En estos tiempos convulsos, “una política antimilitarista no surgirá del cálculo de magnates que acceden al mando de potencias mundiales”, escribe Javiera Manzi, socióloga e integrante de la Coordinadora Feminista 8M, quien en esta columna recuerda la amistad y el compromiso con la paz que unió a Gabriela Mistral y Olga Poblete. “Hoy es urgente retomar aquel ímpetu internacionalista y la imaginación política de dos mujeres que a mediados del siglo XX ensancharon los horizontes de emancipación feminista”.
Por Javiera Manzi A. | Foto principal: ACME/AFP y Archivo Mujeres y Géneros, del Archivo Nacional.
Retomar la pregunta por los horizontes de paz como feministas socialistas en América Latina nos lleva a una larga historia que se asienta en la lucha de quienes, desde los años 30, supieron estrechar la emancipación política, económica y biológica de las mujeres con la lucha contra el fascismo y la guerra. En 1950, Gabriela Mistral escribió uno de sus textos más célebres por fuera de la reconocida obra poética que la llevó a ser la primera mujer en recibir el Premio Nobel de Literatura en América Latina. Es un ensayo corto, un “recado” —tal como ella misma nombraba este género suyo— titulado “La palabra maldita”. Allí, Mistral hace alusión a la urgencia de retomar el compromiso con el vocablo “paz” y, a la vez, encarar la paz como un problema. No teme criticar la indiferencia del campo político y literario, e incluso la impotencia de instituciones supranacionales como las Naciones Unidas, incapaces de evitar conflictos armados y, en particular, aunque no lo mencione directamente, el flagelo de la guerra nuclear. Al final de este breve pero elocuente escrito declara con dureza y sin concesiones: “el pacifismo no es la jalea dulzona que algunos creen; el coraje lo pone en nosotros una convicción impetuosa que no puede quedársenos estática”.
Gabriela escribe estas líneas sin un atisbo de ingenuidad. Muy por el contrario, su trayectoria como intelectual pública, en especial como diplomática desde la década de los treinta (fue la primera chilena en desempeñar una labor consular), la llevó a conocer de cerca la amenaza que supuso la avanzada del fascismo en Europa. Uno de sus primeros encuentros fue precisamente en Italia, donde había sido nombrada cónsul, pero no llegó a ejercer sus funciones por declararse antifascista, a lo que se sumó que, para entonces, Mussolini no aceptaba a mujeres diplomáticas. En “La palabra maldita”, Mistral insiste en que se trata de repetir la palabra paz en toda circunstancia, pero en especial de garantizar las condiciones para su posibilidad. No bastaba con la denuncia, la paz debía ser una tarea política: “Digámosla cada día en donde estemos, por donde vayamos, hasta que tome cuerpo y cree una militancia de la paz la cual llene el aire denso y sucio y vaya purificándolo”. Hay algo muy bello e incluso esperanzador en aquella imagen atmosférica, donde alude al sopor que se respira en aquellos años y que solo puede ser interrumpido por la acción colectiva, organizada y valiente de lo que ella anuncia como una militancia de la paz.
Unos meses después, en abril de 1951, la historiadora Olga Poblete, integrante del Movimiento Pro-Emancipación de las Mujeres de Chile (MEMCH, fundado en 1935 y activo hasta 1954), y también del Movimiento de Partidarios de la Paz, le escribe una carta a Mistral llena de entusiasmo. Lo primero que señala es que desea que sus palabras lleguen a todos los rincones del país, en especial a las mujeres del pueblo a quienes Gabriela “interpreta tan hondamente”. Pero no solo eso, Poblete hace suya la idea de una militancia de la paz que, según le escribe, ya ha comenzado a constituirse: “Dura es la lucha que vendrá, pero la causa es grande y el anhelo de la paz nos está hermanando con los millones de Europa, de Asia, de África (…). Ella está llevando al primer plano una conciencia universal, que ninguna técnica, ningún mecanismo internacional, ninguna diplomacia lograron antes despertar. Es la militancia de la paz que usted reclama y ya comienza a tomar forma”. Ahí queda en evidencia algo más que el entusiasmo por las palabras de la poeta; está en ciernes la confianza en una fuerza que comienza a articularse, “esta hermosa solidaridad hemisférica” que anuncia una alianza desde el Tercer Mundo contra las “máquinas administrativas que ya están montadas para acallar toda voz, donde sea que aparezca”. Para Poblete, Mistral había logrado darle nombre a aquella actividad que, cargada de urgencia, la había llevado a recorrer el mundo guiada por la imperiosa necesidad de acabar con las guerras coloniales en pleno siglo XX.
La militancia por la paz de Poblete contaba con varias ramificaciones, incluyendo la influencia que tuvo (junto a otras figuras como Marta Vergara y Elena Caffarena) en hacer que esta fuese una de las principales causas del movimiento feminista chileno. De hecho, en 1937 “la defensa del régimen democrático y de la paz” fue reconocida como una de las cinco grandes aspiraciones del MEMCH durante su Primer Congreso. Para Poblete, esta preocupación se vio intensificada por su estadía en Nueva York a mediados de los años 40 cuando estudiaba un Magíster en Educación en la Universidad de Columbia. Según su propio relato, el bombardeo atómico a las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en 1945 por parte de Estados Unidos fue lo que terminó de hacer germinar su sentimiento antiimperialista. No es casual que, a su regreso a Chile, el MEMCH se sumara al Comité Femenino Antiarmamentista y a las campañas de presión al gobierno para evitar la firma del Pacto Militar de Ayuda Mutua con Estados Unidos. En 1950 fue una de las principales promotoras del Primer Congreso Nacional del Movimiento de Partidarios de la Paz en Santiago y presidió en 1951 la Delegación Chilena al II Congreso Mundial de la Paz en Varsovia del que luego realizó un informe titulado “¡La paz no se espera, se conquista!”. En este contundente y sentido informe, comparte con el Movimiento en Chile su experiencia y los principales acuerdos de esta instancia: la férrea denuncia de las condiciones de dominación colonial y dependencia económica de los países subdesarrollados, la amenaza de gobiernos fascistas en la región y la importancia de oponerse a los planes armamentistas en escalada planetaria. Era, tal como señalaba Mistral, una militancia sostenida tanto en la urgencia como en la insistencia de luchar por la paz en todos los espacios que tuviera disponibles.
En agosto de 1951, no será solo una carta personal a Mistral, sino una respuesta conjunta firmada por Olga Poblete (Secretaria General), Guillermo del Pedregal (Presidente) y Santiago Aguirre (Secretario de Relaciones) desde el Movimiento Nacional de Partidarios de la Paz. En esta oportunidad, la misiva comienza refiriéndose a ella como“Querida amiga”, para dar cuenta del progresivo y afectivo acercamiento que se ha producido entre las partes. En la carta, agradecen a Mistral por haberles escrito en medio de un contexto donde, si bien la lucha por la paz “se intensifica y crece a través de toda la tierra”, ha sido blanco de “la más odiosa propaganda dirigida a sembrar desconfianza y a separar a los individuos por las cortinas del temor y la mentira”. ¿Quiénes eran los responsables y quiénes los blancos de esa propaganda, tanto en lo local como a nivel internacional? En plena Guerra Fría, las expresiones públicamente organizadas de un movimiento internacional fueron objeto de vigilancia, persecución y estigmatización. La campaña anticomunista, hábilmente expandida por los Estados Unidos en América Latina a través de la Doctrina Truman, tuvo un fuerte correlato en Chile bajo el gobierno de Gabriel González Videla, quien promovió en el Congreso, en 1949, la Ley de Defensa Permanente de la Democracia (popularmente conocida como la Ley Maldita), que declaró la ilegalidad del Partido Comunista, cuyos militantes fueron borrados de los registros electorales, despojados de sus cargos de representación popular e incluso detenidos en calidad de prisioneros políticos en un campo de concentración ubicado en Pisagua. De hecho, el entonces presidente de Chile llegó a identificar “la reunión pacifista como una maniobra del comunismo internacional contra el mundo libre” (algo bastante similar a lo que pasa hoy en día con la criminalización de las movilizaciones que se multiplican en todo en el mundo en solidaridad con Palestina).
Seguramente, la odiosidad de la propaganda en contra de este movimiento provenía también de quienes buscaban asociarlo a un instrumento de la órbita soviética en un contexto donde hacerlo implicaba un riesgo vital para sus adherentes. En un artículo escrito por Poblete para el periódico El Siglo en 1961, también responsabilizó de esa hostilidad creciente a las mentiras difundidas por los medios de comunicación —el “instrumento informativo monopolizado por intereses económicos”—, y expresó su confianza en que la verdad se abriría paso, y que la solidaridad internacional atravesaría “las distancias geográficas, raciales, ideológicas y culturales”. En la carta enviada a Mistral está muy presente esta preocupación, y reconocen que “sobre los destinos de su pueblo se juegan poderosos intereses que propugnan la guerra”, pero advierten que “la voluntad popular está claramente consciente de este deber, nuestros esfuerzos se dirigen a vigorizar dicha voluntad y mantenerla alerta”. El apoyo abierto de Mistral fue también demostración de que el movimiento y su causa convocaban a sectores humanistas de diversas sensibilidades políticas.
Esta serie de intercambios, entre recados y epístolas, son parte de una trama mucho más amplia que durante la década de los 50 y 60 avanzó en construir una concepción compartida del “vocablo maldito”. Lejos de una idea abstracta y ahistórica de la paz, esta fue concebida, tanto por Poblete como por Mistral, como el principal problema y desafío político de su tiempo. Para Poblete, su conquista solo era posible a través de la acción organizada e internacionalmente coordinada desde los pueblos del Tercer Mundo, que debían articular una alianza abiertamente antifascista y antiimperialista que se opusiera al dominio y las condiciones de dependencia con las potencias centrales. Ambas coincidían en que el resguardo de la autonomía y la soberanía nacional eran requisitos esenciales de la paz, al igual que las condiciones de desarrollo económico y social de cada pueblo. Lo que sí enfrentaban, y esto es algo que ambas anunciaron innumerables veces, es el hostigamiento e incluso la estigmatización mediática de quienes se opusieran a la política armamentista. Casi treinta años después, Olga publicó el libro La guerra, la paz, los pueblos (1990), donde reconstruye su trayectoria como militante de la paz desde el movimiento en Chile y su itinerario de presentaciones en distintas instancias internacionales. Es ahí donde condensa con mayor claridad su principal tesis sobre los tres asuntos sustantivos para la comprensión del problema de la paz luego de la Segunda Guerra Mundial. Las denominó como “las tres D de la paz: descolonización, desarrollo y desarme”. Para Poblete, no era posible separar la conquista de la paz de estas cuestiones que apremiaban la subsistencia de pueblos sometidos al intervencionismo neocolonial, y por eso señaló con tanta fuerza hasta el final de sus días que “la tarea descolonizadora es monumental: montar el aparato Estatal, construir una economía que lleve a un desarrollo efectivo, integrar una nación y rescatar su identidad cultural”.
Ni una jalea dulzona, ni un alto al fuego. La militancia de la paz supuso la lucha por su conquista efectiva. Esto es: abogar por el desarme nuclear al mismo que tiempo que acompañar las luchas por la liberación nacional y por el desarrollo de las condiciones materiales que hacen posible una vida libre para pueblos empobrecidos. En un presente de guerras incesantes en el Congo y Sudán, y con el genocidio en curso en Palestina, es indispensable volver a historizar y politizar la militancia de la paz como condición de existencia y futuro. Una militancia que, al decir de Mistral, vaya purificando ese aire denso y sucio que nos impide pensar y que nos abruma con oleadas de mentiras y desinformación. Pero también, y especialmente para el campo intelectual, de una política de silencio y omisión que se ha impuesto y ronda espacios académicos, políticos y culturales. Pienso en las preocupaciones que rondaban a Mistral al decidirse a escribir sobre aquella palabra maldita y sus consecuencias; ella tenía claro que hacerlo suponía una toma de posición no exenta de riesgos ni costos incluso con todo el reconocimiento internacional que tenía. Cuánta falta hace hoy la valentía de intelectuales como Mistral en su determinación por escribir sobre temas controversiales y la de Poblete y al asumir la tarea política de articular una respuesta organizada contra la guerra desde el sur global.
Ante las elecciones de Estados Unidos, hay quienes señalaron que la política proteccionista de Trump podría llevarlo a alejarse del intervencionismo belicista de gobiernos anteriores, pero lo que en realidad sostiene esta postura es que el fin de la guerra no es más que la aniquilación total (y final) de poblaciones completas que hoy viven bajo ataque permanente con el patrocinio norteamericano. Una política antimilitarista no surgirá del cálculo de magnates que acceden al mando de potencias mundiales. Hoy, es urgente —diría que indispensable— retomar aquel ímpetu internacionalista y la imaginación política de estas dos amigas, que a mediados del siglo XX ensancharon los horizontes de emancipación feminista con una concepción materialista y antiimperialista de la paz.