Elisa Loncon y Jaime Bassa: Una diversidad que está cambiando la historia

En su estreno en UchileTV, el programa Palabra Pública. Letras para el debate tuvo como invitados a la presidenta y al vicepresidente de la Convención Constitucional, dos meses después de la inauguración de este histórico organismo. En esta conversación distendida, más lejos de la contingencia que les ha tocado enfrentar desde que comenzó su labor, Elisa Loncon y Jaime Bassa se refirieron a las dificultades personales que han atravesado y a los sueños que buscan plasmar en la nueva Constitución.

Por Jennifer Abate

No han sido pocos los desafíos que ha enfrentado la Convención Constitucional. A las negligencias del gobierno que dificultaron su instalación, le siguieron disputas internas y los hechos lamentables relacionados con la falsa enfermedad del convencional constituyente Rodrigo Rojas Vade. Sin embargo, Elisa Loncon, su presidenta, y Jaime Bassa, su vicepresidente, no pierden el entusiasmo, aunque parezca difícil en medio de las dificultades lógicas de un proceso inédito en el país. Ambos académicos de universidades del Estado, con múltiples títulos y experiencias a su haber —Elisa Loncon es doctora en Humanidades de la Universidad de Leiden, Holanda, y en Literatura por la PUC, mientras que Jaime Bassa es doctor en Derecho de la Universidad de Barcelona, España—, en esta conversación ahondan en sus reflexiones sobre un proceso de reposicionamiento de la diversidad y de lo público que creen que transformará el futuro de Chile.

¿Cómo evalúan estos casi dos meses de trabajo? En lo personal, sobre todo, ¿qué ha sido lo más difícil de este proceso?

Elisa Loncon (EL): Para nosotros, la evaluación es positiva. Fue un desafío, porque no sabíamos cuánto nos iba a exigir en lo personal instalar la Convención y lo fuimos enfrentando paso a paso. Lo más complicado fue pasar de ser una académica que trabaja con alumnos, con grupos muy pequeños, donde uno tiene una relación académica, de profesora; a tener una relación con lo público, donde lo que uno dice o no se evalúa y hay gente que te está mirando siempre. Eso ha sido para mí lo más complejo.

Jaime Bassa (JB): La verdad es que trato de no pensar mucho en eso. Trato de no pensar que una entrevista como esta la van a ver o escuchar no sé cuántos miles de personas. Creo que una de las virtudes del equipo que tenemos con Elisa, con la lamngen presidenta, es que vamos a nuestra oficina, hacemos nuestro trabajo, conversamos, planificamos, proyectamos; pero es básicamente un trabajo, un encargo que nos han hecho los pueblos y cada día yo, al menos, lo enfrento desde esa perspectiva. Ahora, claro, ha sido un mes y medio superintenso, que ha tenido distintas emociones. Las primeras semanas fueron muy, muy duras, y creo que el temor al fracaso del proceso constituyente frente al vacío de los primeros tres, cuatro días fue realmente un peso para nosotros, para nosotras, pero progresivamente, con el andar de las semanas, esto se ha ido consolidando y hoy tenemos una Convención que tiene un muy buen funcionamiento en el Pleno, en las comisiones, con equipos de trabajo muy afiatados.

Se ha relevado la diversidad de la Convención: hay personas que provienen de la representación tradicional de los partidos y otras que nunca antes habían estado en los espacios de poder. ¿Cómo se convive y cómo se llega a acuerdos entre quienes piensan distinto y quieren cosas diferentes para nuestro futuro?

EL: Si uno pudiera fotografiar esa diversidad, yo creo que la imagen del Chile que construye y hace la política cambia. Porque estamos llamados a trabajar, a escribir la nueva Constitución, y eso implica un posicionamiento político en cuestiones básicas como los derechos sociales o el derecho a ser distinto. Aquí eso tiene nombre y tiene cuerpo. Hay gente de todas las regiones; hay diferencias etarias, hay personas muy jóvenes; hay mujeres que tienen aires de luchadoras. Si todo eso se pudiese fotografiar, desde ya se modifica la historia de este país. No son solo los señores con corbata —porque también llegan señores con corbata—, es entre todos que estamos escribiendo la nueva Constitución. Hay que atesorar esa diversidad como parte de nuestra historia; una historia que siempre ha existido, pero que por diferentes mecanismos fue invisibilizada.

JB: Es verdad. Creo que es superinteresante notar que aquí se produce una tensión, una especie de desajuste, porque la Constituyente es sin ninguna duda el órgano de representación popular más representativo que hemos tenido en la historia de Chile. Entonces, claro, las personas que estamos hoy día en la Convención ocupamos espacios que históricamente habían sido ocupados no solamente por otras personas, sino que para otros fines. Siempre me emociono un poco, se me pone la piel de gallina cuando hay constituyentes que desde el hemiciclo hacen referencia a las decisiones que históricamente se han tomado en ese mismo espacio para reprimir a los pueblos. Para reprimir al pueblo mapuche, por ejemplo, o para perseguir a la disidencia política. Me parece que la fricción que se está dando tiene una potencia transformadora porque valoriza la democracia no como el resultado al cual se llega después de una conversación —la famosa lógica de los consensos de los 90—, sino como un espacio donde se reivindica la diferencia, porque la democracia supone que seamos diferentes para que podamos realmente dialogar desde la diferencia y desde ahí construir algo en común.

Elisa Loncón y Jaime Bassa. Crédito: Felipe PoGa

Pero así como hay quienes celebran esta diversidad, para otros parece desconcertante, al punto de que hemos escuchado y leído expresiones discriminatorias contra convencionales. Parece nacer un nuevo país que valora lo diverso, pero también vemos revolcarse uno que no termina de morir, que estaba más acostumbrado a las formas tradicionales y elitistas en la política. ¿Cómo lo ven ustedes?

EL: Creo que son los resabios de este Chile que marginó y oprimió expresiones de los pueblos, y eso está instalado, porque todo lo relacionado con la institucionalidad de la república tiene una inspiración muy oligarca, muy de la élite que gobernó y definió la política de este país, que condenó a los diferentes, a los pueblos originarios; y eso se reprodujo en la cultura y en políticas definidas sin la participación de las regiones, de los pueblos, de las mujeres, de las diversidades existentes. ¿Cómo va a nacer el nuevo Chile? Con nuevas institucionalidades que se determinen y definan a partir de este relato de la casa común que va a ser la Constitución. Por ejemplo, hoy existe muy poca conciencia sobre el cambio climático y el vínculo con la naturaleza. En Chile tenemos referentes donde apoyarnos, tenemos prácticas desde las naciones originarias que establecen vínculos de relaciones, donde la naturaleza se respeta como un ser vivo, donde el bosque, la montaña y el agua son seres vivos. Entonces es momento de que este Chile, a partir de estas discusiones, de esta inclusión, de este bagaje de riqueza, de diversidad que tenemos, se valore.

JB: Estoy muy de acuerdo con eso. Cuando aparecen las personas odiantes en redes sociales siempre digo, medio en broma, medio en serio, que estos cambios sociales que estamos empujando también son para ellos, para ellas. A esas personas que tanto les cuesta aceptar la diferencia y que tanto se niegan a convivir desde la diferencia también hay que decirles que a ellos les va hacer bien. También van a crecer, van a vivir en un país mejor. Cuando uno habla de educación gratuita y de calidad, estamos elevando los estándares culturales de todo el país, no solamente alivianando el bolsillo de ciertas personas. Creo que a esas personas también hay que trasmitirles, como lo ha hecho Elisa muchas veces, hablando desde el corazón, que estos cambios que estamos empujando también son para ellos. A pesar de que no los quieran, también son para que sus hijas e hijos puedan vivir en un país más justo, inclusivo y democrático. Quisiera de alguna manera trasmitirles que al menos yo tengo la impresión de que hemos llegado a un punto de no retorno en materia de transformación y cambio social.

¿Qué es lo que quisieran instalar sí o sí en la nueva Constitución? ¿Cuál es el principio ineludible por cuya inclusión van a luchar?

EL: El principio de la plurinacionalidad. A nosotros nos gustaría que en Chile se incorporen todas las naciones originarias. La nación chilena es una más entre las otras preexistentes al Estado; las otras fueron excluidas e invisibilizadas, y no se respetó su derecho político de tener el espacio de decisión que les corresponde dentro de este país. Hemos tenido varias comisiones que nos han acercado a sectores que han estado muy postergados en la política y en la construcción de este Chile. Es sobrecogedor el relato de marginación de los pueblos. Y eso no puede seguir ocurriendo en un país que se reconoce diverso, múltiple y que respeta fundamentalmente los derechos humanos. Yo creo que la incorporación de la plurinacionalidad nos va a llevar también a reconocer los derechos de la naturaleza, de los ríos. Necesitamos la plurinacionalidad para la convivencia, para que nunca más exista esta marginación. Y también porque esas diversidades están aportando contenido para una convivencia distinta con la naturaleza y para un buen vivir entre nosotras, los hombres y las mujeres.

JB: Un poco en la misma línea de Elisa, creo que algo importante que hay detrás de todo esto es una demanda estructural y transversal por participación, una participación que tiene una dimensión política, pero también, y especialmente, una dimensión económica, social y cultural. ¿En qué sentido? El ejercicio de la ciudadanía en Chile está muy condicionado por una serie de factores que excluyen de la plena ciudadanía a diferentes grupos sociales; grupos que, si uno los considera en su conjunto, terminan siendo las grandes mayorías del país: trabajadores, mujeres, pueblos originarios, diversidades sexuales, niños, niñas y adolescentes; personas mayores, personas con discapacidad, migrantes. Son todos sujetos políticos que, si bien formalmente pueden ser titulares de los mismos derechos, en la práctica las condiciones materiales y estructurales para el ejercicio de esos derechos los dejan fuera del pleno ejercicio de la ciudadanía. Yo creo que uno de los principales desafíos del proceso constituyente es lograr una participación inclusiva que permita identificar las barreras de la ciudadanía y derribarlas.

Ambos son académicos de universidades del Estado. En los últimos años estas instituciones se han vuelto fundamentales para Chile, porque se ha recurrido a ellas en busca de acompañamiento y de un conocimiento más situado en las necesidades del país para, por ejemplo, encontrar salidas a la revuelta de 2019 o a la crisis social y sanitaria provocada por el Covid-19. ¿Creen que hoy Chile está en condiciones de volver a privilegiar la educación pública?

EL: Sí. Fíjese que nosotros llegamos a la presidencia sin una institucionalidad, pero llegamos con resortes públicos instalados en la formación, en la conciencia. Yo también vengo de una escuela pública, de un liceo público y de una universidad que en tiempos de dictadura fue fragmentada y en la que se impidió lo público. Sin embargo, nosotros, el pueblo de Chile, no tenemos más garantías que lo público para asegurar una calidad educativa. Llevamos treinta años de una privatización paulatina de todo lo público: educación, salud, pensiones; y ese ha sido el daño más grande que se le ha causado a este país, ya que ha impedido que los sectores más representativos tengan acceso a una mejor calidad de vida. Todo se ha elitizado. Si queremos un cambio en la sociedad, si queremos terminar con los cordones de pobreza y marginalidad, no tenemos otra alternativa, creo, que potenciar lo público.

JB: Yo creo que estamos en un momento histórico bien importante de cambio de ciclo. Ese ciclo neoliberal que empezó a fraguarse en la década de los 50 y 60 con esos convenios entre la Escuela de Chicago y la Escuela de Negocios de la Universidad Católica, y el modelo que se instaló luego del golpe de Estado y que desplegó sus efectos durante la década de los 80 y los últimos treinta años hasta la revuelta. Creo que el hito de octubre de 2019 está precedido por un ciclo de protestas previas importantes: el mayo feminista de 2018, la revuelta estudiantil de 2011, el pingüinazo de 2006, las demandas medioambientales de 2010, entre otras. Pero la revuelta marca un poco ese quiebre de una forma de convivencia social caracterizada por un determinado modo de acumulación de la riqueza, del poder, del capital, que a su vez es el reflejo de una forma de acumulación de la pobreza, del malestar y del despojo. Estamos en un momento histórico de cambio de ciclo, en que ese periodo marcado por la radical sobrevaloración de lo privado empieza a ser reemplazado progresivamente por una reivindicación de lo común, de los bienes comunes, de la naturaleza, de las instituciones permanentes de la república, como las universidades estatales, que ponen al servicio de la sociedad, de los pueblos, distintas formas de conocimiento académico, ancestral, popular, y distintas formas de relaciones políticas y sociales.

Michel Lussault, teórico del “geopoder”: ”Chile es un emblema de lo que está en juego en este momento”

Profesor de Estudios Urbanos en la École Normale Supérieure de Lyon y miembro del Laboratorio de Investigación sobre Medio Ambiente, Ciudades y Sociedades UMR 5600, del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), Lussault es uno de los principales especialistas de lo que se conoce como el Antropoceno urbano, rama de estudios desde la que se busca repensar las formas de habitar en estos tiempos marcados por el cambio global. En esta entrevista, habla sobre ciudadanías transnacionales, sobre cómo el régimen del encierro legitimado privilegia la desconfianza, y afirma que Chile es un ejemplo que contradice el dogma neoliberal “no hay alternativa”.

Por Ximena Póo F.

En esta larga conversación entre tres idiomas, el reconocido geógrafo Michel Lussault (Tours, 1960) se refiere al Antropoceno como máquina de la desigualdad, pero también a la esperanza que implica seguir resistiendo y actuando en contra de un neoliberalismo depredador que él conoce muy bien. Cuando las miradas del mundo se fijan en las alternativas que en este país del sur del mundo se han desplegado en calles, aulas, plazas, cabildos y ahora en la Convención Constitucional, este diálogo nos ofrece un tiempo para hablar de las “espacialidades” que hemos construido a nivel global y que sostienen la existencia social y, en particular, de ese “espacio intermedio” donde se fisura lo que parece infranqueable. Asimismo, nos hace pensar creativamente en las disputas que surgen en el ámbito de lo que él ha denominado el “geopoder”:

Michel Lussault. Foto: A di Crollalanza.

—Llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legitimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial —explica el teórico francés, fundador y director de la Escuela Urbana de Lyon, institución dedicada al estudio del Antropoceno urbano. Si bien advierte que el cambio global, como se denomina a la suma de cambios ambientales derivados de la acción humana sobre el planeta, aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales, también cree que la lucha contra este fenómeno es prometedora. Abordar el Antropoceno y enfrentarse al futuro, dice, significa derribar el dogma thatcheriano de “no hay alternativa” y garantizar que existan muchos caminos, sostiene Lussault desde la esquina optimista que a veces no se suele mirar.

Usted ha reflexionado sobre el “geopoder” como sistema, considerando que el espacio, que los territorios, son físicos, simbólicos y metafóricos. Una de sus principales fuentes es Hannah Arendt. ¿Cómo influye en sus construcciones teóricas?

—“Geopoder” es un concepto que he creado a partir del “biopoder” de Michel Foucault. Pero el punto de partida de mi pensamiento se encuentra en Hannah Arendt. Trato de demostrar que el espacio sostiene la existencia social: es la disposición de materiales e ideas por la que las vidas humanas son posibles. No se trata de una condición abstracta a priori, sino de lo que vectoriza y subyace a la experiencia humana por excelencia: la práctica espacial de la cohabitación concreta (lo que yo llamo “espacialidad”) con otros individuos, así como con lo no-humano, los objetos, las cosas. Por esta razón, el ser humano está siempre en un “devenir” espacial, pues esta convivencia es una actividad incesante, una “aventura del acto”. El ser humano está hecho de espacialidades que tejen su existencia. La convivencia, sin embargo, es una actividad difícil. La menor de las interespacialidades —es decir, la relación entre seres humanos separados y distantes— enfrenta al individuo con otras realidades con las que se relaciona. Esto nos devuelve al fundamento de la dimensión espacial de la política, si aceptamos el uso que un geógrafo puede hacer de las reflexiones de Hannah Arendt: el hombre es a-político; la política se origina en el espacio intermedio y se constituye como una relación. Para Arendt, el campo político surge de la organización de cualquier grupo humano en una reunión de entidades distantes y del imperativo de poner en marcha procedimientos para tratar este problema primordial.

Es “el entre” de Arendt, la idea del intermedio.

—Hannah Arendt llama nuestra atención sobre este espacio concreto, relacional, lingüístico y simbólico que separa a los individuos física, psicológica y mentalmente, y nos propone soluciones para establecer los vínculos necesarios para la vida social. Este principio separador constituye, por tanto, un elemento movilizador, a la vez que una restricción y un recurso, porque al apoyarse en lo que Arendt llama el «entre», los humanos construyen la posibilidad misma de vivir juntos. Esta noción de lo intermedio es importante. Para Arendt, las leyes regulan “lo político”, es decir, el ámbito de lo intermedio es constitutivo del mundo humano. Este «entre» crea al mismo tiempo una distancia y un vínculo, y, como tal, constituye el espacio dentro del cual nos movemos y nos comportamos con los demás. Esto nos sitúa en una concepción muy societaria de la política, entendida como una relación espacial; un enfoque que da a la distancia entre las realidades humanas una función destacada. La espacialidad es esta condición que requiere que los individuos y las sociedades aprendan a pensar, gestionar y regular la distancia que separa radicalmente a los seres humanos y, más globalmente, a todas las realidades humanas y no humanas distintas.

Toda la historia de las sociedades está marcada por la conflictividad potencial que expresan el espacio y la distancia: la inmovilidad tan temida por los antiguos griegos es también un corte en el vínculo espacial, una incapacidad para asegurar la coexistencia pacífica entre individuos mediante la regulación del “entre”. En este marco de análisis, llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legítimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial. Por ejemplo, considero que la planificación urbana “oficial” forma parte de este geopoder que pretende controlar a los habitantes.

Los efectos sociales y políticos del Antropoceno afectan principalmente a las poblaciones más pobres y a los territorios más frágiles. ¿Qué análisis hace de la relación Antropoceno-pobreza-crisis climática?

—Intento mostrar que, aunque todo el hábitat humano es vulnerable (porque somos seres frágiles y mortales), el hecho es que los dominantes, los que tienen más capital económico y social, pueden movilizar más medios para atenuar su vulnerabilidad, en el sentido de encontrar modos de existencia que les permitan ser menos sensibles a los daños que vienen. Lo acabamos de experimentar con la actual pandemia, en la que los más pobres han estado mucho más expuestos que los más ricos. Así, hoy en día observamos que las injusticias sociales se ven siempre redobladas por las injusticias medioambientales.

Por esta razón, el Antropoceno es el momento en que debemos tomar conciencia de esta doble injusticia y de los riesgos de regresión política que la acompañan. El cambio global aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales. Pero la lucha contra los efectos de este cambio también es prometedora, porque podría permitirnos elegir otros modelos sociales y políticos que los propuestos desde hace 40 años como única vía posible, es decir, el modelo neoliberal promovido desde el famoso eslogan de Margaret Thatcher, hablando de la economía de mercado: «No hay alternativa». Para mí, abordar el Antropoceno significa luchar contra esta idea y garantizar que se prueben y puedan existir muchas alternativas.

Las ciudades han ido cambiando y las ciudadanías también. Hay ciudades globales que superan a los Estados, pero mientras se impone el reto de reflexionar sobre las ciudadanías transnacionales, las fronteras se cierran para la humanidad y siguen abriéndose para los flujos financieros. ¿Qué democracias y qué ciudades estamos construyendo de esta manera? ¿Ve alguna salida?

—Creo que tener en cuenta la urbanización global y el establecimiento de ciudades interconectadas en todo el mundo podría permitirnos cuestionar la lógica política clásica y el dominio geopolítico de los Estados. Pero estas ciudades deben ser espacios democráticos y no solo plataformas funcionales para una economía de mercado depredadora que destruye el medio ambiente y los derechos sociales. Por lo mismo, habría que llegar a un nuevo entendimiento entre las ciudades y los Estados o grupos de Estados, para buscar nuevas formas de producir y distribuir la riqueza y para crear políticas de reorientación ecológica. Estoy a favor de la constitución de los “Estados Unidos de Europa” y del fin de los Estados clásicos heredados de la modernidad, que me parecen todavía portadores de herencias imperialistas, patriarcales y coloniales, como se comprueba al observar el actual resurgimiento de los nacionalismos y soberanismos. Me parece que las federaciones estatales podrían aportar la necesaria regulación y defensa de los derechos y principios para acompañar las políticas y acciones locales. También estoy desarrollando una reflexión en torno a formas de organizar un gobierno mundial que permita que nuestras sociedades se adapten al cambio global, algo que me parece indispensable si queremos que esta adaptación vaya de la mano con una promoción de la ética y la justicia.

Ha dicho que la pandemia ha reforzado la desconfianza, la alienación y el miedo a lo diferente. ¿Cuáles son las advertencias que esta pandemia plantea sobre la vida en las ciudades?

—Hemos visto cómo la pandemia ha subvertido el régimen ordinario de la sociabilidad urbana, que se basa en un mínimo de confianza y que nos permite experimentar lo que yo llamo «relaciones de indiferencia»: compartimos con otros individuos un mismo espacio de práctica que no es el hogar y accedemos a él a través de la movilidad, pero no estamos obligados a compartir con ellos las mismas creencias, ideas, virtudes. Esta sociabilidad de lazos débiles y contingentes, que permite la convivencia civil, es esencial en el ambiente de la gran ciudad, donde el anonimato no es anomia, sino garantía de libertad y emancipación. La urbanidad se basa en este estilo de interacción espacial que nunca está totalmente limitado, a pesar de que las autoridades busquen normarlo sobre todo a través de la arquitectura, el urbanismo y el diseño.

Sin embargo, hoy en día, la simple acción de ir de compras o de hacer ejercicio al aire libre está regulada administrativamente y a veces incluso sometida al escrutinio de la policía. El régimen espacial del encierro legitimado establece así lo contrario de esta relación de indiferencia: la sistematización de la desconfianza. Porque el “distanciamiento social” postula que el otro es una amenaza, que conviene desconfiar de él, mantenerse a una distancia segura. Un analista pesimista vería en ello la difusión de una ideología comparable a la famosa y desastrosa dialéctica del amigo-enemigo que Carl Schmitt situó en el centro de su teoría política. El prójimo se convierte en ese enemigo que siempre es posiblemente malo (incluso sin quererlo, porque puede ser un portador sano, “inocente” pero contagioso). Este período epidémico refuerza esta idea y sustenta opciones políticas sanitarias y de seguridad que son presentadas como ineludibles e incuestionables basadas en la ciencia médica.

¿Qué sabe de los procesos políticos que estamos viviendo en Chile? ¿Cómo definiría el derecho a la ciudad, el derecho a los espacios vitales, el derecho a vivir con dignidad?

—No sé lo suficiente sobre la situación chilena, pero observo un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de “no hay alternativa” y el desarrollo hipersegregado, incluso secesionista de las ciudades; y también a promover la justicia social. Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y, por supuesto, una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles, los más “subalternizados”: los pobres, las mujeres, los pueblos indígenas. Por ello, creo que Chile es un emblema de lo que está en juego en este momento. Aquí se plantea una cuestión fundamental: ¿somos capaces de inventar formas de vida social que combinen ética, derechos, justicia social y reparación de un planeta degradado por nuestras actividades? En Chile, como en otras partes, debemos inventar formas de reparar este mundo dañado.

DESTACADOS

“Observo (en Chile) un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de ‘no hay alternativa’ y el desarrollo hipersegregado de las ciudades (…). Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles”.

Marco Avilés, periodista peruano: “La columna vertebral de América Latina es el racismo”

Eso y “no el idioma ni el fútbol” es lo que nos define, opina el escritor y editor, quien ha estado a la cabeza de importantes medios de comunicación en su país —entre ellos, la revista Etiqueta Negra— y conoce de primera fuente los avatares de la vida política peruana. Sin embargo, lo que más le preocupa por estos días no es el resultado largamente disputado de las elecciones presidenciales, sino el racismo que a su juicio se desató sin control en la campaña, uno de raíces atávicas que se expanden a lo largo de toda América Latina.

Por Jennifer Abate C.

Marco Avilés (Abancay, 1978) reside hoy en Estados Unidos, donde cursa un doctorado en Estudios Hispanos en la Universidad de Pennsylvania, pero durante toda su vida profesional ha estado íntimamente vinculado a la historia pública peruana. Consultor en temas de racismo, equidad y comunicación, dirigió la prestigiosa revista de periodismo narrativo Etiqueta Negra entre 2006 y 2010, fue editor de la revista Cosas y ha colaborado en medios como The Washington Post, Gatopardo, El País Semanal y The New York Times. El autor de los libros No soy tu cholo (2017), De dónde venimos los cholos (2016) y Día de visita (2012) analiza los resultados de la ajustada elección presidencial de su país (que al cierre de esta edición sigue bajo el escrutinio del Jurado Nacional de Elecciones), en la que Pedro Castillo se impuso sobre Keiko Fujimori por un poco más de 44 mil votos, pero, sobre todo, ahonda en la discriminación que a su juicio visibilizó este proceso.

Marco Avilés. Foto: Ann S. Kim.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Elisa Araya: “Este no es un país de oportunidades”

La primera rectora en la historia de la UMCE espera que su llegada abra el espacio a más mujeres, pero también quiere colaborar en una reestructuración del sistema educacional en Chile que permita que personas como ella, que no provienen de la élite, puedan acceder a los espacios donde se toman las decisiones. Ese es el proyecto que busca encabezar como autoridad de la universidad pedagógica de Chile. “Mientras no digamos que las escuelas son todas iguales en calidad para todas y todos los niños de este país, no hay justicia posible en educación”.

Por Jennifer Abate C.

Desde el 7 de julio, Elisa Araya es la rectora de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE). Ese hito la convierte en la primera mujer a la cabeza de dicha institución y en una de las escasas tres rectoras de universidades estatales en el país. Se trata de un avance que ya la tiene en conversaciones con las rectoras Natacha Pino (Universidad de Aysén) y Marisol Durán (Universidad Tecnológica Metropolitana) para definir cómo “llevar al CUECH algunas de nuestras ideas para motivar a más mujeres académicas a participar en puestos de decisión al interior de las universidades y en equipos de gestión, y a tener más voz pública”. Sin embargo, ese suceso quedó en segundo plano cuando, tras conocerse los resultados de la elección, el hijo de la rectora Araya tuiteó: “Mi vieja vendió helados en la micro mientras iba a la U, cuando nací vivíamos allegados donde mi abuela y como no había plata fuimos declarados indigentes para el parto. Se ganó una beca y trabajó limpiando wc’s mientras hacía su PhD. Hoy fue electa como rectora de la UMCE”.

Elisa Araya. Foto: Felipe PoGa.

Aunque la doctora en Ciencias de la Educación y exdirectora del Departamento de Educación Física y Recreación de la UMCE se tomó bien la expectación periodística que provocó esa suerte de revelación y respondió diversas entrevistas, algo no dejaba de inquietarle: ¿hasta qué punto se extendía el clasismo en un país que se sorprendía tanto frente a una trayectoria que en otro punto del globo podría haber sido considerada común y corriente? “Meritocracia” fue la palabra que se usó para describir su triunfo tras una vida alejada de las comodidades económicas, pero Araya prefiere no usar un concepto en el que no cree. “Justicia social” es el que más le acomoda.

¿Qué sintió con el revuelo mediático que generó el hecho de que una mujer que no proviene de la élite se convirtiera en rectora de una universidad?

—Cuando me empezaron a llamar [desde los medios de comunicación], me dije: “¿qué pasa acá? No creo que ser rectora de una universidad sea tan impactante”. Pero el origen, la proveniencia social, impacta. ¿Cómo es posible que esto ocurra en un país en que siempre se habla de las oportunidades y de la meritocracia? Es un discurso con el cual estoy absolutamente en desacuerdo, porque no es así, este no es un país de oportunidades. El mérito implicaría que todos partiéramos más o menos de la misma línea de base y eso no es así. ¿Cuánto talento, capacidad, inteligencia, creatividad está bien distribuida en todos los sectores sociales? Las oportunidades no están, por eso ha sido tan sorpresivo, impactante, y la gente me ha llamado para hablar de eso. Nuestro país está todavía muy al debe en justicia social.

Usted prefiere no hablar de meritocracia, pero sí le gusta el concepto de justicia social. ¿Cómo la alcanzamos?

—Es obvio que toda actividad humana requiere que la persona que está involucrada genere un esfuerzo individual, que haya perseverancia; no hay aprendizaje, avance o logro si una no está involucrada, pero toda tarea existe en un contexto social, colectivo; una está en una sociedad, en una comunidad. Eso implica que para que yo pueda desarrollar mi proyecto personal, la colectividad debe generar condiciones. Cuando decimos justicia social, quiere decir que las condiciones que como sociedad ponemos al servicio de los proyectos individuales y colectivos tienen que ser idénticas en dignidad, en calidad. Por ejemplo, todas las escuelas y liceos de Chile deberían ser equivalentes en calidad, en infraestructura; con profesores idóneos, espacios adecuados, bibliotecas, computadores. Si tienes establecimientos educacionales de primer mundo conviviendo con escuelas precarizadas, ¿dónde está la igualdad de oportunidades? Esa es una falacia. Mientras no digamos que las escuelas son todas iguales en calidad para todas y todos los niños de este país, no hay justicia posible en educación.

¿Cómo llegamos a este punto de desvalorización de la educación pública? Precisamente por lo que usted describe, quienes pueden elegir se inclinan por colegios privados.

—Eso es parte de la instalación del modelo neoliberal en Chile. Cuando Chile estaba intentando ingresar a la OCDE, esta señaló explícitamente que el sistema educativo chileno estaba segregado y, más aún, que estaba ex profeso organizado de una manera que segrega. Creo que el primer acto de desmantelamiento de la educación pública fue en tiempos de la dictadura. La Universidad de Chile fue desmembrada. Curiosamente, la Universidad de Chile, que era la universidad estatal y nació con la república, nunca más volvió a estar en todo Chile, y en cambio el Inacap, que también era estatal, está presente en todo el país. Es lo que pasó en el 80 con la escisión del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile y la municipalización de las escuelas. Hace 30 años, el sector municipal tenía el 60, 70% de la matrícula, y ahora tiene el 40, el 30%. Las escuelas municipales, a pesar de todos los esfuerzos que hacen sus profesores, han sido empobrecidas. De hecho, el sinónimo de lo público en Chile es “para pobres”: educación pública para pobres, salud pública para pobres, transporte público para pobres, todo lo privado es para otros, para los que pueden pagar, pero la sorpresa que nos trajo la pandemia es que parece que nuestra población es más pobre de lo que pensábamos.  Necesitamos Estados eficientes, robustos y que generen protección mutua, y eso significa educación y salud de la misma calidad para todos.

¿Cómo enfrentamos esa situación? ¿Basta con entregar más recursos a la educación pública o considera que es necesaria una reforma estructural que cambie el foco y que ponga lo público al centro?

—Es bien difícil, pero yo creo que efectivamente hay que hacer una reforma estructural muy de fondo y tiene que estar acompañada de un debate nacional donde todos podamos poner nuestras ideas en discusión y también las comunidades. «Elegir» es un verbo que nos han machacado en los últimos años, “elige esto”, “elige esto otro”, cuando la elección no es tal, tú no eliges. Un estudiante de colegio municipal marginalizado no puede elegir cualquier cosa, pero te dicen que si tiene talento, puede elegir; si tiene méritos, se puede ir a un colegio mejor. Hemos convertido muchas de nuestras comunas y barrios en verdaderos guetos, son un apartheid de pobreza y eso hay que desmantelarlo. ¿Cómo? Discutiendo el sistema educativo que tenemos, entendiendo la importancia del capital humano en un país. Lo que Chile tiene para desarrollarse son chilenos y chilenas y las personas que viven aquí. La contribución de cada uno de nosotros depende de si nos entregan las oportunidades, pero de verdad. Eso significa que nuestras escuelas tienen que ser equivalentes en calidad, no podemos perder ningún talento, ni uno, en los próximos años. Hay que discutir la estructura general del sistema, hay que hablar del financiamiento de las escuelas y las universidades. No nos tienen que decir: “mira, aquí hay un estudiante con bequita”, y todos peleándonos por ese estudiante. No, nos tienen que reconocer por nuestros aportes. Hemos estado todos estos años en discusiones, compitiendo por recursos. ¿Cuál es la estrategia que nos han mostrado otras sociedades más avanzadas para salir del subdesarrollo, para estar en lugares de mayor bienestar? Un Estado eficiente, poderoso, que invierte en capital social, que son las personas; en educación, en salud.

A su juicio, ¿qué es lo que hay detrás de la baja valoración de la profesión docente? Y, más importante todavía, ¿qué cree que se puede hacer para revertir esa situación?

—Una de las cosas que me parece que hay que hacer es mejorar las condiciones de las escuelas en general, su infraestructura, los materiales de los que disponen; ya vimos los efectos de la conectividad. Además, hay que mostrar en qué consiste la carrera docente, en qué consiste ser profesor realmente. Es una profesión tremendamente compleja, agobiante y agotadora. Hay que desarrollar una carrera docente ad hoc, que tenga reconocimiento social. Hay que prestigiar la carrera con campañas que muestren qué significa ser profesor y ese prestigio social tiene que ir de la mano de remuneraciones atractivas. Nos hablan de los países escandinavos o de Japón, que tiene un sistema escolar con altos rendimientos, y se les olvida decir que en Finlandia, por ejemplo, las escuelas son todas iguales, de la misma calidad, y que la profesión docente es de las mejor pagadas. En Chile no es atractivo ser profesor desde un punto de vista económico. Yo les insisto a mis estudiantes: es un camino muy reconfortante, tiene muchas recompensas, es muy bonita la relación que uno logra tener con los estudiantes.

Y en su caso, ¿por qué tomó la decisión de ser profesora?

—Es que a mí me encanta. Creo que todas las niñas, los niños, jugaban a ser profesores. Hay investigaciones que muestran, sobre todo en niños pequeños, que los seres humanos tenemos esa tendencia a enseñarle a otros, y las investigaciones ponen estos ejemplos: cuando un niño pequeño le habla a una guagua, fíjate cómo lo hace, en general se pone enfrente, se agacha y le habla despacio o le mueve la cabeza para mostrarle algo. Eso es muy curioso, está en nuestro ADN como especie esa necesidad de guiar al que viene detrás, a la manada, a la tribu. Me parece fascinante estar con niños o con jóvenes, porque es ser testigo del desarrollo del otro. Cuando un estudiante no está entendiendo algo y tú estás con él, trabajas con él, y en un momento te dice: “ya lo tengo”, y después lo ves en otro nivel de su discurso y de su entendimiento, eso es muy reconfortante. Siempre creí que la profesión de educadora era esa oportunidad de estar con más gente, aprender todos los días. Que alguien te haga una pregunta que tú nunca te habías hecho es realmente fascinante.

Foto: Felipe PoGa.

La profesora que marcha

Usted habla mucho de transformaciones sociales, que son el anhelo de una gran parte de Chile tras las movilizaciones que comenzaron en octubre de 2019. ¿Cómo vivió usted la revuelta social?

—Fue un momento increíble, muy épico, porque estábamos en conversaciones con los estudiantes, estábamos mirando cosas que sucedían en nuestra escuela, en nuestra carrera. Tras el 18 de octubre se cerraron las universidades por un par de semanas, y cuando abrimos no había estudiantes. Entonces hicimos asambleas, convoqué a los chicos y a las chicas y empezamos a conversar. Fue tan impactante para mí escuchar a mis estudiantes. Nosotros tratábamos de que no perdieran clases. ¿Cómo hacemos para salvar el semestre? Y ellos decían: “profesora, lo que corresponde ahora es estar en la calle, no es el momento del aula”. Y hablaban de lo que les estaba pasando a ellos, de esta necesidad de un cambio, de otro país. Yo los acompañé un par de veces, hicimos la caminata desde la UMCE hasta la Plaza de la Dignidad y fue muy bonito, porque había mucha energía juvenil. Creo que los adultos y los profesores, sobre todo, podemos estar con ellos, podemos discutir, podemos reflexionar, problematizar. Para mí, el 18 de octubre tuvo muchas reminiscencias de épocas pasadas. Me acordé de la marcha del No, yo era joven y participamos porque estábamos seguros de que era el momento para que se terminara la dictadura. Creo que hay muchos jóvenes que estaban en esa energía de cambiar el modelo, porque este modelo de desarrollo ha generado pobreza, marginalidad y exclusión.

¿Con qué país sueña en el contexto de la nueva Constitución?

—Mi gran expectativa es que la gente participe, que converse en sus casas, con los vecinos. Mi expectativa es que podamos sentarnos a conversar aunque pensemos distinto. Hay personas que creen que este modelo es bueno y que la libertad de enseñanza es muy importante. Bueno, no estamos de acuerdo, pero conversemos y busquemos un punto donde ni tu perspectiva ni la mía, sino que la nuestra, converja. Necesitamos madurar como sociedad, no tenerle miedo al conflicto. También quiero que se protejan los recursos naturales, que cambiemos nuestro modelo de desarrollo extractivista por uno desarrollista; además creo en el decrecimiento y no en el crecimiento, pero esas son mis ideas. Estoy abierta a otras y a jugar ese juego de la conversación para que sea algo colectivo.

Yásnaya Aguilar: “A mayor autonomía, mayores posibilidades de mantener tu lengua viva”

La lingüista y escritora mixe plantea que la vitalidad de una lengua depende del grado de autogobierno del pueblo que la habla. Y que la muerte de una lengua es el último eslabón de la violación extendida de los derechos humanos de sus hablantes. De ahí que deposite su esperanza no en lo que puedan hacer los Estados para proteger la diversidad lingüística y las lenguas indígenas, sino en lo que puedan dejar de hacer en favor del mayor control de los pueblos indígenas sobre su educación, justicia, salud y formas de vida política. Su invitación es a reimaginar el mundo «como una diversidad de cultivos donde ahora solo existe el monocultivo del Estado-nación».

Por Francisco Figueroa

Yásnaya Elena Aguilar Gil (Ayutla Mixe, 1981) se preguntó por qué su lengua materna, el ayuujk o mixe —hablada en la región mixe del estado mexicano de Oaxaca—, perdía hablantes cada año y por qué ella misma no sabía escribirla. Terminó llegando a una conclusión radical: el problema sería inherente a la conformación y operación del Estado-nación. No encontró la respuesta escondida en el fondo de una biblioteca de la UNAM, donde se licenció en Lenguas y Literaturas Hispánicas y obtuvo la maestría en Lenguas Hispánicas. La encontró en un tránsito de idas y vueltas, a tropezones, como fabricando un tejido con fibras vivas y rebeldes, entre sus estudios y su compromiso cotidiano con las luchas por la vida y el territorio de su comunidad, Ayutla Mixe, acunada en la sierra norte de Oaxaca.

La imaginativa radical de Aguilar ajusta cuentas, empleando agilidad y humor, con el nacionalismo, el colonialismo y la cultura patriarcal que sostiene el culto al Estado, tentativa que despliega en libros como Inventar lo posible. Manifiestos mexicanos contemporáneos (2017), Un nosotrxs sin estado (2018) y Äa: manifiestos sobre la diversidad lingüística (2020), y en las tribunas de la revista Este País y el diario El País, de España. Esa misma fuerza tuvo el discurso que pronunció en 2019 ante la Cámara de Diputados de México, 18 años después de que otra mujer indígena, la comandanta zapatista Esther, esa vez con pasamontañas, hiciera en el mismo estrado lo propio, que es también lo suyo: recordarle al Estado mexicano que los pueblos indígenas son, mal que le pese, su negación.

Habiendo seguido de cerca el proceso constituyente chileno, Aguilar recibió emocionada y sorprendida la elección Elisa Loncon como presidenta de la Convención Constitucional, un hecho, dice, “hace un tiempo inimaginable y de tremendo potencial subversivo”. De ese potencial y sus desafíos también trata esta entrevista.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Durante las últimas décadas, la desaparición de lenguas corre en paralelo a la proliferación de instituciones y políticas culturales que intentan salvaguardarlas. ¿Por qué pese a esos esfuerzos el problema persiste?

—El problema, creo, tiene que ver con dos hechos. Uno es que el Estado, que durante mucho tiempo fue abiertamente lingüicida, cambió el marco legal y creó instituciones, pero estas no tienen o el presupuesto o la visión. En los hechos no hay una voluntad política, sino una voluntad de hacer lo que Silvia Rivera Cusicanqui ha llamado el multiculturalismo neoliberal, que es esto de hacer festivales de poesía indígena mientras el sistema de salud o de impartición de justicia siguen siendo fuertemente monolingües. La inercia de cómo funciona el Estado no permite que sea de otra manera. Por otro lado, hay un error que lo han cometido tanto el movimiento indígena como las instituciones, y es creer que la lengua es cultura como sinónimo de manifestaciones estéticas. Entonces tienes la danza, la música y la lengua de los pueblos indígenas, todo junto. No quiero denostar la danza, pero no todos estamos danzando ni haciendo rituales todo el tiempo, tienen un lugar específico y una función social. La lengua va más allá, te atraviesa desde que te duermes y sueñas, lo empapa todo. Aquí quiero citar a un activista mapuche, Víctor Naguil, que dice “la lengua es un fenómeno societal”. Por lo tanto, el cambio tiene que ser societal: en la educación, en la justicia, en la salud, en todo. Así como pasa con la perspectiva de género, todas las instituciones del Estado debieran estar atravesadas por una perspectiva de diversidad lingüística. Y esto tiene una potencia política y autonómica muy fuerte, porque el lenguaje es un territorio cognitivo empalmado con la defensa del territorio, entonces crea algo que es una casa propia.

Si la lengua es un territorio cognitivo y no solo una forma de comunicación, ¿el lingüicidio sería también una forma de volvernos más ignorantes?

Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística. Yásnaya Elena A. Gil. Almadía Editorial, 2020. 216 páginas.

—Una pregunta recurrente es en qué nos afecta. Hay un filósofo británico de origen indio, Kenan Malik, que aboga en contra de la diversidad lingüística y dice que, si la gente decide que ya no quiere hablar mixe, por qué voy a violentar sus derechos lingüísticos y obligarlos a que lo sigan transmitiendo si ya no les es útil. No nos quedemos en el romanticismo de pensar que cada lengua es un mundo y una cultura, dice, porque una misma lengua no garantiza una misma visión de mundo. Hay varios puntos en su argumentación que de entrada parecen interesantes. Uno, es pensar que la existencia de lenguas francas debe atentar contra la diversidad lingüística. Pero eso no es verdad. La existencia del latín, que fue lingua franca durante muchos siglos, no hizo que la diversidad lingüística del mundo estuviera en riesgo. Porque hay un hecho obvio y básico y es que, por fortuna, el cerebro humano no te da a elegir. Yo puedo aprender chino mandarín e inglés para conectarme con el mundo y seguir hablando mixe. ¡Como los daneses! El danés no está en riesgo de desaparición, el inglés no atenta contra el danés, que tiene muchos menos hablantes que varias lenguas indígenas en el mundo. ¿Por qué unas pierden muchos hablantes y otras no? En realidad, lo que hay atrás es que son lenguas de Estado. El Estado-nación está peleadísimo con el multilingüismo. Es la construcción del Estado-nación la que pone en riesgo a las lenguas. No es la existencia misma del inglés como lingua franca, no es la globalización, sino el hecho de que toda la maquinaria contra las lenguas es impulsada por el Estado.

Ahora, ¿qué perdemos? Yo plantearía distinto la pregunta. Cuando una lengua se pierde lo que importa es lo que pasó antes, es decir, una serie de violaciones de derechos humanos terribles. A mí me interesa que las lenguas no mueran porque eso es signo de que los derechos lingüísticos de las personas están siendo respetados, de que no fueron golpeados, no recibieron balas en las manos, no fueron colgados, no sufrieron racismo. Sí me importan las lenguas, pero me importan más sus hablantes. Lo normal es que una lengua viva. Cuando una lengua muere es porque se ejerció una violación sistemática de derechos humanos a sus hablantes. Eso es lo que importa.

¿La supervivencia de una lengua es entonces inseparable de la autonomía y autodeterminación del pueblo que la habla?

—Así es. Yo me he preguntado mucho qué tiene en común el sami —una lengua indígena que se habla en Noruega, Rusia, Finlandia y Suecia— con nosotros. ¿Por qué mi lengua es indígena y la de ellos también? ¡Si son totalmente distintas! Ni geográfica, ni histórica ni gramaticalmente tienen ningún parecido. El persa y el español tienen más en común que el sami y el mixe, pero estamos juntos en esa cajita que se llama lenguas indígenas. Y todo esto me sorprendió más cuando me enteré que la lengua hermana del sami es el finés. ¿Por qué habiendo sido en algún momento la misma lengua, el finés no es una lengua indígena y el sami sí? Y claro, el finés es una lengua de Estado, el sami no: es un asunto político. Todos los Estados han combatido su diversidad lingüística en aras de una lengua, una identidad, una bandera y tal. El hacer equivaler al Estado con la nación —esa es la operación terrible de este tipo de estructuras— es responsable directo de la desaparición de las lenguas, por lo tanto, su fortalecimiento implica la autonomía. El Estado mexicano puede decir “yo respeto el multilingüismo”, pero si no me deja hacer mis planes y programas, mi didáctica y currículum de educación mixe, no se va a poder. Lo que se le pide al Estado es que deje de violar derechos lingüísticos. Cuando deja de hacerlo, las lenguas naturalmente florecen.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Entonces se trata de quitarle poder y atribuciones al Estado.

—Sí. Nos han enseñado que lo público es el Estado y que si voy contra el Estado lo que queda es el mercado. El Estado nos ha cooptado la imaginación del manejo de lo público. Pero lo público se puede hacer desde lo común. La vida en común no es del Estado, hay otros horizontes de vida. El Estado surgió como la estructura sociopolítica más funcional al capitalismo. Necesita del Estado, de su marco jurídico, para operar. Y también para que no se te rebelen. Necesitamos pensar fuera de eso, no hay solo dos sopas. Y ahí es difícil imaginar, por eso hay que sospechar. No hay nada más hegemónico que aquello que es imposible imaginar. El mundo lleva muy poquito tiempo con Estados-nación y es casi imposible pensar cómo funcionaría el mundo sin el Estado-nación. En un ejercicio radical, yo siempre pienso: ¿cómo funcionaría un hospital de cancerología o de nutrición? Dicen no, no se puede. Me impresiona que incluso imaginarlo no sea posible.

¿Y a dónde te lleva la imaginación? ¿Cuáles son esas otras estructuras y cómo podrían funcionar?

—Creo que es Pessoa el que dice, con su humor, que no hay que confundir el hecho divino de existir con el hecho satánico de coexistir. Y ese hecho satánico necesita coordinarse de alguna manera. A lo largo de la historia ha habido muchas opciones: repúblicas, monarquías, estructuras tribales, estructuras comunales. El gran asunto con el Estado-nación es que no permite otras estructuras, las combate. Y como dice la politóloga k’iche’ Gladys Tzul, nosotros, los pueblos indígenas de Mesoamérica, en 300 años configuramos otra opción que es la comunalidad. Es una estructura asamblearia que no genera clase política, donde el servicio público se ve como servicio. Aquí, el presidente municipal no cobra nada, no hay campañas políticas, la gente más bien evita esos cargos, porque implica un año de trabajar sin pago. Es una opción de hacer la vida en común que ha sido muy combatida por el Estado. Ahora es reconocida por el Estado, pero cuando el Estado reconoce algo lo controla. Positiviza la vida de los pueblos indígenas, la traduce a derecho positivo. Y ahí los riesgos que veo con el Estado plurinacional. Estas otras opciones quedaron como islas que el Estado no ha podido cooptar, estructuras minúsculas, con mucha autogestión, que es como funcionamos desde hace 500 años. Entonces, en lugar de pensar que México debe sí o sí existir, prefiero pensar en múltiples formas de coordinar lo que entendemos como el hecho satánico de coexistir.

Cuando imaginamos el futuro, es importante imaginarlo a detalle, amueblarlo, pensarlo desde cómo organizaríamos el drenaje. Hay quienes dicen que esto es utópico, pero hace 400 años una mujer mixe como yo debió haber dicho “esto está terrible”, porque murió muchísima gente entre las guerras de conquista, el trabajo forzado, la viruela. Yo hubiera dicho “el pueblo mixe va a desaparecer”. Pero, contra toda evidencia, 400 años después, sigo hablando mixe y aquí estamos. Me gustaría decirle a esa mujer: sí lo logramos, esta estructura que llaman utópica es la que nos permitió llegar vivos con nuestra cultura y formas políticas y lingüísticas al siglo XXI. Estas estructuras sí funcionan, son la opción ante la crisis climática, esa debacle provocada por el Estado y el capitalismo.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

El momento en que el agua dejó de ser un bien de uso público

El Código de Aguas de 1981 no se gestó solo. Tuvo grandes aliados que permitieron que este recurso natural se concibiera como el bien privado que hoy conocemos y que permite ventas por millones de dólares. Entre los aliados a este documento hubo líderes y defensores reconocidos del neoliberalismo. Hablamos de Hernán Büchi, Miguel Kast, Roberto Kelly y Sergio de Castro, entre otros; quienes pululaban en la supervisión de la Comisión Especial encargada del agua. Pero también había una aliada, que se mantiene viva e imperante hasta el día de hoy: la Constitución del 80. Este capítulo del libro El negocio del agua (Ediciones B), escrito por Alejandra Carmona y Tania Tamayo, revela de manera inédita los pormenores de la creación del Código. También confirma la importancia de la creación de una nueva Constitución para que el acceso al agua sea un derecho humano.

Por Alejandra Carmona y Tania Tamayo

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Un código para el mercado

En 1981 Luis Simón Figueroa del Río, subsecretario del Ministerio de Agricultura, y meses antes subsecretario del Ministerio de Tierras y Colonización, estuvo a cargo de la Comisión Especial que entregaría el nuevo Código de Aguas a la Junta Militar.

Desde 1976, diversas habían sido las estrategias y posturas de parte de los ministros de Pinochet, militares y civiles, en las carteras de Economía, Agricultura, Hacienda y Odeplan para finiquitar el asunto de las aguas. También de Jorge Prieto Correa, secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de Riego, institución que se desempeñó como «dueña de casa» en las sesiones del Consejo del organismo y desde donde se encargó a la Comisión Especial la importante y doble tarea de hacer coincidir los fundamentos del nuevo código con la postura de la nueva Constitución Política de 1980, que para esa fecha aún se estaba elaborando.

La propiedad de las tierras, del agua, de los bienes en general —creían los funcionarios de la dictadura—, había sido devastada en su naturaleza más profunda por la Unidad Popular. Y ahora, desde cada ámbito de la administración castrense, tenía que ser relevada.

En el caso del recurso hídrico se trabajaría con un nuevo Código de Aguas, pero también con la Constitución de 1980 en su pronta promulgación.

Desde el Código Civil de 1855 de Andrés Bello, los otros códigos (de 1951 y 1967) habían declarado al agua «bien nacional de uso público», razón por la cual, en el apogeo de la revolución capitalista, había que armar una defensa que constituyera un incentivo al mercado y desplazara al Estado, donde la fortaleza del código nuevo debía ser inamovible.

Las reuniones para terminar de perfilar el código definitivo, después de cinco años con distintos colaboradores, se realizaron en las dos subsecretarías donde se desempeñó Figueroa entre 1980 y 1981. A ellas asistieron Víctor Pellegrini Portales, ingeniero hidráulico; Raúl Matus Ugarte, también ingeniero, y el abogado Samuel Lira Ovalle, anterior asesor de la subcomisión de Propiedad para el preproyecto de la Constitución de 1980. De ahí que el nombre de Samuel Lira se apreciara como preponderante, justamente porque encadenaba las dos instancias.

Todos, los cuatro, unos más, otros menos, sintieron que con este trabajo ad honorem realizaban algo heroico, introduciendo una nueva dimensión del ser humano, una postura refundadora, una revolución. Los derechos de aguas publicados prontamente (29 octubre de 1981), gracias al Decreto con Fuerza de Ley N° 1.122, colindarían desde ese momento con un sistema de transacciones en el mercado y estarían sujetos a la ideología neoliberal como ningún otro país en el mundo. El agua chilena, como un recurso privado, es hasta hoy caso de estudio en diversas latitudes del planeta.

Por esa razón, sus integrantes no reclamaron cuando además de asistir a las reuniones que se realizaban una vez por semana, debieron trabajar en sus casas sacrificando tiempo y familia. Las antiguas lámparas encendidas de sus antiguos escritorios fueron testigos de aquella abnegación. Pero en sus mentes había un objetivo claro, concebir al recurso natural como una propiedad privada que estuviera en función de los medios de producción.

Se trató de un momento particularmente significativo para Figueroa: «Nos mostramos los textos entre nosotros mismos —afirma 36 años después—. Fue muy discurrido y pacífico, porque esto que parece muy simple, cuando íbamos llegando al detalle, no era tan simple. Había que analizarlo vuelta para adelante y para atrás. Esto esconde detrás noches de desvelo, no fue llegar y soplar, y hacer el Código. Todo lo que parece fácil esconde noches de esfuerzo».

1981 fue el año de la Ley General de Universidades y de Instituciones de Salud Previsional, conocidas como Isapres, también de graves crímenes de lesa humanidad, estados de sitio y censuras. Y tres meses antes se habían creado las AFP. No obstante, en la médula de la toma de decisiones del régimen, donde se sucedían sesudas tertulias de profesionales con incólume trayectoria, el recuerdo de la Unidad Popular era el único fenómeno que pesaba.

El periodo socialista de Allende actuaba «permanentemente en el subconsciente de los miembros», como lo había afirmado el abogado titulado en la Universidad Católica, creador allí del Movimiento Gremial, y asesor en temas políticos, jurídicos y económicos (incluso de juventud y propaganda, como admitió) de la dictadura militar, Jaime Guzmán Errázuriz, en la Comisión Ortúzar. Instancia donde se gestó la nueva Constitución y donde su opinión era, a lo menos, preponderante. Mucho más que la de su presidente, el abogado Enrique Ortúzar Escobar, y la de todos los otros miembros.

Las periodistas Tania Tamayo y Alejandra Carmona.

Entre 1970 y 1973, entre otras malas decisiones —pensaban los personeros de Pinochet—, se habían fijado los precios del pan y la harina, y de productos de primera necesidad. Una política casi tan dañina como la Reforma Agraria, «la tierra para el que la trabaja» y toda aquella perorata totalitaria que había partido en el gobierno de Jorge Alessandri Rodríguez, pero se había cimentado con Eduardo Frei Montalva y fortalecido con Salvador Allende, sin transar.

En el gobierno de Allende —aseguraban— hubo poca precisión a la hora de legislar y administrar los bienes del Estado. Los funcionarios públicos no tuvieron, como sí tendría el mercado, la sabiduría en materias políticas y técnicas de gestión de aguas. Por ejemplo, ¿cómo podían los personeros del Estado destinar el uso de las aguas? Ese caballero anónimo de equis servicio, ¿qué conocimientos manejaba? Tampoco podría decidir —pensaron los consultores de Pinochet— qué era lo más importante y dónde establecer prioridades a la hora de otorgar derechos: el agro, la minería o el saneamiento de las aguas para el uso domiciliario de la población. Había que detener el disparate de lo público.

—Entonces, ¿cuál es el precio del agua? El precio es el sistema de la oferta y la demanda —argumenta para este libro Luis Simón Figueroa.

«El precio lo pone el mercado, y no le va a quedar otra a otro señor que quiere el agua, de inventar algo mejor. Pero eso tuvo que ponerse en marcha. Entonces fue heroico lo que se propuso, y los militares aprobaron eso. Ese mecanismo inducía a la incorporación de tecnologías nuevas, simples o sofisticadas, para la mejor captación, conducción y empleo. Entonces se ahorra agua para poderla usar, porque si algo me sobra, la arriendo o la vendo y el otro la compra».

Escritas a mano y tinta azul, aún se conservan las actas de la Secretaría Ejecutiva de la Comisión Nacional de Riego, instancia compuesta por importantes personajes de la revolución capitalista, egresados de la Escuela de Economía de las universidades de Chicago y Columbia. Entre ellos Miguel Kast Rist, ministro director de Odeplan; Sergio de Castro Spikula, substancial ministro de Hacienda; y Hernán Büchi Buc, subsecretario de Economía, quien estuvo tan inserto en el tema del agua, que incluso volvería a ser invitado por el presidente del Consejo a las reuniones de la Comisión Especial (realizadas en Américo Vespucio Sur, comuna de Las Condes) cuando en 1981 ya era subsecretario de Salud, con el solo objetivo de continuar la supervisión del trabajo.

Todos estaban empeñados en integrar las doctrinas de sus escuelas.

Alfonso Márquez de la Plata como ministro de Agricultura, un par de años antes, se había manifestado firme sobre uno de los borradores del nuevo Código de Aguas presentado el 27 de abril de 1978 por otros expertos: «Me preocupa profundamente que el Estado, mediante un procedimiento administrativo pueda decidir cuánta es la cantidad de agua, con la cual un detentador de un derecho de aprovechamiento pueda satisfacer las mismas necesidades que satisfacía con anterioridad».

Así se consignaban los asistentes a las reuniones, tan importantes como los ministros de Hacienda, Obras Públicas, Agricultura, o los subsecretarios de Hacienda y de Economía y el secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de Riego. La mayoría encabezadas por Sergio de Castro, antes ministro de Economía, ultraliberal y gestor de la línea de los «Chicago», que previo al golpe había comenzado a trabajar la estrategia económica que impondría la dictadura.

No era casual que para la construcción de un nuevo código de agua con una postura meramente bursátil fuera él quien encabezara las reuniones.

Desde entonces, el sistema de precios del agua, en tanto mercancía luego de ser inscrita sin un pago mediante, iría cambiando según su rentabilidad. Con los años, ser titular de derechos de aguas se volvería un negocio inconmensurable, millonario y sin parangón. Que también significaría acaparamiento, especulación y lucro.

Por eso, lo esencial sería establecer el derecho de aprovechamiento como real para generar bienes de consumo, porque, respecto de él, se tendría propiedad que sería una certeza perpetua. La certidumbre jurídica de lo heredable y transferible, donde el agua, así como otros bienes, de la misma manera que un bien inmueble, se podría vender, comprar y arrendar.

Propietarios de derechos como Jorge Wachholtz Buchholtz, ingeniero civil hidráulico que luego de inscribir gratuitamente derechos de distintos cauces en diversas regiones del país, terminó vendiéndolos en millones de dólares a distintos proyectos, algunos de ellos hidroeléctricos; el ingeniero Isidoro Quiroga Moreno, el «zar del agua», conocido por amasar una fortuna a partir de derechos inscritos de manera gratuita y sus posteriores ventas millonarias a empresas de diversos rubros, principalmente, mineras; o Ricardo Ariztía de Castro que vendería en dos millones de dólares sus derechos a una iglesia evangélica.

También, vendiendo al Estado, como el empresario paltero Roberto Cáceres Olivares, quien el 26 de julio de 2003, junto a sus hijos, constituyó la Sociedad Agrícola Ana Frut Robert Limitada, y en 2012 vendieron terrenos a la municipalidad de Petorca por cincuenta millones de pesos, que incluyen derechos de aguas que Cáceres Olivares había cedido a la sociedad que originalmente él controló.

Son solo ejemplos.

«Trabajé mucho y no fue fácil —afirma Luis Simón Figueroa— porque ahora lo he mirado desde lejos y resulta como raro. Se trataba de hacer algo tan obvio, tan simple, pero algo pasa con el agua, sobre todo en esa época. Los temas de agua producen emoción, tensión. La gente discute, se producen rivalidades. El agua es tan necesaria y tan importante que motiva a la pasión, y eso pasa en los niveles muy altos, muy serenos. Pero la gente que viene de regreso, que entiende realmente lo que hicimos, es poca».

Figueroa, al contrario de otros testimonios que reconocen una evidente diferencia de posturas por esos días —la más estatista y nacionalista proveniente del Ejército; la de los grandes agricultores traumados con las expropiaciones y preocupados meramente del agro; y la emanada de la corriente teórico-económica laissez faire, laissez passer que significa «dejar hacer, dejar pasar», una de las más estrictas respecto de la libertad de acción en asuntos monetarios—, no reconoce gran discusión en las posiciones, pero sí predominancia de la última.

Insiste que solo hubo «meditación sobre el discurrir». La discusión, afirma, se dio como si se tratara de un «distinguido proceso crítico y agudo» con gente acostumbrada al «análisis de sus propios actos», y que fueron los economistas quienes impusieron su pensamiento.

«Incluso el presidente Pinochet hizo confianza en nosotros y así se hizo. Yo creo que el resultado ha sido bueno, todo el mecanismo marcha bien y sin bulla alguna. No hay problema. Las críticas de hoy no tienen sentido, porque el Estado, ¿para qué se quiere meter? Simplemente por una demagogia comunicacional. Como no conocen, no distinguen entre el derecho de aprovechamiento, de la entrega material del agua, alegan».

Sin embargo, un diálogo registrado en las actas de la Junta Militar, fechada el 29 de diciembre del año 1980, muestra cierto nerviosismo manifestado por Pinochet. Esta vez con el letargo de la entrega del Código, y la compra y venta de derechos de agua sin una institucionalidad creada. En la sesión, el general pregunta en qué estado de tramitación se encuentra el Código de Aguas y enciende la alarma.

«Pero ahí tengo el siguiente problema, que varios ya están aprovechando y están realizando ventas y negocios de aguas. No vaya a suceder que por traspasarse…».

Y continúa:

«Varios se están aprovechando», afirmó Pinochet. Sin embargo, la tardanza del trámite también inquietaba al ministro Sergio de Castro desde su vereda inversionista: «El ministro de Hacienda señala enfáticamente que la demora de la promulgación del Código está retrasando gravemente una importante inversión en el país y que no es posible que la discusión del proyecto demore dos años».

Paralelamente, la Comisión Especial se esmeraba para entregar a tiempo. No era «llegar y soplar», como dice Figueroa, quien quiere que se sepa cuán difícil y meticuloso tenía que ser un trabajo, que ahora es «torpemente criticado», enfatiza.

Pero esa no fue la primera vez que Pinochet se extrañaba por las medidas del nuevo Código. Ya había pedido detener el Decreto Ley en abril de 1979, porque le merecía «dudas» lo que ocurriría durante el periodo de transición entre un código y otro. El acta número 31 del Consejo de la Comisión Nacional de Riego establece: «El Ministro de Agricultura informa que el proyecto de decreto ley está detenido por Su Excelencia el Presidente de la República». Que estuviese detenido por el capitán general no era menor.

No obstante, Figueroa solo confirma un episodio confuso: «Hubo un momento en que ocurrió algo muy extraño, se formó una instancia extrañísima en que trataron de arrebatarme el Código. Dio botes por ahí, unas vueltas en el aire, unas vueltas de carnero. Después volvió tranquilito a mis manos. Lo que pasa es que hubo orgullos heridos, ambiciones de quienes lo habían tenido antes».

Por su parte, las actas de la Comisión y de la Junta Militar dan cuenta de otros dos traspiés anteriores en el proceso y de una falta de liderazgo que fueron volviendo el camino pedregoso.

Por un lado, en 1977 se había encargado el estudio a un abogado «experto en aguas» llamado Jorge Peña Riesco, pero tras seis meses de labor, el abogado Peña fallece, momento que obliga al Consejo a dar las «condolencias a la viuda», pero principalmente, a apurar el tranco «en un plazo de no más de diez días», se exige.

Otra polémica se generó un año y medio después, cuando el documento, que aún no veía la luz, quedó a cargo del abogado José Luis Pérez Zañartu, en ese momento asesor de Endesa (la Empresa Nacional de Electricidad, creada en 1943, por acuerdo del Consejo de la Corporación de Fomento de la Producción, en el marco del plan para electrificar el país), quien fue despedido por una «inadaptación política» descrita escuetamente en el acta: «Al respecto, el Sr. Ministro de Agricultura explica que, si bien esta Comisión trabajó sobre la base del anteproyecto redactado por el abogado, José Luis Pérez, él debió ser modificado por su inadaptación a las políticas nacionales vigentes».

Para este libro, Pérez fue contactado con el objetivo de obtener su testimonio. Sin embargo, el abogado y exministro de la Corte Suprema, se negó a dar la entrevista esgrimiendo razones de salud.

A la luz de los hechos, las «políticas nacionales vigentes» que se enarbolaron en esa ocasión para sacar a Pérez, solo se vieron reflejadas en los años 1980 y 1981, con el trabajo de la Comisión Especial.

Figueroa se convertía finalmente en el dueño y señor del Código de Aguas.

Pero Pinochet nunca dejó de dudar y solo su asesor, Jaime Guzmán, atenuó su nerviosismo.

***

El negocio del agua. Cómo Chile se convirtió en tierra seca
Alejandra Carmona y Tania Tamayo
Ediciones B, 2019
232 páginas
$12.000

Wendy Brown: La insistencia neoliberal y el destronamiento del hombre blanco

Democracias antidemocráticas, una sociedad fracturada y una idea de libertad que ampara ataques violentos. Para la filósofa y cientista política estadounidense —una de las pensadoras más lúcidas en torno a estos asuntos— esas son algunas de las cientos de formas en que el neoliberalismo ha cambiado el mundo, mucho más allá de los límites económicos en los que usualmente se le encasilla. En esta entrevista, Brown habla sobre cómo la pandemia reveló las extremas desigualdades económicas, raciales y de género, y cómo los grupos de extrema derecha —con sus retóricas antivacunas, teorías conspiratorias y discursos de odio— han surgido de los espacios abiertos por el neoliberalismo.

Por Sofía Brinck

El neoliberalismo es un concepto conocido y cercano en Chile. Temas como la privatización de servicios públicos o la primacía del mercado por sobre el Estado se repiten en debates políticos y han sido cuestionados en movilizaciones sociales e incluso durante la pandemia. Que fuimos un experimento neoliberal durante la dictadura —el primero en el mundo— y que el neoliberalismo permea nuestras vidas son hechos que todos conocemos, aunque en realidad nadie sepa bien hasta dónde llega el alcance de esta corriente económica y política.

Esa inquietud ha guiado el trabajo de Wendy Brown, académica de la Universidad de Berkeley en California, Estados Unidos. Después de décadas de estudio de teoría política, enseñanza y activismo, hace algunos años decidió centrar su investigación en la razón neoliberal para entender cómo ha afectado a la sociedad más allá de la economía. Comenzó en 2015 con el libro El pueblo sin atributos (traducido por la editorial Malpaso en 2016), en el que teorizaba sobre lo que llamó la economización de la política. Y siguió en 2019 con En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente (publicado en español en 2020 por la editorial Tinta Limón), en el que fue más allá de sus propios argumentos para proponer que el neoliberalismo ha conducido un ataque sistemático para desarmar la sociedad y la democracia.

“Mi objetivo es entender la profundidad del alcance neoliberal, cuán antidemocrático es y cuánto ha hecho no solo para acentuar las desigualdades económicas, sino también para crear una formación política antidemocrática”, explica Brown, que también ha seguido de cerca la historia y la actualidad chilenas, tanto por la conexión con el neoliberalismo como por las movilizaciones por la educación pública, de las que es acérrima defensora. “La posibilidad de escribir una nueva Constitución es emocionante”, dice vía videollamada desde California, y aunque advierte que los cambios no serán instantáneos, cree que el resultado será alentador. “La Constitución tendrá nuevos valores y criterios para tomar decisiones políticas, sociales y económicas, las que lentamente podrán cambiar la cultura, a las personas y la economía”.

“El neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática”, dice Wendy Brown.

Los chilenos hemos vivido durante los últimos 40 años los efectos del neoliberalismo. Sin embargo, estas políticas han sido confrontadas a través de movimientos sociales y manifestaciones. ¿Crees que el neoliberalismo pueda ser derrocado?

—No creo que pueda ser derrocado, creo que el sistema debe ser limpiado en profundidad. Un régimen neoliberal no se trata solo de principios de gobierno, la razón neoliberal se propaga en cada grieta de la política y de la conducta cotidiana. Una cosa es derrocar a un tirano, a un rey o a la dominación de las empresas; otra cosa es tomar todo un sistema de razón y reemplazarlo. Se trata de nuevos valores, formas de tratar a la gente, nuevos indicadores para decidir qué es útil. Y eso no es un derrocamiento, es un proceso lento, largo, cuidadoso y deliberado, que será enfrentado con una enorme resistencia por quienes no creen en él, sean gente de derecha o liberales.

Una de las ideas que desarrollas es que la derecha se ha apropiado del concepto de libertad para desviar su significado original a un sentido neoliberal. Bajo esa perspectiva, ¿de qué hablamos ahora cuando hablamos de libertad? 

—Estamos bastante familiarizados con la idea de que el neoliberalismo valora la libertad de mercado, pero intelectuales neoliberales como Hayek, Friedman y von Mises entendían la libertad como un fenómeno individual más que político. Las democracias prometen igualdad política, y Hayek, von Mises y Friedman odiaban esta idea porque pensaban que conducía a la redistribución, a la justicia social y a un Estado de bienestar. Querían un estatismo que apuntalara el mercado y la moral tradicional, pero que concentrara la libertad en el individuo. Eso hizo que estuviesen de acuerdo con regímenes políticos autoritarios que propagaban las libertades individuales y de mercado; por eso apoyaron a Pinochet. El neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática, para hacerla compatible con el autoritarismo, y eso es lo que vemos hoy en la derecha. Se ha vuelto antidemocrático y ataca la democracia apoyando etnonacionalismos y autoritarismos, mientras sigue aferrándose a la idea de las libertades individuales.

¿Cómo calza la libertad individual con el contexto de pandemia, donde los derechos y libertades individuales han perdido peso ante la importancia de la comunidad y un sentido colectivo? Pienso en los discursos de los antimascarillas o antivacunas.  

—(Esas personas hablan de las mascarillas o las vacunas) como si fueran un asunto de libertades individuales en vez de entender que estamos todos conectados, que una pandemia significa que no puedes concebir individuos independientes unos de otros. Son rebeliones antisociales en su esencia, que rechazan que el Estado y la sociedad tengan alguna atribución para proteger u organizar a la población. En su lugar, tenemos ese individualismo extremo de “mi libertad, mi cuerpo, haré lo que quiera con él”. La pandemia tomó el contexto neoliberal y lo hizo visible de la forma más cruda e impactante. Reveló las extremas desigualdades económicas y sus características de género y raciales, la diferencia en el acceso a la atención sanitaria, y, por supuesto, la vasta desigualdad Norte-Sur en la vacunación. Pero la pandemia también ha significado una crisis para muchos regímenes neoliberales que, en muchos casos, eran de extrema derecha y no pudieron lidiar con esto. Sea Brasil, el Reino Unido o Estados Unidos bajo Donald Trump; quedó en evidencia lo imposible que es enfrentar una crisis como la pandemia, la injusticia racial o la crisis climática desde una posición neoliberal. No se puede, necesitas respuestas políticamente organizadas y la razón neoliberal se opone a la movilización del Estado para cuidar a las personas.

La reivindicación del hombre blanco

Wendy Brown escribe al ritmo político del presente: El pueblo sin atributos fue ideado durante los últimos años de la administración de Barack Obama, mientras que En las ruinas del liberalismo fue escrito inmediatamente después del triunfo del Brexit y la elección de Trump. “Es bueno no tener que pensar en él durante cada hora de cada día”, dice con humor cuando sale el expresidente a colación. “Pero lamentablemente seguimos pensando en él”.

Adherente de Trump en un rally, en Minneapolis. – Crédito: Tony-Webster

La extrema derecha ha tenido mucha visibilidad en el último tiempo: en Estados Unidos bajo Trump y durante los ataques al Capitolio, y, en Chile, en marchas y en la creación de un partido político. ¿Cómo ha contribuido el neoliberalismo al surgimiento de estos grupos?

—Un primer punto es que el neoliberalismo ha legitimado sentimientos antidemocráticos y ha normalizado a grupos de extrema derecha que atacan la democracia, también ha desacreditado la idea del gasto y bienestar social. Y estos factores han conformado una base para el surgimiento de estos grupos antidemocráticos, los que se han masificado luego de existir en la periferia durante muchos años. El neoliberalismo ha desarmado la sociedad, eliminando programas sociales, lazos grupales y la idea de comunidad de un Estado de bienestar. Un segundo punto es el destronamiento del trabajador, del hombre blanco común, que ha tenido una actitud reaccionaria de “quiero mi trono de vuelta”. Y la forma en que lo logra es atacando a otra gente, a la política, a la globalización y a los extranjeros. Así encontramos etnonacionalismos, nacionalismos económicos, política de extrema derecha, y también una derecha que adula a hombres fuertes, ya sean Trump, Bolsonaro o Pinochet, que encarnan la idea del tipo fuerte que se sale con la suya, toma y hace lo que quiere, mata gente si es necesario, pero hace el mundo mejor.

Planteas que si bien el progresismo ha atribuido el surgimiento de estos grupos a la globalización o las diferencias rurales y urbanas, en realidad deberíamos enfocarnos en el ataque neoliberal a la democracia y a la sociedad. Sin embargo, si nos centramos solo en el neoliberalismo, ¿cómo se incorpora la noción de privilegio racial, de género y económico en tu análisis?

—Podemos llamarlo privilegio, pero también en algunos casos supremacía, y es fundamental. Es lo que mencionaba sobre el hombre blanco: muchos de los grupos de extrema derecha de la zona euroatlántica están compuestos por supremacistas que provienen de clases trabajadoras, no necesariamente pobres, pero tampoco económicamente privilegiados. Los grupos de extrema derecha son una respuesta de hombres blancos que creen que la civilización occidental y su propio país deberían ponerlos a ellos primero, como si hubiesen sido desplazados. Culpan a los inmigrantes, a las feministas, a las minorías raciales. Pero lo que los ha desplazado ha sido la globalización y sus efectos en la industrialización durante los últimos 40 años. El supremacismo blanco es la bandera de estos grupos, sienten que les da derecho a un espacio.

En los ataques al Capitolio varios participantes eran integrantes de grupos conspirativos. ¿Por qué grupos de extrema derecha necesitan conspiraciones para darle sentido al mundo?

—No tengo una respuesta definitiva. Se pensaba que el cristianismo como religión hegemónica tenía fundamentos inamovibles, pero su declive y un mundo lleno de poderes que nadie parece controlar han construido un escenario perfecto para un pensamiento conspirativo. En lugar del cristianismo tenemos teorías de la conspiración, que creen que existen fuerzas ocultas operando y que alguien está a cargo de ellas, pero no es Dios o un salvador, sino un grupo perverso causando caos. Esto también tiene relación con la gran popularidad de las religiones evangélicas en lugares como África, Latinoamérica y el Sudeste Asiático. El sistema de creencias que crece más rápido en el mundo mientras aumenta el poder del capital no es el proletariado ni el socialismo. Es la fe en el cristianismo evangélico, que también tiene cierta orientación conspirativa.

Ha habido un aumento de ataques contra la comunidad asiática en Estados Unidos. Sin embargo, ha habido cierta resistencia desde las autoridades a calificarlos como ataques racistas. ¿Cómo ha influido el neoliberalismo en la forma en que hoy se entiende la raza?

—El neoliberalismo ha convertido la raza en un fetiche y un tema identitario de pertenencia, en lugar de entenderlo como un fenómeno construido histórica y socialmente para asegurar un orden social jerárquico. En el caso de la campaña de odio contra la comunidad asiática, hay que recordar que Estados Unidos trajo trabajadores de China hace 200 años y desde entonces han sido identificados como portadores de enfermedades y ladrones de puestos de trabajo. Este odio resurgió por culpa de Trump y su identificación del covid-19 con China. Es un escenario dramático. La forma de enfrentar esto es estudiando cómo se está reproduciendo y afianzando la supremacía blanca cuando se permite que continúen estos ataques racistas. Y esto debería bastar para que todos —negros, blancos, asiáticos y latinos— nos unamos para hacerle frente.  

Roberto Gargarella: «La Constitución mínima tiene la trampa de hacer ficticia la deliberación»

El jurista argentino, especialista en constitucionalismo en América Latina, considera el hartazgo ciudadano con las élites un estruendo producido por el derrumbe del viejo modelo de representación: “murió y es irrecuperable”, advierte. Por eso, si bien valora la perspectiva de incorporar más derechos a la “espartana” Constitución chilena, la considera limitada si no la acompaña una profunda democratización del poder. De lo que se trata, dice, es de “abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional”.

Por Francisco Figueroa Cerda

La de Roberto Gargarella (Buenos Aires, 1964) es una de las voces más escuchadas en materia de cambio constitucional, teoría de la democracia y derechos humanos en América Latina. Pero la suya no es una voz dulce para los oídos del poder. En su libro más influyente, La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010), publicado en 2014, cuestiona cómo, pese a sus barrocos decálogos de derechos, las constituciones de la región han mantenido intocada nuestra elitista organización del poder. Y en el más reciente, La derrota del derecho en América Latina (2020), explica la degradación de la democracia como resultado de “la autonomización de la clase dirigente” y la perpetuación de estructuras institucionales “hostiles a la intervención política de la ciudadanía”.

Para el sociólogo y abogado, profesor de las universidades de Buenos Aires y Torcuato di Tella, la crisis de la democracia contemporánea es la crisis de un sistema institucional pensado en los siglos XVIII y XIX para repartir el poder entre minorías y controlarlo en base a contrapesos internos al Estado que han terminado por incentivar a las élites (empresarios, jueces y políticos) a pactar entre sí; una sala de máquinas que la ciudadanía —hoy diversa y multicultural— se limita a mirar por la cerradura cada vez más estrecha del voto, ya sea para elegir representantes sobre los que no tiene ningún control o entre opciones sobre las que no tiene nada que decir.

No es de extrañar, entonces, que Gargarella despierte escasa simpatía tanto en la derecha como en el populismo de izquierdas. Tampoco que su trabajo ponga en tela de juicio algunas de las bases mismas del Estado de derecho como lo conocemos, como el punitivismo penal o el elitismo judicial. Lo suyo es una concepción deliberativa de la democracia, donde lo central es el involucramiento “del común” y la “conversación entre iguales”, y la bencina la pone el compromiso con una larga deuda latinoamericana: la realización simultánea de los ideales de autonomía individual y autogobierno colectivo.

Has dicho que una Constitución es virtuosa cuando se hace cargo de los grandes dramas de una sociedad. ¿Cómo puede una Constitución hacerse cargo de la desigualdad?

—Me parece que la sociedad chilena y la argentina, como tantas latinoamericanas, no terminan de identificar la desigualdad como lo que es: uno de nuestros grandes problemas desde la independencia. Y lo que ha hecho la Constitución es reproducir y expresar esa desigualdad, tanto en la ausencia de compromisos sociales —que todavía se notan en la Constitución chilena—, como en la organización del poder que refleja esa desigualdad. Atacar eso son puntos de partida. Por supuesto, no es que uno cambie la sociedad desde la Constitución. Pero la Constitución tiene una parte que jugar y eso creo que tiene que ver con la afirmación de ciertos compromisos sociales y con armar un diseño institucional que ayude a resistir esa desigualdad. Para no quedarme en abstracciones: si uno concentra el poder geográfica y políticamente, uno está reproduciendo esa desigualdad.

En tus trabajos muestras que en América Latina el combate a la desigualdad no ha ido de la mano de la democratización del poder, sino de su concentración. ¿Por qué crees que ha ocurrido eso?

—Porque no es de extrañar que la Constitución sea reflejo de la élite que la escribe. Una élite que vive y goza de los privilegios de la desigualdad, ayuda a blindar su poder y a alambrar el escenario institucional en su entorno a través de la ley, de la Constitución. Se explica por la historia de desigualdad y los modos en que ha estado concentrado el poder. Distintas sociedades latinoamericanas han mostrado ese gobierno de élites. Chile ha sido ejemplar, tanto en los niveles de concentración como en los niveles de resistencia. Formas de reacción social como no se han dado en otras sociedades de América Latina, por la radicalidad. En parte, una radicalidad que reacciona frente a lo que ha sido la historia desde 1811, 1823 y 1833, con un ordenamiento salvajemente elitista.

No solemos hablar de los derechos en términos de las alteraciones en las relaciones de poder que supone hacerlos efectivos. ¿Nos obnubila el tecnicismo del derecho? ¿El concebir los derechos como favores de la élite?

—En la historia de América Latina creo que se han combinado algo de ignorancia, algo de oportunismo y algo de hipocresía desde el poder. Hay doctrinarios que se han preguntado de buena fe qué podemos hacer a favor de la igualdad y han encontrado como respuesta “y bueno, lo que ha hecho toda América Latina todo este tiempo: agregar derechos”. Esa es la marca latinoamericana desde México 1917, el constitucionalismo social. Lo que domina en el discurso jurídico de la gente que quiere cambios —más allá que desde el poder tenían muy claro lo que querían hacer y no hacer— es una manera muy latinoamericana de ver el derecho: mirar afuera y ver qué hay para agarrar. Eso creo que están pensando muchos en Chile: “agarrar el tren que perdimos”. Por supuesto que en el contexto de Chile —donde la Constitución quedó muy espartana, sin derechos sociales, económicos, culturales, humanos— hay que incorporar nuevos derechos. Entre otras cosas, porque vivimos en culturas jurídicas formalistas, legalistas, textualistas, y entonces el juez tiene una gran excusa cuando no encuentra un compromiso constitucional. Dice: “no, a mí no me pidan eso, porque eso no está en la Constitución”. Lo inaceptable es que se siga conviviendo con un esquema que reproduce la desigualdad y hace muy difícil el enforcement de esos derechos.

La idea de una “Constitución mínima”, que deje fuera los mayores desacuerdos, entregados a la deliberación de la política representativa, ha cobrado fuerza en el debate constitucional chileno. ¿Te parece una estrategia adecuada?

—Yo estoy de acuerdo en que los detalles se tienen que definir democráticamente, en el debate público, pero tenemos que ser conscientes, particularmente los latinoamericanos, de que eso requiere lo que [Carlos] Nino llamaba precondiciones de funcionamiento del procedimiento democrático. Y esas precondiciones no son simplemente decir “bueno, desde esta situación de extrema desigualdad y concentración del poder en la que estamos, hablemos”, porque hay gente que no entra a la cancha: está marginada, está excluida en los hechos por la organización del poder. Entonces la Constitución mínima tiene esa enorme trampa: en nombre de la deliberación hace ficticia la deliberación. Decir “bueno, con poquitito largamos”, en una cancha desnivelada extraordinariamente, es un insulto a la idea del debate. Y las instituciones que tenemos, montadas hace siglos, se han desgastado desde dentro —lo que se llama la erosión democrática—. Entonces el diálogo debe ser inclusivo, pero sobre todo inclusivo de la ciudadanía, no un diálogo entre instituciones desgastadas y controladas de modo muy aceitado por una élite.

En el proceso constituyente chileno la participación popular sigue limitada a la elección de constituyentes y al voto en el plebiscito de salida. ¿Te parece suficiente?

—No solo no me parece suficiente, sino que me parece problemático. Entre otras cosas, por tener una visión muy crítica (que yo considero realista, simplemente) sobre los plebiscitos. Veo mucho espacio para lo que llamo la “extorsión democrática”, que es cuando uno se ve obligado a votar a favor de lo que repudia para poder sostener aquello que prefiere. Como cuando le hacen un plebiscito de salida a la Constitución de Evo Morales y la situación del boliviano promedio es que quiere enfáticamente un mayor reconocimiento de los derechos indígenas, pero rechaza profundamente una nueva reelección de Morales (como quedó claro en el plebiscito que hicieron después). “Ah, no”, te dicen, “si quieres derechos indígenas, tienes que votar a favor de la reelección. Es una cosa y la otra, o te quedas sin derechos indígenas”. Bueno, tomo los derechos. “Ah, ¡cómo les gusta la reelección a los bolivianos!”. Casos así hay miles. Sobre todo cuando se refieren a textos amplios, esas formas de consulta popular son muy extorsivas porque niegan lo que para mí es lo único importante: el diálogo ciudadano. Tengo que tener la posibilidad de decir esto me gusta, esto no, esto más o menos, esto lo omitieron, esto es inaceptable, cámbienlo. Y no, no puedo decir absolutamente nada. Entonces es muy tramposo que digan “miren la participación que estamos abriendo”, “esto lo reafirmó el pueblo chileno”. No, no le llames a eso voluntad popular. Si quieres conocer la voluntad popular, trata de averiguarla. Esto otro es un método para negar el conocimiento de esa voluntad popular.

¿Lo deseable para ti serían plebiscitos intermedios? ¿Espacios deliberativos con ciudadanía?

—Se pueden ver cosas distintas. El proceso islandés mostró que hay otras maneras de escribir una Constitución, de formas mucho más inclusivas: un proceso que está todo el tiempo abierto, al que pueden llegar propuestas y críticas desde afuera, que hace un buen uso de los recursos electrónicos. Está bien, es una sociedad chica y homogénea, pongamos eso como una utopía, pero se pueden hacer miles de cosas. Llevar adelante una dinámica de asambleas ciudadanas como la que Chile llevó adelante a fines del gobierno de Bachelet. Si uno quiere, puede encontrar maneras de integrar y lograr que la gente pueda decir “esta Constitución tiene mucho que ver con nosotros”. ¿No lo quieren hacer? Entonces no me vengan a engañar después con que el pueblo participó a través de un plebiscito final. Las preocupaciones por la paridad de género y la inclusión indígena me parecen importantes. Pero mi temor es que, así las cosas, la estructura desigual del poder se va a mantener y va a ser una oportunidad perdida.

Hay quienes…

—En todo caso, perdón, la situación de la que se parte, una Constitución con la marca Pinochet, es tan dura que hace bienvenido e importante cualquier cosa que signifique salir de ahí. Solo digo que, dadas las circunstancias, con todo el involucramiento social que ha habido, fácilmente se puede ir más allá.

Hay quienes, desde la derecha, proponen plebiscitar temas como la pena de muerte, el aborto y la ratificación de tratados internacionales de derechos humanos…

—Los demócratas convencidos tenemos que hacer una aclaración por fin de qué es lo que repudiamos en el modo como se han pensado esas consultas: no como modo de promover la deliberación, sino de negarla. La idea de democracia que defendemos los deliberativistas tiene tres pilares: igualdad, inclusión y discusión. Los plebiscitos, tal como se los ha pensado muy habitualmente en América Latina, afirman la inclusión negando la discusión. Eso es tan repudiable como una deliberación de élites y merece ser resistido democráticamente. Hay que resistir la idea de que uno honra el ideal democrático con ese tipo de instrumentos. Pero mira, en términos del aborto, el ejemplo de Argentina —que nunca es ejemplo de nada— es fantástico, porque demostró que era posible, interesante y muy valioso abrir la discusión sobre un tema complicadísimo, que nos tenía superdivididos, y que lo importante está en los matices. Aborto no era sí o no, era sobre doscientos millones de matices que están en el medio.

Contra las estrategias del “silencio” y la “acumulación” de modelos contradictorios en la creación constitucional, tú abogas por la de “síntesis”. ¿En qué aspectos consideras prioritario producir esas síntesis?

—En las cosas que he escrito, doy el ejemplo de las estrategias para tratar la cuestión religiosa en distintas convenciones constituyentes de América Latina. Un ejemplo es México 1857, que fue guardar silencio. Otro es Argentina, que fue poner al mismo tiempo lo que querían los conservadores (adhesión del Estado a la religión católica) y los liberales (libertad de cultos), uno en el artículo 2, otro en el 14; o sea, una Constitución que nace con una contradicción. Otro es la imposición, donde un buen y horrible ejemplo es Chile 1833. Y está la síntesis, donde la solución norteamericana es interesante —en otros puntos estuvo muy mal—, que fue: busquemos un punto no intermedio sino en el que todos estemos convencidos y lo podamos suscribir. Nadie, ni usted anglicano, ni usted evangelista, ni usted católico, de llegar al poder puede imponerle al otro su religión. Fue un punto de encuentro, resultado básicamente de una negociación conversada y minuciosa, de pensar conjuntamente qué nos conviene a todos. Es lo que [John] Rawls llamaba no un mero modus vivendi, un “si no, nos matamos”; sino un acuerdo moralizado, producto de una convicción que todos tenemos.

Si uno vincula los análisis sociológicos sobre lo diversa que es hoy la sociedad chilena con tu preocupación por el pluralismo de las sociedades contemporáneas, asoma como un gran problema la representación, que en tu último libro propones repensar radicalmente. ¿Cómo puede la Constitución chilena ser innovadora en ese sentido?

—En las actuales circunstancias (en Chile, Argentina, Estados Unidos) la vieja idea de representación murió y es irrecuperable. Entre otras cosas, porque en todos nuestros países se pensó la representación para sociedades no solo y de modo muy relevante más pequeñas, sino también más homogéneas, que estaban divididas en pocos grupos, internamente homogéneos. Pero eso se murió, porque hoy hay muchos grupos con posiciones diversas y cada persona es una diversidad de cosas. Dicho eso, ¿qué cosas se pueden hacer? Lo primero es asumir que la vida política está sobre todo por fuera de las instituciones representativas, de los congresos. Uno puede ver maneras de abrir discusiones sobre temas relevantes por fuera de las limitaciones de las instituciones tradicionales —como Chile y la Constitución, Argentina con el aborto o Francia con las convenciones constitucionales sobre medioambiente—. Se trata de cómo abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional. La representación quedó como un traje muy chico que revienta por todos lados, hay que buscar voces fuera del Congreso porque ahí no van a entrar y van a estar cruzadas por intereses que van a alejarlas de las demandas que están fuera. ¿Implica echar a la basura el viejo corsé? No, pero sí empezar a buscar formas de salida, empezar una transición. De lo contrario, va a hablar y decidir siempre la élite, que es el camino previsible para nuestros países.

Buena parte de la élite chilena parece más preocupada de cerrar que de abrir la política con la centralidad que le da al orden público, a la idea de contener a una ciudadanía desbocada…

—Haría un punto lockeano-jeffersoniano. [John] Locke, un pensador liberal-conservador, decía que cuando la gente se levanta más vale tomarla en serio. Porque el común de la gente quiere hacer lo suyo, estar con su familia y no molestarse con salir en público. Entonces, cuando pasa eso (pensaba en la revolución inglesa), Locke dice que algo mal debe estar haciendo el gobierno. El razonamiento era: los gobiernos se justifican para la protección de ciertos derechos, si hay una violación muy grave de esos derechos el gobierno pierde autoridad y justificación. Esto a partir de una observación muy básica de la sicología humana: la gente no sale a la calle a poner el cuerpo por deporte, por sacarle la gorra al policía, lo hace por desesperación. Cuando hay esos focos extendidos en el tiempo de enojo social, yo aconsejaría ser lockeano; no decir “uy, qué desequilibrados que están”, sino entender que debe haber un problema en el gobierno. Como indicio, como presunción rebatible. Pero lo pensaría así, no desde la compasión, sino como una cuestión de justicia que nos lleva a preguntas básicas, como cuándo se justifica un gobierno, por qué razones y con qué límites.

De la estratificación a la deliberación: investigar y pensar la lectura y el libro en Chile hoy

Si bien la pandemia agudizó la crisis del libro físico, la aceleración de la virtualidad podría estar ampliando la accesibilidad del libro digital. Los datos son todavía exiguos para hablar de democratización, pero suficientes para interrogar más profundamente el plano de la recepción y la apropiación de la lectura. En los tiempos deliberativos e inciertos del Chile constituyente y pandémico, sin embargo, el asunto no es tanto diagnosticar la lectura y el libro, piensan María Eugenia Domínguez y Tomás Peters: “de lo que se trata ahora es de reinstalar su valor crítico-cultural en la sociedad”.

Por María Eugenia Domínguez y Tomás Peters

Los datos sobre el acceso al libro y la lectura en Chile dan cuenta de una realidad oscilante. Según las encuestas de participación y consumo cultural del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), actual Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, en las mediciones de 2005 y 2009 un 41% de las/os chilenas/os declararon haber leído al menos un libro en los últimos 12 meses y, en la de 2012, se vivió un peak histórico, con un 47%. Sin embargo, en la última —de 2017—, este indicador registró su mayor caída: 38%. Algo similar ocurrió con el acceso a las bibliotecas: 22% en 2009, 18% en 2012 y 17% en 2017. Hay muchas explicaciones posibles para interpretar este fenómeno: el aumento exponencial del uso de dispositivos tecnológicos, la aceleración de las temporalidades sociales e individuales de las personas, lo que se traduce en menos tiempo dedicado a la lectura —una actividad principalmente individual y en un escenario de relativa concentración— y, sobre todo, la creciente oferta cultural, fundamentalmente audiovisual, disponible en plataformas tecnológicas.

María Eugenia Domínguez.

No obstante, también es preciso interrogar para qué se lee, cuándo se lee y quiénes leen. Sobre el comportamiento lector, las personas eligen leer en su tiempo libre solo después de ver televisión, escuchar música o radio, hacer deportes, realizar actividades domésticas y navegar en internet; y quienes leen todos los días, ininterrumpidamente durante un lapso de 15 a 20 minutos son, en su mayoría, mayores de 54 años, con estudios universitarios y pertenecientes al quintil más rico del país. Muy probablemente, es este el segmento de la población que más contribuye a situar a Chile en los primeros lugares de lectoría en América Latina, detrás de Venezuela, Argentina, México y Brasil.

Enseguida, la percepción de la población respecto a la importancia social de la lectura está asociada al acceso a mejores oportunidades laborales (42,9%) y un tercio de los lectores solo lee con fines laborales. En concordancia con estos datos, y de acuerdo a un estudio comparado sobre once países, las motivaciones de lectura están asociadas en varios de ellos a las exigencias académicas o de estudio.

Sin embargo, y aun cuando en Chile el aumento de los años de escolaridad ha crecido sostenidamente, esto no se traduce en evidencia concreta del mejoramiento en la comprensión lectora. Son muchas las cifras y estudios que han evidenciado aquello: el año 2013, el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile informaba que un 44% de las/os chilenas/os entre 15 y 24 años eran analfabetos funcionales en lectura de texto. Un año después, la Encuesta de Comportamiento Lector del CNCA, ofrecía una cifra igualmente preocupante: 56% de las/os chilenas/os no había leído un libro en los últimos doce meses. Y, para aumentar la desazón, en el último informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2016), sobre comprensión lectora y habilidad matemática en adultos, solo un 1,6% de las/os chilenas/os entiende bien lo que lee o alcanza los niveles más altos de competencia lectora. En suma, el diagnóstico ha sido claro hace varios años: los informes disponibles nos estaban enrostrando una situación incómoda. Pero, desde la revuelta y ahora la pandemia, la situación se ha radicalizado en todo el ecosistema del libro.

El libro ha muerto, larga vida al libro

Si bien las investigaciones históricas nos han servido para establecer una cartografía problemática sobre el acceso al libro y la lectura (véase, por ejemplo, el libro Un lugar para los libros. Reflexiones del Encuentro Nacional sobre Cultura Escrita y Prácticas Lectoras (LOM, 2016), la situación que actualmente vive la industria editorial es inédita. Tanto la revuelta social de octubre de 2019 como la pandemia en curso implica una dislocación completa del campo literario-editorial. Si la crisis de sentido de la Feria del Libro de 2018 se podía comprender como un indicador de mutaciones estructurales en la industria, durante el año 2020 se derribaron todos los modelamientos diseñados/imaginados en ese entonces. En efecto, en el contexto covid-19 la discusión sobre el futuro del libro se tornó una preocupación real. El cierre de librerías y la cancelación de proyectos editoriales —lanzamientos, coediciones, reediciones, etcétera— introdujo un coeficiente de incertidumbre radical hasta ahora.

Tomás Peters.

La llamada crisis del “libro físico” en este contexto se conjuga entonces como un fenómeno inevitable de discusión y paradójico de reflexión. A pesar de que los circuitos de venta y distribución estuvieron parcialmente cerrados en gran parte del país durante 2020 y, al menos, el primer semestre de 2021, la venta online de libros vivió un aumento exponencial nunca visto. Buscalibre.com, una de las compañías más importantes del sector, triplicó sus ventas durante la pandemia (y, según señalan los directivos de la firma, las mujeres compran más online que los hombres). Al mismo tiempo, se produjo un aumento considerable de acceso al libro digital en plataformas online gratuitas. Según las cifras de la Biblioteca Pública Digital de Chile, entre enero de 2019 y noviembre de 2020, el número de préstamos se incrementó en un 48%. Sin embargo, y aquí hay un dato interesante, entre el mismo rango de fechas el número de inscritos pasó de 76.385 a 82.994, es decir, un aumento de solo 8%. Estas cifras nos llevan a preguntarnos, entonces, por cómo ha variado la estructura de acceso al libro y la lectura en Chile en este contexto. Y, específicamente, nos surge la interrogante sobre si la pandemia ha reforzado estructuras históricas de desigualdad en el acceso o, efectivamente, se ha experimentado una ampliación del campo de posibilidades de lectura a los diversos grupos sociales a través de la virtualidad/digitalización de la oferta.

Si bien la lectura digital ampliada ya estaba presente en tiempos prepandemia, lo cierto es que esta ha aumentado. No es raro escuchar declaraciones como “tuvimos que reconvertirnos —al formato digital— y nos ha ido bien” y que, además, “este proceso es bueno, porque el libro es más económico, se masifica y democratiza”. Si bien hay editores/as reacios/as a este formato, no es fácil hacer futurología de un cambio paradigmático en el acceso al libro. Lo que nos ha enseñado la sociología del futuro es que siempre se equivoca, y el presente y pasado siempre ganan. En otros términos, quizás se podría desprender de todo esto una hipótesis obvia, pero necesaria de reiterar: los hábitos de lectura no cambian, pero sí los formatos. Es más, como señala Roger Chartier: “la comunicación electrónica es el mundo de la superabundancia textual, cuya oferta desborda la capacidad de apropiación de los lectores”. Esto no solo implica pensar la materialidad de la lectura digital —lectura en tres dimensiones—, sino que también nos obliga a interrogar, más que el polo de la producción, el de la recepción. Y esto nos remite, una vez más, al rol social del libro y la lectura.

Gran parte de la literatura académica sobre lectura y acceso al libro —así como en general sobre consumo cultural— sitúa las tesis de Pierre Bourdieu como una propuesta difícil de superar. Y, en cierta medida, lo es. En la mayoría de ellas se señala que la lectura y compra de libros depende de las disposiciones culturales heredadas a través del capital cultural familiar. Es decir, que las prácticas culturales son transferidas e introducidas en los espacios más íntimos del hogar, pero reproducidas en los ambientes públicos. No es necesario ahondar en estas ideas, ya que se ha escrito bastante sobre la tesis de la homología. Sin embargo, a partir de este constructo teórico sería posible deslindar que, durante la pandemia, los sectores socioeconómicos altos hayan mantenido sus prácticas culturales históricas e, incluso, facilitadas y ampliadas. Así como las fortunas mundiales se han enriquecido más que nunca en este escenario sanitario crítico, lo mismo podría señalarse en el mundo de la lectura y acceso al libro: las/os lectoras/es de libros asiduos siguen siendo asiduos y los históricamente distantes, siguen estando a distancia.

Evidentemente faltan estudios en profundidad para validar esta hipótesis. La distancia analítica es más urgente que nunca para abordar estos temas y hoy se requiere una mirada distinta para abordar el problema. No se debe menospreciar el esfuerzo realizado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y sus planes y programas. Tampoco se debe olvidar el trabajo incansable realizado por las/los editoras/es independientes de Chile en sus distintas asociaciones y estructuras de influencia y decisión. Si sobre ellos reposa en buena parte la riqueza de diversidad en la oferta, hay una alerta mayor por la tremenda asimetría entre la envergadura de los libros publicados (variedad), el grado de desigualdad en la distribución de las ventas de los diferentes títulos (equilibrio), el grado de disparidad entre los títulos vendidos según autores y editores (la disparidad), y la relación entre número de editores, libros publicados y listas de libros reputados más vendidos.

Otra vez el rol público del libro

El fenómeno del acceso al libro y la lectura está más allá de las capacidades de acción de los editores independientes: es un fenómeno sociológico y cultural que desborda el actuar de las políticas culturales. Hay mucho por avanzar. Una industria editorial local que depende de la concursabilidad y la subvención estatal —cuando la tiene— es, evidentemente, insostenible en el tiempo. Y la pandemia que estamos viviendo agrega condimentos de cianuro al plato.

Pero los tiempos históricos siempre ofrecen nuevos horizontes de expectativas. Y el caleidoscopio constituyente es uno de ellos. Ya no están los tiempos para pensar el problema del libro y la lectura a partir de una lógica investigativa axiomática. Por el contrario, estamos en tiempos deliberativos donde se forjará un nuevo entendimiento comunicativo para que vivamos como anónimos en una esfera pública común. Quizá son los tiempos habermasianos: ya no estamos para describir los capitales culturales y las lógicas de distinción e inequidad, sino para desplegar una exigencia ciudadana e investigativa por disponer de insumos simbólicos —libros, teatro, danza, visualidades, cine, música— para restituir los mundos de la vida de las/os ciudadanos. Las obras/libros no solo permiten una aproximación crítica a la experiencia de la vida cotidiana, sino también para disentir de los símbolos y significados que la sociedad establece como legítimos. La potencialidad del libro y la lectura es que, sin duda, promueve el revisionismo histórico-cultural de un país como Chile. Generar nuevas pretensiones de validez es un derecho social. Es más, para reforzar los debates normativos que alimentan la discusión en la esfera pública el derecho al libro es fundamental.

El acceso al libro —tanto físico como digital— no puede descansar en el mercado. Que el libro, la lectura y la escritura sean un acto de justicia es una aspiración de los actuales tiempos deliberativos. Lo mismo para las bibliotecas: en su interior se experimentan subjetividades, se cuestionan los relatos culturales y se generan nuevas regulaciones sociales. Al igual que los museos, las bibliotecas son como laboratorios: en sus pasillos se relacionan variables sensibles, se combinan componentes poético-políticos, y se recrean y tensionan imaginarios históricos. Asegurar el acceso de toda la sociedad a la participación cultural es una apuesta por la democracia. Y en un escenario donde librerías, bibliotecas, espacios culturales, teatros, salas de concierto y museos, entre otros espacios, se mantengan cerrados, el proceso constituyente estará cojo. En definitiva, si los burócratas e investigadores se han dedicado históricamente a diagnosticar la lectura y el libro, de lo que se trata ahora es de reinstalar su valor crítico-cultural en la sociedad. En un escenario donde la digitalización de la vida cotidiana producirá nuevas precariedades y desigualdades es más necesario que nunca defender el rol público y político del libro en Chile.

*

María Eugenia Domínguez. Periodista y doctora en Comunicación por la Universidad de Montreal. Profesora asistente y coordinadora académica del Observatorio del Libro y la Lectura de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile. Integrante de los núcleos de investigación sobre políticas culturales y memorias de las artes y las culturas del Instituto de la Comunicación e Imagen.

Tomás Peters. Sociólogo, magíster en Teoría e Historia del Arte y doctor en Estudios Culturales por el Birkbeck College, University of London. Profesor asistente y editor general de la revista Comunicación y Medios del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile. Autor del libro «Sociología(s) del arte y de las políticas culturales» (Editorial Metales Pesados, 2020).

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Destempladas declaraciones contra periodistas desde los pináculos del poder. Telefonazos presidenciales a medios de comunicación que osan hacer su trabajo. Acoso a periodistas en las calles y las redes sociales. Las relaciones entre poder y periodismo están al rojo vivo en Chile, pero también en el mundo. Aquí, periodistas que ejercen y piensan su profesión analizan lo que consideran un revoltijo de autoridades desesperadas por la pérdida de control, un campo mediático quebrado y periodistas en busca del norte perdido.

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