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El humor, un arma de doble filo. Entrevista a Andrés Mendiburo

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El psicólogo, académico e investigador analiza el humor, un fenómeno aparentemente trivial que, sin embargo, revela mucho de nuestra personalidad y de nuestras sociedades. En esta entrevista, Mendiburo explora los límites del humor, los cambios que ha tenido en la historia y sus vínculos con la comunicación política.  

Por Sofía Brinck y Evelyn Erlij
Edición: José Núñez / Foto de portada: AFP

En 1941, el escritor y ensayista estadounidense E. B. White dijo: “El humor, como una rana, puede ser diseccionado. Pero muere en el proceso y sus interiores espantan a todos, excepto a las mentes más científicas”. Analizar detenidamente un chiste es algo que, en general, se evita. ¿Para qué separar sus partes, cuando funcionan tan bien como un todo? Porque pueden ayudarnos a entender las personas que cuentan el chiste, quiénes lo encuentran gracioso, y las sociedades donde se transmite. El humor, la risa y lo cómico han sido históricamente tomados en serio por filósofos como Aristóteles, René Descartes e Immanuel Kant, y ahora son objeto de estudio para disciplinas como la psicología y la sociología. Entre quienes se dedican al tema se encuentra Andrés Mendiburo, académico de la Facultad de Educación y Ciencias Sociales de la Universidad Andrés Bello, quien investiga cómo funciona el humor, qué revela de nuestra psicología y cuál es su vínculo con la comunicación política.

―Yo lo empecé a estudiar porque me parecía entretenido y porque no tenía mucha habilidad para ser gracioso. Luego descubrí que había formas de hacerlo desde la psicología social, y vi que el humor no era solo la sensación placentera individual sino un fenómeno social que comunica cosas. Es una cuestión mucho menos trivial de lo que parece―afirma Mendiburo, quien además está a cargo del Laboratorio y Observatorio de lo Cómico (L.O.CO) de la Universidad Andrés Bello y es miembro de la Red de Investigación y Estudios del Humor (RIEH).

A pesar de que el humor suele asociarse con lo banal, es una de las formas más placenteras que el ser humano ha tenido a lo largo de la historia para cuestionar el orden político y social. Puede poner en juego los límites de una época, de la moral, de lo políticamente correcto, de lo decible.

A todos nos gusta reírnos, pero también le tenemos mucho miedo al ridículo. A ser el objeto de burla y quedar como tonto socialmente, en una posición de vulnerabilidad. ¿Qué tiene de terrible el ridículo, por qué le hacemos el quite?

―El miedo a hacer el ridículo se llama gelotofobia. Y el placer por que se burlen de otros es el catagelasticismo. Hace un tiempo hice una encuesta en Chile y medí la gelotofobia, que es un concepto patológico. El tener miedo a que se burlen de ti es una cuestión súper natural y adaptativa, pero cuando hablas de gelotofobia es que realmente hay un miedo muy patente, a veces irracional, al ridículo. Y quiénes puntuaron más alto eran usualmente mujeres, grupos socioeconómicos más vulnerables (o medio-bajos) y gente de una edad media avanzada. La interpretación que le di era que hay ciertos grupos sociales de los cuales la gente se burla mucho.

Y además son los grupos sociales menos hegemónicos.

―Hace un tiempo publicamos un estudio muy bonito, donde aplicamos la teoría de la ventana normativa. Esta teoría, de Crandall, Ferguson y Bahns (2013), plantea que los grupos sociales están repartidos dependiendo de cuán aceptable es el prejuicio que tú puedes manifestar hacia ellos. Es decir, qué tan aceptable es burlarse, por ejemplo, de disidencias sexuales, bomberos, etcétera. Los autores dicen que hay tres puntos en esta ventana. Uno donde están los grupos hacia los cuales el humor, o el prejuicio negativo, está permitido: reírse de estas personas estaría bien. Por ejemplo, los pedófilos. En el otro lado de la ventana están los grupos hacia los cuales no puedes manifestar ningún tipo de prejuicio negativo. Por ejemplo, los niños de la Teletón. Pero hay un grupo al medio, y acá en Chile apareció de manera muy clara, que es la ambigüedad. Tiene que ver con la ambigüedad moral respecto a qué tan aceptable es burlarte de ellos, y en ese grupo están las minorías, las disidencias sexuales, las mujeres, las feministas.

Monty Python, en 1969, fantaseaba con un chiste tan gracioso que quien lo oía o lo leía moría de risa. También está la historia de El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco, en que un libro, que resulta ser el segundo tomo perdido de la Poética de Aristóteles dedicado a la comedia, es responsable de la muerte de un grupo de monjes. ¿Cómo explicarías esta relación de la risa con la muerte?

Andrés Mendiburo, académico de la Universidad Andrés Bello. Crédito: UNAB.

―Lo que entendemos por humor es un concepto que históricamente ha variado muchísimo. Por ejemplo, en la época victoriana ser chistoso era equivalente a tener ingenio; la persona humorista era gente chabacana. Y la comedia en la época clásica es lo que se contraponía a la tragedia. Para los grandes pensadores, la comedia era una cuestión absolutamente de pueblo, secundaria. Era demasiado placentera para ser digna. Aristóteles, por ejemplo, veía que el factor elemental en la comedia era la agresión. Hobbes también retoma eso. Todas las teorías que tratan de explicar el tema plantean que hay algo de agresión, y estamos hasta cierto punto de acuerdo. Pero la relación de lo cómico con la muerte no tiene que ver solamente con sus contenidos. Creo que está más relacionada con la lógica del humor gallows, este humor que lidia y se relaciona con la muerte. Al trivializar temas que son tan brutalmente molestos para el ego, tan terribles y dolorosos, es posible enfrentarlos. La muerte ―el no ser, la locura― tratada a través del humor, permite trivializarla. La humaniza, la aterriza, y creo que eso es un mecanismo de defensa.

Hay un lugar común que dice que la comedia es igual a tragedia más tiempo. Eso significaría, por ejemplo, que no podríamos reírnos de una tragedia en el presente o que pasó hace poco. ¿Pero qué ocurre cuando el humor no toma distancia temporal? ¿Puede haber risa cuando no hay paso del tiempo?

―Tiene que ver más con la cercanía psicológica que con la temporal. El tiempo no es lo que produce una protección, sino que es la distancia psicológica con el tema. Por ejemplo, el otro día escuché un chiste muy bueno con respecto a la bomba que pusieron en la maratón de Boston. No pasó hace mucho tiempo, pero yo lo puedo considerar gracioso porque en realidad para mí hay una distancia psicológica enorme con respecto a eso. Esta distancia no es solamente que se tenga algún tipo de afectividad con el hecho, sino que uno pueda verse reflejado en lo que sucedió, en el contexto, en la cultura, etcétera. No sé si está bien o mal hacer ese tipo de chistes, porque eso ya es un juicio moral, pero sí creo que habla más de la personalidad, del ser humano que está haciendo el chiste, que de una regla para el humor. Hay gente que tiene cierta disposición a disfrutar más con el humor sarcástico, pero no quiere decir que para que algo sea gracioso tiene que haber sarcasmo. No es una regla estructural.

Durante la pandemia, una de las formas de sobrellevar el encierro fue reírnos de lo que nos estaba pasando. Internet se llenó de memes y WhatsApp de stickers irónicos. Reíamos en lo que probablemente ha sido el momento más difícil que hemos enfrentado como sociedad en las últimas décadas. Y también hubo quienes criticaron esa actitud. ¿Deberíamos sentirnos culpables por buscar el humor en estos contextos? Más allá del lugar común, ¿ayuda la risa a soportarlos?

―Risa y humor no son lo mismo. El humor es sumamente adaptativo. Es un resultado de la evolución que nos permite seguir jugando en la adultez y que le permite a los niños entender límites sociales. Es necesario y útil. Como mecanismo de afrontamiento, cuando es bien utilizado, es supersano. La gente que tiene una mayor disposición al humor se adaptó mejor a la pandemia. Usualmente eso tiene que ver con que el sentido del humor se correlaciona con otras variables, como por ejemplo el cheerfulness, esa gente que siempre está contenta. Pero también se ha visto que a nivel social puede tener una función de afrontamiento comunal. Es decir, en base a lo que vivimos juntos podemos trivializar el tema, pero además lo hacemos más accesible, más superable. También se ha visto que la gente que no es tan alta en este tipo de rasgos, que es más alta en seriedad, o en variables como el neuroticismo y la depresión, tiende a no disfrutarlo, y esas personas son muchas. Si bien todo el mundo disfruta el humor de alguna forma, hay gente que lo disfruta menos, y yo creo que es respetable. Ir a burlarme en la cara de una persona que perdió a un familiar por covid es una súper mala idea. El humor, como todo, tiene contextos, y se sabe que estos son más bien familiares, pequeños.

Humor y política

En su libro Humor (2019), el crítico cultural británico Terry Eagleton examina las principales teorías en torno a este fenómeno y hace hincapié en sus aspectos políticos: “El humor puede servir como un instrumento de censura, de desprestigio y de transformación, pero también tiene la capacidad de disolver conflictos sociales fundamentales por medio de una explosión de alegría”, señala. Mendiburo últimamente se ha interesado en un área poco relacionada con el humor: la comunicación política. Sus investigaciones en esta materia lo han llevado a analizar el impacto que tiene en la confianza hacia los políticos o, más recientemente, cómo usan las figuras políticas el humor en Twitter (ahora X).

En Chile, se podría decir que el humor fue una de las vías por la que quedó expuesta la fragilidad de la democracia: está, por ejemplo, el caso de la condena al chiste que el Palta Meléndez hizo sobre el Papa Juan Pablo II en Viña 94 o algunos sketches de El desjueves o Plan Z, como “El golpe según la derecha”. ¿Qué papel jugó el humor en la posdictadura?

―Que pudiesen aparecer programas como Plan Z para mí muestra que estábamos en democracia, y además se burlaban de este tema. Marco Silva haciendo de Aylwin cuando Aylwin estaba lúcido, vivo. (Pedro) Peirano haciendo de Pinochet cuando Pinochet era senador. [El sociólogo] Christie Davis tiene una frase muy buena. Estudió el humor en ambientes como la Unión Soviética, y dijo que no fue el humor el que botó el muro. El humor no causa grandes transformaciones sociales. Yo estoy de acuerdo con eso. Pero él también dijo que refleja los grandes cambios sociales y que es capaz de generar una masa que se va expandiendo, un contagio de ideas. Ahí es donde surge, por ejemplo, esta cuestión de la generación de Peirano y Díaz, que también tiene que ver con el Canal 2 Rock & Pop y todo lo que se estaba haciendo. El humor permite que estas personas empiecen a expresar de manera masiva las ideas que están rondando en el país. Creo que eso es un aporte a la democracia. Empezar a demostrar que estamos descontentos, que somos jóvenes descontentos. El tema es cuando tienes 50 años y sigues siendo un joven descontento.

El colectivo holandés Metahaven, en su libro Can Jokes Bring Down Governments? (2013), plantea que los memes en internet son un arma política. ¿Estarías de acuerdo?

―Hay una teoría que se llama «teoría del prejuicio normado», que plantea que existen normas sociales para la manifestación de prejuicios hacia ciertos grupos. Esas normas pueden verse quebradas por el humor, e incluso expandidas. Eso quiere decir que el límite de qué tan permitido es burlarse de ciertos grupos a nivel social puede ampliarse si alguien empieza a hacer chistes sobre ellos. Hay investigaciones muy impactantes. Por ejemplo, hay una en que se le muestra a ciertos hombres chistes sobre violación, a otros chistes sobre cualquier cosa y al tercer grupo no se le muestra nada. Después se evalúa qué tan de acuerdo están con estereotipos respecto a la violación y los hombres que vieron chistes sobre el tema están más de acuerdo. Es brutal. En otra investigación, gente que fue expuesta a humor contra minorías raciales en Estados Unidos después estuvo menos dispuesta a donar dinero hacia esos grupos. Quizás no estás generando que la gente se vuelva prejuiciosa, pero sí estás permitiendo que manifiesten su prejuicio.  Y ahí hay un poder.

Una de tus últimas publicaciones es una investigación sobre el uso del humor por figuras políticas en Twitter. Según el estudio, el humor se usa poco y además es muy agresivo. Pero eso se contrapone con su uso social: en Chile, se tiran “tallas” sobre la mayoría de los políticos, en especial sobre los presidentes. ¿Cómo explicas esto?

―Lo que estamos haciendo es una cuestión bien experimental y orientada al dato. Porque en algún momento nació la sospecha de que a través del humor se podía estar generando algún tipo de lazo entre las personas y los políticos que no se había estudiado en comunicación política. Partí con un análisis del humor usado por políticos en Twitter en relación con la aparición de encuestas de opinión. Y lo que muestra es que en esta plataforma los políticos usan el humor de forma muy agresiva, sobre todo cuando son oposición. Por algo muy evidente: el humor permite agredir sin que sea una agresión real. Y además lo pueden usar solo ciertas personas. El presidente Boric siendo diputado usaba mucho humor en Twitter, y cuando comenzó a ser presidente lo dejó. Vimos, también, que había una relación entre cómo los políticos eran evaluados en las encuestas y cómo ellos mismos utilizaban el humor en redes sociales. Y como uno no puede sacar conclusiones causales en base a correlaciones, lo que hice fue diseñar algunos experimentos basados en chistes de políticos usados en internet.

¿Qué nombres podrías citar?

―Los políticos que usan más humor en Twitter son (Mario) Desbordes o (Álvaro) Elizalde. Desbordes usa mucho humor negro, pero gracioso a mí parecer. Elizalde es muy bueno para la talla. Boric y (Giorgio) Jackson no son tan talleros, pero tienen un humor muy de «compadrito de colegio». Los chistes de ellos son de ese estilo. José Antonio Kast también tiene un manejo del humor, yo creo que ha trabajado mucho eso en términos de comunicación política. Creo que en su caso hay una cuestión más pensada.

¿Las mujeres no usan humor?

―En general lo usan mucho menos. El estereotipo con respecto a las mujeres es que son menos graciosas. Y lo que está mostrando la mayoría de los estudios es que, primero, efectivamente las mujeres usan menos humor y, segundo, las mujeres quieren usar menos humor, o manifiestan querer usarlo menos.

Porque quieren ser tomadas en serio, ¿no?

―Tiene que ver con eso: cuál es el rol que tienen socialmente. Una mujer que es tallera, que es buena para el chiste, probablemente impacta de otra forma en las personas. Existe una hipótesis que es la de la asociación del humor, es decir, que uno tiende a asociar las características positivas con otras características positivas. Entonces, si veo que alguien es gracioso lo asocio con que es más inteligente, más capaz, más sociable, extrovertido, etcétera. En el caso del humor, eso funciona solamente con los hombres. En el caso de las mujeres no funciona tanto. Es más, hay un estudio con profesoras que indicó que aquellas más graciosas eran consideradas que sabían menos de lo que estaban hablando. Es brutal.

Históricamente, existe una diferencia entre el adjetivo de lo público usado para hombres y mujeres. Un hombre público es un estadista, un político, mientras que la mujer pública es una prostituta. ¿Por qué una misma palabra o característica, como el hecho de tener humor, puede ser calificada de forma diferente?

Uno de los experimentos del Fondecyt que estoy haciendo ahora es con estímulos reales, es decir, con chistes que hayan contado los candidatos y la candidata que hubo en la primera vuelta de la última elección presidencial. La candidata era Yasna Provoste. Tomé los pocos chistes que logré encontrar, con excepción de Boric y Kast, en que había mucho material. En el caso de Provoste, había una talla que contó en un matinal, donde le mostraban imágenes de los otros candidatos y aparecía, entre ellos, Parisi. Ahí le preguntan algo así como “usted con quién iría a comer” y ella dice: “Con Parisi no, porque él no paga”. Lo usé en el experimento y la gente lo consideró muy gracioso. Pero ella fue el único caso en el que, a pesar de que la gente considerara gracioso el chiste, eso no afectó la probabilidad de voto. En todo el resto, en el caso de los hombres donde sí había algún tipo de chiste, aumentaba un poquito la probabilidad, pero en el caso de ella, no.