El momento en que el agua dejó de ser un bien de uso público

El Código de Aguas de 1981 no se gestó solo. Tuvo grandes aliados que permitieron que este recurso natural se concibiera como el bien privado que hoy conocemos y que permite ventas por millones de dólares. Entre los aliados a este documento hubo líderes y defensores reconocidos del neoliberalismo. Hablamos de Hernán Büchi, Miguel Kast, Roberto Kelly y Sergio de Castro, entre otros; quienes pululaban en la supervisión de la Comisión Especial encargada del agua. Pero también había una aliada, que se mantiene viva e imperante hasta el día de hoy: la Constitución del 80. Este capítulo del libro El negocio del agua (Ediciones B), escrito por Alejandra Carmona y Tania Tamayo, revela de manera inédita los pormenores de la creación del Código. También confirma la importancia de la creación de una nueva Constitución para que el acceso al agua sea un derecho humano.

Por Alejandra Carmona y Tania Tamayo

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Un código para el mercado

En 1981 Luis Simón Figueroa del Río, subsecretario del Ministerio de Agricultura, y meses antes subsecretario del Ministerio de Tierras y Colonización, estuvo a cargo de la Comisión Especial que entregaría el nuevo Código de Aguas a la Junta Militar.

Desde 1976, diversas habían sido las estrategias y posturas de parte de los ministros de Pinochet, militares y civiles, en las carteras de Economía, Agricultura, Hacienda y Odeplan para finiquitar el asunto de las aguas. También de Jorge Prieto Correa, secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de Riego, institución que se desempeñó como «dueña de casa» en las sesiones del Consejo del organismo y desde donde se encargó a la Comisión Especial la importante y doble tarea de hacer coincidir los fundamentos del nuevo código con la postura de la nueva Constitución Política de 1980, que para esa fecha aún se estaba elaborando.

La propiedad de las tierras, del agua, de los bienes en general —creían los funcionarios de la dictadura—, había sido devastada en su naturaleza más profunda por la Unidad Popular. Y ahora, desde cada ámbito de la administración castrense, tenía que ser relevada.

En el caso del recurso hídrico se trabajaría con un nuevo Código de Aguas, pero también con la Constitución de 1980 en su pronta promulgación.

Desde el Código Civil de 1855 de Andrés Bello, los otros códigos (de 1951 y 1967) habían declarado al agua «bien nacional de uso público», razón por la cual, en el apogeo de la revolución capitalista, había que armar una defensa que constituyera un incentivo al mercado y desplazara al Estado, donde la fortaleza del código nuevo debía ser inamovible.

Las reuniones para terminar de perfilar el código definitivo, después de cinco años con distintos colaboradores, se realizaron en las dos subsecretarías donde se desempeñó Figueroa entre 1980 y 1981. A ellas asistieron Víctor Pellegrini Portales, ingeniero hidráulico; Raúl Matus Ugarte, también ingeniero, y el abogado Samuel Lira Ovalle, anterior asesor de la subcomisión de Propiedad para el preproyecto de la Constitución de 1980. De ahí que el nombre de Samuel Lira se apreciara como preponderante, justamente porque encadenaba las dos instancias.

Todos, los cuatro, unos más, otros menos, sintieron que con este trabajo ad honorem realizaban algo heroico, introduciendo una nueva dimensión del ser humano, una postura refundadora, una revolución. Los derechos de aguas publicados prontamente (29 octubre de 1981), gracias al Decreto con Fuerza de Ley N° 1.122, colindarían desde ese momento con un sistema de transacciones en el mercado y estarían sujetos a la ideología neoliberal como ningún otro país en el mundo. El agua chilena, como un recurso privado, es hasta hoy caso de estudio en diversas latitudes del planeta.

Por esa razón, sus integrantes no reclamaron cuando además de asistir a las reuniones que se realizaban una vez por semana, debieron trabajar en sus casas sacrificando tiempo y familia. Las antiguas lámparas encendidas de sus antiguos escritorios fueron testigos de aquella abnegación. Pero en sus mentes había un objetivo claro, concebir al recurso natural como una propiedad privada que estuviera en función de los medios de producción.

Se trató de un momento particularmente significativo para Figueroa: «Nos mostramos los textos entre nosotros mismos —afirma 36 años después—. Fue muy discurrido y pacífico, porque esto que parece muy simple, cuando íbamos llegando al detalle, no era tan simple. Había que analizarlo vuelta para adelante y para atrás. Esto esconde detrás noches de desvelo, no fue llegar y soplar, y hacer el Código. Todo lo que parece fácil esconde noches de esfuerzo».

1981 fue el año de la Ley General de Universidades y de Instituciones de Salud Previsional, conocidas como Isapres, también de graves crímenes de lesa humanidad, estados de sitio y censuras. Y tres meses antes se habían creado las AFP. No obstante, en la médula de la toma de decisiones del régimen, donde se sucedían sesudas tertulias de profesionales con incólume trayectoria, el recuerdo de la Unidad Popular era el único fenómeno que pesaba.

El periodo socialista de Allende actuaba «permanentemente en el subconsciente de los miembros», como lo había afirmado el abogado titulado en la Universidad Católica, creador allí del Movimiento Gremial, y asesor en temas políticos, jurídicos y económicos (incluso de juventud y propaganda, como admitió) de la dictadura militar, Jaime Guzmán Errázuriz, en la Comisión Ortúzar. Instancia donde se gestó la nueva Constitución y donde su opinión era, a lo menos, preponderante. Mucho más que la de su presidente, el abogado Enrique Ortúzar Escobar, y la de todos los otros miembros.

Las periodistas Tania Tamayo y Alejandra Carmona.

Entre 1970 y 1973, entre otras malas decisiones —pensaban los personeros de Pinochet—, se habían fijado los precios del pan y la harina, y de productos de primera necesidad. Una política casi tan dañina como la Reforma Agraria, «la tierra para el que la trabaja» y toda aquella perorata totalitaria que había partido en el gobierno de Jorge Alessandri Rodríguez, pero se había cimentado con Eduardo Frei Montalva y fortalecido con Salvador Allende, sin transar.

En el gobierno de Allende —aseguraban— hubo poca precisión a la hora de legislar y administrar los bienes del Estado. Los funcionarios públicos no tuvieron, como sí tendría el mercado, la sabiduría en materias políticas y técnicas de gestión de aguas. Por ejemplo, ¿cómo podían los personeros del Estado destinar el uso de las aguas? Ese caballero anónimo de equis servicio, ¿qué conocimientos manejaba? Tampoco podría decidir —pensaron los consultores de Pinochet— qué era lo más importante y dónde establecer prioridades a la hora de otorgar derechos: el agro, la minería o el saneamiento de las aguas para el uso domiciliario de la población. Había que detener el disparate de lo público.

—Entonces, ¿cuál es el precio del agua? El precio es el sistema de la oferta y la demanda —argumenta para este libro Luis Simón Figueroa.

«El precio lo pone el mercado, y no le va a quedar otra a otro señor que quiere el agua, de inventar algo mejor. Pero eso tuvo que ponerse en marcha. Entonces fue heroico lo que se propuso, y los militares aprobaron eso. Ese mecanismo inducía a la incorporación de tecnologías nuevas, simples o sofisticadas, para la mejor captación, conducción y empleo. Entonces se ahorra agua para poderla usar, porque si algo me sobra, la arriendo o la vendo y el otro la compra».

Escritas a mano y tinta azul, aún se conservan las actas de la Secretaría Ejecutiva de la Comisión Nacional de Riego, instancia compuesta por importantes personajes de la revolución capitalista, egresados de la Escuela de Economía de las universidades de Chicago y Columbia. Entre ellos Miguel Kast Rist, ministro director de Odeplan; Sergio de Castro Spikula, substancial ministro de Hacienda; y Hernán Büchi Buc, subsecretario de Economía, quien estuvo tan inserto en el tema del agua, que incluso volvería a ser invitado por el presidente del Consejo a las reuniones de la Comisión Especial (realizadas en Américo Vespucio Sur, comuna de Las Condes) cuando en 1981 ya era subsecretario de Salud, con el solo objetivo de continuar la supervisión del trabajo.

Todos estaban empeñados en integrar las doctrinas de sus escuelas.

Alfonso Márquez de la Plata como ministro de Agricultura, un par de años antes, se había manifestado firme sobre uno de los borradores del nuevo Código de Aguas presentado el 27 de abril de 1978 por otros expertos: «Me preocupa profundamente que el Estado, mediante un procedimiento administrativo pueda decidir cuánta es la cantidad de agua, con la cual un detentador de un derecho de aprovechamiento pueda satisfacer las mismas necesidades que satisfacía con anterioridad».

Así se consignaban los asistentes a las reuniones, tan importantes como los ministros de Hacienda, Obras Públicas, Agricultura, o los subsecretarios de Hacienda y de Economía y el secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de Riego. La mayoría encabezadas por Sergio de Castro, antes ministro de Economía, ultraliberal y gestor de la línea de los «Chicago», que previo al golpe había comenzado a trabajar la estrategia económica que impondría la dictadura.

No era casual que para la construcción de un nuevo código de agua con una postura meramente bursátil fuera él quien encabezara las reuniones.

Desde entonces, el sistema de precios del agua, en tanto mercancía luego de ser inscrita sin un pago mediante, iría cambiando según su rentabilidad. Con los años, ser titular de derechos de aguas se volvería un negocio inconmensurable, millonario y sin parangón. Que también significaría acaparamiento, especulación y lucro.

Por eso, lo esencial sería establecer el derecho de aprovechamiento como real para generar bienes de consumo, porque, respecto de él, se tendría propiedad que sería una certeza perpetua. La certidumbre jurídica de lo heredable y transferible, donde el agua, así como otros bienes, de la misma manera que un bien inmueble, se podría vender, comprar y arrendar.

Propietarios de derechos como Jorge Wachholtz Buchholtz, ingeniero civil hidráulico que luego de inscribir gratuitamente derechos de distintos cauces en diversas regiones del país, terminó vendiéndolos en millones de dólares a distintos proyectos, algunos de ellos hidroeléctricos; el ingeniero Isidoro Quiroga Moreno, el «zar del agua», conocido por amasar una fortuna a partir de derechos inscritos de manera gratuita y sus posteriores ventas millonarias a empresas de diversos rubros, principalmente, mineras; o Ricardo Ariztía de Castro que vendería en dos millones de dólares sus derechos a una iglesia evangélica.

También, vendiendo al Estado, como el empresario paltero Roberto Cáceres Olivares, quien el 26 de julio de 2003, junto a sus hijos, constituyó la Sociedad Agrícola Ana Frut Robert Limitada, y en 2012 vendieron terrenos a la municipalidad de Petorca por cincuenta millones de pesos, que incluyen derechos de aguas que Cáceres Olivares había cedido a la sociedad que originalmente él controló.

Son solo ejemplos.

«Trabajé mucho y no fue fácil —afirma Luis Simón Figueroa— porque ahora lo he mirado desde lejos y resulta como raro. Se trataba de hacer algo tan obvio, tan simple, pero algo pasa con el agua, sobre todo en esa época. Los temas de agua producen emoción, tensión. La gente discute, se producen rivalidades. El agua es tan necesaria y tan importante que motiva a la pasión, y eso pasa en los niveles muy altos, muy serenos. Pero la gente que viene de regreso, que entiende realmente lo que hicimos, es poca».

Figueroa, al contrario de otros testimonios que reconocen una evidente diferencia de posturas por esos días —la más estatista y nacionalista proveniente del Ejército; la de los grandes agricultores traumados con las expropiaciones y preocupados meramente del agro; y la emanada de la corriente teórico-económica laissez faire, laissez passer que significa «dejar hacer, dejar pasar», una de las más estrictas respecto de la libertad de acción en asuntos monetarios—, no reconoce gran discusión en las posiciones, pero sí predominancia de la última.

Insiste que solo hubo «meditación sobre el discurrir». La discusión, afirma, se dio como si se tratara de un «distinguido proceso crítico y agudo» con gente acostumbrada al «análisis de sus propios actos», y que fueron los economistas quienes impusieron su pensamiento.

«Incluso el presidente Pinochet hizo confianza en nosotros y así se hizo. Yo creo que el resultado ha sido bueno, todo el mecanismo marcha bien y sin bulla alguna. No hay problema. Las críticas de hoy no tienen sentido, porque el Estado, ¿para qué se quiere meter? Simplemente por una demagogia comunicacional. Como no conocen, no distinguen entre el derecho de aprovechamiento, de la entrega material del agua, alegan».

Sin embargo, un diálogo registrado en las actas de la Junta Militar, fechada el 29 de diciembre del año 1980, muestra cierto nerviosismo manifestado por Pinochet. Esta vez con el letargo de la entrega del Código, y la compra y venta de derechos de agua sin una institucionalidad creada. En la sesión, el general pregunta en qué estado de tramitación se encuentra el Código de Aguas y enciende la alarma.

«Pero ahí tengo el siguiente problema, que varios ya están aprovechando y están realizando ventas y negocios de aguas. No vaya a suceder que por traspasarse…».

Y continúa:

«Varios se están aprovechando», afirmó Pinochet. Sin embargo, la tardanza del trámite también inquietaba al ministro Sergio de Castro desde su vereda inversionista: «El ministro de Hacienda señala enfáticamente que la demora de la promulgación del Código está retrasando gravemente una importante inversión en el país y que no es posible que la discusión del proyecto demore dos años».

Paralelamente, la Comisión Especial se esmeraba para entregar a tiempo. No era «llegar y soplar», como dice Figueroa, quien quiere que se sepa cuán difícil y meticuloso tenía que ser un trabajo, que ahora es «torpemente criticado», enfatiza.

Pero esa no fue la primera vez que Pinochet se extrañaba por las medidas del nuevo Código. Ya había pedido detener el Decreto Ley en abril de 1979, porque le merecía «dudas» lo que ocurriría durante el periodo de transición entre un código y otro. El acta número 31 del Consejo de la Comisión Nacional de Riego establece: «El Ministro de Agricultura informa que el proyecto de decreto ley está detenido por Su Excelencia el Presidente de la República». Que estuviese detenido por el capitán general no era menor.

No obstante, Figueroa solo confirma un episodio confuso: «Hubo un momento en que ocurrió algo muy extraño, se formó una instancia extrañísima en que trataron de arrebatarme el Código. Dio botes por ahí, unas vueltas en el aire, unas vueltas de carnero. Después volvió tranquilito a mis manos. Lo que pasa es que hubo orgullos heridos, ambiciones de quienes lo habían tenido antes».

Por su parte, las actas de la Comisión y de la Junta Militar dan cuenta de otros dos traspiés anteriores en el proceso y de una falta de liderazgo que fueron volviendo el camino pedregoso.

Por un lado, en 1977 se había encargado el estudio a un abogado «experto en aguas» llamado Jorge Peña Riesco, pero tras seis meses de labor, el abogado Peña fallece, momento que obliga al Consejo a dar las «condolencias a la viuda», pero principalmente, a apurar el tranco «en un plazo de no más de diez días», se exige.

Otra polémica se generó un año y medio después, cuando el documento, que aún no veía la luz, quedó a cargo del abogado José Luis Pérez Zañartu, en ese momento asesor de Endesa (la Empresa Nacional de Electricidad, creada en 1943, por acuerdo del Consejo de la Corporación de Fomento de la Producción, en el marco del plan para electrificar el país), quien fue despedido por una «inadaptación política» descrita escuetamente en el acta: «Al respecto, el Sr. Ministro de Agricultura explica que, si bien esta Comisión trabajó sobre la base del anteproyecto redactado por el abogado, José Luis Pérez, él debió ser modificado por su inadaptación a las políticas nacionales vigentes».

Para este libro, Pérez fue contactado con el objetivo de obtener su testimonio. Sin embargo, el abogado y exministro de la Corte Suprema, se negó a dar la entrevista esgrimiendo razones de salud.

A la luz de los hechos, las «políticas nacionales vigentes» que se enarbolaron en esa ocasión para sacar a Pérez, solo se vieron reflejadas en los años 1980 y 1981, con el trabajo de la Comisión Especial.

Figueroa se convertía finalmente en el dueño y señor del Código de Aguas.

Pero Pinochet nunca dejó de dudar y solo su asesor, Jaime Guzmán, atenuó su nerviosismo.

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El negocio del agua. Cómo Chile se convirtió en tierra seca
Alejandra Carmona y Tania Tamayo
Ediciones B, 2019
232 páginas
$12.000

Wendy Brown: La insistencia neoliberal y el destronamiento del hombre blanco

Democracias antidemocráticas, una sociedad fracturada y una idea de libertad que ampara ataques violentos. Para la filósofa y cientista política estadounidense —una de las pensadoras más lúcidas en torno a estos asuntos— esas son algunas de las cientos de formas en que el neoliberalismo ha cambiado el mundo, mucho más allá de los límites económicos en los que usualmente se le encasilla. En esta entrevista, Brown habla sobre cómo la pandemia reveló las extremas desigualdades económicas, raciales y de género, y cómo los grupos de extrema derecha —con sus retóricas antivacunas, teorías conspiratorias y discursos de odio— han surgido de los espacios abiertos por el neoliberalismo.

Por Sofía Brinck

El neoliberalismo es un concepto conocido y cercano en Chile. Temas como la privatización de servicios públicos o la primacía del mercado por sobre el Estado se repiten en debates políticos y han sido cuestionados en movilizaciones sociales e incluso durante la pandemia. Que fuimos un experimento neoliberal durante la dictadura —el primero en el mundo— y que el neoliberalismo permea nuestras vidas son hechos que todos conocemos, aunque en realidad nadie sepa bien hasta dónde llega el alcance de esta corriente económica y política.

Esa inquietud ha guiado el trabajo de Wendy Brown, académica de la Universidad de Berkeley en California, Estados Unidos. Después de décadas de estudio de teoría política, enseñanza y activismo, hace algunos años decidió centrar su investigación en la razón neoliberal para entender cómo ha afectado a la sociedad más allá de la economía. Comenzó en 2015 con el libro El pueblo sin atributos (traducido por la editorial Malpaso en 2016), en el que teorizaba sobre lo que llamó la economización de la política. Y siguió en 2019 con En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente (publicado en español en 2020 por la editorial Tinta Limón), en el que fue más allá de sus propios argumentos para proponer que el neoliberalismo ha conducido un ataque sistemático para desarmar la sociedad y la democracia.

“Mi objetivo es entender la profundidad del alcance neoliberal, cuán antidemocrático es y cuánto ha hecho no solo para acentuar las desigualdades económicas, sino también para crear una formación política antidemocrática”, explica Brown, que también ha seguido de cerca la historia y la actualidad chilenas, tanto por la conexión con el neoliberalismo como por las movilizaciones por la educación pública, de las que es acérrima defensora. “La posibilidad de escribir una nueva Constitución es emocionante”, dice vía videollamada desde California, y aunque advierte que los cambios no serán instantáneos, cree que el resultado será alentador. “La Constitución tendrá nuevos valores y criterios para tomar decisiones políticas, sociales y económicas, las que lentamente podrán cambiar la cultura, a las personas y la economía”.

“El neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática”, dice Wendy Brown.

Los chilenos hemos vivido durante los últimos 40 años los efectos del neoliberalismo. Sin embargo, estas políticas han sido confrontadas a través de movimientos sociales y manifestaciones. ¿Crees que el neoliberalismo pueda ser derrocado?

—No creo que pueda ser derrocado, creo que el sistema debe ser limpiado en profundidad. Un régimen neoliberal no se trata solo de principios de gobierno, la razón neoliberal se propaga en cada grieta de la política y de la conducta cotidiana. Una cosa es derrocar a un tirano, a un rey o a la dominación de las empresas; otra cosa es tomar todo un sistema de razón y reemplazarlo. Se trata de nuevos valores, formas de tratar a la gente, nuevos indicadores para decidir qué es útil. Y eso no es un derrocamiento, es un proceso lento, largo, cuidadoso y deliberado, que será enfrentado con una enorme resistencia por quienes no creen en él, sean gente de derecha o liberales.

Una de las ideas que desarrollas es que la derecha se ha apropiado del concepto de libertad para desviar su significado original a un sentido neoliberal. Bajo esa perspectiva, ¿de qué hablamos ahora cuando hablamos de libertad? 

—Estamos bastante familiarizados con la idea de que el neoliberalismo valora la libertad de mercado, pero intelectuales neoliberales como Hayek, Friedman y von Mises entendían la libertad como un fenómeno individual más que político. Las democracias prometen igualdad política, y Hayek, von Mises y Friedman odiaban esta idea porque pensaban que conducía a la redistribución, a la justicia social y a un Estado de bienestar. Querían un estatismo que apuntalara el mercado y la moral tradicional, pero que concentrara la libertad en el individuo. Eso hizo que estuviesen de acuerdo con regímenes políticos autoritarios que propagaban las libertades individuales y de mercado; por eso apoyaron a Pinochet. El neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática, para hacerla compatible con el autoritarismo, y eso es lo que vemos hoy en la derecha. Se ha vuelto antidemocrático y ataca la democracia apoyando etnonacionalismos y autoritarismos, mientras sigue aferrándose a la idea de las libertades individuales.

¿Cómo calza la libertad individual con el contexto de pandemia, donde los derechos y libertades individuales han perdido peso ante la importancia de la comunidad y un sentido colectivo? Pienso en los discursos de los antimascarillas o antivacunas.  

—(Esas personas hablan de las mascarillas o las vacunas) como si fueran un asunto de libertades individuales en vez de entender que estamos todos conectados, que una pandemia significa que no puedes concebir individuos independientes unos de otros. Son rebeliones antisociales en su esencia, que rechazan que el Estado y la sociedad tengan alguna atribución para proteger u organizar a la población. En su lugar, tenemos ese individualismo extremo de “mi libertad, mi cuerpo, haré lo que quiera con él”. La pandemia tomó el contexto neoliberal y lo hizo visible de la forma más cruda e impactante. Reveló las extremas desigualdades económicas y sus características de género y raciales, la diferencia en el acceso a la atención sanitaria, y, por supuesto, la vasta desigualdad Norte-Sur en la vacunación. Pero la pandemia también ha significado una crisis para muchos regímenes neoliberales que, en muchos casos, eran de extrema derecha y no pudieron lidiar con esto. Sea Brasil, el Reino Unido o Estados Unidos bajo Donald Trump; quedó en evidencia lo imposible que es enfrentar una crisis como la pandemia, la injusticia racial o la crisis climática desde una posición neoliberal. No se puede, necesitas respuestas políticamente organizadas y la razón neoliberal se opone a la movilización del Estado para cuidar a las personas.

La reivindicación del hombre blanco

Wendy Brown escribe al ritmo político del presente: El pueblo sin atributos fue ideado durante los últimos años de la administración de Barack Obama, mientras que En las ruinas del liberalismo fue escrito inmediatamente después del triunfo del Brexit y la elección de Trump. “Es bueno no tener que pensar en él durante cada hora de cada día”, dice con humor cuando sale el expresidente a colación. “Pero lamentablemente seguimos pensando en él”.

Adherente de Trump en un rally, en Minneapolis. – Crédito: Tony-Webster

La extrema derecha ha tenido mucha visibilidad en el último tiempo: en Estados Unidos bajo Trump y durante los ataques al Capitolio, y, en Chile, en marchas y en la creación de un partido político. ¿Cómo ha contribuido el neoliberalismo al surgimiento de estos grupos?

—Un primer punto es que el neoliberalismo ha legitimado sentimientos antidemocráticos y ha normalizado a grupos de extrema derecha que atacan la democracia, también ha desacreditado la idea del gasto y bienestar social. Y estos factores han conformado una base para el surgimiento de estos grupos antidemocráticos, los que se han masificado luego de existir en la periferia durante muchos años. El neoliberalismo ha desarmado la sociedad, eliminando programas sociales, lazos grupales y la idea de comunidad de un Estado de bienestar. Un segundo punto es el destronamiento del trabajador, del hombre blanco común, que ha tenido una actitud reaccionaria de “quiero mi trono de vuelta”. Y la forma en que lo logra es atacando a otra gente, a la política, a la globalización y a los extranjeros. Así encontramos etnonacionalismos, nacionalismos económicos, política de extrema derecha, y también una derecha que adula a hombres fuertes, ya sean Trump, Bolsonaro o Pinochet, que encarnan la idea del tipo fuerte que se sale con la suya, toma y hace lo que quiere, mata gente si es necesario, pero hace el mundo mejor.

Planteas que si bien el progresismo ha atribuido el surgimiento de estos grupos a la globalización o las diferencias rurales y urbanas, en realidad deberíamos enfocarnos en el ataque neoliberal a la democracia y a la sociedad. Sin embargo, si nos centramos solo en el neoliberalismo, ¿cómo se incorpora la noción de privilegio racial, de género y económico en tu análisis?

—Podemos llamarlo privilegio, pero también en algunos casos supremacía, y es fundamental. Es lo que mencionaba sobre el hombre blanco: muchos de los grupos de extrema derecha de la zona euroatlántica están compuestos por supremacistas que provienen de clases trabajadoras, no necesariamente pobres, pero tampoco económicamente privilegiados. Los grupos de extrema derecha son una respuesta de hombres blancos que creen que la civilización occidental y su propio país deberían ponerlos a ellos primero, como si hubiesen sido desplazados. Culpan a los inmigrantes, a las feministas, a las minorías raciales. Pero lo que los ha desplazado ha sido la globalización y sus efectos en la industrialización durante los últimos 40 años. El supremacismo blanco es la bandera de estos grupos, sienten que les da derecho a un espacio.

En los ataques al Capitolio varios participantes eran integrantes de grupos conspirativos. ¿Por qué grupos de extrema derecha necesitan conspiraciones para darle sentido al mundo?

—No tengo una respuesta definitiva. Se pensaba que el cristianismo como religión hegemónica tenía fundamentos inamovibles, pero su declive y un mundo lleno de poderes que nadie parece controlar han construido un escenario perfecto para un pensamiento conspirativo. En lugar del cristianismo tenemos teorías de la conspiración, que creen que existen fuerzas ocultas operando y que alguien está a cargo de ellas, pero no es Dios o un salvador, sino un grupo perverso causando caos. Esto también tiene relación con la gran popularidad de las religiones evangélicas en lugares como África, Latinoamérica y el Sudeste Asiático. El sistema de creencias que crece más rápido en el mundo mientras aumenta el poder del capital no es el proletariado ni el socialismo. Es la fe en el cristianismo evangélico, que también tiene cierta orientación conspirativa.

Ha habido un aumento de ataques contra la comunidad asiática en Estados Unidos. Sin embargo, ha habido cierta resistencia desde las autoridades a calificarlos como ataques racistas. ¿Cómo ha influido el neoliberalismo en la forma en que hoy se entiende la raza?

—El neoliberalismo ha convertido la raza en un fetiche y un tema identitario de pertenencia, en lugar de entenderlo como un fenómeno construido histórica y socialmente para asegurar un orden social jerárquico. En el caso de la campaña de odio contra la comunidad asiática, hay que recordar que Estados Unidos trajo trabajadores de China hace 200 años y desde entonces han sido identificados como portadores de enfermedades y ladrones de puestos de trabajo. Este odio resurgió por culpa de Trump y su identificación del covid-19 con China. Es un escenario dramático. La forma de enfrentar esto es estudiando cómo se está reproduciendo y afianzando la supremacía blanca cuando se permite que continúen estos ataques racistas. Y esto debería bastar para que todos —negros, blancos, asiáticos y latinos— nos unamos para hacerle frente.  

Roberto Gargarella: «La Constitución mínima tiene la trampa de hacer ficticia la deliberación»

El jurista argentino, especialista en constitucionalismo en América Latina, considera el hartazgo ciudadano con las élites un estruendo producido por el derrumbe del viejo modelo de representación: “murió y es irrecuperable”, advierte. Por eso, si bien valora la perspectiva de incorporar más derechos a la “espartana” Constitución chilena, la considera limitada si no la acompaña una profunda democratización del poder. De lo que se trata, dice, es de “abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional”.

Por Francisco Figueroa Cerda

La de Roberto Gargarella (Buenos Aires, 1964) es una de las voces más escuchadas en materia de cambio constitucional, teoría de la democracia y derechos humanos en América Latina. Pero la suya no es una voz dulce para los oídos del poder. En su libro más influyente, La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010), publicado en 2014, cuestiona cómo, pese a sus barrocos decálogos de derechos, las constituciones de la región han mantenido intocada nuestra elitista organización del poder. Y en el más reciente, La derrota del derecho en América Latina (2020), explica la degradación de la democracia como resultado de “la autonomización de la clase dirigente” y la perpetuación de estructuras institucionales “hostiles a la intervención política de la ciudadanía”.

Para el sociólogo y abogado, profesor de las universidades de Buenos Aires y Torcuato di Tella, la crisis de la democracia contemporánea es la crisis de un sistema institucional pensado en los siglos XVIII y XIX para repartir el poder entre minorías y controlarlo en base a contrapesos internos al Estado que han terminado por incentivar a las élites (empresarios, jueces y políticos) a pactar entre sí; una sala de máquinas que la ciudadanía —hoy diversa y multicultural— se limita a mirar por la cerradura cada vez más estrecha del voto, ya sea para elegir representantes sobre los que no tiene ningún control o entre opciones sobre las que no tiene nada que decir.

No es de extrañar, entonces, que Gargarella despierte escasa simpatía tanto en la derecha como en el populismo de izquierdas. Tampoco que su trabajo ponga en tela de juicio algunas de las bases mismas del Estado de derecho como lo conocemos, como el punitivismo penal o el elitismo judicial. Lo suyo es una concepción deliberativa de la democracia, donde lo central es el involucramiento “del común” y la “conversación entre iguales”, y la bencina la pone el compromiso con una larga deuda latinoamericana: la realización simultánea de los ideales de autonomía individual y autogobierno colectivo.

Has dicho que una Constitución es virtuosa cuando se hace cargo de los grandes dramas de una sociedad. ¿Cómo puede una Constitución hacerse cargo de la desigualdad?

—Me parece que la sociedad chilena y la argentina, como tantas latinoamericanas, no terminan de identificar la desigualdad como lo que es: uno de nuestros grandes problemas desde la independencia. Y lo que ha hecho la Constitución es reproducir y expresar esa desigualdad, tanto en la ausencia de compromisos sociales —que todavía se notan en la Constitución chilena—, como en la organización del poder que refleja esa desigualdad. Atacar eso son puntos de partida. Por supuesto, no es que uno cambie la sociedad desde la Constitución. Pero la Constitución tiene una parte que jugar y eso creo que tiene que ver con la afirmación de ciertos compromisos sociales y con armar un diseño institucional que ayude a resistir esa desigualdad. Para no quedarme en abstracciones: si uno concentra el poder geográfica y políticamente, uno está reproduciendo esa desigualdad.

En tus trabajos muestras que en América Latina el combate a la desigualdad no ha ido de la mano de la democratización del poder, sino de su concentración. ¿Por qué crees que ha ocurrido eso?

—Porque no es de extrañar que la Constitución sea reflejo de la élite que la escribe. Una élite que vive y goza de los privilegios de la desigualdad, ayuda a blindar su poder y a alambrar el escenario institucional en su entorno a través de la ley, de la Constitución. Se explica por la historia de desigualdad y los modos en que ha estado concentrado el poder. Distintas sociedades latinoamericanas han mostrado ese gobierno de élites. Chile ha sido ejemplar, tanto en los niveles de concentración como en los niveles de resistencia. Formas de reacción social como no se han dado en otras sociedades de América Latina, por la radicalidad. En parte, una radicalidad que reacciona frente a lo que ha sido la historia desde 1811, 1823 y 1833, con un ordenamiento salvajemente elitista.

No solemos hablar de los derechos en términos de las alteraciones en las relaciones de poder que supone hacerlos efectivos. ¿Nos obnubila el tecnicismo del derecho? ¿El concebir los derechos como favores de la élite?

—En la historia de América Latina creo que se han combinado algo de ignorancia, algo de oportunismo y algo de hipocresía desde el poder. Hay doctrinarios que se han preguntado de buena fe qué podemos hacer a favor de la igualdad y han encontrado como respuesta “y bueno, lo que ha hecho toda América Latina todo este tiempo: agregar derechos”. Esa es la marca latinoamericana desde México 1917, el constitucionalismo social. Lo que domina en el discurso jurídico de la gente que quiere cambios —más allá que desde el poder tenían muy claro lo que querían hacer y no hacer— es una manera muy latinoamericana de ver el derecho: mirar afuera y ver qué hay para agarrar. Eso creo que están pensando muchos en Chile: “agarrar el tren que perdimos”. Por supuesto que en el contexto de Chile —donde la Constitución quedó muy espartana, sin derechos sociales, económicos, culturales, humanos— hay que incorporar nuevos derechos. Entre otras cosas, porque vivimos en culturas jurídicas formalistas, legalistas, textualistas, y entonces el juez tiene una gran excusa cuando no encuentra un compromiso constitucional. Dice: “no, a mí no me pidan eso, porque eso no está en la Constitución”. Lo inaceptable es que se siga conviviendo con un esquema que reproduce la desigualdad y hace muy difícil el enforcement de esos derechos.

La idea de una “Constitución mínima”, que deje fuera los mayores desacuerdos, entregados a la deliberación de la política representativa, ha cobrado fuerza en el debate constitucional chileno. ¿Te parece una estrategia adecuada?

—Yo estoy de acuerdo en que los detalles se tienen que definir democráticamente, en el debate público, pero tenemos que ser conscientes, particularmente los latinoamericanos, de que eso requiere lo que [Carlos] Nino llamaba precondiciones de funcionamiento del procedimiento democrático. Y esas precondiciones no son simplemente decir “bueno, desde esta situación de extrema desigualdad y concentración del poder en la que estamos, hablemos”, porque hay gente que no entra a la cancha: está marginada, está excluida en los hechos por la organización del poder. Entonces la Constitución mínima tiene esa enorme trampa: en nombre de la deliberación hace ficticia la deliberación. Decir “bueno, con poquitito largamos”, en una cancha desnivelada extraordinariamente, es un insulto a la idea del debate. Y las instituciones que tenemos, montadas hace siglos, se han desgastado desde dentro —lo que se llama la erosión democrática—. Entonces el diálogo debe ser inclusivo, pero sobre todo inclusivo de la ciudadanía, no un diálogo entre instituciones desgastadas y controladas de modo muy aceitado por una élite.

En el proceso constituyente chileno la participación popular sigue limitada a la elección de constituyentes y al voto en el plebiscito de salida. ¿Te parece suficiente?

—No solo no me parece suficiente, sino que me parece problemático. Entre otras cosas, por tener una visión muy crítica (que yo considero realista, simplemente) sobre los plebiscitos. Veo mucho espacio para lo que llamo la “extorsión democrática”, que es cuando uno se ve obligado a votar a favor de lo que repudia para poder sostener aquello que prefiere. Como cuando le hacen un plebiscito de salida a la Constitución de Evo Morales y la situación del boliviano promedio es que quiere enfáticamente un mayor reconocimiento de los derechos indígenas, pero rechaza profundamente una nueva reelección de Morales (como quedó claro en el plebiscito que hicieron después). “Ah, no”, te dicen, “si quieres derechos indígenas, tienes que votar a favor de la reelección. Es una cosa y la otra, o te quedas sin derechos indígenas”. Bueno, tomo los derechos. “Ah, ¡cómo les gusta la reelección a los bolivianos!”. Casos así hay miles. Sobre todo cuando se refieren a textos amplios, esas formas de consulta popular son muy extorsivas porque niegan lo que para mí es lo único importante: el diálogo ciudadano. Tengo que tener la posibilidad de decir esto me gusta, esto no, esto más o menos, esto lo omitieron, esto es inaceptable, cámbienlo. Y no, no puedo decir absolutamente nada. Entonces es muy tramposo que digan “miren la participación que estamos abriendo”, “esto lo reafirmó el pueblo chileno”. No, no le llames a eso voluntad popular. Si quieres conocer la voluntad popular, trata de averiguarla. Esto otro es un método para negar el conocimiento de esa voluntad popular.

¿Lo deseable para ti serían plebiscitos intermedios? ¿Espacios deliberativos con ciudadanía?

—Se pueden ver cosas distintas. El proceso islandés mostró que hay otras maneras de escribir una Constitución, de formas mucho más inclusivas: un proceso que está todo el tiempo abierto, al que pueden llegar propuestas y críticas desde afuera, que hace un buen uso de los recursos electrónicos. Está bien, es una sociedad chica y homogénea, pongamos eso como una utopía, pero se pueden hacer miles de cosas. Llevar adelante una dinámica de asambleas ciudadanas como la que Chile llevó adelante a fines del gobierno de Bachelet. Si uno quiere, puede encontrar maneras de integrar y lograr que la gente pueda decir “esta Constitución tiene mucho que ver con nosotros”. ¿No lo quieren hacer? Entonces no me vengan a engañar después con que el pueblo participó a través de un plebiscito final. Las preocupaciones por la paridad de género y la inclusión indígena me parecen importantes. Pero mi temor es que, así las cosas, la estructura desigual del poder se va a mantener y va a ser una oportunidad perdida.

Hay quienes…

—En todo caso, perdón, la situación de la que se parte, una Constitución con la marca Pinochet, es tan dura que hace bienvenido e importante cualquier cosa que signifique salir de ahí. Solo digo que, dadas las circunstancias, con todo el involucramiento social que ha habido, fácilmente se puede ir más allá.

Hay quienes, desde la derecha, proponen plebiscitar temas como la pena de muerte, el aborto y la ratificación de tratados internacionales de derechos humanos…

—Los demócratas convencidos tenemos que hacer una aclaración por fin de qué es lo que repudiamos en el modo como se han pensado esas consultas: no como modo de promover la deliberación, sino de negarla. La idea de democracia que defendemos los deliberativistas tiene tres pilares: igualdad, inclusión y discusión. Los plebiscitos, tal como se los ha pensado muy habitualmente en América Latina, afirman la inclusión negando la discusión. Eso es tan repudiable como una deliberación de élites y merece ser resistido democráticamente. Hay que resistir la idea de que uno honra el ideal democrático con ese tipo de instrumentos. Pero mira, en términos del aborto, el ejemplo de Argentina —que nunca es ejemplo de nada— es fantástico, porque demostró que era posible, interesante y muy valioso abrir la discusión sobre un tema complicadísimo, que nos tenía superdivididos, y que lo importante está en los matices. Aborto no era sí o no, era sobre doscientos millones de matices que están en el medio.

Contra las estrategias del “silencio” y la “acumulación” de modelos contradictorios en la creación constitucional, tú abogas por la de “síntesis”. ¿En qué aspectos consideras prioritario producir esas síntesis?

—En las cosas que he escrito, doy el ejemplo de las estrategias para tratar la cuestión religiosa en distintas convenciones constituyentes de América Latina. Un ejemplo es México 1857, que fue guardar silencio. Otro es Argentina, que fue poner al mismo tiempo lo que querían los conservadores (adhesión del Estado a la religión católica) y los liberales (libertad de cultos), uno en el artículo 2, otro en el 14; o sea, una Constitución que nace con una contradicción. Otro es la imposición, donde un buen y horrible ejemplo es Chile 1833. Y está la síntesis, donde la solución norteamericana es interesante —en otros puntos estuvo muy mal—, que fue: busquemos un punto no intermedio sino en el que todos estemos convencidos y lo podamos suscribir. Nadie, ni usted anglicano, ni usted evangelista, ni usted católico, de llegar al poder puede imponerle al otro su religión. Fue un punto de encuentro, resultado básicamente de una negociación conversada y minuciosa, de pensar conjuntamente qué nos conviene a todos. Es lo que [John] Rawls llamaba no un mero modus vivendi, un “si no, nos matamos”; sino un acuerdo moralizado, producto de una convicción que todos tenemos.

Si uno vincula los análisis sociológicos sobre lo diversa que es hoy la sociedad chilena con tu preocupación por el pluralismo de las sociedades contemporáneas, asoma como un gran problema la representación, que en tu último libro propones repensar radicalmente. ¿Cómo puede la Constitución chilena ser innovadora en ese sentido?

—En las actuales circunstancias (en Chile, Argentina, Estados Unidos) la vieja idea de representación murió y es irrecuperable. Entre otras cosas, porque en todos nuestros países se pensó la representación para sociedades no solo y de modo muy relevante más pequeñas, sino también más homogéneas, que estaban divididas en pocos grupos, internamente homogéneos. Pero eso se murió, porque hoy hay muchos grupos con posiciones diversas y cada persona es una diversidad de cosas. Dicho eso, ¿qué cosas se pueden hacer? Lo primero es asumir que la vida política está sobre todo por fuera de las instituciones representativas, de los congresos. Uno puede ver maneras de abrir discusiones sobre temas relevantes por fuera de las limitaciones de las instituciones tradicionales —como Chile y la Constitución, Argentina con el aborto o Francia con las convenciones constitucionales sobre medioambiente—. Se trata de cómo abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional. La representación quedó como un traje muy chico que revienta por todos lados, hay que buscar voces fuera del Congreso porque ahí no van a entrar y van a estar cruzadas por intereses que van a alejarlas de las demandas que están fuera. ¿Implica echar a la basura el viejo corsé? No, pero sí empezar a buscar formas de salida, empezar una transición. De lo contrario, va a hablar y decidir siempre la élite, que es el camino previsible para nuestros países.

Buena parte de la élite chilena parece más preocupada de cerrar que de abrir la política con la centralidad que le da al orden público, a la idea de contener a una ciudadanía desbocada…

—Haría un punto lockeano-jeffersoniano. [John] Locke, un pensador liberal-conservador, decía que cuando la gente se levanta más vale tomarla en serio. Porque el común de la gente quiere hacer lo suyo, estar con su familia y no molestarse con salir en público. Entonces, cuando pasa eso (pensaba en la revolución inglesa), Locke dice que algo mal debe estar haciendo el gobierno. El razonamiento era: los gobiernos se justifican para la protección de ciertos derechos, si hay una violación muy grave de esos derechos el gobierno pierde autoridad y justificación. Esto a partir de una observación muy básica de la sicología humana: la gente no sale a la calle a poner el cuerpo por deporte, por sacarle la gorra al policía, lo hace por desesperación. Cuando hay esos focos extendidos en el tiempo de enojo social, yo aconsejaría ser lockeano; no decir “uy, qué desequilibrados que están”, sino entender que debe haber un problema en el gobierno. Como indicio, como presunción rebatible. Pero lo pensaría así, no desde la compasión, sino como una cuestión de justicia que nos lleva a preguntas básicas, como cuándo se justifica un gobierno, por qué razones y con qué límites.

De la estratificación a la deliberación: investigar y pensar la lectura y el libro en Chile hoy

Si bien la pandemia agudizó la crisis del libro físico, la aceleración de la virtualidad podría estar ampliando la accesibilidad del libro digital. Los datos son todavía exiguos para hablar de democratización, pero suficientes para interrogar más profundamente el plano de la recepción y la apropiación de la lectura. En los tiempos deliberativos e inciertos del Chile constituyente y pandémico, sin embargo, el asunto no es tanto diagnosticar la lectura y el libro, piensan María Eugenia Domínguez y Tomás Peters: “de lo que se trata ahora es de reinstalar su valor crítico-cultural en la sociedad”.

Por María Eugenia Domínguez y Tomás Peters

Los datos sobre el acceso al libro y la lectura en Chile dan cuenta de una realidad oscilante. Según las encuestas de participación y consumo cultural del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), actual Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, en las mediciones de 2005 y 2009 un 41% de las/os chilenas/os declararon haber leído al menos un libro en los últimos 12 meses y, en la de 2012, se vivió un peak histórico, con un 47%. Sin embargo, en la última —de 2017—, este indicador registró su mayor caída: 38%. Algo similar ocurrió con el acceso a las bibliotecas: 22% en 2009, 18% en 2012 y 17% en 2017. Hay muchas explicaciones posibles para interpretar este fenómeno: el aumento exponencial del uso de dispositivos tecnológicos, la aceleración de las temporalidades sociales e individuales de las personas, lo que se traduce en menos tiempo dedicado a la lectura —una actividad principalmente individual y en un escenario de relativa concentración— y, sobre todo, la creciente oferta cultural, fundamentalmente audiovisual, disponible en plataformas tecnológicas.

María Eugenia Domínguez.

No obstante, también es preciso interrogar para qué se lee, cuándo se lee y quiénes leen. Sobre el comportamiento lector, las personas eligen leer en su tiempo libre solo después de ver televisión, escuchar música o radio, hacer deportes, realizar actividades domésticas y navegar en internet; y quienes leen todos los días, ininterrumpidamente durante un lapso de 15 a 20 minutos son, en su mayoría, mayores de 54 años, con estudios universitarios y pertenecientes al quintil más rico del país. Muy probablemente, es este el segmento de la población que más contribuye a situar a Chile en los primeros lugares de lectoría en América Latina, detrás de Venezuela, Argentina, México y Brasil.

Enseguida, la percepción de la población respecto a la importancia social de la lectura está asociada al acceso a mejores oportunidades laborales (42,9%) y un tercio de los lectores solo lee con fines laborales. En concordancia con estos datos, y de acuerdo a un estudio comparado sobre once países, las motivaciones de lectura están asociadas en varios de ellos a las exigencias académicas o de estudio.

Sin embargo, y aun cuando en Chile el aumento de los años de escolaridad ha crecido sostenidamente, esto no se traduce en evidencia concreta del mejoramiento en la comprensión lectora. Son muchas las cifras y estudios que han evidenciado aquello: el año 2013, el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile informaba que un 44% de las/os chilenas/os entre 15 y 24 años eran analfabetos funcionales en lectura de texto. Un año después, la Encuesta de Comportamiento Lector del CNCA, ofrecía una cifra igualmente preocupante: 56% de las/os chilenas/os no había leído un libro en los últimos doce meses. Y, para aumentar la desazón, en el último informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2016), sobre comprensión lectora y habilidad matemática en adultos, solo un 1,6% de las/os chilenas/os entiende bien lo que lee o alcanza los niveles más altos de competencia lectora. En suma, el diagnóstico ha sido claro hace varios años: los informes disponibles nos estaban enrostrando una situación incómoda. Pero, desde la revuelta y ahora la pandemia, la situación se ha radicalizado en todo el ecosistema del libro.

El libro ha muerto, larga vida al libro

Si bien las investigaciones históricas nos han servido para establecer una cartografía problemática sobre el acceso al libro y la lectura (véase, por ejemplo, el libro Un lugar para los libros. Reflexiones del Encuentro Nacional sobre Cultura Escrita y Prácticas Lectoras (LOM, 2016), la situación que actualmente vive la industria editorial es inédita. Tanto la revuelta social de octubre de 2019 como la pandemia en curso implica una dislocación completa del campo literario-editorial. Si la crisis de sentido de la Feria del Libro de 2018 se podía comprender como un indicador de mutaciones estructurales en la industria, durante el año 2020 se derribaron todos los modelamientos diseñados/imaginados en ese entonces. En efecto, en el contexto covid-19 la discusión sobre el futuro del libro se tornó una preocupación real. El cierre de librerías y la cancelación de proyectos editoriales —lanzamientos, coediciones, reediciones, etcétera— introdujo un coeficiente de incertidumbre radical hasta ahora.

Tomás Peters.

La llamada crisis del “libro físico” en este contexto se conjuga entonces como un fenómeno inevitable de discusión y paradójico de reflexión. A pesar de que los circuitos de venta y distribución estuvieron parcialmente cerrados en gran parte del país durante 2020 y, al menos, el primer semestre de 2021, la venta online de libros vivió un aumento exponencial nunca visto. Buscalibre.com, una de las compañías más importantes del sector, triplicó sus ventas durante la pandemia (y, según señalan los directivos de la firma, las mujeres compran más online que los hombres). Al mismo tiempo, se produjo un aumento considerable de acceso al libro digital en plataformas online gratuitas. Según las cifras de la Biblioteca Pública Digital de Chile, entre enero de 2019 y noviembre de 2020, el número de préstamos se incrementó en un 48%. Sin embargo, y aquí hay un dato interesante, entre el mismo rango de fechas el número de inscritos pasó de 76.385 a 82.994, es decir, un aumento de solo 8%. Estas cifras nos llevan a preguntarnos, entonces, por cómo ha variado la estructura de acceso al libro y la lectura en Chile en este contexto. Y, específicamente, nos surge la interrogante sobre si la pandemia ha reforzado estructuras históricas de desigualdad en el acceso o, efectivamente, se ha experimentado una ampliación del campo de posibilidades de lectura a los diversos grupos sociales a través de la virtualidad/digitalización de la oferta.

Si bien la lectura digital ampliada ya estaba presente en tiempos prepandemia, lo cierto es que esta ha aumentado. No es raro escuchar declaraciones como “tuvimos que reconvertirnos —al formato digital— y nos ha ido bien” y que, además, “este proceso es bueno, porque el libro es más económico, se masifica y democratiza”. Si bien hay editores/as reacios/as a este formato, no es fácil hacer futurología de un cambio paradigmático en el acceso al libro. Lo que nos ha enseñado la sociología del futuro es que siempre se equivoca, y el presente y pasado siempre ganan. En otros términos, quizás se podría desprender de todo esto una hipótesis obvia, pero necesaria de reiterar: los hábitos de lectura no cambian, pero sí los formatos. Es más, como señala Roger Chartier: “la comunicación electrónica es el mundo de la superabundancia textual, cuya oferta desborda la capacidad de apropiación de los lectores”. Esto no solo implica pensar la materialidad de la lectura digital —lectura en tres dimensiones—, sino que también nos obliga a interrogar, más que el polo de la producción, el de la recepción. Y esto nos remite, una vez más, al rol social del libro y la lectura.

Gran parte de la literatura académica sobre lectura y acceso al libro —así como en general sobre consumo cultural— sitúa las tesis de Pierre Bourdieu como una propuesta difícil de superar. Y, en cierta medida, lo es. En la mayoría de ellas se señala que la lectura y compra de libros depende de las disposiciones culturales heredadas a través del capital cultural familiar. Es decir, que las prácticas culturales son transferidas e introducidas en los espacios más íntimos del hogar, pero reproducidas en los ambientes públicos. No es necesario ahondar en estas ideas, ya que se ha escrito bastante sobre la tesis de la homología. Sin embargo, a partir de este constructo teórico sería posible deslindar que, durante la pandemia, los sectores socioeconómicos altos hayan mantenido sus prácticas culturales históricas e, incluso, facilitadas y ampliadas. Así como las fortunas mundiales se han enriquecido más que nunca en este escenario sanitario crítico, lo mismo podría señalarse en el mundo de la lectura y acceso al libro: las/os lectoras/es de libros asiduos siguen siendo asiduos y los históricamente distantes, siguen estando a distancia.

Evidentemente faltan estudios en profundidad para validar esta hipótesis. La distancia analítica es más urgente que nunca para abordar estos temas y hoy se requiere una mirada distinta para abordar el problema. No se debe menospreciar el esfuerzo realizado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y sus planes y programas. Tampoco se debe olvidar el trabajo incansable realizado por las/los editoras/es independientes de Chile en sus distintas asociaciones y estructuras de influencia y decisión. Si sobre ellos reposa en buena parte la riqueza de diversidad en la oferta, hay una alerta mayor por la tremenda asimetría entre la envergadura de los libros publicados (variedad), el grado de desigualdad en la distribución de las ventas de los diferentes títulos (equilibrio), el grado de disparidad entre los títulos vendidos según autores y editores (la disparidad), y la relación entre número de editores, libros publicados y listas de libros reputados más vendidos.

Otra vez el rol público del libro

El fenómeno del acceso al libro y la lectura está más allá de las capacidades de acción de los editores independientes: es un fenómeno sociológico y cultural que desborda el actuar de las políticas culturales. Hay mucho por avanzar. Una industria editorial local que depende de la concursabilidad y la subvención estatal —cuando la tiene— es, evidentemente, insostenible en el tiempo. Y la pandemia que estamos viviendo agrega condimentos de cianuro al plato.

Pero los tiempos históricos siempre ofrecen nuevos horizontes de expectativas. Y el caleidoscopio constituyente es uno de ellos. Ya no están los tiempos para pensar el problema del libro y la lectura a partir de una lógica investigativa axiomática. Por el contrario, estamos en tiempos deliberativos donde se forjará un nuevo entendimiento comunicativo para que vivamos como anónimos en una esfera pública común. Quizá son los tiempos habermasianos: ya no estamos para describir los capitales culturales y las lógicas de distinción e inequidad, sino para desplegar una exigencia ciudadana e investigativa por disponer de insumos simbólicos —libros, teatro, danza, visualidades, cine, música— para restituir los mundos de la vida de las/os ciudadanos. Las obras/libros no solo permiten una aproximación crítica a la experiencia de la vida cotidiana, sino también para disentir de los símbolos y significados que la sociedad establece como legítimos. La potencialidad del libro y la lectura es que, sin duda, promueve el revisionismo histórico-cultural de un país como Chile. Generar nuevas pretensiones de validez es un derecho social. Es más, para reforzar los debates normativos que alimentan la discusión en la esfera pública el derecho al libro es fundamental.

El acceso al libro —tanto físico como digital— no puede descansar en el mercado. Que el libro, la lectura y la escritura sean un acto de justicia es una aspiración de los actuales tiempos deliberativos. Lo mismo para las bibliotecas: en su interior se experimentan subjetividades, se cuestionan los relatos culturales y se generan nuevas regulaciones sociales. Al igual que los museos, las bibliotecas son como laboratorios: en sus pasillos se relacionan variables sensibles, se combinan componentes poético-políticos, y se recrean y tensionan imaginarios históricos. Asegurar el acceso de toda la sociedad a la participación cultural es una apuesta por la democracia. Y en un escenario donde librerías, bibliotecas, espacios culturales, teatros, salas de concierto y museos, entre otros espacios, se mantengan cerrados, el proceso constituyente estará cojo. En definitiva, si los burócratas e investigadores se han dedicado históricamente a diagnosticar la lectura y el libro, de lo que se trata ahora es de reinstalar su valor crítico-cultural en la sociedad. En un escenario donde la digitalización de la vida cotidiana producirá nuevas precariedades y desigualdades es más necesario que nunca defender el rol público y político del libro en Chile.

*

María Eugenia Domínguez. Periodista y doctora en Comunicación por la Universidad de Montreal. Profesora asistente y coordinadora académica del Observatorio del Libro y la Lectura de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile. Integrante de los núcleos de investigación sobre políticas culturales y memorias de las artes y las culturas del Instituto de la Comunicación e Imagen.

Tomás Peters. Sociólogo, magíster en Teoría e Historia del Arte y doctor en Estudios Culturales por el Birkbeck College, University of London. Profesor asistente y editor general de la revista Comunicación y Medios del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile. Autor del libro «Sociología(s) del arte y de las políticas culturales» (Editorial Metales Pesados, 2020).

El poder contra los periodistas: un cortocircuito en la máquina de la democracia

Destempladas declaraciones contra periodistas desde los pináculos del poder. Telefonazos presidenciales a medios de comunicación que osan hacer su trabajo. Acoso a periodistas en las calles y las redes sociales. Las relaciones entre poder y periodismo están al rojo vivo en Chile, pero también en el mundo. Aquí, periodistas que ejercen y piensan su profesión analizan lo que consideran un revoltijo de autoridades desesperadas por la pérdida de control, un campo mediático quebrado y periodistas en busca del norte perdido.

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La revuelta social y la pandemia se confabularon para introducir nuevas contradicciones en el sistema mediático y el campo periodístico. La ciudadanía está ávida de informarse e incluso de producir contenido, pero la credibilidad de los medios ha caído en picada. Los medios digitales experimentan una explosión de tráfico, mientras los empleos perdidos por el cierre y la jibarización de medios se cuentan por miles. En este análisis, Claudia Lagos disecciona el cuerpo vivo de un campo mediático golpeado, fragmentado y embarcado en un proceso de radical reorganización.

Por Claudia Lagos Lira

“Periodistas culiaos, ¿qué diría Raquel Correa?”.
Rayado en calle Fray Camilo Henríquez, 4 noviembre de 2019.

“El gobierno roba, la policía mata, la prensa miente”.
Cartel que sostiene una joven en manifestación registrada por Foro Ciudadano en su página de Facebook, 24 de octubre de 2019.

Frames: Ver/no ver y cómo ver

Nicole Kramm es fotógrafa y documentalista. El 31 de diciembre de 2019 se dirigía con otros colegas a pie al epicentro de las movilizaciones masivas en el centro de Santiago. Esa noche distintas organizaciones ofrecieron cenas solidarias de Año Nuevo en el lugar y se proponía entrevistar a la gente, grabar la celebración popular. En el camino, recuerda Kramm, se encontraron con un piquete de policías que dispararon. Recuerda sentir un dolor inenarrable y rogó: “Que no sea un ojo”. Sufrió daño macular en la retina de su ojo izquierdo, le dijeron los médicos. “La vista es mi herramienta de trabajo, lo que más cuidé durante las manifestaciones, tenía todas las medidas de protección para que no me pasara nada en la cara. Que vayas caminando con tu cámara, te disparen directo al rostro…”. Las primeras reacciones que Kramm describe son frustración y negación: “Esto no me está pasando. Recién me estoy formando y perdí la visión de un ojo. ¡Qué hago como directora de fotografía!”, denuncia en entrevistas en Canal 13, Al Jazeera en español y Vergara240.

Kramm es una de las 460 personas que el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) registra con algún tipo de trauma ocular mientras participaban de alguna movilización social o por haber estado muy cerca de éstas desde octubre de 2019: ceguera, trauma ocular, pérdida de visión en uno de los ojos. Solo se han presentado 163 querellas. A la fecha, la Unidad de Trauma Ocular (UTO) del Hospital del Salvador, especializada en este tipo de lesiones en el país, ha atendido 343 pacientes así, la mayoría dañados por kinetic impact projectiles (KIPs). Es el número más alto descrito en la literatura especializada, mayor incluso a los traumas oculares documentados durante la primera Intifada entre 1987 y 1993 (157 casos).

Claudia Lagos, periodista y académica del Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI) de la Universidad de Chile.

Ha pasado cerca de un año y medio desde la revuelta de octubre de 2019 cuando miles de chilenos ocuparon las calles a lo largo del país para protestar por las continuas alzas en los costos de vida, la desigualdad estructural, la incapacidad de las instituciones de responder a las demandas sociales y contra una élite ensimismada e insensible al malestar de la ciudadanía, distanciada de la política. El alza en el pasaje del Metro prendió la mecha de las manifestaciones callejeras en Santiago, primero, y en otras ciudades del país, después. Se registraron saqueos a locales comerciales, incendios intencionales a propiedad pública y privada, incluyendo estaciones del Metro que resultaron total o parcialmente destruidas. El gobierno decretó Estado de Emergencia, recurrió a la Ley de Seguridad Interior del Estado, dictó toque de queda y control militar en distintas ciudades por varios días y la brutalidad de las fuerzas de seguridad para enfrentar los desórdenes ha sido cuestionada por organismos de derechos humanos, como Amnistía Internacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y Human Rights Watch.

Atacar y/o cegar a quienes miran, a quienes son testigos, parece un patrón. En la cobertura del primer aniversario de las protestas masivas en octubre de 2020, Javier Castro fue detenido por la policía y conducido a la 25ª. Comisaría de Maipú mientras filmaba las manifestaciones en la zona poniente de la capital, debidamente identificado como miembro del medio digital La Voz de Maipú; y un extenso reporte de LaBot.cl documentó numerosas agresiones motivadas por registros fotográficos y audiovisuales: 85 casos (de un total de 1.288 querellas criminales analizadas) asociados a represalias por el acto de grabar con cámaras o celulares contra profesionales, aficionados y ciudadanos. Represalias como “método de castigo por lo que pudo ser interpretado por la policía como una provocación” y, también, como “un procedimiento para borrar evidencia que pudiera inculpar a funcionarios policiales involucrados en abusos”. Y esos son solo los que se transformaron en querellas. Ya en noviembre de 2019, tras su visita al país, la CIDH llamó la atención sobre los ataques selectivos a camarógrafos y periodistas por parte de las fuerzas de seguridad durante la cobertura de las protestas callejeras.

Al momento de editar este artículo, Chile lleva más de un año bajo estado de catástrofe y toque de queda debido al covid-19. Ambos estados de excepción constitucional restringen derechos, como los de reunión y circulación, y le asigna al gobierno obligaciones y prerrogativas sobre la entrega y difusión de información acerca de la pandemia. El ejercicio del periodismo se ha visto afectado por estas condiciones de excepción constitucional. Los trabajadores de empresas de distribución de diarios y periódicos y empleados de televisión, prensa, radio o medios digitales requieren un salvoconducto tramitado por los empleadores ante Carabineros de Chile. Quienes trabajan como freelancers han enfrentado mayores dificultades debido a ciertas restricciones para la circulación de reporteros no adscritos a medios domiciliados en Chile, y las asociaciones gremiales han debido respaldar la tramitación de sus credenciales de prensa. Varios han resultado detenidos u hostigados al cubrir las movilizaciones callejeras. El Gobierno, también, ha controlado la agenda informativa tanto por la vía del copamiento de ésta (vía cadenas nacionales de radio y televisión, conferencias de prensa y vocerías transmitidas a diario), así como por negociaciones con los controladores de los medios.

Junto a estas restricciones adoptadas con el argumento de controlar la circulación y contagio del virus, con el consiguiente impacto en el ejercicio de derechos fundamentales asociados al ejercicio de la libertad de expresión, opinión y del periodismo, ciudadanos, fotógrafos, documentalistas y reporteros que resultaron con su vista dañada, algunos mutilados, otros varios con lesiones en el resto de su cuerpo, de diversa gravedad, encarnan una metáfora polisémica. Un cuerpo social que abrió los ojos y que observó las llagas que había sufrido durante años de maltrato; una estructura política y económica que, a través del ejercicio de su monopolio de la fuerza, parchó esas visiones; una élite cultural, de la cual forman parte los medios de comunicación, que abrió/cerró ciertos focos y activaron ciertos tiempos de exposición para que algunas imágenes quedaran fijadas en la retina de ese cuerpo social. Un campo periodístico fragmentado, masivo y de nicho, de entretenimiento y fiscalizador, que va a pie pero también en autos lujosos, que vive entre la comunidad sobre la que reportea así como también se empina en la cordillera y que mira hacia el valle como la cámara que registra, desde la distancia, las concentraciones populares en la Plaza Italia renombrada Dignidad.

Periodismo (s)

En Chile, la confianza en los medios cayó 15 puntos en apenas un año, la caída más aguda en los 40 sistemas de medios donde el Reuters Institute encuestó a más de 80 mil consumidores de noticias. Menos de un tercio de los chilenos dijo confiar en los medios. Los periodistas, dice el reporte, son percibidos como parte de la élite nacional. Las marcas informativas más creíbles son Bío-Bío, CNN Chile y Cooperativa, pero todos apenas se empinan por sobre el 50% de confianza entre los encuestados. Las redes sociales más mencionadas para consumir noticias son Facebook, WhatsApp e Instagram. Solo poco más del 20% dice utilizar Twitter para noticias. Además, apenas un 9% de los chilenos dice pagar por noticias. Las fuentes políticas son las más recurrentes en las narraciones sobre la pandemia publicadas por los medios chilenos en sus plataformas digitales y cuentas oficiales de redes sociales y son más prominentes en comparación a otros países de la región, según concluyó un estudio encabezado por investigadores de las universidades Católica de Valparaíso y Austral de Chile.

Los segmentos juveniles, en general, manifiestan mayor desconfianza en los medios, la que cayó de un 60% en 2009 a un 7% en 2019, según la Encuesta Jóvenes y Participación de la UDP, en la que se consultó a mil personas de entre 18 y 29 años. Más de la mitad de los jóvenes encuestados dijeron informarse sobre las movilizaciones sociales registradas desde octubre de 2019 a través de WhatsApp, y más del 40% en interacciones cara a cara con personas cercanas. Los medios tradicionales, como la televisión, la radio o los diarios, concitaban muy poca confianza entre los jóvenes para informarse sobre las movilizaciones sociales.

A pesar de la mala evaluación de los medios, en particular de la televisión, se mantiene el interés por consumir, compartir e, incluso, producir contenido. Hay una avidez por comunicarse y, también, por buscar información que ilumine allí donde nos hemos sentido perdidos. El tráfico y consumo mediático durante la pandemia así lo demuestran: a fines de mayo de 2020, 24,8 puntos fue el máximo del total de encendido de televisores. Entre enero y marzo del mismo año, las cifras oscilaron entre los 16 y los 18 puntos de encendido. YouTube y WhatsApp aumentaron su consumo sobre el 70% de la población y son las plataformas más usadas en redes sociales, según Kantar. TikTok incrementó un 404% su uso durante la cuarentena en Chile y las llamadas a través de internet en el sistema VoIP se cuadruplicaron, según datos de Entel. Mientras, según datos de la Subsecretaría de Telecomunicaciones (Subtel), el consumo de terabytes de video y el de gaming online se disparó en marzo-abril de 2020 en comparación al mismo período del año anterior. Las ventas de consolas, el tráfico de datos y las transacciones bancarias online aumentaron exponencialmente. Apps de videoconferencias, como Zoom, Teams, Skype, Hangouts y Google Meet explotaron.

Rayado en calle Fray Camilo Henríquez, Santiago, noviembre de 2019. Foto: Jimena Krautz.

A pesar de esta demanda por más contenido e información, ello no se ha traducido en que medios tradicionales capturen el interés de dichas audiencias; lo que, en un sistema exclusivamente comercial, se traduce en que la inversión publicitaria se ha volcado a lo digital (históricamente, la televisión capturó la mitad o más de la torta publicitaria). En 2020, en un contexto de inversión publicitaria plana en comparación a 2019, el soporte digital se convirtió en el principal, superando a la televisión y consolidando un crecimiento sostenido en captar publicidad. La desaparición de las revistas masivas también contribuyó a esta redistribución de la participación en la torta publicitaria según soportes. En 2018, el PIB nacional creció pero el de medios disminuyó: Facebook y Google estaban concentrando la publicidad digital.

Esta caída y redistribución de la inversión publicitaria en el sistema mediático chileno en general también ha golpeado duramente al empleo en el sector: una de las tres medidas más mencionadas por los medios afiliados a la ANP para afrontar la pandemia fue el despido de su planta de periodistas. Es más: en un período de tres años, algunos reportes indican que unos 2.500 profesionales entre periodistas, editores y camarógrafos, entre otros, fueron despedidos de medios de cobertura nacional y regional, en empresas de distintos tamaños y estabilidad y en todo tipo de soportes.

Sin embargo, el cierre de medios, la suspensión de ediciones impresas, la fusión de las salas de redacción, las reestructuraciones en las empresas de medios, los recortes presupuestarios y los despidos no son nuevos: se trata de estrategias corporativas que se han asentado durante más de diez años y que tanto la revuelta social de 2019 como la pandemia durante 2020 han acentuado. En consecuencia, vemos una reorganización radical del sistema mediático y del campo periodístico chilenos. En el marco de dicha reorganización, diversos proyectos han atraído e incrementado sus audiencias al calor de la revuelta social y la crisis nacional. Pareciera que hay ciudadanos dispuestos a pagar por noticias, apoyar sus medios locales y demandar más mejor periodismo.

Medios digitales

Entre junio y septiembre de 2020, La Voz de Maipú duplicó sus visitas. LVDM es un medio hiperlocal, nativo digital, creado en 2004 (con otro nombre) y desde 2019 se sostiene por el aporte de los socios de la comuna, una de las más populosas de la capital chilena. Desde la revuelta hasta ahora ha sido una montaña rusa y la explosión en seguidores, tráfico y reconocimiento ha colapsado sus servidores en numerosas ocasiones, según explica Nicole Sepúlveda, encargada de Vinculación con el Medio de La Voz de Maipú. Entre mayo y septiembre habían incrementado sus visitas mensuales de 30.000 a 100.000. “Pero en octubre de 2019 llegamos a 361.000 visitas”. Para fines de 2020, “superamos las 600.000 visitas al mes”. En octubre de 2019, La Voz… tenía 22.000 seguidores, los que se transformaron en 70.000 al cierre de este ensayo. Reportan un aumento de suscriptores y del monto de los aportes. “La revuelta fue la mecha que encendió las visitas, pero también nos permitió definirnos o consolidar la línea editorial”, dice Sepúlveda.

La Voz de Maipú no fue el único medio nativo digital que experimentara caídas de sus servidores debido a la explosión de visitas. El Mostrador, por ejemplo, es el diario electrónico que más tiempo lleva operando ininterrumpidamente en Chile y cumplió recientemente dos décadas. Según indica su editor, Héctor Cossio, al podcast Mediápolis, antes de la revuelta de octubre de 2019 el diario tenía tres mil visitas en línea por segundo. De eso, saltaron a “entre 7 mil y 8 mil visitas por segundo. Cada vez que llegábamos a ese número, se nos caía el diario” y comenzaron a funcionar por las redes sociales del diario.

Así como LVDM y El Mostrador, medios digitales consolidados y recientes, proyectos de fact-checking y medios comunitarios o locales experimentaron un relativo crecimiento de sus audiencias, conocimiento de sus marcas y, en algunos casos, aumentaron relativamente sus bases de apoyo financiero a consecuencia de su cobertura informativa de la revuelta social y la pandemia en Chile. El Centro de Investigaciones Periodísticas, CIPER, es un medio nativo digital creado en 2007 y su trabajo ha generado impacto en la agenda pública y ha sido premiado nacional e internacionalmente. Al igual que otros proyectos similares en el continente y en Chile, han navegado los desafíos de un modelo de negocios que no acaba de cuajar y que incluye donaciones de fundaciones internacionales y capitales semillas.

En sus intentos de diversificar sus fuentes de financiamiento, a mediados de 2019 reforzó su estrategia de captar socios que donen al Centro. De poco más de 100 socios cuando comenzaron la campaña, en febrero de 2020 ya tenían más de mil y, en octubre de 2020, 3.200 y sus aportes constituyen más de la mitad del financiamiento del Centro. Según Claudia Urquieta, editora de Comunidad +CIPER, el enfoque editorial del Centro en su cobertura a la revuelta social y luego a la pandemia ha tenido un impacto. Lo que reportean es más eficiente para atraer nuevos socios que cualquier campaña: “Cada vez que publicamos algo que remece, que nadie está cubriendo, llegan muchos socios”, dice Urquieta.

Por ejemplo, en medio de la revuelta, publicaron reportajes sobre manifestantes lesionados producto de la represión, el incremento de las atenciones de heridos graves en los hospitales y el incremento de las compras de armamento disuasivo. “Ahí —asegura Urquieta— hubo una explosión de nuevos socios”. Un enfoque editorial crítico y fiscalizador a las autoridades en el manejo de la pandemia durante 2020 también ha rendido frutos. Urquieta asegura que luego de publicar un reportaje denunciando que el gobierno chileno informaba a la Organización Mundial de la Salud un número de fallecidos por covid-19 distinto al que informaba públicamente, “en una semana recibimos 600 socios nuevos”.

Interferencia es otro medio nativo digital pero que lleva menos tiempo circulando en comparación con Ciper y El Mostrador. Ha desarrollado un modelo de negocios basado en paywall. Según Andrés Almeida, editor general y director de desarrollo, el medio ha crecido en circulación, seguidores y, en menor medida, en suscriptores debido a su cobertura de la revuelta social y la pandemia. Algunos golpes noticiosos contribuyeron a captar la atención de nuevas audiencias y posibles suscriptores, como la historia sobre la negativa de las Fuerzas Armadas al Gobierno de volver a las calles (“creo que es la más visitada en la historia de Interferencia”, asegura Almeida) y los seguimientos de la policía a dirigentes sociales, periodistas y fotógrafos. Entre octubre de 2019 y marzo de 2020, Almeida afirma que Interferencia duplicó sus suscriptores y, luego, han experimentado un nuevo boom a propósito de la pandemia, aunque no al ritmo post-revuelta.

Rayado en Paseo Bulnes, Santiago, noviembre de 2020. Foto: Jimena Krautz.

El medio nativo digital La Pública es mucho más joven en comparación a los mencionados anteriormente (publicó su primer reportaje en agosto de 2020). Su estrategia de reporteo basada en un uso intensivo de la ley de acceso a la información pública ha rendido frutos en su cobertura a la revuelta social y a la pandemia en cuanto a aumentar su tráfico digital. En octubre de 2020, a un año del inicio de las movilizaciones, publicaron un reportaje que por primera vez mostraba las imágenes captadas por las cámaras GoPro de los policías. A los pocos días, una nota emitida por uno de los noticiarios centrales de la televisión abierta amplificó el impacto del material y contribuyó a que La Pública fuera más conocida. Según una de sus fundadoras, Catalina Gaete, “crecimos mucho en todas las redes”. En Instagram, dice, “el reportaje visual sobre las cámaras corporales y el trailer, sin promoción mediante, tuvo 20.000 reproducciones. Twitter creció explosivamente con la emisión del reportaje en Chilevisión. Partimos con 140 seguidores y llegamos hoy a más de 3 mil. Nos retuitearon twitteros influyentes y figuras públicas, y con eso también subimos”.

Marcela Yianatos Gómez, productora ejecutiva de la Asociación de Canales Regionales de Televisión (ARCATEL), que agrupa a 21 canales repartidos en todo Chile, reconoce que el impacto de la revuelta y la pandemia en sus asociados fue devastador, obligando a recortar costos y planilla. Sin embargo, advierten cierto crecimiento que se traduce en que once canales regionales están disponibles a través de la app de Movistar y algunos canales han incrementado sus audiencias, como ITV Patagonia de Punta Arenas, crecimiento que ocurrió a la par de la segunda ola de contagios en esa región. Y en redes sociales también registran más seguidores y más feedback de las audiencias locales.

Radio Juan Gómez Millas, en tanto, un medio multiplataforma de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, vio incrementado su tráfico y número de usuarios únicos que acceden a su página web. A septiembre de 2020, Radio JGM registraba casi tantos visitantes únicos como los que captó durante todo el 2019. Durante el mes que siguió al inicio de las movilizaciones sociales, registró un alza en el número de visitas con respecto a los meses anteriores. Desde el 18 de octubre, no sin dificultades dado el tamaño del medio y su función docente, dieron cobertura a la revuelta desde el corazón de ésta, trasladando su locutorio al centro de Santiago y dando micrófono a voces de distintos lugares del país.

Con varios altibajos y demostrando un campo en desarrollo, las iniciativas de fact-checking parecen haber experimentado una relativa explosión durante y después de la revuelta y durante la cobertura de la pandemia por el covid-19. Para diciembre de 2019, un reporte sobre el fenómeno en Chile registraba 17 centros o unidades de fact-checking con dependencia diversa (independientes, universitarias o de medios tradicionales). Sin embargo, para abril de 2020, solo siete continuaban activos pero para octubre de 2020, el académico de la Universidad Católica, Enrique Núñez-Mussa, registraba 19 centros o unidades fact-checking de sustentabilidad y regularidad variable. Algunos proyectos, incluso, cuentan con voluntarios y no con profesionales. En el caso de las iniciativas independientes, la escasez de financiamiento es aún un obstáculo crítico. Otras surgen en cursos de periodismo y se extinguen cuando finalizan. Aun así, la comunidad de verificadores mantiene sus esfuerzos por fortalecerse y a principios de 2021 fundaron la Asociación de Verificadores y Verificadoras de Chile

Según Leon Willner, periodista alemán que dedicó su tesis de maestría a las experiencias de chequeos de datosen Chile, la revuelta de octubre de 2019 catalizó explosivamente la tendencia en nuestro país, un proceso que tomó varios años a nivel mundial, pero que su proyección y sustentabilidad es aún incierta. A eso, se suma el carácter de las iniciativas que, en general, se orientan a verificar contenidos que circulan y se viralizan en redes sociales en vez de confirmar si las afirmaciones de los personajes públicos son ciertas o no, que está en el corazón de esta práctica globalmente.

La revisión de las experiencias acá discutidas no es exhaustiva y representa apenas una fotografía del campo periodístico y mediático chileno que se encuentra en una reorganización radical. Sin embargo, ilustran la demanda de información de calidad o diversa o con la que las audiencias se sienten representadas. El aumento de tráfico en redes sociales y visitas a los sitios web de esta esfera digital alternativa no se traduce aún, macizamente, en incrementos sostenidos y sustantivos de socios, donaciones o inversiones a los medios acá presentados y habrá que ver si las tendencias registradas durante la revuelta y la pandemia se sostienen en el tiempo. “Las métricas aumentaron con lo del estallido y la pandemia, por la necesidad de información de la gente, pero eso no necesariamente significa que hayan crecido los medios. Ha sido bien complicado el financiamiento: el estallido y la pandemia produjeron una notoria baja en la publicidad comercial, la que no necesariamente pudo ser compensada por otras vías de financiamiento”, explica el director y fundador de El Mostrador, Federico Joannon. Para Felipe Heusser, de Súbela, entrevistado en Mediápolis, las estrategias colaborativas, los modelos de financiamiento y de relaciones con las audiencias están en exploración, incluyendo el rol del periodismo en estas interconexiones.

Mientras, las plataformas digitales de los medios tradicionales siguen siendo los más relevantes en el consumo de las audiencias locales: Biobiochile.cl, Emol.com, Lun.com y Latercera.com se encuentran entre los 50 top sites en Chile, según el reporte de Alexa. Sebastián Rivas, editor general de audiencias de Copesa, señala que “en marzo de 2020 se decidió liberar del muro de pago todos los temas vinculados a la cobertura del covid-19”. Era un riesgo, precisa, pues los temas relacionados al virus llegaron a copar entre el 80% y el 90% de lo publicado. Por el contrario, asegura Rivas, las suscripciones aumentaron y la invitación a suscribirse incluida en cada artículo sobre el virus se cuenta “entre los tres mayores derivadores de suscripción”. Andrés Benítez, gerente general de Copesa, en tanto, aseguró en una presentación en ICARE, que más del 70% de su tráfico es vía móvil. Por lo tanto, apuestan a repensar los géneros, las plataformas y la relación, en general, con las audiencias: “Cerca del 50% de nuestro tráfico —dice Benítez— llega de redes sociales, un 20% llega vía emails; newsletters. Uno usa distintos instrumentos para llegar a las distintas audiencias que buscan y se acomodan a distintas formas”. Radio Bío-Bío, en tanto, en el mismo panel de ICARE, reconoce un incremento en su tráfico post-revuelta, una caída por fatiga informativa en diciembre de 2019 y un repunte debido a la cobertura de la pandemia.

El carácter de esta esfera mediática es diverso y está en disputa. Juan Enrique Ortega, coordinador de la Radio JGM, tiene una trayectoria en las prácticas comunicacionales comunitarias, populares o alternativas. Advierte más tráfico, más visibilización y un incremento del número de medios alternativos en todo Chile pero, notablemente, asociados a estrategias comunicacionales de los movimientos sociales. “Se crean plataformas, aunque después no sobreviven”, dice. Algo similar ocurrió en 2011 a consecuencia de las masivas movilizaciones estudiantiles de ese año, afirma Ortega. Y agrega: “se mezclan discursividades políticas con lo comunicacional, hay redes, contrainformación”, aunque no necesariamente medios o periodismo. Habrá que ver cómo estos síntomas evolucionan, qué se consolida y qué resulta ser, más bien, efímero. 

Cuatro escritores mapuche reflexionan sobre el proceso constituyente

Cada vez queda menos para las elecciones del 11 de abril y de manera progresiva se han concretado las candidaturas para la Convención Constitucional. En este escenario, se les preguntó a las escritoras Daniela Catrileo, Yeny Díaz Wentén, Maribel Mora Curriao y al poeta David Aniñir cuáles son sus expectativas frente a los derechos y demandas históricas del pueblo mapuche que debería incluir la nueva Carta Fundamental. Se repiten los conceptos de plurinacionalidad, territorio y el cese de la represión. Aquí, algunos de sus testimonios.

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Mireya del Río Barañao: “El proyecto del gobierno popular era un proyecto feminista, sin duda”

Tuvo a su cargo la creación del jardín infantil de la Universidad Técnica del Estado, que acabó siendo el plan piloto de la política de jardines de la Unidad Popular. Una iniciativa, cuenta con orgullo, que abordó simultáneamente problemas como la desnutrición y el abandono infantil y la dependencia económica de las mujeres. Es Mireya del Río, educadora comunista, dirigenta social y férrea defensora del papel de los partidos en las transformaciones impulsadas por la UP y anheladas en el Chile actual. “Si no hubiera habido partidos que organizaron eso, que crearon estrategias políticas, que condujeron las luchas, todo eso es imposible”.

Por Karen Cea Pérez

Esta entrevista fue originalmente publicada en la Revista Anales de la Universidad de Chile N°18 (Séptima Serie): A cincuenta años del triunfo de Allende y la Unidad Popular.

Para Mireya del Río (80), educadora de párvulos, militante del Partido Comunista hace más de 50 años y actual secretaria de la Unión Comunal de Juntas de Vecinos de Ñuñoa, el triunfo de la Unidad Popular significó la concreción de ese verso de La Internacional que canta “el día que el triunfo alcancemos”. A 50 años de la victoria de Salvador Allende recuerda su trabajo en la Universidad Técnica del Estado, las políticas de la Unidad Popular en relación a la infancia y las mujeres —que a su juicio buscaron «dar la autonomía y la independencia económica a las mujeres»—, y habla sobre los desafíos actuales que tiene la política si quiere avanzar hacia reales transformaciones sociales.

Mireya del Río Barañao.

—La conmemoración de los 50 años del triunfo de la UP nos encontró viviendo uno de los movimientos sociales más relevantes del último tiempo, quizá comparable con la llegada al poder de Salvador Allende. ¿Qué significó para ti esa victoria?, ¿qué recuerdas de esos años?

Creo que todo depende de la biografía de uno. No todos estamos de acuerdo con el impacto que tuvo ese momento. Para mí fue un sueño de infancia. Nací con ese sueño y vengo de generaciones anteriores que persiguieron ese sueño, entonces es un sueño familiar y un sueño de infancia. Fue un día impresionante, un día histórico en mi vida, fue “el día que el triunfo alcancemos”. Entré a militar [a las Juventudes Comunistas] a los 13 años, por lo que viví mucho tiempo trabajando por ese triunfo; viví todo el proceso de construcción, de acumulación de fuerzas, de formación de un movimiento popular poderoso, de un movimiento sindical muy fuerte. El triunfo de la Unidad Popular fue la culminación de esos procesos. Es distinto cuando uno vive una cosa que es gratuita, que nace de la nada. En este caso fue una construcción en la que participé, y eso es una lección tremenda. Formarse así, participando de procesos colectivos, históricos, desde chica, sin duda tiene un valor distinto. Es un aprendizaje, una enseñanza de que los procesos históricos se construyen. Y uno sigue aprendiendo después, porque los procesos históricos no son todos iguales.

—¿Cuáles eran esos espacios en los que participaste como militante antes y después del triunfo?

Recuerdo la venta de El Siglo, ese esfuerzo de muchos años en que dediqué el domingo en la mañana a ir a vender el diario a las poblaciones. Iba a la Nueva Matucana, a la Colo Colo, y conocí a la gente. En la Jota también desarrollamos un trabajo en poblaciones para ir construyendo. Teníamos centros de amigas, que eran grupos de mujeres jóvenes que se juntaban para participar en la vida de su población. Eran trabajos de masas que hacia la Jota. Estuve varios años trabajando y formando centros de amigas con Gladys Marín y Sola Sierra, con las que estábamos en la Comisión Femenina. Nadie se acuerda de los centros de amigas, desaparecieron de nuestra historia. 

Después ingresé al Comité Central de la Jota y en algún momento me metieron o me metí, no sé, en la Comisión de Cultura, y me tocó vivir todo el rol que jugó la Jota en la creación del sello Dicap [Discoteca del Cantar Popular], de la Nueva Canción Chilena, porque la Jota tuvo un tremendo papel en su creación, en acoger a toda esta nueva música, difundirla y crear con ella una cultura. La Dicap fue fundamental en los cambios culturales de esa época. La Jota tuvo una visión muy clara del papel que jugaba la música. También en esa Comisión de Cultura realizamos mucho trabajo con los artistas plásticos. Antes del gobierno popular se hizo un trabajo con todos los artistas, con una gran apertura cultural y estética, porque había una gran claridad respecto de eso en el partido. En la Comisión de Cultura nos acompañaba también Volodia [Teitelboim], y había una orientación muy abierta a lo nuevo en el arte, a la creación, a la libertad, y ese marco fue muy importante. Como ves, me tocó participar en cuanta cosa hay, en tomas de terreno, en la marcha por Vietnam. En fin, me las viví todas.

¿Qué recuerdos tienes de esos tiempos? 

La Jota se declaró un organismo de masas, es decir, abrió sus puertas a todo joven y era un movimiento enorme, muy poderoso. Y, por supuesto, todo el movimiento de pobladores fue masivo, las tomas de terreno eran una cosa increíble. Miles de familias se trasladaban en la noche para tomarse un terreno, era como una gesta histórica. Se fue levantando un movimiento muy fuerte y el resultado fue el gobierno popular; y sin hablar de toda la parte de la política misma, la dificultad de las alianzas, de periodos tan difíciles como el de la Ley Maldita. La Unidad Popular fue la culminación de todo ese proceso.

¿Cuál fue la relación del Partido Comunista con la campaña y luego con el gobierno de la Unidad Popular?

Tengo recuerdos de cosas que se saben perfectamente: todas las dificultades para aceptar a Allende de parte de los socialistas, por ejemplo, y también las dudas de quién iba a ser el candidato, porque tampoco era tan evidente que sería él. Me tocó conocer de bastante cerca a Allende, porque la familia de mi marido era muy cercana a él. Era la familia de don Miguel Labarca. Me acuerdo de los comentarios sobre las dificultades para crear alianzas. Es interesante la tremenda experiencia que el partido tiene en políticas de alianzas, es algo que forma parte de la cultura comunista. Los partidos en general tienen experiencia en eso, pero los grupos políticos nuevos que aparecen en las luchas revolucionarias tienen muy poca experiencia y muy poca madurez.

—Pensando en el valor que tuvieron los partidos y la militancia política para el triunfo de Allende, la política, lejos de ser criminalizada, se entendía como la forma de participar en ese proceso.

Claro, y una constatación de eso es que la revolución es imposible sin organización. Hoy día, por ejemplo, vemos la dificultad de las asambleas para organizarse; esa es la gran dificultad que tienen, están en pleno trabajo de eso. Y aquí hay una experiencia de los chilenos en general, de muchos chilenos en diferentes partidos, de lo que significa el estar en un partido, de la importancia que tienen en un proceso histórico como el gobierno popular y en toda la construcción de ese movimiento social y político que generó el gobierno popular. Si no hubiera habido partidos que organizaron eso, que crearon estrategias políticas, que condujeron las luchas, todo eso es imposible. Hay una elaboración política colectiva que se requiere.

Bueno, el programa mismo de la Unidad Popular es reflejo de esa elaboración de política colectiva.

Llegar a ese programa y tratar de llevarlo a cabo, organizarlo, es una lucha, es decir, es una lucha en que también hay estrategias de las fuerzas enemigas, digamos, de los procesos de cambio. Todo eso requiere inteligencia colectiva y los partidos son eso. Ese apartidismo que está de moda hoy día me parece una ingenuidad, una vuelta atrás, pero bueno, la nueva generación tendrá que hacer su experiencia y adquirir esta experiencia política.

Dijiste en una entrevista que la soberanía no se decreta, se construye. ¿Eso sintetiza el llamado a construir en conjunto de la Unidad Popular?

Claro. Para mí el testimonio más interesante y más fuerte de lo que fue el gobierno de la Unidad Popular es La batalla de Chile, el capítulo dos, que es donde muestran lo que pasaba en las industrias, en el campo, la participación de la gente y la toma de poder en los lugares de trabajo. Para mí eso es lo más impactante del gobierno popular, la toma de poder y el que la gente sintiera y viviera que los cambios dependían de ellos, no de otros. Y que la organización de la gente pudiera garantizar esos cambios, es decir, no era una cúpula, o una idea, no, era una construcción colectiva de una nueva vida. Por supuesto que estaba Allende y había una unidad de partidos, condiciones que permitieron eso, pero sin esa hegemonía del pueblo que se tomó el poder, el resto era chiste no más. Cuando el pueblo se toma el poder, el pueblo construye, y eso fue lo interesante del gobierno popular.

¿Es lo que se ve hoy en las calles, en el movimiento social de hoy?

Es decir, el movimiento social representa eso, los resultados del plebiscito representan eso: aquí hay un movimiento social y político, aunque no esté organizado políticamente. Es un movimiento que tiene opinión política, es un movimiento que está mandando, que está determinando las cosas en Chile, eso es hegemonía, eso es poder popular. Si bien este fenómeno actual es un movimiento con otras características que las del gobierno popular, es también de cambio de poder, y eso yo lo he vivido dos veces: en el gobierno popular y ahora.

En el contexto de profundas transformaciones de la Unidad Popular, las universidades jugaron un rol central, particularmente la Universidad Técnica del Estado (UTE). Fuiste parte de eso proceso al ser convocada por el rector Enrique Kirberg para hacerte cargo del jardín infantil. ¿Como fue ese periodo?

Yo llegué al jardín infantil con la reforma universitaria. Los estudiantes se tomaron una casa que había en el estadio de la UTE y le pidieron al rector la creación de un jardín infantil para sus hijos. El rector me pidió hacerme cargo del tema. Entonces se tuvo que reconstruir la casa para acoger el jardín infantil con todos sus niveles. Recibíamos guagüitas desde una semana hasta seis años, porque si las estudiantes tenían guagua no tenían dónde dejarla, la universidad seguía y no había permiso de maternidad. Entre medio llegó el gobierno popular y ya estábamos en conversaciones, viendo qué pasaba con la situación de los niños en el gobierno popular. Ya habíamos creado grupos de reflexión sobre el tema y ahí yo creo que la persona más importante es Manuel Ipinza, médico de salud pública que luego dirigió la Junji. En ese tiempo estábamos muy influenciados por la salud pública, era un enfoque muy importante para nosotros. Para mí en particular fue muy importante en mi formación. Hice una práctica en el Consultorio Andes de Quinta Normal, que estaba dirigido por la Cátedra de Salud Pública de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile, y que era como el germen donde nacían las ideas de salud pública, era como una experiencia piloto, y eso a mí me marcó mucho profesionalmente, tuve la experiencia concreta de trabajar con los niños del sector. Yo ya tenía esa búsqueda de un modelo de educación ligado a la salud, entendida como una salud integral y preventiva, por supuesto. Entonces el jardín infantil era también la continuación de un pensamiento, de una construcción de un modelo. Tuvo que ver con qué tipo de jardines podíamos crear para el gobierno popular; ¿qué se requería?, ¿qué se podía hacer?, considerando las condiciones que había de profesionales y las dificultades para construir gobierno popular por el boicot que sufrimos. Entonces el jardín infantil de la UTE vino en paralelo al proyecto de la UP. Para mí —y creo que para todo el equipo— era el antecedente de qué experiencia y cuál era el modelo de jardines infantiles que podíamos implementar durante el gobierno popular.

¿El jardín infantil de la UTE fue el origen de la política de jardines?

Fue el plan piloto. El hecho de que recibiéramos guagüitas chiquititas, por ejemplo, era un problema que no solamente afectaba a las estudiantes, sino que afectaba a las mujeres en general, a las mujeres trabajadoras que muchas veces no tienen un marco de protección en el trabajo. El jardín nos servía para ver todo el tema del apego, por ejemplo, de la estimulación del niño. Nos planteábamos problemas como esos, que en ese tiempo ya se planteaban en todo el desarrollo teórico de la profesión de la educación de párvulos. Existía la posibilidad de crear un modelo que efectivamente respondiera a las situaciones que había en el país, en las clases populares, de las mujeres que necesitaban tener a sus niños en jardines infantiles. Y ahí levantamos una figura que era la desnutrición, por ejemplo, que estaba muy estudiada y a la que había que responder. Estaba toda la campaña del medio litro de leche, había una serie de cosas en el programa que respondían a eso, pero nosotros hicimos un estudio respecto a qué es lo que había que hacer y cuáles eran los temas que había que enfrentar: caracterizamos las vulneraciones de los niños de la época, digamos, sobre todo de abandono o de relativo abandono, esa era la categoría con la que logramos resumir lo que veíamos o lo que nos daban las cifras. Había toda una capa de niños en Chile que estaban en relativo abandono, que eran hijos, por ejemplo, de familias numerosas. Las mujeres teníamos muchos hijos en esa época. Ocuparse de ocho niños significaba que los niños estaban relativamente abandonados, por ejemplo, entonces los jardines se propusieron hacer frente a los hijos de familias numerosas.

¿A nivel nacional?

Sí, a nivel nacional. Y cuáles eran los problemas que los jardines tenían que resolver, a qué tenían que hacer frente. Estaba la desnutrición, pero también todos los temas de desarrollo integral que había que asegurar. Entonces se llegó a una cierta cifra de niños que atender, de etapas que llegar a cubrir para esta categoría de niños en relativo abandono; y luego la cantidad de jardines que se necesitaban, la cantidad de personal y el cómo hacíamos para cubrir ese personal, porque no lo teníamos. En ese tiempo las educadoras de párvulo eran pocas y estaba la idea —muy generalizada entre nosotras, incluso yo también— de que el personal que cuidaba niños de menos de seis años tenía que ser un personal muy especializado. La decisión fue crear una profesión, crear auxiliares de educación de párvulos a cargo de niños y pensar en una formación que fuera a largo plazo. La UTE armó un departamento con este propósito, en un convenio con la Junta de Jardines Infantiles y con el Cocema, que era la Coordinadora de Centros de Madre. Se trataba de formar una profesional totalmente ligada a su comunidad, y eso yo creo que también es una gran lección que se ha perdido, el pensar que la educación, en general, y la educación de los niños con mayores riesgos y vulneraciones, en particular, tiene que ser una educación comunitaria. Para mí el más grande defecto del Sename es ese, el haber abandonado a la comunidad en todos sus enfoques. Por eso nosotros trabajamos con los centros de madre todo el tiempo.

Osiel Núñez, expresidente de la Federación de Estudiantes de la UTE ha señalado que la reforma universitaria en esa universidad no fue una reforma, sino una revolución, ¿estás de acuerdo con eso?

Yo creo que fue la universidad que se puso realmente al servicio del proceso que vivía el país, es decir, fue absolutamente funcional al gobierno popular. Y por supuesto que hay una serie de cosas que son muy trascendentes, empezando por la democratización de la universidad, pero esas son condiciones que permitieron lo otro. Lo importante es esta búsqueda de la forma en que una universidad podía estar ahí donde se necesitaba; en el incremento de la producción, por ejemplo, en la formación de los trabajadores, ahí donde se requiriera, era una voluntad. No digo que lo hayamos hecho fantástico, pero todos los esfuerzos fueron puestos ahí. El convenio CUT-UTE fue eso, formó parte de la reforma y nosotros con el jardín infantil formamos parte del convenio también.

Has hablado de las mujeres. Precisamente uno de los cuestionamientos que se le ha realizado a la UP es que no haya tenido en su programa un punto específico sobre la situación de la mujer. ¿Fue la UP un gobierno machista? ¿Qué opinas del rol de las mujeres durante la UP?

Nunca me había planteado el tema. El proyecto del gobierno popular era un proyecto feminista, sin duda. La inserción de la mujer al trabajo fue un gran tema. Efectivamente, los problemas de las mujeres son problemas culturales, pero son también problemas económicos. Gran parte de las mujeres que aceptan el maltrato lo hacen porque no tienen otra solución económica, porque su trabajo a cargo de los niños, a cargo de esta economía familiar, a cargo de los adultos mayores, de los enfermos, de la sobrevivencia en la familia, no es remunerado y no se puede salir de la protección económica del hombre —protección entre comillas. En esa época era todavía peor, sin duda era mucho más dramática la situación de las mujeres; recién empezaba la contraconcepción, la píldora tenía poquitos años, imagínate lo que era la cantidad de niños. 

¿Cómo enfrentó la UP lo relacionado con la economía y la autonomía de la mujer?

Yo creo que nuestro programa apuntó a eso. Y la construcción de los jardines infantiles fue lo máximo que podía alcanzarse en ese momento desde el punto de vista económico, es decir, el país no podía producir más jardines infantiles ni más personal para cubrir lo que nosotros tratamos de hacer.

—¿Avanzamos como mujeres con la Unidad Popular?

Por supuesto que avanzamos. Se hizo el máximo, y el problema de la dependencia económica era el más importante desde el punto de vista feminista. ¡Cómo iba a haber otro más importante que ese! Por supuesto que hubo otras cosas, hay que ver todo el trabajo de tantos años de formación de una salud pública y todos los esfuerzos que se hicieron con respecto a la contracepción, por ejemplo. Los grandes teóricos de salud pública eran chilenos, y la contracepción era el gran tema. Se hacían abortos clandestinos y la cantidad de mujeres que morían por eso era tremenda, no hay comparación con lo que pasa hoy día. Todo lo que se hizo en medicina se acrecentó durante la UP. Para mí ese fue el compromiso real con las mujeres de la época. 

—Tú eras una mujer militante. ¿Cómo vivías esa militancia en un contexto de tanta transformación? 

Me identifiqué con muchas mujeres dirigentas. Primero con la Dolores Ibárruri, mi gran referente de chiquitita, era mi ídola. Pero luego también estaban Julieta Campusano, Elena Caffarena, Olga Poblete, en todo el movimiento por la paz, que fue muy importante porque el tema de la guerra era tremendo en esa época, y había grandes mujeres que pensaban muy bien. Además, había modelos identificatorios nuestros, estaban la Gladys (Marín), la Ruth y la Mireya Baltra, teníamos modelos, sin duda, y mujeres que en el partido se destacaban y otras compañeras que eran menos destacadas, que no eran figuras públicas, que eran esas militantes de base y eran la fuerza del partido, de las que yo tengo el mejor recuerdo. Marta Ugarte no era una de las mujeres públicas, pero en el gobierno popular asumió tremendos roles, importantísimos. Era una mujer que uno veía en los locales, trabajando y estando, tomando los nombres de los que llegaban a la reunión, la secretaria. Entonces, eran los modelos de nosotras.

Este año el llamado de las organizaciones sociales fue conmemorar el triunfo de la UP bajo el lema un pasado lleno de futuro. ¿Cuál es el futuro del proyecto político, social y cultural de la Unidad Popular en el Chile actual, con una nueva Constitución y movilizaciones?

La UP fue un periodo en que el pueblo logró estar en el poder y empezar a construir una sociedad de derechos. Fue un proyecto inconcluso que continúa, es el hilo conductor de más de 100 años de lucha por construir una vida mejor, una vida más justa. Que la cultura del pueblo sea la que predomine para mí es el gran tema, es un cambio cultural muy grande. Que tome la palabra el pueblo sobre la realidad, eso me parece que es el proceso constante, y eso fue la culminación en el gobierno popular, truncada por la dictadura con tanta brutalidad. Y seguimos en eso, y seguiremos quizá cuanto tiempo más, porque no son algunos años, es una construcción muy larga.

Has dicho que todavía estamos trabajando el pasado, que son recién 50 años.

Exactamente. Imagínate, yo tengo dos bisabuelas que fueron dirigentas sindicales, entonces no me vienen con que esta cuestión es rápida. Son procesos larguísimos, que atraviesan generaciones. Es así y esa es la vida. Mi papá decía ‘yo no compro casa porque va a llegar el socialismo’, y por eso nunca tuvimos casa (risas). Esto es mucho más largo, la resistencia es una forma de vida, y es además la mejor forma de vida, de eso estoy convencida. 

—¿Y qué rol tienen los partidos políticos en este proceso, en un contexto en que se los cuestiona fuertemente?Para mí no es imaginable una vida sin un partido porque somos individuos que se nutren de los otros, construyen con otros y la vida es con otros siempre, esto es necesario en todo orden de cosas. Los partidos, y mi partido en particular, son una escuela. Es obvio que uno es colectivo, que uno tiene pensamientos y proyectos que comparte con otros, una construcción en la vida que es compartida; y ahí están los partidos, sobre todo en cosas tan importantes como construcciones sociales grandes como la política. ¿Cómo vas a cambiar cosas si no confluyes con otros en un proyecto? Yo participo en algunas asambleas, y en las asambleas se están formando pequeños partidos. Una asamblea es como el nacimiento de un pequeño partido, que va a durar un tiempo, posiblemente se liga con otros partidos o forma partidos más grandes, algo va a pasar, pero es la formación de un partido si lo que buscan es tener una cierta homogeneidad de pensamiento y de estrategia.

Con todo lo que está ocurriendo socialmente, ¿crees que es posible otra Unidad Popular?

Yo creo que hay cosas muy distintas, en particular, esto de la decadencia de los partidos revolucionarios. En el fondo quedamos bastante solos, porque el Partido Socialista tenía un rol muy importante en toda esta construcción que tuvimos en el pasado. En particular el PS porque es un partido grande, había otros partidos más chicos que también jugaron roles, pero actualmente nos vemos ante un panorama de partidos políticos mucho más debilitados, más corrompidos, con mucha menos claridad revolucionaria. También las organizaciones son mucho más débiles, no tenemos la CUT que teníamos antes, es decir, la organización del pueblo está muy debilitada. El movimiento social es demasiado espontáneo como para que uno cante victoria. Tiene condiciones, pero se requiere una organización que no tenemos todavía. Y la organización es indispensable, o si no los movimientos son derrotados. Y hay tanta experiencia de eso.

¿Y ahí qué experiencia nos deja la UP?

Bueno, una experiencia terrible que deja la UP es que, a pesar de la madurez política de esa época, fuimos vencidos. La derecha tiene partidos políticos y tiene una conducción de su política mucho más sólida que la nuestra. La tenía y la sigue teniendo. Es un tremendo tema, tenemos un momento fantástico hoy día, es increíble que sin partidos este pueblo se levante.

«Lo imposible sucedió», dijo la historiadora Verónica Valdivia en relación a la UP. ¿Se puede aplicar para lo que ocurre tras el 18 de octubre?

Es increíble. Me llama la atención la manera de comunicarnos que tenemos los chilenos. Uno lo ve en las redes, pero antes lo veía también en los diarios, con los chistes. Hay una cultura popular chilena impresionante, que logra enfrentar a los grandes medios de comunicación y a la cultura dominante. Pero no basta, porque la cultura política es muy importante, es indispensable. Sin un movimiento que tenga mayor solidez política cuesta imaginar cómo vamos a seguir avanzando. No tenemos las mismas condiciones que en el 73 o el 70, tenemos condiciones más difíciles.

— ¿Venceremos?

Igual venceremos, y aunque no venzamos, estamos venciendo cada día, yo de eso ya me convencí, me resigné: lo importante es la resistencia. Imagínate vivir sin eso, vivir sin resistir, qué vida más triste. Si eso de «el día que el triunfo alcancemos» ha sido el lema de mi vida. 

Maya Fernández Allende: “El legado de la Unidad Popular es que la construcción de mayorías no significa abdicar de los principios, sino todo lo contrario, se construyen mayorías desde las convicciones”

La diputada socialista y nieta de Salvador Allende, rememora la Unidad Popular al calor de la tarea política que más la consume por estos días: la conformación de alianzas que respondan al mandato que se plasmó en el plebiscito del 25 de octubre. Considera, a contrapelo de la dirigencia de su partido, que “la unidad de la izquierda es indispensable en este momento”. Y recuerda que una de las principales virtudes de Allende fue aquello que le permitió convertir derrotas transitorias en acumulación de fuerzas: su persistencia.

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Javiera Olivares: “No basta con que yo pueda decir lo que pienso, los pueblos también deben tener esa libertad”

Fue la primera mujer presidenta del Colegio de Periodistas, pero la titulada de la Universidad Católica y magíster en Estudios Sociales y Políticos Latinoamericanos por la Universidad Alberto Hurtado no se arruga para criticar el trabajo mediático cuando lo considera necesario. Académica del Instituto de la Comunicación e Imagen de la U. de Chile y coordinadora de su Programa de Libertad de Expresión y Ciudadanía, Javiera Olivares saca al pizarrón al periodismo nacional en un año clave para la información y la conversación pública.

Por Jennifer Abate C.

El último año y medio ha significado enormes desafíos para la cobertura mediática y para el periodismo nacional. Primero, la revuelta social de octubre de 2019 y la forma de retratar las protestas y las violaciones a los derechos humanos llevaron al país a criticar sin anestesia las rutinas de los medios de comunicación; luego, en medio de la titánica labor de investigar y mostrar la realidad en medio de una pandemia, el periodismo tuvo que tomar una decisión crucial: criticar o incluso desmentir a las autoridades por el manejo de una crisis sanitaria que hasta la fecha reporta más de veinte mil víctimas en Chile. Algunos lo hicieron y otros decidieron guardar silencio, pero hoy pocos dudarían del enorme valor que en tiempos de crisis adquiere el periodismo riguroso y con vocación pública. Tanto, que muchas voces afirman que el derecho a la comunicación debería ser asegurado en la nueva Constitución.

En este contexto, en diciembre pasado, el Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile conmemoró cuatro décadas del Informe Mac Bride, elaborado por UNESCO y publicado en 1980, que marcó un punto de inflexión en la discusión sobre la relevancia de la comunicación y demandó un nuevo rol de los medios a nivel global. El documento, cuyo nombre oficial fue Voces múltiples, un solo mundo, llamaba a las empresas mediáticas y a las democracias a centrarse en el fomento del desarrollo de los países más desfavorecidos y denunciaba la enorme asimetría en términos de acceso a la comunicación entre estos y los más poderosos.

Javiera Olivares.

—¿Por qué consideraron relevante conmemorar la fecha de entrega del Informe Mac Bride?

La particularidad que tiene este informe es que marca un punto de inflexión, porque por primera vez, junto a Mac Bride, decenas de intelectuales del mundo, entre ellos Gabriel García Márquez, connotados escritores, periodistas, especialistas en estas materias, recorren el mundo y lo analizan desde la perspectiva del centro y la periferia, es decir, los países desarrollados, ricos, y los que en ese momento se denominaban subdesarrollados. ¿Qué estaba pasando en el ámbito del derecho a la comunicación, la libre expresión, el acceso a la información de interés público, la transparencia, los flujos informativos? Descubren que el mundo era muy asimétrico en términos de acceso a comunicaciones relevantes, de flujos de ida y vuelta, de poder comunicar y ser escuchados. Mientras los países poderosos tenían acceso a grandes tecnologías, información de primera fuente, primera mano, los continentes periféricos como África, América Latina, algunos sitios de Asia, accedían a antenas repetidoras o a oficinas de prensa y comunicación que tenían sede en estos países poderosos, y no tenían muchas veces capacidad de captar, masificar y comunicar sus propias realidades locales. Existía una especie de hegemonía comunicacional que el Informe Mac Bride no sólo evidencia, sino que además propone políticas estatales a las democracias del mundo para que combatan esta asimetría. ¿Qué pasó? Fue un punto de inflexión tan profundo e importante, y afectó tanto a los poderes más relevantes del mundo, que fue silenciado y se transformó en una especie de tabú no sólo para la UNESCO, sino que para los países más poderosos del mundo, que amenazaron con salirse de UNESCO y quitarle sus recursos.

—Hoy también existen múltiples iniciativas que piden más democracia y pluralismo de los medios de comunicación. ¿Crees que en este contexto político global hay posibilidad de desarrollar una iniciativa de las características que tuvo el informe Mac Bride?

Yo esperaría que sí. Es necesaria la conciencia de los pueblos de que tienen un derecho que exigir, el derecho a la comunicación. Hay otros que hablan de libertad de expresión, libertad de prensa, acceso a la información; para mí, el paraguas más amplio es el derecho a la comunicación y, de alguna manera, el Informe Mac Bride lo planteaba desde ese lugar, desde una perspectiva garantista, como un derecho más que como una libertad. La libertad también es parte de ese gran derecho que es un imperativo de los Estados garantizar.

El Bloque por el Derecho a la Comunicación del que son parte la Radio Universidad de Chile y el ICEI, entre otros muchos medios que desde siempre han defendido estos valores ha exigido que este derecho sea asegurado en la nueva Constitución. ¿Por qué, a tu juicio, es relevante esta incorporación?

Lo que se entiende por libertad de prensa es la libertad que tienes tú o yo para decir lo que pensamos y no arriesgar ser perseguidas, amenazadas o asesinadas por eso. Ahora, esa libertad de expresarnos, ¿es suficiente? ¿Se garantizan todos nuestros derechos asociados al ejercicio de la comunicación en tanto personas sociales que se comunican día a día? Desde mi punto de vista, no es suficiente; es importante, un piso mínimo, es necesario, pero no basta para plantear que tenemos todos nuestros derechos asociados a la comunicación garantizados. No basta con que yo pueda decir lo que pienso, sino que, colectivamente, los pueblos también deben tener esa libertad. Hay un desplazamiento interesante que pasa de un liberalismo puro a una cuestión más amplia, más garantista, una perspectiva más colectiva. Las personas, en tanto pueblo de un país, tenemos derecho a comunicar, tener información de ida y vuelta, no sólo a recibir información pública importante, sino que también a entregarla, porque nuestras informaciones como pueblo también son relevantes, porque tenemos derecho a hacerlas masivas, a tener vocación de masividad. Ese derecho podría ser interesante en los medios comunicación, tener derecho a comunicar ampliamente; que nuestras opiniones no sean silenciadas también es parte e integra este gran derecho a la comunicación.

—Durante la última campaña presidencial se habló mucho de la necesidad de una Ley de Medios para Chile. ¿Por qué es relevante una legislación de ese tipo?

Es primordial establecer, con rango constitucional, el derecho a la comunicación como derecho humano que debe ser garantizado para todos y todas, pero para garantizarlo, fiscalizarlo y concretarlo, requerimos de leyes, que van a ser las grandes bajadas de los principios constitucionales que se aprueben, esperemos, en una Constitución de verdad democrática en los próximos dos años. En el ámbito de la comunicación, es necesario hacer muchos cambios a legislaciones y normas para garantizar el derecho a la comunicación, el ejercicio del periodismo sano, la pluralidad y diversidad de voces representadas a través de medios de comunicación. Eso se puede llamar Ley de Medios, Ley de Servicios de Comunicación, Nueva Norma de Comunicación y Ejercicio del Periodismo, la verdad es que a mí el nombre me importa poco. Hasta el día de hoy tenemos medios de comunicación que hablan [en el caso del ataque de Carabineros a niños del Sename] de “niños accidentados”, de “una persona que cayó al Mapocho”. Son cosas tan burdas y tan evidentes que requieren de nuevas normativas que permitan garantizar que haya más diversidad de voces por un lado y que se sostenga una cultura de la ética en el ejercicio periodístico por el otro, y que, de verdad, las incitaciones al odio, discriminaciones gratuitas, contenidos sexistas sean erradicados o comiencen a ser erradicados.

Periodismo en tiempos de crisis

Desde el 18 de octubre de 2019 hemos presenciado la demanda ciudadana por mejor periodismo, más pluralismo, una crítica descarnada a las y los periodistas. Tú fuiste presidenta del Colegio de Periodistas. ¿Cuál es el análisis que haces del ejercicio de la profesión hoy en Chile, tanto desde las y los colegas como desde los medios de comunicación?

Si bien fui presidenta del Colegio de Periodistas, que fue una labor hermosa y donde aprendí mucho y conocí experiencias periodísticas preciosas, que son las menos visibles a ojos masivos, debo reconocer que no me surge ningún sentimiento gremial cuando veo las críticas, porque también las tengo, porque también soy muy crítica y autocrítica. Hace varios años que no hago periodismo de trinchera, más bien escribo, estoy desde la academia, desde mi trabajo como profesora e investigadora, pero tengo muchas críticas, aunque esas críticas no son única y exclusiva responsabilidad de las y los periodistas y trabajadores de las comunicaciones, eso lo tengo claro. Yo creo que hay más bien una cuestión sistemática que tiene distintas aristas, una es, sin duda, el ejercicio ético de la profesión, que muchas veces no tienen las y los periodistas y las y los trabajadores de las comunicaciones. Creo hay una cultura de la ética que tiene que emanar del propio gremio, pero también del sistema completo, y por eso creo que es una cuestión sistemática. Estamos en un país donde tenemos fundamentalmente medios privados, muy concentrados en pocas manos, es decir, tenemos una alta concentración de la propiedad mediática en manos que tienden a tener una opinión, una versión, una interpretación de la realidad, una posición política, y además están emparentados con los otros poderes fácticos.

Como periodista, pero también habiendo asumido cargos como dirigenta social, ¿cuáles son tus expectativas frente al proceso constitucional que se abre?

Tengo, como todos y todas, ciertas preocupaciones por cosas que se han discutido, a mi juicio, muy, muy equivocadamente en los últimos meses. La dificultad para tener escaños reservados para los pueblos originarios me parece gravísima, me parece que es una bomba de tiempo, de alguna manera; tengo temor respecto de los dos tercios para definir ciertas diferencias que se puedan dar al interior del debate constituyente; mi temor es que haya una minoría que, como conocemos históricamente en este largo proceso de transición chileno que a mi juicio todavía no termina cien por ciento, permita amplificar los deseos de las minorías por sobre el de las mayorías a la hora de determinar leyes. Pero mi mayor expectativa es que esta lucha del debate constituyente, la presión en la calle, el debate propio interno dentro de la convención constitucional, nos lleven a horadar, a quitarle un poco de tajadas de poder a este modelo social, cultural, político, económico que se llama neoliberalismo y que yo no comparto porque me parece que es verdaderamente brutal, dañino, grave y monstruoso contra las personas.