Desde tiempos inmemoriales, el extremo sur ha encarnado la lejanía, el misterio y la desmesura. La nave de los locos marcaría su brújula hacia el sur, tanto por el incierto destino de viajar hacia la patria de la lontananza como de la proeza de habitarla. ¿Qué pasaría si, en vez de pensar en el fin del mundo como un territorio aislado, lo imagináramos como el centro de Chile?
Por Óscar Barrientos Bradasic | Crédito de imagen principal: Rijks Museum
Siempre me ha gustado pensar que el extremo meridional donde habito tiene un rostro cervantino y otro shakespeariano, ambos ligados un poco a lo monstruoso y sortílego. De esta manera, habitar el sur adquiere una extraña estocada del pensamiento. En la fascinante bitácora de Hernando de Magallanes, el veneciano Antonio Pigafetta hace referencia al encuentro con los aonikenk descritos como hombres altos, de complexión recia y pies enormes, a quienes denomina patagones, en virtud de relacionarlos con el gigante Pathagon, personaje de la novela Primalión, de Francisco Vásquez. Se especula que el almirante llevaba el libro a bordo y es sabida su afición por las novelas de caballería. En el Quijote se habla de este ser ingente como parte del imaginario del hidalgo.
Por otra parte, la última pieza teatral de William Shakespeare, La tempestad, tiene de protagonista a un esclavo salvaje y deforme llamado Calibán, en alusión a Setebos, la poderosa deidad adorada por su madre Sycorax. Dicho dios es el mismo que menciona Pigafetta en relación con la mitología de los patagones, explicitando: “Parece que su religión se limita a adorar al diablo. Pretende que cuando uno de ellos está por expirar se aparecen de diez a doce demonios que bailan y cantan a su derredor. Uno de ellos, que hace más ruido que los demás, es el jefe o gran diablo, que llaman Setebos”. Se sabe que Shakespeare habría tenido noticias de estos antecedentes por medio de la obra The History of Trauayle, de Richard Eden, que reseña la crónica de Pigafetta.
Todo ello quizás responde a la vieja creencia que campeó en la Edad Media, y según la cual tanto el extremo austral como septentrional estaban habitados por seres monstruosos, quimeras, ictiocentauros, bramadores, perros de mar, seres cinocéfalos propios de la zoología fantástica de Plinio el Viejo. El fin del mundo es el camino al desfiladero de los sentidos, a lugares donde existen portentos, y donde, como dice San Agustín, la descendencia de Adán no habría llegado.
Surge entonces el concepto de la Terra Australis Nondum Cognita. El mito fue cediendo con las exploraciones de navegantes que zarparon desde las más lejanas latitudes del globo hasta el fin del mundo. De ahí la circunnavegación de James Cook en 1772, que logró cruzar el Círculo Polar Antártico. El testimonio de su viaje y sus cartografías nos han legado una épica de la aventura, aportando algunos datos cruciales en el plano de la ciencia, pero también cargado de imaginación e ímpetu naviero. Quiero decir que nuestros navegantes del pasado viajaban con el equipaje de alegorías fantasmales que traía la civilización desde lejanos tiempos.
Ese sentido de la desmesura y la lejanía, del misterio y la magia durmiendo en el corazón de lo recóndito, en una geografía cuya descripción es el espacio preciso para que las palabras naufraguen es quizás la idea que alguna vez sugirió Roberto Matta al definir el surrealismo: mirar al sur.
La locura.
La nave de los locos marcaría su brújula hacia el sur, tanto por el incierto destino de viajar hacia la patria de la lontananza como de la insistente proeza de habitarla.
El aislamiento se alinea en cierta medida con la figura del confinamiento. No es de extrañar que la región de Magallanes, a partir de 1843 —cuando el Estado chileno se aboca a la ocupación del estrecho—, concluye en colonia penal por lo menos durante los últimos decenios del siglo XIX. Antes de que llegasen inmigrantes desde distintas latitudes del mundo, Punta Arenas recibió a presos comunes y políticos, dando pie luego a dos motines importantísimos y devastadores. El primero de ellos, la tristemente célebre insurrección de Miguel José Cambiaso, un caudillo separatista descrito por Benjamín Vicuña Mackenna como un águila sedienta de sangre y estiércol y que, tras ser liberado en 1851, se toma la ciudad junto a la guarnición, enarbolando la bandera de su propio ejército, una suerte de Jolly Roger piratesco. Pese a que la insurrección fue aplacada, los resultados fueron pavorosos.
Un personaje cardinal en las reflexiones centro-periferia es la poeta Gabriela Mistral, quien residiera en la región magallánica entre 1918 y 1920, al mando del Liceo de Niñas de Punta Arenas. Su libro Desolación, publicado en 1922, es un testimonio vívido del aislamiento en la zona austral, y en sus reflexiones se trasunta el sello de una lejanía imposible de soslayar, casi a la manera de un destierro: “Yo me gocé y me padecí las praderas patagónicas en el sosiego mortal de la nieve y en la tragedia inútil de los vientos, y las tengo por una patria doble y contradictoria de dulzura y de desolación”.
En cartas al entonces ministro de Educación Pedro Aguirre Cerda, da cuenta de su preocupación por el descuido y abandono de esta zona extrema. ¿Existe en Mistral una crítica ácida al centralismo como forma de comprensión de la república? Es probable que la poeta haya terminado instalando un tópico que ya gravitaba en las discusiones de la época.
La antípoda ya habitada bajo la figura del emplazamiento de la ciudad moderna adquiere otras vigencias, otras formas de aproximación que también llevan en su equipaje esos vestigios de lo pretérito. El hecho y aserto de encontrarse en un lugar tan lejano desestabiliza filosóficamente nuestra dependencia cultural y económica del centro, y nos convertiría en una entidad que orbita en la periferia de los discursos, en cierta medida, forjaría sujetos excéntricos, tomando la etimología misma de la palabra: lejos del centro.
Y he aquí que la región magallánica se torna altazoriana, ya que unifica al hombre alado con el avión. Esa desmesura constante por transgredir los límites y la épica de los elementos evoca a personajes rocambolescos como el aviador Franco Bianco que, en 1936, en un precario avión Miles Hawk Major, realizó el primer raid desde Punta Arenas a Puerto Montt. Otro aviador célebre, el también escritor Antoine de Saint-Exupéry, surcó los cielos desde Buenos Aires a la Patagonia. En su libro Tierra de hombres (1957) describe el júbilo de observar el estrecho de Magallanes y la ciudad enclavada a sus orillas, volando desde Río Gallegos.
Aterrizar en ese prodigio de la geografía donde además el hombre habita enfrentando la furia del viento y la nieve, constituye el asombro de muchos. En su reverso estaría la idea de vivir en el sur como una invitación a asumir una vía icárica, huir del laberinto-prisión hacia otros espacios más amables. ¿No será quizás un problema del mapa que tenemos incrustado en nuestras creencias? Esa necesidad majadera de que nuestra mirada apunte siempre a Santiago como escenario donde reside el espíritu de la polis, la Roma que legitima los saberes y reconoce esa tan buscada valía.
¿Qué pasa si invertimos el mapa como lo asumió el desafiante aserto del pintor uruguayo Joaquín Torres García? Más radical aún, si colocásemos la región magallánica en el centro omitiendo la estructura de regionalización. ¿Qué pasaría? Estaríamos cerca de Argentina, del continente Antártico, de Australia, de mundos y significados culturales que no se abordan desde el viejo paradigma de un Chile por momentos demasiado etnocéntrico.
La prisión, el laberinto sin muros, la celda de Ícaro y el lugar de reeducación de los mal portados de la república se transforma en una bisagra para entender de una manera transformadora el territorio, una mirada que une los dos océanos más grandes del globo y reivindica la tarea de fundarlo constantemente, asumiendo siempre los costos de esa travesía: una geografía donde el mito y la praxis cultural se unen en matrimonio.