La revuelta feminista, la crisis de la salud mental, el estallido social, la pandemia y el triunfo del Rechazo instalaron un horizonte incierto en Chile. Pero avanzar hacia lo desconocido no es necesariamente un problema: hay incertidumbres que son necesarias, porque pueden convertirse en un impulso para idear nuevos caminos. Así lo plantea Roberto Aceituno, psicólogo y académico de la Universidad de Chile, quien en este diálogo analiza las vicisitudes sociales y políticas del Chile actual.
Por Svenska Arensburg
Explorando caminos que contribuyan al entendimiento del presente, el psicoanalista argentino Yago Franco, en Transfiguraciones: psicoanálisis de la pandemia (2022), invita a pensar la emergencia de la crisis sanitaria mundial como aquello que amenaza con la destrucción de una normalidad que, por más sufrimientos que genere —crisis climática, guerras, enfermedades y un largo etcétera—, propicia una suerte de desorden ordenado. Franco alude al modo en que nos acostumbramos a vivir en una sociedad que intoxica al medio ambiente y, a la vez, está constituida por subjetividades intoxicadas, pero que nos obstinamos en conservar, al punto de renegar el hecho de que ella nos condujo a la pandemia. Tal como Fausto, dice el psicoanalista, nos enfermamos como consecuencia de nuestra irrefrenable omnipotencia. Por ello, resulta fundamental problematizar ese “negacionismo colectivo”, esa insistencia por evitar lo incierto y cegarnos frente a aquello que amenaza con desarticular el mundo instituido.
A partir de estas reflexiones surge el interés por dialogar con Roberto Aceituno, psicólogo y académico de los departamentos de Psicología y Psiquiatría de la Universidad de Chile, para situar la pregunta por los sufrimientos sociales y subjetivos que se han hecho visibles en el devenir de Chile en estas últimas décadas.
Hasta hace poco nadie reconocía las políticas de salud mental como algo importante en Chile, pero hoy, de pronto, están en el centro. ¿Cómo se explica?
—Uno de los motivos, creo, tiene que ver con lo que se ha llamado la “individualización del malestar”: el malestar, una experiencia colectiva e histórica, que tradicionalmente se manifestaba a través de crisis sociales, en los contextos contemporáneos se entiende bajo la forma de una individualización, como si el problema político de la salud mental se jugara a nivel individual. Por mucho que haya una traducción individualizante del malestar, eso no niega que a la gente le puedan pasar cosas. Eso evidentemente es cierto: las demandas de atención en salud mental han crecido de forma significativa. En un sentido, porque muchas personas asumen que es en ese nivel donde se va a resolver el problema, pero también por un genuino estado de sufrimiento, que tiene que ver con sus condiciones de vida, con situaciones de crisis, con incertidumbre. Creo que la salud mental requiere aproximaciones, por un lado, interdisciplinarias y, por otro, específicas. Un ejemplo dramático son las cifras de suicidio en Chile en comparación con otras sociedades, que son muy altas en el sector juvenil. Eso requiere un abordaje profesional muy importante y también recursos y políticas públicas, algo que en nuestro país está en un nivel muy insuficiente. Al mismo tiempo, es importante situar el problema en Chile, considerando todas las vicisitudes sociales y políticas de los últimos años: el estallido social, la pandemia e incluso el movimiento feminista, que indirecta o directamente tiene que ver con la salud mental.
¿En qué sentido?
—La dimensión de género es clave para pensar los problemas de la salud mental. En términos tradicionales, quienes más demandan la salud mental son las mujeres. Entonces no me parece trivial que aparezca vinculada a esa condición política de los movimientos sociales, en este caso, el movimiento feminista. Por otro lado, la salud mental en su condición más crítica está generalmente asociada a situaciones de violencia: en la pareja, femicidios, violencia sexual, acoso, abuso, discriminación, exclusión. Son todos temas determinantes para la situación de salud mental. Desde la revuelta feminista aparece la salud mental como una reivindicación de los y las estudiantes, por ejemplo.
¿Qué une a las demandas de género con las demandas de salud mental?
—Lo que tienen en común es que no tienen problema en pensar que el sufrimiento, el cuidado, las reivindicaciones de género, son cuestiones subjetivas, al mismo tiempo que su reconocimiento es político. Es algo que comparto: la lucha política también se da en el terreno subjetivo. Es una buena noticia, porque se incorpora una dimensión que generalmente se ignora a nivel sociopolítico. Género y salud mental introducen la subjetividad en el problema político de una manera más clara, porque hacer política era dejar fuera todo eso. No se toma el peso que tiene la subjetividad, y es un espacio donde ocurren conflictos, también políticos. De la misma forma, tiene que ver con el reconocimiento. El sujeto pide que se le nombre y eso es importante, no es solo “deme un diagnóstico o una pastilla”.
Claro, el llamado a responder a la salud mental no tiene que ver solo con un diagnóstico o un medicamento, porque eso no abre la posibilidad de reconocer el sufrimiento.
—Hay un fenómeno que toca en algún punto este tema, y que percibo sobre todo en un sector juvenil, donde aparece de una manera muy brutal el tema de la identidad, de los nombres. Creo que nunca habíamos vivido esta búsqueda por saber quiénes somos. Cada vez vamos agregando más nombres a la experiencia, bajo el supuesto de que mientras más nombres tengamos, más claro tenemos quiénes somos. Se multiplican al infinito las clasificaciones y hay veces, incluso, que esa búsqueda de una identidad nominal se topa con la búsqueda del diagnóstico. Por ejemplo, soy espectro autista y además tengo tal clasificación en mi identidad de género, como si eso me ahorrara la necesidad de preguntarme por la complejidad de mi sufrimiento y el de otros.
Habría, entonces, un vacío sobre el propio lugar, un malestar con el propio nombre, y se busca una respuesta en la salud mental, en el diagnóstico o en un nombre que me resuma o me fije y que me responda quién soy.
—Eso tiene otra dimensión problemática que es el reverso: la certidumbre. Mientras más certeza tenemos, aparentemente más tranquilos estamos, pero ya sabemos hacia dónde nos conducen las certezas absolutas. Si miras la historia, cuando se logra instalar un matiz totalitario en esta búsqueda de certezas, se termina con gobiernos ya no conservadores, sino que directamente fascistas.
¿Cómo ves la relación entre la demanda de salud mental y el estallido social?
—El estallido mostró una forma de expresión del malestar que se venía fraguando históricamente y que apareció de una manera muy explosiva. Creo que lo particular de ese modo de presentarse tiene que ver con intensidades, y aquí estoy diciendo algo políticamente incorrecto, tal vez, pero esas intensidades no necesariamente conducen a una transformación política. Es una condición necesaria, pero no suficiente. Pienso que esto tiene que ver con la salud mental en algún sentido. El estallido fue pura intensidad y entregó una expectativa, un anhelo político que va a tomar años, pero que está lleno de ilusión, como todos los anhelos mientras no se transformen en algo más claro desde el punto de vista político. Durante el estallido apareció mucho la frase “no era depresión, era capitalismo”, como si se hubiese descubierto cuál era el problema. El problema ya no soy yo, no es que yo tenga depresión, el asunto es que vivo en una condición de vida miserable y eso curiosamente tiene un efecto aliviador, porque te saca del imperativo contemporáneo de que tienes que cargar con tu propia responsabilidad, y les devuelve a las instituciones, al Estado, a la política, una responsabilidad que estaba ausente.
Trabajar los duelos
Hubo un ambiente de mucho entusiasmo durante el proceso constituyente, pero también de mucha crítica. Luego, tras el plebiscito, aparece una división entre la política tradicional, que toma el control de la situación, versus una ciudadanía que queda silenciada y cae en un estado melancólico.
—Depresivo, diría. Hay una dimensión simbólica tremenda en el triunfo del Rechazo, a la que no le hemos tomado el peso. Eso va a tener un efecto en la convivencia y la cultura chilena. Un efecto político, regresivo, en el que aparecen los sectores más conservadores, incluso pinochetistas, que leen este triunfo como si todo hubiese sido una ilusión, y que la realidad es que todos quieren paz y orden y no una transformación social. Esto es lo más grave, porque va a tomar mucho tiempo restituir lo que habíamos logrado. Por eso es tan importante traducir el ideal en política, y, por lo tanto, en poder, y eso no tiene buena prensa. Como si preguntarse por el poder y la eficacia fuese algo mal visto. Tengo la impresión de que esa suerte de entusiasmo podría traer algo tremendamente depresivo. Está también el tema del duelo, de cómo hacer el duelo de una derrota en un sector importante de la sociedad chilena. Eso remite a otro duelo: el del golpe militar. No es casual que esto esté ocurriendo cerca de los 50 años del golpe y que el plebiscito haya sido el 4 de septiembre, el día que fue elegido Allende. ¿Cómo estas cosas simbólicas no van a tener peso en una comunidad como la sociedad chilena? Todas las crisis nos enfrentan a tener que, de repente, golpearnos ante realidades que no queremos ver.
También nos tocó vivir una pandemia. Estuviste involucrado en un trabajo en torno a las posibles consecuencias de las medidas de confinamiento. ¿Qué puedes decir sobre esto?
—La pandemia, como toda catástrofe, pone en juego lo peor y lo mejor. En el lado negativo está la cantidad de formas que tenemos de negar la realidad. Por ejemplo, la cantidad de personas muertas es tremenda, y eso no tiene ninguna inscripción simbólica, social. Dejará una marca importante, porque los traumatismos se viven también a posteriori. Con la pandemia puede pasar algo así, y por eso va a ser fundamental entregar mejores y mayores recursos para el trabajo con los duelos y los procesos postraumáticos. Pero la catástrofe sanitaria, económica, social que trajo la pandemia no solo pone en evidencia lo que ya estaba ahí —las desigualdades, los abusos, las precariedades—, sino también levanta recursos olvidados, formas de solidaridad, posibilidades de elaboración y de transformación.
Es interesante imaginar que la incertidumbre puede ser una oportunidad para imaginar proyectos, es decir, que puede ser una fuente de inspiración, un espacio desde donde pensarse, un trabajo permanente.
—La incertidumbre no es necesariamente un signo de mala salud mental, de desesperanza o sufrimiento. Puede adquirir esa forma dependiendo del modo en que se transmita. Hay incertidumbres que son necesarias porque abren una pregunta por lo que viene, y hay certezas que no son buenas, porque cierran esa pregunta. El asunto es cómo imaginar una incertidumbre que abra preguntas, pero que también abra la posibilidad de responder. Y eso es lo que viene ahora: buscar nuevas formas, imaginar, inventar nuevos procesos políticos. Pasar de las certezas —todo mal— a las preguntas —¿por qué?— y, desde ahí, a posibles respuestas.
¿Cómo entiendes el malestar en el presente?
—Respecto al malestar actual, y lo digo tanto en el plano individual como colectivo, pienso que serán otros tiempos los que nos permitirán decir algo más preciso. Esto nos obliga a reconocer nuestras ignorancias. Lo actual es siempre difícil de pensar, pero por lo mismo nos abre a la posibilidad de reconocer que lo que vivimos hoy puede ser leído bajo otras encrucijadas históricas. Es decir, hay que reconocer el pasado para que pueda pasar, para que no lo vivamos como una pura repetición de lo mismo. A la vez, el pasado nos abre preguntas sobre el porvenir y sobre cómo pensar estas cosas bajo el modo del conflicto, de los deseos, y no solo de lo traumático. No veo por qué lo que ocurre en el campo de la salud mental sería tan diferente a lo que ocurre a nivel de nuestra sociedad: tratar de pensar el presente desde las condiciones pasadas para abrirse a un porvenir.