La Chile en la historia de Chile: Humberto Maturana (1928-2021)

Las huellas que dejó este biólogo, académico, ensayista, filósofo y Premio Nacional de Ciencias (1994) rebasaron la biología, y su influencia se expandió no solo a otras áreas de la ciencia, sino también a la filosofía y las ciencias sociales, abordando temas que van desde las emociones, el lenguaje y la educación, hasta la psicología y la sociología.

Por Evelyn Erlij

“Humberto Maturana representa una suerte de paradigma de la inteligencia, de la capacidad de ver, de leer entre líneas la realidad”, dijo el rector Ennio Vivaldi en el homenaje que la Universidad de Chile le rindió a uno de sus grandes maestros, Humberto Maturana Romesín, fallecido el 6 de mayo pasado. Las huellas que dejó este biólogo, académico, ensayista, filósofo y Premio Nacional de Ciencias (1994) rebasaron la biología, y su influencia se expandió no solo a otras áreas de la ciencia, sino también a la filosofía y las ciencias sociales, abordando temas que van desde las emociones, el lenguaje y la educación, hasta la psicología y la sociología, según explica el científico y académico Juan Bacigalupo, uno de sus discípulos. 

Archivo CEDOC.

“En mi trabajo experimental en la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile (a la que ingresó en 1950), descubrí que, como entes discretos, los seres vivos éramos redes de producciones de elementos que se producían continuamente a sí mismas. Y me di cuenta de que si lo externo no podía decirnos nada de sí mismo, tenía que replantearme la pregunta por lo que conocemos y cuestionarme ‘¿qué es el conocer?’”, detalla Maturana en Emociones y lenguaje en educación y política (2020). Así comenzó una trayectoria brillante que continuó con estudios en la University College de Londres y en la Universidad de Harvard, donde hizo su doctorado. Tras pasar un tiempo en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), regresó a la Universidad de Chile, donde dejó un legado invaluable: fue parte de los profesores fundadores de la Facultad de Ciencias en 1965, donde formó a innumerables generaciones de científicos; y se convirtió en uno de los padres de la neurociencia —y, en particular, de la neurobiología— en el país.

Instalado en los laboratorios de la universidad, comenzó a desarrollar el término autopoiesis, que condensa la idea de que “un ser vivo es una unidad capaz de generar autónomamente sus propios componentes”, y que luego afinaría junto al científico Francisco Varela, expandiendo el concepto hacia los sistema biológicos e iniciando así una colaboración fructífera e influyente para la ciencia chilena e internacional. Juntos publicaron dos libros esenciales y traducidos a una decena de idiomas: De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de lo vivo (1973) y El árbol del conocimiento (1984); además que crear en conjunto “un curso de Biología Celular para los estudiantes de primer año de Biología que fue tremendamente original, provocativo y también profundamente marcador”, recuerda Bacigalupo.

Otros aportes de gran trascendencia, según otro de sus discípulos, el académico y escritor Pedro Maldonado, es su propuesta sobre mecanismos alternativos a la evolución darwiniana y sus estudios seminales en el campo de la neurociencia cognitiva, tras demostrar que “el cerebro no captura fielmente los estímulos físicos del mundo, sino que construye un modelo perceptual del mundo”. En una de sus últimas intervenciones públicas, en un diálogo sostenido con Ennio Vivaldi en medio de la pandemia, Maturana resumió así su acercamiento a la docencia: “Lo central ha sido una apertura reflexiva; invitar a reflexionar, a mirar, porque lo fundamental del mirar está en el dejar aparecer. Eso implica una disposición a ver, a escuchar sin prejuicios, sin supuestos, lo que permite una mirada reflexiva en todas las dimensiones imaginables”. Esa mirada, dijo, corre también para pensar un nuevo país en vistas a la nueva Constitución: “(Nuestras) diferencias no son de inteligencia, sino de conflictos de deseo. Y si queremos convivir, tenemos que abrir el espacio para la colaboración haciendo cosas diferentes que se integren en una comunidad diversa”.

Fuentes:

Emociones y lenguaje en educación y política, de Humberto Maturana. Paidos, 2020.

 “Desarrollo de la neurociencia en la Facultad de Ciencias”, de Juan Bacigalupo Vicuña. En: 50 años de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, Revista Anales de la Universidad de Chile nº8, 2015.

“La Universidad de Chile y su maestro Humberto Maturana”, de Pedro Maldonado, 2021. En: palabrapublica.uchile.cl

“¿Cómo queremos convivir en sociedad? Un diálogo entre Ennio Vivaldi y Humberto Maturana”, 2021. En: palabrapublica.uchile.cl

Juan Cárdenas, escritor: “La literatura de América Latina se vuelve cada vez más india, negra, criolla”

El autor colombiano, incluido en Bogotá39, lista que reconoce a los mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años, se refiere a los duros momentos que se viven en su país y a cómo la política se entrecruza siempre con su escritura: raza, clase y una mirada crítica del extractivismo son patentes en sus novelas. Hoy prepara la reedición de Los estratos, libro que será publicado en Chile en coedición por Banda Propia y Montacerdos.

Por Victoria Ramírez

¿Qué es lo que llamamos un relato? ¿Qué es lo narrativo? Esas fueron algunas de las preguntas que se hizo Juan Cárdenas (Popayán, 1978) cuando era un lector ávido de las teorías de Jacques Derrida y Gilles Deleuze, y se dio cuenta de que había que volver a los clásicos, a la literatura antigua, a los mitos. “En mis libros, la trama es fundamental, justamente porque posibilita la improvisación, los desvíos”, dice Cárdenas, y explica que él escribe libros de aventuras, en un diálogo consciente con las tradiciones literarias, aunque por supuesto esté también presente la influencia de las vanguardias latinoamericanas.

Hoy, con seis novelas y dos libros de relatos bajo el brazo, el autor colombiano tiene una trayectoria que brilla por sí sola, con obras como Carreras delictivas (2008), Zumbido (2010), Ornamento (2015), Tú y yo, una novelita rusa (2016) y Elástico de sombra (2020). En 2018, además, fue seleccionado como parte de Bogotá39, del Hay Festival, lista que reúne a los mejores autores de Latinoamérica menores de 40 años. En Chile, publicó en 2019 por Banda Propia y Montacerdos su novela El diablo de las provincias, con la que obtuvo ese mismo año el prestigioso Premio de Narrativa José María Arguedas, otorgado por la Casa de las Américas. Hoy, alista la publicación de su segundo libro en el país, Los estratos (Premio Otras Voces, Otros ámbitos 2014), que saldrá a fines de junio, y prepara también su llegada a Chile, su próximo lugar de residencia. 

Juan Cárdenas. Crédito: Lisbeth Salas

Esta nueva publicación ocurre en un momento especialmente complejo. A las dificultades de la pandemia, se suma otra fundamental: la de una guerra que comenzó hace varias semanas en Colombia, la “guerra contra el pueblo”, como la describió él mismo en su columna del diario El País, de España.

Lo latinoamericano y lo fantástico

Cuando se le pregunta a Juan Cárdenas por los temas de sus libros, prefiere hablar de discursos, pues cree que la literatura es una “especie de río que atraviesa distintos territorios intelectuales”, donde se pueden abordar asuntos relacionados a la raza, la clase y la ecología. Lo que es claro es que en su literatura la política termina entremezclándose con el paisaje. “Mis textos tienen una voluntad de intervención, de remoción, de tratar de sacudir políticamente”, apunta.

Cárdenas desarrolló, como muchos escritores, la avidez por la lectura desde temprana edad. Tuvo la fortuna de contar con la biblioteca de sus padres y creció, como él mismo dice, en una familia de intelectuales de clase media baja, de izquierda. También vivió en una zona políticamente revolucionada, oyendo las discusiones de sus cercanos; y desarrolló muy joven un interés por las ciencias. “Tengo una manera muy biológica de observar el mundo. Es curioso, porque desde las humanidades siempre se está insistiendo en que la biología está asociada al determinismo, pero cuando la estudias te das cuenta de que es la cosa menos regida por leyes férreas”, reflexiona. 

Esta preocupación científica aparece a menudo en sus libros. Sin ir más lejos, en El diablo de las provincias, el protagonista es un biólogo que vuelve a su país tras un largo tiempo estudiando en el extranjero, en un regreso abrupto, ajeno a todo el romanticismo de volver al origen. Esta inquietud, además, se ha potenciado con su interés por la literatura antigua, como la griega, la romana, la de Asia menor, y los mitos amazónicos e indígenas. De hecho, la literatura amazónica es la que más lee y trabaja: “Me parece fundamental la dimensión de lo biológico en esa literatura: animales, entidades, plantas, piedras y las potencias que se representan. Te permite pensar cómo las especies interactúan”.

Juan Cárdenas reconoce en César Aira a un maestro, y también suma otros nombres a la lista: Mario Bellatin, Margo Glantz, Marosa di Giorgio, Diamela Eltit. “Para un escritor latinoamericano, es una bendición tener detrás ese canon”, explica.

En Elástico de sombra (2020), tu última novela, te inspiras en la tradición oral afrocolombiana. En Latinoamérica, a pesar de ciertos avances, da la impresión de que sigue rigiendo un cierto discurso del blanqueamiento. ¿Cómo nace el interés por la herencia afrocolombiana en tus libros?

—Creo que hay una tendencia en América Latina que es imparable. Cada vez rompemos más con esa herencia de la literatura como parte del proyecto de una nación blanqueadora. Hay que pensar las relaciones complejas y contradictorias de la literatura latinoamericana, en la que hay un impulso, una toma de conciencia y un trabajo desde distintas disciplinas. Van irrumpiendo cada vez más esos lugares inauditos, que todavía no hemos oído. La literatura latinoamericana también tiene unos momentos iniciales, y estoy pensando en Candelario Obeso (1849-1884), un poeta afrocolombiano cada vez más situado en el canon. Obeso recogió los cantos de los bogas y los transformó en una poesía popular, en un intento por hacer una traducción fonética de esos poemas, recitados por los negros ribereños del siglo XIX. Él escribe en 1980 que esa es la literatura hispanoamericana del futuro. Es impresionante su lucidez: lo que estamos viendo ahora es cómo se hace realidad esa premonición. Vamos a ver cómo la literatura de América Latina se vuelve cada vez más india, negra, criolla; más bastarda en el mejor sentido; cada vez más transcultural y cada vez menos anclada en este proyecto blanqueador.

Muchas veces tus textos trabajan una literatura realista en la que se escapa lo fantástico. Lo vinculo con lo que hacen otras escritoras latinoamericanas, como Samanta Schweblin, Mariana Enríquez o Rita Indiana. Pensando en la crisis que actualmente vive el continente, ¿cómo observas el rol de lo fantástico en la literatura de este lado del mundo?

—No me acuerdo a quién le escuché decir, con cierta rabia, que los caribeños hacemos realismo mágico y en el Río de la Plata hacen literatura fantástica. Es interesante la distinción, porque en el concepto de realismo mágico hay una carga colonial. Se puede admitir que un autor del Río de la Plata haga literatura fantástica en un sentido más clean, fuera de toda sospecha; en cambio, los racialmente dudosos del Caribe hacemos realismo mágico. Yo creo que eso se ha ido resquebrajando, justamente por esta toma de conciencia de la cuestión racial. Esos edificios que se montaron a lo largo del siglo XX se están demoliendo o cayendo solos. Me interesa un montón lo fantástico, porque creo que es un superrecurso que te permite atravesar los lineamientos cognitivos que te impone el realismo. Por otro lado, yo siempre he creído que el mejor realismo, el más rico o complejo, es un realismo transfigurador, donde uno empieza a percibir la realidad de una manera casi fantástica, y esa experiencia de la realidad empieza a echar llamas, se incendia. 

Acá en Chile la autoficción o también la literatura del yo es algo que se hace mucho en narrativa. Me pregunto si has sentido que la literatura fantástica puede ser una respuesta a esa literatura, pensando en que ha tenido mucho auge. 

—Sí, yo creo que el recurso de lo fantástico está ahí, entre otras cosas, para liberarnos de la chatura a la que nos conducen muchos de estos realismos empobrecidos. Con esto no quiero decir que todo lo que se ha metido bajo la etiqueta de la literatura del yo sea así, pero en un altísimo porcentaje lo que se escribe en esa clave es empobrecedor, intelectualmente poco estimulante, y tiene serias dificultades para dialogar de una manera interesante con la tradición. Y sí, el recurso de lo fantástico es una buena vía para escapar de esas imposiciones, que no solamente son una moda, sino que también obedecen a un clima ideológico. Eso tiene que ver con los callejones sin salida a los que nos llevaron toda esta especie de boom de lo identitario. Está este miedo permanente, por pura corrección política, de no hablar de otra cosa que no sea yo mismo, porque puedo estar cometiendo apropiación cultural o violar la privacidad de otro. Todas esas fantasías son heredadas de unas discusiones que no son latinoamericanas, de lugares como Inglaterra o Estados Unidos, donde está la paranoia del individualismo a ultranza y una visión del multiculturalismo completamente ligada al liberalismo. Yo creo que una de las funciones más elementales de la literatura desde que se inventó es justamente tener la capacidad de imaginar qué pasaría si yo no fuera yo.

Viviste 15 años en Madrid y ya llevas siete años de vuelta en Colombia. Me recuerda al protagonista de El diablo en las provincias. ¿Cómo fue para ti el proceso de volver?

—Es curioso, porque yo no siento que haya vuelto. Creo que mi condición ya irreversible es la del exiliado. Los últimos años he vivido aquí, pero he estado viajando mucho. Cuando digo exiliado me refiero a alguien que realmente llegó a sentirse arrancado, en un desarraigo profundo. Mi experiencia del retorno es impensable sin esos años viviendo como un emigrado latinoamericano en Europa, y habiendo vivido todos los problemas migratorios que te puedas imaginar. Estuve varios años viviendo como inmigrante ilegal allá. Esa experiencia fue sumamente formativa, me puso en lugares en los que probablemente nunca habría estado, en ausencia de derechos laborales. Me convertí en una persona desgajada de la realidad, que está en un estado fantasmal. Y al regresar acá, en lugar de reanudar las cosas, nunca se armonizó nada. Fue un exilio doble, un exilio dentro del exilio. El diablo de las provincias es una forma de reflexionar sobre esa condición del exilio doble. No hay retorno posible, hay un exilio que ya no se acaba más.

José María Arguedas pensaba que para entender lo latinoamericano había que estar en Latinoamérica y Julio Cortázar, por su parte, creía que era necesario hacerlo desde Europa. ¿Te pasó que quizá te empapaste más de lo latinoamericano viviendo allí?

—Justamente, una de las cosas que me acabó de formar como latinoamericano fue ese exilio. Muchos se transforman en unos europeos de segunda categoría, pero a mí nunca me interesó eso, sobre todo porque tenía una actitud muy adversarial respecto a la idea de la asimilación o de la integración. Me resistí de manera militante a esa idea. Casi todo el tiempo viví en barrios de inmigrantes y mis vecinos eran de todas partes del mundo: marroquíes, senegaleses, chinos, muchos latinoamericanos; esa gente se volvió mi gente. La Europa de la que hablaba Cortázar no tiene nada que ver con la de ahora. Los barrios de inmigrantes de Marsella, Londres, Berlín o Madrid se parecen mucho a los barrios populares de acá. Son multiculturales, donde hay de todo, un comercio cultural muy tremendo. 

La guerra contra el pueblo 

Mientras suena la voz firme de Juan Cárdenas a través de la videollamada, los helicópteros sobrevuelan Cauca, entre Cali y Popayán.  Da igual que sea domingo, los helicópteros no descansan. “Ahora ni sabemos qué cargan. Armas, gente o desaparecidos”, explica a través de la pantalla. En poco más de un mes, Colombia tiene un saldo de más de 50 muertos, más de 500 heridos y más de 500 desaparecidos. El viernes 28 de mayo, por ejemplo, hubo una docena de muertos y cientos de heridos, una prueba clara de la militarización que ha impulsado el gobierno de Iván Duque para enfrentar el conflicto, lo que ha alertado a los organismos internacionales de derechos humanos. 

En tu columna “La guerra contra el pueblo” (El País) hablas de dos Colombias. “Una que mira la guerra por televisión y otra que la vive en carne propia”. ¿Cómo observas estas dos Colombias hoy, tras meses de protestas?

—Las últimas semanas han roto esa dicotomía, ya no hay una Colombia que ve la guerra por televisión: la guerra está en todas partes. Se ha demostrado lo que la gente de estas regiones ya sabía, y es que esa guerra no es contra el narcotráfico ni la insurgencia armada ni el comunismo internacional. Es contra el pueblo, y siempre lo ha sido, una guerra contra la posibilidad de que la gente se organice, se autodetermine y cree formas duraderas de institucionalidad popular. Colombia es un ejemplo perfecto de cómo instaurar el neoliberalismo, con todas sus implicaciones y sus violencias estructurales, con la coartada de una guerra contrainsurgente y contra las drogas. Lo que estamos viendo en la calle es una impugnación de ese proyecto. La excusa que han utilizado para justificar el exterminio del pueblo ya no les funciona. Y no solo eso, todo el proyecto social y económico que han querido implantar es lo que queremos derribar. Esa es la lectura que hace Forrest Hylton —analista y académico de la Universidad Nacional de Colombia— y estoy de acuerdo. El pueblo de Colombia está tratando de derribar 40 años de neoliberalismo.

En Chile han hecho mucho eco las protestas en Colombia y es inevitable pensar en el estallido de octubre de 2019. Latinoamérica está en una situación compleja. ¿Cómo observas el panorama, pensando en las demandas de la gente y la respuesta que han tenido de sus gobiernos?

—El caso chileno deja un montón de enseñanzas. En Chile tuvieron que ejercer esa represión bestial en dictadura para instalar el neoliberalismo. Acá lograron hacerlo y en Venezuela también. A pesar de las diferencias, todo esto es un tema continental, que vamos a ver contagiado en toda América Latina. De seguro con sus características propias, no necesariamente con levantamientos populares. Se están cayendo ideologías y una forma de vida. Como todo proceso de destrucción, tiene momentos de terror y de esperanza. En el caso de Colombia, soy moderadamente optimista. Aquí tenemos una extrema derecha muy asesina, que se acostumbró a la carnicería como técnica de dominación. Eso tiene causas muy profundas, que a mediano plazo no se van a resolver. Pero el contagio simbólico de las últimas votaciones chilenas tiene un efecto sanador. Si Chile da un giro profundo, con una Constitución realmente progresista, también hay que saber que el enemigo puede tratar de evitar que eso suceda en otros países. Lo que sí genera esperanza es que hay una extrema derecha sin relato. Que esto pueda tener un final feliz pasa por la consolidación de lo que está pasando en la calle y su traducción en soluciones institucionales. Cómo va a suceder eso, no lo sé, pero vamos a tener que hacer un enorme esfuerzo desde la izquierda y de eso que se llama el centro. Como ves, incertidumbre y un moderado optimismo es lo que yo creo que tenemos todos.

Mara Rita, el trópico nuestro

A veces, la tecnología juega pésimas bromas, pero al parecer el destino es inmune a ello. Esta es la historia de una entrevista —perdida y encontrada— que la periodista Javiera Tapia le hizo a la profesora, escritora y activista trans Mara Rita poco antes de morir, en 2015. Seis años después, cuando se publica su poemario póstumo Me arde, esta conversación inédita sobre identidad, sobre escribir, transitar, persistir y hacerse eterna, ilumina el legado de la poeta que, además de dejar una obra literaria inextinguible, ayudó a cambiar la realidad de las diversidades sexuales al interior de la Universidad de Chile, donde estudió Lengua y Literatura Hispánica. 

Por Javiera Tapia Flores

Es jueves 14 de mayo de 2015 en la mañana. En la intersección de Santo Domingo y Miraflores, en el centro de Santiago, existen cuatro cafeterías, y en una de las dos esquinas que dan al norte, hay una plazoleta improvisada, forzada por un árbol que cobija dos terrazas y cuyas raíces sirven como lugar de descanso de algunos perros callejeros que, en parte, llegan ahí por el aroma de la comida y el cariño que le entregan algunos trabajadores del lugar. 

En esa mañana de otoño, de frío en la sombra y calor al sol, llega la profesora y escritora Mara Rita, de 24 años, abrigada con un chaleco color turquesa muy suave, tan suave que me pide que lo toque con las manos para confirmarlo. Cuando saluda me abraza, aunque es primera vez que nos vemos. Nuestra cita se debe a una entrevista para conversar sobre su primer libro de poesía, Trópico mío, publicado semanas antes por Mago Editores. 

Una hora, siete minutos y diecisiete segundos. Esa es la duración de esta entrevista realizada en 2015, grabada con un teléfono que días después se descompuso y que, por lo tanto, di por perdida. En ese momento, pedí disculpas a la entrevistada y la invité a la radio en la que trabajaba para una nueva conversación. Aceptó. 

Es diciembre de 2020. Estamos encerrades en nuestros hogares, y toda la precariedad que muches pudimos haber vivido en años anteriores agarra nuevas características debido a una pandemia. En Chile, además, hay cientos de casos de violaciones a los derechos humanos impunes, después de una revuelta social ocurrida en 2019. Es 2020 y la Ley de Identidad de Género lleva casi un año de vigencia. Es 2020 y esas cuatro cafeterías del centro ya no existen. Es 2020 y hace mil 701 días, Mara Rita murió a causa de un accidente cerebrovascular. 

Es 2020 y en un disco duro aparece un archivo .m4a que se titula “Mara”. Y comienzo a escucharlo.

“Hace años, una alumna me regaló un cuadernito de viajes, una libreta de notas con muchas florecitas. Empecé a escribir Trópico mío ahí”, dice. Y recuerdo muy bien que, mientras hablaba, sacaba de su bolsa un ejemplar del libro. Pasándole la mano por la portada, como si le hiciera cariño, me explicó que la adornan flores por ese motivo. 

Le pregunto cómo se dio la posibilidad de publicarlo. Toma aire para hablar, se detiene un momento y dice: “en realidad, la busqué. No salió de la nada”. Una respuesta que aparece en los primeros minutos de la conversación y que lo inunda todo, como si las compuertas de una represa se abrieran, siendo la voluntad y resistencia de mujeres y disidencias el agua, siendo el patriarcado esa ciudad a punto de ser ahogada. 

“La gran motivación para escribir es la plata”, continuó. Y aparece un silencio entre ambas que acaba rápido con risas ensordecedoras. ¿Plata? ¿Quién escribe para ganar plata? Bueno, al parecer, Mara Rita: “Yo quería participar en el concurso Stella Corvalán de 2014 y no alcancé, no terminé a tiempo”. 

«30 de febrero», de Belén Marchant Ibaceta, intervenida por Zaida González.

Así que escribió Trópico mío, un solo poema largo, que sintió que no podía ir junto a otros en un libro. Era una obra individual. “Me cargan… bueno, ahora ya no. Me cargaban esos primeros libros chiquititos de escritores que después se lanzan a la novela. Y me pasó a mí. Yo quería lanzar un gran mamotreto, pero todavía no termino eso. Sentí la urgencia de definirme y decir, con justificación por cierto, que era escritora”.  

Su forma de definirse escritora fue escribir, abstrayéndose de todo lo demás. Por ejemplo, participaciones en “La Chascona o en el GAM, todas esas cuestiones. No estoy metida en el ambiente porque algunos se sienten muy iluminados, no todos, pero se creen mejor de lo que son. Como digo en varias partes cuando me he presentado, quizás en diez años más o veinte, yo mire el libro y diga ‘¡cómo escribí esto!’ y está bien, porque es parte del ejercicio escritural”. 

Abre el libro y me muestra las fotos que aparecen. Son retratos suyos que una amiga tomó en el Cerro 15 de Maipú. “Me gusta esa idea de poner fotos, como lo que hacía Lemebel, así que le copié. Es bonito”.

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Trópico mío tiene mucho que ver con mi nombre, Mara. Te lo cuento desde el principio. No sé cómo llegó un perfume de Max Mara a mi casa, porque no tenemos plata para esas cosas, pero llegó y me gustó el envase. Me gustó también cómo sonaba. Después, me pregunté si necesitaba otro nombre o si con uno bastaba. Luego de ver lo que significaba Mara, decidí ponerme Rita. Muy portugués. Y Mara significa muchas cosas: en hebreo significa amargura, amargo o nostalgia. Hay dos pasajes de la Biblia en donde aparece. Uno es cuando Moisés lleva al pueblo elegido y llega a las aguas de Mara, que eran aguas amargas, y supuestamente le pide a dios que los ayude y dios las vuelve dulces, entonces ahí hay otra interpretación, que significa esperanza”. 

“También hay otra parte de la Biblia en donde aparece Noemí, que significa ‘llena de dicha y alegría’. Se le mueren los hijos y regresa con una nuera a su pueblo natal y dice ‘ya no me llamen más Noemí, llámenme Mara, porque dios ha dado testimonio contra mí’”. 

“En Bolivia, hay una madera noble, oscura, que la usan mucho para hacer vasitos de mate y es la madera de Mara”. 

“También me di cuenta de que lo usan mucho en Centroamérica como un nombre colonial con influencia africana, porque en África hay un río que se llama Mara, con la misma importancia que tiene el Nilo. Eso lo vi en un documental de la National Geographic”. 

“También, en la costa africana oriental, hay un idioma en el que Mara significa ‘tiempo’”.

“En el budismo, por influencia del hinduismo, había un monstruo que le impedía al buda llegar al nirvana y se llamaba Mara”. 

“En sánscrito, hay un cuento antiguo en el que Mara es una de las criaturas más cercanas a dios”.

«Aunque me lavase con agua de nieve», de Vicente Martínez, intervenida por Zaida González.

“Cuando me fui dando cuenta de todo eso, me encantó. Vi que lo usaban en muchas partes como algo que dejó este proceso de conquista e invasión. Es por eso que tomo el Rita, por las colonias portuguesas en África. Me sentía despojada, invadida y colonizada, así que tomé estos dos nombres y los resignifiqué”.

“Por otra parte, la palabra trópico en latín era algo que giraba en círculos. Después, durante  el proceso colonizador se definió que existía un trópico del norte y otro del sur, que eran paralelos y eran espacios desconocidos, tanto en África como en América. Entonces, lo tropical es un espacio desconocido, exuberante. Y con el mío, juego con el posesivo, porque cuando digo ‘trópico mío’ es mío, cuando tú dices ‘trópico mío’, es tuyo. Y eso es un trópico nuestro. Un territorio desconocido, pero nuestro”.

“Me gusta la idea de trópico como lo desconocido, tanto en mi proceso personal, como en mi escritura sobre la identidad”, dice, algo que ella cree que funciona más allá de la construcción de la suya, porque “todos tenemos cuerpos que cambian, que transcurren; es por eso que juego también mucho con la idea del líquido. Yo estoy en contra, pero ¡muy en contra! ¡me enojan! los conceptos de cristalización de la identidad en la sociología. Eso de decir que la identidad se cristalizó y se formó: mentira. Yo me estoy reformulando totalmente, hasta mi proceso de memoria creativa. Antes me costaba mucho decir ‘cuando yo era chico’; reformulé mi proceso histórico y ahora digo ‘cuando yo era chica’”.

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La lectura que se repitió sobre su primer libro fue la del camino autobiográfico. “Hay lecturas muy exóticas”, responde ella frente a esta idea. “Soy el nuevo elemento-objeto exótico y aprovecho también eso. ¡Otra escritora transexual! ¡Va a hablar de su historia! ¡De su tránsito! Creo que eso pasa porque es llamativo, son temas tabú. Yo pertenezco a la OTD (Organizando Trans Diversidades) y ahí hay varias mujeres trans, pero son pocas las que quieren ser visibles. Hace poco también salí en Chilevisión y cuando preguntaron quién quería aparecer, ninguna quiso”. 

“Yo creo que el hecho de visibilizarme, de ser una persona trans que escribe, ayuda al imaginario de quienes quizás tienen miedo a enfrentar una realidad semejante, entonces sí, también me he abanderado de forma activa desde la visibilización de lo trans, pero siento que el libro tiene su autonomía artística”.

“A diferencia de muchos testimonios que he escuchado de compañeras y compañeros trans, yo nunca me sentí viviendo algo falso. Nunca he sentido que mi cuerpo es el cuerpo equivocado, sí aconteció hombre y ahora quiero que acontezca mujer, porque esa es mi identidad. Nunca me cuestioné mi identidad porque conmigo me bastaba, bastaba con decir ‘yo soy la que soy’. Creo que por eso partí mi proceso a edad avanzada, no en la adolescencia. Después, comencé a pensar por qué me gustaban los hombres y no me sentía homosexual. Creo que ese fue uno de los primeros quiebres”.

“Ya en la universidad empecé a buscar información por internet. Por ser universitaria, una tiene mayor acceso a ella, y es por eso que no me automediqué ni me inyecté silicona industrial. Llegué al MOVILH primero, pero no me sentí muy bien acogida y no tengo una muy buena opinión sobre los especialistas que me topé ahí. Luego, (la historiadora) Valentina Verbal me dio el contacto de la OTD y fui allá por mi cambio. Empecé con evaluaciones y entremedio hice un viaje a Arequipa por una ponencia en 2013”.

Este viaje fue crucial para ella. Llevaba bajo el brazo un análisis de género sobre Mayra Santos-Febre, Lemebel y Bellatín, y decidió cambiar todo a última hora para escribir sobre teorizar como mujer trans. “En todas mis ponencias me travestía y llegaba muy tropical, con flores y pañuelos en la cabeza, hacía mi ponencia y después me desmontaba”, relata. Un día, necesitaba usar un baño. “Le pedí a un funcionario que abriera uno para mí y abrió el de damas. Me dijo ‘pase, señorita’ y yo estaba muy afectada, pero feliz, porque sentí por primera vez que se me notaba. ¿Dónde vio mi alma?, pensé”. 

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Mara y Vicente se conocieron a inicios de 2015, cuando ambos participaban en una reunión en OTD. “Ella llegó diez minutos tarde y lo hizo sin pedir permiso, haciendo ruido, y yo pensaba: qué onda esta niña que no tiene ningún respeto. Me sorprendió porque vi a una mujer con mucha presencia y fuerza. Después la escuché conversar y me impactó. Pensé: es una mujer muy interesante”, cuenta él en 2021. 

Luego de un juego grupal en donde se dieron un beso con los ojos vendados, pasó el tiempo y fueron a ver un documental. Más tarde, en medio de la despedida, vino otro beso. Uno que él considera el primero, el real. 

Al principio, “yo estaba conflictuado, porque me reconocía como transmasculino, entonces, en mi mente, me tenían que gustar las mujeres cis. Así que viví una especie de lucha y luego pensé que era muy absurdo que le exigiera algo a alguien, si yo tampoco cumplía con la norma”.

«Los diamantes», de Zaida González.

Ese mismo año, antes de Vicente, Mara consiguió su operación de orquiectomía a través del sistema público. “No fue fácil”, dijo. “Una tiene que ser patuda, meterse y preguntar todo. Insistir incluso en que se respete tu nombre citando la Circular 21 —recordó, en referencia al instructivo  de  atención  de  personas trans en la red asistencial  de  salud del Minsal—. He tenido suerte, pero también perdía días enteros en hospitales, consultorios, buscando dónde los exámenes salen más baratos. Ahora que llevo un mes y medio desde la operación, siento que no estoy luchando contra mi cuerpo, ahora siento que lo guío”.

“Muchas veces la gente habla de la transición como si fuera algo lejano”, dice Vicente. “Yo explico que las personas trans vivimos una transición que se ve mucho más, pero que todos, desde que nacemos hasta que morimos, transitamos todo el tiempo. Cambian los gustos de la gente, cambia el cuerpo”. Y así aparece una conclusión evidente: todes transicionamos, pero la heteronorma permite algunas transiciones y otras no. 

“En términos familiares fue difícil”, explicaba Mara. “Querían que yo me fuera de la casa si es que llegaba a operarme. Querían que antes de hacer mi cambio terminara la carrera, tuviera un buen trabajo, una casa y, tipo a los 50 años, hacerlo. Era difícil para mi familia, porque nadie quiere que sufras discriminaciones. Luego entendieron. Con el tiempo, viéndome más femenina, agarré más confianza. Ya no tenía miedo de subir a la micro y mi familia ya no tenía tanto miedo de que me fueran a pegar en la calle”.

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Escritora, pero también profesora. Estudió Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de Chile, el mismo lugar en el que después cursó la pedagogía y que luego de su muerte, en 2017, aprobó el Decreto Mara Rita, que establece el derecho de las personas trans a ser tratadas en asuntos internos por su nombre social.

“Yo le veía un gran futuro como profe, pero siempre me complicaba imaginarla como tal porque ya había sufrido discriminación en el lugar donde hizo su práctica”, cuenta Vicente. 

En una entrevista publicada en la revista Bello Público de 2015, Mara ahonda en la experiencia de discriminación que sufrió por parte del Departamento de Estudios Pedagógicos (DEP) de la universidad y del Liceo Experimental Manuel de Salas, lugar de su práctica profesional. “En el DEP recuerdo a varios profes que no sabían si aceptarme por ser mujer trans o esperar a que un especialista lo descubriera. Era un ping-pong donde no se consideraba mi opinión”, se puede leer allí. 

Pese a las dificultades, enseñar era un placer y una misión. Fue profesora voluntaria de lenguaje en el Preuniversitario José Carrasco Tapia y también en el Preu Trans que, luego de su muerte, fue nombrado “Escuela Popular Feminista Profesora Mara Rita”. Vicente cree que la participación de Mara en ambos proyectos tenía que ver también con su origen, “porque venía de una familia de pocos recursos, entonces quizás trataba de enseñar lo mejor posible a personas que muchas veces no tenían posibilidades. Ella tenía esta forma de querer enseñar el lenguaje de la mano de algo filosófico. Era una persona que si bien tenía 25 años, era muy inteligente y didáctica”.

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El 19 de abril de 2017, la casa FECh se llenó de gente. Fue el lugar en donde fuimos a despedir a Mara. El rito. Las flores. Su ataúd. Asistieron muchas personas que se sintieron deslumbradas por ella en los diferentes lugares que habitó. Hubo llanto, música e historias. También palabras de agradecimiento. La madre de una niña trans explicó que gracias a Mara y a su trabajo, la vida de su hija sería mucho mejor. Lo reproduzco acá porque esa noche llegué a mi casa y lo escribí, para nunca olvidarlo. Esa noche alguien dijo que Mara “se fue en poder, no en paz”. ¿Cómo describirla mejor?

“Después de su muerte, estuve en un estado de shock y me hice a mí mismo y a ella la promesa de terminar todo lo que había dejado inconcluso”, dice Vicente. 

Me arde, publicado en abril de 2021 por Ediciones del Intersticio, es parte de esa promesa. “Ella lo armó en base a una conversación. Su primera idea había sido sacar un conjunto de cuentos, un libro muy gordo. Yo le dije que lo dividiera, que sacara uno, luego otro y así, porque le daba más opciones. Dijo que tomaría mi consejo, sacó una hoja y escribió ahí mismo los títulos de los capítulos”, explica quien fuera su último compañero y quien se encargó de buscar una editorial y de mediar con la familia para su publicación. 

Vicente dice que en este libro él ve a “alguien con muchas vivencias, con muchas emociones y cosas que creo que no alcanzó a sanar. Cosas con su familia, con su identidad. No sé si tanto con su transición, y quizás mi visión es sesgada porque también conversaba con ella, sé lo que pensaba. Sé que ella jugaba un poco con un personaje. Todos conocían a la Mara risueña, con un humor superespecial, resuelta, pero cuando la conocías más a fondo, te dabas cuenta de que no era así. Creo que en Me arde da algunas luces de quién era realmente”. 

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En los últimos minutos de esa grabación perdida y encontrada, Mara comienza a leer algunos de sus pasajes favoritos del libro. Me explica referencias escondidas y me cuenta que un amigo un día le dijo “oye, esta parte es un refrán, ¿cómo lo vas a publicar como si fuera tuyo?”. “Soy un poco antropófaga, reformulo canciones y versos de otros poetas. Ahora estoy trabajando un texto que es como si yo me fuera comiendo al resto”, decía entre risas. ¿El refrán? Reescrito: “No digas mi nombre, no digas mi nombre, si lo dices yo no existo. El silencio”. 

Belén López Peiró, escritora: «En términos estructurales, la justicia sigue siendo muy patriarcal»

Las víctimas de abuso sexual se ven enfrentadas a un sistema judicial en el que son constantemente cuestionadas, desacreditadas y revictimizadas. La escritora argentina Belén López Peiró, en su libro debut Por qué volvías cada verano —recién publicado en Chile por Hueders— expone cómo se vive el proceso de denuncia, reconstruyendo los abusos que padeció por parte de su tío, un policía de la provincia de Buenos Aires. Y lo hace a través de un relato polifónico, en donde se entrelazan las voces de familiares, peritos, abogados y médicos; dándole así una dimensión colectiva a este drama que cada día viven miles de mujeres en el mundo.

Por Félix Torrellas

Cada verano, la escritora argentina Belén López Peiró (1992) viajaba desde Buenos Aires a un pueblito a pasar las vacaciones con sus tíos. Lo hizo durante tres años, desde que tenía 13 hasta que cumplió 16; un período que, lejos de traerle buenos recuerdos, fue un infierno, como lo cuenta en la novela de no ficción Por qué volvías cada verano: esas visitas fueron la ocasión que aprovechó el marido de su tía, un policía bonaerense, para abusar de ella. El libro, que fue descrito por la prensa argentina como uno de los “más valientes y crudos” que se han publicado en el último tiempo, está construido a partir de un relato polifónico que sumerge al lector en un coro de voces que vuelven palpable la rabia, el miedo y la impotencia de las víctimas de violencia sexual. Un relato colectivo que involucra a familiares, abogados, médicos y peritos que participaron en el caso, y que deja en evidencia la complejidad de un sistema de justicia patriarcal que muchas veces dota a los victimarios de impunidad.

López Peiró, periodista de formación, entrega un texto potente que, más que un testimonio personal, es una suerte de investigación novelada que deja al descubierto una realidad feroz: por un lado, la persistencia de los abusos a menores —en Chile, según datos de la Policía de Investigaciones (PDI), durante el primer semestre de 2021 existieron 3.284 denuncias de abuso sexual, siendo en su mayoría presentadas por menores de 14 años—, y por otro, el hecho de que en un 50% de los casos, el victimario es un miembro de la familia, según cifras de la Unicef.

En ese contexto, se suma otra forma de dolor, que tiene que ver con ciertos cuestionamientos familiares, como lo deja ver la autora en las líneas que abren la novela: “Y entonces, ¿por qué volvías cada verano? ¿Te gusta sufrir? ¿Por qué no te quedabas en tu casa?”. Belén López Peiró relata de forma cruda el momento en que decidió alzar la voz y denunciar, cargando el peso de los comentarios y opiniones de sus familiares, de la justicia y del propio victimario. El libro, publicado originalmente en 2018 y que hoy cuenta con la secuela Donde no hago pie (2021), refleja la situación que viven miles de mujeres en Latinoamérica y el mundo.

Belén López Peiró. Crédito: Alejandra López

En Por qué volvías cada verano decides contar la historia a través de una suerte de relato coral, lo que remarca la idea de que el abuso es un asunto colectivo que rebasa la dicotomía víctima/abusador: está la familia, el sistema judicial, incluso una sociedad que sigue permitiendo que estos hechos sucedan. ¿Por qué quisiste abordar el caso de esta manera? ¿Cuál fue tu intención detrás de ello?

Esto en un principio tuvo que ver más con una pulsión. Cuando estaba terminando mi carrera (Periodismo y Licenciatura en Ciencias de la Comunicación), me inscribí en un taller de escritura, principalmente ficción, con (la escritora) Gabriela Cabezón Cámara, y en una de las consignas que nos dieron llegué a mi casa y empecé a escribir. Empecé a escribir en primera persona una de las situaciones de abuso que había vivido. Y cuando terminé de escribir eso me pasó que tenía en mi cabeza otras voces, como la voz de mi tía, del victimario, de mi madre, del abogado, de la perito, de la médica. Y lo que hice fue volcarlas al papel. En ese entonces yo todavía no sabía si la polifonía podía ser una posibilidad, sin embargo, empecé a buscar y a ver libros como Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich, o libros más antiguos de Argentina como los de Manuel Puig, que daban cuenta de que la polifonía era una posibilidad. El relato polifónico me permitió poner en evidencia a un montón de participantes que parecen estar invisibilizados en el abuso, que no se trata solo de los dos protagonistas del hecho en sí —la víctima y el victimario—, sino de todo un contexto que es completamente social, que involucra a las instituciones, a la familia. A medida que avanzaba con la escritura, sentía que si bien el hecho había sido supergrave y había tenido consecuencias importantes en mi vida, lo que más me angustiaba era todo aquello que se generaba alrededor. ¿Por qué no hablaste antes? ¿Por qué volvías? ¿Por qué los diez años de silencio? Yo creo que en Por qué volvías cada verano el relato con las voces permite dar algún tipo de respuesta y también hacerse otras preguntas.

A simple vista, da la impresión de que el abuso sexual y otros asuntos que afectan principalmente a mujeres, como el aborto o la dureza de la maternidad, son temas que empezaron a aparecer con mayor fuerza en la literatura en los últimos años. ¿Estás de acuerdo con esto?

Todavía suele suceder que un texto se califique como “escritura femenina”, pero más allá de eso y de esas cuestiones que todavía quedan por derribar, es un hecho que ahora hay un gran porcentaje de mujeres en los catálogos de editoriales, lugar que antes solo pertenecía a hombres. Con el tiempo, nuestros temas han empezado a aparecer en la literatura, no solo a través de la ficción, sino que de la escritura autobiográfica. Temas que antes quedaban en el ámbito privado ahora han comenzado a ocupar el espacio, el debate público, y creo que eso es un cambio importantísimo.

¿Existieron otros libros de autoras que te acompañaron durante la escritura?

—Dentro de los libros que me acompañaron durante la redacción de mi historia estuvieron Virginie Despentes con Teoría King Kong, también Gabriela Cabezón Cámara con Le viste la cara a Dios; Selva Almada, María Moreno, entre otras escritoras contemporáneas. 

Después de que Virginie Despentes publicara Teoría King Kong, donde cuenta un episodio de violación, un sinfín de mujeres se le acercaron para hablar de agresión sexual, al punto de que ella llegó a decir que estaba harta de hablar del tema, porque pareciera que el abuso sigue normalizado, pareciera que nada cambia. Publicaste tu libro en 2018. ¿Cómo crees que han cambiado las cosas desde entonces a nivel social? ¿Cómo crees que se ha avanzado —o no— en términos judiciales y sociales en el desarme de las estructuras patriarcales que han normalizado los abusos y el acoso?

En Argentina, particularmente, se legalizó el aborto seguro y gratuito. Se volvió un derecho más, y creo que esa fue una gran conquista. Sin embargo, los femicidios siguen aumentando, las violaciones y el abuso siguen sucediendo, y falta que la ley de educación sexual integral se aplique en todas las escuelas. Yo creo que hay algunas conquistas que hicimos en el último tiempo, que tienen que ver con un nivel simbólico, en esto de que (el feminismo) sea un tema en los hogares, que sea un tema en las escuelas, que sea parte de la educación de los niños, que nos estemos preguntando de qué manera educamos a niñas y niños, qué pasa con la justicia, qué tipo de reformas necesitamos. Yo creo que, aunque sean solo preguntas, también son un cambio.         

No obstante, en términos estructurales, la justicia sigue siendo muy patriarcal. Mi caso particular, que inició una causa judicial en 2014, sigue en proceso y sin fecha de juicio. Desde mi perspectiva, no puedo decirte que la justicia haya cambiado. Me ha tocado ver la cara más dura de este proceso, que es la dilatación y la revictimización. De todas formas, en Argentina existe la Ley Micaela, que tiene que ver con la formación en perspectiva de género de todo el personal y de todas las personas que trabajan en el Estado, incluyendo los miembros de la justicia, los jueces fiscales. Está bien esa formación, pero en términos generales, la realidad no ha cambiado mucho.

En tu libro mencionas algunos términos que utiliza la justicia, como víctima y abusador. Dices que llamarlos a ellos “abusadores” es hacerles un favor, mientras que a la denunciante se le recuerda constantemente su calidad de víctima. ¿Sientes que es difícil encontrar reparación en la justicia considerando esos aspectos? 

Sin duda, yo creo que habría que pensar bien qué es la reparación, porque para cada persona que vivió una situación así, reparación puede ser algo diferente. Para alguien puede ser sentirse escuchado o escuchada; para otra persona puede ser sentirse acompañado; para otra, resarcimiento económico; para otra puede ser el veredicto de un juez. Yo creo que hay tantas reparaciones como mujeres que denuncian. Esa reparación es muy personal. En mi caso, tuvo que ver con la vía legal, pero también tuvo que ver con la escritura, sin dudas. Creo que parte de las cosas que tienen que cambiar de manera estructural en la justicia tiene que ver con incluir las formas de reparación y el acompañamiento a víctimas que denuncian. 

Existe una cierta presión social frente al tipo de «víctima» que se debe ser. La escritora argentina Tamara Tenenbaum decía en una entrevista que se rebelaba contra la obligación de ser un tipo de víctima, de tener que ser una «víctima responsable» y militar por la causa que te convierte en víctima. Ella, hija de una víctima del atentado de la AMIA, dice: «Siempre pensé que mi deber era sobrevivir». ¿Cómo ha sido tu experiencia en ese sentido? ¿Qué opinión tienes sobre esto?

Como mencioné antes, creo que hay tantas reparaciones como mujeres que denuncian, y creo que cada persona vive como puede, no solamente como quiere. No se le puede exigir a todas las personas que vayan y denuncien, cuando denunciar tiene implicancias emocionales y económicas que no todas están dispuestas a cubrir. Yo creo que para mí fue fundamental, al principio, reconocerme víctima para poder hacerme cargo de esa situación, de lo que viví, y poder hacer algo con eso, por lo menos en el ámbito privado. Llevarlo a la escritura tuvo que ver con hacerlo público, con transformar eso en una obra literaria, y eso está sin duda asociado a un acto político, porque creo que son muchas las personas que están atravesando por situaciones como esta. Como feminista, milito y hablo en las entrevistas siempre del abuso sexual y de lo íntimo. La verdad es que no me hace gracia hablar todos los días de esto, pero creo que es necesario. De la misma manera, creo que abordar una obra solo por sus temas y no por su forma, su estilo, su lengua, es descalificarla, así que en mi caso me interesan las dos cosas.

¿Cómo ha sido la recepción de tu libro en todos estos años?

Ha sido muy enriquecedor, porque me ha ayudado en lo personal. Me parece que Por qué volvías cada verano ya no tiene que ver solo conmigo, tiene que ver con todo lo que genera al ser leída por otras personas que atravesaron una situación similar o que son padres, madres, hermanos, compañeros; personas que pueden informarse y entender mejor. Y eso me parece buenísimo, más aún cuando se traduce o se lleva a otros países, principalmente latinoamericanos. Creo que se vuelve parte del movimiento feminista latinoamericano en donde entendemos que el abuso sexual no es una problemática nacional, sino que no tiene fronteras: tenemos que trabajar en conjunto y tiene que ver con cómo las mujeres nos retroalimentamos. Yo creo que lo que sucedió en Chile en 2019 con Las Tesis y que después fue replicado en Argentina y otros países, muestra algo colectivo y latinoamericano. 

¿Cómo crees que ha afectado la pandemia al movimiento feminista latinoamericano?

Sin duda la situación de pandemia ha sido un problema. Por ejemplo, en el caso de los abusos sexuales, la mayoría de los casos son intrafamiliares, y por lo mismo, es más difícil pedir ayuda. Cuando sufres violencia doméstica y tu agresor es un miembro de tu familia o tu pareja, es mucho más difícil poder irte. Además, la situación se ha complejizado muchísimo, y se han corrompido de alguna u otra manera las redes (de apoyo) que hemos estado intentando tejer. Me parece clave seguir informando, hablando, leyendo y comunicando, porque los abusos siguen sucediendo.

Por qué volvías cada verano
Belén López Peiró
Hueders, 2021
112 páginas
$10.200

La olla común. Reflexiones a partir de «El pelo de Chile y otros textos huachos»

«Me gusta pensar el escenario actual de Chile como una olla común en la que nos reunimos a cocinar la escritura de una nueva Constitución. (…) Es en esa lógica en la que pienso los textos de este libro como parte de esos ingredientes. Materiales necesarios a considerar en el momento de cocinar un mañana que consagre y garantice nuestros derechos culturales», escribe Nona Fernández sobre el último libro de la Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, Sonia Montecino Aguirre.

Por Nona Fernández Silanes

Lo dice su autora: “esta compilación sale a la luz en el momento en que el caldo social en el que se cocina la vida chilena está hirviendo”. Por lo mismo es imposible leer El pelo de Chile y otros textos huachos fuera del escenario sabroso que nos heredó la revuelta social, ya que en su conjunto estos escritos componen un verdadero recetario que propone algunos ingredientes con los que podríamos guisar ese plato futuro que servirá de festín para la celebración tantos años atrasada: la de las grandes y justas transformaciones que, como también lo dice su autora, “le subirán el pelo a Chile”.

Siguiendo este imaginario culinario quiero instalar la idea de la olla común para presentar, o poner en presencia, este libro. Como sabemos, las ollas comunes tienen una larga trayectoria en Chile. Se iniciaron en la década de los años 30 con la crisis del salitre. Más adelante, en los años 60, se asociaron a las tomas de terreno. Y en los años 80, en plena dictadura, adquieren un carácter permanente frente a la necesidad de alimentación, constituyendo un espacio de organización comunitaria y resistencia. Hoy la crisis sanitaria ha resucitado las ollas comunes. Muchos incrédulos dijeron que eran un invento, mentiras mal intencionadas de la izquierda, pero los datos objetivos hablan de cerca de 700 ollas a lo largo de Chile a mediados del 2020. La participación de las mujeres ha sido protagónica en ellas. Las madres de los huachos, las actuales jefas de hogar, son, en su mayoría, quienes han ido generando estas organizaciones solidarias de encuentro territorial que enredan voluntades, esfuerzos, historias, prácticas comunales, y que en su conjunto configuran un patrimonio cultural difícil de entender para quienes observan la cultura únicamente como un espacio cuantificable y mercantilizable.

Espejeando ese enredo de voluntades colectivas, es que me gusta pensar el escenario actual de Chile como una olla común en la que nos reunimos a cocinar la escritura de una nueva Constitución. Sacamos las cacerolas y las instalamos en el espacio público al que todas y todos tenemos acceso. Lejos del encierro secreto de la llamada “cocina política”, tan desacreditada que hoy requiere salir a la plaza a ventilarse y a buscar nuevos ingredientes. Es en esa lógica en la que pienso los textos de este libro como parte de esos ingredientes. Materiales necesarios a considerar en el momento de cocinar un mañana que consagre y garantice nuestros derechos culturales. Concepto tan enigmático para una gran mayoría, del cual El pelo de Chile y otros textos huachos se alimenta y celebra.

Estos son textos diversos y ese es el primer ingrediente a atender. Un compendio de artículos, ensayos, discursos, prólogos, presentaciones, hasta una carta huacha hay por ahí, que no pretenden configurarse bajo una regla central, un formato de género o extensión, sino que se exponen libremente en su particularidad como lo que son, materiales diversos que juntos van trenzando un recorrido. Uno en el que podemos observar intereses claros por el campo de la gastropolítica, del feminismo, de la creación y del patrimonio. Cuatro ejes trazados desde una óptica antropológica que carga de significados el viaje textual. Un viaje en el que la mirada curiosa, gozosa y entusiasta de su autora intenta justamente reconocer, en forma y fondo, la diversidad de los contenidos que expone.

Y ese es otro ingrediente a celebrar: el verbo reconocer, palabra clave en este recorrido. Porque ahí donde todo indica que la novedad es lo que tiene protagonismo en las vitrinas del hoy, la autora nos señala que la idea de reconocer lo que ya existe, de enfocar aquello que nadie ha visto, eso a lo que no se le pone atención, se vuelve una lógica innovadora y hasta revolucionaria. Reconocer, por ejemplo, nuestro inmenso y tan ignorado patrimonio inmaterial. La importancia de la trasmisión de las lenguas, de los saberes, de las diversas cosmogonías que densifican nuestra manera de vivir y de entender la vida. Reconocer los ecosistemas que se despliegan alrededor de un río, de un bosque. Comprender que un universo milenario colapsa y se extingue cuando secamos un lago, cuando talamos un bosque, cuando un glaciar se derrite. Reconocer las prácticas culinarias de las comunidades de nuestro territorio. Y aquí la autora se detiene con goce en la cocina huilliche, en la cocina rapa nui. Sus ingredientes, sus formas, sus sentidos, sus historias, sus sabores, entendiendo que la alimentación es un principio clave en la constitución de identidad. Reconocer la memoria y la historia de las mujeres de Chile como parte fundamental de esa misma construcción de identidad. Reconocer el recorrido histórico del mundo doméstico, del espacio privado, territorio cedido a las mujeres e ignorado en el momento de escribir relatos identitarios. Ese gran lazo que existe entre la cultura y las mujeres, como trasmisoras y agentes, las pone en un lugar protagónico cuando intentamos observar la realidad cultural. Y es en ese ejercicio cuando constatamos la falta de reconocimiento que han tenido a lo largo de la historia, y por ende evidenciamos el gran vacío en el que mujer y cultura se enredan. Su invisibilización constante, el ninguneo, el borroneo, ha dejado una gran deuda en la tradición y la memoria y por ende un gran trabajo en términos de reconocimiento patrimonial.

La cultura, lo mismo que una buena receta, lo dice nuestra autora, se construye a partir del intercambio, de préstamos y adopciones, de recreaciones, de mestizaje, de la trenza entre la tradición y la innovación. Por eso, en el campo estricto del respeto y consagración de nuestros derechos culturales, urgencia levantada para la escritura de la nueva Constitución, las palabras diversidad y reconocimiento, que circulan con protagonismo en estos textos huachos, son dos ingredientes fundamentales para el caldo. Mucho se habla en los programas de gobierno planteados en la actualidad sobre un mayor presupuesto para la cultura, lo que, por supuesto, se celebra. Pero no nos quedan claras las metodologías que serán ocupadas para hacer un registro sistemático adecuado que reconozca las prácticas culturales que ya existen en los distintos territorios y comunidades. Si no se implementan mecanismos de reconocimiento efectivos, difícilmente se podrán distribuir los nuevos recursos a todos los agentes según sus reales necesidades. Difícilmente se propiciará el libre ejercicio y diálogo cultural, difícilmente se facilitará la diversidad cultural, porque seguiremos en el desconocimiento de las fuentes y sus realidades. Y, en consecuencia, probablemente, perpetuaremos la lógica de la cultura homogénea, centralizada, clausurada, performatizada para el mercado, estereotipada para la venta al extranjero, y practicada en su gran mayoría por y para una élite.

“¿De qué sirve una ley si no es capaz de contener en ella el porvenir?”, se pregunta la autora en uno de estos textos reflexionando sobre la nueva Ley de Patrimonio. Yo me afirmo de esta reflexión para asociarla a nuestra olla común y a todas las leyes que se relacionarán con esa receta que prepararemos colectivamente. Una receta cuya escritura se comprenda y reconozca a sí misma como una fiesta, como un ejercicio cultural que nos desafía a reconocer y enredar nuestras diversidades. Una que nos componga con su caldo sabroso. Que nos levante el ánimo, que nos caliente el cuerpo, que nos encienda las ganas de bailar sobre la mesa. Una que consagre nuestros derechos culturales como la herramienta fundamental para que todas, todos y todes seamos libre y felizmente las personas y comunidades que queremos ser, ejerciendo nuestros diferentes olores, colores, sabores y sonidos. Una receta sabrosa, preparada en una olla común, olla negra quinchamaliana, en la que se cocinará a fuego lento, como hemos leído en las pancartas callejeras, la dignidad. Como quiero creer que se cocina, también, la felicidad. Una receta que, lo dice nuestra autora, ya lo sabemos, “le subirá el pelo a Chile”.

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El pelo de Chile y otros textos huachos
Sonia Montecino Aguirre
Ediciones Subdirección de Investigación, Servicio Nacional del Patrimonio Cultural
472 páginas

Una literatura que tenga la sinceridad de los buenos amigos

«Cuando hablamos de infancia las buenas intenciones no son suficientes y las torpezas tienen un costo, no para nosotros —los señores y las señoras que nos dedicamos a esto—, sino para los pequeños lectores que, al final del día, al comparar sus vidas y sus emociones con las que describen y aceptan los libros, sienten que vuelven a sacar una mala nota», escribe María José Ferrada sobre la importancia del libro Enseñando a sentir. Repertorios éticos en la ficción infantil, de Macarena García.

Por María José Ferrada

Una niña lee un libro, un cuento que describe, entre otras cosas, un paisaje lleno de árboles y pájaros que cantan bajo un sol tibio y brillante.

La niña, que como todos los niños y las niñas lleva un sol en su mochila, compara el suyo con el del cuento. No, la verdad es que no se parece para nada. El sol de la niña es más opaco y más chico. En realidad más que un sol parece una pelota vieja. Y no hablemos del paisaje que ve por la ventana, donde los árboles no son verdes sino plomos. La niña siente algo parecido a la tristeza, algo parecido a la rabia, que no logra identificar muy bien. Sigue leyendo y en el pecho se le instala un agujero con forma de estrella, de planeta negro. Todos los demás están sonriendo, menos tú, dice con los ojos —ese idioma que los niños y niñas saben entender tan bien— la señora que lee el cuento, debe ser porque eres una niña rara, piensa. Y a partir de entonces la niña lo piensa también.

Enseñando a sentir. Repertorios éticos en la ficción infantil (Ediciones Metales Pesados, 2021) es un libro que hace mucho necesitaba leer. Porque es un libro que habla de algo que me interesa: cuando hablamos de infancia las buenas intenciones no son suficientes y las torpezas tienen un costo, no para nosotros —los señores y las señoras que nos dedicamos a esto—, sino para los pequeños lectores que al final del día, al comparar sus vidas y sus emociones con las que describen y aceptan los libros, sienten que vuelven a sacar una mala nota.

Según nos cuenta Macarena García en los dos primeros capítulos de su libro —»El auge del libro álbum y la educación socioemocional» y «La política de las emociones en Intensamente«— mucha de la producción cultural pensada para la infancia nos dice que existen emociones positivas y emociones negativas, que todos y todas las experimentamos. Hasta ahí, todo bien, así que continuamos. De un lado estaría la alegría —y cuando nombre esa palabra, “alegría”, todos los niños y niñas levantarán un círculo amarillo—, de otro lado estaría la tristeza —cuando nombre esa palabra, “tristeza”, todos los niños y niñas levantarán un círculo gris—. Nuestros libros no solo nos han ayudado a identificar las emociones, sino que además las hemos delimitado —encerrado, diría alguien aún más optimista— en formas geométricas y cromáticas. Ese primer paso, ordenar, separar, diferenciar, nos permitirá dar el segundo: regular y transformar. Ahora niños, niñas: respiremos. En eso, el éxito de mi actividad, estoy pensando cuando observo que al final de la sala hay un niño que le da un mordisco a las figuras de colores y luego las escupe en el banco de su compañero. Enciendo las alarmas de mi propia cabeza, rebobino.

Decía: hay emociones positivas y emociones negativas, emociones que todos y todas las experimentamos, pero morder y escupir en el banco de tu compañero es algo muy diferente. Una cosa es la tristeza, insisto, si quieren podemos hablar de ella, pero, citando a Macarena García, de “los sentimientos malos que nos provoca la sociedad capitalista moderna” tales como la ira, la ansiedad o la paranoia, no, de eso no hablaremos esta vez porque, como suele pasar cuando hablamos o decimos que hablamos de niños y niñas, a los señores y señoras que nos dedicamos a escribir, ilustrar, mediar y clasificar literatura infantil nos salva el timbre que anuncia el recreo. O nos salvaba  porque henos aquí, leyendo, Enseñando a sentir.

No importa, insistimos, porque lo nuestro es eso, la insistencia. No nos asustan los temas incómodos. Les llamamos “temas difíciles”. La literatura infantil tiene estantes, conferencias, mil publicaciones dedicadas a eso. Enumeramos: libros sobre la tolerancia. Libros sobre la muerte. Libros sobre migración. Y podríamos seguir con nuestro listado, la vida entera, tranquilamente —porque eso también es lo nuestro—, cuando Macarena García nos interrumpe dedicando los tres capítulos siguientes de su libro a las ansiedades adultas, las narrativas de la hospitalidad y la necropolítica.

La isla se llama el libro que trae para abrir la discusión. “Un hombre desnudo llega a una isla donde es recibido con recelo por parte de los pobladores, un recelo que va escalando en hostilidad, hasta un final en que los pobladores arrojan al hombre desnudo al mar”. ¿Por qué?, preguntamos espantados los adultos. Porque tienen miedo de él, responde un niño. Porque no saben quién es, agrega una niña.

Macarena, el niño y la niña nos obligan a revisar nuestros estantes, nuestras conferencias, nuestros libros para recordar de qué hemos estado hablando estos últimos años cuando decimos libros sobre tolerancia, libros sobre la muerte, libros sobre migración.

El capítulo cuarto de Enseñando a sentir, gira en torno a la problemática que plantea un libro como La isla que muestra tan claramente, citando a García, “la forma en que opera el miedo como fuerza social que produce exclusión”.

Al parecer, debemos reconocer, las señoras y los señores adultos nos hemos conformado con poco. Nuestros libros efectivamente han tratado el tema de la migración y de la relación con el migrante, pero tal vez en ese bien intencionado pero siempre peligroso afán de simplificar, hemos omitido cosas importantes, por ejemplo, no nos hemos preguntado de dónde viene ese otro y por qué ha migrado. La respuesta podría llevarnos a enfrentar la temática expuesta en otro de los libros analizados por García —The Mediterranean—, un libro sin palabras que ahonda en, vuelvo a citar, “las intrincadas redes que benefician a algunos de la precariedad de otros”.

Pero, ¿será necesario hablarle de eso a los niños?, nos preguntamos. 

Tal vez lo sea. Y es que, como tan bien explica el libro que nos convoca, al eliminar el conflicto lo que hacemos es ayudar a perpetuar las realidades injustas y conformarnos con mostrar a los niños y niñas que con la hospitalidad es suficiente. No será necesario entonces que ese niño, esa niña, que ha escuchado pacientemente nuestra historia se pregunte cuál es o podría ser su propio papel en todo este entramado. Abordamos el tema de la migración en nuestros libros, pero evitamos hablar, vuelvo a citar, de “las relaciones causales entre los países poderosos y los escapes en masa” y del que la investigadora considera uno de los temas más desafiantes, más esquivos y más tabús de nuestro tiempo: la necropolítica, es decir, el uso del poder social y político para dictar un orden en el cual hay personas que pueden vivir y otras cuya muerte se acepta en silencio y sin sorpresa. 

Los señores y las señoras que hacemos literatura infantil continuamos con la lectura, pero no sabemos muy bien si hablar o seguir refugiados en nuestras buenas intenciones, que parecen estar en un límite demasiado cercano al consumo de la precariedad del otro en pro del refuerzo de nuestra supuesta bondad humanitaria. Llegados a este punto, nuestro silencio que ya ha perdido toda inocencia nos ha puesto a nosotros y, lo peor de todo, ha puesto al niño, a la niña, que nos escucha en una verdadera situación difícil: el lugar del que mira y no dice nada.

No, esta vez no hay campana que salve a nadie por aquí. Macarena García pasa al siguiente capítulo: el problema de las narrativas de empoderamiento para niñas.

La escena es imaginaria: un padre compra a su hija un libro sobre mujeres empoderadas, porque él, lo dice con un orgullo genuino a sus amigos, no es ningún machista. El libro es uno de los pocos libros para niños, perdón, para niñas, que lleva muchas semanas en el listado de los más vendidos. El libro cuenta la historia de mujeres poderosas que, según observa la autora de Enseñando a sentir, “se han tenido que enfrentar al mundo solas y han echado mano a una determinación interior implacable para conseguir hacer lo que deseaban”. Macarena García repara en que no hay aquí compañeras de viaje, no hay amigas, no hay colegas, sino una gran capacidad de ser una rebelde solitaria. ¿Para conseguir qué? Acceder a espacios de poder considerados históricamente masculinos. El fallo que detecta García en esta narrativa —y que no ha notado el padre no machista que sigue absorto en la lectura mientras, por suerte, a estas alturas la niña duerme— es que el camino ha sido una rebeldía individual y la meta: el éxito.

Especialmente interesante es cómo, en este capítulo, la autora nos pone en guardia frente a la apropiación del feminismo por lógicas de mercado que terminan despojándolo de su poder, al no buscar, cito, “cambiar las condiciones con las que se produce el poder”, «conformándose con aspirar a una mayor participación en este”, no de todas sino de algunas mujeres. ¿Cuáles? Claro está que las más valientes y las más rebeldes.

Nuevamente, nos encontramos con una necesidad en la que Macarena García insiste en su libro: repensar cómo se producen las dominaciones y cómo desde la literatura para niños y niñas perpetuamos el discurso en que algunas vidas son más valiosas que otras. En sus palabras, “una cultura de la rebeldía individualista que resulta bastante acrítica a las condiciones que la producen”.

El padre, a estas alturas, también se ha quedado dormido. Por suerte la niña, que no tiene ningún interés en parecerse a las heroínas del libro, despierta y tiene la mejor de las ideas: arrojar por la ventana ese libro que, al llevarla a imaginar un futuro tan lleno de soledad y esfuerzo, solo le provoca dolor de estómago y una terrible ansiedad.

Los señores y las señoras nos preguntamos: ¿pero entonces qué era lo que teníamos que hacer con las princesas? Macarena García, que no está para ese tipo de preguntas, se asegura de que la niña que se ha librado de la lectura duerma y, bajando la voz, pasa al capítulo siguiente: «Narrando los silencios de la dictadura».

¿Cómo le explicas a un niño o a una niña que existen cuerpos que tienen cicatrices producidas por la tortura, una tortura que fue pensada y ejecutada por otro cuerpo, el cuerpo de un ser humano? ¿Cómo se lo explicas y le dices que ese cuerpo tal vez sea el de su vecino, su abuelo o su hermano? ¿Cómo le hablas a un niño o a una niña de cuerpos desaparecidos por el Estado? ¿Cómo le dices que hay mujeres, en su mayoría ancianas, cuya tarea no es de matemáticas o geografía sino que consiste en buscar los huesos o lo que quede de ellos en el mar, la cordillera, el desierto? ¿Cómo le dices que hay mujeres y hombres que han debido conformarse con un pedazo de lo que un día fue un vestido como el que ahora lleva su madre, un pedazo de camisa como esas que cada día se pone su padre?

Macarena García muestra en este capítulo el respeto y la humanidad que tal vez le falte a nuestra literatura para niños y niñas: a veces lo único que puedes hacer es preguntas: ¿cuándo?, ¿cómo? y, tal vez la más importante de todas, ¿cómo pudo pasar algo como eso? Hay preguntas, parece decirnos la autora de Enseñando a sentir, que necesitamos hacer: por las víctimas y por nosotros.

No hay en este libro un capítulo más importante que otro, todos son inteligentes y luminosos, pero hay uno al que he regresado varias veces mientras escribía esta presentación. Se trata de «Tramados de pobreza y lectura».

Dos investigadoras van a un campamento a implementar un programa de lectura y migración. El campamento, según les explicó la ONG que las ha convocado, cuenta con un alto porcentaje de población migrante.

Las investigadoras quieren, según se explica, “hacer algo con los libros que complicase la propia cultura del libro, esa aspiración de elite desde la que se confía que el libro será el acceso a una cultura y un pensamiento más elevado”. En otras palabras, romper o poner en cuestión sus propias visiones de la lectura literaria.

Al principio todo parece ir bien. Pero poco a poco se encuentran con una realidad más pesada de lo que imaginaban: para los niños y niñas que asisten a la actividad los libros son un trámite para acceder a los juegos que están en los estantes. También para conseguir la esperada colación que probablemente será una parte importante de la cena.

A veces los libros pueden hacer su trabajo. Y otras simplemente no pasa lo que esperamos. A pocas investigadoras había escuchado decir algo como esto, lo que solo aumenta mi admiración por el trabajo que ha hecho Macarena García. Un trabajo que por lo menos a mí, en un tiempo en que todos parecen tener respuestas, me ha llenado de preguntas. Y de ganas de trabajar por una literatura que no simplifique cosas que —los niños ya se han dado cuentas— son complejas. Una literatura que muestre a sus lectores no lo que les falta para ser esos niños, esas niñas felices con los que sueña el mundo adulto, sino eso que son. Una literatura que tenga la sinceridad de los buenos amigos.

***

Enseñando a sentir. Repertorios éticos en la ficción infantil
Macarena García González
Ediciones Metales Pesados
184 páginas
$10.900

Los claroscuros de Sergio Larraín, el chileno que tocó la cima de la fotografía

A finales de los 50 se convirtió en la joven promesa de la agencia Magnum tras fotografiar a la mafia italiana, pero después decidió que lo suyo no era el fotoperiodismo, sino la contemplación, el yoga y la cruzada ecológica. Se alineó con la psicodelia del grupo Arica para luego aislarse durante cuatro décadas en Tulahuén, un pueblito al interior de Ovalle, desde donde seguía enviando a Francia sus crípticas fotografías minimalistas. En 2013, el cineasta Sebastián Moreno decidió comenzar a descifrar el enigma del hombre tras el fotógrafo. El resultado es Sergio Larraín: El instante eterno, documental que se estrena este 4 de junio y que contiene registros inéditos del artista, entrevistas con su círculo más cercano y algunas respuestas que lo complejizan y lo vuelven un personaje aún más fascinante.

Por Denisse Espinoza A.

“Querido Henri:
Gracias por tu misiva. Siempre es una gran alegría recibir noticias de ti. Aquí estoy, la mayor parte del tiempo escribo… Y tomo algunas fotografías. Estoy desconcertado.
Me encanta la fotografía como arte visual…, así como un pintor ama la pintura. Ésa es la fotografía que me gusta. Pero el trabajo que se vende (fácil de vender), me obliga a adaptarme. Es como hacer carteles para un pintor… No me gusta hacerlo, es una pérdida de tiempo.
Hacer buena fotografía es difícil, lleva mucho tiempo. Intenté adaptarme en cuanto me incorporé al grupo de ustedes. Para aprender y conseguir que me publicaran. Pero me gustaría volver a hacer algo más serio. El problema son los mercados, lograr que te publiquen y ganar dinero…”.

Así comienza la carta, fechada el 5 de junio de 1962, con la que Sergio Larraín Echeñique (1931-2012) le cierra la puerta a su prometedora carrera como fotoperiodista de Magnum, la reputada cooperativa francesa fundada por Henri Cartier Bresson en 1947. Sí, habría luego algunos otros encargos, pero nada tan rimbombante ni rentable como el reportaje a la mafia italiana, cuando el chileno logró infiltrarse haciéndose amigo cercano del capo Giussepe Russo, a quien logró fotografiar tomando la siesta, retrato tan íntimo que luego de ser publicado obligó al autor a convertirse en fugitivo.

Sergio Larraín. Créditos: Magnum Photos.

Claro que Larraín estaba acostumbrado a huir, no precisamente del peligro a la muerte real, sino de sus propios demonios internos: la fama, el ego, aquella zona de confort que desde niño, criado en una familia de la burguesía ilustrada chilena, había rehuido al sentirse incomprendido.

Luis Poirot prefiere calificarlo simplemente como soledad. “Hay fotos de Sergio en que el desgarro de la mirada de los personajes es un milagro y eso es lo que a mí me conmueve. Yo sé que fotografiando esa soledad está fotografiando su propia soledad, que lo persiguió hasta el fin de la vida”, dice el fotógrafo, seguidor y amigo de Larraín en Sergio Larraín: El instante eterno, el documental de Sebastián Moreno que se estrena este 4 de junio por PuntoTicket y que intenta descifrar los mitos que rodearon al único chileno que logró ser parte de la agencia Magnum, pero que luego decidió aislarse del mundo.

Poirot es uno de los entrevistados en el documental y el encargado de leer la carta dirigida a Cartier Bresson como una de las razones que tuvo Larraín para renunciar a la fama mundial. “Queco no es un reportero, no es un paparazzi, Queco es un poeta”, afirma.

Justamente fue esa mirada inusual la que lo hizo destacar desde que a mediados de los 50, cuando tenía solo 20 años, fotografiara con una sensibilidad única a los niños vagabundos del río Mapocho y luego recorriera las laberínticas escaleras de Valparaíso.

El don de Larraín era pasar desapercibido, invisible tras el lente. Tomaba fotografías como si no estuviese ahí, miraba de soslayo, interponía ramas, muros y rejas entre él y su objetivo antes de disparar. Se escabullía de la mirada frontal, buscando los ángulos menos evidentes, con los que conseguía escenas llenas de encanto que terminaron siendo publicadas en las revistas más prestigiosas, como Paris Match y Life, y elogiadas por los mejores fotógrafos del mundo.

Sin embargo, solo tras la muerte de Larraín en 2012, y por expresa decisión suya, su obra comenzó otra vez a difundirse. Así fue que se realizó su primera gran retrospectiva en 2013, en el Festival de Arles, Francia, curada por Agnes Sire, su amiga y directora artística de la Fundación Cartier Bresson, y que al año siguiente se instalaría en el Museo de Bellas Artes del Parque Forestal. 

También fue hace siete años que el director Sebastián Moreno (La ciudad de los fotógrafos, Guerrero) decidió embarcarse en su propio proyecto para conocer en profundidad la obra y vida del fotógrafo. Fue un proceso largo que lo llevó, de a poco, a acceder a testimonios como los de las dos hermanas de Larraín que aún viven, sus dos hijos, sus seguidores en Tulahuén, un coleccionista, un sobrino e incluso a los archivos de Magnum, donde está resguardada toda su obra.

El resultado es un documento magnífico que recoge videos inéditos en 8mm, diapositivas en colores, negativos e imágenes nunca antes exhibidos al igual que entrevistas reveladoras sobre la naturaleza más personal de Larraín. Sin embargo, el enigma persiste y aunque el retrato es copioso en aristas también complejiza aún más su figura.

Sebastián Moreno durante el rodaje de Sergio Larraín. El instante eterno. Gentileza de Películas del Pez.

¿Qué mitos en torno a Larraín fuiste derribando en estos años de investigación?

—Bueno, uno de los más importantes fue descubrir que Larraín nunca abandonó la fotografía, que es algo que yo tenía súper fijo hasta que en una de las cartas que encontré se relata un viaje que hace a Valparaíso en los años 90, viajando toda la noche en un bus. Vuelve al lugar donde comenzó todo, donde toma su icónica imagen de las niñas gemelas y pasa todo un día tomando fotos. Para mí eso fue clave, saber que no había nada tan definitivo en la vida de Sergio, que siempre estaban estas idas y regresos, que todos nos arrepentimos a veces de las decisiones que tomamos y tratamos de recuperar el tiempo perdido. Y luego él hace una maqueta donde integra su visión espiritual con estas nuevas fotografías y nos dice cómo miraba el mundo, la que finalmente se termina publicando en 2016.

Posteriormente, además, se conocen otra clase de fotos más minimalistas y conceptuales que también se exponen en la muestra de 2014, en el Museo de Bellas Artes.

—Están esos encuadres, composiciones más geométricas, simples y cotidianas que él llamaba Satori y que tienen que ver con un ejercicio de meditación para conectarse con el presente, con el aquí y el ahora y que él sigue enviando a la agencia Magnum, pero que no corresponden con los fotoreportajes de antes con los que se hizo conocido. Allá no comprenden por qué sigue enviándolos, pero de todas formas las guardan.

¿Qué descubriste durante tu visita a Magnum y cómo fue tu enlace con el reconocido fotógrafo Josef Koudelka?

—Fue maravilloso porque ahí aparecieron todas esas fotos de Italia, de la mafia siciliana, se despliegan las imágenes que uno solo había escuchado de oídas, personajes que yo había entrevistado aparecen más jóvenes, como Piro Luzco, este amigo que lo acompaña a Valparaíso y también se da el encuentro con Josef Koudelka, que fue un gran regalo. Al principio no nos quería recibir, pero luego, cuando le menciono que había encontrado una carta que él le había escrito a Larraín diciéndole que por favor no le enviara más correspondencia sino que mejor le enviara fotos, se le abrieron los ojos y me concedió una entrevista, en la que dice que Larraín es un talento incompleto. Todo eso te lo da la rigurosidad de la investigación, porque si no hubiésemos tenido el as bajo la manga de la carta, no lo habríamos logrado.

Tu documental retrata la contradicción que existe dentro de Larraín, quien a pesar de su retiro de la vida pública está empecinado en entregar un mensaje al mundo.

—Claro, retirarse físicamente del mundo no significaba que no estuviese interesado en el mundo. Fue justamente por estos libritos que un día llegaron a la casa de mi papá, los llamados “Kindeplanetarios” que son textos espirituales muy sencillos que él hacía para que se repartieran, que creció la pregunta sobre qué había sido de la vida de este fotógrafo que yo admiraba. Además de estos libros, él escribió muchas cartas a sus familiares y amigos, e incluso a autoridades de la época. Alguien me contó que incluso le escribió una carta a Pinochet diciéndole que era necesario hacer clases de yoga en todo Chile, imagínate. Estaba en esa cruzada, pero desde su casa en Tulahuén.

«Lo bonito de la película es que aparece esa contradicción de Sergio, de ser un tipo con ciertas búsquedas que lo determinaron, pero que tuvieron costos en su vida familiar. No fue gratis alejarse, él tenía sus propios problemas y es bonito que eso aparezca porque le da una dimensión más cercana y humana. Sergio Larraín era como cualquier ser humano, con sus claros y oscuros. Una foto con pura luz no es nada, necesita de contrastes, de esa lucha entre la luz y la oscuridad para crear una imagen, y de alguna manera los seres humanos somos eso, tenemos esa permanente pugna con nuestros egos, deseos, con nuestros traumas que nos van forjando como personas».

Sergio Larraín en su época de trabajo para Magnum, París. Créditos: Magnum Photos.

¿Qué tanto material desconocido existe aún de Larraín?

—Sergio ha sido desclasificado primero por Agnes Sire, que es una figura importante de la fotografía en Francia y en Europa, con quien se envía correspondencia por años, pero nunca se conocen en persona. Es ella quien convence a Sergio de hacer este primer libro sobre Valparaíso, siempre enfocado en el blanco y negro, pero también hay todo un material en colores, en diapositivas y de eso hemos visto muy poco. Hay una serie de fotos que se publicaron en la revista National Geographic sobre Isla de Pascua, Juan Fernández y la Patagonia que salieron publicadas también en otras revistas, o también de un formato a color 6×6, muy escaso. Hay mucho que ver y sobre todo de Chile, Sergio viajó mucho por Chile en una época en que no era fácil viajar y menos con una cámara fotográfica, entonces hay un material súper valioso por descubrir.

«También encontré a una persona que había sido asistente de Larraín y que tenía una caja llena de descartes, que contradijo las órdenes de Larraín de botarlas a la basura y en vez de eso lo guardó. Y también hay mucha gente que tiene fotos regaladas por Larraín, copias de época, álbumes que Larraín hacía y le regalaba a su familia, a su papá. Existe hasta el álbum de matrimonio de una de sus hermanas, que aunque eran fotos de algo cotidiano siempre había en ellas una vuelta de tuerca que tenía el sello Larraín».

Tras el estreno en Chile, la película iniciará su recorrido por festivales, no de cine sino de fotografía, “su escenario natural”, dice Moreno. “Larraín es un referente mundial y estamos muy expectantes de cómo será la recepción en EE.UU. y Europa. Su trabajo está en las colecciones más importantes de arte, en la Tate de Londres, por ejemplo, es parte de la muestra permanente donde una de sus fotos está al lado de un Picasso”.

A fin de año, además, el director tiene planificado el estreno de una serie de cuatro episodios de larga duración para la televisión, que son complemento de la película y que contienen más entrevistas y material inédito. “Como en una novela crecen ramas que tienen que ver con el tronco principal, en la serie también hay historias que se salen un poco de la trama, es muy diferente a la película, pero seguimos profundizando los temas: el origen, el fotógrafo, la vida mística y el retiro”, cuenta Moreno.

¿Crees que tu documental logra responder esa pregunta latente que existe sobre la renuncia de Larraín a la fotografía?

—Creo que sí, en alguna medida encontramos algunas claves para entenderlo. Tiene que ver con muchas cosas, pero principalmente con una relación con su padre muy difícil, muy dura. Yo creo que Sergio no se sintió cómodo nunca en el hogar en que le tocó nacer. Creo que allí se gatilla su pulsión por buscar su propia identidad, este camino espiritual que emprende en su adultez como algo definitivo e irreversible, que lo llevó a alejarse de la vanidad que significa el éxito como fotógrafo de Magnum. Había una pulsión en él, como buen artista, tenía que hacer lo que necesitaba hacer. Sergio buscó permanentemente su propia utopía hasta que encuentra su lugar en Tulahuén, donde podía estar más tranquilo, ser anónimo, donde nadie le pedía entrevistas o autógrafos, aunque llegaban de todas partes a buscarlo; pero creo que ese fue el patrón: escapar y renunciar hasta llegar a una vida sencilla, vivía en una casa muy humilde, y creo que ahí fue bastante feliz esos años de su vida, que hay que decir fue casi la mitad: él llega como a los 40 años y murió a los 81.

Nacido en la clase acomodada, su madre fue Mercedes Echeñique Correa y su padre fue el arquitecto Sergio Larraín García Moreno, uno de los cultores más aventajados del modernismo en Chile, autor del edificio “Barco” en José Miguel de la Barra y fundador del Museo de Arte Precolombino a partir de su propia colección personal. Fue, además, decano de la Facultad de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica, que desde 1959 se instaló en la casa Lo Contador, un edificio de 1780, gracias a sus gestiones.

Sergio Larraín junto a sus hermanas. Gentileza de la familia Larraín Echeñique.

En el documental se ve la presión que Sergio hijo siente por cumplir las expectativas de ese padre imponente, exitoso y, a su vez, su constante deseo de rebelión, de seguir su propio camino. Más adelante, se muestra cuando se hace padre de su primera hija, Gregoria, con la peruana-francesa Paquita Tuerl, quien la cría en París, para luego tener a su hijo Juan José, fruto de su relación con Paz Huneeus, compañera durante su estadía en el grupo Arica, una escuela esotérica y de meditación fundada por el chamán boliviano Óscar Ichazo, a la que adhirió también el psiquiatra Claudio Naranjo y en la cual Larraín profundizó su camino espiritual.

El episodio es particularmente revelador cuando Huneeus cuenta que el alejamiento de Larraín pudo haberse debido a que descubrió las prácticas abiertamente sexuales que Ichazo sostenía con las mujeres del grupo. Luego de eso, el fotógrafo decidió llevarse a su hijo a vivir con él a Tulahuén, lejos de su madre.

Así, Moreno entrevista a su hija Gregoria —quien “accedió muy amablemente desde el primer momento a la idea de la película”— y a Juan José, quien sigue viviendo en la casa de Tulahuén y reconoce, durante el filme, la complicada vida que llevó desde niño con un padre estricto, quien lo obligaba a meditar y de quien debía soportar estados de ánimo cambiantes.

Paquita Truel y Sergio Larraín junto a la hija de ambos, Gregoria. Gentileza de la familia Larraín Echeñique.

Resulta paradójico a esas alturas de la película encontrarse con un Sergio Larraín que de alguna forma se convierte en esa figura del padre exigente que él mismo evitó.

—Ahí te das cuenta que cuando uno no trabaja la relación con los padres tiende a repetir de manera casi inconsciente esos patrones. En ese sentido, creo que Sergio también tuvo sus carencias como padre, amó profundamente a sus hijos, pero no supo cómo ser mejor padre. Por un lado apelaba a la paz mundial, transmitía el mensaje de salvar el mundo, pero chuta, en su propia casa tenía a la persona más importante que salvar. Me pareció importante ponerlo en la película, porque habla de nuevo de las debilidades de un personaje que ha sido muy glorificado, y con justa razón, por su trabajo, pero también es válido indagar en la intimidad de estos artistas porque nos da más luces de sobre la complejidad de sus miradas y trabajos.

¿Crees que el mensaje de Larraín tiene vigencia hoy?

—Totalmente, tiene cosas que decir y contar y llega en un buen momento. Primero, hoy resuena mucho la idea del aislamiento, de su autoexilio, de esa vida de ermitaño voluntaria que él vivió, pero que hoy nosotros nos vemos obligados a llevar. Esa vida monacal y sencilla que él propuso hace eco en el presente. Por otro lado, está el discurso ecológico, de vida armónica con el medio ambiente, justo ahora que estamos discutiendo cómo ir construyendo un nuevo futuro. Además, pese a todas sus dificultades y complejidades, Larraín fue un tipo humilde que convivió y ayudó a mucha gente. Desinteresada y anónimamente, a veces Larraín les abría cuentas de ahorro y les depositó un millón de pesos a personas que necesitaban o a la vecina que se le cayó el techo para un invierno, les financió el cambio completo, a otra gente le compraba terrenos para que se construyeran sus casas. Entonces, iba calladito ayudando y tratando de integrarse a ese mundo al cual él no pertenecía, porque Sergio venía de una familia muy rica, de una aristocracia muy culta y de carácter filántropa que la verdad extrañamos en este país, gente con visión, con conciencia y con recursos, que no dudaban de poner a disposición de los intereses de Chile.

***

Sergio Larraín: El instante eterno
Sebastián Moreno
Estreno: 4 de junio
Funciones: 4, 5 y 6 de junio
Preventa en Puntoticket

Sergio Larraín: El instante eterno
Sebastián Moreno
Estreno: 4 de junio
Funciones: 4, 5 y 6 de junio
Preventa en Puntoticket

Comunidad universitaria despide a la artista Roser Bru

Pintora, grabadora dibujante, la artista llegó a Chile en 1939 a bordo del barco Winnipeg con 16 años escapando de la dictadura en España. Su fallecimiento ocurrió este martes 26 de mayo. La comunidad podrá despedir a la artista este jueves 27 de mayo, de 10:00 a 15:00 hrs. -respetando los aforos permitidos-, en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Por Prensa U. de Chile

“La memoria es pasado persistente”. Esta es una de las frases dicha por la artista chileno-catalana Roser Bru en una entrevista sobre una de sus últimas exposiciones. 

Bru, fallecida este martes 26 de mayo a los 98 años, se formó en la Escuela de Bellas Artes, realizando estudios libres hasta el año 1942, época donde, según evocó en la misma entrevista, a las afueras de su lugar de estudio “pasaba Nicanor Parra y Enrique Lihn” como parte del paisaje. En dicho periodo, fue discípula de Pablo Burchard e Israel Roa. 

Roser Bru, Premio Nacional de Artes Plásticas 2015. Crédito: Sergio Trabucco.

Ganadora del Premio Nacional de Artes Plásticas 2015, le anteceden reconocimientos como el Primer Premio de Pintura, Salón Oficial de Santiago (1961); el Premio Osvaldo Goeldi, II Bienal Americana de Grabado, Santiago (1965); el Premio Club de Estampa, Buenos Aires (1968); el Gran Premio del primer Salón de Gráfica de la Universidad Católica, Museo de Bellas Artes (1978); la Encomienda de la Orden de Isabel La Católica, condecorada por el Rey Juan Carlos I de España (1995); y Premio Altazor, ganadora en Pintura (2000).

Según relató Bru, llegó a Chile con un libro de arte impresionista en la mano a los 16 años de edad a bordo del barco Winnipeg en 1939, dejando atrás los bombardeos y la violencia de la dictadura franquista, luego de un primer exilio junto a su familia en París, Francia. Sólo en 1958 retornó por primera vez a Barcelona, luego de 18 años.

«Roser Bru parte hoy en la mañana escoltada por la bella luna de sangre, un tributo a la vida de una mujer imprescindible cuya obra trasciende los tiempos. Su gran aporte al arte y la cultura motivó que, en 2019, en el contexto de la conmemoración de los 80 años del desembarco del Winnipeg en Chile, un esfuerzo diplomático y humanitario del gobierno chileno de la época para recibir a más de 2.200 refugiados españoles, nuestra Universidad le rindiera un homenaje y le entregara la Distinción Medalla Rectoral«, señaló la vicerrectora de Extensión y Comunicaciones de la U. de Chile, Faride Zeran.

Roser Bru, Mi hija grabado. Colección Iconográfica. Archivo Central Andrés Bello. Universidad de Chile. Fotografía: Camila Torrealba.

“Hoy lamentamos profundamente el fallecimiento de Roser Bru, quien sostuvo, a lo largo de su trayectoria como artista visual, un fuerte vínculo con el MAC. En el museo conservamos casi una treintena de sus obras -en su mayoría grabados- que dan cuenta de su estrecha relación con Nemesio Antúnez durante el período del Taller 99 y, posteriormente, cuando Antúnez dirigió nuestro museo», señaló Daniel Cruz, director del Museo de Arte Contemporáneo.

La obra de Roser Bru, destacó el director, «adquiere vital importancia a partir del golpe de Estado de 1973, donde la represión y la censura transformaron su imaginario y repertorio. Transitando entre el objeto, la pintura, la gráfica y la fotografía, sus creaciones son un testimonio clave para entender y abordar la historia de nuestro país y su relación con los derechos humanos. Desde el MAC homenajeamos y honramos este importante legado para nuestra cultura”.

Desde allí comenzó a escribir su historia de artista, destacando en la pintura, el grabado y el dibujo, además de formar parte del Grupo de Estudiantes Plásticos (GEP) el año 1947, espacio que compartió con artistas como Gracias Barrios, José Balmes, Guillermo Núñez, Juan Egenau y Gustavo Poblete. Posteriormente, fue parte del “Taller 99”, creado por Nemesio Antúnez. 

La comunidad podrá despedir a la artista este jueves 27 de mayo, de 10:00 a 15:00 hrs. -respetando los aforos permitidos-, en el Museo Nacional de Bellas Artes.

En la plataforma Tantaku de la U. de Chile, está disponible un microdocumental desarrollado por el equipo del MAC.

La comunidad podrá despedir a la artista este jueves 27 de mayo, de 10:00 a 15:00 hrs. -respetando los aforos permitidos-, en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Guillermo Núñez: “Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder”

Activo a sus 92 años, el Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 dibuja todos los días bocetos que de a poco convierte en libros. Abandonó la pintura hace algunos años, y ahora planea donar varios cuadros como legado a la Universidad de Chile. Aunque la pandemia lo tiene aún confinado, el artista sigue de cerca el acontecer nacional. Tiene esperanza en el proceso constituyente y anhela que se pueda reconstruir el país donde él se formó: “quizás uno era mucho más pobre, pero infinitamente más solidario”, dice. 

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Jaime Lorca: «El teatro es una necesidad, una vacuna contra los males del mundo»

El actor y director de la compañía Viajeinmóvil estuvo de gira en España, montando con objetos y muñecos Otelo y Lear, sus versiones de los textos de Shakespeare. Este año cumple una década a cargo del Anfiteatro Bellas Artes, donde exhibe su trabajo y el de otras compañías cobrando “a la gorra”, lugar que se convirtió en la primera sala en abrir sus puertas luego de la primera cuarentena. «La gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro y de la comunión real con el público», dice.

Por Denisse Espinoza A.

Son las 16 horas en Chile del viernes 14 de mayo, dos días antes de las elecciones, y el director teatral y actor Jaime Lorca (1960) prende su cámara y se conecta a esta entrevista desde Madrid por Zoom. Desde inicios de mes está cumpliendo lo que hoy se podría considerar una hazaña para el medio cultural local, paralizado por la pandemia: una gira internacional con su compañía Viajeinmóvil, presentando dos de sus obras ícono: Otelo y Lear.

Te vas a perder las elecciones del domingo, ¿es algo que no te interesa?, le pregunto.

—Claro que sí, me importan mucho las elecciones, pero para ser sincero, más me importa el teatro y llevábamos demasiado tiempo sin poder hacerlo.

Jaime Lorca. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Menos tiempo que el resto, al menos. El 10 de octubre de 2020, el Anfiteatro Bellas Artes, la sala que dirige Lorca desde 2011, fue la primera en abrir sus puertas tras 29 semanas cerrada debido a la crisis sanitaria. Lo hizo con un aforo muy reducido, de solo 50 personas, que incluía equipo técnico, producción, compañía y público. Así estuvieron con una cartelera con montajes de diversas compañías dedicadas al teatro de objetos y marionetas, el sello de esta sala, hasta que en marzo todo volvió a suspenderse por la nueva cuarentena impuesta.

El teatrero no se quedó de brazos cruzados y esta vez decidió reactivar una invitación que había recibido el año pasado para hacer una gira a España con su compañía a distintas localidades, incluida laSala Max Aub de Naves del Español en Matadero, Madrid. Allí, Lorca constató que las condiciones para la cultura en Europa distan bastante de la realidad chilena.

—El teatro español es lo máximo. Estamos como reyes haciendo esta temporada fantástica, con un equipo técnico enorme, con todas las condiciones sanitarias apropiadas, y tampoco exageran. La sala tiene un aforo grande, del 75%, y es obvio, porque la gente está sentada, separada con una mascarilla, no están en un restaurante comiendo, no están tocando otras cosas que las personas tocaron —cuenta.

Salir de Chile no fue fácil. Debió reunir una cantidad enorme de permisos e incluso perdió unos pasajes porque le faltaba una carta de autorización del consulado chileno que lo hizo perder el vuelo a último minuto. El salvavidas vino de España.

—Nos mandaron un salvoconducto que cuando vuelva a Chile lo voy a enmarcar, porque dice que el Ministerio de las Culturas español nos invita a realizar “actividades imprescindibles para el buen funcionamiento de la Nación»; imagínate, así consideran al teatro aquí. Y bueno, todo esfuerzo ha valido la pena para volver a la “presencialidad”, como le dicen ahora. Porque para qué vamos a estar con cosas, la gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro. Para mí eso no es teatro —afirma.

La primera función de Lear tras la cuarentena fue emocionante. Tras acabar la obra y en medio de los aplausos, Jaime Lorca —que además de codirector (junto a Tita Iacobelli, Christian Ortega y Nicole Espinoza) encarna al personaje del rey loco creado por Shakespeare— dijo unas sentidas palabras e invitó al público a que empinara una copa imaginaria para brindar por ese ansiado reencuentro y para que los aplausos nunca más vuelvan a desaparecer. “El aplauso tiene un valor muy especial y no tiene que ver con la vanidad o el ego. En La Tempestad de Shakespeare, el aplauso despierta a los artistas que dejan de ser personajes; para mí es eso, pero también la comunión entre el público y quienes están en el escenario”, dice Lorca.

Primera función de Lear después de la primera cuarentena en Santiago, 10 de octubre de 2020. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Hace una década, en 2011, el actor se paraba por primera vez en ese escenario, dando nueva vida al Anfiteatro Bellas Artes, ubicado al costado del edificio que alberga la pinacoteca nacional y que por esa época estaba abandonado y convertido en un basural. Lorca recuerda que tuvo por lo menos ocho reuniones antes de que el director de entonces, Milan Ivelic, se convenciera en prestarle el espacio para desarrollar su proyecto dedicado al teatro de marionetas y animación. “Incluso contraté a un arquitecto para presentarle un proyecto de cómo íbamos a techar el anfiteatro, que era prácticamente un hoyo relleno de basura, con el escenario roto y podrido debido a las lluvias. Pasamos por un sinfín de prejuicios un año entero, y siempre recibimos un no como respuesta”, recuerda el actor.

Hasta que ese año su compañía Viajeinmóvil se adjudicó un proyecto Fondart, para justamente instalar una carpa en el Parque Forestal y desarrollar la segunda edición de su festival La rebelión de los muñecos, que continúa hasta hoy. Con esa última carta bajo la manga, Lorca volvió a la oficina de Ivelic, esta vez con los recursos en mano, y le propuso instalar la carpa dentro del anfiteatro. Esta vez aceptó. “Después el hombre se dio cuenta de que había juzgado mal cuando nos vio cómo transformamos el lugar. ‘Yo no sabía que la gente de teatro era tan tenaz’, me dijo un día mientras tomaba café desde la escalera. Se suponía que nos íbamos a quedar lo que durara el festival, pero aquí nos ves hasta hoy”, dice Lorca.

Paradójicamente, esa misma carpa que 10 años antes cubrió el anfiteatro y le dio al director la oportunidad de gestionar su propio espacio, fue desmontada ahora para poder cumplir con los protocolos de actividades al aire libre, durante la pandemia, y así volver a funcionar. Por estos días, y para celebrar el aniversario, Lorca prepara una nueva transformación. Instalará una carpa transparente y descapotable, quitará sillas y las reemplazará por plantas que separarán a las personas, transformando la sala en un verdadero invernadero. También planea volver con una nueva edición de La rebelión de los muñecos que espera sea presencial.

—Donde no haya cuarentenas y se pueda llevar las obras, ahí estaremos, y también estamos preparando un nuevo estreno, un clásico —adelanta.

Han habido otras compañías que no han tenido la misma suerte que ustedes en la vuelta a los escenarios. Como el caso de la obra Orquesta para señoritas, dirigida por Álvaro Viguera en el Teatro Nescafé de las Artes, que tuvo un foco de covid-19 y terminó con varios miembros del elenco contagiados, dos de ellos fallecidos, el actor Tomás Vidiella y el estilista Patricio Araya. ¿Qué opinas de ese caso y del juicio público que sufrió el equipo?

—Es el riesgo que se corría y pudo habernos pasado a nosotros también. Yo la primera función de Lear no la disfruté tanto, justamente porque estaba muy estresado con cumplir todos los protocolos sanitarios; era como la prueba de fuego, como la PSU de las compañías en pandemia. La verdad me parece muy ruin culpabilizar. Al contrario, yo les saco el sombrero, creo que esa gente hizo un acto de amor tratando de volver a comunicarse con el público. Hay que entender que el teatro es una necesidad de las personas y que lo que pasó es una desgracia, pero también era una posibilidad de la que todos estaban conscientes.

Antes de enfrentar la pandemia, con el poco apoyo gubernamental a los artistas, Chile venía de una crisis social que también afectó al mundo cultural. ¿Cómo viviste tú y tu compañía el estallido social?

—Nosotros la vimos venir mucho antes, porque el Anfiteatro es un lugar geográfico estratégico, un cruce de caminos donde se ven esas brechas, los de arriba bajan y los de abajo suben, se juntan clases sociales, razas. Después del estallido se armaron muchas conversaciones y debates sobre cómo tenía que ser la creación ahora, cuál es el teatro que tocaba hacer y hasta los cantantes de pop se preguntaban cuál era la música y las letras que tenían que componer, y yo no puedo estar más en desacuerdo con todo eso. Para mí, la creación es la única parte que nadie te puede tocar, es lo que haces porque a ti te resuena, es algo misterioso y nadie puede obligar a los artistas a trabajar en ciertos contenidos. No hay que pasarse de bueno porque eso también termina siendo muy acomodaticio, porque, claro, ahora es el estallido y mañana los osos pandas y luego las ballenas. Me cargan los buenos y los optimistas, en este mundo estamos cagados por los optimistas, es tan fácil ponerse del lado de los débiles y lo cierto es que, si todos fuéramos buenos, la sociedad estaría en otro lugar, donde quizás no sería necesario siquiera hacer teatro.

Formado en la Universidad Católica, a fines de los 80, Jaime Lorca fundó junto con dos compañeros de escuela, Juan Carlos Zagal y Laura Pizarro, la compañía La Troppa, que se transformó en una de las más emblemáticas de la escena local, con montajes impecables y sensibles que los llevaron a figurar internacionalmente, sobre todo con la aclamada Gemelos, una versión libre de la novela de Agota Kristof El gran cuaderno, que narra la lucha por sobrevivir de dos hermanos durante la Segunda Guerra Mundial.

Lear (2020). Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

En los inicios, la pasión por los muñecos de Lorca empapó la creación del grupo y las marionetas parte del elenco en el escenario. Sin embargo, las inquietudes artísticas variaron y mientras Lorca mantenía su afán artesanal, Zagal y Pizarro se interesaron en lo que el cine podía aportar en la escena. Finalmente, en 2005 la compañía se escindió. El matrimonio formó Teatro Cinema, y el marionetista Viajeinmóvil.

Has construido tu trayectoria montando obras que mezclan actores de carne y hueso con muñecos. ¿Qué hay en esa relación que te interesa tanto?

—No sé si lo tengo tan claro. Partimos en 1988, con Salmón vudú, usando un muñeco porque nos faltaba un actor. Todavía no nos llamábamos La Troppa y la marioneta era un bocón, era solamente una cabeza que la hizo mi mujer, que es artista plástica, y ahí la escena era sobre un soldado español que había violado a una princesa india y el capitán decide colgarlo, entonces poníamos la cabeza en la soga y quedaba colgado y ese movimiento de péndulo causaba mucha gracia y funcionaba bien. Lo que pasa es que la marioneta es muy efectiva, yo diría que más efectiva en los primeros minutos de una obra que un personaje de carne y hueso, porque esos primeros minutos, que son las circunstancias dadas, son muy difíciles para el actor hacer creer al público. La gente le cree más a una marioneta. Pero lo que yo hago es hacer interactuar a los dos y eso es aún más interesante, porque los pone en tensión. Es algo vivo que le está hablando a algo que está muerto, entonces se produce ese flujo entre lo muerto que va hacia la vida y lo vivo hacia la muerte. Hay un filósofo que se llama Henri Bergson que habla sobre lo muerto como lo mecánico, como una acción que se repite tanto que ya no tiene sentido. Un misógino, un alcohólico y un anticomunista están muertos porque van a responder siempre igual a los estímulos y eso da risa, pero también es trágico. Lo que intentamos es humanizar a las marionetas dándoles movimientos más humanos y menos mecánicos, y eso implica observarnos profundamente a nosotros mismos, pero todo eso tiene sentido con un público que firma este contrato tácito de creer e involucrarse con lo que está viendo. Esa es la gran diferencia del teatro con el cine, por ejemplo, el cine que es tan envasado que puedes comer cabritas y tomar bebida y seguir creyendo sin esfuerzo, porque está todo dado. En el teatro no están las cosas y el público las tiene que completar, el público tiene que trabajar para ver todo lo que se sugiere en el escenario.

¿Qué reflexiones sobre tu quehacer has tenido durante este periodo de crisis social y sobre todo de pandemia en que el trabajo teatral se ha visto tan obstaculizado?

—He ido convenciéndome sobre la importancia que tiene el teatro, la importancia social, es una necesidad de la gente, desde el entretenimiento hasta el aprendizaje. Entretenerse está poco valorado en nuestra sociedad, porque se supone que es un tiempo inútil que dedicas nada más que a entretenerte, pero en el fondo es muy importante. Lo que a mí me gusta, por lo menos, es trabajar con las pasiones humanas y cómo esas pasiones humanas desequilibran a las personas  y las hacen correr riesgos que pueden ser fatales para esas u otras personas, y por un tiempo todo eso queda expuesto hacia un público que puede ver y reflexionar acerca de estos problemas. Hacer Otelo tiene una importancia social, lo hacemos a nuestra manera, porque durante la primera parte la gente se ríe y luego ya se empieza a reír menos.  Como en los consultorios cuando a los niños los entretienen con un dulce y luego los pinchan, así es el teatro, en principio te entretiene y luego te vacuna. A mí me gusta que el teatro sea como una vacuna contra los males del mundo, que tenga un efecto, pero no se note.