Si se han de llevar a cabo los cambios que den sentido a una nueva Constitución, a un nuevo modelo de sociedad y a una nueva forma de hacer política, se debe empezar por develar prejuicios y tergiversaciones, por dejar de normalizar la hipocresía. Durante décadas la política, con notables excepciones, ha preferido evitar cualquier interacción significativa con la academia y ha permitido una insólita ambigüedad conceptual al hablar de educación pública.
Por Ennio Vivaldi
En estos meses de proceso constituyente y campañas presidenciales, la política ha estado mucho más presente en nuestra vida pública, hecho que nos invita a reflexionar tanto sobre sus contenidos, es decir, los temas que le preocupan, como sobre los estilos que se han ido imponiendo.
Empecemos por ver de qué se habla y de qué no. Deberíamos suponer que la mayor o menor importancia que se le otorga a un determinado tema reflejaría cuánto la ciudadanía lo considera un asunto relevante. Según este criterio, educación, salud o previsión serían temas importantes, pero cultura o ciencia y tecnología no lo serían tanto. No obstante, estos últimos podrían ser cruciales para el futuro del país y del modelo de sociedad que, esperamos, reemplace al actual. Debemos, entonces, invitar a una reflexión sobre si son o no importantes aquellos temas a los que no se nos convoca a discutir, así como aquellos que sí concitan atención.
El contexto en que se sitúa un problema define los alcances y los límites de su discusión. Tanto ciencia y tecnología como cultura reciben presupuestos ridículos. Lo hacían antes y lo han seguido haciendo después de haber contado con ministerios propios. Sin embargo, es fácil identificar una campaña ideológica intencional detrás de esta minimización de recursos para estas áreas. Por ejemplo, suele repetirse que los científicos solo piensan en publicar artículos en revistas especializadas, los que carecerían de trascendencia práctica real y servirían solo para satisfacer los egos de los autores. Es increíble que eso se haya seguido repitiendo después de la pandemia, cuando quedó muy clara la importancia de contar con científicos de primera categoría que estén conectados dentro de redes académicas internacionales. No hubiera bastado con la voluntad de pagar por las vacunas si no se hubiera contado con vínculos académicos para obtenerlas. Uno tiene que sospechar que hay intereses creados que ven en el desarrollo de ciencia y tecnología una amenaza por cuanto podría generar un cambio en la actual matriz productiva con las implicancias socioeconómicas que eso conllevaría.
Por otra parte, en los temas no omitidos, como educación, las décadas de neoliberalismo extremo que el país ha sufrido han generado un contexto anómalo que impone límites y prejuicios insólitos. Deberíamos aceptar como normal que la matrícula en las universidades públicas corresponda a un 15% del total del sistema. Tampoco debería preocuparnos que los jóvenes prefieran estas universidades pero que no puedan acceder a ellas porque, por años, se ha impedido que estas aumenten sus vacantes. Así, los postulantes estaban obligados, antes de la política de gratuidad, a endeudarse para pagar a las nuevas universidades privadas y, después de la política de gratuidad, a constituirse en vectores que transportan recursos desde el ámbito público al privado.
Si se han de llevar a cabo los cambios que den sentido a una nueva Constitución, a un nuevo modelo de sociedad y a una nueva forma de hacer política, se debe empezar por develar prejuicios y tergiversaciones, por dejar de normalizar la hipocresía. Durante décadas la política, con notables excepciones, ha preferido evitar cualquier interacción significativa con la academia y ha permitido una insólita ambigüedad conceptual al hablar de educación pública.
En la historia de Chile, las universidades, muy especialmente las públicas, han contribuido de manera decisiva y directa en políticas de ámbitos tan diversos como los sistemas públicos de educación y salud, el voto femenino, la informatización del país o la creación de instituciones culturales. Tras el retorno a la democracia no se quiso reconstruir este trabajo interactivo, y se tendió a desconocer el rol histórico de nuestras universidades. Para justificar ese distanciamiento se inventaron figuras como la “captura” de las universidades estatales por sus comunidades y se las miró como gente que venía a pedir recursos económicos para sus instituciones. Toda una ironía por cuanto nuestras universidades han sido un ejemplo de querer aportar desinteresadamente al bien común, a diferencia de quienes tantas veces fueron tristes contraejemplos de lo mismo.
En lo que respecta a la ambigüedad conceptual, esta arranca de una visión que, más que neoliberal, es representativa de ese extremismo ideológico inédito que fue el modelo de sociedad impuesto en dictadura por un grupo de economistas irracionales y fanatizados. La resiliencia con que las universidades estatales no solo sobrevivieron, sino que se mantuvieron como instituciones esenciales quizás sea una de las más emblemáticas y significativas derrotas para ellos. De ahí su interés por aprovechar la laxitud en el uso de los términos que hoy existe y por hacer ambiguo el concepto de universidad pública. Esta idea, en todo el mundo, inequívocamente corresponde a aquellas universidades que no pertenecen a instituciones privadas y que valoran el pluralismo, la inclusión y la equidad. Esperemos que en esta nueva fase que el país quiere comenzar a recorrer, la política converse con la academia y el Estado redescubra el enorme potencial que, para todos los ámbitos del desarrollo social, tiene el acto de trabajar sinérgicamente con sus propias universidades.