-Mi hijo es lanza, dijo madre 1.
-El mío escapero, dijo la 2.
-Cogotero aún, la 3.
-Acaso monrero, la 4.
Eran seis madres rapadas, rasadas, peladas: Seis lampiñas que suplicaban justicia.
Diamela Eltit, Por la patria.
Por Miguel Enrique Morales
Mi papá bebió de un sorbo su botella de Coca-Cola. Estaba sediento, como cada 8 de diciembre tras completar la caminata a la cumbre del Cerro San Cristóbal para pagar manda a la Virgen María que cuida Santiago. El día anterior trabajó hasta tarde, pero no estaba dispuesto a “fallarle” voluntariamente a la virgen. En sus cuarenta y nueve años, las únicas tres veces que no le cumplió a la virgencita fue porque estaba preso en la ex Penitenciaria, en la Cárcel de Rancagua, por unos días en la Cárcel de San Miguel, cuando sí era un lugar de tránsito, un Centro de Detención Preventivo. Esa madrugada salimos a las tres para evitar la luz cegadora del sol del amanecer durante el ascenso. A las 6:15 ya estábamos sentados en un local de la calle Pío Nono, un bar que cada 8 de diciembre renuncia a su rubro nocturno en el bohemio Barrio Bellavista para concentrar sus esfuerzos en la jornada diurna siguiente, en que miles de santiaguinos concurren al cerro. En la cumbre se celebran misas; en las veredas, desde Plaza Italia, los vendedores ambulantes ofrecen velas, calendarios con la imagen de la Virgen, estampitas, escapularios, rosarios; también hay carros que fríen sopaipillas o empanadas. Pero mi papá tenía un imperativo irrenunciable: el ascenso se cumple en ayuno. Es una mañana de esfuerzo por los trescientos sesenta y cinco días en que la Virgen nos ha cuidado. Por eso al culminar el descenso, mi papá se apresuraba en encontrar un local de desayuno a bajo costo.
Esperábamos los sánguches aliados (jamón-queso) cuando la televisión inició un despacho en vivo, algo inusual a las seis de la mañana en un día feriado. Al principio, imágenes sin ninguna voz en off que narrara lo que se proyectaba. La huincha de caracteres daba un indicio: “Humo en la Cárcel de San Miguel”. Ubicado en las intersecciones de Ureta Cox con San Francisco, el recinto penitenciario construido en el barrio obrero de la Madeco exhalaba columnas de humo desde una de las cinco torres en que se distribuye a los reclusos, precisamente la torre 5. Mi papá enmudeció. Sin advertirlo se tomó, nervioso, mi Coca-Cola. Sucesivos sorbos humedecían sus labios y su lengua. Él sabía lo que significaba el fuego dentro de las hacinadas piezas de las cárceles de Chile. “Es mucho el humo, huacho, es mucho el humo, esa weá es grande”, musitó sin mirarme. La llegada de los sánguches lo trajo de vuelta. “El Marcelito, weón, el Marcelito, ¿ya se fue en libertad?” me preguntó, a lo que le respondí que sí, que mi primo Marcelo había salido de San Miguel y regresado a su casa en la población La Yungay, en la comuna de La Granja. “Y el Leo, el Choro Leo, ¿dónde se está hospedando?”. “Parece que en Colina I, papá”, le respondí, a propósito del amiguito que llevaba con nosotros a ver a la U del Matador Salas cuando éramos chicos.
En ese mismo momento una voz en off se sumó a la señal. Decía ser un periodista que despachaba desde su celular y que había llegado a los alrededores de la cárcel. Su voz era indistinguible, porque las familias de los reclusos en la cárcel de San Miguel ya habían empezado a llegar, desesperados. Ellos gritaban, ellos lloraban, ellos clamaban por información desde Gendarmería, ellos querían saber si sus familiares estaban bien. Mi papá no alcanzó a darle una segunda mordida a su sánguche cuando me dijo que no tenía hambre pero me esperaba. La angustia de su voz fulminó mis ganas de comer. Pagamos la cuenta. “¿Pasa algo con los panes que no se los comió, casero?” le preguntó el cajero. “No, no, disculpe”, respondió él. Antes de salir, lo último que escuché desde la tele -mis recuerdos, aquí, se entrelazan- fue al periodista quejándose de que los familiares no le permitían hacer su trabajo de prensa porque en su desesperación les gritaban a ellos pidiendo información. Esa voz, supe después, instauraba la premisa que acompañó la cobertura a lo largo del día: los familiares, desesperados por saber de sus hijos, eran un fastidio para los periodistas.
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El 8 de diciembre del año 2010, veinte minutos antes de las seis de la mañana, una riña entre internos del cuarto piso del ala sur de la torre 5 de la Cárcel de San Miguel derivó en un incendio que no pudo ser sofocado ni por los reclusos ni por Gendarmería. Tania Tamayo Grez ha investigado los sucesos que llevaron a este exterminio de ochenta y un cuerpos desechados por el Chile de la Transición en su Incendio en la Torre 5: las 81 muertes que Gendarmería quiere olvidar” (2016), libro que aporta cifras y relatos escalofriantes sobre las condiciones que anunciaban la inminencia de una tragedia de proporciones. Escalofriantes por los testimonios, escalofriantes sobre todo por la desidia del Estado del Chile de la Transición, que desoyó las recomendaciones de organismos internacionales a partir de otras tragedias similiares a lo largo de esa década:
“Los mismos incendios tampoco eran un tema desconocido. El once de diciembre del 2000, en el mismo CDP [Centro de Detención Preventivo] de San Miguel, murieron siete internos en la torre dos y, tras un sumario, se decretó que había problemas graves de infraestructura; en la Cárcel del Manzano, en Concepción, el once de septiembre del 2003 murieron nueve internos y 18 quedaron heridos por un siniestro en el módulo tres. El 22 de octubre del 2007, en el centro Tiempo de crecer del Servicio Nacional de Menores (Sename), en Puerto Montt, murieron diez niños en un incendio; y en 2009, en el centro penitenciario Colina II fallecieron otros diez internos (…). Aún así, la tragedia carcelaria más recordada antes de San Miguel ocurrió en mayo de 2001, en Iquique. Allí murieron quemados 26 reos en el módulo de primerizos. Según las investigaciones posteriores, la guardia interna, que contaba solo con tres funcionarios esa noche, no se percató del incendio en un primer momento y la guardia externa tampoco, porque el módulo en cuestión estaba instalado en el patio y la cámara de vigilancia no se encontraba bien enfocada. Entonces, se justificarían desde Gendarmería, la oscuridad no dejó ver el humo. Luego se constató que los extintores no funcionaron porque estaban descargados, que las llaves de una de las rejas de acceso se perdieron y que los gendarmes no se comunicaron inmediatamente con bomberos, los que no pudieron entrar cuando llegaron[1]”.
Si bien el 8 de diciembre del 2010 bomberos acudió al recinto penitenciario en menos de diez minutos desde recibida la llamada, las condiciones de hacinamiento junto a los protocolos negligentes de Gendarmería ya habían condenado a muerte por asfixia o por calcinamiento a ochenta y un reos privados de libertad por delitos de diversa índole.
La tragedia de San Miguel es una bomba de tiempo que estalló inmisericorde ese día[2]. En su pesquisa, Tania Tamayo revela que “El CDP en total albergaba 1.956 prisioneros el día del incendio y su capacidad era de algo más de 700. No hubo forma de esconder el hacinamiento aquel día[3]”. Entre los 144 internos del cuarto piso de la torre 5 había homicidas, violadores (“pichulas de hueso”, como se les conoce en las poblaciones) y asaltantes, pero también algunos internos que no pagaron una multa de 38 mil pesos (poco más de 50 dólares) por consumo de alcohol en la vía pública. Incluso dormía allí un joven privado de libertad por delitos contra la Propiedad Intelectual, Bastián Arriagada, que no quiso ser choro sino ganarse la vida honradamente, vendiendo en las ferias películas piratas.
Los gendarmes a cargo de resguardar la población penal esa noche eran tan solo cuatro, quienes, por lo demás, fueron los únicos imputados por esta tragedia. Los fiscales en ningún momento apuntaron al ministro de Justicia, cartera a la que responde Gendarmería, a pesar de que cada ministro del Chile de la Transición sabe que los gendarmes rara vez gozan de su día de franco por los seis de trabajo en la semana: muchos de ellos obtienen una jornada de descanso después de veintidós días consecutivos en la cárcel. Los fiscales se encargaron de informar que algunos gendarmes de turno esa madrugada habían bebido alcohol durante las tres horas de franco que tuvieron entre las ocho y las once de la noche anterior, previo al regreso a sus dormitorios en la cárcel para reiniciar a las 4:00 AM un nuevo turno sin día de franco por hasta tres semanas. Los fiscales en ningún momento apuntaron al presidente, en su calidad de jefe de Estado, a pesar de que Piñera, como Bachelet, como Lagos, conocía las condiciones de hacinamiento de la población penal del país: en “la pieza chica del cuarto piso sur” de la torre 5, donde se inició el fuego, 71 internos compartían “28,81 metros cuadrados[4]”. Tampoco imputaron a algún director de Gendarmería, cargo de confianza del jefe de gobierno. Pero el periodista, después de descansar en su hogar, insistía ese día en lo difícil que era cumplir con su labor porque las familias, llorando, gritando, rezándole a la virgen por que sus hijos estuvieran bien, le dificultaban cumplir su trabajo. Parecían “desquitarse” con ellos.
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El viernes 2 de septiembre de 2011, los canales de televisión de la señal abierta se unieron en una tácita cadena nacional de solidaridad en el dolor. Ese día un avión de la Fuerza Aérea de Chile capota alrededor de la isla de Juan Fernández, ubicada 670 kilómetros al oeste de la costa de Valparaíso. Además de residentes de la isla, la veintena de pasajeros incluía un equipo de televisión, dos rostros televisivos y un par de dirigentes de la fundación filantrópica a cargo del proyecto Desafío Levantemos Chile, plan emprendido a raíz del terremoto de febrero de 2010 que en Juan Fernández provocó un tsunami que tragó gran cantidad de viviendas. Una de las víctimas era el conductor de televisión Felipe Camiroaga, a quien se lo sindicaba como el sucesor natural de Don Francisco en Chile y en la Teletón. El otro es el filántropo Felipe Cubillos Sigall, director de Desafío Levantemos Chile y hermano de Marcela Cubillos, una política de extrema derecha que posteriormente sería ministra de Educación.
Durante meses, todo el país lloró a Camiroaga y a Cubillos. Durante años, los medios de comunicación hablaron del altruísmo (indesmentible, para ser justos) de estos dos filántropos. Durante semanas, el único tema de la parrilla de los medios fue el funeral de Cubillos y, sobre todo, de Felipito -devenido, tras el accidente, en un santo concededor de favores según la cultura popular. Los matinales, siempre en “guerra” por el rating, se unían en la solidaridad del dolor: todos los animadores, sin excepción, abandonaron una mañana el set del matinal de su respectivo canal para reunirse en el estudio de Buenos días a todos, de Televisión Nacional de Chile, programa que animaba Felipe Camiroaga. A toda hora, se le pidió a los periodistas en terreno, se nos pidió a nosotros, el público, que respetáramos el dolor de las familias, que no fuéramos invasivos en nuestras muestras de dolor, que respetáramos el duelo sobre todo de la familia Camiroaga y de la familia Cubillos.
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En su conferencia pronunciada en el Appleton College, la afamada escritora Elizabeth Costello sorprende a su audiencia –decanos, académicos y estudiantes- al hablar de la vida de los animales y no de literatura, como se esperaba de ella. En su argumentación, mediante una analogía entre la matanza de animales y los campos de concentración nazi, Costello –alter ego del sudafricano J. M. Coetzee, autor de Elizabeth Costello y La vida de los animales-, señala:
“El horror específico de los campos [de concentración], el horror que nos convence de que lo que pasó allí fue un crimen contra la humanidad, no es que los asesinos trataran a sus víctimas como a piojos a pesar de que compartían con ellas la condición humana. Eso también es abstracto. El horror es que los asesinos se negaran a pensarse a sí mismos en el lugar de sus víctimas, igual que el resto del mundo[5]”.
Lo que el premio Nóbel de Literatura nos dice es la solidaria indiferencia que practicamos: todo acto de crueldad hacia un otro concreto brota de la incapacidad de imaginar que uno mismo, en la rueda de la vida, podría estar en el lugar aquel mientras él ocupa el nuestro. Los campos de exterminio nazi, los lager y los gulag soviéticos, el apartheid, el Seguro Obrero y la salitrera Santa María, la Pisagua pinochetista y los UMAP castristas –unidades conformadas principalmente por homosexuales, enviados contra su voluntad a campos de “reeducación” que no fueron más que nuevos campos de exterminio y vejaciones–, se sustentan sobre un paradójico egoísmo solidario: el rechazo compartido a imaginar que nosotros podríamos estar allí, quemándonos, muriéndonos. La temprana codificación de los cuerpos por la biopolítica de un país cuyo crecimiento profundizó la segregación clasista nos exorciza de imaginarnos en ese lugar de potencial víctima. El Chile de la Transición, con su ficción de una sociedad enteramente clase media, no incluía ni como actores secundarios ni como espectadores a los 81 reos de San Miguel. Muchos, como mi papá, ni siquiera serían un “voto más” en la próxima elección, porque su derecho a sufragio se suspende indefinidamente al haber sido condenados por delitos penados con cárcel efectiva.
Cuando se recuerda y trata de inscribir en la historia del país el incendio de la cárcel de San Miguel en que fallecieron 81 internos el 8 de diciembre del año 2010, las palabras de Costello resuenan: toda tragedia transcurre ante la impunidad, pasividad y también solidaridad cómplice de una sociedad entera. Una sociedad que se calla y evade su responsabilidad –indirecta, en el caso de la sociedad civil; directa en el caso del elenco principal de la comedia de la Transición. Una sociedad que incluso justifica lo ocurrido aduciendo que eran “asesinos, traficantes, ¡vendedores piratas de propiedad intelectual registrada!”, mientras se une en el dolor para llorar, respetuosamente, a las víctimas del avión siniestrado en Juan Fernández.
Las víctimas de Juan Fernández, por cierto, quedaron irreconocibles: sus cuerpos se fragmentaron o incluso desintegraron tras el impacto del avión. Las víctimas de la Cárcel de San Miguel también quedaron irreconocibles: casi todos los internos murieron calcinados, algunos incluso abrazados entre sí tratando de protegerse mutuamente frente a las lenguas de fuego que los devoraban. Las víctimas de Juan Fernández tenían nombre con domicilio reconocible: Camiroaga, Cubillos, entre otros. Las víctimas de la cárcel de San Miguel también tenían nombre con domilicio reconocible, pero para la prensa, para el gobierno, esos nombres no tenían peso alguno: eran los otros los que gritaban entre las llamas, no nosotros. Al igual que en los campos de exterminio Nazi:
“La gente dijo: ‘son ellos los que pasan en esos vagones de ganado’. La gente no dijo: ‘¿Cómo sería si yo fuese en ese vagón de ganado?’. La gente no dijo: ‘Soy yo el que está en el vagón de ganado’. La gente dijo: ‘Deben de ser los muertos a quienes están quemando hoy, que apestan el aire y hacen que me caiga ceniza sobre los repollos’. La gente no dijo: ‘¿Cómo sería si me estuvieran quemando a mí?’. La gente no dijo: ‘Me quemo, estoy cayendo en forma de ceniza’[6]”.
El silencio de mi papá me informa que sí pensó que era él quien se quemaba, quien caía en forma de ceniza. Lo que es yo, no puedo evitar pensar en esos niños que no cumplieron su destino de nacer, porque sus padres, a diferencia del mío, vieron interrumpidos su destinos en la Cárcel de San Miguel. El Estado de Chile los desechó antes siquiera de darles la chance de reinsertarse. El mismo Estado que rasga vestiduras con la defensa de la vida del niño por nacer.
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En Vigilar y castigar, el filósofo francés Michel Foucault remarca que un paso relevante en el tránsito de una “economía del castigo” penal centrada en el cuerpo a una enfocada en la psique del sujeto es “la desaparición de los suplicios”. Entre los suplicios, Foucault enumera las retractaciones públicas, los castigos corporales frente a la sociedad, el uso de máquinas de ahorcamiento, reemplazados por “castigos menos inmediatamente físicos, cierta discreción en el arte de hacer sufrir, un juego de dolores más sutiles, más silenciosos, y despojados de su fasto visible”. Este castigo se ajusta a un sistema penal moderno que en última instancia espera la integración abstracta de la pena en la psique para allanar el proceso de reinserción social del sujeto:
“(…) en unas cuantas décadas, ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal”.
En materia penal, la modernidad ilustrada comienza a extinguir “la sombría fiesta punitiva (…). El castigo ha cesado poco a poco de ser teatro[7]”.
El 8 de diciembre de 2010 desmiente el acto con que la civilización moderna supera a su predecesora en el sistema punitivo de la sociedad:
“Se recibe el cuerpo de un individuo de sexo masculino carbonizado, el cual fue identificado posteriormente por ADN… A nivel de extremidades superiores e inferiores hay fracturas múltiples por el fuego, hay evisceración de parte de los intestinos. Al examen interno se extraen todos los órganos, se analizan. Llama la atención el aspecto cocido, y en algunos órganos que no están tan cocidos y que se puede observar el color del órgano se aprecia un colo rojo cereza, rojo rutilante que uno llama. Al examinar dirigidamente tráquea y bronquios se observan áreas de tipo rojizo brillante consistente con quemaduras de vía aérea y hollín. Se toman muestras de sangre correspondiente y los siguientes exámenes: monóxido de carbono positivo en XX%, cianuro positivo en un XX%. Alcoholemia negativo, y toxicológico para drogas y fármacos, negativo[8]”.
El informe de la autopsia fue leído en el juicio donde se acusó a los gendarmes. En este, la especialista en tanatología Ana María Zapata revela que siguió el mismo proceso con resultados similares en la mayoría de los cadáveres, irreconocibles producto de las quemaduras. El castigo punitivo de los 81 chilenos desechados por el Chile de la Transición se ensañó sobre estos cuerpos defectuosos. Los únicos cuerpos que tuvieron algo de suerte (escribir “suerte” es insultante) son aquellos en que todavía era posible discernir un tatuaje o una prenda a medio quemar.
Además del castigo sobre el cuerpo, el incendio en la Cárcel de San Miguel también desmiente -por un momento– la historia del sistema penal en la sociedad occidental de Foucault en lo relativo al “teatro” punitivo a ojos de la sociedad “buena”. Los canales de televisión abierta, sin excepción, desplegaron una cobertura monopolizada por las imágenes de dolor de las familias, centrándose por pasajes en los actos “violentos” de los familiares que trataban de botar una reja para que alguien revelara los nombres de los cuerpos calcinados. Incluso los periodistas de los principales canales del país informaban que ellos estaban siendo agredidos por los familiares, que ellos eran víctimas injustas de la desesperación de los hermanos, de las pololas, de los amigos, de los abuelos, de las hijas, de los padres, de las vecinas, de las amigas de los internos. En ningún momento se cuestionaron si la reacción de los familiares, si el “deja de preguntar weás” (ante la pregunta a una madre si estaba desesperada) no respondía a un violento acto de insensibilidad mediática materializado por ese micrófono sobre el rostro de la señora. Ese día, la civilización moderna sucumbió ante los imperativos del rating y el entretenimiento de la civilización del espectáculo. Gran parte del día las imágenes oscilaron entre la angustia de los familiares y las lenguas de fuego captadas durante la mañana en la torre 5. Como si no fuera suficiente, se reservó para la franja prime del noticiario una exclusiva, no sin antes disculparse por la calidad de las imágenes: un video registrado con un celular donde se avistaban los restos calcinados de algunas víctimas arrumbados en hileras en el patio del recinto. Ni en ese gesto los medios tuvieron un acto de solidaridad en el dolor con las madres desconcertadas.
Tal vez la solidaridad nacional seguía con caña ese ocho de diciembre: tan solo cuatro días antes, Chile, otra vez, había sido campeón mundial en solidaridad al superar los dieciséis mil quinientos ochenta y nueve millones ochocientos cincuenta mil ciento veintisiete pesos de la meta de la Teletón.
[1] p. 55.
[2] El uso del presente “es” y el pasado “estalló” es intencional: las condiciones de hacinamiento de las cárceles de Chile persisten ante el desdén de las autoridades, por lo que se trata de una bomba de tiempo permanente.
[3] Incendio…, p. 22.
[4] Ídem, p. 11.
[5] Elizabeth Costello, p. 86.
[6] Ídem, pp. 86-87.
[7] pp. 15-16.
[8] En Tania Tamayo Grez, Incendio en la Torre 5, pp. 65-66.