“En 2016 escribí, a propósito de su debut con Quiltras, que daban ganas de seguir leyendo a Arelis Uribe (…). Cinco años después de esa lectura interrumpida encuentro en Las heridas un ejemplo del empobrecimiento narrativo que vivimos, propiciado por el apresuramiento neoliberal y la falta de reflexividad crítica”, apunta Lorena Amaro sobre Las heridas, de Arelis Uribe.
Por Lorena Amaro
Las heridas, de Arelis Uribe,se presenta como una historia que aborda la pérdida del padre y el amor de pareja, pero las contratapas pueden ser engañosas. Lo que predomina es más bien la banalidad de un yo autobiográfico, que podría llevar a pensar a los lectores que están ante una “autoficción”, género de moda en la narrativa chilena actual. Sin embargo, quisiera advertir que al menos este libro, sin imaginación ni literatura, difícilmente podría ser calificado como tal: carece de la ambigüedad, ironía, complejidad y reflexión metaliteraria que caracterizan al género. A fin de cuentas, al cerrar el libro poco importará si esto fue ficción, realidad, o ambas.
Otra trampa del relato es la aparente propuesta de una genealogía feminista, ya que si bien se expone la historia de una familia de hombres violentos, abusadores y abandonadores que hacen de las suyas con mujeres generosas y sacrificadas, estas son construidas desde estereotipos machistas, como el de la “mala madre”. Como si fuera poco, las violencias ejercidas contra la hermana mayor, la madre y las abuelas de la protagonista/narradora son relatadas a la ligera y parecen estar ahí solo para que se compadezca a sí misma: “Mi hermana pasó de casa en casa, sola o con familiares que, en vez de cuidarla, la maltrataron o la tocaron como no hay que tocar a una niña de cinco años”, relata para luego seguir con su propia historia infantil. A la madre la trata con gran dureza: “La he escuchado decir depresión congénita y bipolaridad. No sé bien qué tiene o qué tuvo, solo sé que guarda adentro una tristeza enorme que hace que sea difícil tratar con ella”. Algo similar ocurre cuando aborda la historia de sus dos abuelas: la paterna, cuyo esposo, alcohólico, “la golpeaba, la violaba y era infiel”, y la materna, casada con otro maltratador: “le pegaba, tuvo amantes en secreto (…) Le pregunto cómo dejó de amarlo. Quiero entenderla para entenderme. Es que tengo tanto miedo de que me hagan daño”. Hay algo fundamental en estas líneas que subrayo, pues aquí se evidencia ese yo superlativo, devorador, de la narradora.
Marco Antonio de la Parra escribió, a propósito del libro, que se trata de un “volumen ejemplar” del “género noble” de la nouvelle. Menciona otros puntos altos del mismo, como Los adioses,de Onetti. No me interesa tanto la taxonomía literaria como plantear lo desafortunado de esta lectura si pienso en el genial texto de Piglia precisamente sobre Los adioses, “Secreto y narración”, donde procura explicar por qué y sobre todo cómo el secreto es un motor fundamental de esa forma narrativa. Y es todo lo que le falta a Las heridas: sutileza, ambigüedad y zonas inexplicables, dimensiones apenas rozadas por Uribe. De hecho, aquí radica uno de los grandes problemas de construcción de esta historia. La narradora desprecia a la madre, pero admira al padre que la abandonó de niña. ¿Por qué? Lo único que se sabe de él es que quería ser escritor, que tocaba la guitarra. La información más importante es el descubrimiento, por parte de la narradora, de que tenía una doble vida. Este hilo es explorado brevemente y se hace a un lado, perdiendo la posibilidad de construir la ambigüedad de este secreto y dar algo de espesor a Las heridas. Un abandono incluso majadero en las últimas páginas, cuando la abuela le entrega a la protagonista una caja que le perteneció al padre y lo único que a ella le importa es descubrir entre los documentos unas fotografías infantiles de sí misma. Un yo muy necesitado de reconocimiento, que se solaza por su propia valentía (celebrada por una amiga), por su inteligencia (celebrada por su pareja) o por el hecho de que en Argentina lograra superar su obsesión por sacarse sietes… “porque descubrí que hay cosas mejores: un diez”.
Esta historia no se trata de los secretos familiares (contados con amplificador), ni de hacer un verdadero camino por “las heridas”, sino de un yo meritócratico que logra elevarse por sobre la precariedad familiar y que necesita celebrarse constantemente. Pierde así la oportunidad de relatar tramas ocultas de la violencia, del patriarcalismo y las diferencias sociales, para quedarse con una caricatura del dolor personal, incluso cuando relata el trauma de una infancia amenazada por la leucemia. Es literatura que busca básicamente la identificación desde lo afectivo y sentimental, pero su única herramienta es la romantización del llanto: “Mi hermana salió corriendo de la sala y fui tras ella. La encontré llorando en un pasillo del hospital (…). Luego era yo la que lloraba con el pecho vivo en algún rincón del hospital y era ella la que llegaba a abrazarme”.
No obstante, ni las palabras cursis (“Era jueves en la tarde y yo estaba en desamor”) ni el narcisismo en sí arruinan un texto. Tenemos los ejemplos eficaces y sentimentales de Juan Gabriel y Mon Laferte en la música, o el interesante yo desmesurado de Gabriela Wiener en la literatura. Los problemas del texto no se pueden achacar, tampoco, a la autoficción o a las narrativas del yo en general, ni a la dificultad de narrar la devastadora muerte de una madre o un padre, vertiente que en sí misma tiene en Chile valiosos ejemplos recientes, como Ella estuvo entre nosotros, de Belén Fernández o el cuento “La historia que nos contamos”, de Carolina Melys. Lo que pasa es que Uribe pierde por completo el control de lo que desea narrar, para ceder paso a un constante “rajar el pecho y mostrar adentro”, que resiente el trabajo literario e incluso aquello que desea expresar, como cuando escribe: “Así muere Alberto Uribe. Pase lo que pase, disfrútalo, porque va a suceder una sola vez”. ¿No querrá decir “experiméntalo” o “vívelo”, y no “disfrútalo”?
En 2016 escribí, a propósito de su debut con Quiltras, que daban ganas de seguir leyendo a Arelis Uribe. El libro de relatos se me había hecho breve y reconocía en él rapidez y precisión; cinco años después de esa lectura interrumpida encuentro en Las heridas un ejemplo del empobrecimiento narrativo que vivimos, propiciado por el apresuramiento neoliberal y la falta de reflexividad crítica. El facilismo y el culto individual —ya presentes también en Que explote todo (2017)— se confunden aquí con los discursos identitarios con los que trata de involucrarse la narradora al nivel del eslógan: feminismo, demandas estudiantiles, lucha de clases. Las heridas va por su segunda edición; teniendo en cuenta esta resonancia, podrían al menos corregir, en el episodio sobre el periplo argentino de la narradora y sus aprendizajes sobre la historia de nuestros países, esta frase: “La derecha chilena de Patria y Libertad asesinó en Argentina a René Schneider”. Un poco de rigor y respeto por la memoria: el asesinato fue en Chile, en 1970; probablemente la autora quería referirse al atentado contra Carlos Prats, bajo dictadura. Los nombres y vidas de otros y otras, como sus experiencias, también son importantes… y no son intercambiables.
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Las heridas
Arelis Uribe
Emecé Editores, 2020
112 páginas
$11.900