«Sylvia Molloy investigó las escrituras del yo y por lo mismo no es de extrañar que reconozca así la porosidad y contradicciones de la memoria y las elabore en estos breves textos, bellos homenajes a la relación que establecemos con un pasado dinámico, cambiante, como un sueño».
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Alia Trabucco es una de las autoras chilenas con más proyección internacional. Con la novela «Limpia», la escritora vuelve a un ejercicio que la apasiona: explorar los lugares incómodos del feminismo.
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Desestimar la escritura de la premio Nobel francesa bajo el argumento de que “cuenta su vida, así con mucha pompa en el destrozo, y que eso es todo” […]
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Este año, la editorial chilena Banda Propia reeditó La ciudad invencible, de Fernanda Trías, libro en el que la escritora uruguaya no solo suma un texto inédito, sino también revisita su escritura, da cuenta de lo que ha cambiado gracias a las movilizaciones feministas desde que escribió el ensayo que abre el volumen, en 2013, y pasa revista de las representaciones literarias de la violencia de género para mostrarnos cómo el campo literario se hizo cargo de acallar lo que los textos gritaban a voces.
Seguir leyendoContra la neutralidad: a propósito de desbiologizar la escritura
Aspirar a la “desbiologización” debe guiar nuestro proceder escritural y creativo, es el horizonte, pero tampoco debemos caer en la trampa que solo le conviene a la hegemonía, esa suerte de absorción de lo minoritario que lo único que hace es eliminar las huellas de la disidencia, de lo particular, de lo que se posiciona a contrapelo de los mandatos universalizantes.
Por Francisco García Mendoza
En este mundo la neutralidad no existe. Por lo mismo, quizá llama la atención la cantidad de constituyentes declarados independientes no neutrales elegidos para elaborar la nueva Constitución. Ni siquiera la neutralidad perpetua de Suiza en los conflictos armados es cierta. Podemos fisurar esa lógica, sí; podemos desestabilizarla, también; pero aspirar a su destrucción es una tarea que nos obliga a asumir posiciones que quizá nunca, pero nunca, estaríamos dispuestos a tomar. Me explico: cuando una niña o un niño nace, no tiene opción de elegir entre ser heterosexual, homosexual, o lo que sea. En realidad, existe un mandato, una obligación que de inmediato lo adscribe a cierta categoría general o universal. Se asume que ese recién nacido es heterosexual y si ese sujeto, ya en su niñez, ya en su adolescencia, incluso en su lecho de muerte, se da cuenta de que en realidad no adscribe a ese mandato, está obligado a dar explicaciones, a justificar su desacato. Un chico gay debe dar explicaciones, es lo que comúnmente se llama salir del closet. Debe explicarle a su familia, a sus amigos, a sus compañeros, que en realidad no adscribe a ese mandato heterosexual, incluso debe explicarse a sí mismo el por qué es lo que es. De ahí, en parte, las frustraciones y los altos índices de suicidio en la población adolescente no-heterosexual. Ir contra la corriente supone una entereza y una fuerza de voluntad superlativa. Del mismo modo ocurre, en diferentes grados, con otras categorizaciones que implican la adscripción a un binarismo que implica lo general, por una parte, y lo particular, por otra. Lo masculino siempre es universal, hay una apropiación cultural, social y lingüística, histórica del masculino como regla general. Cuando hablamos de “todos”, con “o”, se supone que nos incluye al universo total de sujetos, aunque sabemos que no es así. Cuando menciono “alumnos” se supone que estoy incluyendo a todos mis estudiantes, pero tengo claro que tampoco es así. Nuestra cultura, nuestra sociedad, está fundada en ese binarismo universal/particular del que es muy difícil, si no imposible, escapar.
Ahora bien, para retomar el tema sobre la neutralidad. Un chico o chica que se declare de género neutro o de sexualidad no binaria, en realidad no es ni neutral ni binario. Pues posicionarse a contrapelo del mandato heterosexual y masculino nunca es ser neutral. Siempre va a tener que dar explicaciones, siempre va a tener que justificar su existencia en un mundo que está fundado en una estructura dual, donde siempre el primero es el mandato y el segundo son los “casos”. Un chico o chica de género neutro, o de sexualidad no-binaria, está posicionado en un lugar otro, contrario incluso, a ese masculino universal y eso, en ningún caso, es ser neutro. Nada es neutro, incluso asumirse neutral es estar mucho más cerca del statu quo que de cualquier otra cosa. De ahí que me llame la atención el llamado que realiza la escritora Diamela Eltit a “desbiologizar” la escritura. Ese no basta ser mujer, pero tampoco basta ser hombre, que se ha replicado en diversas plataformas. Es cierto, hay diversas corrientes en esto de pensar el género en la escritura: por un lado está el relevar la particularidad de ese lugar minoritario, asumir la escritura desde una posición mujer, desde un lugar marica, indígena, en fin, desde cualquier lugar que no se corresponda con el mandato de lo universal, y potenciar esa particularidad, incluso estratégicamente; y, por otro, como parece asumir Eltit, está la corriente que aspira a ignorar estas categorías que arrastran una serie de binarismos tanto biológicos como culturales en la escritura. Sin embargo, pienso que mientras existamos y sigamos viviendo en una cultura cuya fundación está sostenida en estos binarismos diferenciadores, cualquier llamado a “desbiologizar” o “desgene(rali)rizar” la escritura, no es otra cosa que un masculinizar, heterosexualizar, la letra. Hablar de literatura, a secas, dejando de lado las categorías particularizadoras (escritura de mujeres, escritura marica) es una opción, pero no se puede desconocer el mandato que permite ridiculizar, por ejemplo, una “antología de cuento de hombres” o el “día del orgullo heterosexual”. Primero hay que socavar, y ni siquiera con socavar basta, la estructura social y cultural en la que estamos forzada e inevitablemente inscritos.
Diamela Eltit se adelantó, es cierto, pues antes que la escritura hay otras esferas que sostienen la articulación de la letra. Estoy de acuerdo con ella, sumamente de acuerdo, pero me parece, insisto, que antes es necesario dar otros pasos. Aspirar a la “desbiologización” debe guiar nuestro proceder escritural y creativo, es el horizonte, pero tampoco debemos caer en la trampa que solo le conviene a la hegemonía, esa suerte de absorción de lo minoritario que lo único que hace es eliminar las huellas de la disidencia, de lo particular, de lo que se posiciona a contrapelo de los mandatos universalizantes. Esa suerte de neutralización de la escritura, hoy en día, solo le conviene al lugar que históricamente ha mandatado la literatura y la producción cultural. La literatura, y, sobre todo, la cultura, sigue siendo definida por el mandato masculino y heterosexual. Derribar la estructura es el camino, como lo propuso alguna vez Patricia Espinosa con el Premio Nacional de Literatura. No basta con premiar a escritores no-masculinos de aquí al año 2100 para suprimir la diferenciación. Aún así, me temo, el gesto ni siquiera alcanzaría a fisurar la estructura social y cultural en la que estamos inscritos. Lamentablemente, la vida no es la literatura, la inteligibilidad de los sujetos no depende de quienes expresamos nuestro deseo en la posibilidad de la letra. De todas formas, es relevante pensar y discutir proposiciones como las expuestas por Diamela Eltit, quizá no resolverlas. Aunque nuestros trabajos académicos deban responder a una estructura más bien científica, el fin último del debate cultural no debe ser la respuesta, no debe ser nunca, jamás, la comprobación de la hipótesis.
Estudiar Literatura: defensa de una humanidad radical
Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.
Por Javiera Steck
Una tarde fui a una galería engastada en el anónimo Santiago centro buscando el lanzamiento de un libro. Estudiaba Ingeniería y entre mis amigos de entonces, todos físicos que se creían artistas y poetas, era tradición pasarnos el dato de estas presentaciones: éramos pobres y perseguíamos el vino de honor entre montañas de literatura y silencio, una de nuestras actividades mejor valoradas. Ir a esa clase de eventos nos proporcionaba, pensábamos, cierta clase de profundidad: una sustancia que nunca encontramos en el ejercicio de las ciencias exactas. Amortiguaba nuestra exhaustiva juventud con un toque de vejez, una calma que no teníamos. El libro en cuestión era una investigación de la Fundación Vicente Huidobro; el título está hoy perdido para mí.

En esos tiempos yo era un trasto, una nadie. Pocas semanas antes me habían terminado una relación de años y estaba en causal de eliminación de mi carrera. Odiaba, con una intensidad difícil de imaginar hoy, la profesión que había elegido, y la vida parecía una broma tan grande que ni siquiera la borrachera continua era ya un plan tentador. Ese día entré con ahogo alojado en el pecho: no acepté la copita. Pero ella sí lo hizo: una treintañera esbelta y con la cara cansada, ojeras, un vestido medio japonés. La autora del proyecto decía que había tardado nueve años en parir ese libro, que era prácticamente todo lo que había salido de ella durante esa década. El parto más largo de su vida. Media infeliz, se notaba que no quería estar ahí, que quería al vino pero no a los invitados, a los libros pero no a su libro.
Me imaginé siendo esa mujer, sentada en esa silla, pensando sobre nosotros y sobre ella misma con tedio. Insatisfecha, sí, pero con vino en mano, y con quince desconocidos interesados (fuera innoble o inconcebiblemente, tal como yo buscaba un traguito de vino gratis en una tarde de invierno) en su trabajo. Consciente de la absoluta pequeñez e intrascendencia de su trabajo, pero con la certeza —¿y tranquilidad?— de haber navegado esos mismos 10 años en un mar de bibliografía: y que incluso al momento del parto seguía rodeada de literatura y de personas que también creían tajantemente en el valor sagrado de esos objetos.
Y quise ser ella. Entendí que esa era una manera feliz de ser infeliz, que el piso mínimo de satisfacción siempre podría construirlo sobre libros: que esa vida existía. El cansancio sería por las infinitas horas de lectura. La desazón porque nadie lee lo que escribo: pero de cualquier manera, sería una mujer que escribía, que se había atrevido a hacerlo. Era la posibilidad de que existiera el placer como fondo. Eso era vida. Yo podría fracasar en un parto equivalente, ser ese cansancio. Pero pariría con placer: y eso era vida.
Al día siguiente empecé el trámite para el cambio de carrera: era mi cuarto año. Siendo sincera, cualquier micro me servía: cualquiera entre las humanidades me parecía que cumplía el requisito de llevarte a ese mundo. Me cambié sin optimismo, limitándome a un mero ejercicio de supervivencia: pensando, no en hacer algo útil, no en tener una profesión con la que pagarme techo y comida después, sino en postergar la decisión de qué hacer conmigo y, en el camino, leer harto, leer caleta. Decidí estudiar Literatura como una decisión ciega, primitiva: fue la memoria de un viejo arraigo lo que encontré en esa galería, lo que me llevó hasta ahí, persiguiendo la última vez que había sentido genuino placer. Y llegó el placer. Así que corresponde cerrar con un cliché: la literatura es lo que me salvó la vida.
Qué es la literatura y qué importa lo que sea
Leer había sido mi primera vocación: mi familia lo sabía y por eso el cambio, en principio inesperado, más tarde fue entendido como inevitable. Ya dentro, mi entusiasmo dio sus frutos: me enganché con la teoría literaria, al punto de ser ayudanta de Introducción a la Teoría Literaria en la Universidad de Chile y en la universidad que me aceptaran siempre que pudiera. Lo más atractivo de enseñar esa disciplina era retroceder al momento cuando, de mechona, me topé con la pregunta: qué es la literatura. El momento en que supe que no tenía idea sobre el objeto con que, durante tiempo, había estado en relación de veneración y deuda. Mi definición personal, ligada a mi encuentro con la literatura, no puede ser otra que: la literatura es el objeto estético con materialidad de lenguaje, siempre con miras al placer. Entiendo que hay otras definiciones y discusiones que difieren de esta noción (por ejemplo, la afirmación de que la literatura es lo que la sociedad dice que es la literatura, es decir, convencional; o que corresponde a un uso artificioso del lenguaje o a la ficción), pero dudo que haya, en toda la historia de la literatura, algún texto considerado como tal que haya ingresado al canon (o la convención “literaria”) sin haber antes generado placer estético en alguien (o la negación del placer, también una experiencia estética). En La literatura en peligro, el mismo Todorov señala que entró a los estudios literarios por placer, al igual que Zambra cuando indica en Tema libre que “la idea de que el placer [de leer y escribir] coincidiera con el deber nos parecía maravillosa”: ambos, al igual que yo, sin tener mucha idea sobre qué implicaban los estudios literarios antes de dedicarse a ellos. Como defensa teórica de mi definición, me sirven también esos dos ejemplos: finalmente, quienes definen convencionalmente lo que es considerado como “literatura” en el tiempo, son los mismos críticos y estudiosos de la literatura que, en el ejercicio de su profesión, van reproduciendo el canon heredado (lo que les pareció digno de valor a los estudiosos y lectores del pasado); pero también disputan y modifican ese mismo canon según valoraciones y hallazgos literarios propios, sin duda fundados en la experiencia estética que los críticos del tiempo presente (Zambra, Todorov, las y les estudiantes de Literatura) experimentaron. El placer es la puerta de entrada de la literatura, porque quienes leemos y sentimos somos también quienes convencionalmente definimos al objeto.
Sin embargo, creo que es justo agregar otra característica a la definición anterior de literatura, derivada de que esta forma parte de las humanidades. Y las humanidades constituyen “un modo de habitar el mundo”, de manera que “lo habitan desde el compromiso con el saber sobre y con ese mundo, y la multiplicación de dicho saber”, como escriben Alejandra Bottinelli y Rodrigo Karmy, a la vez que poseen poderes críticos y potencialmente desestabilizadores, al decir de Grínor Rojo. De esta manera, la literatura se convierte en el espacio en que objeto estético y el compromiso crítico y ético convergen, aunque esto último no siempre se manifieste de manera evidente.
Humanidades, libertad y comunidad
“La percepción del rumbo que pudiéramos darles a nuestros destinos como individuos y como pueblo es lo que constituye (o debiese) el objetivo de las disciplinas humanistas», señala el profesor Grínor Rojo, en sintonía muy clara con las ideas de Doris Sommer, quien a su vez sostiene que el aporte explícito de las humanidades a la vida común es la capacitación del juicio de las personas: juicio que nos hace libres, y que solo puede ser entrenado a través de la experiencia estética. Coinciden también en que la experiencia estética tiene esta capacidad “justamente porque no se halla […] por definición al servicio ni de las demandas de la razón pura ni de las de la razón práctica”.
Coincido plenamente con estos planteamientos. Creo, como señala Rojo, que tanto la literatura como los estudios literarios y el resto de las humanidades, tienen su razón de ser (o debiesen) en reflexionar, de manera éticamente comprometida, sobre el mundo que habitamos, y gracias a eso su función es proponer nuevas (y mejores) maneras en las que podamos formular nuestra vida en común, algo que todas las comunidades desean lograr. Las humanidades entonces aportan a la capacidad de juicio, y por ende a la libertad intelectual, material y espiritual de los individuos; pero también ofrecen la posibilidad única de pensar críticamente la vida en sociedad, y mejorarla.
Supongo que este proyecto tan mayor y abstracto del panorama general de las humanidades nada significa si los humanistas no cumplimos nuestro trabajo de realizar las humanidades de manera concreta en el mundo, por reducido que sea nuestro rango de acción e influencia. Sobre esto, es difícil definir cómo yo misma —alguien por quien la literatura hizo tanto— experimenta ese “aportar” a la vida común, pero en la práctica creo que ha devenido en que enseño (y lo disfruto) teoría literaria, a la vez que realizo talleres que salen de la lógica del mercado, sea para ayudar a la inserción académica de estudiantes nuevos o para dar a conocer lo que más me apasiona: el feminismo y la literatura de mujeres. Creo que estos últimos encarnan perfectamente los procesos y capacidades críticas que tanto Rojo como Sommer adjudican a las humanidades: conocer una tradición de mujeres pensadoras, por ejemplo, que antes creías inexistente, puede salvarte del insondable vacío simbólico patriarcal que muchísimas mujeres, sobre todo cuando éramos jóvenes, experimentamos como asfixia y complejo de inferioridad. Más concretamente aún: leer a ancestras tan anteriores a nosotras como Christine de Pisan (siglo XV) defendiendo el derecho de las mujeres al uso de su razón y a ser tratadas con dignidad, o la ira lesbiana y antirracista de contemporáneas como Audre Lorde, enseñan de manera testimonial y directa que las mujeres pueden existir de otras maneras, más libres, en el mundo, y que tenemos una historia no de conformidad sino de férrea (y no poco contradictoria) resistencia. Esta lección es fundamental: mejoró sustancialmente mi vida, por ejemplo; mis relaciones con otras mujeres, con mis parejas, con mis oficios; también las vidas de mis amigas, sus parejas y sus oficios. En concreto, aprendimos de ellas otra manera de interpretar la realidad, y con ella ganamos libertad.
Sin embargo, ante todas estas acciones feministas y “locales” (que para mí son constitutivamente valiosas, y contribuyen a la vida concreta de mujeres concretas), existen desafíos estructurales, que afectan a todas las personas, que también debemos enfrentar: el más grande es sortear las relaciones de interés y exclusión que instala la lógica capitalista en la producción y difusión de nuestras ideas humanistas. Me explico: para que las humanidades desplieguen plenamente su capacidad de cambio y mejora del mundo, requerimos un sistema económico y social que permita que todas las personas produzcan las cosas que materialmente sostienen la vida (comida, servicios básicos, etcétera), del mismo modo que permita que esas mismas personas puedan dedicar su tiempo a las artes y las humanidades, es decir, que no existan humanistas de profesión, que se ganen la vida a través del ejercicio exclusivo de las humanidades. ¿Por qué? Porque, como señalaba Sommer, las humanidades (junto con la experiencia estética) son el único vehículo para desarrollar nuestro juicio: ese paso que va más allá de la racionalidad y nos permite tomar decisiones libres. Y justamente la vocación de las humanidades es darnos esa libertad, no a algunos, sino a todos. Yo no quiero a una élite de pensadores profesionales encargándose de meditar, conducir y administrar la vida intelectual de la nación a costa de que otros produzcan lo que ellos comen y utilizan para su sobrevivencia día a día, ni que esas mismas personas destinadas a producir (o destinadas a trabajos más precarios que el “servicio” intelectual que hacen los académicos en las universidades) no puedan dedicarse al ejercicio de las humanidades gracias a ese destino. Lo que quiero es que todas las personas tengan la oportunidad de hacer un aporte desde las humanidades, de construir su libertad y contribuir a este «pensar y crear el mundo». De modo que el ejercicio de las humanidades no puede estar reglado por el pago, pues estaría sujeto a interés (por sobrevivir) y exclusión, de quienes no pueden dedicarse exclusivamente a “pensar” porque tienen que dedicar su tiempo exclusivamente a “producir”.
No me malentiendan: justamente lo que hago hoy en día es estudiar humanidades en una universidad tradicional para llegar, ojalá, a ser académica: una de esos humanistas profesionales cuya extinción acabo de defender. Entiendo que, mientras tengamos que vivir en el capitalismo, los humanistas tendremos que “apostar” a ganarnos la vida haciendo algo que nos ofrezca placer (leer, escribir, ¡pensar!) e intentar escapar de esos otros trabajos precarios que no nos traen ninguna satisfacción. Sé que lo que planteo solo es posible en un comunismo al estilo de Carlos Pérez (donde cada persona trabaja 4 horas a la semana produciendo para las necesidades vitales de la comunidad: el resto es tiempo libre y se trabaja en otras cosas desde la lógica del regalo), o en una comunidad ecofeminista al estilo de los nuevos proyectos de vida de inspiración indígena y anticapitalista que se están tejiendo en Latinoamérica. Pero también es cierto que, si no luchamos para que ese proyecto de transformación social radical se concrete, somos cómplices de repetir estructuralmente los patrones de desigualdad social ya existentes: siempre que defendamos un orden en que las humanidades, y por consiguiente, la capacidad de libertad de pensamiento, sean para unos pocos y que el resto de las personas se dedique a otros trabajos de “menor trascendencia” (mantenernos vivos), seremos cómplices. Por ningún motivo busco la degradación de las humanidades, sino que sostengo que estas alcanzarán su plenitud como poder crítico y director de la vida común solo cuando estén a disposición de todas las personas: y para eso debiese dejar de existir la separación que hay entre personas que se ocupan solo de pensar y personas que se ocupan solo de producir.
Hasta que llegue ese cambio, ¿qué podemos hacer? Mis respuestas son obvias y poco satisfactorias: primerísimo, trabajar y resistir activamente desde la literatura, los estudios literarios y otros espacios para conseguir esa transformación social; y segundo, empezar a aprender a realizar el trabajo humanista (ya sea la pedagogía, la filosofía o, lo que nos concierne, la literatura y los estudios literarios) fuera de la lógica tecnocrática e interesada del mercado. Esto siempre significará un extenuante esfuerzo extra: organizar talleres y cursos gratis, levantar bibliotecas abiertas (con mis amigas planeamos levantar una apenas tengamos algo de dinero, una “biblioteca abierta feminista”), son algunas ideas: en definitiva, liberar a las humanidades de las universidades y tratar de extenderlas lo más posible.
Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.
Masculinidades, duelos e incertidumbre
“La novela habla de masculinidades, de duelos, y también de los difusos e inciertos límites que separan vida y muerte, sueños y realidad; humanos, ríos y animales”, escribe Lucía Stecher sobre No es un río, de la argentina Selva Almada.
Por Lucía Stecher
Tres hombres, un bote, un río y el esfuerzo concentrado de la pesca: desde su primera página No es un río, la última novela de la escritora argentina Selva Almada, nos transporta a un universo cuyo ambiente evoca el de la narrativa de Juan José Saer y Horacio Quiroga.
Mediante un lenguaje conciso, preciso y de gran intensidad poética, No es un río invita a una inmersión completa en un mundo en que el río, el monte y sus personajes humanos se transforman en realidades a la vez cercanas y lejanas, reconocibles y extrañas, comprensibles y misteriosas. Con esta novela, Selva Almada, nacida en 1973 en la provincia de Entre Ríos, cierra lo que ha llamado su “trilogía de varones”, que incluye las novelas El viento que arrasa (2012) y Ladrilleros (2013).
En su último trabajo, publicado en 2020 por Literatura Random House, dos hombres “cincuentones” llevan a pescar a Tilo, el hijo de su desaparecido amigo Eusebio. A través de un relato fragmentario, la voz narrativa va reconstruyendo la historia de tres amigos inseparables, Eusebio, el Negro y Enero Rey. Sabemos pronto que Eusebio murió ahogado en el mismo río en el que ahora pescan su hijo y sus amigos. La amistad entre esos hombres, hecha de silencios, complicidades y también traiciones y venganzas, configura la línea principal de la historia que cuenta No es un río.
El río es el eje en torno al cual giran la vida, la muerte y la historia de esa amistad masculina. La estructura de la novela —sin división de apartados y con una configuración visual que por momentos se acerca más a la poesía que a la prosa— parece replicar el movimiento sinuoso del río, que divide el mundo de la novela en dos: por un lado, está el pueblo en el que viven los amigos, luego el río, el monte y, en la orilla opuesta, la isla. En el presente de la narración, los amigos despiertan las iras de los isleños por matar a tiros una raya gigante y luego botar su cuerpo al río. Se usaron tres tiros cuando hubiera bastado uno, y, lo peor, la muerte de la raya fue totalmente en vano. “No era una raya. Era esa raya. Una bicha hermosa toda desplegada en el barro del fondo, habrá brillado blanca como una novia en la profundidad sin luz… Arrancada al río para devolvérsela después. Muerta.” (77) Aguirre, uno de los personajes de la isla, critica en esos términos el abuso de los pescadores hacia la naturaleza, a la vez que dota a la raya de un aura de misterio que comparte con el río, el monte y toda la vida vegetal y animal que los rodea.

Aunque parezcan enfrentados por sus orígenes y vidas en las riberas opuestas del río, todos los hombres de la novela comparten una serie de rasgos que los muestran más parecidos que distintos. Los vínculos que los unen y los conflictos que los separan tienen más que ver con hechos que con palabras: hacen cosas juntos, hablan poco, se enfrentan a golpes, compiten entre sí por las mujeres. La voz narrativa muestra, sin juzgar, la coexistencia de rasgos machistas y violentos con gestos y sentimientos de ternura y solidaridad. Un mismo personaje, como Aguirre, es a la vez brutalmente violento —con los pescadores— y muy empático —con su hermana—. Con pocas palabras, esta magistral novela construye personajes complejos y matizados, capaces de sentimientos y reflexiones como las de El Negro en la siguiente cita:
Recién salido del monte, el Negro se detiene a tomar aire. Los ve sentados equidistante. Tilo un muchacho como el que fueron. Enero un hombre como él, poniéndose viejo como él. ¿En qué momento dejaron de ser así para ser así?
Mira hacia la orilla. Las bandadas de mosquitos tiemblan como espejismos sobre el agua. Con las últimas luces del crepúsculo los ve revolotear de a decenas sobre la cabeza inclinada de Tilo, tan en la suya. Los ve también sobre el cuerpo de Enero. Tiene el lomo negro de mosquitos. Lo ve levantar los dos brazos morrudos, moverlos lentos como las aspas de un ventilador, espantarlos con el movimiento sin derramar una gota de sangre. Algo en ese gesto lo emociona. Algo en la imagen de los dos amigos, el muchachito y el hombre, lo emociona. Siente que el fuego del atardecer le acaricia el pecho, por dentro (26-27).
El Negro observa desde fuera un vínculo que lo emociona. También repara en el paso del tiempo —“en qué momento dejaron de ser así para ser así”—, en Tilo que no solo encarna lo que dejaron de ser, sino también la huella del padre y amigo ausente. No son frecuentes estas escenas de contemplación y emoción en el libro; son como pozos escasos pero profundos que aportan a la singular atmósfera de la novela.
La cita anterior también permite asomarse brevemente al estilo de No es un río. Las frases en general son cortas, precisas y descriptivas: trazan a pinceladas el pueblo, el río, el monte y la isla; muestran, con palabras tomadas del léxico local, las acciones y diálogos de los personajes. Ya en la primera página, en la escena de la pesca, la voz narrativa se confunde con la de Enero Rey en las instrucciones que da a sus compañeros: “Muévanla, muévanla. Zaranden, zaranden. Que se despegue, que se despegue” (11). Como una letanía, monótona y repetitiva, las órdenes de Enero transmiten el cansancio que deja el esfuerzo prolongado: “Después de dos, tres horas, cansado, medio harto ya, Enero repite las órdenes en un murmullo, como si rezara” (11).
Para finalizar, quisiera volver al principio, es decir, al título de la novela y todo lo que instala. En primer lugar, parece negar lo que desde las páginas iniciales reconocemos como el escenario principal de los hechos: el río. Pero más adelante vemos que lo que se niega no es el sustantivo sino el artículo: “no es un río, es este río” (76). Lo mismo ocurre con la raya cazada por los pescadores: “No era una raya. Era esa raya” (77). Del mismo modo indirecto, pero sugerente, se refiere un personaje a las hermanas que luego sabemos que habían muerto en un accidente: “No sea zonzo amigo, no ve que ya no son. ¡Ya no son!” (65). La novela articula otro núcleo denso en torno a estas hermanas, que aunque “ya no son”, tienen un protagonismo innegable en sus últimos apartados. Al accidente de Eusebio en el río se suma así el de estas hermanas y cinco jóvenes más. El duelo ya no es solo el de los amigos y el hijo de Eusebio, sino también el de la madre de las chicas, quien sigue esperando que vuelvan, suspendida entre la vida y la muerte en el hipnotismo de la contemplación del fuego que calma momentáneamente su dolor. De este modo, la novela habla de masculinidades, de duelos, y también de los difusos e inciertos límites que separan vida y muerte, sueños y realidad; humanos, ríos y animales.

***
No es un río
Selva Almada
Literatura Random House, 2020
144 páginas
$6.900
Cecilia Pavón: «El arte tiene que ser un proyecto de felicidad»
La escritora argentina, una de las voces más importantes de la generación poética de los 90, y cofundadora de la influyente galería bonaerense Belleza y Felicidad, habla aquí sobre sus grandes temas: el humor, la cotidianeidad, la literatura del yo y la aparente dicotomía entre felicidad y escritura. Además, repasa su trabajo de traducción y se detiene en el momento ecológico que estamos viviendo, en busca de nuevas formas de vivir, donde la poesía puede ser una pieza clave.
Por Victoria Ramírez
Cuando la pandemia llegó a Nueva York en marzo de 2020, y el rumor del covid-19 era aún un eco tibio en Latinoamérica, la escritora argentina Cecilia Pavón (Mendoza, 1973) fue invitada a la Universidad de Columbia a un encuentro sobre el agua. Tenía libertad para escribir lo que quisiera.
—O sos totalmente pesimista y cínico o creés que de alguna forma esto está en transición y que habrá otra vida en el futuro. Si vale la pena escribir poesía o hacer arte es para inventar nuevas formas de vivir —dice Cecilia desde su casa en Buenos Aires. En esa conferencia habló de ecología, de industrias, de los románticos alemanes, de los contaminantes viajes en avión y de un texto que sería premonitorio: Voyage autour de ma chambre (1794), traducido como Viaje alrededor de mi habitación, del francés Xavier de Maistre. En el siglo XVIII, este autor fue retenido y obligado a permanecer en su cuarto durante seis semanas, tras haber sido acusado de participar en un duelo prohibido, y en esa circunstancia dio rienda suelta a su imaginación.
De alguna manera, en el último año ha estado rondando para la autora la idea del cuarto, de la habitación. De hecho, hace poco terminó de traducir Un cuarto propio, de Virginia Woolf. A pesar de todo, le gusta estar en casa, leer; toda la vida más lenta que ha forzado la pandemia. Además, ha continuado realizando talleres de escritura en forma online. Le sorprende la cantidad de gente que está escribiendo en el mundo.
—Esto de poder mezclar varios países es un gran hallazgo, me siento una agradecida total de poder vivir de esto, para mí es lo más divertido que existe—reflexiona. Sus talleres se llenan, y cree que esto es parte de un fenómeno global, en el que los talleres se han disparado. También ha podido innovar: en 2020 dio un taller sin cámara, solo voces, con el fin de escuchar y no ver formas de vestir o moverse, y a partir de allí eliminar los prejuicios.
—Hay algo de viaje alrededor de mi cuarto que es para mí la esencia de la literatura: abrir un libro y viajar —dice. En Todos los cuadros que tiré (Eterna Cadencia, 2020), su último libro de relatos, Pavón dice que escribe a dos metros y medio del horno y el lavarropas, en un rincón de su casa.

—Ese espacio es de un momento en que la casa era una especie de refugio. Ahora, en la pandemia, cambió el sentido, y todavía estoy intentando entender qué lugar tiene en mis afectos. Creo que la pandemia nos acercó mucho a la rutina. Para mí, la poesía es esa parte de la vida que excede a la vida, pero que está en otro lugar, que es medio incomprensible. Es lo que me interesa buscar. Hay un momento en que el poema o las ideas llegan de casualidad y hay un tope. La pandemia fue para mí una bisagra. Ahora quiero hacer otra cosa.
¿En qué sentido? ¿Una estética distinta, una percepción de la poesía distinta?
—Sí, hace poco escribí algo distinto, aunque es muy difícil cambiar de estética, sentir que se puede escribir desde otro afecto. Yo digo que escribí un poema trapero, no sé si me quedó así. Mi hijo tiene 14 años y me llegó toda esa cultura de la música trap. Me di cuenta de que es todo humor y exageración del yo. Todo ese narcisismo en el fondo es un chiste. Y yo siento que hay algo de eso en mis poemas de antes, interpretados como literatura del yo, de manera muy literal. En realidad, hay una especie de personaje. Ahora siento que es exagerar el personaje, me gusta esa idea. Y siento que el trap, que en Argentina es refuerte, tiene que ver con eso, con una ficción del yo, y que toda la gente que lo critica no entiende que es jugar, decir “soy el mejor, tengo un montón de plata”. Hay algo con los nuevos afectos que quiero escribir, pero todavía no sale. Lo más difícil es cambiar desde dónde escribir.
El poema al que se refiere Cecilia Pavón está pronto a publicarse en la revista argentina Jennifer, que dedicará un número a poesía y pandemia. El texto habla, precisamente, de la imposibilidad de los viajes en avión y de las conexiones virtuales. En él, también aparece una mujer que va al supermercado de madrugada y fantasea con ser perseguida por hombres a través de las góndolas. Pavón lo escribe con mucho humor, algo que le sale natural.
—La verdad es que el humor es lo que más me interesa. Cerca de los 50 años no todo te da risa. Borges es todo humorístico, aunque a veces no se entiende. César Aira es todo un gran chiste. Es medio inevitable estando en una historia así escribir en serio. Yo eso lo tengo como una especie de ADN. Me da sospecha la gente que se toma en serio. Supongo que el humor es mi gran aspiración, no sé si me sale, me encantaría.
Este ADN del humor es patente en la narrativa y poesía de Cecilia Pavón, aunque a veces se haga visible en forma de humor negro. Queda claro en libros como Los sueños no tienen copyright (2010), 27 poemas con nombres de persona (2010), La crítica de arte (2012), Querido libro (2018) y Once Sur (2018). En 2012, la editorial argentina Mansalva reunió toda su poesía en el volumen Un hotel con mi nombre, traducido también al inglés por el poeta estadounidense Jacob Steinberg, en 2015. En Chile, Pavón ha publicado Pequeño recuento sobre mis faltas (2015), Un día perfecto (2016) y el poemario Fantasmas buenos (2019), todos por la editorial Overol. En sus relatos hay desprejuicio, espontaneidad, preguntas trascendentales que suceden al hacer aseo, en fiestas o en escenas domésticas. Además de humor, en los textos de Cecilia Pavón hay siempre una primera persona muy presente.
—De alguna forma siempre escribo desde el yo. Para mí todos los poetas lo hacen. Cuando empecé a escribir, hace treinta años, eso era mal visto. Si escribías así eras muy simple, no tenías la capacidad de abstracción. Ahora que ha habido un montón de estudios feministas y se ha asociado el género epistolar con la escritura de mujeres, hay algo de eso. También está la idea de la literatura como conocimiento situado. Claramente eso se vincula al feminismo y a las disidencias. El que tiene el privilegio siempre quiere hacer todo neutro, hacer que no existe el lugar de poder. El yo en un punto es una respuesta a eso. Los que estaban en contra del yo siempre eran tipos hegemónicos. Tiene una cosa política el yo y siempre lo voy a defender. Más allá de eso, hay que salirse del yo, porque también es muy cerrado, lo interesante es ser uno y ser muchos.
En un café del microcentro
Cecilia Pavón también ha dedicado parte de su trabajo a la traducción, desde el inglés, alemán y portugués. Luego de estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires, decidió dedicarse a la traducción como una profesión. Fue durante su estadía en Berlín, en 2002, que tradujo su primer libro del alemán al español. Se quedó viviendo allí seis meses, con el interés de conocer a los poetas de esa latitud.
Después vinieron otros libros: Personas en loop y Psicodelia y ready made, de Dietrich Diererichsen; La utopía de la copia, de Mercedes Bunz; ¿Cuánto vale el arte?, de Isabelle Graw; las selecciones de poemas de Nicola Richter, Monika Rinck y Ron Winkler en Luces Intermitentes —compilado por Timo Berger—, y las versiones de poetas brasileños contemporáneos en Caos portátil, que compiló junto a Camila do Valle.
—Siempre me gustó traducir literatura contemporánea, porque me parecía que era más emocionante. Tiene algo de viaje inexplorado. A la vez, es como una especie de cantera, una imagen medio extractivista —reflexiona.
En 2010, un joven le entregó una lista en una librería de Buenos Aires, diciéndole: “Tenés que leer esto”. Así conoció a Dorothea Lasky y Chris Kraus, ambas escritoras estadounidenses de renombre, con quienes encontró una afinidad en la escritura. En Chile, la editorial Overol publicó su traducción de La poesía no es un proyecto (2010)de Lasky. También estaban en esa lista la poeta y dramaturga estadounidense Ariana Reines y Noelle Kocot, en quien se inspiró para escribir el cuento “Noelle Kocot”, donde la protagonista es una traductora que se sienta en un café forzándose a traducir un poema, porque cree que es una forma de dar un giro a su vida. Al preguntarle por el diálogo que se produce entre su poesía y las poetas norteamericanas que ha traducido, recuerda que ninguna estaba traducida en ese momento.
—Hay una idea de vanguardia que estaba pasando en Nueva York. Todo este trabajo con el yo y con la cosa psicopática. Me identifico con Lasky, hay algo de estados border de la mente. Yo creo que eso es lo que definía la estética de Belleza y Felicidad, tipo: puedo cursar estados mentales al borde de la histeria y la psicosis. También es una marca muy machista la del psicoanálisis, la de la histeria. La relación con la poesía de Estados Unidos creo que tiene que ver con que ideas parecidas se confirman en otros lugares. Lo importante son esos tráficos e ir creando esas comunidades, porque en realidad la gente que hace literatura de vanguardia es muy poca en el mundo.
Luego de traducir sus primeros libros, Cecilia Pavón no se detuvo, y ha seguido una carrera como traductora destacada. Este 2021 está trabajando en varios libros, entre ellos, una traducción de la poeta y ensayista jamaicana Claudia Rankine. Además, en estos días saldrá Little Joy, libro que compila los cuentos de Pavón traducidos al inglés por la prestigiosa editorial Semiotext(e), de Chris Kraus.
Belleza, felicidad y escritura
La idea de la galería Belleza y Felicidad comenzó como un juego. Cecilia Pavón tenía 26 años y conoció a la artista Fernanda Laguna, con quien de manera espontánea decidieron gastar sus ahorros para abrir un local. Era la Argentina antes del corralito, y se sabía que el dinero podía perderse en un banco. Era además un momento clave para ella, que había abandonado una beca en Estados Unidos porque había sentido el shock cultural.



—Había algo que yo sentía que pasaba en Buenos Aires, que era la amistad, las redes, la gente; cosas que extrañaba mucho en Estados Unidos, porque allá era totalmente lo opuesto, todo era productividad” —recalca.
En 1999, Cecilia Pavón y Fernanda Laguna abrieron Belleza y Felicidad, primero como sello editorial —en el que publicaron, entre otros, a Roberto Jacoby, César Aira, Damián Ríos, Fabián Casas, Francisco Garamona, Marina Mariasch, Rosario Bléfari y Sergio Bizzio— y luego como galería en el barrio de Almagro, y aunque pensaron que duraría tres meses, continuó hasta 2007 y fue un espacio que marcó una era para la difusión de nuevos artistas y escritores argentinos.
—Fue un proyecto que tuvo que ver con la crisis, con otro tipo de relaciones. Me parece que también todo el arte en un punto tiene que ver con la crisis. Nosotros mostrábamos cuadros, pero no había mercado del arte. Después de la devaluación del año 2000, empezó a crecer el mercado. Entonces fue como un cambio de era en Argentina hacia una economía abierta al mundo, que después fracasó. Como se destruía el Estado, había nuevas comunidades que estaban fuera de él. Los 90 también fueron la gran decepción de la política partidaria, y existió la idea de otra política, que tiene que ver con lo queer y el feminismo. Todo eso tuvo que ver con Belleza y Felicidad.
¿Cuál sientes que fue la importancia que tuvo Belleza y Felicidad para los artistas de los 90? Pensando en esta idea de generar un arte desde la colectividad y contraponiéndolo con la idea de arte comercial de hoy.
—Creo que es inevitable pensar que el arte hoy es comunitario y colaborativo. Para mí, la idea antigua del genio creador, modernista, sigue teniendo importancia, pero me parece que ya no va a existir más. Lo que es interesante no es esa idea del hombre heterosexual blanco, ni de “yo domino las reglas del arte”. El arte para mí está abierto a miles de influencias. Es meterse en un flujo de afectos, de sentidos y de información. Eso es genial de no haber sido hombre: poder entender la poesía desde otro lugar, meterse en distintas corrientes de afecto y sentido, y no ser el creador del sentido. Yo quiero dejarme llevar por las olas de sentido.
En el cuento “El equívoco concepto de pareja”, la protagonista se pregunta por la simultaneidad entre felicidad y escritura. ¿Cómo se vincula para ti la felicidad y la escritura hoy?
—Creo que son etapas de la vida. Tuve una etapa donde la felicidad y la escritura no se vinculaban, donde la escritura era una especie de reparación del dolor. Ahora quiero escribir desde la felicidad, así que por ahí me sale algo horrible. Escribís para estar bien, para estar contento, de una forma terapéutica. Lográs ser feliz y, ¿qué hacés después? Dejás de escribir. Creo en el fondo que el arte tiene que ser un proyecto de felicidad. Hace poco leí esa frase y me encantó. Creo que la política es un proyecto de felicidad, tiene que serlo. Si la política no es un proyecto de felicidad, no me interesa. El arte es igual, lo que pasa es que la infelicidad es más productiva. Pero bueno, intentemos un arte donde la felicidad sea productiva, de ahora en más.





¿Acaso seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?
El incordio entre Hélène Devynck y su exmarido Emmanuel Carrère a propósito de Yoga —novela en la que el escritor habría roto el acuerdo de no mencionarla en sus libros tras su divorcio—, es desmenuzado por Ignacio Álvarez para preguntarse ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? Las reglas de la literatura y la moral son distintas, dice, pero también sospecha: «no parece tan descabellado pensar en una especie de ‘ética de la ficción’ que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado».
Por Ignacio Álvarez
Los hechos son los siguientes: Emmanuel Carrère publicó el año pasado su nueva novela, Yoga, en donde cuenta, entre otras cosas, un episodio de depresión severa que lo llevó hasta la internación y el electroshock, y el fin de su matrimonio con la periodista Hélène Devynck. Ese divorció implicó, además de los daños emocionales, una cláusula en la que el escritor se comprometía a no hablar de ella ni mencionarla en los libros que en adelante fuera a publicar. El acuerdo no solo es curioso e infrecuente, sino francamente difícil de cumplir para alguien, como Carrère, cuya trayectoria ha consistido en contar su propia vida (El Reino) o bien la vida de los demás (El adversario, Limónov, su biografía de Philip K. Dick). En Yoga hace una especie de revisión de ese modo de escribir, y termina subiendo su apuesta al máximo. Allí declara lo siguiente: “Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y creo haberme atenido siempre a ese imperativo. Lo que escribo es quizá narcisista y vanidoso, pero no miento”. Como cualquier lector de novelas puede adivinar, todo termina mal. Devynck leyó una primera versión de Yoga y, pese a las prevenciones de Carrère, ejerció su derecho a suprimir algunas partes del texto. El escritor se quejó amargamente de ello en una entrevista que le hizo Vanity Fair, y en la réplica publicada en el número siguiente Devynck hizo una pregunta que me ha dejado pensando largamente durante estas semanas: “¿Acaso no tengo derecho a separarme y seré, hasta la muerte, el objeto de las fantasías de mi ex marido?”.

La pregunta se puede plantear de una manera un poco menos personal: ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? ¿Pueden esas personas evitar ser mencionadas? ¿Tienen el derecho a rectificar la versión de sí mismos con que se los pinta? ¿Ante qué tribunal podrían alegar un tratamiento injusto?
Supongo que desde el derecho o desde la ética existen respuestas rápidas y sencillas para estas cuestiones. Como expuso en Twitter hace unas semanas la editora Andrea Palet, los hechos no le pertenecen a nadie, y menos a sus protagonistas. Todos podemos entregar nuestra propia versión de las historias que conocemos y nos interesan, incluso o especialmente si no las hemos vivido. Ese es el fundamento de la historia y del periodismo, después de todo. Un tercero cuenta lo que primeros y segundos no pueden o no quieren decir.
Pero las respuestas que vienen desde el derecho y desde la ética no terminan de responder a la pregunta de Hélene Devynck: “¿seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?”. Para los estudios literarios de los años noventa, la época en la que estudié la licenciatura, creo que la respuesta sería, más o menos, la siguiente: sí, lo serás hasta la muerte. Y por una sencilla razón: porque en el momento en que un escritor o una escritora comienza a contar un hecho verídico, en realidad está cambiándolo de registro. Ya no es más un hecho sino una versión del hecho, y en esa versión se ha colado inevitablemente —felizmente, diría mi profesor de teoría literaria de esa época— la ficción. La respuesta para Hélène Devynck sería, más o menos: no se preocupe; sabemos que eso que su exmarido cuenta en las novelas sobre usted no se refiere a usted en realidad, se refiere a una ficción suya, y todos lo entendemos así. Ese mismo profesor, quizá, nos explicaría que el mecanismo de ficcionar hechos verídicos permite el despliegue de la imaginación más allá de las ataduras de los hechos reales. Buena parte de las mejores novelas de los últimos años se fundan en él. Diría Vila-Matas y diría Bolaño. Diría Perec. Hasta diría Borges, el abuelito de Vila Matas y de Bolaño, e incluso diría que grandes novelas del siglo XX, vistas en retrospectiva, no son otra cosa que autoficciones de esa misma clase: ¿acaso Aniceto Hevia no es el álter ego de Manuel Rojas, por ejemplo? ¿No reconocemos todos, de alguna manera, a Louisa May Alcott en Jo, a Rubén Darío en el poeta de El rey burgués, a María Luisa Bombal en la protagonista de La última niebla?
Tras esa defensa que, es cierto, tiene algo de caricatura, hay un argumento que no se puede despreciar. La literatura tiene reglas distintas de la moral, y mantener esa separación es clave para que las ficciones literarias puedan existir. Cuando discutíamos ese punto en clases se solía citar el juicio de 1857 en torno a Madame Bovary, una novela que el fiscal Ernest Pinard consideraba una afrenta a la conducta decente y a la moralidad pública. El defensor de Flaubert, Jules Senard, intentó en su defensa una estrategia que llamó “incitación a la virtud mediante el horror del vicio”. Sí, es cierto que en esta novela se relatan hechos reprensibles, pero solo lo hacemos para corregir el actuar real de las personas. Un argumento más viejo que el hilo negro: lo usa Choderlos de Laclos en Las relaciones peligrosas, Lucio en El asno de oro y hasta Rabelais en Gargantúa. La eficacia de esa defensa depende, sin embargo, de un detalle crucial: debe existir una distinción muy clara entre ficción y realidad. El vicio narrado solo existe en las páginas del libro pues, de ocurrir en la realidad, absolutamente todos —el fiscal, el defensor y hasta el propio Flaubert— se verían en la obligación de denunciarlo y castigarlo. Solo los vicios ficticios, inexistentes para el mundo real, pueden y deben quedar impunes.
El caso de Yoga es sutilmente diferente, sin embargo. Hay una novela, sí, y también hay un comportamiento que avergüenza o que podría merecer reproche. Lo que no hay es una clara diferencia entre la realidad y lo que podemos llamar ficción. Sobre esa confusión constitutiva del presente se han escrito ríos de tinta, pero no es necesario recurrir a los tratados sobre el posmodernismo para explicarla. Basta con pensar en nuestra propia experiencia cotidiana. Los usuarios de las redes sociales suelen decir que nadie es tan inteligente como en Twitter, tan simpático como en Facebook ni tan guapo como en Instagram, y con ello quieren decir que cada expresión de nuestra personalidad dice una verdad parcial, una mentira a medias de nosotros mismos. Que vivimos versiones ficcionadas de nuestro yo, autoficcionadas casi siempre, otras veces fuera de nuestro control. Cuando Hélène Devynck reclama estar condenada a encarnar las fantasías de su exmarido, creo yo, reclama que una parte no menor de su identidad terminará fuera sus mecanismos normales de control (ella misma, el azar) y se convertirá en el patrimonio de alguien más, alguien de quien, precisamente, se quiere alejar. Emma Bovary no puede temer que Flaubert la siga imaginando, pues existe solo como personaje ficticio. Hélene Devynck teme, con razón, que las ficciones reales tejidas a su alrededor devoren lo que ella es.
No ha cambiado la literatura. No ha cambiado el modo en que los escritores se acercan a ella. Lo que ha cambiado, me parece, es la textura de la que están hechas las personas. Somos cada vez menos algo que se puede oler, tocar y gustar, y cada vez más palabras, imágenes. En ese desajuste se está escribiendo la literatura del día de hoy, una literatura que ha terminado por convertirse en realista a pesar de sí misma. Casos como el de Yoga nos muestran sus primeras incomodidades. Puedo equivocarme medio a medio, pero sospecho que la siguiente jugada le corresponde a los autores y las autoras de ficciones literarias, que estarán obligadas a encontrar formas nuevas de contar. Por de pronto, no parece tan descabellado pensar en una especie de “ética de la ficción” que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado. ¿Girará hacia una radical inverosimilitud, ahora que todo lo verosímil se confunde tan fácilmente con la verdad?
Exagero, claro. Generalizo a partir de un caso particular. Todavía la mayor parte de los textos literarios que leemos siguen y seguirán las convenciones más clásicas de la narración literaria. La pandemia, por otro lado, nos recuerda a cada momento que las cosas que están más allá de las palabras siguen existiendo, porfiadas, y siguen oponiéndose a nuestro deseo. Pero tengo la seguridad de que algunas autoras, algunos autores, algunos proyectos, algunas novelas y memorias están escribiéndose en este mismo momento desde esta esquina aproblemada de la literatura del presente.

Yoga
Emmanuel Carrère
Anagrama, 2020
336 páginas
$20.000
Marina Latorre, una escritora incombustible
En muchos sentidos, este 8 de marzo es una fecha histórica para esta poeta, narradora, galerista, gestora cultural, editora y periodista nonagenaria, que logró hacerse un lugar en el ambiente cultural hostil y machista de mediados del siglo XX. Después de décadas de olvido, hoy su obra literaria vuelve a ver la luz gracias a la colección Biblioteca Recobrada-Narradoras chilenas, de la Universidad Alberto Hurtado, un proyecto que obliga a repensar la historiografía literaria y que comienza con Galería clausurada, una selección de textos de Latorre que resultan rabiosamente actuales.
Por Evelyn Erlij
El nombre es destino: nomen est omen, dice esa vieja expresión latina, y Marina Latorre lo sabe bien. Cada gran escritor que celebró su obra —que hoy salta a la vista como un espejo de los cambios sociales, culturales y políticos del Chile convulso de la segunda mitad del siglo XX— cayó en la tentación de hacer juegos semánticos con su nombre, como si no hubiese nada más interesante que decir. “Marina Latorre Uribe, nombre y apellidos simbólicos para un hombre de Mar. Nombre ilustre por los tres costados. Nuestra Marina de Chile siempre ha tenido un acorazado Latorre y un destructor Uribe. Tu nombre tiene mil connotaciones marítimas”, escribió Francisco Coloane en el prólogo de su novela ¿Cuál es el Dios que pasa? (1978); mientras que Pablo Neruda, al recibir su libro Soy una mujer (1973), le contestó: “Querida amiga: tu nombre escrito en franjas rojas y negras flamea alrededor de mi cuello”. El nombre es destino, y el de Marina Latorre contiene el destino de todas las escritoras de su época: ser vistas como un accesorio, ser leídas como una anécdota en el campo cultural.
Esta fijación onomástica, que tuvieron también autores como Andrés Sabella y Hernán del Solar, es apuntada por la crítica literaria e investigadora Lorena Amaro en el prólogo de Galería clausurada, libro en el que se rescata una serie de textos de Latorre, y que inaugura la colección Biblioteca recobrada-Narradoras chilenas, proyecto de la Universidad Alberto Hurtado, dirigido por Amaro, que continuará con las obras de Inés Echeverría, Rosario Orrego y María Flora Yánez, escritoras olvidadas y marginadas de la historia literaria local de los siglos XIX y XX.

“La construcción del canon literario chileno es muy mezquina con la producción de mujeres, las incorpora casi siempre bajo un régimen de ‘excepcionalidad’ —explica Lorena Amaro—. Se les da un mínimo de espacio, casi como una nota al pie de página. Tienen que tener un desempeño extraordinario (Mistral ganó el Premio Nobel) para que sean consideradas, a regañadientes, dignas de estudio y mención, cosa que no pasa con la escritura de varones, en que se va tejiendo un tramado mucho más denso, orgánico, de agrupaciones, movimientos, de los cuales las mujeres suelen también ser desplazadas por excéntricas. Todo esto invisibiliza el trabajo de una gran mayoría de creadoras, como ocurrió en el caso de Marina Latorre; la crítica que se hizo de su trabajo, si bien fue positiva, resultó también enormemente condescendiente, paternalista, anecdótica y muy poco atenta a lo que ella estaba proponiendo”.
En agosto pasado, su nombre volvió a oírse cuando Amaro publicó en Palabra Pública el ensayo “Cómo se construye una autora: algunas ideas para una discusión incómoda”, en el que, entre otras cosas, reclamaba frente al poco interés que existe en las nuevas generaciones de escritoras chilenas por leer y redescubrir a sus antecesoras. “Lorena Amaro, y su ensayo, vino a remecer y alegrar el aislamiento en el que vivo desde el estallido de 2019 y continuado hasta hoy por la pandemia. Establezco mi gratitud a ella, crítica brillante, por este acto de justicia necesario y esperado: el rescate de mi obra literaria”, dice Marina Latorre, que a sus más de noventa años sigue impulsando la lucha que comenzó muy joven junto a su marido, Eduardo Bolt, ya fallecido: nutrir el campo cultural a pulso, con o sin recursos; empujados, como dice ella, por su amor al arte.
Ambos abrieron la Galería Bolt, un lugar esencial para el arte chileno de mediados del siglo pasado; y fundaron Ediciones Bolt, con la que editaron novelas, poemarios y revistas, entre las que se cuenta Portal —cuyo primer período transcurrió entre 1965 y 1969—, uno de los medios literarios más importantes de la historia chilena; un espacio en el que escribieron, entre otros, Pablo Neruda, Jorge Teillier, Luis Oyarzún y Francisco Coloane. “A veces, ni me lo creo —confiesa Latorre—. Entrevistamos a Borges, a Yevtushenko, a Arguedas. Nos regalaban su poesía inédita y sus libros dedicados. Todavía conservamos algunos de estos tesoros, que, a costa de nuestras vidas, logramos salvar de la brutalidad de los esbirros de la dictadura. Actualmente me parecen invisibles, inexistentes, escritores e intelectuales semejantes. Escritoras a esa altura, salvando una cultura machista, comienzan a aparecer”.
Para esas nuevas voces, dice, leer a las antecesoras es fundamental: “Sin esa condición no se puede existir. He disfrutado desde niña con la lectura de varias grandes escritoras, todas extranjeras. De Chile, solo la Mistral, como si no existieran otras. Coloco aquí mi denuncia. Las escritoras chilenas no nos conocíamos. El culpable, un machismo entronizado por siempre. El mundo literario se componía solo de hombres —reclama Latorre—. Recién esta situación empieza a cambiar de la mano de los tremendos y hermosos movimientos de las mujeres de ayer y hoy. Debemos también agradecer a las redes sociales, que a pesar de sus inconvenientes han logrado democratizar la entrega y acceso a la información, liberándonos del monopolio de los medios tradicionales, cambiando esta situación de desconocimiento hacia nuestras colegas. Es necesario revertir por siempre esta situación de injusticia y menoscabo”.
***
En los años 50, cuando Marina Latorre llegó a Santiago desde Punta Arenas a estudiar Periodismo y Castellano en la Universidad de Chile, se dio cuenta de que para tener un futuro asegurado en la capital había que llamarse Errázuriz, Balmaceda, Matte, Zañartu, Astaburuaga. Una vez más, el destino estaba inscrito en el nombre, algo que hoy no ha cambiado; tampoco la hostilidad, el machismo y el clasismo que encontró en el ambiente universitario y literario, ni el poder de una élite decadente y con pocas ambiciones intelectuales. Esa mirada aguda a la sociedad chilena hace que una parte importante de su obra resulte profundamente actual. Por ejemplo, un cuento como “La familia Soto Zañartu”, justamente sobre el peso que tienen los apellidos para la clase alta local, funciona muy bien como un retrato de la élite del presente.
Tanto esa vigencia, como su valor histórico y literario, fueron los criterios con los que Lorena Amaro escogió los textos de Galería clausurada: “’Soy una mujer’ me pareció de una tremenda actualidad, es un texto en que ella conversa con otras mujeres sobre las experiencias de discriminación y violencia machista. Fue escrito en los años 70 y me pareció que refería situaciones que podríamos vivir hoy —cuenta la crítica literaria—. ‘El monumento’ me pareció un texto muy de su tiempo, publicado bajo la Unidad Popular, en que trata de mostrar la perspectiva de una obrera en una circunstancia real, de sometimiento al patronazgo del mundo industrial chileno. Los análisis de Marina son muy lúcidos, casi siempre vemos a sus protagonistas en un proceso de toma de conciencia y revelación que me pareció podían interpelar a un grupo muy amplio de lectorxs”.
Frente a esto, Marina Latorre responde: “Me agrada comprobar que dejé en mis obras realidades que siguen intactas. Creo que por esas consideraciones queda demostrado que fui una mujer adelantada a mi tiempo. Aunque éramos varias adelantadas. Sin embargo, quiero entregar una dolorosa intuición. Pienso que tal vez, fueron o existen muchas mujeres conscientes de las mismas injusticias, pero que no han tenido, ni tienen la posibilidad de manifestarlas”, reclama la escritora, que retrató otros paisajes que tampoco han cambiado, como el esnobismo del ambiente artístico chileno, en el que la presencia de mujeres galeristas y gestoras culturales, como ella o Carmen Waugh, era escasísima.
Esa fue una de sus hazañas: hacerse un nombre y construirse un lugar entre la misoginia del mundo intelectual santiaguino de los años 60 y 70; desatar, como dice ella, su “pasión irrefrenable” a pesar de todo: escribir, fundar revistas, ser periodista. Ese ímpetu la impulsó a ella y su marido a convertir su hogar —una casona con 17 piezas ubicada en la calle Londres, en Santiago, donde todavía vive—, en un centro cultural que pasó a ser un lugar esencial para el ambiente cultural capitalino; sede de la galería, de la editorial y de la imprenta con la que editaron libros y revistas que hoy son tesoros invaluables. En Portal, por ejemplo, se publicaron una serie de obras inéditas de Neruda, como una llamada La corbata poética para Nicanor Parra, y se crearon proyectos comoPortal siembra poesía, que consistía en pegar afiches en todo el país con textos de poetas de distintas regiones.
“(Eran) carteles tamaño tabloide —recuerda Latorre—. La iniciamos con un regalo excepcional: “Oda al hombre sencillo”, que el propio Neruda nos regaló para que difundiéramos su contenido en todos los muros de las ciudades. Ha sido otra de las acciones más hermosas que realizamos con toda la energía y convencimiento de nuestros jóvenes corazones. Los carteles murales eran una fiesta de colores. Muchos poetas, de Santiago y provincia, se beneficiaron con la difusión de sus creaciones. El gran mérito: eran impresos en nuestra propia impresora de las antiguas, pero muy moderna en su época. Se confeccionaban las líneas con tipografía o tipos parados se les llamaba, fundidos en metal. Los carteles eran hechos artesanalmente por Eduardo Bolt, que al igual que para mí, constituía una fiesta este quehacer: diagramar, componer, imprimir y pegar los carteles en los muros de las ciudades. Comulgábamos con el poeta a través de su “Oda al hombre sencillo”:
“Ganaremos, nosotros,
los más sencillos,
ganaremos,
aunque tú no lo creas
ganaremos”
En estos últimos años se ha empezado a releer desde una perspectiva feminista la obra de muchos creadores, como le pasó a Pablo Neruda, a quien se ha condenado por haber descrito una violación en sus memorias Confieso que he vivido. ¿Qué le parecen las relecturas que se han hecho de la obra del poeta?
—Yo voy a hablar de las muchas relecturas que hago siempre de la obra de Neruda para enriquecerme cada vez más. Me sorprenden los resultados e interpretaciones de otros lectores por el párrafo aludido en Confieso que he vivido. No hubiera querido hacerlo, porque serán conclusiones y verdades justas, claras e incómodas para los enemigos anticomunistas o desubicados o peor aún, los que no entienden lo que leen. Para ello, recurriré a la Teoría de la deconstrucción, planteada por Derrida: ante la dictadura del canon, la democracia de la polisemia. Quien lo entienda y domine, podrá acceder a toda la riqueza polisémica en los textos de Neruda.
En la introducción de Galería clausurada, Lorena Amaro habla de una característica que aparece en su obra y en la de otras de autoras del siglo XX: “su esquiva relación con las fronteras literarias de los géneros (…) atravesando de un lado a otro las posibilidades de lo autobiográfico, lo ficcional y lo ensayístico”.
—Si existe esta característica en mi obra, la aplaudo, me aplaudo y me celebro. Yo creo que se debe a la necesidad de poder comunicar y sanar un torbellino interior de ideas, inquietudes, saberes que no pueden ser contenidas y encasilladas en los compartimentos cerrados en que nos enseñaron, característica de las fronteras de los géneros literarios. Si se observa lo mismo en el estilo de otras escritoras, aún mejor, saber que compartimos, lo que yo entiendo como una verdadera rebeldía. En ese momento yo era una feroz estudiante universitaria y seguramente sentía la necesidad de expresarme, de comunicar un verdadero volcán de ideas, de inquietudes, lo que se logró con la ruptura de lo tradicional exigido.
El 8 de marzo se ha convertido en un hito en el Chile reciente: millones de mujeres han salido a reclamar igualdad y derechos. ¿Cómo ve la explosión de los feminismos que se está dando desde hace unos años?
—Debemos tener muy claro qué se conmemora el 8 de marzo. Por varios años, nuestro entorno no tenía muy claro el significado de este día y como un modo de celebración, nos regalaban flores o chocolates. Esta atención no sería censurable si viniera acompañada de un estado de clara conciencia de los hechos sucedidos. En buena hora, han sido las mujeres, liderando los movimientos feministas, quienes han salido a la calle reclamando por sus derechos e igualdad. Personalmente, emocionalmente, para mí, este día, declarado por la Unesco como Día Internacional de la Mujer, tiene un gran sentido. Cada 8 de marzo ha tenido para mí una significación en cierto modo grandiosa, pero esta vez supera a todas, lejos de toda vanidad: me siento premiada, reconocida en mis derechos, al lado de valientes mujeres de todas las edades y condiciones sociales que por fin han despertado por nuestras reivindicaciones. Por otra parte, este 8 de marzo de 2021 me trae un hermoso regalo: el lanzamiento de la colección Biblioteca recobrada-Narradoras chilenas.
Usted ha sido una agente esencial del medio cultural chileno: con la galería, la editorial y las revistas ha dedicado su vida a difundir la cultura en Chile y América Latina. ¿Qué la ha motivado a insistir en un panorama cultural tan precarizado, en el que es difícil mantener proyectos en pie?
—A veces me pregunto de qué raro material debo estar hecha para vivir en una batalla permanente contra todas las dificultades sin cansarme jamás. Me honra, y me encanta, el reconocimiento de que he sabido aportar cultura y arte a través de las diversas actividades y organizaciones que he podido crear. Pienso que cada ser llega con su destino trazado y el mío, lo siento, el mejor de todos. Si lo tomamos con un poco de humor podremos entender el porqué de mi insistencia en mantener proyectos en un medio precarizado, hostil por falta de financiamiento y apoyos; en invertir para compartir, la mayoría de las veces sin retribución económica. Todo hecho y entregado por amor al arte: galería, revista, clases, charlas, reuniones, libros, difusión, y mil cosas más. Si pudiera volver atrás y con la posibilidad de elegir, volvería a lo mismo sin titubear. He tenido amor, amistad y la enorme posibilidad de gozar del arte y la cultura, que lo siento como abrazar al mundo.
¿Qué planes tiene para su casona, ese lugar que Neruda llamó “La torre de la poesía”?
—Mi amigo Pablo Neruda hizo una analogía con mi apellido, agregándole más méritos a este lugar que tanto amo. Aquí han transcurrido los mejores momentos junto a Eduardo, el amor de mi vida. La larga trayectoria poética, cultural y humana aquí realizada ha sido divulgada en parte. El poeta me dijo alguna vez: “No te deshagas jamás de este lugar histórico patrimonial”. Así lo siento y así lo creo. Me preguntas qué planes tengo para ella. Decido que permanezca por siempre como lo que siempre ha sido. Un lugar de la cultura y la poesía. Se hará aterrizadamente a través de la fundación con mi nombre. Lo declaro, como un deseo inamovible para cumplir los sueños de cultura y esperanza de mujeres, jóvenes y niños.
* Revisa esta entrevista hecha por Enrique Ramírez Capello a Marina Latorre en 1979, un documento histórico compartido por la propia autora.