«‘Yo no soy esa’ es un libro que marca el interesante tránsito de una poeta inclinada desde antes al estilo narrativo y a la reescritura de los libretos asignados a las mujeres, hacia el mundo del relato, con una soltura y libertad realmente sorprendentes», escribe Lorena Amaro sobre el último libro de Greta Montero.
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«Jösch logró dar a conocer el doble carácter del trabajo de Paulino: el público, fuertemente arraigado en la memoria política chilena, y el privado, el de los amigos y cercanos, ese que revela más de quien toma la foto que del retratado», afirma el crítico Diego Parra sobre la exposición Inês Paulino: (auto)retrato de archivo.
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El pintor chileno —residente en Australia desde 1974— regresa al país con Contrato social (trilogía chilena), una muestra que recuerda que, a veces, en vez de “liberar el sentido de las obras”, la curaduría puede operar “obligando a los espectadores a moverse exclusivamente en la cancha que le fue delimitada por un texto”.
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«La escritura es en este libro un espacio para construir(se) en un grupo de mujeres que rechazan lo estable y lo que les fue heredado», escribe Patricia Espinosa sobre Antología de poema en prosa y prosa poética, compilación que reúne textos experimentales de autoras que producen «escrituras fronterizas».
Por Patricia Espinosa
Diez autoras se incluyen en esta Antología de poema en prosa y prosa poética, seleccionada y prologada por la novelista y poeta Paula Ilabaca y publicada por Cástor y Pólux. Un conjunto de textos experimentales, donde la voz narrativa se confunde con la voz lírica y donde la figura de la mujer se yergue para dar cuenta de sus vivencias materiales, emocionales, afectivas.
Me parece importante destacar las palabras de Ilabaca en su prólogo: “en la escritura no se avanza, se regresa”, dice. Y agrega: “La literatura es una tradición, pero la escritura es una pérdida. Perder de manera sistemática. Perder una y otra vez. Eso también brillaba en este grupo de escritoras, en este taller. Disponibles para perder”. Reflexiones que nos sacan del circuito de la literatura como parte de un mercado competitivo, en las que no cabe el éxito, sino el desprendimiento e incluso el fracaso. La poética de Ilabaca prepara la escena para el surgimiento de una escritura que aparece como una suerte de obsesión, porque vuelve una y otra vez sobre sí misma. Acción que nos remite al rigor de corregir, revisar, pulir, una y otra vez, desde la soledad y la conciencia de la incompletitud.
El texto que abre el volumen es de Sandra Bustos. Un relato sin título que nos entromete en una escena donde los afectos infantiles neutralizan, en parte, la figura paterna y sus oscuras resonancias. Pese a ello, el miedo habita en la niña que narra en un contexto de “país golpeado” (22), de un padre que aparece y desaparece, que convoca un deseo filial cercano a la sensualidad.
En la ruta del deseo le sigue Camila Mardones, centrada en la corporalidad y la memoria. Su relato “Tormenta del dormido” nos aproxima a dos cuerpos, el de la narradora y una segunda persona, destinataria de sus deseos. Nos encontramos ante una voz que se sitúa en el territorio físico de otra, que logra incluso un placer extático en la conformación material amada. En “De fuego el corazón caballo”, se instala un paralelismo entre la mirada animal y humana, la del ser que se ama. La belleza de la destinataria se ubica en el llanto / dolor de la voz que narra. Es precisamente el dolor imprevisto lo que irrumpe en la calma de la narradora o narrador, ya que no hay marcas de género. El llanto que provoca la persona amada es un descargo ambiguo, de gozo o de dolor. Es precisamente esta coexistencia de contrarios, la que permite amplificar el sentido de esta suerte de ensoñación amorosa, donde el afecto es gozo, pero también aflicción.
Y esa ambigüedad se mantiene en el texto de Katari Mura, quien se asoma hacia la oscuridad e incluso hacia lo demoniaco. “Pasajes de infancia” nos lleva hacia la voz de una niña que se aproxima a lo bello diurno y lo diabólico nocturno. Un torrente de sensaciones se distingue en esta escritura y en la de Ann Negrón, quien juega con la asociación libre, al sumergirnos de manera explícita y descarnada a un aborto. Así dice: “frío hace frío y me desangro entre la retina entre el cordón umbilical el llanto que nunca parí” (55).
Para este conjunto de autoras, la figura del padre es ley, represión y miedo, expresado en la memoria del dolor. Así se ve en la escritura de Iskra Pavez. En su texto “Colina mía”, el padre es una autoridad terrible, odiable, sospechosa incluso de abuso sexual. Es interesante que la autora establezca una relación de espejeo entre la infancia de una niña abusada y Chile. En “Malos tratos” así dice: “la niña seguirá jugando / al elástico y a las naciones / se verán sus calzones / manchados de dolor / harán terapia de shock / en la cordillera del silencio / porque Chile fue violado” (67).
La escritura de Iria Retuerto es un caso particular, porque en ella late un deseo sexual expresado sin rodeos ni figuras retóricas que encubran o suavicen aquello que la cultura niega a las damas. “Me gusta el sexo, madre” señala la voz narrativa en el relato “Madre, hemos pecado”. Sin embargo, más allá de la seriedad de la confesión, lo que destaca en su escritura es el tono lúdico. “La orden del dirigente”, por ejemplo, es un relato donde una voz de mujer ironiza sobre su relación con un macho de tomo y lomo; ella juega a aceptar las condiciones del hombre y le dice “usted me calienta”, para luego emitir una suerte de burla a las características hombrunas de su presa, exponiendo finalmente una rotunda amenaza: “permanezca atento —y esto sí es una advertencia no vaya a ser que las huestes pasen de calientes a sensibles y un par de besos largos confundan sus certezas y arruguen los pantalones de su traje siempre recién planchado” (79).
Similar al estilo de Retuerto es el de Carmen Troncoso. Su escritura es también marcadamente erótica, con fuertes resabios del Cantar de los cantares: “No soy propiedad furtiva, / no estoy petrificada no seré sombra, ni pañuelo lloroso / En vaso trizado no beberé tu dolor ni beberé tu ausencia” (121). Sin eufemismos, la escritura de Troncoso exuda deseo sexual, su voz demanda y exige al amante satisfacerla, así dice: “¡Quiero que estalles en mi boca! A tragos cortos te beberé” (123).
El volumen también nos enfrenta a temáticas como la crianza y la función materna, como el caso del trabajo de Valeria Paulina Stuardo y sus amores entre mujeres atrapadas por los prejuicios sociales que las obligan a contener sus gestos. Además, un lugar especial lo ocupa la memoria. Esto ocurre en la escritura de Gabriel Sandoval, quien en “El mar de Marta” alude a los cuerpos asesinados y lanzados al mar por la dictadura. Cuerpos sin justicia. Crímenes imposibles de perdonar. Donde solo queda, como señala el poema: «que el mar sea el enemigo de esos torturadores que no pueden ir a la playa tranquilos con sus hijos” (99).
Paula Ilabaca toma un riesgo grande con esta publicación que realiza un recorrido por autoras con distintos orígenes, edades, géneros y formaciones que, en su conjunto, producen escrituras fronterizas. Ellas circulan siempre entre dos ejes, que pueden ser de formato —poemas y relatos— o de actitud —sumisión y rebeldía—, pero siempre con un marcado énfasis en construir a una mujer que va más allá de la definición patriarcal. Estas escrituras generadas en el atroz tiempo de la pandemia nos remiten a un repliegue de la intimidad y a una apertura hacia zonas de dolor que han quedado inscritas en el cuerpo. La escritura es, entonces, en este libro un espacio para construir(se) en un grupo de mujeres que rechazan lo estable y lo que les fue heredado.
Cuando la vida es teatral y el teatro, una ética
El trabajo de memoria que realiza Ernesto Orellana en «Yeguas sueltas» «no solo devela otra dimensión temática [en torno a los 50 años del golpe de Estado], sino que obliga al discurso tradicional de la memoria a desplazar sus lugares de enunciación».
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Durante la dictadura cívico-militar, el Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago (MAPA) sufrió la pérdida de parte de su patrimonio por funcionarios de Pinochet. A 50 años del golpe de Estado, la exposición Memoria robada «da lugar a la reflexión sobre el pasado del museo (…) mediante la exhibición de su historia».
Por Diego Parra
Entramos a la sala y solo hay vitrinas vacías. Muchas cédulas de obra que describen objetos que no están en su lugar. Nos recibe una advertencia: esto tiene que ver con los 50 años del golpe de Estado. Más allá, otro texto un poco más largo nos da la clave para todo el lugar. Se trata de Memoria robada, una exposición que revisa la pérdida de piezas que sufrió el Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago (MAPA) durante la dictadura cívico-militar. Nury González, curadora de esta propuesta, nos indica que el museo fue parte de las múltiples instituciones que fueron expoliadas durante la intervención militar al interior de la Universidad de Chile, específicamente en su inmensa colección fundada por el poeta e investigador Tomás Lago en la década de 1940.
Es extraño que un museo decida visibilizar su historia mediante la ausencia, puesto que uno tiende a pensar que incluso el robo o destrucción de piezas tiene un vestigio material que puede ser expuesto, como por ejemplo las estatuas atacadas, las pinturas censuradas o incluso el registro de las acciones iconoclastas; cualquier cosa podría ser usada para dar una imagen a aquello que ocurrió. La opción del vacío, sin embargo, parece estremecer más a la conciencia, ya que nos recuerda que la destrucción del patrimonio deja una marca en nuestras sociedades que difícilmente puede ser resarcida, en especial en sociedades que no han implementado políticas de justicia y reparación.
El arte contemporáneo ha hecho de la visibilización de la ausencia un método más para hacer presente todo aquello que ya no está (incluso a quienes no están). A ratos, pareciera que el simple gesto de apuntar al lugar donde antes estuvo algo que fue violentamente eliminado nos permite evocar con profundidad lo que ocurrió, gatillando recuerdos que ni uno mismo sabía que tenía guardados. Gran parte del arte que ha trabajado con la memoria entiende que la acción misma de recordar no es algo que controlemos del todo, ya que una imagen, un sonido o incluso un olor pueden desatar los cauces del pasado en nuestras mentes. La exposición del MAPA, desarrollada por González, encuentra su singularidad en que debemos entenderla prácticamente como una acción artística que da lugar a la reflexión sobre el pasado del museo. Esta particularidad radica en que aquello que podría haber sido divulgado mediante un ensayo, un libro, un documental o cualquiera de los métodos tradicionales de investigación, acá se comunica mediante la exhibición de su historia, para que quienes más importan a un museo —a saber, los públicos— tuvieran noticia de estos hechos del modo más directo posible.
¿Podemos entender esto como una suerte de “teatralización” de la historia? Por supuesto que sí, ya que ingresar a la exposición es una experiencia sensorial compleja e impactante, que nos hace lidiar con sensaciones contradictorias, como la frustración, el asombro, la tristeza y la curiosidad. Pero no es que aquello que vemos sea una “puesta en escena” desde la idea de una narración ficticia, es más bien volver concreta la ausencia en lo cotidiano: el objetivo último es experimentar lo que ocurre cuando perdemos algo importante. La tarea es difícil, ya que en general los públicos tienden a ser distraídos, y cuando entramos a un lugar que no nos estimula como esperaríamos, tendemos a abandonarlos así, sin más. Probablemente, las estrategias de visibilización de la ausencia deban ir sofisticándose cada vez más (pensemos que en la ciudad contemporánea cada estímulo está compitiendo por llamar nuestra atención), al punto de que puedan ofrecer visitas lo más transformadoras posible. Esto último también es parte de la propuesta curatorial del MAPA, que incluyó la simulación de una pieza desaparecida mediante el uso de inteligencia artificial. La simulación abre espacios insospechados para la investigación patrimonial, en especial para los dedicados a la cultura material, donde la pérdida de objetos es inmensa. Imaginemos por un momento poder ir al museo a conocer obras que fueron destruidas, o poder reconstruir lenguas muertas o en proceso de extinción, así como experimentar la vida en un determinado momento de la historia. La ansiedad por lo que se perdió inexorablemente se vería alterada de modo radical: quizá el pasado, por primera vez, no sería algo tan distinto del presente.
Lo trágico, sin embargo, sigue estando ahí. El expolio que sufrió el MAPA —así como la totalidad de la universidad— causó estragos que han determinado en gran parte su destino. El desprecio y sanción hacia cualquier forma de cultura que no fuera la que el mando militar determinara era habitual. En el caso del MAPA, todo aquello que no referenciaba al “Chile tradicional” fue parcialmente castigado por la desidia y el olvido, a tal punto que, como nos informa la exposición, muchas piezas fueron descatalogadas durante los ochenta por el abandono del que fueron víctimas. Su estado de conservación era tal que solo podían ser descartadas.
Otro caso son los robos o “desapariciones” que afectaron al museo. El actuar criminal de los funcionarios de la dictadura se extendió incluso al delito más común de todos: el hurto. Dado el valor material de muchas de las piezas —en las que había plata, oro o piedras preciosas, por ejemplo—, no faltaron quienes, sin escrúpulos, se adueñaron de dichos bienes. A lo largo de la historia no ha sido raro que esto ocurra; de hecho, a nivel internacional se han creado legislaciones que han permitido recuperar, entre otras cosas, las obras robadas por los nazis. A nivel local, ha sido virtualmente imposible recuperar todo lo que la Universidad de Chile perdió, ya que se hizo “siguiendo la ley”, mediante la estructura de confiscación y destrucción sistemática que desarrolló la dictadura cívica-militar contra el propio Estado.
No deja de ser necesario recordar que, en los primeros años de la transición democrática, la Concertación prometió “revisar” las privatizaciones que Pinochet desarrolló durante los 17 años que estuvo en el poder, una promesa que nunca se cumplió y que ni siquiera le fue hecha a la universidad. El expolio institucionalizado terminó convertido en una de esas cosas de las que era mejor no hablar, para así no perturbar la precaria situación en la que nos encontrábamos. Y así nos quedamos.
¿Qué más recordamos que antes estaba allí, pero ya no está? ¿Y cuándo sabremos por qué ya no está?
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