirle a la dirección del CCE que no haga más de lo mismo en materia de televisión abierta.

“Una búsqueda explícita de la educación en sí misma, fundada en la comprensión, el placer, la transmisión de lo mejor que la razón y la imaginación han producido en el pasado y producen en la actualidad”, al decir de George Steiner, debe ser su misión.

Su programa debería:

  • Promover el pensamiento crítico en niños y adultos mediante el debate, incluso el debate sobre el canal mismo y los demás medios;
  • Divulgar las creaciones y opiniones de todas las fuerzas culturales, especialmente las regionales y de minorías;
  • Constituirse en referencia de calidad para toda la televisión chilena;
  • Poner a disposición de los estudiantes un repositorio audiovisual que complemente sus estudios.

Si bien es lógico que el Estado quiera rentabilizar su inversión en la infraestructura de TVN, eso no obliga a someter al CCE a la dependencia administrativa, programática y de gestión que propone el Gobierno. Es algo que el Parlamento tiene la oportunidad de corregir y donde concurrirán de buena gana los sectores naturalmente concernidos: educadores, científicos y audiovisualistas, entre otros, con sus aportes.

Carta Fundamental: operación histórica y constituyente

Por Alejandra Araya

Decimos que una Constitución es la ley fundamental de un Estado, con rango superior al resto de las leyes, ya que define el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos y delimita los poderes e instituciones de la organización política. Es una definición producto de procesos históricos largos y de cambios radicales en las prácticas políticas y los sistemas simbólicos que, para el caso americano, tienen como hito la redacción de los textos fundamentales como nuestra Acta de la Independencia Nacional, firmada en Talca, en el año 1818, cuyo original fue destruido en el Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973.

En el horizonte de un debate sobre una nueva Constitución creo que es importante no pasar por alto el que ésta es esencialmente el resultado de la práctica política y que es, en esencia, un acto político con resultados materiales: un texto, una carta fundamental. Impugnar este imaginario y las prácticas que lo hacían operativo como sistema fue el centro del proyecto cultural del régimen liderado por Augusto Pinochet. Mi afirmación no tiene novedad, pero creo que es importante retomar una operación en particular dentro de las prácticas políticas del régimen, la de la interpretación histórica de las propias acciones en el momento mismo en que éstas sucedieron. La “clase magistral” que Pinochet diera en la inauguración del año académico de la Universidad de Chile el 6 de abril de 1979 inicia con la declaración de una nueva independencia y una refundación de la nación. No es menor el momento, ni el lugar, ni la institución escogida para hacerlo, puesto que la instalación de la Universidad de Chile no se puede separar del acto fundante de la historia, ya que desde 1844 cada año se inauguraba con la lectura del texto ganador del concurso convocado a construir el relato de la nueva nación.

Pinochet legitima la acción que encabeza insertándola dentro de la noción de tradición histórica, una de “intervenciones militares”, diferenciándola al mismo tiempo de las que precedieron a las Cartas Fundamentales de 1891 y 1924 en tanto declara muerta la tradición democrática de la que formaron parte. Lógicamente, el régimen aprecia la Constitución de 1833 y el Estado portaliano, y considera la del ‘25 “débil”, pues dio origen al sistema de partidos. En tanto protector de dichas tradiciones, el dictador es un “gobernante soldado” que no dejaría a los chilenos entregados al “juego de las oligarquías partidistas que nos condujeron a la crisis”. Esta conciencia de la legitimidad de los propios actos en el marco de una “tradición” permite comprender que no haya contradicción entre ser constitucional y no democrático. Es en ese momento necesario que la Carta Fundamental “consagre y resguarde adecuadamente estos valores”, recuperando la lectura conservadora del instrumento, pero disociado de su propia realidad: “preservará la esencia democrática que ha caracterizado a nuestra república”. Y sería salvífica, pues no se trataría de un “ensayo teórico o ideológico más, sino una necesidad de supervivencia como nación libre y como Estado soberano”.

Es necesario detenerse en el peso denso de tales afirmaciones para la reflexión que propongo: el lugar del discurso en la transformación de las estructuras simbólicas públicas existentes sobre la política, las que hoy son parte de nuestras opiniones sobre una nueva Constitución. La que nos rige resulta de este programa dictatorial que se instaló como estructura de las nuevas prácticas y, finalmente, es nuestra herencia inmaterial, pues su instalación fue sistémica y sistemática. Cada subtítulo de la “clase magistral” de Pinochet es un mandamiento: resguardo de normas adecuadas y hábitos políticos sanos; la democracia como un medio, no un fin; el sufragio universal como un elemento que no agotaría la expresión de la voluntad nacional; necesidad de una democracia vigorosa para autoprotegerse (del marxismo); resguardo de una seguridad amenazada por la subversión y el terrorismo; defensa del progreso económico y social: objetivo de la democracia; freno a la demagogia; rechazo al libertinaje periodístico; tecnificación de las determinaciones políticas; un Estado neutral en lo doctrinario.

Decir “normas adecuadas y hábitos políticos sanos” es un ejemplo magistral de la persuasión convencida de su carácter neutro. Ciega ante su carácter doctrinario, establece que “nos encontramos aquí ante la necesidad de incentivar la formación de una mentalidad distinta, en la cual la acción política de la persona no esté sometida a la influencia de intereses diferentes al bien común”. El carácter de mandamiento de los asertos permite despojar a las palabras de su peso teórico y filosófico. Los buenos hábitos, en complemento, se entienden como una operación de erradicación de las herramientas culturales que pudieran debilitar al ciudadano al hacerlo deliberativo (sin filosofía, sin medios de comunicación libres, sin educación cívica). El éxito de tal operación se expresa hoy en la incapacidad de letrados y no letrados para afirmar las diferencias que existen entre decir bien común, lo público y los bienes públicos. Lo leemos y escuchamos diariamente, en particular respecto de una necesaria reforma al sistema educacional, el elegido para instituir la nueva mentalidad.

Habían transcurrido 34 años de la Revolución de 1891 cuando se reclamó una nueva Constitución y se dio paso a la de 1925; 48 años transcurrieron entre 1925 y 1973. Hoy nos encontramos a 36 años de la promulgación de la Constitución de 1980. No es un mal hábito político generar un debate sobre la legitimidad de la voluntad popular, los derechos humanos como principios fundamentales del pacto social y el veto al uso de la fuerza, sin miedo y con confianza, pues el siglo XX ha muerto. Toda mentalidad puede cambiar si se activa la capacidad de poblar nuestros imaginarios de nuevos fundamentos, en el libre uso de nuestra capacidad de deliberar y de hacernos responsables de nuestras acciones en el mundo que hemos creado.