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Lo normal en perspectiva 

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Pensar lo normal nos permite indagar en aquellos fenómenos que se han vuelto habituales, en los parámetros que utilizamos para medir las cosas y en los ideales que hemos construido históricamente. Para delimitar los contornos de este concepto, entrevistamos a seis académicos de distintas disciplinas, quienes reflexionan sobre su importancia para la medicina, el derecho o la filosofía, pero también lo cuestionan, explorando aquello que está fuera de la norma, como el movimiento corporal en la danza o el desorden de la variación en la biología.  

Por José Núñez y Gabriel Godoi | Ilustración: Fabián Rivas

Claudia Cortés, infectóloga y académica de la Facultad de Medicina de la U. de Chile 

“En medicina, la normalidad es encajar dentro de ciertos rangos biológicos o bioquímicos, que generalmente se miden en un laboratorio. La cantidad de azúcar en la sangre va a determinar si existen alteraciones en la glicemia; el número de glóbulos rojos, si se sufre de anemia. Pero hay gente que tiene los glóbulos rojos bajos y no es anémica ni presenta síntomas; siempre hay un grupo de personas que, en los números, en el rango del laboratorio, se escapa de la normalidad, pero está sano. En general, asociamos el concepto de estar en la norma con estar sano, lo que también dependerá del tipo de actividad que hagas. Por ejemplo, si trabajas en un escritorio o en algo físicamente no muy demandante, o si eres un buzo o un minero que trabaja a 5 mil metros de altura. El contexto indica si el estado de salud, que se mide con parámetros objetivos, es el adecuado para cumplir las tareas de la vida diaria. Menciono otro ejemplo relacionado con mi área de trabajo. Hace 40 años, las personas que vivían con VIH tenían una vida anormal: se enfermaban más, fallecían antes y eran socialmente muy discriminadas. Hoy en día hemos logrado que puedan trabajar en lo que quieran, tener las relaciones de pareja que quieran e, incluso, tener hijos. Antes era una condena de muerte, no había tratamiento, las personas fallecían o quedaban a merced de cualquier infección mientras el virus iba atacando su sistema inmunológico. Actualmente, si bien no es posible erradicar el virus con la tecnología disponible, sí hay una cura funcional, que permite tener una vida normal tomando una pastilla todas las mañanas. En general, las infecciones hacen se pierda la homeostasis, es decir, el equilibrio biológico, la capacidad que tiene el cuerpo de autorregularse. Cuando ese equilibrio se pierde, salimos de la normalidad y caemos en la enfermedad. Por otro lado, la búsqueda de una vida sana en extremo puede llevar a enfermedades y a salirse de la normalidad en un intento por alcanzar una perfección inexistente. Por ejemplo, algunas personas desean cambiar su aspecto físico porque no les gusta su nariz, aunque sea funcional. O se someten a cirugías estéticas para cambiar el color de sus ojos y se queman el iris. También está el caso de quienes quieren vivir muchos años y se sobremedican, tomando vitaminas innecesarias. La normalidad es un rango, no todos tenemos que ser rubios de ojos azules ni necesitamos una nariz perfecta ni debemos tomar una serie de suplementos vitamínicos alimenticios para ser normales y sanos”. 


Nuri Gutés, coreógrafa y académica de la Facultad de Artes de la U. de Chile 

“Yo no hablaría nunca de una categoría de normalidad en la danza. No le encuentro lugar, porque en ella se trabaja el cuerpo desde sistemas o categorías interesados en otra energía, otra espacialidad, otra relación temporal con la música y los objetos. La idea de la danza es justamente nublar ese concepto, actuar simbólicamente, sin normalidad, buscar anormalidades para darse vueltas por otros territorios. Más que normal, solemos hablar del mundo cotidiano del movimiento. Se parte mucho, en distintas categorías técnicas de danza, con caminar; eso podríamos decir que es la célula, la génesis de lo normal. A partir de ese movimiento cotidiano, de dar un paso tras otro, la danza se transforma en otra cosa y estalla hacia un espacio especulativo mucho más rico y complejo. Yo camino, me siento, corro, me acuesto, hago cosas con el cuerpo; y la danza contemporánea mezcla esas categorías cotidianas del cuerpo para desintegrarlas y encontrar refugios con que explorar esas situaciones aparentemente normales. La improvisación en la danza como sistema de trabajo, por ejemplo, está todo el tiempo desdoblándose a partir de movimientos normativos. El ballet, si bien tuvo códigos e hizo su fórmula de movimientos, era completamente anormal, al punto de que la bailarina tuvo que modificar un artefacto ―las zapatillas de punta― para suspenderse de manera más anormal, para tener giros y saltos que permitieran alejarse de la gravedad. En los Juegos Olímpicos también nos hemos encontrado con una diversidad de cuerpos y acciones anormales. Todo lo que hacen los atletas, los nadadores, los tiradores de arco o los judocas demuestra que el deporte es en sí un estudio anormal y fascinante para pensar los desafíos del cuerpo. Al igual que la danza, se alimenta del néctar de lo distinto, de lo difícil, de lo que es casi imposible de lograr; y que necesita rigor y disciplina para poder darle valor. Por eso el disfrute de salir de la normalidad es tan grande y conmovedor”. 


Miguel Allende, académico de la Facultad de Ciencias de la U. de Chile y director del Instituto Milenio Centro de Regulación del Genoma (CRG) 

“En biología, el concepto de normalidad es bastante ajeno, ya que el mundo natural está en constante cambio. Dentro de una especie ningún individuo es igual a otro, por lo que es imposible definir cuál es el ‘normal’. Esta variación hace que, por cosas prácticas, para los biólogos sea necesario definir el ideal de una especie, pero es una construcción artificial. Los sistemas biológicos tienden a vencer el desorden de la variación con la homeostasis, que les permite generar una cierta reproducibilidad. Por ejemplo, sabemos que nuestro corazón está del lado izquierdo; eso es reproducible. Aunque existan variaciones, se pueden definir ciertos parámetros constantes y características comunes que agrupan a los organismos, que es la forma en la cual definimos las especies. La especie humana, por ejemplo, somos todos aquellos que compartimos similitudes genéticas y morfológicas. Es posible reconocer el arquetipo de un humano gracias a la lucha constante de los sistemas biológicos por mantener el orden y ocultar las variaciones sutiles. De hecho, los sistemas bioquímicos y moleculares son los que se contraponen al desorden, al caos o la entropía, que es natural y que los llevaría a desarmarse. Por lo tanto, gastan buena parte de su energía en conservar las cosas más o menos bien, funcionando y con una cierta estructura. Lo anormal es cuando un ser biológico deja de funcionar de una manera que le permita sostenerse en el tiempo y reproducirse. La falta de función o la deficiencia va de la mano con la enfermedad. Eso lo definimos como lo anormal o lo atípico, pero si uno va a lo estrictamente biológico, en realidad todos somos atípicos. Todos tenemos susceptibilidades y diferencias metabólicas, fisiológicas, morfológicas ―finalmente genéticas― que no han sido categorizadas como enfermedades, porque no perturban mucho nuestra vida, lo que hace que seamos en apariencia normales; pero, insisto, nadie lo es, en el sentido de que no hay nadie idéntico a otro. En biología, lo atípico es lo normal y agrupamos las cosas por conveniencia. La vida es un continuo y la genómica nos muestra que estamos conectados no solo con otros humanos, sino también con todos los demás organismos del planeta. El árbol de la vida tiene infinitas ramas interconectadas. La evolución sigue ocurriendo en este instante, a pesar de que no sea perceptible. En conclusión, el cambio y la variación son las constantes en biología, no la estabilidad ni la normalidad”. 


Daniela Ejsmentewicz, abogada y directora del Departamento de Enseñanza Clínica del Derecho de la U. de Chile 

“La normalidad para el derecho es un elemento muy importante, porque mide cuáles son las conductas que tienen la mayor parte de las personas. A partir de esa observación, se estipula una expectativa de acción y se construyen ideas sobre qué es lo normal, lo regular, lo estandarizado. Por ejemplo, nuestro Código Civil, que data del siglo XIX, construye el concepto de ‘buen padre de familia’, que establece lo que una persona responsable debe hacer. La norma es una regla, un lineamiento de conducta. Para que sea legítima y la gente la acepte, tiene que concordar con lo que la sociedad estima que es apropiado y necesario. Hoy en día consideramos que los padres tienen que hacerse cargo de sus hijos. Eso no era algo tan establecido siglos atrás. Los niños a veces eran vendidos o explotados. En cambio, ahora se entiende que hay que cuidarlos, que deben tener elementos mínimos para desarrollarse. Esas evoluciones culturales se traducen en normas, es decir, en expectativas de carácter obligatorio. El derecho se puede definir como una técnica de control social, que regula la conducta exterior y que es coercitivo, es decir, que puede obligar. Para que algo ejerza ese poder, deben transformarse en normas aquellas conductas que están consolidadas socialmente, por eso el derecho suele ser reactivo y lento. Tiene que esperar a que existan ciertos consensos sociales. De lo contrario, se convertiría en una ley con letra muerta. Pero no porque algo esté escrito significa que sea implementado. Después de escribir una ley, que es un gran paso, hay que aplicarla, y ahí se pone en marcha un aparataje para que, como sociedad, seamos capaces de cumplir las promesas que recíprocamente nos hacemos. Así entiendo yo el derecho en democracia. Una norma es una reducción y una simplificación de una situación de hecho. Los artículos y códigos nacen de una síntesis de varias experiencias. En ese sentido, son una especie de ficción, pero la realidad siempre supera la ficción. Por lo mismo, deben considerar situaciones excepcionales o que rompan con la normalidad de manera muy disruptiva, como los desastres y eventos dañinos. Al momento de gestionar esas situaciones, se debe tener en consideración que esa ‘normalidad’ va evolucionando (en el caso, por ejemplo, de una sequía). Por eso las normas siempre suelen tener cierta flexibilidad, ya sea en la capacidad de interpretarlas o en la posibilidad de modificarlas si es que ya no se hacen cargo de manera apropiada de la realidad que deben gestionar”. 


Esteban Radiszcz, psicólogo y académico de la Facultad de Ciencias Sociales de la U. de Chile 

“Desde la psicología, hay dos maneras de entender la normalidad: lo que es más frecuente en términos estadísticos y la noción valórica de lo ideal o lo socialmente aceptado. Bajo esta última definición, la normalidad es una forma de vivir en común que la sociedad establece, un orden determinado con ideales de convivencia y de trato. Los derechos humanos, por ejemplo, es lo que esperamos como normalidad. Sin embargo, también implican problemas respecto de cómo y para qué se usan. En el psicoanálisis se ha criticado mucho la noción de lo normal porque se entiende la subjetividad precisamente por su oposición a esta, es decir, yo soy sujeto en la medida en que soy distinto. El punto allí es la valoración de esa singularidad versus la homogeneidad. De ahí proviene, por ejemplo, la categoría de lo normopatológico, aquellos que son demasiado normales y no se dan ninguna libertad por fuera de la norma. Debido a que somos seres normados, siempre hay algo a lo cual tenemos que renunciar, y eso tiene que poder encontrar un destino. Todos tuvimos un momento de rebelión en nuestra vida, en que nuestras desviaciones encontraron soluciones particulares: de ahí vienen nuestros hobbies, nuestras pasiones, etcétera. Y muchas veces esas soluciones son capaces de generar transformaciones sociales en el largo plazo que reelaborarán una norma con sus propias formas de desviación.  El filósofo Georges Canguilhem, en su libro Lo normal y lo patológico (1974), defiende que las anormalidades solamente pueden ocurrir dentro de un espectro humano, es decir, las anormalidades biológicas no van más allá de la biología, no vienen de leyes extraterrestres. Lo anormal no es inhumano o extrahumano, es parte de nuestra humanidad y, por lo tanto, de nuestra forma de ser seres sociales. La sociedad tiene que hacerse cargo tanto de sus externalidades positivas, como de las negativas: la delincuencia, la pobreza, o la violencia no son cuestiones que vengan de cualquier lado, son formas que se desvían en función de los mismos órdenes sociales que están operando. La sociedad tiene que hacerse cargo y no simplemente decir ‘es un anormal o asocial’ y dejarlo fuera. Hay que entender que la normalidad se trata de un problema de poder que debe ser reflexionado en los contextos históricos y sociales en donde se despliega. Por ello hay que mantener un espíritu crítico frente a todo aquello que se norma”. 


 Daniela Alegría, filósofa y académica de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la U. de Chile y de la U. Alberto Hurtado 

“Podemos entender el concepto de normalidad desde la filosofía moral de tres maneras:  descriptiva, prescriptiva o particularista. Generalmente, pensamos que una conducta habitual o común es algo normal. Por ejemplo, en una sociedad, ayudar a una persona necesitada podría considerarse una conducta normal. Eso sería una manera descriptiva de entenderlo. Desde lo prescriptivo, la filosofía moral se basa en diferentes sistemas morales, como la deontología o el utilitarismo, para determinar principios que guíen nuestras acciones. La normalidad, en este sentido, estaría relacionada con la adherencia a esos principios. En el caso del utilitarismo, el principio moral nos dice que tenemos que buscar siempre la mayor cantidad de felicidad para el mayor número de personas. Por ejemplo: un doctor y mi madre caen de un barco. Como estoy buscando la mayor cantidad de felicidad para el mayor número de personas, la obligación moral será salvar al doctor. En la deontología, en tanto, debemos actuar de acuerdo con el principio del imperativo categórico, un concepto central de la ética kantiana. Este nos obliga a actuar de acuerdo con máximas que queremos que se conviertan en ley universal. Pongo un caso: no podemos desear que todos mientan, porque esto destruiría la confianza y la comunicación en la sociedad, por lo que no podemos querer que se convierta en ley universal. Por último, la corriente del particularismo moral señala que los principios morales no existen o no sirven. Si un doctor y mi madre caen al agua, no pensaría en un principio moral, sino que instintivamente salvaría a mi madre. El particularismo moral sostiene que actuamos basándonos en el contexto, en quién es la otra persona, en qué tipo de relación tenemos con ella y en otros elementos relevantes, pero no en principios morales. Esta manera de entender la normalidad nos invita a cuestionar lo que se nos da por universal, porque en ello hay jerarquías y prejuicios, y se terminan asumiendo como normales cuestiones que en realidad no son éticas. Fenómenos contemporáneos como las movilizaciones feministas impulsan teorías particularistas como la ética del cuidado, la que propone que antes que buscar mejores principios [universales], deberíamos preocuparnos de ser mejores personas, que la moralidad no solo es justicia y derecho, sino también cuidado y confianza. La normalidad aquí es entendida de manera contextual y crítica”. 

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