Contra la neutralidad: a propósito de desbiologizar la escritura

Aspirar a la “desbiologización” debe guiar nuestro proceder escritural y creativo, es el horizonte, pero tampoco debemos caer en la trampa que solo le conviene a la hegemonía, esa suerte de absorción de lo minoritario que lo único que hace es eliminar las huellas de la disidencia, de lo particular, de lo que se posiciona a contrapelo de los mandatos universalizantes.

Por Francisco García Mendoza

En este mundo la neutralidad no existe. Por lo mismo, quizá llama la atención la cantidad de constituyentes declarados independientes no neutrales elegidos para elaborar la nueva Constitución. Ni siquiera la neutralidad perpetua de Suiza en los conflictos armados es cierta. Podemos fisurar esa lógica, sí; podemos desestabilizarla, también; pero aspirar a su destrucción es una tarea que nos obliga a asumir posiciones que quizá nunca, pero nunca, estaríamos dispuestos a tomar. Me explico: cuando una niña o un niño nace, no tiene opción de elegir entre ser heterosexual, homosexual, o lo que sea. En realidad, existe un mandato, una obligación que de inmediato lo adscribe a cierta categoría general o universal. Se asume que ese recién nacido es heterosexual y si ese sujeto, ya en su niñez, ya en su adolescencia, incluso en su lecho de muerte, se da cuenta de que en realidad no adscribe a ese mandato, está obligado a dar explicaciones, a justificar su desacato. Un chico gay debe dar explicaciones, es lo que comúnmente se llama salir del closet. Debe explicarle a su familia, a sus amigos, a sus compañeros, que en realidad no adscribe a ese mandato heterosexual, incluso debe explicarse a sí mismo el por qué es lo que es. De ahí, en parte, las frustraciones y los altos índices de suicidio en la población adolescente no-heterosexual. Ir contra la corriente supone una entereza y una fuerza de voluntad superlativa. Del mismo modo ocurre, en diferentes grados, con otras categorizaciones que implican la adscripción a un binarismo que implica lo general, por una parte, y lo particular, por otra. Lo masculino siempre es universal, hay una apropiación cultural, social y lingüística, histórica del masculino como regla general. Cuando hablamos de “todos”, con “o”, se supone que nos incluye al universo total de sujetos, aunque sabemos que no es así. Cuando menciono “alumnos” se supone que estoy incluyendo a todos mis estudiantes, pero tengo claro que tampoco es así. Nuestra cultura, nuestra sociedad, está fundada en ese binarismo universal/particular del que es muy difícil, si no imposible, escapar.

Ahora bien, para retomar el tema sobre la neutralidad. Un chico o chica que se declare de género neutro o de sexualidad no binaria, en realidad no es ni neutral ni binario. Pues posicionarse a contrapelo del mandato heterosexual y masculino nunca es ser neutral. Siempre va a tener que dar explicaciones, siempre va a tener que justificar su existencia en un mundo que está fundado en una estructura dual, donde siempre el primero es el mandato y el segundo son los “casos”. Un chico o chica de género neutro, o de sexualidad no-binaria, está posicionado en un lugar otro, contrario incluso, a ese masculino universal y eso, en ningún caso, es ser neutro. Nada es neutro, incluso asumirse neutral es estar mucho más cerca del statu quo que de cualquier otra cosa. De ahí que me llame la atención el llamado que realiza la escritora Diamela Eltit a “desbiologizar” la escritura. Ese no basta ser mujer, pero tampoco basta ser hombre, que se ha replicado en diversas plataformas. Es cierto, hay diversas corrientes en esto de pensar el género en la escritura: por un lado está el relevar la particularidad de ese lugar minoritario, asumir la escritura desde una posición mujer, desde un lugar marica, indígena, en fin, desde cualquier lugar que no se corresponda con el mandato de lo universal, y potenciar esa particularidad, incluso estratégicamente; y, por otro, como parece asumir Eltit, está la corriente que aspira a ignorar estas categorías que arrastran una serie de binarismos tanto biológicos como culturales en la escritura. Sin embargo, pienso que mientras existamos y sigamos viviendo en una cultura cuya fundación está sostenida en estos binarismos diferenciadores, cualquier llamado a “desbiologizar” o “desgene(rali)rizar” la escritura, no es otra cosa que un masculinizar, heterosexualizar, la letra. Hablar de literatura, a secas, dejando de lado las categorías particularizadoras (escritura de mujeres, escritura marica) es una opción, pero no se puede desconocer el mandato que permite ridiculizar, por ejemplo, una “antología de cuento de hombres” o el “día del orgullo heterosexual”. Primero hay que socavar, y ni siquiera con socavar basta, la estructura social y cultural en la que estamos forzada e inevitablemente inscritos.

Diamela Eltit se adelantó, es cierto, pues antes que la escritura hay otras esferas que sostienen la articulación de la letra. Estoy de acuerdo con ella, sumamente de acuerdo, pero me parece, insisto, que antes es necesario dar otros pasos. Aspirar a la “desbiologización” debe guiar nuestro proceder escritural y creativo, es el horizonte, pero tampoco debemos caer en la trampa que solo le conviene a la hegemonía, esa suerte de absorción de lo minoritario que lo único que hace es eliminar las huellas de la disidencia, de lo particular, de lo que se posiciona a contrapelo de los mandatos universalizantes. Esa suerte de neutralización de la escritura, hoy en día, solo le conviene al lugar que históricamente ha mandatado la literatura y la producción cultural. La literatura, y, sobre todo, la cultura, sigue siendo definida por el mandato masculino y heterosexual. Derribar la estructura es el camino, como lo propuso alguna vez Patricia Espinosa con el Premio Nacional de Literatura. No basta con premiar a escritores no-masculinos de aquí al año 2100 para suprimir la diferenciación. Aún así, me temo, el gesto ni siquiera alcanzaría a fisurar la estructura social y cultural en la que estamos inscritos. Lamentablemente, la vida no es la literatura, la inteligibilidad de los sujetos no depende de quienes expresamos nuestro deseo en la posibilidad de la letra. De todas formas, es relevante pensar y discutir proposiciones como las expuestas por Diamela Eltit, quizá no resolverlas. Aunque nuestros trabajos académicos deban responder a una estructura más bien científica, el fin último del debate cultural no debe ser la respuesta, no debe ser nunca, jamás, la comprobación de la hipótesis.

Estudiar Literatura: defensa de una humanidad radical

Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.

Por Javiera Steck

Una tarde fui a una galería engastada en el anónimo Santiago centro buscando el lanzamiento de un libro. Estudiaba Ingeniería y entre mis amigos de entonces, todos físicos que se creían artistas y poetas, era tradición pasarnos el dato de estas presentaciones: éramos pobres y perseguíamos el vino de honor entre montañas de literatura y silencio, una de nuestras actividades mejor valoradas. Ir a esa clase de eventos nos proporcionaba, pensábamos, cierta clase de profundidad: una sustancia que nunca encontramos en el ejercicio de las ciencias exactas. Amortiguaba nuestra exhaustiva juventud con un toque de vejez, una calma que no teníamos. El libro en cuestión era una investigación de la Fundación Vicente Huidobro; el título está hoy perdido para mí.

En esos tiempos yo era un trasto, una nadie. Pocas semanas antes me habían terminado una relación de años y estaba en causal de eliminación de mi carrera. Odiaba, con una intensidad difícil de imaginar hoy, la profesión que había elegido, y la vida parecía una broma tan grande que ni siquiera la borrachera continua era ya un plan tentador. Ese día entré con ahogo alojado en el pecho: no acepté la copita. Pero ella sí lo hizo: una treintañera esbelta y con la cara cansada, ojeras, un vestido medio japonés. La autora del proyecto decía que había tardado nueve años en parir ese libro, que era prácticamente todo lo que había salido de ella durante esa década. El parto más largo de su vida. Media infeliz, se notaba que no quería estar ahí, que quería al vino pero no a los invitados, a los libros pero no a su libro.

Me imaginé siendo esa mujer, sentada en esa silla, pensando sobre nosotros y sobre ella misma con tedio. Insatisfecha, sí, pero con vino en mano, y con quince desconocidos interesados (fuera innoble o inconcebiblemente, tal como yo buscaba un traguito de vino gratis en una tarde de invierno) en su trabajo. Consciente de la absoluta pequeñez e intrascendencia de su trabajo, pero con la certeza —¿y tranquilidad?— de haber navegado esos mismos 10 años en un mar de bibliografía: y que incluso al momento del parto seguía rodeada de literatura y de personas que también creían tajantemente en el valor sagrado de esos objetos.

Y quise ser ella. Entendí que esa era una manera feliz de ser infeliz, que el piso mínimo de satisfacción siempre podría construirlo sobre libros: que esa vida existía. El cansancio sería por las infinitas horas de lectura. La desazón porque nadie lee lo que escribo: pero de cualquier manera, sería una mujer que escribía, que se había atrevido a hacerlo. Era la posibilidad de que existiera el placer como fondo. Eso era vida. Yo podría fracasar en un parto equivalente, ser ese cansancio. Pero pariría con placer: y eso era vida.

Al día siguiente empecé el trámite para el cambio de carrera: era mi cuarto año. Siendo sincera, cualquier micro me servía: cualquiera entre las humanidades me parecía que cumplía el requisito de llevarte a ese mundo. Me cambié sin optimismo, limitándome a un mero ejercicio de supervivencia: pensando, no en hacer algo útil, no en tener una profesión con la que pagarme techo y comida después, sino en postergar la decisión de qué hacer conmigo y, en el camino, leer harto, leer caleta. Decidí estudiar Literatura como una decisión ciega, primitiva: fue la memoria de un viejo arraigo lo que encontré en esa galería, lo que me llevó hasta ahí, persiguiendo la última vez que había sentido genuino placer. Y llegó el placer. Así que corresponde cerrar con un cliché: la literatura es lo que me salvó la vida.

Qué es la literatura y qué importa lo que sea

Leer había sido mi primera vocación: mi familia lo sabía y por eso el cambio, en principio inesperado, más tarde fue entendido como inevitable. Ya dentro, mi entusiasmo dio sus frutos: me enganché con la teoría literaria, al punto de ser ayudanta de Introducción a la Teoría Literaria en la Universidad de Chile y en la universidad que me aceptaran siempre que pudiera. Lo más atractivo de enseñar esa disciplina era retroceder al momento cuando, de mechona, me topé con la pregunta: qué es la literatura. El momento en que supe que no tenía idea sobre el objeto con que, durante tiempo, había estado en relación de veneración y deuda. Mi definición personal, ligada a mi encuentro con la literatura, no puede ser otra que: la literatura es el objeto estético con materialidad de lenguaje, siempre con miras al placer. Entiendo que hay otras definiciones y discusiones que difieren de esta noción (por ejemplo, la afirmación de que la literatura es lo que la sociedad dice que es la literatura, es decir, convencional; o que corresponde a un uso artificioso del lenguaje o a la ficción), pero dudo que haya, en toda la historia de la literatura, algún texto considerado como tal que haya ingresado al canon (o la convención “literaria”) sin haber antes generado placer estético en alguien (o la negación del placer, también una experiencia estética). En La literatura en peligro, el mismo Todorov señala que entró a los estudios literarios por placer, al igual que Zambra cuando indica en Tema libre que “la idea de que el placer [de leer y escribir] coincidiera con el deber nos parecía maravillosa”: ambos, al igual que yo, sin tener mucha idea sobre qué implicaban los estudios literarios antes de dedicarse a ellos. Como defensa teórica de mi definición, me sirven también esos dos ejemplos: finalmente, quienes definen convencionalmente lo que es considerado como “literatura” en el tiempo, son los mismos críticos y estudiosos de la literatura que, en el ejercicio de su profesión, van reproduciendo el canon heredado (lo que les pareció digno de valor a los estudiosos y lectores del pasado); pero también disputan y modifican ese mismo canon según valoraciones y hallazgos literarios propios, sin duda fundados en la experiencia estética que los críticos del tiempo presente (Zambra, Todorov, las y les estudiantes de Literatura) experimentaron. El placer es la puerta de entrada de la literatura, porque quienes leemos y sentimos somos también quienes convencionalmente definimos al objeto.

Sin embargo, creo que es justo agregar otra característica a la definición anterior de literatura, derivada de que esta forma parte de las humanidades. Y las humanidades constituyen “un modo de habitar el mundo”, de manera que “lo habitan desde el compromiso con el saber sobre y con ese mundo, y la multiplicación de dicho saber”, como escriben Alejandra Bottinelli y Rodrigo Karmy, a la vez que poseen poderes críticos y potencialmente desestabilizadores, al decir de Grínor Rojo. De esta manera, la literatura se convierte en el espacio en que objeto estético y el compromiso crítico y ético convergen, aunque esto último no siempre se manifieste de manera evidente.

Humanidades, libertad y comunidad

“La percepción del rumbo que pudiéramos darles a nuestros destinos como individuos y como pueblo es lo que constituye (o debiese) el objetivo de las disciplinas humanistas», señala el profesor Grínor Rojo, en sintonía muy clara con las ideas de Doris Sommer, quien a su vez sostiene que el aporte explícito de las humanidades a la vida común es la capacitación del juicio de las personas: juicio que nos hace libres, y que solo puede ser entrenado a través de la experiencia estética. Coinciden también en que la experiencia estética tiene esta capacidad “justamente porque no se halla […] por definición al servicio ni de las demandas de la razón pura ni de las de la razón práctica”.

Coincido plenamente con estos planteamientos. Creo, como señala Rojo, que tanto la literatura como los estudios literarios y el resto de las humanidades, tienen su razón de ser (o debiesen) en reflexionar, de manera éticamente comprometida, sobre el mundo que habitamos, y gracias a eso su función es proponer nuevas (y mejores) maneras en las que podamos formular nuestra vida en común, algo que todas las comunidades desean lograr. Las humanidades entonces aportan a la capacidad de juicio, y por ende a la libertad intelectual, material y espiritual de los individuos; pero también ofrecen la posibilidad única de pensar críticamente la vida en sociedad, y mejorarla. 

Supongo que este proyecto tan mayor y abstracto del panorama general de las humanidades nada significa si los humanistas no cumplimos nuestro trabajo de realizar las humanidades de manera concreta en el mundo, por reducido que sea nuestro rango de acción e influencia. Sobre esto, es difícil definir cómo yo misma —alguien por quien la literatura hizo tanto— experimenta ese “aportar” a la vida común, pero en la práctica creo que ha devenido en que enseño (y lo disfruto) teoría literaria, a la vez que realizo talleres que salen de la lógica del mercado, sea para ayudar a la inserción académica de estudiantes nuevos o para dar a conocer lo que más me apasiona: el feminismo y la literatura de mujeres. Creo que estos últimos encarnan perfectamente los procesos y capacidades críticas que tanto Rojo como Sommer adjudican a las humanidades: conocer una tradición de mujeres pensadoras, por ejemplo, que antes creías inexistente, puede salvarte del insondable vacío simbólico patriarcal que muchísimas mujeres, sobre todo cuando éramos jóvenes, experimentamos como asfixia y complejo de inferioridad. Más concretamente aún: leer a ancestras tan anteriores a nosotras como Christine de Pisan (siglo XV) defendiendo el derecho de las mujeres al uso de su razón y a ser tratadas con dignidad, o la ira lesbiana y antirracista de contemporáneas como Audre Lorde, enseñan de manera testimonial y directa que las mujeres pueden existir de otras maneras, más libres, en el mundo, y que tenemos una historia no de conformidad sino de férrea (y no poco contradictoria) resistencia. Esta lección es fundamental: mejoró sustancialmente mi vida, por ejemplo; mis relaciones con otras mujeres, con mis parejas, con mis oficios; también las vidas de mis amigas, sus parejas y sus oficios. En concreto, aprendimos de ellas otra manera de interpretar la realidad, y con ella ganamos libertad.

Sin embargo, ante todas estas acciones feministas y “locales” (que para mí son constitutivamente valiosas, y contribuyen a la vida concreta de mujeres concretas), existen desafíos estructurales, que afectan a todas las personas, que también debemos enfrentar: el más grande es sortear las relaciones de interés y exclusión que instala la lógica capitalista en la producción y difusión de nuestras ideas humanistas. Me explico: para que las humanidades desplieguen plenamente su capacidad de cambio y mejora del mundo, requerimos un sistema económico y social que permita que todas las personas produzcan las cosas que materialmente sostienen la vida (comida, servicios básicos, etcétera), del mismo modo que permita que esas mismas personas puedan dedicar su tiempo a las artes y las humanidades, es decir, que no existan humanistas de profesión, que se ganen la vida a través del ejercicio exclusivo de las humanidades. ¿Por qué? Porque, como señalaba Sommer, las humanidades (junto con la experiencia estética) son el único vehículo para desarrollar nuestro juicio: ese paso que va más allá de la racionalidad y nos permite tomar decisiones libres.  Y justamente la vocación de las humanidades es darnos esa libertad, no a algunos, sino a todos. Yo no quiero a una élite de pensadores profesionales encargándose de meditar, conducir y administrar la vida intelectual de la nación a costa de que otros produzcan lo que ellos comen y utilizan para su sobrevivencia día a día, ni que esas mismas personas destinadas a producir (o destinadas a trabajos más precarios que el “servicio” intelectual que hacen los académicos en las universidades) no puedan dedicarse al ejercicio de las humanidades gracias a ese destino. Lo que quiero es que todas las personas tengan la oportunidad de hacer un aporte desde las humanidades, de construir su libertad y contribuir a este «pensar y crear el mundo». De modo que el ejercicio de las humanidades no puede estar reglado por el pago, pues estaría sujeto a interés (por sobrevivir) y exclusión, de quienes no pueden dedicarse exclusivamente a “pensar” porque tienen que dedicar su tiempo exclusivamente a “producir”. 

No me malentiendan: justamente lo que hago hoy en día es estudiar humanidades en una universidad tradicional para llegar, ojalá, a ser académica: una de esos humanistas profesionales cuya extinción acabo de defender. Entiendo que, mientras tengamos que vivir en el capitalismo, los humanistas tendremos que “apostar” a ganarnos la vida haciendo algo que nos ofrezca placer (leer, escribir, ¡pensar!) e intentar escapar de esos otros trabajos precarios que no nos traen ninguna satisfacción. Sé que lo que planteo solo es posible en un comunismo al estilo de Carlos Pérez (donde cada persona trabaja 4 horas a la semana produciendo para las necesidades vitales de la comunidad: el resto es tiempo libre y se trabaja en otras cosas desde la lógica del regalo), o en una comunidad ecofeminista al estilo de los nuevos proyectos de vida de inspiración indígena y anticapitalista que se están tejiendo en Latinoamérica.  Pero también es cierto que, si no luchamos para que ese proyecto de transformación social radical se concrete, somos cómplices de repetir estructuralmente los patrones de desigualdad social ya existentes: siempre que defendamos un orden en que las humanidades, y por consiguiente, la capacidad de libertad de pensamiento, sean para unos pocos y que el resto de las personas se dedique a otros trabajos de “menor trascendencia” (mantenernos vivos), seremos cómplices. Por ningún motivo busco la degradación de las humanidades, sino que sostengo que estas alcanzarán su plenitud como poder crítico y director de la vida común solo cuando estén a disposición de todas las personas: y para eso debiese dejar de existir la separación que hay entre personas que se ocupan solo de pensar y personas que se ocupan solo de producir.

Hasta que llegue ese cambio, ¿qué podemos hacer? Mis respuestas son obvias y poco satisfactorias: primerísimo, trabajar y resistir activamente desde la literatura, los estudios literarios y otros espacios para conseguir esa transformación social; y segundo, empezar a aprender a realizar el trabajo humanista (ya sea la pedagogía, la filosofía o, lo que nos concierne, la literatura y los estudios literarios) fuera de la lógica tecnocrática e interesada del mercado. Esto siempre significará un extenuante esfuerzo extra: organizar talleres y cursos gratis, levantar bibliotecas abiertas (con mis amigas planeamos levantar una apenas tengamos algo de dinero, una “biblioteca abierta feminista”), son algunas ideas: en definitiva, liberar a las humanidades de las universidades y tratar de extenderlas lo más posible.

Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.

Masculinidades, duelos e incertidumbre

“La novela habla de masculinidades, de duelos, y también de los difusos e inciertos límites que separan vida y muerte, sueños y realidad; humanos, ríos y animales”, escribe Lucía Stecher sobre No es un río, de la argentina Selva Almada.

Por Lucía Stecher

Tres hombres, un bote, un río y el esfuerzo concentrado de la pesca: desde su primera página No es un río, la última novela de la escritora argentina Selva Almada, nos transporta a un universo cuyo ambiente evoca el de la narrativa de Juan José Saer y Horacio Quiroga.

Mediante un lenguaje conciso, preciso y de gran intensidad poética, No es un río invita a una inmersión completa en un mundo en que el río, el monte y sus personajes humanos se transforman en realidades a la vez cercanas y lejanas, reconocibles y extrañas, comprensibles y misteriosas. Con esta novela, Selva Almada, nacida en 1973 en la provincia de Entre Ríos, cierra lo que ha llamado su “trilogía de varones”, que incluye las novelas El viento que arrasa (2012) y Ladrilleros (2013).

En su último trabajo, publicado en 2020 por Literatura Random House, dos hombres “cincuentones” llevan a pescar a Tilo, el hijo de su desaparecido amigo Eusebio. A través de un relato fragmentario, la voz narrativa va reconstruyendo la historia de tres amigos inseparables, Eusebio, el Negro y Enero Rey. Sabemos pronto que Eusebio murió ahogado en el mismo río en el que ahora pescan su hijo y sus amigos. La amistad entre esos hombres, hecha de silencios, complicidades y también traiciones y venganzas, configura la línea principal de la historia que cuenta No es un río.

El río es el eje en torno al cual giran la vida, la muerte y la historia de esa amistad masculina. La estructura de la novela —sin división de apartados y con una configuración visual que por momentos se acerca más a la poesía que a la prosa— parece replicar el movimiento sinuoso del río, que divide el mundo de la novela en dos: por un lado, está el pueblo en el que viven los amigos, luego el río, el monte y, en la orilla opuesta, la isla. En el presente de la narración, los amigos despiertan las iras de los isleños por matar a tiros una raya gigante y luego botar su cuerpo al río. Se usaron tres tiros cuando hubiera bastado uno, y, lo peor, la muerte de la raya fue totalmente en vano. “No era una raya. Era esa raya. Una bicha hermosa toda desplegada en el barro del fondo, habrá brillado blanca como una novia en la profundidad sin luz… Arrancada al río para devolvérsela después. Muerta.” (77) Aguirre, uno de los personajes de la isla, critica en esos términos el abuso de los pescadores hacia la naturaleza, a la vez que dota a la raya de un aura de misterio que comparte con el río, el monte y toda la vida vegetal y animal que los rodea.

La escritora argentina Selva Almada. Crédito: Literatura Random House

Aunque parezcan enfrentados por sus orígenes y vidas en las riberas opuestas del río, todos los hombres de la novela comparten una serie de rasgos que los muestran más parecidos que distintos. Los vínculos que los unen y los conflictos que los separan tienen más que ver con hechos que con palabras: hacen cosas juntos, hablan poco, se enfrentan a golpes, compiten entre sí por las mujeres. La voz narrativa muestra, sin juzgar, la coexistencia de rasgos machistas y violentos con gestos y sentimientos de ternura y solidaridad. Un mismo personaje, como Aguirre, es a la vez brutalmente violento —con los pescadores— y muy empático —con su hermana—. Con pocas palabras, esta magistral novela construye personajes complejos y matizados, capaces de sentimientos y reflexiones como las de El Negro en la siguiente cita:

Recién salido del monte, el Negro se detiene a tomar aire. Los ve sentados equidistante. Tilo un muchacho como el que fueron. Enero un hombre como él, poniéndose viejo como él. ¿En qué momento dejaron de ser así para ser así?

Mira hacia la orilla. Las bandadas de mosquitos tiemblan como espejismos sobre el agua. Con las últimas luces del crepúsculo los ve revolotear de a decenas sobre la cabeza inclinada de Tilo, tan en la suya. Los ve también sobre el cuerpo de Enero. Tiene el lomo negro de mosquitos. Lo ve levantar los dos brazos morrudos, moverlos lentos como las aspas de un ventilador, espantarlos con el movimiento sin derramar una gota de sangre. Algo en ese gesto lo emociona. Algo en la imagen de los dos amigos, el muchachito y el hombre, lo emociona. Siente que el fuego del atardecer le acaricia el pecho, por dentro (26-27).

El Negro observa desde fuera un vínculo que lo emociona. También repara en el paso del tiempo —“en qué momento dejaron de ser así para ser así”—, en Tilo que no solo encarna lo que dejaron de ser, sino también la huella del padre y amigo ausente. No son frecuentes estas escenas de contemplación y emoción en el libro; son como pozos escasos pero profundos que aportan a la singular atmósfera de la novela.

La cita anterior también permite asomarse brevemente al estilo de No es un río. Las frases en general son cortas, precisas y descriptivas: trazan a pinceladas el pueblo, el río, el monte y la isla; muestran, con palabras tomadas del léxico local, las acciones y diálogos de los personajes. Ya en la primera página, en la escena de la pesca, la voz narrativa se confunde con la de Enero Rey en las instrucciones que da a sus compañeros: “Muévanla, muévanla. Zaranden, zaranden. Que se despegue, que se despegue” (11). Como una letanía, monótona y repetitiva, las órdenes de Enero transmiten el cansancio que deja el esfuerzo prolongado: “Después de dos, tres horas, cansado, medio harto ya, Enero repite las órdenes en un murmullo, como si rezara” (11).

Para finalizar, quisiera volver al principio, es decir, al título de la novela y todo lo que instala. En primer lugar, parece negar lo que desde las páginas iniciales reconocemos como el escenario principal de los hechos: el río. Pero más adelante vemos que lo que se niega no es el sustantivo sino el artículo: “no es un río, es este río” (76). Lo mismo ocurre con la raya cazada por los pescadores: “No era una raya. Era esa raya” (77). Del mismo modo indirecto, pero sugerente, se refiere un personaje a las hermanas que luego sabemos que habían muerto en un accidente: “No sea zonzo amigo, no ve que ya no son. ¡Ya no son!” (65). La novela articula otro núcleo denso en torno a estas hermanas, que aunque “ya no son”, tienen un protagonismo innegable en sus últimos apartados. Al accidente de Eusebio en el río se suma así el de estas hermanas y cinco jóvenes más. El duelo ya no es solo el de los amigos y el hijo de Eusebio, sino también el de la madre de las chicas, quien sigue esperando que vuelvan, suspendida entre la vida y la muerte en el hipnotismo de la contemplación del fuego que calma momentáneamente su dolor. De este modo, la novela habla de masculinidades, de duelos, y también de los difusos e inciertos límites que separan vida y muerte, sueños y realidad; humanos, ríos y animales.

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No es un río
Selva Almada
Literatura Random House, 2020
144 páginas
$6.900

Cecilia Pavón: «El arte tiene que ser un proyecto de felicidad»

La escritora argentina, una de las voces más importantes de la generación poética de los 90, y cofundadora de la influyente galería bonaerense Belleza y Felicidad, habla aquí sobre sus grandes temas: el humor, la cotidianeidad, la literatura del yo y la aparente dicotomía entre felicidad y escritura. Además, repasa su trabajo de traducción y se detiene en el momento ecológico que estamos viviendo, en busca de nuevas formas de vivir, donde la poesía puede ser una pieza clave.

Por Victoria Ramírez

Cuando la pandemia llegó a Nueva York en marzo de 2020, y el rumor del covid-19 era aún un eco tibio en Latinoamérica, la escritora argentina Cecilia Pavón (Mendoza, 1973) fue invitada a la Universidad de Columbia a un encuentro sobre el agua. Tenía libertad para escribir lo que quisiera.

—O sos totalmente pesimista y cínico o creés que de alguna forma esto está en transición y que habrá otra vida en el futuro. Si vale la pena escribir poesía o hacer arte es para inventar nuevas formas de vivir —dice Cecilia desde su casa en Buenos Aires. En esa conferencia habló de ecología, de industrias, de los románticos alemanes, de los contaminantes viajes en avión y de un texto que sería premonitorio: Voyage autour de ma chambre (1794), traducido como Viaje alrededor de mi habitación, del francés Xavier de Maistre. En el siglo XVIII, este autor fue retenido y obligado a permanecer en su cuarto durante seis semanas, tras haber sido acusado de participar en un duelo prohibido, y en esa circunstancia dio rienda suelta a su imaginación.

De alguna manera, en el último año ha estado rondando para la autora la idea del cuarto, de la habitación. De hecho, hace poco terminó de traducir Un cuarto propio, de Virginia Woolf. A pesar de todo, le gusta estar en casa, leer; toda la vida más lenta que ha forzado la pandemia. Además, ha continuado realizando talleres de escritura en forma online. Le sorprende la cantidad de gente que está escribiendo en el mundo.

—Esto de poder mezclar varios países es un gran hallazgo, me siento una agradecida total de poder vivir de esto, para mí es lo más divertido que existe—reflexiona. Sus talleres se llenan, y cree que esto es parte de un fenómeno global, en el que los talleres se han disparado. También ha podido innovar: en 2020 dio un taller sin cámara, solo voces, con el fin de escuchar y no ver formas de vestir o moverse, y a partir de allí eliminar los prejuicios.

—Hay algo de viaje alrededor de mi cuarto que es para mí la esencia de la literatura: abrir un libro y viajar —dice. En Todos los cuadros que tiré (Eterna Cadencia, 2020), su último libro de relatos, Pavón dice que escribe a dos metros y medio del horno y el lavarropas, en un rincón de su casa.

La escritora argentina Cecilia Pavón – Crédito: Rosana Schoijett

—Ese espacio es de un momento en que la casa era una especie de refugio. Ahora, en la pandemia, cambió el sentido, y todavía estoy intentando entender qué lugar tiene en mis afectos. Creo que la pandemia nos acercó mucho a la rutina. Para mí, la poesía es esa parte de la vida que excede a la vida, pero que está en otro lugar, que es medio incomprensible. Es lo que me interesa buscar. Hay un momento en que el poema o las ideas llegan de casualidad y hay un tope. La pandemia fue para mí una bisagra. Ahora quiero hacer otra cosa.

¿En qué sentido? ¿Una estética distinta, una percepción de la poesía distinta?

—Sí, hace poco escribí algo distinto, aunque es muy difícil cambiar de estética, sentir que se puede escribir desde otro afecto. Yo digo que escribí un poema trapero, no sé si me quedó así. Mi hijo tiene 14 años y me llegó toda esa cultura de la música trap. Me di cuenta de que es todo humor y exageración del yo. Todo ese narcisismo en el fondo es un chiste. Y yo siento que hay algo de eso en mis poemas de antes, interpretados como literatura del yo, de manera muy literal. En realidad, hay una especie de personaje. Ahora siento que es exagerar el personaje, me gusta esa idea. Y siento que el trap, que en Argentina es refuerte, tiene que ver con eso, con una ficción del yo, y que toda la gente que lo critica no entiende que es jugar, decir “soy el mejor, tengo un montón de plata”. Hay algo con los nuevos afectos que quiero escribir, pero todavía no sale. Lo más difícil es cambiar desde dónde escribir.

El poema al que se refiere Cecilia Pavón está pronto a publicarse en la revista argentina Jennifer, que dedicará un número a poesía y pandemia. El texto habla, precisamente, de la imposibilidad de los viajes en avión y de las conexiones virtuales. En él, también aparece una mujer que va al supermercado de madrugada y fantasea con ser perseguida por hombres a través de las góndolas. Pavón lo escribe con mucho humor, algo que le sale natural.

—La verdad es que el humor es lo que más me interesa. Cerca de los 50 años no todo te da risa. Borges es todo humorístico, aunque a veces no se entiende. César Aira es todo un gran chiste. Es medio inevitable estando en una historia así escribir en serio. Yo eso lo tengo como una especie de ADN. Me da sospecha la gente que se toma en serio. Supongo que el humor es mi gran aspiración, no sé si me sale, me encantaría.

Este ADN del humor es patente en la narrativa y poesía de Cecilia Pavón, aunque a veces se haga visible en forma de humor negro. Queda claro en libros como Los sueños no tienen copyright (2010), 27 poemas con nombres de persona (2010), La crítica de arte (2012), Querido libro (2018) y Once Sur (2018). En 2012, la editorial argentina Mansalva reunió toda su poesía en el volumen Un hotel con mi nombre, traducido también al inglés por el poeta estadounidense Jacob Steinberg, en 2015. En Chile, Pavón ha publicado Pequeño recuento sobre mis faltas (2015), Un día perfecto (2016) y el poemario Fantasmas buenos (2019), todos por la editorial Overol. En sus relatos hay desprejuicio, espontaneidad, preguntas trascendentales que suceden al hacer aseo, en fiestas o en escenas domésticas. Además de humor, en los textos de Cecilia Pavón hay siempre una primera persona muy presente.

—De alguna forma siempre escribo desde el yo. Para mí todos los poetas lo hacen. Cuando empecé a escribir, hace treinta años, eso era mal visto. Si escribías así eras muy simple, no tenías la capacidad de abstracción. Ahora que ha habido un montón de estudios feministas y se ha asociado el género epistolar con la escritura de mujeres, hay algo de eso. También está la idea de la literatura como conocimiento situado. Claramente eso se vincula al feminismo y a las disidencias. El que tiene el privilegio siempre quiere hacer todo neutro, hacer que no existe el lugar de poder. El yo en un punto es una respuesta a eso. Los que estaban en contra del yo siempre eran tipos hegemónicos. Tiene una cosa política el yo y siempre lo voy a defender. Más allá de eso, hay que salirse del yo, porque también es muy cerrado, lo interesante es ser uno y ser muchos.

En un café del microcentro

Cecilia Pavón también ha dedicado parte de su trabajo a la traducción, desde el inglés, alemán y portugués. Luego de estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires, decidió dedicarse a la traducción como una profesión. Fue durante su estadía en Berlín, en 2002, que tradujo su primer libro del alemán al español. Se quedó viviendo allí seis meses, con el interés de conocer a los poetas de esa latitud.

Después vinieron otros libros: Personas en loop y Psicodelia y ready made, de Dietrich Diererichsen; La utopía de la copia, de Mercedes Bunz; ¿Cuánto vale el arte?, de Isabelle Graw; las selecciones de poemas de Nicola Richter, Monika Rinck y Ron Winkler en Luces Intermitentes —compilado por Timo Berger—, y las versiones de poetas brasileños contemporáneos en Caos portátil, que compiló junto a Camila do Valle.

—Siempre me gustó traducir literatura contemporánea, porque me parecía que era más emocionante. Tiene algo de viaje inexplorado. A la vez, es como una especie de cantera, una imagen medio extractivista —reflexiona.

En 2010, un joven le entregó una lista en una librería de Buenos Aires, diciéndole: “Tenés que leer esto”. Así conoció a Dorothea Lasky y Chris Kraus, ambas escritoras estadounidenses de renombre, con quienes encontró una afinidad en la escritura. En Chile, la editorial Overol publicó su traducción de La poesía no es un proyecto (2010)de Lasky. También estaban en esa lista la poeta y dramaturga estadounidense Ariana Reines y Noelle Kocot, en quien se inspiró para escribir el cuento “Noelle Kocot”, donde la protagonista es una traductora que se sienta en un café forzándose a traducir un poema, porque cree que es una forma de dar un giro a su vida. Al preguntarle por el diálogo que se produce entre su poesía y las poetas norteamericanas que ha traducido, recuerda que ninguna estaba traducida en ese momento.

—Hay una idea de vanguardia que estaba pasando en Nueva York. Todo este trabajo con el yo y con la cosa psicopática. Me identifico con Lasky, hay algo de estados border de la mente. Yo creo que eso es lo que definía la estética de Belleza y Felicidad, tipo: puedo cursar estados mentales al borde de la histeria y la psicosis. También es una marca muy machista la del psicoanálisis, la de la histeria. La relación con la poesía de Estados Unidos creo que tiene que ver con que ideas parecidas se confirman en otros lugares. Lo importante son esos tráficos e ir creando esas comunidades, porque en realidad la gente que hace literatura de vanguardia es muy poca en el mundo.

Luego de traducir sus primeros libros, Cecilia Pavón no se detuvo, y ha seguido una carrera como traductora destacada. Este 2021 está trabajando en varios libros, entre ellos, una traducción de la poeta y ensayista jamaicana Claudia Rankine. Además, en estos días saldrá Little Joy, libro que compila los cuentos de Pavón traducidos al inglés por la prestigiosa editorial Semiotext(e), de Chris Kraus.

Belleza, felicidad y escritura

La idea de la galería Belleza y Felicidad comenzó como un juego. Cecilia Pavón tenía 26 años y conoció a la artista Fernanda Laguna, con quien de manera espontánea decidieron gastar sus ahorros para abrir un local. Era la Argentina antes del corralito, y se sabía que el dinero podía perderse en un banco. Era además un momento clave para ella, que había abandonado una beca en Estados Unidos porque había sentido el shock cultural.

Algunas ediciones de Belleza y Felicidad, y una imagen de la galería. Crédito: ByF Flickr

—Había algo que yo sentía que pasaba en Buenos Aires, que era la amistad, las redes, la gente; cosas que extrañaba mucho en Estados Unidos, porque allá era totalmente lo opuesto, todo era productividad” —recalca.

En 1999, Cecilia Pavón y Fernanda Laguna abrieron Belleza y Felicidad, primero como sello editorial —en el que publicaron, entre otros, a Roberto Jacoby, César Aira, Damián Ríos, Fabián Casas, Francisco Garamona, Marina Mariasch, Rosario Bléfari y Sergio Bizzio— y luego como galería en el barrio de Almagro, y aunque pensaron que duraría tres meses, continuó hasta 2007 y fue un espacio que marcó una era para la difusión de nuevos artistas y escritores argentinos.

—Fue un proyecto que tuvo que ver con la crisis, con otro tipo de relaciones. Me parece que también todo el arte en un punto tiene que ver con la crisis. Nosotros mostrábamos cuadros, pero no había mercado del arte. Después de la devaluación del año 2000, empezó a crecer el mercado. Entonces fue como un cambio de era en Argentina hacia una economía abierta al mundo, que después fracasó. Como se destruía el Estado, había nuevas comunidades que estaban fuera de él. Los 90 también fueron la gran decepción de la política partidaria, y existió la idea de otra política, que tiene que ver con lo queer y el feminismo. Todo eso tuvo que ver con Belleza y Felicidad.

¿Cuál sientes que fue la importancia que tuvo Belleza y Felicidad para los artistas de los 90? Pensando en esta idea de generar un arte desde la colectividad y contraponiéndolo con la idea de arte comercial de hoy.

—Creo que es inevitable pensar que el arte hoy es comunitario y colaborativo. Para mí, la idea antigua del genio creador, modernista, sigue teniendo importancia, pero me parece que ya no va a existir más. Lo que es interesante no es esa idea del hombre heterosexual blanco, ni de “yo domino las reglas del arte”. El arte para mí está abierto a miles de influencias. Es meterse en un flujo de afectos, de sentidos y de información. Eso es genial de no haber sido hombre: poder entender la poesía desde otro lugar, meterse en distintas corrientes de afecto y sentido, y no ser el creador del sentido. Yo quiero dejarme llevar por las olas de sentido.

En el cuento “El equívoco concepto de pareja”, la protagonista se pregunta por la simultaneidad entre felicidad y escritura. ¿Cómo se vincula para ti la felicidad y la escritura hoy?

—Creo que son etapas de la vida. Tuve una etapa donde la felicidad y la escritura no se vinculaban, donde la escritura era una especie de reparación del dolor. Ahora quiero escribir desde la felicidad, así que por ahí me sale algo horrible. Escribís para estar bien, para estar contento, de una forma terapéutica. Lográs ser feliz y, ¿qué hacés después? Dejás de escribir. Creo en el fondo que el arte tiene que ser un proyecto de felicidad. Hace poco leí esa frase y me encantó. Creo que la política es un proyecto de felicidad, tiene que serlo. Si la política no es un proyecto de felicidad, no me interesa. El arte es igual, lo que pasa es que la infelicidad es más productiva. Pero bueno, intentemos un arte donde la felicidad sea productiva, de ahora en más.

¿Acaso seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?

El incordio entre Hélène Devynck y su exmarido Emmanuel Carrère a propósito de Yoga —novela en la que el escritor habría roto el acuerdo de no mencionarla en sus libros tras su divorcio—, es desmenuzado por Ignacio Álvarez para preguntarse ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? Las reglas de la literatura y la moral son distintas, dice, pero también sospecha: «no parece tan descabellado pensar en una especie de ‘ética de la ficción’ que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado».

Por Ignacio Álvarez

Los hechos son los siguientes: Emmanuel Carrère publicó el año pasado su nueva novela, Yoga, en donde cuenta, entre otras cosas, un episodio de depresión severa que lo llevó hasta la internación y el electroshock, y el fin de su matrimonio con la periodista Hélène Devynck. Ese divorció implicó, además de los daños emocionales, una cláusula en la que el escritor se comprometía a no hablar de ella ni mencionarla en los libros que en adelante fuera a publicar. El acuerdo no solo es curioso e infrecuente, sino francamente difícil de cumplir para alguien, como Carrère, cuya trayectoria ha consistido en contar su propia vida (El Reino) o bien la vida de los demás (El adversario, Limónov, su biografía de Philip K. Dick). En Yoga hace una especie de revisión de ese modo de escribir, y termina subiendo su apuesta al máximo. Allí declara lo siguiente: “Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y creo haberme atenido siempre a ese imperativo. Lo que escribo es quizá narcisista y vanidoso, pero no miento”. Como cualquier lector de novelas puede adivinar, todo termina mal. Devynck leyó una primera versión de Yoga y, pese a las prevenciones de Carrère, ejerció su derecho a suprimir algunas partes del texto. El escritor se quejó amargamente de ello en una entrevista que le hizo Vanity Fair, y en la réplica publicada en el número siguiente Devynck hizo una pregunta que me ha dejado pensando largamente durante estas semanas: “¿Acaso no tengo derecho a separarme y seré, hasta la muerte, el objeto de las fantasías de mi ex marido?”.

El escritor Emmanuele Carrère. Foto: María Teresa Slanzi.

La pregunta se puede plantear de una manera un poco menos personal: ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? ¿Pueden esas personas evitar ser mencionadas? ¿Tienen el derecho a rectificar la versión de sí mismos con que se los pinta? ¿Ante qué tribunal podrían alegar un tratamiento injusto?

Supongo que desde el derecho o desde la ética existen respuestas rápidas y sencillas para estas cuestiones. Como expuso en Twitter hace unas semanas la editora Andrea Palet, los hechos no le pertenecen a nadie, y menos a sus protagonistas. Todos podemos entregar nuestra propia versión de las historias que conocemos y nos interesan, incluso o especialmente si no las hemos vivido. Ese es el fundamento de la historia y del periodismo, después de todo. Un tercero cuenta lo que primeros y segundos no pueden o no quieren decir.

Pero las respuestas que vienen desde el derecho y desde la ética no terminan de responder a la pregunta de Hélene Devynck: “¿seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?”. Para los estudios literarios de los años noventa, la época en la que estudié la licenciatura, creo que la respuesta sería, más o menos, la siguiente: sí, lo serás hasta la muerte. Y por una sencilla razón: porque en el momento en que un escritor o una escritora comienza a contar un hecho verídico, en realidad está cambiándolo de registro. Ya no es más un hecho sino una versión del hecho, y en esa versión se ha colado inevitablemente —felizmente, diría mi profesor de teoría literaria de esa época— la ficción. La respuesta para Hélène Devynck sería, más o menos: no se preocupe; sabemos que eso que su exmarido cuenta en las novelas sobre usted no se refiere a usted en realidad, se refiere a una ficción suya, y todos lo entendemos así. Ese mismo profesor, quizá, nos explicaría que el mecanismo de ficcionar hechos verídicos permite el despliegue de la imaginación más allá de las ataduras de los hechos reales. Buena parte de las mejores novelas de los últimos años se fundan en él. Diría Vila-Matas y diría Bolaño. Diría Perec. Hasta diría Borges, el abuelito de Vila Matas y de Bolaño, e incluso diría que grandes novelas del siglo XX, vistas en retrospectiva, no son otra cosa que autoficciones de esa misma clase: ¿acaso Aniceto Hevia no es el álter ego de Manuel Rojas, por ejemplo? ¿No reconocemos todos, de alguna manera, a Louisa May Alcott en Jo, a Rubén Darío en el poeta de El rey burgués, a María Luisa Bombal en la protagonista de La última niebla?

Tras esa defensa que, es cierto, tiene algo de caricatura, hay un argumento que no se puede despreciar. La literatura tiene reglas distintas de la moral, y mantener esa separación es clave para que las ficciones literarias puedan existir. Cuando discutíamos ese punto en clases se solía citar el juicio de 1857 en torno a Madame Bovary, una novela que el fiscal Ernest Pinard consideraba una afrenta a la conducta decente y a la moralidad pública. El defensor de Flaubert, Jules Senard, intentó en su defensa una estrategia que llamó “incitación a la virtud mediante el horror del vicio”. Sí, es cierto que en esta novela se relatan hechos reprensibles, pero solo lo hacemos para corregir el actuar real de las personas. Un argumento más viejo que el hilo negro: lo usa Choderlos de Laclos en Las relaciones peligrosas, Lucio en El asno de oro y hasta Rabelais en Gargantúa. La eficacia de esa defensa depende, sin embargo, de un detalle crucial: debe existir una distinción muy clara entre ficción y realidad. El vicio narrado solo existe en las páginas del libro pues, de ocurrir en la realidad, absolutamente todos —el fiscal, el defensor y hasta el propio Flaubert— se verían en la obligación de denunciarlo y castigarlo. Solo los vicios ficticios, inexistentes para el mundo real, pueden y deben quedar impunes.

El caso de Yoga es sutilmente diferente, sin embargo. Hay una novela, sí, y también hay un comportamiento que avergüenza o que podría merecer reproche. Lo que no hay es una clara diferencia entre la realidad y lo que podemos llamar ficción. Sobre esa confusión constitutiva del presente se han escrito ríos de tinta, pero no es necesario recurrir a los tratados sobre el posmodernismo para explicarla. Basta con pensar en nuestra propia experiencia cotidiana. Los usuarios de las redes sociales suelen decir que nadie es tan inteligente como en Twitter, tan simpático como en Facebook ni tan guapo como en Instagram, y con ello quieren decir que cada expresión de nuestra personalidad dice una verdad parcial, una mentira a medias de nosotros mismos. Que vivimos versiones ficcionadas de nuestro yo, autoficcionadas casi siempre, otras veces fuera de nuestro control. Cuando Hélène Devynck reclama estar condenada a encarnar las fantasías de su exmarido, creo yo, reclama que una parte no menor de su identidad terminará fuera sus mecanismos normales de control (ella misma, el azar) y se convertirá en el patrimonio de alguien más, alguien de quien, precisamente, se quiere alejar. Emma Bovary no puede temer que Flaubert la siga imaginando, pues existe solo como personaje ficticio. Hélene Devynck teme, con razón, que las ficciones reales tejidas a su alrededor devoren lo que ella es.

No ha cambiado la literatura. No ha cambiado el modo en que los escritores se acercan a ella. Lo que ha cambiado, me parece, es la textura de la que están hechas las personas. Somos cada vez menos algo que se puede oler, tocar y gustar, y cada vez más palabras, imágenes. En ese desajuste se está escribiendo la literatura del día de hoy, una literatura que ha terminado por convertirse en realista a pesar de sí misma. Casos como el de Yoga nos muestran sus primeras incomodidades. Puedo equivocarme medio a medio, pero sospecho que la siguiente jugada le corresponde a los autores y las autoras de ficciones literarias, que estarán obligadas a encontrar formas nuevas de contar. Por de pronto, no parece tan descabellado pensar en una especie de “ética de la ficción” que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado. ¿Girará hacia una radical inverosimilitud, ahora que todo lo verosímil se confunde tan fácilmente con la verdad?

Exagero, claro. Generalizo a partir de un caso particular. Todavía la mayor parte de los textos literarios que leemos siguen y seguirán las convenciones más clásicas de la narración literaria. La pandemia, por otro lado, nos recuerda a cada momento que las cosas que están más allá de las palabras siguen existiendo, porfiadas, y siguen oponiéndose a nuestro deseo. Pero tengo la seguridad de que algunas autoras, algunos autores, algunos proyectos, algunas novelas y memorias están escribiéndose en este mismo momento desde esta esquina aproblemada de la literatura del presente.

Yoga
Emmanuel Carrère
Anagrama, 2020
336 páginas
$20.000

Marina Latorre, una escritora incombustible

En muchos sentidos, este 8 de marzo es una fecha histórica para esta poeta, narradora, galerista, gestora cultural, editora y periodista nonagenaria, que logró hacerse un lugar en el ambiente cultural hostil y machista de mediados del siglo XX. Después de décadas de olvido, hoy su obra literaria vuelve a ver la luz gracias a la colección Biblioteca Recobrada-Narradoras chilenas, de la Universidad Alberto Hurtado, un proyecto que obliga a repensar la historiografía literaria y que comienza con Galería clausurada, una selección de textos de Latorre que resultan rabiosamente actuales.  

Por Evelyn Erlij

El nombre es destino: nomen est omen, dice esa vieja expresión latina, y Marina Latorre lo sabe bien. Cada gran escritor que celebró su obra —que hoy salta a la vista como un espejo de los cambios sociales, culturales y políticos del Chile convulso de la segunda mitad del siglo XX— cayó en la tentación de hacer juegos semánticos con su nombre, como si no hubiese nada más interesante que decir. “Marina Latorre Uribe, nombre y apellidos simbólicos para un hombre de Mar. Nombre ilustre por los tres costados. Nuestra Marina de Chile siempre ha tenido un acorazado Latorre y un destructor Uribe. Tu nombre tiene mil connotaciones marítimas”, escribió Francisco Coloane en el prólogo de su novela ¿Cuál es el Dios que pasa? (1978); mientras que Pablo Neruda, al recibir su libro Soy una mujer (1973), le contestó: “Querida amiga: tu nombre escrito en franjas rojas y negras flamea alrededor de mi cuello”. El nombre es destino, y el de Marina Latorre contiene el destino de todas las escritoras de su época: ser vistas como un accesorio, ser leídas como una anécdota en el campo cultural.

Esta fijación onomástica, que tuvieron también autores como Andrés Sabella y Hernán del Solar, es apuntada por la crítica literaria e investigadora Lorena Amaro en el prólogo de Galería clausurada, libro en el que se rescata una serie de textos de Latorre, y que inaugura la colección Biblioteca recobrada-Narradoras chilenas, proyecto de la Universidad Alberto Hurtado, dirigido por Amaro, que continuará con las obras de Inés Echeverría, Rosario Orrego y María Flora Yánez, escritoras olvidadas y marginadas de la historia literaria local de los siglos XIX y XX.

Marina Latorre. Foto: Fernando de la Maza.

“La construcción del canon literario chileno es muy mezquina con la producción de mujeres, las incorpora casi siempre bajo un régimen de ‘excepcionalidad’ —explica Lorena Amaro—. Se les da un mínimo de espacio, casi como una nota al pie de página. Tienen que tener un desempeño extraordinario (Mistral ganó el Premio Nobel) para que sean consideradas, a regañadientes, dignas de estudio y mención, cosa que no pasa con la escritura de varones, en que se va tejiendo un tramado mucho más denso, orgánico, de agrupaciones, movimientos, de los cuales las mujeres suelen también ser desplazadas por excéntricas. Todo esto invisibiliza el trabajo de una gran mayoría de creadoras, como ocurrió en el caso de Marina Latorre; la crítica que se hizo de su trabajo, si bien fue positiva, resultó también enormemente condescendiente, paternalista, anecdótica y muy poco atenta a lo que ella estaba proponiendo”.

En agosto pasado, su nombre volvió a oírse cuando Amaro publicó en Palabra Pública el ensayo “Cómo se construye una autora: algunas ideas para una discusión incómoda”, en el que, entre otras cosas, reclamaba frente al poco interés que existe en las nuevas generaciones de escritoras chilenas por leer y redescubrir a sus antecesoras. “Lorena Amaro, y su ensayo, vino a remecer y alegrar el aislamiento en el que vivo desde el estallido de 2019 y continuado hasta hoy por la pandemia. Establezco mi gratitud a ella, crítica brillante, por este acto de justicia necesario y esperado: el rescate de mi obra literaria”, dice Marina Latorre, que a sus más de noventa años sigue impulsando la lucha que comenzó muy joven junto a su marido, Eduardo Bolt, ya fallecido: nutrir el campo cultural a pulso, con o sin recursos; empujados, como dice ella, por su amor al arte.

Ambos abrieron la Galería Bolt, un lugar esencial para el arte chileno de mediados del siglo pasado; y fundaron Ediciones Bolt, con la que editaron novelas, poemarios y revistas, entre las que se cuenta Portal —cuyo primer período transcurrió entre 1965 y 1969—, uno de los medios literarios más importantes de la historia chilena; un espacio en el que escribieron, entre otros, Pablo Neruda, Jorge Teillier, Luis Oyarzún y Francisco Coloane. “A veces, ni me lo creo —confiesa Latorre—. Entrevistamos a Borges, a Yevtushenko, a Arguedas. Nos regalaban su poesía inédita y sus libros dedicados. Todavía conservamos algunos de estos tesoros, que, a costa de nuestras vidas, logramos salvar de la brutalidad de los esbirros de la dictadura. Actualmente me parecen invisibles, inexistentes, escritores e intelectuales semejantes. Escritoras a esa altura, salvando una cultura machista, comienzan a aparecer”.

Para esas nuevas voces, dice, leer a las antecesoras es fundamental: “Sin esa condición no se puede existir. He disfrutado desde niña con la lectura de varias grandes escritoras, todas extranjeras. De Chile, solo la Mistral, como si no existieran otras. Coloco aquí mi denuncia. Las escritoras chilenas no nos conocíamos. El culpable, un machismo entronizado por siempre. El mundo literario se componía solo de hombres —reclama Latorre—. Recién esta situación empieza a cambiar de la mano de los tremendos y hermosos movimientos de las mujeres de ayer y hoy. Debemos también agradecer a las redes sociales, que a pesar de sus inconvenientes han logrado democratizar la entrega y acceso a la información, liberándonos del monopolio de los medios tradicionales, cambiando esta situación de desconocimiento hacia nuestras colegas. Es necesario revertir por siempre esta situación de injusticia y menoscabo”.

***

En los años 50, cuando Marina Latorre llegó a Santiago desde Punta Arenas a estudiar Periodismo y Castellano en la Universidad de Chile, se dio cuenta de que para tener un futuro asegurado en la capital había que llamarse Errázuriz, Balmaceda, Matte, Zañartu, Astaburuaga. Una vez más, el destino estaba inscrito en el nombre, algo que hoy no ha cambiado; tampoco la hostilidad, el machismo y el clasismo que encontró en el ambiente universitario y literario, ni el poder de una élite decadente y con pocas ambiciones intelectuales. Esa mirada aguda a la sociedad chilena hace que una parte importante de su obra resulte profundamente actual. Por ejemplo, un cuento como “La familia Soto Zañartu”, justamente sobre el peso que tienen los apellidos para la clase alta local, funciona muy bien como un retrato de la élite del presente.   

Tanto esa vigencia, como su valor histórico y literario, fueron los criterios con los que Lorena Amaro escogió los textos de Galería clausurada: “’Soy una mujer’ me pareció de una tremenda actualidad, es un texto en que ella conversa con otras mujeres sobre las experiencias de discriminación y violencia machista. Fue escrito en los años 70 y me pareció que refería situaciones que podríamos vivir hoy —cuenta la crítica literaria—. ‘El monumento’ me pareció un texto muy de su tiempo, publicado bajo la Unidad Popular, en que trata de mostrar la perspectiva de una obrera en una circunstancia real, de sometimiento al patronazgo del mundo industrial chileno. Los análisis de Marina son muy lúcidos, casi siempre vemos a sus protagonistas en un proceso de toma de conciencia y revelación que me pareció podían interpelar a un grupo muy amplio de lectorxs”.

Frente a esto, Marina Latorre responde: “Me agrada comprobar que dejé en mis obras realidades que siguen intactas. Creo que por esas consideraciones queda demostrado que fui una mujer adelantada a mi tiempo. Aunque éramos varias adelantadas. Sin embargo, quiero entregar una dolorosa intuición. Pienso que tal vez, fueron o existen muchas mujeres conscientes de las mismas injusticias, pero que no han tenido, ni tienen la posibilidad de manifestarlas”, reclama la escritora, que retrató otros paisajes que tampoco han cambiado, como el esnobismo del ambiente artístico chileno, en el que la presencia de mujeres galeristas y gestoras culturales, como ella o Carmen Waugh, era escasísima. 

Esa fue una de sus hazañas: hacerse un nombre y construirse un lugar entre la misoginia del mundo intelectual santiaguino de los años 60 y 70; desatar, como dice ella, su “pasión irrefrenable” a pesar de todo: escribir, fundar revistas, ser periodista. Ese ímpetu la impulsó a ella y su marido a convertir su hogar —una casona con 17 piezas ubicada en la calle Londres, en Santiago, donde todavía vive—, en un centro cultural que pasó a ser un lugar esencial para el ambiente cultural capitalino; sede de la galería, de la editorial y de la imprenta con la que editaron libros y revistas que hoy son tesoros invaluables. En Portal, por ejemplo, se publicaron una serie de obras inéditas de Neruda, como una llamada La corbata poética para Nicanor Parra, y se crearon proyectos comoPortal siembra poesía, que consistía en pegar afiches en todo el país con textos de poetas de distintas regiones.   

“(Eran) carteles tamaño tabloide —recuerda Latorre—. La iniciamos con un regalo excepcional: “Oda al hombre sencillo”, que el propio Neruda nos regaló para que difundiéramos su contenido en todos los muros de las ciudades. Ha sido otra de las acciones más hermosas que realizamos con toda la energía y convencimiento de nuestros jóvenes corazones. Los carteles murales eran una fiesta de colores. Muchos poetas, de Santiago y provincia, se beneficiaron con la difusión de sus creaciones. El gran mérito: eran impresos en nuestra propia impresora de las antiguas, pero muy moderna en su época. Se confeccionaban las líneas con tipografía o tipos parados se les llamaba, fundidos en metal. Los carteles eran hechos artesanalmente por Eduardo Bolt, que al igual que para mí, constituía una fiesta este quehacer: diagramar, componer, imprimir y pegar los carteles en los muros de las ciudades. Comulgábamos con el poeta a través de su “Oda al hombre sencillo”:

“Ganaremos, nosotros,
 los más sencillos,
ganaremos,
aunque tú no lo creas
ganaremos”

En estos últimos años se ha empezado a releer desde una perspectiva feminista la obra de muchos creadores, como le pasó a Pablo Neruda, a quien se ha condenado por haber descrito una violación en sus memorias Confieso que he vivido. ¿Qué le parecen las relecturas que se han hecho de la obra del poeta?

—Yo voy a hablar de las muchas relecturas que hago siempre de la obra de Neruda para enriquecerme cada vez más. Me sorprenden los resultados e interpretaciones de otros lectores por el párrafo aludido en Confieso que he vivido. No hubiera querido hacerlo, porque serán conclusiones y verdades justas, claras e incómodas para los enemigos anticomunistas o desubicados o peor aún, los que no entienden lo que leen. Para ello, recurriré a la Teoría de la deconstrucción, planteada por Derrida: ante la dictadura del canon, la democracia de la polisemia. Quien lo entienda y domine, podrá acceder a toda la riqueza polisémica en los textos de Neruda.

En la introducción de Galería clausurada, Lorena Amaro habla de una característica que aparece en su obra y en la de otras de autoras del siglo XX: “su esquiva relación con las fronteras literarias de los géneros (…) atravesando de un lado a otro las posibilidades de lo autobiográfico, lo ficcional y lo ensayístico”. 

—Si existe esta característica en mi obra, la aplaudo, me aplaudo y me celebro. Yo creo que se debe a la necesidad de poder comunicar y sanar un torbellino interior de ideas, inquietudes, saberes que no pueden ser contenidas y encasilladas en los compartimentos cerrados en que nos enseñaron, característica de las fronteras de los géneros literarios. Si se observa lo mismo en el estilo de otras escritoras, aún mejor, saber que compartimos, lo que yo entiendo como una verdadera rebeldía. En ese momento yo era una feroz estudiante universitaria y seguramente sentía la necesidad de expresarme, de comunicar un verdadero volcán de ideas, de inquietudes, lo que se logró con la ruptura de lo tradicional exigido.

El 8 de marzo se ha convertido en un hito en el Chile reciente: millones de mujeres han salido a reclamar igualdad y derechos. ¿Cómo ve la explosión de los feminismos que se está dando desde hace unos años?

—Debemos tener muy claro qué se conmemora el 8 de marzo. Por varios años, nuestro entorno no tenía muy claro el significado de este día y como un modo de celebración, nos regalaban flores o chocolates. Esta atención no sería censurable si viniera acompañada de un estado de clara conciencia de los hechos sucedidos. En buena hora, han sido las mujeres, liderando los movimientos feministas, quienes han salido a la calle reclamando por sus derechos e igualdad. Personalmente, emocionalmente, para mí, este día, declarado por la Unesco como Día Internacional de la Mujer, tiene un gran sentido. Cada 8 de marzo ha tenido para mí una significación en cierto modo grandiosa, pero esta vez supera a todas, lejos de toda vanidad: me siento premiada, reconocida en mis derechos, al lado de valientes mujeres de todas las edades y condiciones sociales que por fin han despertado por nuestras reivindicaciones. Por otra parte, este 8 de marzo de 2021 me trae un hermoso regalo: el lanzamiento de la colección Biblioteca recobrada-Narradoras chilenas.

Usted ha sido una agente esencial del medio cultural chileno: con la galería, la editorial y las revistas ha dedicado su vida a difundir la cultura en Chile y América Latina. ¿Qué la ha motivado a insistir en un panorama cultural tan precarizado, en el que es difícil mantener proyectos en pie?

—A veces me pregunto de qué raro material debo estar hecha para vivir en una batalla permanente contra todas las dificultades sin cansarme jamás. Me honra, y me encanta, el reconocimiento de que he sabido aportar cultura y arte a través de las diversas actividades y organizaciones que he podido crear.  Pienso que cada ser llega con su destino trazado y el mío, lo siento, el mejor de todos. Si lo tomamos con un poco de humor podremos entender el porqué de mi insistencia en mantener proyectos en un medio precarizado, hostil por falta de financiamiento y apoyos; en invertir para compartir, la mayoría de las veces sin retribución económica. Todo hecho y entregado por amor al arte: galería, revista, clases, charlas, reuniones, libros, difusión, y mil cosas más. Si pudiera volver atrás y con la posibilidad de elegir, volvería a lo mismo sin titubear. He tenido amor, amistad y la enorme posibilidad de gozar del arte y la cultura, que lo siento como abrazar al mundo.

¿Qué planes tiene para su casona, ese lugar que Neruda llamó “La torre de la poesía”?

—Mi amigo Pablo Neruda hizo una analogía con mi apellido, agregándole más méritos a este lugar que tanto amo. Aquí han transcurrido los mejores momentos junto a Eduardo, el amor de mi vida. La larga trayectoria poética, cultural y humana aquí realizada ha sido divulgada en parte. El poeta me dijo alguna vez: “No te deshagas jamás de este lugar histórico patrimonial”.  Así lo siento y así lo creo. Me preguntas qué planes tengo para ella. Decido que permanezca por siempre como lo que siempre ha sido. Un lugar de la cultura y la poesía. Se hará aterrizadamente a través de la fundación con mi nombre. Lo declaro, como un deseo inamovible para cumplir los sueños de cultura y esperanza de mujeres, jóvenes y niños.

* Revisa esta entrevista hecha por Enrique Ramírez Capello a Marina Latorre en 1979, un documento histórico compartido por la propia autora.

Sergio Parra: “En Chile se desprecia la palabra intelectual”

El poeta, librero, coleccionista, galerista y cofundador de Metales Pesados, una de las librerías más importantes de Chile, conversa sobre su proyecto editorial, su pasión por los libros y el arte, su visión del medio cultural chileno y su amistad con Pedro Lemebel.

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij
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—Desde su creación, en 2003, Metales Pesados se convirtió en un lugar gravitante para la producción intelectual y artística chilena, al que van constantemente escritores, artistas, editores. Hay una suerte de proyecto colectivo donde fluyen muchas ideas y ocurren muchos encuentros. ¿Podría decirse que hay una intención de hacer comunidad en torno a los libros?

Vengo de una generación en que éramos comunitarios. Soy de los ochenta, y en esa época siempre nos juntábamos escritores, pintores, cineastas, ensayistas y poetas en bares y casas a conversar. Siempre vivimos en una comunidad. Cuando instalamos con Paula Barría la librería en 2003, se produjo lo mismo. Empezaron a llegar todos los amigos que hemos hecho durante tantos años, tanto en Chile como en el extranjero;  empezaron a llegar a la librería y engancharon con el proyecto. Así se ha ido dando. Es como una agenda abierta: viene un crítico de afuera, un académico, y están los teléfonos de toda la gente que quiera ubicar, se juntan en la librería y después se van a tomar un café. La editorial también aprovecha eso y hacemos muchos contactos de escritores extranjeros, ensayistas, filósofos. Siempre se ha dado así, todo el mundo pasa desde las diez a las ocho de la noche.


—¿Crees que se ha perdido ese sentido comunitario de tu generación?

Se perdió lo comunitario, la solidaridad, los trabajos colectivos de armar revistas, proyectos. Se ha ido perdiendo por una política neoliberal de dividir a las personas. Acabo de leer Jóvenes pistoleros, de (Juan Cristóbal) Peña, un gran libro que, en una forma, muestra esa generación que fue abandonada, traicionada. Dimos un cheque en blanco a la democracia y ese cheque está ahí. Dio bote en el banco, donde lo fueron a cobrar los jóvenes de los noventa.

—Metales Pesados es un espacio para dialogar, porque tú también te involucras con la gente que va dándole recomendaciones. Eres una suerte de curador literario; recomiendas libros y los haces circular entre quienes llegan a la librería, les das visibilidad. ¿Cuál crees que es la importancia de asumir este papel que te permite hacer cruces, hacer circular nombres, mover el circuito en tiempos en que hay tantos libros y tan pocos espacios para difundirlos?

Trabajo desde los 16 años, me licencié de junior a los 24, publiqué un libro de poesía y la economía cuando uno trabajaba de junior era muy precaria. Arrendabas una pieza y con lo que te quedaba de sueldo comprabas libros. Podía comprar dos libros al mes, entonces había que elegirlos muy bien, y pasaba horas mirando las librerías para ver qué iba a comprar, porque no me podía equivocar por nada. Yo creo que eso lo fui trasladando a Metales Pesados y que funciona de la misma forma: llegaban los listados de las editoriales y empecé a decidir qué libros deberíamos vender y seleccionar. Entonces en la librería hay una suerte de curatoría de todo lo que se publica en Chile y en lengua española, es decir, no entra ningún libro que no me guste o sienta que no dé con el tono de la sociedad chilena. Me interesa que los libros tengan algo que decir, que sean políticos en el sentido de la palabra y tengan un espacio critico.

—También eliges todo lo que está en la vitrina.

Sí, primero saludo a mis compañeros de trabajo, que ayudan mucho y saben mucho, pero saben también que no se pueden meter en la vitrina e incluso me hacen bromas, sacan un libro y ponen otro, y yo llego y me doy cuenta inmediatamente. La vitrina es fundamental, hay que poner libros que enganchen con el público, con el lector. Siempre estoy poniendo libros que tengan temas coyunturales, eso me interesa mucho.

—De hecho, tú fuiste, junto con Aldo Perán, encargado de elegir los nombres de Selección chilena 2000-2016, el libro con textos de autores chilenos que publicó la editorial peruana Estruendomudo, y también estuviste a cargo del stand chileno de la Feria de Guadalajara.

Me gusta seleccionar los libros y guiar a los autores. Siempre cuento esa anécdota muy bella de cuando llegaba Diego Zúñiga vestido de escolar a la librería y yo le recomendaba novelas. Después, un día, llega él con un manuscrito de sus cuentos. Ha sido así con muchos escritores que han pasado de jóvenes por la librería. Me gusta irlos guiando en la lectura y empujándolos en mi deseo de que sean testigos de una época, cronistas de su época. Eso es fundamental. Yo creo que el escritor tiene que ser un cronista de su época, tiene que dar cuenta de la historia que lo rodea.

—Hay pocos espacios en los medios de comunicación para la literatura, para comentar libros. Faltan voces de críticos que ordenen un poco el panorama y que lancen directrices entre tanta editorial nueva. ¿Crees qué hay un declive de la crítica literaria en Chile?

Sí, hay declive porque se ha ido achicando el espacio cultural. A fines de los ochenta había un espacio gigantesco de revistas, diarios; mucha prensa escrita cultural, y ahora uno ve la disminución de espacio que hay en La Tercera, por ejemplo. También está Artes y Letras, que es puro adobe y patrimonio. Sé que hay mucha voluntad de muchos periodistas de querer trabajar en temas actuales y no se da, porque hay problemas con los editores. Siempre digo que la cultura no es ajena a la política. Si uno ve la composición política en Chile, lo que está ocurriendo es lo mismo que pasa en la cultura: falta renovación, faltan cambios. Hay mucha gente que tiene que dar un paso al costado y dejar que las nuevas generaciones pongan temas nuevos en el debate cultural y crítico. Eso se echa de menos. Somos un país muy endógeno, nos cuidamos mucho. No hay independencia en la critica salvo Patricia Espinosa. Un crítico tiene que estar distante de todas las editoriales, grandes o chicas. No sé si un escritor está feliz cuando lee la crítica que le hizo su amigo, no sé si ese escritor se encuentra satisfecho con la crítica sabiendo que toma café con él, que conversan. A mí no me gustaría.

—Mucha gente a fines de los ochenta y comienzos de los noventa quería hacer revistas. Tú estuviste involucrado en Piel de Leopardo y Matadero, que abordaron poesía y artes visuales. En esa época también estaba Numero quebrado y Manuscritos. En Metales Pesados le dan un lugar importante a las revistas, algo bastante raro en las librerías hoy. ¿Cómo crees que se explica la escasez actual de medios culturales independientes?

Yo creo que los profesores universitarios juegan un papel importante en conectar a los estudiantes de periodismo o literatura con los medios. Si el profesor no tiene interés en eso, no va a ocurrir nada y el estudiante durante los cinco años de estudio no va a saber cómo se hace el diseño de una revista, cómo se hace una editorial, como se selecciona. Ahí tenemos un espacio absolutamente perdido. Deben haber lugares donde los chicos puedan ejercer su pensamiento crítico o puedan publicar sus primeros poemas, ensayos, cuentos. Por ahí se empieza. La mayoría de las revistas que hicimos en los ochenta mostraba una producción de escritores chilenos y latinoamericanos. Los profesores tienen que motivar a que los estudiantes realicen una revista para que vean cómo se trabaja, para que vayan a una imprenta, coticen una revista de papel, piensen el diseño, elijan la diagramación, las imágenes. Porque no basta con la web. Cuando editas una revista, los artículos los revisa un comité editorial. En la página web, subes lo que quieras, no hay un editor, hay un yo absolutamente neoliberal tanto de izquierda como de derecha, es un yo, yo, yo, y como nadie me dice nada, no hay pudor. No hay curatoría, no hay un comité editorial que discrimine, es un diario de vida. La web es una democracia sin espacio critico.

—Has dicho que echas de menos las mentes criticas que dieron coherencia o articularon la escena de los ochenta, como Nelly Richard, Diamela Eltit o Enrique Lihn, que agitaban el mundo de la cultura. Mencionabas que los escritores tienen que ser capaces de adelantarse a su tiempo y sugerir hacia dónde va la sociedad. ¿Quiénes crees que son estas figuras hoy?¿Ves una escena más bien desarticulada, donde faltan estos personajes que le den una cierta coherencia?

Creo que en Chile se desprecia la palabra intelectual, porque el intelectual tiene un punto de vista y una ideología con respecto a las cosas. Existen, pero no están en los medios y no tienen dónde expresar esas ideas. Siempre me sorprendió mucho cuando leí una entrevista que le hicieron a Paulina Flores en Artes y Letras: el periodista le hacia una pregunta y ella trataba de irse hacia lo que quería plantear. Eso lo encuentro un gran valor. Te puede entrevistar Artes y Letras, un medio que no es afín con tu sensibilidad política y cultural, pero tratas de meter un tema que te interese en ese momento. Uno tiene que usar los medios, doblarle la mano a los medios para poder expresar lo que uno quiere decir.

—Aparte de Paulina Flores, ¿ves que hay otra gente?

Matías Celedón también es muy brillante. Diego Zúñiga, Yanko González, que es un poeta muy inteligente y aprovecha cada medio para decir las cosas que quiere decir.

—Conociste la escena cultural de los ochenta siendo joven, y en ese tiempo disciplinas como la poesía y las artes visuales tenían vasos comunicantes; es cosa de pensar, por ejemplo, en Lihn o el CADA. Da la impresión de que esto no ocurre hoy; las disciplinas, al parecer, están cada vez mas enfrascadas en sí mismas.  

Hay una cosa que me llama la atención y es por qué los escritores o la gente joven no tiene una ideología o una militancia. En los ochenta teníamos un enemigo en común, que fue la dictadura de Pinochet, entonces todos nos uníamos ante ese enemigo y nos expresábamos en todas las artes, en todo lo que se hizo en ese periodo: la música, el cine, la performance, la poesía. Pero ya no tenemos nada así, quedamos huérfanos frente a algo que nos uniera. Nos disuelven las tarjetas de crédito, los viajes al extranjero. Creo que no se da porque no hay militancia. Giorgio Jackson siempre va a la librería, es un gran lector, pero nunca he visto una invitación de Revolución Democrática a la cultura; no sé qué hace RD en cultura. No sé qué hace con cultura la DC, el PS; no sé en qué participan aparte de las batucadas, no sé quién hace los programas culturales, no sé en qué están, porque nunca hablan de cultura. Sin cultura no hay política, la base de la política es la cultura. Si un partido joven como RD no tiene un aparato cultural que tenga visibilidad, entonces no existe, no va a existir jamás. La única forma de llegar de Arica a Punta Arenas es con un espacio cultural, con eventos, foros. Eso no está y es un gran problema.

—Una salida a esta carencia de espacios en los medios podría ser esta proliferación impresionante de editoriales que hay ahora, que podría estar supliendo un poco el vacío de voces críticas.

Hay una explosión de editoriales en los últimos años y hay que reconocer que es gracias a los fondos concursables, lo que me parecen muy bien, pero más allá de llamarlos editores independientes, que no me gusta mucho (editorial independiente es cuando tiene un pensamiento independiente), hay que inscribirse en una idea, hay que pensar qué es lo que se quiere aportar a la sociedad con novelas, ensayos, poesía. Esa es la independencia. No tiene que ver con ser independiente porque publico diez, veinte ejemplares. La independencia tiene que ver con tener claramente una idea editorial. Metales pesados partió como una editorial de pensamiento crítico de arte latinoamericano, filosofía y estética; la idea era buscar autores jóvenes latinoamericanos. Eso es tener un punto y una mirada. Y hay que correr riesgos. Una editorial lo que hace es correr riesgos.

—Volviendo a los ochenta, una época en que había un enemigo común, como dijiste, se daban peleas a muerte entre poetas e intelectuales. Hoy podría decirse que hay una cierta tibieza en el ambiente cultural, ¿no?

Sí, una tibieza y una cosa muy conservadora, políticamente correcta. Por una parte, tenemos una gran lucha por los derechos de la mujer a favor del aborto, pero no basta con salir a marchar. Tiene que haber una contingencia más fuerte, tiene que haber más diálogo y debate dentro de las universidades, en los patios. Por ejemplo, no ha salido ninguna revista que haga tensión dentro del movimiento feminista. No hay que quedarse solamente en la imagen de miles mujeres marchando en la Alameda, la lucha tiene que ramificarse y ampliarse a los sectores sociales, y ahí quedaron fuera todos los partidos políticos. Por eso se echa de menos la voz de mi gran amigo Lemebel. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera reflexionado con respecto a estas cosas hoy, que estamos enganchados políticamente con el pasado?

—Conociste a Pedro el año 83, en una marcha.

Sí, fui a una de las primeras marchas a tirar panfletos y ahí en una encerrada de Carabineros me agarra un tipo y era Pedro Mardones.

—¿Viste Lemebel, el documental de Joanna Reposi?

Lo vi y extraño dos cosas: primero, la figura de Gladys Marín, que fue muy importante en la política del Pedro. La única vez que el PC se abrió al mundo homosexual fue con Pedro y la Gladys Marín, y después creo que se cerró y también la militancia en el mundo homosexual. Segundo, Pedro se construye su imaginario en la escritura de las artes visuales a partir de una política de la calle, y eso no lo veo reflejado en el documental. Uno que estuvo más cercano a Pedro, sabía cómo actuaba y conocía su pensamiento. Joanna se centró en el material que le facilitó Pedro Montes, yo y mucha gente más. Esperaba más de ella. El documental es bastante bueno si estás a dos mil metros de la biografía de Pedro, pero si estás a un metro de su biografía, no te va a gustar.

* Esta entrevista fue realizada en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile el 4 de octubre de 2019.

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Desde 2019, el programa radial Palabra Pública ha sido una plataforma de conversación con importantes figuras de la cultura, la academia, las ciencias y la sociedad civil. Rescatamos en esta sección de archivo algunas de esas entrevistas.



Diamela Eltit: «Hoy la vulneración a los derechos humanos, la cesantía y el abandono tienen una relación con los tiempos de la dictadura»

La escritora y Premio Nacional de Literatura habla de las consecuencias sociales y el manejo del Gobierno ante la pandemia del coronavirus. “Muchas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud”, señala. Además, reflexiona sobre las referencias a la contingencia en su obra, comenta la vigencia del CADA y los nuevos grupos que convocan. “LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo”, asegura.

Por Javier García Bustos

Hace más de una década comparte dos territorios lejanos. Habitualmente, la destacada escritora y académica Diamela Eltit (1949) pasaba algunos meses en Santiago, Chile, y otros en Estados Unidos, ya que es profesora en la Universidad de Nueva York. Entre septiembre y diciembre de 2020, la autora de Lumpérica, Premio de Narrativa José Donoso 2010 y Premio Nacional de Literatura 2018, estuvo otra vez en Norteamérica. Pero el panorama que vio fue desolador.

A un año de la propagación de la pandemia del coronavirus en el mundo, las consecuencias devastadoras en la población han sido evidentes. En Chile, en particular, se arrastraba una crisis mayor luego del estallido social de octubre de 2019.

“El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad”, comenta Diamela Eltit, quien desde comienzos de los ochenta ha construido una obra donde aborda el cuerpo femenino como un territorio político, y ha descrito la violencia de la sociedad de consumo desde la perspectiva de los menos favorecidos en títulos como Vaca sagrada (1991), Los vigilantes (1994), Fuerzas especiales (2013) y Sumar (2018).

Formada como profesora de Castellano, Diamela Eltit luego obtuvo una Licenciatura en Literatura en el mítico Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. A finales de los setenta, la autora, por entonces pareja del poeta Raúl Zurita, integró junto a él y los artistas Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y Fernando Balcells el grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte).

Referente de la escena artística nacional, el colectivo realizó una serie de acciones urbanas que hasta hoy resuenan en otros grupos de arte y en la memoria colectiva. “El CADA pensó la calle justo en los momentos más desfavorables para los cuerpos ciudadanos”, ha escrito Diamela Eltit, quien en esta entrevista rememora sus acciones, alude a nuevos grupos de arte como LasTesis y Delight Lab, habla de los efectos sociales de la pandemia, cuestiona las medidas tomadas por el Gobierno y reflexiona sobre el proceso constituyente.

¿Cómo podría resumir 2020, un año marcado por la incertidumbre y la muerte?

—Fue un año inédito y angustioso. No sólo lo afirmo a nivel personal, pues formo parte del “grupo de riesgo” por la edad, sino especialmente por las personas pobres o muy pobres que se vieron hipercastigadas por la enfermedad. Estuve en Nueva York, donde enseño entre septiembre y diciembre, y el panorama allá era dramático por la cesantía y la cantidad de personas viviendo en las calles. Vi una situación de pobreza mucho más radical que la provocada por la crisis financiera de 2008. Y el virus diseminado locamente por una pésima política de la enfermedad. Lo que yo entiendo de manera muy contundente es que el neoliberalismo intensificado bajo el que nos regimos es incapaz de contener y manejar una crisis social. El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad mediante la generación de macrozonas de exclusión territorial y social, el intenso extractivismo, el crédito usurero, el hacinamiento para contar con un techo y la impunidad de un elitismo desenfrenado.

Al leer algunas columnas y entrevistas se hace evidente que ha sido crítica de la gestión de salud del Gobierno de Sebastián Piñera. ¿Cree que la intención de manejar de mejor manera la pandemia fue mejorando con el paso de los meses o nunca existió un mensaje claro hacia la población?

—Pienso que la pandemia bajo la dirección de Jaime Mañalich, Paula Daza y Arturo Zúñiga fue un desastre. Ellos compraron y compraron insumos, es verdad, tal como si el país fuera una clínica; consiguieron ventiladores, camas, arrendaron de manera turbia el Espacio Riesco, pero se olvidaron de la atención primaria, de confinar y de trazar los contagios. Ellos vienen del sistema privado de salud, ellos son Isapre, pero el país es Fonasa. Y lo más negativo en medio de la enfermedad era señalar cómo los felicitaban de todas partes del mundo por winners. Mañalich esgrimió su farsantería pública ya conocida, el menosprecio constante a las voces críticas con la complicidad del representante de la OMS en Chile, un veterinario que se plegó a Mañalich para obtener fondos públicos y corrió por los canales de televisión apoyando las pésimas medidas de salud que se implementaban. Pero las cifras de las lamentables muertes estaban adulteradas y pasamos a ser el cuarto país con más muertes en el mundo. Muchas de esas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud y dejando de lado las imágenes de los empresarios recibiendo ventiladores como si ese fuese el único centro de la enfermedad, dejando de lado la contención del virus. Enrique Paris, desde luego, es distinto, porque Mañalich fue una opción realmente dañina. Pero este médico Paris, más allá de su máscara de médico bueno, es un hombre funcional al sistema neoliberal. Un acólito. 

La crisis sanitaria dio paso a una crisis social y económica, donde el hambre volvió a estar presente, incluyendo la masificación de las ollas comunes. Muchas personas recordaron acciones como las del grupo CADA. ¿Qué le produjo este ambiente reiterativo y recordar las acciones de ustedes?

—Ya el estallido social, que en realidad puede ser entendido como una microrrevolución, repuso la comunidad y lo comunitario como la vía política para ejercer demandas. Una comunidad unida desde las diferencias, formada e informada por las importantes dirigencias vecinales, pero con un objetivo común: la reparación de la vida social del país marcada por una inequidad masiva. La pandemia visualizó los espacios y demostró que el hambre estaba latente ante cualquier vaivén del sistema en que vivimos. Pero, tal como durante la dictadura, ahora, ante la falla del Estado, se levanta la comunidad para suplir (y no hablamos de los sectores del 20%, sino del 80%, siguiendo el resultado de la Constituyente), y eso es extraordinario y conmovedor. Con respecto al CADA, junto con procedimientos teóricos-estéticos, se planteó siempre en los ejes arte-política-espacio público. Pero sí me impacta ver el NO+ generado por el CADA en 1983, se levantó el NO+ con la seguridad de que iba a ser completado por la ciudadanía y casi cuarenta años después continúa vigente. Ahora, la situación por la que atravesamos es muy delicada, un prolongado estado de excepción, muertos, heridos, presos políticos que el sistema renombra como delincuentes. Hoy la vulneración a los derechos humanos, la cesantía y el abandono tienen una relación con los tiempos de la dictadura, el actuar salvaje de Carabineros y los crímenes de lesa humanidad que ya acumulan. Y para qué seguir hablando de la corrupción, el robo, la colusión “desde arriba” que zafa con una impunidad asombrosa.

En este último tiempo, ante el desencanto de la gente, se ha podido ver el trabajo de nuevos grupos de arte como el colectivo LasTesis y Delight Lab. ¿Cómo ve la evolución del arte, en este sentido, y qué le parecen estos grupos que interactúan con la ciudadanía con un claro mensaje social?

—Sobresalientes, LasTesis, poniendo y disponiendo la performance como espacio para escenificar, políticamente, el asedio al cuerpo de las mujeres y denunciarlo en escenarios públicos y convocantes. Ya en 2018 se puso de relieve la dimensión del reclamo de las mujeres a su subordinación y asimetría social. Mientras que Delight Lab y su cuidadosa y eximia administración del arte lumínico denuncia masivamente el hambre, el crimen y la injusticia. Y no puedo dejar de mencionar acá el homenaje lumínico efectuado a la artista Lotty Rosenfeld y su trabajo con los signos de circulación ciudadana. LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo.

Los olvidados de la historia

Traducida al inglés, francés, italiano y griego, Diamela Eltit es autora de una sólida obra compuesta de novelas y ensayos que ya superan los veinte libros, donde destacan, entre otros títulos, Por la patria (1986), Mano de obra (2002), Signos vitales (2008), Impuesto a la carne (2010) y Réplicas (2016). En los últimos meses, el sello Planeta editó una colección que reúne gran parte de su trabajo.

Como dijo el crítico peruano Julio Ortega, los libros de Diamela Eltit “convierten la lectura en una sediciosa labor clandestina, de vocación anarquista, radicalidad estética y despojado estilo”. Por estos días, la narradora prepara un nuevo trabajo, pero aún sin coordenadas definidas. “Estoy esperando que la escritura se ubique en el lugar correcto de mi deseo”, comenta Eltit, y en seguida alude a las conexiones de su obra con la contingencia.  

En su libro Sumar se pueden encontrar ecos de lo que fue el estallido social y las demandas de los trabajadores. En Fuerzas especiales, de alguna manera, se prefigura la represión de Carabineros. ¿Le motiva la idea de encontrar referencias de la realidad en su ficción o es una decisión consciente reflejar la realidad en una historia?

—Desde luego, más allá de las fallas ostensibles del sistema y su estela de victimización social, la dimensión del estallido no estaba prevista. Sumar fue la escritura de una ficción fundada en el malestar de un grupo de personajes. Mientras escribía, leí que la primera marcha hacia La Moneda (a principios del siglo XX) fue la llamada “Marcha del hambre”, entonces tomé prestados los nombres de algunos dirigentes de la marcha (muy relegados por la historia social) y se los puse a “mis” personajes. Me interesó la calle como escenario y la marcha como historia social. Los ambulantes me pareció que nombraban lo móvil y también al vendedor ambulante, aquel que está en todas las ciudades visible e invisible a la vez. Pensé una marcha interminable en tiempo, número y espacio, pensé en La Moneda como el sitio preciso: dinero y política. Pensé en el ayer y los olvidados por la historia. Pero, claro, era una ficción, quizás la literatura se funda también en un futuro.

¿Y cómo ve esta relación con la realidad en el caso de Fuerzas especiales?

Fuerzas especiales es mi novela más urgente de estos últimos veinte años. La escribí conmocionada por la indiferencia de los sectores acomodados o medianamente acomodados o semiacomodados ante la terrible segregación del territorio, el elitismo político y un sospechoso no ver dónde estamos parados. Los sectores pobres, liberados a su suerte, con sus dirigentes vecinales extenuados y solos, encuentran un asidero posible ya sea en las iglesias evangélicas, con sus normativas extremas, o el narco y su clara organización paramilitar. Los partidos políticos y el Estado los abandonaron hace décadas. La delincuencia está ligada a la desigualdad, es proporcional a ella, es un costo considerado marginal por el sistema. Y la policía, básicamente los «pacos», son los que cumplen una función terrible y liberadora para el sistema político: asedian, maltratan, roban, se coluden con el narco, posibilitan los noticiarios televisivos que permiten asociar pobreza y peligro, pobreza y delincuencia, culpar al pobre de su pobreza y descargar así de responsabilidades al empresariado, a los políticos que se han coludido o han permitido graves abusos financieros. Las Fuerzas Especiales de Carabineros se enfrentan asimétricamente con las fuerzas especiales que requieren vastos sectores del país para sobrevivir a una pobreza a menudo disfrazada de clase media. Bajos de Mena es una zona de sacrificio en la ciudad. Mientras escribía Fuerzas especiales, que desde luego es una ficción posible, necesité una inmersión radical y psíquica en los bloques, viví y morí allí mientras escribía, vi a los “pacos” exudando odio, pisé cada escalón para llegar al cuarto piso de esas construcciones. 

Desde hace un tiempo la clase política sufre el desprestigio y da la impresión de que nadie es fiable para reemplazarla. Quien levanta la voz, generalmente, es desacreditado. ¿Son tiempos de mayor intolerancia o son otros síntomas los que llevan a actuar de esta manera?

—La política chilena, desde los años noventa, en la llamada centroizquierda, emprendió una desafiliación del pueblo, y cada año fue peor, todo agravado por los desmesurados salarios que reciben los congresistas. La cultura selfie, la filiación a un yo y la falacia de una democracia fundada en el consumo fue creando una fisura entre la realidad chilena y los representantes políticos, y por eso hay un abismo entre ellos y el pueblo. Yo pienso que hay que esperar, no me asusta ni la protesta ni el descrédito, es necesario decantar los abusos, reprochar las faltas, poner de relieve las insuficiencias, develar las máscaras y las mascaradas políticas hasta llegar a un espacio donde el respeto sea una condición y cada persona, más allá de su formación, de su economía y de su subjetividad, forme parte.

¿Qué espera del proceso constituyente, que este 2021 tendrá la elección de los candidatos a la convención, y un camino que debería finalizar con la Constitución de 1980 y dar paso a la creación de una Constitución democrática?

—No sé, espero que al menos se deje de lado el Estado subsidiario, que los recursos naturales le pertenezcan al territorio y se limite la voracidad empresarial. No me cabe duda de que se van a cursar “derechos” como igualdad entre hombres y mujeres, pero esos temas son muy complejos, funcionan muy bien como declaraciones, pero su realidad requiere de una multiplicidad de factores. La igualdad salarial será una escritura posible, pero es inexistente en el mundo, se necesitan décadas para obtener esa paridad. Proteger la infancia, como otro ejemplo, es indispensable, pero si no cambia el sistema socioeconómico, los niños pobres seguirán su ruta de un trágico maltrato, porque hoy el Sename es un negocio para los sostenedores. Todos los derechos no pasan por las buenas intenciones o no son suficientes.  Se necesita una nueva articulación y repensar de arriba a abajo la educación, la familia, la ley, el habitar completo. Desde luego, es muy positivo cambiar esa Constitución “maldita”, pero, en último término, se necesita de una nueva era a la que habría que llegar.

Francisco Mouat: “Hoy escasea el periodismo y nos pasan gato por liebre todo el día”

El periodista y escritor, autor de El empampado Riquelme, ahora a cargo de librería Lolita, reúne más de treinta años de su labor como cronista en el ejemplar Escala técnica. Acá se refiere al periodismo actual, al arte de contar historias, alude a la clase política y se pregunta: “¿Cuántos parlamentarios hoy leen literatura, ven cine, se conectan con la música o con las artes? ¿Cuántos se ven a sí mismos como algo más que operadores de pequeñas parcelas de poder?”.

Por Javier García Bustos

Era 1985 y hasta entonces Francisco Mouat (1962) sólo había viajado fuera de Chile a las ciudades de Mendoza y Buenos Aires, en Argentina. Mouat era periodista de la revista Apsi y ante una invitación para cubrir el Festival Internacional de la Juventud se trasladó más de 14 mil kilómetros, desde Santiago rumbo a Moscú. 

“La invitación de los comunistas rusos incluía todo: visa volante para no timbrar el pasaporte y evitar que te interrogaran de regreso en el aeropuerto de Pinochet; pasajes en Aeroflot ida y vuelta desde Buenos Aires con escala en Recife, Dakar y Argel; alojamiento, las cuatro comidas y creo que hasta un modesto viático que alcanzaba para traerse una muñequita rusa de madera”, escribe Francisco Mouat en Rayuela moscovita, crónica incluida en el nuevo volumen Escala técnica, que publica el sello Overol, una selección de su labor como periodista y escritor por tres décadas.

Autor de más de 15 libros, Francisco Mouat, además de trabajar en las desaparecidas revistas Apsi y Hoy, fue director de Don Balón y editor de la Revista del Domingo en Viaje del diario El Mercurio. Su gran pasión han sido los viajes y los libros. Desde 2014, dirige la librería Lolita. 

El periodista, escritor Francisco Mouat, está a cargo de Librería Lolita.

Desde los ochenta, Mouat no sólo ha viajado a Rusia o Malasia, sino que ha recorrido Chile para registrar múltiples historias que ahora integran Escala técnica y que parecieran conectar todo el universo. Mouat narra los sinsabores de Fenelón Guajardo, el Charles Bronson chileno; un extraño viaje a Capitán Pastene, en La Araucanía, tras los pasos de un “avaro millonario”; y captura la voz de Américo Grunwald, sobreviviente de Auschwitz afincado en Concepción. Mientras, la literatura se cuela en las crónicas del periodista, con autores como Ennio Moltedo, Jorge Teillier, Julio Ramón Ribeyro, Ryszard Kapuściński y Wisława Szymborska. 

Escala técnica reúne parte de tu trabajo asociado a la literatura y el periodismo. ¿Sientes que existen temas o intereses que unan los textos?

—Es bien probable que sí, pero esa tarea de vincularlos mejor que la haga su lector. No soy muy dado a pensar demasiado sobre lo que hago. A la forma de hacerlo le doy vueltas, pero no mucho a por qué lo hago. No sé si tienen algo en común el actor que encarnaba al Zorro en la famosa serie de televisión de los años sesenta y setenta, y que murió en Buenos Aires el mismo día en que iba a hablar con la madre de su novia para pedir la mano de su hija, con Américo Grunwald, ese judío increíble que sobrevivió a los campos de concentración nazi y se radicó en Concepción y aquí formó una familia y se propuso —con éxito— hacer reír a lo menos a una persona cada día de su vida. Supongo que los vínculos, más que en los temas, están en la manera de mirar y de contar. Escala técnica es una selección revisada y corregida de textos muy diversos, algunos inéditos, que durante más de treinta años he estado pensando, investigando y escribiendo en diarios, revistas y libros. Ojalá sobrevivan al escrutinio del tiempo. 

En los últimos años, la crónica periodística ha registrado los cambios de las sociedades en Latinoamérica. Incluso hay varias antologías. ¿Cómo ves este fenómeno y qué autores del continente te interesan? 

—Espero que la crónica siga siendo un género vivo, diverso, que explore todos los temas y todas sus posibilidades formales. Habrá algunas crónicas rudas y de batalla, hechas con los ojos en la calle, con acento en lo social o en lo político, que deben convivir con otras miradas, más íntimas si se quiere, ligeras en el mejor de los sentidos que, a partir del vuelo de una mariposa, sean capaces de provocarnos, de invitarnos al placer de la lectura, al goce de la palabra bien dicha y poderosa. Hacer competir entre sí los distintos tipos de crónicas es tomar partido innecesariamente, cuando lo que requerimos para que el género se fortalezca es honestidad intelectual, una mirada propia y una escritura bien trabajada. Roberto Arlt escribía sin exquisiteces, pero esa escritura es comprometida con lo que cuenta, si tiene rabia la expresa, no la disfraza. Esa conciencia de estar escribiendo algo que te importa no se compra en la farmacia. Clarice Lispector escribe de otra forma, pero sus crónicas se hermanan con las de Arlt en el alma de narradores que ambos son y que los provoca para escribirlas. Me interesan más los cronistas que cultivan el género no porque esté de moda o porque sus crónicas vayan a cambiar el mundo. Desde Rubem Braga hasta Pedro Lemebel. Desde Marta Brunet hasta Selva Almada o María Moreno. Desde Jorge Ibargüengoitia hasta Roberto Merino. Desde Juan Villoro hasta Martín Caparrós. Desde Joseph Mitchell y Gay Talese hasta algún o alguna cronista que no conocemos aún y que se obsesiona con contar el estallido de octubre del año pasado en Chile desde un lugar incierto e inesperado.

¿Qué reflexiones surgen al comparar, en términos de contenidos y exigencias, el periodismo en el que te desarrollaste profesionalmente y el que hoy lees o ves?

—No quiero parecer amargo en mis reflexiones, pero el examen que hago de la realidad que me rodea me impide no ser crítico de lo que veo, leo y oigo. Tampoco me creo eso de que antes había mejor periodismo que hoy. Creo que había más periodismo, del bueno, del regular y del malo, y que lo que ocurre hoy es que escasea el periodismo, y nos pasan gato por liebre todo el día. Noticias que, en rigor, más que noticias, son un show. Crónicas que, más que crónicas, son compromisos adquiridos con los financiadores de los medios. Examinemos el mapa de los medios en Chile. Un par de consorcios en la prensa escrita en crisis económica desde hace un buen rato que intentan hacernos creer que detrás de ellos hay un ejército de periodistas, cuando en rigor la tropa probablemente tiene más ingenieros comerciales que narradores, que saben que la consigna que más se escucha es sobrevivir, cada vez con menos recursos y sin mucha idea de por qué hacen lo que hacen. Diarios regionales que parecen un diario mural de avisos de la zona, publicidad por cierto cada vez más escasa, otro par de diarios y revistas de circulación reducida que saben que si no se digitalizan pronto morirán, canales de televisión cortados casi todos con la misma tijera, y un universo radial donde quizás aún es posible hallar ejercicios periodísticos no tan ambiciosos, pero más genuinos y en sintonía con las personas comunes que, sospecho, aman observar, pensar, disfrutar la vida de manera sensible y también apasionada. 

Siempre hay excepciones, pero no es la regla, ¿no?

—Por supuesto que entre tanto decorado sin gusto a nada hay intentos genuinos de contar buenas historias que se despliegan con la intención legítima de no rendirse y fiscalizar, indagar, denunciar y alumbrar un poco el camino en el que nos hemos ido metiendo sin demasiada conciencia de lo que vivimos, acelerados por estrecheces económicas, por no entender lo que pasa al lado nuestro y dentro de nosotros mismos. Veo poco periodismo a mi alrededor, que se entienda a sí mismo con ese nombre y tenga ganas de enorgullecerse al final del día de lo realizado, que más que perfecto sea verdadero. Periodismo que tenga la vocación de buscar en la realidad aquello que nos ayude a entender mejor qué nos está pasando, por qué se está haciendo tan difícil discutir o intercambiar puntos de vista sin sentir ganas de exterminar al del frente. Veo poca pasión por hacer algo distinto a sólo fijarse en el color de los números de la gestión a fin de mes. Veo poco amor a la libertad y sus riesgos. Veo poco interés por desarrollar un oficio donde el poder incomode de verdad. Veo poco respeto por el arte, la filosofía, la naturaleza y el diálogo. Veo muchas veces intereses creados y una desconfianza mutua que me violenta el espíritu. Y claro, veo hoy poco periodismo en Chile, secuestrado en la mayoría de los casos por empresarios sin amor a construir relatos que nos hagan ser un lugar diverso y de encuentro. Demasiado amor al rating fácil, a la cosecha publicitaria, a lo políticamente correcto o de moda. 

«Espero un futuro con mejores grados de convivencia, que podamos vivir cotidianamente en la esquina del barrio donde vivimos hasta el rincón más apartado de nuestro andar. Con menos tribuna para los noticiarios llenos de notas policiales y más tiempo para lo que nos mueve el alma» .

Convención constituyente y el futuro

Durante el confinamiento, producto de la pandemia por el Coronavirus, Francisco Mouat tuvo que mantener cerradas por varios meses las puertas de la librería Lolita, ubicada en República de Cuba 1724, en Providencia. Así es como inauguró una librería online. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, el sector cultural fue y ha sido uno de los más afectados. El autor de títulos como El empampado Riquelme y Chilenos de raza se refiere a este tema.  

¿Crees que la nueva Constitución debería dejar establecido no sólo el derecho al acceso a la cultura, sino a la protección de quienes trabajan en el sector?  

—Sí, claro, pero esa declaración de intenciones es un saludo a la bandera, necesario, pero que para encarnarse en la realidad necesita una clase política que no siga exponiéndose, con frecuencia pasmosa, en la mayoría de los casos, como una raza que no valora ni conoce ni entiende demasiado el valor y la capacidad del arte y el pensamiento para ser un mejor lugar donde vivir. ¿Cuántos parlamentarios hoy leen literatura, van al teatro, ven cine, se conectan con la música o con las artes o con la fotografía como algo cotidiano? ¿Cuántos se ven a sí mismos como algo más que operadores de pequeñas parcelas de poder o meros luchadores por conquistar el poder de turno? Creo que una minoría. Por eso la convención constituyente debiera ser un espacio donde otras miradas nos representen. Eso fue lo que votamos la mayoría. Y lo que será difícil de llevar a la práctica. Una declaración de intenciones que no sabemos si se convertirá en el futuro en una hoja viva y respetuosa de nuestra condición ciudadana. Haber votado Apruebo y convención constituyente fue un punto de partida en esa dirección. 

Ficha: Escala técnica 
Francisco Mouat 
Editorial Overol
232 páginas.  
$ 13.000

¿Qué asuntos positivos podrías rescatar y qué cosas fueron negativas para la librería en los meses de cuarentena producto de la pandemia?

—Lo más positivo, acelerar e inaugurar una nueva librería Lolita digital, online, donde tenemos cerca de diez mil títulos ya subidos, amigable, bien inspirada, que me encanta y que me hace sentir orgulloso del equipo que hemos formado en estos seis años de vida. Lo más duro, luchar con toda nuestra capacidad contra el miedo-ambiente para sostener económica y espiritualmente a la librería y no damnificar a ese equipo magnífico del que te hablo, de modo de continuar siendo, ahora en modo pandemia, con tienda online y una librería al paso que cada día funciona mejor, un lugar importante, un espacio significativo para tanta gente que quiere a Lolita y que nos lo demuestra día a día. Eso es muy bonito de apreciar y lo agradecemos mucho. 

Wisława Szymborska, a quien nombras en Escala técnica, se pregunta al inicio del poema ¿Y si todo esto?: “¿Y si todo esto/ sucede en un laboratorio? (…) ¿Y si somos generaciones en prueba?”. ¿Sentiste en algún momento del confinamiento estar viviendo dentro de un mundo de ciencia ficción o al menos de una pesadilla?

—Amo a Szymborska, es una de mis mejores amigas, leer sus poemas es un regalo. Murió hace algunos años en Cracovia y está más viva que nunca en mí. Aclaro, eso sí, que no necesito la pandemia para hacerme preguntas de ese carácter. Trato de regresar pronto a la puerta de ese túnel complejo, medio sin salida, y de pronto mirar las cosas con ojos más inocentes, con un poquitito menos de lucidez, para no ir derecho al abismo. Asomarme a veces a ese abismo, pero no coquetear demasiado con él. Tomar un buen vino, no para emborracharme, sino para sentir algo espirituoso y sabroso corriendo junto a la sangre por mis venas de ciudadano del siglo XXI, impredecible por definición. 

¿Cómo te imaginas el futuro y qué te gustaría seguir haciendo en los próximos años?

—Espero un futuro con mejores grados de convivencia, que podamos vivir cotidianamente en la esquina del barrio donde vivimos hasta el rincón más apartado de nuestro andar. Con menos tribuna para los noticiarios llenos de notas policiales y más tiempo para lo que nos mueve el alma. Me exaspera un poco lo difícil que se hace a ratos encontrar espacios donde podamos ser sin etiquetas por delante. En cuanto a mi oficio, próximo yo a cumplir 59 años, espero tener salud y energía para seguir leyendo, escribiendo, pensando libros y encontrándome con mis afectos, mi esposa, mis hijos, mis amigos, mi mamá, la memoria de mi papá, los lugares que más me gusta habitar en este mundo.

Leonardo Padura. El hombre que mira desde la esquina

El autor de El hombre que amaba a los perros, del personaje Mario Conde y decenas de otros textos, recorre aquí su última novela, su ir y venir de Cuba, sus ideas sobra la diáspora, sus crónicas rebeldes y aquellas lealtades que complejizan la relación con su historia, rutinas, lo político y la política. Felicita a Chile por su proceso constituyente y dice que “ustedes merecen tener un futuro mejor”.

Por Ximena Póo

Cuando termina un libro, siente que va a morir, que es el final, ese día absoluto que sabemos que no hace el quite a nadie. José Donoso decía lo mismo a los y las jóvenes periodistas de los noventa, que nos mirábamos con los y las maestras de entonces y de hoy pensando que ese sería el último párrafo y, en su caso, así fue, finalmente. Para Leonardo Padura (Cuba, 1955), escribir parece ser vida, disciplina, juerga, sufrimiento y esa felicidad digna que lo vuelca a publicar, caminar por la ciudad, rodearse de cineastas; escribir es imagen en movimiento, es ternura, odio y amor, “bajos fondos” y libertad. Un extrañamiento interno y externo, del tipo que viven quienes desafían toda frontera impuesta, es el que lo ha movido y lo mueve ahora. Ha visto a amigos y amigas salir de Cuba para no volver y para volver; experimentó el periodo especial de los noventa; ha cultivado grandes amistades dentro y fuera, en ese espacio “entre dos mundos” que es el desgarro del exilio y también de la migración. Está al tanto de lo que pasa en Chile: “Hay un viejo refrán del boxeo y yo creo que a Piñera ‘lo salvó la campana’ de la pandemia, porque realmente el movimiento que existía en Chile era indetenible. Los felicito, ojalá tengan la mejor Constitución posible, pero ustedes se merecen tener un futuro mejor y Cuba también”, dice el autor de El hombre que amaba a los perros (2009).

En Padura no hay exceso de lugares comunes, sino más bien una comunidad de lugares, como ocurre en Como polvo en el viento, su más reciente novela, publicada por Tusquets (Grupo Planeta) desde La Habana para el mundo. Leonardo Padura nunca se ha ido de Cuba. Entra y sale, como si entrara y saliera libremente hacia otras dimensiones, reconociendo en esos trayectos esa cubanidad que se establece entre las identidades que va creando entre sus personajes de novela negra o de novela histórica.

Leonardo Padura. Foto: Iván Giménez.

Con Palabra Pública dialogó el autor de decenas de textos, admirador y cercano a Roberto Bolaño, amigo de Luis Sepúlveda y de Ramón Díaz Eterovic. De teléfono a teléfono, a la antigua, hablamos mientras la pandemia nos recorre, sofocante de principio a fin a nivel mundial, y el empeño por las transformaciones sociales y la humanidad de regreso comienzan a volverse costumbre.

En Como polvo en el viento, el destierro se vuelve central. “El tema del exilio es un conflicto, una problemática, una esencia que ha estado presente en la historia desde nuestros orígenes. Cuba empieza a ser un país con una cultura propia en las primeras décadas del siglo XIX, la época en que se producen las independencias latinoamericanas; ahí llega una condensación de toda una serie de elementos que van a dar origen a la cubanía, a la cubanidad. Desde ahí está presente el drama del exilio y yo lo relato en La novela de mi vida (2002), en la que hablo de José María Heredia, el primer cubano que tuvo conciencia de ser cubano y lo expresó, y que es también nuestro primer exiliado”.

En su reciente novela destaca que existe la posibilidad del regreso y eso es central. Esa posibilidad del retorno “cambió la percepción que se tenía” y recuerda que “tenía un tío que salió de Cuba en el 68, y cuando lo despedimos fue como estar en su velorio, como si no lo fuéramos a ver más nunca y, de hecho, ese tío nunca regresó a Cuba y yo lo pude ver en Nueva York muchos años después, en el 92. Cuando le hablé de la despedida en la casa de mis abuelos, en el barrio en el que vivimos nosotros, él había borrado ese recuerdo, pero yo, siendo un niño, lo recordaba; son esas estrategias que tienen los exiliados para poder sobrevivir”.

Voces, retos y lealtades

En este último texto asume una construcción de los personajes donde se hace cargo de voces que hasta ahora no estaban tan resueltas en su obra, por ejemplo, las de las mujeres. Es así como se aprecia una diversidad registros para géneros diversos. “Las novelas mías anteriores, como las de la serie del personaje de Mario Conde, son bastante masculinas en el sentido de que el mundo del crimen por lo general tiene un carácter más masculino que femenino, y porque el protagonista es Conde. En la novela de mi vida el personaje central también era masculino, y en El hombre que amaba a los perros, lo mismo (Trotsky, Mercader, el cubano Iván que recoge la historia), pero siempre han ido apareciendo mujeres importantes en mis novelas”. Las repasa una a una y advierte que “en la serie de Conde, la madre de su amigo el flaco Carlos, Josefina, que cocina para todo el grupo de amigos, representa ese carácter salvador que tuvo la madre cubana durante todos estos años”. Padura destaca que “sin la capacidad creativa, imaginativa, de lucha de las mujeres cubanas, nos hubiéramos muerto de hambre. En la historia cubana reciente, la madre se convirtió en el centro de la familia”.

En Como polvo en el viento “quería tratar puntos de vista diferentes, todos relacionados con esa experiencia generacional de la promoción a la que yo pertenezo, la que en los noventa teníamos 30 o 35 años, como estos personajes, como el de Clara, porque todo comienza cuando ella va a cumplir 30 años y es un personaje central”. Las experiencias de las protagonistas fueron un reto para él. “Trabajé mucho en la historia de tres mujeres: Clara, como la madre que permanece; Elisa, la iconoclasta, la rebelde, la que no respeta ningún código y va por encima de ellos; y Adela como ese personaje que tiene la necesidad de encontrarse a sí misma. Adela tiene un conflicto que es muy universal, el de la identidad. Siempre trato de que los problemas de los personajes no estén absolutamente vinculados al género, sino que sean problemas que tengan que ver con la condición humana. Irving, el amigo gay, es quien necesita estar siempre cerca de todos los amigos y por eso es el gran confidente de todos ellos”.

Hay dos grandes problemas que, en este libro, admite, tuvo que resolver: la estructura y la construcción de estos personajes femeninos con características tan específicas y con caracteres tan fuertes y definidos como los que tienen Clara, Elisa y Adela. “Una declaración política puede tener matices, pero suele ser en blanco y negro; una creación literaria nunca puede ser en blanco y negro porque cada lector le va a poner un tono de color. Lo que hace un escritor es dibujar la silueta, proponer una tonalidad para que el lector sea quien termine dándole el color definitivo, y es el elemento constitutivo de una novela y mucho más en el caso de los personajes, que son los conceptos con los que interactúa directamemente el lector”, reflexiona Padura, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015.

El autor es leal a su experiencia, a su habitar, a su compañera, a sus relaciones, a la territorialidad, a los ritos del día a día. No ha abandonado a Conde, pese a que lo ha interrumpido. Padura piensa que “la propia realidad cubana ha sido una de las causantes de que yo no haya podido moverme de este barrio. Sabes que en Cuba comprarse una casa fue imposible hasta hace unos cuatro años, y yo vivo donde puedo y donde quiero. Es una vivienda construida entre él y la escritora y guionista Lucía López Coll, su esposa (son pareja desde el 78), sobre la casa original que levantaron sus padres en el año 1954, un espacio fronterizo entre algunos mundos posibles. Así es como “la casa, Lucía, el barrio, la ciudad, el país, todo eso me ha servido de alguna manera para darme la estabilidad necesaria para escribir, y son el alimento de historias, personajes, conflictos, para poder escribir mis novelas”.

Las peculiaridades de la realidad cubana son los elementos que, insiste, “nutren mi literatura, la manera de entender la vida en un barrio. Siempre digo, y esto es muy visible en las novelas de Conde, que yo trato de ver la realidad cubana desde la altura de la calle en una esquina de un barrio de La Habana. No la veo desde una perspectiva superior; trato de verla al nivel en que viven esa realidad los demás cubanos. Aquí, en este barrio, conozco todos los códigos, las personas, las maneras de pensar, sus esperanzas, sus frustraciones, sus anhelos, sus necesidades, y todo eso me sirve para poder escribir”.

“Distintas verdades”

Hay un texto poco conocido de Padura que se titula Soñar en cubano. Crónica de nueve innings, escrito entre la página 115 y 131 del libro Cuba en la encrucijada. 12 perspectivas sobre la continuidad y el cambio en La Habana y en todo el país (Debate, 2017), editado por Leila Guerriero. Ahí, Mantilla deviene en beisbol y él escribe: “En la esquina de mi casa, en el patio de mi escuela, en el descampado de unas canteras cercanas, en un baldío arenoso de la periferia, jugué pelota en cada momento de mi vida en que me fue posible hacerlo. Con trajes improvisados o sin ellos, con guantes o sin ellos, con los bates y las pelotas que aparecieran en los años en los que grandes carencias impedían adquirir esos implementos, mis amigos y yo nos dedicamos a jugar y soñar con el beisbol”. No son historias mínimas, son historias que van articulando identificaciones en movimiento con las superestructuras que condicionan la experiencia. Y Padura lo hace en clave narrativa, donde la humanidad se propone desde esa calle donde habita lo político, lo social. En 2018 recibió el Premio Internacional de Novela Histórica Barcino (Barcelona) “por la novela La transparencia del tiempo (de la saga de Mario Conde), que tiene todo un contenido histórico, y en la fundamentación el jurado decía ‘en su obra, Leonardo Padura ha sido capaz de escribir la crónica de la Cuba actual, de la Cuba de la Revolución a través de las novelas de su personaje de Mario Conde como Vázquez Montalbán fue capaz de escribir la crónica de la transición española a través de sus novelas de Pepe Carvalho’. Es decir, estaban destacando en un premio de novela histórica la crónica del presente; esto quiere decir que se están leyendo estas novelas, y ha sido mi propósito, como una crónica posible de la vida cubana contemporánea”. Esto, cree, es por muchas razones, pero sobre todo porque “el escritor a veces tiene la posibilidad de darle la voz a personajes marginales o marginados, y en un país como Cuba, durante tantos años la información solamente tuvo un canal, el canal oficial, pero hay una parte de la realidad que ha tenido un solo reflejo. Yo trato de que el reflejo de la realidad cubana sea diverso en mis novelas y que sea un reflejo veraz”.

Padura advierte que “siempre digo que en mis novelas hay una verdad y que tal vez no sea la verdad, porque desde el punto de vista en que uno mire la realidad puede tener distintas interpretaciones y distintas verdades; la mentira, sin embargo, es absoluta”. Todo esto ha sido un proyecto que ha desarrollado a lo largo de trece novelas publicadas, donde Mario Conde es el protagonista en varias, porque “ha sido una búsqueda, una intención, un proyecto fundamentalmente literario y cultural. Durante muchos años la novela negra se vio marginada porque era una literatura que se consideraba de evasión, entretenimiento, poco elaborada, pero a partir de los años sesenta-setenta hay todo un movimiento de renovación, sobre todo por las estrategias que elaboró la posmodernidad en el sentido de tomar un género de la cultura popular y llevarlo a la ‘alta cultura’, utilizando incluso otros recursos de la cultura popular”. Por eso, enfatiza, se trata de “utilizar recursos de la novela policial para escribir literatura con L mayúscula”.

“Cumplir como ciudadano”

Padura es consciente de que ser publicado en una transnacional le da la posibilidad de llegar a todo el mundo. Y, por lo mismo, cree que hoy el gran problema para la literatura latinoamericana –con una alta producción y calidad– es que “los libros no cruzan las fronteras”, como fue durante el boom. Ahí radica, comenta, “la importancia de las redes de edioriales locales” para generar cooperación. “Ningún escritor o escritora está en competencia con otro escritor o escritora, cada uno/a encuentra a sus lectores o no los encuentra, pero no por culpa de otro escritor; hay toda una serie de mecanismos como el mercado, pero creo que existe una enorme solidaridad; cuando voy a Chile, presenta mis libros Ramón Diaz Eterovic; cuando voy a Argentina, lo hace Claudia Piñeiro; cuando voy a Colombia, los presenta Héctor Abad; en México los presenta Gonzalo Celorio; y en España, Manuel Vázquez Montalbán. Creo que entre todos nosotros hemos tenido la capacidad de imponernos por encima de los egos personales; a veces hay conflictos, pero son pequeñas broncas locales”.

Como polvo en el viento (2020), de Leonardo Padura.

Leonardo Padura revela que sus “críticos más jodidos son otros escritores cubanos y en la mayoría de los casos viven fuera de Cuba; les molesta que mis libros tengan esta circulación y que haya logrado hacer esto desde Cuba sin hacer concesiones literarias ni políticas y tratando de mantener una fidelidad a mis principios”. Es la agenda asociada a su historia, como el relato de la diáspora que también es su relato al interior, desde esa esquina en Mantilla. No sólo son las letras dedicadas a Clara, Elisa, Adela, Irving y los demás amigos que habitan en su reciente novela. Algo de él también hay en Conde, en la historia de Trotsky, en sus crónicas periodísticas a pie de calle, porque, concluye dese la isla, “no sólo tengo una responsabilidad estética, tengo una responsabilidad ciudadana y trato de cumplirla con mi literatura, como escritor, difusor de determinadas ideas, comentarista de determinadas realidades, pero tratando de preservar un espacio sin contaminarlo con determinadas alianzas, componendas ni de un lado ni del otro; mi libertad es mi bien más preciado y es donde trato de cumplir mi trabajo como escritor y cumplir como ciudadano”.